domingo, 24 de diciembre de 2017

Atlas histórico del mundo griego antiguo Adolfo J Domínguez José Pascual Capítulo 42 Egipto y el reino lágida


Desde que fuera nombrado sátrapa en 323 (Diod., 18.3) y más tarde como rey (a partir de 305), Tolomeo, el hijo de Lago –de aquí el nombre del Estado–, trató de constituir un dominio propio. De hecho, en pocos años, Tolomeo I creó un reino bastante equilibrado, emprendió una obra centralizadora, destinada a reforzar la autoridad y la riqueza de la monarquía y el control burocrático de Egipto, reactivó las estructuras tradicionales del país, introdujo otras nuevas de corte griego y organizó con notable éxito la administración, la economía estatal, el ejército y la flota. Pudo así desplegar una extraordinaria política exterior que llevó a la constitución de un verdadero imperio y a la emergencia del reino lágida como potencia predominante en el Egeo.
Egipto formaba obviamente el centro de las posesiones lágidas y, aunque no fue completamente fiel, sí conformaba un núcleo rico y estable. Además del país del Nilo, el imperio tolemaico se cimentaba sobre un primer anillo territorial, que tenía la función primordial de mantener la seguridad e integridad de Egipto, defendiéndolo por todos sus lados, y del que formaban parte la Cirenaica, Celesiria y Chipre. Más allá de esta zona se extendía el círculo externo del imperio en el que se incluían buen número de islas del Egeo (Tera, Naxos, Lesbos, Quíos, etc.), unidas muchas de ellas, al menos hasta la segunda mitad del siglo III, en la Liga de los Nesiotas, y algunas zonas de Asia Menor (Caria, Licia, Panfilia y Cilicia). La potencia lágida, que habría de perdurar más de un siglo, se basó, pues, en el control de Egipto y en la simbiosis entre su núcleo y las posesiones exteriores. Los tolomeos extendieron también su influencia más allá de los límites de sus dominios. De este modo, enviaron expediciones a Nubia alcanzando hasta la cuarta catarata, negociaron con los nabateos y fundaron emporios en el Mar Rojo como Filotera o Berenice con el objeto de favorecer el comercio con África, Arabia y la India.
Durante el siglo III los sucesores de Tolomeo I mantuvieron en lo esencial la potencia egipcia y sólo a partir de los primeros años del siglo II podemos hablar de una reducción drástica del poder lágida. A partir de entonces, pasamos de un fuerte imperio a una estructura muy debilitada caracterizada por múltiples problemas. En sus aspectos exteriores se pierden la mayoría de las posesiones extraegipcias, a causa de las presiones seléucida y antigónida, y la alianza con Roma significa dependencia y sometimiento. En 200 los seléucidas ocupan la Celesiria y en 196 los lágidas se retiran de gran parte del Egeo. En 145 se abandona definitivamente el Egeo, salvo Chipre, y en el siglo I Roma se anexiona la Cirenaica en 96 y Chipre en 58. A pesar de ello, el reino aportó todavía importantes recursos a la política de Cleopatra, que intentaba revivir el imperio lágida y convertir a Egipto en la potencia hegemónica que aglutinara el Oriente contra Roma. Su fracaso llevó a la anexión final del reino como provincia romana. En lo interno la re- currencia de las rivalidades dinásticas y de las guerras civiles impidieron toda recuperación, promovieron numerosas agitaciones capitalinas y la corrupción y una cierta desintegración en el aparato burocrático; los ingresos y las exportaciones descendieron, lo que llevó al Estado a aumentar la fiscalidad de unos sectores campesinos ya de por sí abrumados, fuente, a su vez, de revueltas, huidas y bandidaje. Asimismo, desde el último período del siglo III se produce una toma de conciencia por parte de la población egipcia que se resiste con mayor fuerza al predominio de los grecomacedonios. Como síntoma de esto último, entre 207 y 186, la Tebaida formó un Estado independiente bajo faraones nubios. Incapaces de imponerse, los lágidas trataron de apaciguar a la población favoreciendo al sacerdocio egipcio, solución que no sólo no resolvía los problemas estructurales, sino que además reducía los ingresos de la monarquía y reforzaba a un sector privilegiado de dudosa fidelidad.
Existió ciertamente una imagen egipcia de la monarquía lágida, patente en las representaciones de los soberanos lágidas con los atributos tradicionales de los faraones, dirigida a la población indígena, pero los lágidas se enorgullecían de su pasado macedonio y los títulos, la vestimenta, la lengua, la arquitectura del palacio y sobre todo la legitimidad, que hacía hincapié en el derecho de lanza (o de conquista) y en la tradición de Alejandro, son de raigambre griega y, aunque subsistieron elementos egipcios, la administración civil, el ejército y en general muchos aspectos económicos se vinculan también a un origen griego. La gran mayoría de los cortesanos eran grecomacedonios y no es posible encontrar más que un pequeño número de egipcios en su mayor parte helenizados. El rey se rodeaba de sus amigos y consejeros (philoi tou basileos) que se distribuían en una serie de rangos o títulos áulicos que, más allá de los cargos burocráticos que ocuparan, especificaban su cercanía al monarca y su importancia en la corte. Estos amigos del rey formaban el Sinedrio o Consejo real que desempeñaba funciones parangonables a los consejos reales de las monarquías antigónida o seléucida. Conocemos además la presencia de los pajes reales (basilikoi paides) y de los syntrophoi, quienes se educaban con el futuro rey. Algunos testimonios abren la posibilidad de la existencia de una asamblea de soldados (Plb., 15.26.1, 25.11; Ateneo, 15.25.3), formada por macedonios y griegos y por los descendientes de ambos, que deben corresponder a la guardia real de Alejandría.

La administración central estaba al cargo del dieceta (quizá hubiera varios en algunos momentos), que realizaba funciones que llamaríamos de primer ministro, y estaba dividida en una rama civil y otra militar (quizá esto fuera la norma en todos los Estados helenísticos). El dieceta se encargaba especialmente de los asuntos económicos, asistido por un contable (eklogistés), su subordinado inmediato, y varios hipodiecetas, quizá encargados de grupos de nomos o provincias. Un epistológrafo ejercía de secretario real para los asuntos diplomáticos, y un hipomnematógrafo era el canciller real (o secretario jefe). Otros cargos importantes eran el secretario del ejército, los gobernadores militares de Alejandría y de Chipre y el navarco de la flota. Por último, el director del Museo de Alejandría ocupaba un puesto de especial distinción. La administración provincial respetaba en esencia la antiquísima división de Egipto en provincias o nomos bajo el mando cada una de ellas de un nomarco. Un ecónomo se encargaba de la administración financiera de la provincia y un estratego de la seguridad y los aspectos militares. Cada provincia se subdividía en toparquías (distritos) y comarquías (aldeas) al cargo respectivamente de un toparco y un comarco. Un rango exclusivo lo tenía el epis- tratego de la Tebaida, que actuaba como un virrey del Alto Egipto con competencias en la frontera nubia y en el Mar Rojo.

El ejército poseía un armamento y una organización de tipo macedónica y comprendía, en primer lugar, los mil hipaspistas que, junto a la llamada therapeia, quizá con dos mil infantes, debían formar la guardia real o agema; además, dos mil peltastas de infantería y un cuerpo de caballería de setecientos hombres. Existían también diversas guarniciones repartidas por Egipto o estacionadas en distintas partes del imperio. Como era demasiado costoso sostener continuamente un ejército mercenario y su fidelidad podía ser endeble, se procedió a otorgar tierras a los soldados (los llamados clerucos), lotes de terrenos dispersos por todo Egipto, en usufructo y vinculados a las obligaciones militares, lo que garantizaba una reserva militar permanente y abarataba la paga. Se creó así un ejército regular (pezoi), la falange macedonia, reclutada en caso de guerra entre los griegos emigrados y que, por ejemplo, en la batalla de Rafia (217) contaba con veinte mil infantes. Al mismo tipo de soldados asentados en un lote de tierra corresponde también la falange egipcia armada a la macedonia y compuesta por otros veinte mil hombres. En tiempos de guerra se contrataban además mercenarios griegos, gálatas o tracios. El imperio egeo sólo podía ser defendido mediante la construcción y el mantenimiento de una poderosa flota en el Mediterráneo que llegó a contar a mediados del siglo III con más de trescientos barcos, un tercio de los cuales eran gigantescos polirremes, buques por encima de los cuadrirremes. A ella hay que sumar las naves de transporte, la flota fluvial del Nilo y las flotillas que patrullaban el Mar Rojo. Durante los siglos II y I la armada egipcia disminuyó pero, con todo, alcanzó normalmente las doscientas unidades.
La política y el Estado lágidas necesitaban amplios recursos y, con el fin de detraerlos de sus dominios, los tolomeos aunaron elementos egipcios y griegos. Las bases del Estado se asentaban sobre la explotación de la tierra, las prestaciones laborales (denominadas ahora liturgias), que servían especialmente para mantener la infraestructura de irrigación y el sistema impositivo. Un catastro anual medía toda la tierra de Egipto y era realizado por el comarco y el escriba de la aldea bajo la inspección de los escribas reales de los nomos. Posteriormente, los resultados eran tasados fiscalmente por los topar- eos, pasaban a los nomarcos y de ahí se remitían a Alejandría. Se registraban igualmente los hombres y los animales. En general, se potenció un aparato burocrático destinado a la máxima explotación de Egipto que, entre impuestos en dinero y en especie, prestaciones laborales y rentas sobre propiedades reales, retiraba en torno al 50% de toda la producción. La tierra, jurídicamente toda ella propiedad del rey, se dividía en la práctica en dos partes (aunque es imposible saber en qué porcentaje): la tierra real (ge basiliké) y la tierra otorgada (ge en aphései) que era toda aquella no explotada directamente por el Estado. La tierra real era cultivada por los labradores reales (georgoi basilikoi) bajo la supervisión del comarco y del escriba de la aldea y el Estado tendía a fijar a los cultivadores a la tierra con arrendamientos a largo plazo. Asimismo, los tolomeos fueron grandes propietarios de pastizales y mantuvieron abundantes rebaños. En las propiedades reales se realizaba una evaluación anual de la producción (diagraphe tou sporou), que no era una directriz impuesta desde Alejandría sino una estimación transmitida desde la provincia a los altos funcionarios para el cálculo de la tasa y su información. Las doreai eran tierras reales, concedidas en usufructo a altos funcionarios y jefes militares. Se trataba de concesiones revocables que seguían formando parte del patrimonio de la monarquía y que estaban obligadas al pago de impuestos. La tierra sagrada de los templos (ge hiera) era trabajada por campesinos dependientes (hieródulos) y era, en parte, propiedad del santuario y, en parte, propiedad de sacerdotes particulares que podían venderla, arrendarla o legarla. Quizá hubiera en los templos principales un epístata o delegado del rey. En todo caso el Estado sometía la tierra sagrada a vigilancia e impuestos. Sin embargo, tras una primera fase de inspección e intervención estatal, con el deterioro del poder real en el siglo II, el clero recibió privilegios y tierras y los templos fueron escapando paulatinamente al control de la corona. Los lágidas distribuyeron también lotes de tierra, de distinto tamaño según la graduación, llamados cleruquías, a sus soldados como un medio de asentarlos en el país. La propiedad pertenecía al rey, por lo que el cle- ruco no tenía derecho a vender o a hipotecar su lote pero, si mantenía las cargas militares, el terreno se convertía en la práctica en hereditario. En Egipto existía también la propiedad privada de la tierra (ge idióktetos), sometida al pago de diversos impuestos. Dentro de esta categoría puede incluirse también la tierra de las póleis (polítike chora), la mayor parte de la cual era de propiedad privada y que, si bien era ciertamente escasa en Egipto, era importante en el resto del imperio. Los lágidas disfrutaban de diversos monopolios como la caza y la pesca por los que cobraban una tasa al menos del 25%, la banca y las minas, estas últimas trabajadas por esclavos, prisioneros de guerra y criminales, y las canteras explotadas a través de contrato. Quizá también ejercieran un monopolio sobre el comercio de grano comprándolo a los cultivadores a precio fijo. Los talleres eran probablemente concesiones de modo que los productores privados de lino, lana, vino y aceite debían contratar con el Estado, a un precio fijado por el mismo, en torno al 50% de lo que manufacturaban, el resto podía ser comercializado libremente. El sistema se cerraba con numerosos impuestos como los derechos de aduanas, que fluctuaban entre el 22 y el 50% según el producto en cuestión, por entrada en las ciudades, sobre la sal, sobre la venta de esclavos, etc. Otro de los aspectos más importantes de la economía lágida fue el prodigioso desarrollo comercial de Alejandría, que se convirtió junto a Rodas en el centro del tráfico marítimo del Mediterráneo oriental. Egipto exportaba fundamentalmente grano y también manufacturas como lino, vidrio y papiro, y productos exóticos como especias, piedras preciosas o marfil del interior de Africa y del índico. Gracias a ello, los lágidas obtenían la plata necesaria para cubrir los enormes gastos del Estado, varios recursos imprescindibles (marinos, soldados, técnicos, madera, otros metales) y diversos productos mediterráneos como el vino.
Desde el punto de vista social, los griegos, quizá en torno al 10%, en su abrumadora mayoría llegados con los tolomeos, constituyeron el estrato dominante y el más firme apoyo de la monarquía. Eran altos funcionarios, soldados, griegos de las ciudades o dispersos por Egipto, contratistas, banqueros, mercaderes, campesinos, trabajadores de todo tipo, que disfrutaban de privilegios específicos otorgados por el rey y de sus propias instituciones educativas y asociaciones. Entre los indígenas unos pocos accedieron a altas funciones, la mayor parte de las veces helenizándose. Obviamente los funcionarios, fuera cual fuese su categoría, gozaban de una mejor situación que la inmensa mayoría de la población. Los sacerdotes formaron también un estamento privilegiado que disfrutó de exención de prestación laboral y de cierto grado de autogobierno y algunos de sus miembros se enriquecieron en el entorno del templo y gozaron de una importante influencia política. La mayor parte de la población estaba compuesta por una masa de campesinos, muchos de ellos sometidos a algún tipo de dependencia o vínculo, sobre los que recaían con dureza rentas, impuestos y el sistema de prestación laboral. La monarquía limitó severamente la esclavitud, no sólo se opuso a la esclavización de los indígenas, sino que gravó con un alto impuesto la importación de esclavos y, en consecuencia, su importancia social fue menor. Por último, los tolomeos no practicaron una política consciente de fusión ni de helenización ni tampoco de segregación: algunos egipcios se helenizaron, otros resistieron y hubo ciertamente influencias mutuas, sobre todo en los siglos II y I, pero, en general, se puede afirmar que egipcios y griegos, convencidos estos últimos de su superioridad cultural, coexistieron sin mezclarse.

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