La práctica de pronunciar
discursos en público era muy antigua en la civilización griega y cobró una especial
importancia con la configuración de la pólis
y la necesidad de argumentar en los consejos, tribunales y asambleas. Esta
primera oratoria fue fruto de la espontaneidad y, aunque estuvo sometida a
algunas reglas, en ella contaron sobre todo las dotes naturales del orador y se
confió más bien en la intuición y la costumbre.
De acuerdo con la tradición
griega, fue Córax de Sicilia, en el siglo V, el primero en desarrollar la
Retórica como el arte y la técnica del discurso. Su discípulo Tisias elaboró el
primer tratado de retórica donde quedaban ya establecidas las partes esenciales
del discurso: proemio o introducción,
en el que se principiaba tratando de ganarse la voluntad del jurado; diégesis o narración, donde se informaba
sobre los aspectos de la causa; pistis o
demostración, con discusión de argumentos favorables y rechazo de los
contrarios, y epílogo o síntesis, que concluía nuevamente con una llamada a la
buena voluntad del jurado. Definió, asimismo, la finalidad de la Retórica como
un arte que buscaba la persuasión y se ocupó del concepto de credibilidad del
discurso. Los sofistas introdujeron la Retórica en su programa educativo. De
entre todos ellos, el rétor más importante fue Gorgias de Leontinos (c.
483-376), que se preocupó de las figuras retóricas y los lugares comunes, la
presentación del mismo asunto desde varios puntos de vista, la anticipación de
los argumentos del contrincante, el cuidado de los recursos estilísticos y el
ritmo de los períodos. Entre finales del siglo V y principios del IV, la Retórica se desgajó de la
Sofística y de la Filosofía y se convirtió en un género literario y en una
disciplina completamente autónoma, enseñada como un fin en sí misma. A
comienzos del siglo IV se abren las primeras escuelas estables. Así, hacia 390,
Isócrates inauguró su escuela en Atenas donde mediante el pago de unas mil
dracmas, durante unos cuatro o cinco años, el discípulo aprendía la técnica del
discurso. Isócrates hacía hincapié no tanto en los manuales cuanto en las dotes
naturales y sobre todo en la práctica: se estudiaban y comentaban modelos y se
realizaba una exposición sistemática. A partir de entonces, en todas las
escuelas de Retórica se aprendía, primero, teoría con definiciones y
clasificaciones, lugares comunes, las partes del discurso, estilo, ritmo;
luego, la modulación de la voz y los movimientos y, por último, la práctica con
el estudio de modelos y ejercicios de aplicación como el elogio, la
descripción, la tesis (de carácter general) y las proposiciones de leyes. La
Retórica se convirtió así en un sistema de leyes convencionales pero, una vez
conocidas y admitidas, el orador era dueño de un método capaz de expresar sus
sentimientos y sus ideas personales.
En el siglo IV la Retórica vivió
un gran período de esplendor, especialmente en Atenas. De hecho, en lo que se
nos ha conservado, la oratoria es básicamente ática y está formada por oradores
del siglo V y sobre todo del IV, que son o bien atenienses (Anti- fonte,
Andócides, Isócrates, Demóstenes, Esquines, Licurgo, Hipérides) o bien metecos
residentes en Atenas (Iseo, Lisias y Dinarco). Al menos desde Aristóteles
quedaron sistematizados los tres géneros de la oratoria clásica: deliberativo o
político, para pronunciarse ante la asamblea; forense o judicial, y epidíctico
o demostrativo, que sirve para difundir ideas políticas, sociales o
filosóficas. La Retórica incluía también subgéneros como los funerales públicos
(epitafios) y encomios o alabanzas. Gracias a las escuelas de Retórica y a los
oradores del siglo IV, esta
disciplina formó la base, antes que la Filosofía, de la educación superior y la
cultura griega en su conjunto se transformó en una cultura esencialmente
retórica.
La cultura helenística fue
también en lo fundamental retórica, en la que cobraron gran auge las escuelas y
el género de la conferencia. Desgraciadamente sabemos muy poco de la Retórica
helenística, de la que se nos han conservado apenas los nombres de algunos
rétores. En el siglo III destacaron, al menos, Demetrio de Falero y Hegesias de
Magnesia (Lidia) La Retórica se desarrolló con vigor a lo largo del siglo II
con Hermágoras de Tem- nos (Eólide), que escribe un manual de Retórica, con la
escuela fundada en Alabanda (Caria) por Hierocles y Menecles y con famosos
rétores como Diófanes de Mitilene, consejero de Tiberio Graco, y Metrodoro de
Escepsis. Los rétores del siglo I, con la fundación de la escuela de Rodas y
figuras como Apolonio Molón de Alabanda y Apolodoro de Pérgamo, maestro de
Augusto, prepararon el florecimiento de la época imperial, la llamada Segunda
Sofística.
La filosofía griega nació en
Jonia (más concretamente en Mileto) en época arcaica, fruto de la consolidación
de la pólis. Hasta entonces, la
intervención de la divinidad, expuesta en forma de mitos y renovada a través
del rito, explicaba el origen y el orden del universo. Los primeros filósofos
desterraron a los dioses como explicación de la armonía del cosmos. A partir de
aquí, la naturaleza (physis) dejó de
ser inteligible a través del mito y se convirtió en objeto principal de la
especulación racional –de ahí el nombre de físicos que se da a estos primeros
pensadores–. Tras ello, se preguntaron sobre el origen de lo que existe, la
esencia del cosmos y la naturaleza del movimiento, tratando de encontrar un
principio creador y director de todas las cosas. Tales (620-570) introdujo la
idea de un principio (arché), el
agua, que explicaba la aparente diversidad de la realidad. Para Anaximandro (c.
610-545) el principio de todo reside en to
apeiron (lo ilimitado), un concepto abstracto e indeterminado, infinito
frente a lo limitado de los seres, en el que todas las cosas estaban en
potencia. Anaxímenes (c. 585-530) postuló el aire como principio de todas las
cosas. Pitágoras de Samos (c. 570-500) concibió el mundo como una unidad
armónica gobernada por relaciones numéricas constantes, que vinculaban
conceptos abstractos y formas reales. Defendió asimismo la inmortalidad y la
transmigración de las almas y, con él, el pitagorismo adquirió los caracteres
de una secta con iniciación, rigurosa jerarquía, preceptos de pureza,
abstinencia, meditación y obediencia extrema al maestro, y se extendió en la
Magna Grecia y Sicilia. No en vano Filolao de Crotona y Lisis, que se
estableció más tarde en Tebas, y Arquitas (430-360), ambos de Tarento, figuran
entre sus seguidores principales. A la muerte de Pitágoras, el pitagorismo se
escindió en dos tendencias, los acusmáticos, seguidores del ascetismo
filosófico, y los matemáticos, que prosiguieron la investigación científica. En
la última parte del siglo VI emergió la escuela eleática fundada por Jenófanes
de Colofón en Elea (Velia), una colonia griega del sur de Italia. Entre los
eleáticos, Parménides (c. 540-470) buscó el origen de todas las cosas en un
principio único, el Ser, no creado, infinito, inmutable y fundamento de la
verdad, objeto único de conocimiento, frente al mundo de la experiencia
sensible que ofrece únicamente apariencias e imágenes engañosas. Su pensamiento
se caracteriza por un monismo (reducción de todos los seres y fenómenos a una
sustancia única) que le llevó a excluir el devenir. Zenón de Elea (c. 490-430)
propuso igualmente sus famosos argumentos o aporías (primera intuición de la
dialéctica) en contra de la pluralidad, donde trataba de demostrar que el
movimiento era imposible. Frente a los eleáticos se alzó Heráclito de Éfeso (c.
535-470) para quien la única realidad que existe es el eterno devenir, el
continuo y perpetuo flujo de todo. Según Heráclito, el origen de todas las
cosas estaba en el fuego y en el pólemos,
el conflicto que engendra lo que existe, paradójicamente como armonía suprema
de la relación dialéctica de contrarios. Empédocles de Agrigento (490-430)
buscó el principio de todo en la mezcla de los cuatro elementos (fuego, agua,
tierra y éter) a partir de los cuales las cosas nacían por las acciones
contradictorias de Amor y Discordia. Anaxágoras de Clazómenas (c. 500- 430)
pensó en el Nous (intelecto) como el
creador de todo que en un movimiento circular había originado el mundo.
Finalmente, el atomismo fue fundado probablemente por Leucipo de Mileto (c.
480-420), del que casi nada nos es conocido, y desarrollado por Demócrito de
Abdera (Tracia, 460-370). Demócrito, provisto únicamente de su capacidad
especulativa y sin ningún control o ayuda de la experiencia, trató de explicar
la multiplicidad de la realidad por agregación, separación y cambio de los
átomos. El átomo estaba en la base de todas las cosas y era la forma invisible,
la materia infinita, eterna, inmutable, no perceptible a través de los
sentidos, privada de cualidad o diferencia. La multiplicidad procedía
únicamente del orden y la posición de los átomos constituyentes de cada uno.
El movimiento sofístico emerge
hacia 440-430. Los sofistas constituyeron un grupo bastante heterogéneo de
pensadores que cobraban por sus enseñanzas. Sometieron a crítica racional todo
el conjunto de la tradición griega e hicieron del hombre como ser social, en su
vida en la comunidad, el centro de la filosofía. Sus doctrinas partían de la
oposición entre physis y nomos; nomos, entendido como una convención humana variable, mientras que
la physis poseía leyes universales en
las que imperaba el derecho del más fuerte. En consecuencia, las leyes humanas
debían acomodarse a la physis (las
leyes de la naturaleza) lo que llevaba al relativismo, el subjetivismo e
incluso la violencia y el nihilismo. Protágoras de Abdera (c. 480-410) fue el
primero en enseñar cobrando por sus lecciones. Propugnó la perpetua fluidez de
la materia en una concepción sensualista del conocimiento: si todo está en flujo
permanente, el conocimiento se reduce a manifestaciones que llegan a los
sentidos (phantasiai) y, así, las
afirmaciones de una persona sobre un objeto o situación determinadas serán
siempre verdaderas, aunque sean diferentes e incluso contradictorias. Gorgias
de Leontinos eliminó igualmente todo criterio objetivo: como no existía ninguna
posibilidad de conocimiento científico, lo único que quedaba era la opinión (doxa). Pródico de Ceos (c. 465-390) se
preocupó por el uso correcto de las palabras (orthoépeiá) sentando las bases de la semántica y la gramática y, en
el terreno filosófico, evolucionó hacia el ateísmo. Según Trasímaco de
Calcedonia (c. 460) el mundo se movía por el interés individual y por la ley
natural y ambos confluían en el derecho del más fuerte, que debía gobernar el
mundo. Hipias de Elis (c. 440) y Antifon- te de Atenas (c. 470-411) postularon
también la contraposición entre physis y
nomos y la superación de las leyes
humanas que se oponían a la naturaleza.
Sócrates (469-399) reaccionó
contra el pensamiento sofístico. Se despreocupó por la physis y defendió la existencia de verdades absolutas frente a las
opiniones personales y las percepciones sensoriales. Lo útil para el hombre es
el Bien, que es un valor universal y objetivo y que puede conocerse a través de
la razón utilizando como método el diálogo. Sócrates establecía así una ética
de valor universal en la que la idea del Bien conducía a la Justicia y a la
Felicidad.
Platón (427-347), fundador de la
Academia (c. 380), profundizó en el pensamiento socrático. Según la doctrina
platónica, las ideas son formas eternas, inmutables, perfectas y constituyen la
única realidad de la cual el mundo sensible es sólo una copia imperfecta. El
alma eterna e inmortal había conocido ya el Bien a través de su ciclo de
reencarnaciones y podía recordarlo; por consiguiente, la vida era el continuo
esfuerzo del alma por salir del mundo corruptible y alcanzar el eterno y puro
de las Ideas del que provenía.
Fruto también de las enseñanzas
socráticas fueron otros importantes pensadores como Aristipo de Cirene (c.
435-360), fundador de la escuela cirenaica, que impulsaba la doctrina del
hedonismo en la que la única norma de vida era el placer; Antístenes de Atenas
(c. 440-370), precursor del cinismo, que desarrollará Diógenes de Sínope
(412-323) y Euclides de Mégara (c. 450-380) que trató de combinar en la escuela
megárica el monismo eleático y la ética socrática.
De acuerdo con Aristóteles
(384-322) de Estagira en la Calcídica, que fundó el Liceo en Atenas en 335, el
Ser no es inmutable sino una síntesis de materia y de forma en perpetuo cambio;
en origen la materia bruta es indiferenciada y la forma viene impuesta por el
intelecto (Nous). En consecuencia el
universo es una escala de perfección que va de las formas más elementales a la
divinidad y que puede ser conocido a través de la lógica racional.
En la época helenística, a la vez
que la Academia y el Liceo continuaron su actividad, se desarrollaron novedosas
y pujantes escuelas filosóficas. Aunque se elaboraron complejas explicaciones
cosmológicas, penetradas de metafísica, la finalidad de la filosofía
helenística fue el estudio del hombre como ser individual con la intención de
proponerle un sistema ético, un conjunto de normas de vida que llevara a una felicidad
que era en último término negativa: la no-turbación (ataraxia) o el no-sufrimiento (apatheia).
El estoicismo nació con Zenón de
Citio (300-262). De acuerdo con esta escuela, el mundo se mueve por
causalidades naturales en las que cada acontecimiento está determinado por el
que le precede. Atrapado en este determinismo, el hombre sólo puede evi tar el
sufrimiento si asume plenamente un destino que no se ha elegido. La felicidad
reside, pues, en conocer las causalidades naturales, aceptarlas y mantenerse
impasible (apatheia) ante ellas.
El epicureísmo surge del Jardín
fundado por Epicuro en Atenas en 307/6. Según esta corriente de pensamiento,
todos los seres huyen del sufrimiento y persiguen el placer. Ahora bien, el
verdadero placer consiste en la satisfacción de aquellas necesidades naturales
que no engendren dolor, por lo que el epicureísmo se tornó en un hedonismo
austero, en la tranquilidad del individuo, la serenidad, el cuerpo en reposo,
entendido como ausencia de sufrimiento físico y de conflicto moral (ataraxia).
Los escépticos, en una línea de
pensamiento iniciada por Pirrón de Elis en la época de Alejandro, pusieron en
duda toda afirmación que estuviera basada ya en la sensación ya en el juicio. Y
es que la subjetividad de las sensaciones y los temperamentos, así como las
circunstancias momentáneas, impedían conocer la naturaleza objetiva de las
cosas. Del mismo modo, no era posible establecer una moral universal ya que
cambiaba según los pueblos. Nada había, pues, absoluto y la relatividad de
todos los conceptos llevaba finalmente a la suspensión de todo juicio.
Por último, los cínicos
reivindicaron la libertad absoluta fuera en necesidades físicas o en
obligaciones morales. Rechazaron la existencia de todo Estado y propugnaron el
retorno a la naturaleza, en la que la felicidad residía precisamente en la
satisfacción de los deseos naturales.
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