domingo, 24 de diciembre de 2017

Atlas histórico del mundo griego antiguo Adolfo J Domínguez José Pascual Capítulo 45 La Retórica y la Filosofía

La práctica de pronunciar discursos en público era muy antigua en la civilización griega y cobró una especial importancia con la configuración de la pólis y la necesidad de argumentar en los consejos, tribunales y asambleas. Esta primera oratoria fue fruto de la espontaneidad y, aunque estuvo sometida a algunas reglas, en ella contaron sobre todo las dotes naturales del orador y se confió más bien en la intuición y la costumbre.
De acuerdo con la tradición griega, fue Córax de Sicilia, en el siglo V, el primero en desarrollar la Retórica como el arte y la técnica del discurso. Su discípulo Tisias elaboró el primer tratado de retórica donde quedaban ya establecidas las partes esenciales del discurso: proemio o introducción, en el que se principiaba tratando de ganarse la voluntad del jurado; diégesis o narración, donde se informaba sobre los aspectos de la causa; pistis o demostración, con discusión de argumentos favorables y rechazo de los contrarios, y epílogo o síntesis, que concluía nuevamente con una llamada a la buena voluntad del jurado. Definió, asimismo, la finalidad de la Retórica como un arte que buscaba la persuasión y se ocupó del concepto de credibilidad del discurso. Los sofistas introdujeron la Retórica en su programa educativo. De entre todos ellos, el rétor más importante fue Gorgias de Leontinos (c. 483-376), que se preocupó de las figuras retóricas y los lugares comunes, la presentación del mismo asunto desde varios puntos de vista, la anticipación de los argumentos del contrincante, el cuidado de los recursos estilísticos y el ritmo de los períodos. Entre finales del siglo V y principios del IV, la Retórica se desgajó de la Sofística y de la Filosofía y se convirtió en un género literario y en una disciplina completamente autónoma, enseñada como un fin en sí misma. A comienzos del siglo IV se abren las primeras escuelas estables. Así, hacia 390, Isócrates inauguró su escuela en Atenas donde mediante el pago de unas mil dracmas, durante unos cuatro o cinco años, el discípulo aprendía la técnica del discurso. Isócrates hacía hincapié no tanto en los manuales cuanto en las dotes naturales y sobre todo en la práctica: se estudiaban y comentaban modelos y se realizaba una exposición sistemática. A partir de entonces, en todas las escuelas de Retórica se aprendía, primero, teoría con definiciones y clasificaciones, lugares comunes, las partes del discurso, estilo, ritmo; luego, la modulación de la voz y los movimientos y, por último, la práctica con el estudio de modelos y ejercicios de aplicación como el elogio, la descripción, la tesis (de carácter general) y las proposiciones de leyes. La Retórica se convirtió así en un sistema de leyes convencionales pero, una vez conocidas y admitidas, el orador era dueño de un método capaz de expresar sus sentimientos y sus ideas personales.
En el siglo IV la Retórica vivió un gran período de esplendor, especialmente en Atenas. De hecho, en lo que se nos ha conservado, la oratoria es básicamente ática y está formada por oradores del siglo V y sobre todo del IV, que son o bien atenienses (Anti- fonte, Andócides, Isócrates, Demóstenes, Esquines, Licurgo, Hipérides) o bien metecos residentes en Atenas (Iseo, Lisias y Dinarco). Al menos desde Aristóteles quedaron sistematizados los tres géneros de la oratoria clásica: deliberativo o político, para pronunciarse ante la asamblea; forense o judicial, y epidíctico o demostrativo, que sirve para difundir ideas políticas, sociales o filosóficas. La Retórica incluía también subgéneros como los funerales públicos (epitafios) y encomios o alabanzas. Gracias a las escuelas de Retórica y a los oradores del siglo IV, esta disciplina formó la base, antes que la Filosofía, de la educación superior y la cultura griega en su conjunto se transformó en una cultura esencialmente retórica.
La cultura helenística fue también en lo fundamental retórica, en la que cobraron gran auge las escuelas y el género de la conferencia. Desgraciadamente sabemos muy poco de la Retórica helenística, de la que se nos han conservado apenas los nombres de algunos rétores. En el siglo III destacaron, al menos, Demetrio de Falero y Hegesias de Magnesia (Lidia) La Retórica se desarrolló con vigor a lo largo del siglo II con Hermágoras de Tem- nos (Eólide), que escribe un manual de Retórica, con la escuela fundada en Alabanda (Caria) por Hierocles y Menecles y con famosos rétores como Diófanes de Mitilene, consejero de Tiberio Graco, y Metrodoro de Escepsis. Los rétores del siglo I, con la fundación de la escuela de Rodas y figuras como Apolonio Molón de Alabanda y Apolodoro de Pérgamo, maestro de Augusto, prepararon el florecimiento de la época imperial, la llamada Segunda Sofística.

La filosofía griega nació en Jonia (más concretamente en Mileto) en época arcaica, fruto de la consolidación de la pólis. Hasta entonces, la intervención de la divinidad, expuesta en forma de mitos y renovada a través del rito, explicaba el origen y el orden del universo. Los primeros filósofos desterraron a los dioses como explicación de la armonía del cosmos. A partir de aquí, la naturaleza (physis) dejó de ser inteligible a través del mito y se convirtió en objeto principal de la especulación racional –de ahí el nombre de físicos que se da a estos primeros pensadores–. Tras ello, se preguntaron sobre el origen de lo que existe, la esencia del cosmos y la naturaleza del movimiento, tratando de encontrar un principio creador y director de todas las cosas. Tales (620-570) introdujo la idea de un principio (arché), el agua, que explicaba la aparente diversidad de la realidad. Para Anaximandro (c. 610-545) el principio de todo reside en to apeiron (lo ilimitado), un concepto abstracto e indeterminado, infinito frente a lo limitado de los seres, en el que todas las cosas estaban en potencia. Anaxímenes (c. 585-530) postuló el aire como principio de todas las cosas. Pitágoras de Samos (c. 570-500) concibió el mundo como una unidad armónica gobernada por relaciones numéricas constantes, que vinculaban conceptos abstractos y formas reales. Defendió asimismo la inmortalidad y la transmigración de las almas y, con él, el pitagorismo adquirió los caracteres de una secta con iniciación, rigurosa jerarquía, preceptos de pureza, abstinencia, meditación y obediencia extrema al maestro, y se extendió en la Magna Grecia y Sicilia. No en vano Filolao de Crotona y Lisis, que se estableció más tarde en Tebas, y Arquitas (430-360), ambos de Tarento, figuran entre sus seguidores principales. A la muerte de Pitágoras, el pitagorismo se escindió en dos tendencias, los acusmáticos, seguidores del ascetismo filosófico, y los matemáticos, que prosiguieron la investigación científica. En la última parte del siglo VI emergió la escuela eleática fundada por Jenófanes de Colofón en Elea (Velia), una colonia griega del sur de Italia. Entre los eleáticos, Parménides (c. 540-470) buscó el origen de todas las cosas en un principio único, el Ser, no creado, infinito, inmutable y fundamento de la verdad, objeto único de conocimiento, frente al mundo de la experiencia sensible que ofrece únicamente apariencias e imágenes engañosas. Su pensamiento se caracteriza por un monismo (reducción de todos los seres y fenómenos a una sustancia única) que le llevó a excluir el devenir. Zenón de Elea (c. 490-430) propuso igualmente sus famosos argumentos o aporías (primera intuición de la dialéctica) en contra de la pluralidad, donde trataba de demostrar que el movimiento era imposible. Frente a los eleáticos se alzó Heráclito de Éfeso (c. 535-470) para quien la única realidad que existe es el eterno devenir, el continuo y perpetuo flujo de todo. Según Heráclito, el origen de todas las cosas estaba en el fuego y en el pólemos, el conflicto que engendra lo que existe, paradójicamente como armonía suprema de la relación dialéctica de contrarios. Empédocles de Agrigento (490-430) buscó el principio de todo en la mezcla de los cuatro elementos (fuego, agua, tierra y éter) a partir de los cuales las cosas nacían por las acciones contradictorias de Amor y Discordia. Anaxágoras de Clazómenas (c. 500- 430) pensó en el Nous (intelecto) como el creador de todo que en un movimiento circular había originado el mundo. Finalmente, el atomismo fue fundado probablemente por Leucipo de Mileto (c. 480-420), del que casi nada nos es conocido, y desarrollado por Demócrito de Abdera (Tracia, 460-370). Demócrito, provisto únicamente de su capacidad especulativa y sin ningún control o ayuda de la experiencia, trató de explicar la multiplicidad de la realidad por agregación, separación y cambio de los átomos. El átomo estaba en la base de todas las cosas y era la forma invisible, la materia infinita, eterna, inmutable, no perceptible a través de los sentidos, privada de cualidad o diferencia. La multiplicidad procedía únicamente del orden y la posición de los átomos constituyentes de cada uno.

El movimiento sofístico emerge hacia 440-430. Los sofistas constituyeron un grupo bastante heterogéneo de pensadores que cobraban por sus enseñanzas. Sometieron a crítica racional todo el conjunto de la tradición griega e hicieron del hombre como ser social, en su vida en la comunidad, el centro de la filosofía. Sus doctrinas partían de la oposición entre physis y nomos; nomos, entendido como una convención humana variable, mientras que la physis poseía leyes universales en las que imperaba el derecho del más fuerte. En consecuencia, las leyes humanas debían acomodarse a la physis (las leyes de la naturaleza) lo que llevaba al relativismo, el subjetivismo e incluso la violencia y el nihilismo. Protágoras de Abdera (c. 480-410) fue el primero en enseñar cobrando por sus lecciones. Propugnó la perpetua fluidez de la materia en una concepción sensualista del conocimiento: si todo está en flujo permanente, el conocimiento se reduce a manifestaciones que llegan a los sentidos (phantasiai) y, así, las afirmaciones de una persona sobre un objeto o situación determinadas serán siempre verdaderas, aunque sean diferentes e incluso contradictorias. Gorgias de Leontinos eliminó igualmente todo criterio objetivo: como no existía ninguna posibilidad de conocimiento científico, lo único que quedaba era la opinión (doxa). Pródico de Ceos (c. 465-390) se preocupó por el uso correcto de las palabras (orthoépeiá) sentando las bases de la semántica y la gramática y, en el terreno filosófico, evolucionó hacia el ateísmo. Según Trasímaco de Calcedonia (c. 460) el mundo se movía por el interés individual y por la ley natural y ambos confluían en el derecho del más fuerte, que debía gobernar el mundo. Hipias de Elis (c. 440) y Antifon- te de Atenas (c. 470-411) postularon también la contraposición entre physis y nomos y la superación de las leyes humanas que se oponían a la naturaleza.
Sócrates (469-399) reaccionó contra el pensamiento sofístico. Se despreocupó por la physis y defendió la existencia de verdades absolutas frente a las opiniones personales y las percepciones sensoriales. Lo útil para el hombre es el Bien, que es un valor universal y objetivo y que puede conocerse a través de la razón utilizando como método el diálogo. Sócrates establecía así una ética de valor universal en la que la idea del Bien conducía a la Justicia y a la Felicidad.
Platón (427-347), fundador de la Academia (c. 380), profundizó en el pensamiento socrático. Según la doctrina platónica, las ideas son formas eternas, inmutables, perfectas y constituyen la única realidad de la cual el mundo sensible es sólo una copia imperfecta. El alma eterna e inmortal había conocido ya el Bien a través de su ciclo de reencarnaciones y podía recordarlo; por consiguiente, la vida era el continuo esfuerzo del alma por salir del mundo corruptible y alcanzar el eterno y puro de las Ideas del que provenía.
Fruto también de las enseñanzas socráticas fueron otros importantes pensadores como Aristipo de Cirene (c. 435-360), fundador de la escuela cirenaica, que impulsaba la doctrina del hedonismo en la que la única norma de vida era el placer; Antístenes de Atenas (c. 440-370), precursor del cinismo, que desarrollará Diógenes de Sínope (412-323) y Euclides de Mégara (c. 450-380) que trató de combinar en la escuela megárica el monismo eleático y la ética socrática.
De acuerdo con Aristóteles (384-322) de Estagira en la Calcídica, que fundó el Liceo en Atenas en 335, el Ser no es inmutable sino una síntesis de materia y de forma en perpetuo cambio; en origen la materia bruta es indiferenciada y la forma viene impuesta por el intelecto (Nous). En consecuencia el universo es una escala de perfección que va de las formas más elementales a la divinidad y que puede ser conocido a través de la lógica racional.
En la época helenística, a la vez que la Academia y el Liceo continuaron su actividad, se desarrollaron novedosas y pujantes escuelas filosóficas. Aunque se elaboraron complejas explicaciones cosmológicas, penetradas de metafísica, la finalidad de la filosofía helenística fue el estudio del hombre como ser individual con la intención de proponerle un sistema ético, un conjunto de normas de vida que llevara a una felicidad que era en último término negativa: la no-turbación (ataraxia) o el no-sufrimiento (apatheia).
El estoicismo nació con Zenón de Citio (300-262). De acuerdo con esta escuela, el mundo se mueve por causalidades naturales en las que cada acontecimiento está determinado por el que le precede. Atrapado en este determinismo, el hombre sólo puede evi tar el sufrimiento si asume plenamente un destino que no se ha elegido. La felicidad reside, pues, en conocer las causalidades naturales, aceptarlas y mantenerse impasible (apatheia) ante ellas.
El epicureísmo surge del Jardín fundado por Epicuro en Atenas en 307/6. Según esta corriente de pensamiento, todos los seres huyen del sufrimiento y persiguen el placer. Ahora bien, el verdadero placer consiste en la satisfacción de aquellas necesidades naturales que no engendren dolor, por lo que el epicureísmo se tornó en un hedonismo austero, en la tranquilidad del individuo, la serenidad, el cuerpo en reposo, entendido como ausencia de sufrimiento físico y de conflicto moral (ataraxia).
Los escépticos, en una línea de pensamiento iniciada por Pirrón de Elis en la época de Alejandro, pusieron en duda toda afirmación que estuviera basada ya en la sensación ya en el juicio. Y es que la subjetividad de las sensaciones y los temperamentos, así como las circunstancias momentáneas, impedían conocer la naturaleza objetiva de las cosas. Del mismo modo, no era posible establecer una moral universal ya que cambiaba según los pueblos. Nada había, pues, absoluto y la relatividad de todos los conceptos llevaba finalmente a la suspensión de todo juicio.
Por último, los cínicos reivindicaron la libertad absoluta fuera en necesidades físicas o en obligaciones morales. Rechazaron la existencia de todo Estado y propugnaron el retorno a la naturaleza, en la que la felicidad residía precisamente en la satisfacción de los deseos naturales.

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