Por
Joaquín Acosta
"El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros los que las
jugamos."
Arthur Schopenhauer.
A Caesaris Puella, Esmeralda
Chueca, Vanessa Tejedor y José Manuel, con la esperanza de que les guste.
LA
CONQUISTA DEL SUR
Como Poros acompañó con cinco mil de sus mejores soldados a
Alejandro en su conquista de los territorios al este del Hidaspes, el Magno le
donó parte de lo obtenido en la última campaña, la cual obtuvo el dominio de
los territorios colindantes con el Himalaya. Así mismo, Alejandro reconcilió a
Taxiles y Poros, y los puso bajo las órdenes del nuevo sátrapa macedonio
llamado Filipo.
Para
cuando Alejandro emprendió la conquista del sur de Asia, recibió refuerzos de
la mayoría de sus dominios, y lo más probable es que para esa época el Magno
contara con 120.000 soldados, de los cuales 13.000 eran de caballería, según Hammond.
La flota desempeñó un papel fundamental en esta campaña, pues el Magno se apoyó
en los ríos para lograr una mayor movilidad del ejército en geniales
operaciones anfibias, en donde los jinetes arqueros se adelantaban a la
falange, y tomaban por sorpresa a un enemigo superior en número pero
completamente desprevenido ante la impresionante movilidad desplegada por la
caballería ligera de Alejandro.
En
una ocasión, lo más selecto de la falange macedonia y los agrianos recorrieron
más de 90 kilómetros en un día y una noche, según Hammond. Los indios
combatieron con valor fanático pero poco pudieron hacer contra el genio de
Alejandro y su formidable ejército. Las plazas fuertes caían, ante el joven e
invencible general que encabezaba el asalto, apoyado por la artillería griega.
Cierto
día, al sitiar una ciudad, Alejandro perdió la paciencia al ver que los
excelentes guerreros indios rechazaban con relativa facilidad a las fuerzas de
asalto macedonias. Lleno de ira, el Magno tomó una escalera de asalto y la apoyó
contra la muralla, y ante sus estupefactos soldados inició el ascenso,
únicamente seguido por tres escuderos. Y antes que estos tres valientes
pudieran alcanzar a su rey, Alejandro, sólo, saltó de la muralla y se internó
en la ciudadela. Justino cuenta este acto de temeridad de la siguiente
manera:
“Y cuando los
enemigos lo vieron solo, dando gritos, acuden de todas partes por si podían
poner fin a las guerras del mundo y vengar a tantos pueblos en la cabeza de uno
solo. Pero Alejandro resistió con no menos firmeza y él solo lucha contra
tantos miles. Resulta increíble decir cómo no lo atemorizó ni el gran número de
sus enemigos ni la gran cantidad de dardos ni el atronador griterío de los que
lo atacaban, sino que él solo derrotó y puso en fuga a tantos miles. Pero
cuando vio que era dominado por su número, se pegó a un tronco que se alzaba
allí cerca de la muralla, con cuya protección resistió a las tropas mucho
tiempo... ”
Cuando los macedonios vieron que su adorado general se
enfrentaba sólo a todo un ejército, corrieron en tropel para apoyar a
Alejandro. Como tantos hombres subieron al tiempo a la escalera, ésta se rompió
por el peso. Alejandro quedó aislado en el interior de la ciudadela, rodeado de
enemigos. Rechinando los dientes, el Magno rechazó a los defensores,
combatiendo tan ferozmente como un titán. El enemigo retrocedió. Pero los
indios eran excelentes arqueros, y sus gigantescas flechas eran capaces de
atravesar la más reforzada armadura europea. En relación con el poderío de
estos ballesteros, Lamb comenta que los indios eran “arqueros dotados de arcos
tan poderosos que tenían que apoyar los extremos en la tierra cuando querían
disparar una flecha… tenían tanta fuerza como máquinas pequeñas.”
Una
lluvia de proyectiles se abatió sobre Alejandro. Una saeta alcanzó al Magno,
atravesó su coraza, y le perforó el pulmón. Uno de los escuderos (llamado
Abreas) quiso ayudar a su rey pero fue acribillado por los defensores. Al poco,
Alejandro caía desmayado. Plutarco dice de este momento dramático:
“En efecto, en la cabeza fue golpeado
(Alejandro) a través del casco por un sable y alguien con un dardo disparado
con un arco le partió la coraza, por donde el proyectil le penetró en los huesos
del pecho y allí se quedó clavado. El extremo sobresalía y le molestaba; la
punta de hierro era de cuatro dedos de ancho y cinco de largo. Y la última de
sus desgracias fue que mientras se defendía de los que tenía en frente, el
arquero que le había disparado tuvo la osadía de acercársele con una espada,
pero el propio Alejandro se le adelantó y con una daga lo derribó y lo mató.
En ese mismo momento alguien salió corriendo de un molino y dándole por detrás
con un palo un golpe en el cuello le confundió los sentidos y lo desvaneció.”
Los otros dos escuderos (Leonato y Peucestas) protegieron a
su rey con sus rodelas. Peucestas portaba el escudo de Aquiles adquirido en
Troya. Cuando los defensores iban a atacar a los dos Hetairos, los Hipaspistas
franquearon la muralla. Al ver a Alejandro inerte y bañado en su propia sangre,
los macedonios creyeron que habían perdido a su amado rey. Masacraron a todos
los sitiados.
Plutarco
y Curcio cuentan que al poco Alejandro recuperó el sentido, y que con la mayor
serenidad ordenó que le extrajeran la flecha, y que durante la dolorosa cirugía
se abstuvo de proferir el menor quejido. Una vez más, el escudo de Aquiles
había salvado la vida del soberano macedonio. Cuando el monarca reapareció ante
sus hombres, éstos se volvieron locos de alegría y le dieron todo tipo de muestras
de cariño. Alejandro casi es sepultado por una lluvia de coronas de flores. Aún
convaleciente, el soberano de Asia prosiguió con su marcha conquistadora
llegando hasta la desembocadura del Indo a golpes de espada, siempre
victorioso.
EL
DESCENSO AL HADES
Del regreso de la India, faltaba consolidar el dominio
sobre la franja sur de Asia. En consecuencia, Alejandro dividió sus fuerzas en
dos columnas. El grueso del ejército bajo el mando de Crátero se devolvería por
la ruta ya recorrida en el norte, mientras que la segunda división, comandada
por el propio Alejandro exploraría las zonas meridionales que aún eran terra
incognita para el mundo helénico. Así mismo, la armada del Gran Rey macedonio,
bajo el mando de Nearco, exploraría la zona costera, para establecer una ruta
marítima entre la India y el Mediterráneo. En otras palabras estamos ante un
coloso de la historia que aparte de ser un motor de la amplificación de los más
altos valores espirituales y culturales de su tiempo, dispuso adicionalmente la
expansión de los horizontes geográficos, al mejor estilo de los Reyes
Católicos. Este es el hombre que nada le aportó a la historia.
Y al igual que los diferentes colonizadores de la edad
moderna, el ejército macedonio afrontó un calvario que significaría una nueva
hazaña a superar. Pero a un precio espantoso. Les esperaba el célebre cruce del
desierto de Gedrosia.
Alejando
se internó en el desierto con doce mil soldados según Hammond. Los biógrafos
modernos del Magno enfatizan que esta empresa no se hizo por mera vanidad de
superar a Semíramis o a Ciro el Grande, sino que al igual que estos
conquistadores, el macedonio estaba obligado a consolidar su dominio en la
franja costera, para que sus dominios del Indo quedaran comunicados con los del
golfo pérsico, so pena de que la estabilidad del imperio se fuera al caño, con
tribus independientes incrustadas en el centro del extenso territorio
conquistado, que significarían una gigantesca brecha en la estabilidad del
imperio alejandrino. De nada serviría abrir la ruta marítima entre la India y
el Irán, si la franja costera quedaba abandonada a su suerte. Por las
particulares condiciones que ofrecía la navegación de aquella época, era
imprescindible que la flota de Nearco fuera apoyada desde tierra. Droysen
considera que en Gedrosia se adentraron de treinta a cuarenta mil hombres,
mientras que Lamb concuerda con Hammond, y habla de una cifra que oscila entre
doce y catorce mil efectivos.
Por su parte, Faure recuerda que Alejandro, antes de cruzar
Gedrosia: “Se informa cuidadosamente de cuál es el itinerario más corto para
llegar por el sur a las capitales de Persia, Persépolis y Susa, y da a los
sátrapas la orden de enviar alimentos en el recorrido, mandando a Leonatos y su
tropa por delante para que caven pozos. Se carga el máximo de cereales y
forraje, pues intenta pasar en la mejor estación y con mucha más prudencia que
sus predecesores: Semíramis, reina de Asiria (810-807) y Ciro el Grande,
fundador del Imperio (hacia el 560 a. de C.).”
Al principio los veteranos se mostraron confiados, pues la
peregrinación a Siwah les hacía creer que ya habían sufrido las peores
calamidades en el desierto. Pero lo que les ofrecía Gedrosia hacía que la
travesía y victoria sobre el Hindu Kush pareciese una excursión ecológica.
El calor era tan sofocante, que se dispuso que el ejército
acampase de día y marchara durante la noche. La arena imposibilitaba el avance
de bestias y carros de transporte. Las provisiones empezaron a escasear, y
finalmente se agotaron.Ni las más resistentes acémilas podían soportar el
infierno vivido por todo el ejército. En cuanto uno de los animales caía, los
hombres se lanzaban inmediatamente sobre el animal desfallecido, y antes de que
este muriera, le despedazaban para devorarle in situ. Tal era el hambre que se
vivía en aquella terrorífica jornada. Se empleó la madera de los carros varados
para cocinar la carne. La desesperación se apropió de los hombres. Los que
caían por las enfermedades y el agotamiento eran abandonados, tan debilitados
estaban los restantes. La tenaz resistencia de Alejandro fue lo que mantuvo la
esperanza de supervivencia.
A pesar de todas estas penurias, la grandeza de Alejandro
se verificó tan constante en esta prueba como siempre. Él fue el primero en
afrontar las penalidades, el que no descansaba hasta verificar que el más
insignificante de sus soldados estaba reposando para afrontar la terrible
jornada del día siguiente. Carl Grimberg, el anteriormente citado autor de la
colección “Historia Universal Daimon” dice a propósito de la grandeza con la
que el Magno superó esta prueba, lo siguiente:
“Tal vez no
haya existido otro ejército que sufriera tanto, excepto el de Napoleón quizás,
en la desastrosa retirada de Rusia en 1812. Pero hay una diferencia entre ambos
emperadores: Alejandro no hubiera abandonado a sus soldados, ni aun (sic) con
peligro de su vida, como lo hizo Napoleón. He aquí una anécdota que lo prueba.
Un día unos jinetes macedónicos descubrieron un poco de agua en la grieta de
una roca, llenaron un casco y se la llevaron al rey. ‘¿Yo sólo he de apagar mi
sed?’, replicó Alejandro arrojando a la arena el contenido del casco. Este
rasgo reanimó a los soldados, que parecía que cada uno había bebido el agua
rechazada por el rey...”
Pero entonces los guías perdieron el rastro, y se dieron
por vencidos, resignándose a morir. Alejandro no dimitió ante el verdecito de
los expertos. Él en persona se puso a buscar la ruta, y encontró agua fresca en
pleno desierto, salvando de esta manera a sus hombres. Finalmente, luego de sesenta
días y setecientos kilómetros de marcha, el infierno se acabó. La diezmada
columna de marcha llegó a Pura, capital de la satrapía de Gedrosia. Los hombres
estaban tan andrajosos como Elcano después de dar la primera vuelta al mundo.
Al poco, un mendigo pidió entrevistarse con Alejandro. Dijo llamarse Nearco.
Luego de abrazar al amigo, el rey preguntó a su almirante sobre la forma en que
perdió la flota. Nearco le informó que las naves y sus tripulaciones estaban a
salvo. Los sacrificios de la fuerza de tierra, que a pesar de sus penurias día
a día dejaba en la costa provisiones para la tripulación de la armada mientras
fue posible, salvaron la vida a la flota, al igual que el talento del almirante
Nearco.
El
Magno no pudo evitar que sus mejillas se empaparan por lágrimas de alivio. Este
guerrero que ni siquiera pestañeaba ante las más dolorosas heridas, se conmovía
como el que más ante las penurias de su hombres. El rey organizó magníficos
festivales de agradecimiento por la salvación del ejército que derrotó a
Gedrosia, y la flota que logró abrir una ruta de comunicación marítima entre la
India y Persia. El Magno salió victorioso una vez más.
EL
REGRESO DEL REY
Muchos Sátrapas, convencidos de que al afrontar tantos
imposibles, el ejército macedonio jamás iba a regresar, renegaron del voto de
confianza entregado por Alejandro, y se convirtieron en verdaderos tiranos.
Cometieron todo tipo de excesos e injusticias, y las víctimas de tales
iniquidades, al enterarse del triunfante regreso de Alejandro, se dirigieron a
su rey para clamar por justicia, y pedir castigo a tanta depravación cometida.
El Magno no decepcionó tales solicitudes de firmeza. Para
él, un rey debía ser como un pastor y padre de su pueblo, protector de los
lobos y reparador de las iniquidades. Para Alejandro, el poder implicaba
responsabilidad. Los Sátrapas hallados culpables fueron depuestos y ejecutados.
No se hizo ningún tipo de discriminación entre macedonios, griegos, persas o
asiáticos en general. Las fortunas que estos esquiladores reunieron se
emplearon para reparar los daños cometidos. El orden volvía a la tierra.
Alejandro había regresado.
Todas las ejecuciones fueron precedidas por juicios que
permitieron a los acusados ejercer su derecho de defensa, bien fueran persas o
macedonios. Alejandro no tuvo en cuenta la nacionalidad a la hora de juzgar a
los gobernantes corruptos y abusivos con la población. Arriano dijo de tales
medidas: “Bajo el reino de Alejandro no estaba permitido a los gobernadores
causar mal a los gobernados”. Esta afirmación de ninguna manera es una
deformación de la historia, encaminada a rendir culto a la personalidad del
macedonio. Faure, que muestra el mismo escepticismo hacia Arriano que Curcio o
Lamb, anota de la conducta del soberano macedonio, nuevo monarca de Persia y
Asia:
“Después, como
el rey de Persia era ante todo un rey justo y respetuoso del orden (Arta),
después de un juicio mandó a ejecutar dos nobles persas rebeldes, Ordanes y
Zariaspes, y a dos generales corrompidos que mandaban las tropas de Media,
Sitalkes y Cleandro, acusados por sus propios soldados y administrados civiles
de exacciones, violaciones, profanaciones y saqueos. Astaspes, hasta hacía poco
sátrapa de Carmania, fue convicto de deslealtad y sufrió el mismo castigo.”
Al
respecto, el mismo Lamb reconoce: “En este aspecto los macedonios se portaron
peor que los asiáticos, que demostraron una gran lealtad.”
Así
mismo, Alejandro designó al macedonio Peucestas (el mismo escudero que le
salvara la vida en la ciudadela de la India) sátrapa de Persia. Este valiente
guerrero fue él único macedonio en adoptar la vestimenta asiática y aprender el
idioma y las costumbres nativas, para alegría de los persas. Este macedonio fue
mejor gobernante que el persa Orxines, ejecutado por los execrables abusos de
poder cometidos contra sus propios compatriotas.
Como otra buena muestra de su régimen tiránico, en el 324
aC en Susa, a modo de símbolo de la política alejandrina de fusión racial y
cultural, ochenta nobles persas y asiáticas se casaron con igual número de
notables macedonios, mientras el propio Alejandro se desposaba con Estatira, la
bellísima hija de Darío. Pero la medida no paró ahí. El Magno celebró las bodas
de diez mil soldados macedonios con sus concubinas asiáticas, ofreciendo
regalos a todas las parejas, y hasta pagando las deudas de los soldados y
oficiales, las cuales ascendían a unos veinte mil talentos. Todo porque
vencedores y vencidos convivieran armoniosamente. Estas festividades, llamadas
por los historiadores “Fiesta de Reconciliación de los Pueblos” duraron cinco
días, en un esplendor maravilloso, en donde las artes producidas desde Grecia a
la India se entrecruzaron armoniosamente en esa memorable fecha, mientras que
hombres de razas y credos tan disímiles compartieron la alegría ofrecida por
Alejandro. Mientras unos se dedican a elaborar maravillosos discursos sobre la
libertad y la justicia, el monarca macedonio se jugó hasta la vida por que la
concordia y la convivencia pacífica reinasen entre los diferentes pueblos.
Plutarco dice a propósito de esta medida:
“Alejandro mismo,
coronado con una guirnalda, fue el primero en entonar el himno nupcial, como si
cantara una canción de amistad a los pueblos más grandes y poderosos que se
unían por lazos de intimidad. Él, novio de una joven, y acompañante de todas
las novias, además de padre y padrino, los unió a todos en matrimonio. Yo diría
con gusto: ¡Bárbaro e insensato Jerjes, en vano te esforzaste mucho en el
puente del Helesponto! Así unen los reyes sensatos Asia con Europa: no con
maderas ni con balsas ni con ataduras sin vida y sin sentimiento sino con amor
legal y castos matrimonios uniendo los pueblos por la relación de sus hijos.”
Si ser tirano implica invertir gigantescas sumas de dinero
encaminadas a financiar fiestas y programas de reconciliación y tolerancia
racial, Alejandro es uno de los peores déspotas de la historia. E igualmente,
este “tirano que nada legó a la historia” nos enseña que las diferencias
raciales y culturales pueden redundar en riqueza universal.
Así
mismo, el macedonio no se quedó simplemente con las fiestas y actos simbólicos,
los cuales de por sí tienen una significación histórica trascendental. En un
mundo guerrero como en el que vivió Alejandro, las medidas militares eran
básicas. El monarca macedonio incorporó soldados asiáticos en su falange y
caballería de élite. Ya no más separación de las unidades militares por razones
de nacionalidad. Ni siquiera las maravillosas fiestas y regalos del rey
pudieron eliminar el espíritu xenófobo de aquella época, y los macedonios se
indignaron por aquella nueva reforma del ejército, la cual en lo referente a
trascendencia política y social nada tiene que envidiarle a la innovación
militar implementada posteriormente en Roma por Cayo Mario, más bien al
contrario.
La
gota que derramó el vaso acaeció en Opis. Alejandro licenció a los veteranos
-la mayoría de estos soldados superaban los sesenta años- y así lo anunció a
los macedonios en asamblea pública. Contra toda lógica, los mismos hombres que
en la India clamaran por volver al hogar, ahora, cuando el rey les anunciaba
que accedía a su petición, no se mostraron agradecidos, sino furiosos y
despechados. La verdadera razón del descontento estaba en el trato de Alejandro
hacia los asiáticos, una vez más. Los soldados clamaron por que el rey los
licenciara a todos, y se quedara con los bárbaros, y el nuevo padre de
Alejandro (Amón).
Un
ejército iracundo y amotinado es uno de los espectáculos más aterrorizantes a
los que un comandante se deba enfrentar. Ver a los mejores combatientes de la
época tan furiosos como una valkiria era sencillamente observar que las puertas
del Hades se abrían, tal y como le pasó a más de un emperador romano. Sólo que
en esta ocasión el ejército se enfrentaba a Alejandro.
En
vez de intimidarse, el rey macedonio fue presa de uno de sus célebres accesos
de ira. Desenfundando su espada, el Magno descendió de la tarima, dispuesto a
enfrentarse a los amotinados él solo (Justino afirma que Alejandro se enfrentó
desarmado a los amotinados). Ninguno de los macedonios se atrevió a atacarle.
Nuevamente el Magno, solitario, detuvo a todo un ejército, en esta ocasión a
una de las mejores tropas de toda la historia. El rey ordenó a sus comandantes
que arrestaran a los cabecillas del amotinamiento. Los gritos cesaron como por
arte de magia. Pero Alejandro no había acabado.
El
Magno volvió a la tarima. Comenzó reconociendo los méritos y grandeza de su
padre Filipo (para ver esta parte del discurso, ver el artículo “Las Campañas
de Alejandro en Europa”) y luego les recordó lo hecho durante su reinado, las
formidables conquistas efectuadas, el cruce del Cáucaso, del Oxus y del Indo,
hazaña sólo igualada por Dionisios, y que hubiera sido superada de no haber
sido por ellos mismos. Igualmente, recordó que quien cayó peleando tuvo
una muerte gloriosa y recibió dignos honores funerarios, y que a muchos se les
levantaron estatuas conmemorativas, y que los familiares disfrutan de todo tipo
de protección y beneficios tributarios. Que gracias a Alejandro, los macedonios
ignoraban el significado de la derrota, y aparte del numeroso botín recibido,
el rey en persona les canceló las deudas, a cambio de nada:
“… he hecho de
vosotros sátrapas, generales, estrategas… ¿Me he quedado yo con algo en el
reparto del botín, aparte de la púrpura y la diadema? Nada he guardado para mí,
nadie puede mostrar mis tesoros. ¿Qué necesidad tengo de tesoros, yo, que como
y duermo como cualquiera de vosotros? ¿No me visteis preocupado cuantas
veces sufríais o estabais en peligro? Si alguno de vosotros tiene
cicatrices, que las muestre y yo le enseñaré las mías.”
Así
mismo, aclaró que fueron los mismos macedonios quienes pidieron el regreso, y
si lo que querían era que todos fueran licenciados, que por él estaba bien. Que
se fueran, que el propio rey se quedaría con los conquistados.
A
partir de entonces, Alejandro ignoró por completo a los macedonios y organizó
su ejército exclusivamente con sus súbditos asiáticos. Al tercer día de la
revuelta, los insurrectos, desesperados, acudieron suplicantes y desarmados
ante su rey, y le pidieron perdón, declarando que no se retirarían de donde
estaban hasta que su rey los absolviera de su ira. Cuando el ofendido Alejandro
salió a oír las súplicas de sus hombres, un vocero de éstos se quejó de que los
persas fueran tratados como parientes y pudieran besar a Alejandro, mientras
que a los macedonios se les privara de semejante honor. El Magno se conmovió
tanto, que al igual que sus necios pero amados macedonios, él también derramó
sus buenas lágrimas. El rey declaró a sus compatriotas: “Todos ustedes son mis
parientes” y abrazó al vocero de sus soldados, y permitió que éste le besara en
la mejilla, entre los vítores del resto de macedonios, quienes se acercaron
para besar a su rey, en medio del himno de la victoria. Qué terrible tirano,
¿no es cierto? La intolerancia fue la gran derrotada en ese memorable día.
Alejandro
celebró un segundo banquete de reconciliación, en donde sus macedonios
compartieron la misma mesa con los griegos, persas y asiáticos, sin ningún tipo
de discriminación, por más que biógrafos como Faure se muestren escépticos al
respecto. Alejandro se dirigió a los diferentes pueblos, en un memorable
discurso registrado por Arriano. Las palabras del macedonio fueron las
siguientes:
«Ahora que las
guerras tocaron a su fin, os deseo que seáis felices en la paz. Que en adelante
todos los mortales vivan como un solo pueblo, unidos en procura de la felicidad
general. Considerad al mundo entero como vuestra patria, regida por leyes
comunes, donde han de gobernar los excelentes sin distingo de razas. No separo
a los hombres, según hacen los estrechos de mente, en helenos y bárbaros. No me
importa el origen de los ciudadanos ni la raza en que nacieron, sino los
distribuyo con el único criterio de sus merecimientos. Para mí cada buen
extranjero es un heleno y cada mal heleno es peor que un bárbaro. Cuando entre
vosotros surjan las desavenencias, no recurráis jamás a las armas, mas
resolvedlas pacíficamente y, cada vez que sea necesario, yo os serviré de árbitro.
A Dios no debéis concebirlo como un gobernante autoritario, sino como el Padre
común de todos, para que así vuestro comportamiento se asemeje a la convivencia
de hermanos en el seno de una familia. Por mi parte, os tengo a todos por
iguales, a blancos y morenos, y me gustaría que no fuerais meros súbditos de mi
estado comunitario, sino más bien miembros participantes de él. En todo cuanto
de mí dependa procuraré que se cumplan estas cosas que os prometo, y el
juramento que esta noche hicimos, conservadlo cual símbolo de amor».
Todos
los presentes, civilizados y bárbaros, blancos y morenos se aunaron a la
plegaria de Alejandro, y a un mismo compás entonaron el himno a la victoria. La
justicia y la concordia universal no es un sueño imposible. Durante un día,
Alejandro lo consiguió, y le enseño a la humanidad que es factible. El Magno
venció una vez más, y obtuvo su más maravillosa victoria.
ÚLTIMAS
MEDIDAS
Finalmente,
Alejandro ordenó que los griegos desterrados fuesen repatriados. La mayoría de
ciudades estado griegas acataron de buen grado la medida, pues estaban
verificando que la paz impuesta por Filipo y reconquistada por Alejandro era
inequívocamente benéfica. En ese entonces las polis helénicas enviaron
embajadas al Magno, brindándole honores divinos. El único enemigo que le
quedaba era Demóstenes, probable cómplice de la muerte de Filipo, quien por esa
época fue exiliado por la asamblea ateniense, bajo cargos de recibir sobornos
de un tesorero de Alejandro que se apropió ilícitamente de dineros propiedad
del Magno, durante la época en que se creyó que no volvería de la India.
Las
obras públicas encargadas por Alejandro, encaminadas a construir y reconstruir
vías de comunicación, tanto marítimas como terrestres, fueron numerosas. El
comercio se activó a escala mundial, y la riqueza y el conocimiento afluyeron a
todos los confines del imperio alejandrino. Lo mismo aconteció con las ciencias
y las artes, pues buena parte de la fortuna del macedonio financió a poetas,
escultores, arquitectos, pintores, actores dramáticos y filósofos, para todo
tipo de actividades culturales e investigaciones científicas. Lo cual tiene
estrecha relación con la gran cantidad de ciudades y escuelas públicas fundadas
a lo largo y ancho del imperio. Harold Lamb anota que con posterioridad a
Alejandro, el imperio romano también extendería sus fronteras mediante el
asentamiento de colonias pobladas con veteranos. Este mismo biógrafo comenta:
“Se ha dicho que Aristóteles ejerció gran influencia sobre Alejandro, pero no
se ha apreciado en su debida importancia la influencia de Alejandro y sus
descubrimientos sobre Aristóteles y el mundo helénico.”
En
esa misma época, el hombre más poderoso del orbe recibió delegatarios no sólo
de Grecia, sino de los más lejanos pueblos: iberos, etíopes, celtas, libios,
cartagineses, etruscos, y hasta romanos, según lo registran algunas fuentes,
confirmando así que el Magno era “señor de tierras y mares”, según lo expresa
acertadamente el propio Arriano. De hecho, algunas de estas naciones apelaron a
Alejandro, para que éste dirimiera conflictos entre tales pueblos, como si el
Magno fuese tan infalible como el más reputado de los oráculos.
En
el 324 aC Alejandro tenía treinta y dos años. Ya era dueño de la mayor parte
del orbe conocido. Pero como dice Arriano, de haber vencido a todo el mundo, el
Magno hubiera terminado combatiendo contra sí mismo. Hammond afirma que fue en
Susa en donde Alejandro hizo público sus futuros proyectos: la conquista de
occidente, hasta las columnas de Heracles. Esto implicaba la conquista de Roma,
Etruria y La Magna Grecia, en donde su homónimo, tío y cuñado Alejandro de
Epiro había muerto, tratando de conquistar Italia, e igualmente conllevaba la
ocupación de los dominios cartagineses. Lo primero sería la conquista de
Arabia, para lo cual movilizó una impresionante flota de más de mil navíos de
guerra.
Para esta nueva empresa, el Magno reformó su ejército una
vez más. Bien vale la pena darle la palabra a Droysen, quien a propósito de
esta última innovación bélica del macedonio, explica:
“En la nueva
formación se abandonó el carácter que hasta entonces había tenido la falange;
se creó con ella una combinación de tropas de armamento pesado, de peltastas y
de infantería ligera, de la que se desprendía, al mismo tiempo, una táctica
completamente nueva… ahora la sección quedaba reorganizada de tal modo que el
decadarca que mandaba el primer grupo era un macedonio… los grupos intermedios,
del cuarto al decimoquinto, estaban formados en su integridad por persas, en
parte acontistas, armados con una correa para el lanzamiento del arma, y en
parte arqueros… Esta nueva formación no suprimía la marcha en masas cerradas,
pero en los combates la falange se desplegaba ahora en tres frentes y, a
derecha e izquierda, en los intervalos y para el primer ataque a distancia, los
arqueros, seguidos de los lanzadores de jabalina… cuando los arqueros y los
acontistas se replegaban después del tiroteo por los intervalos y a sus
formaciones, las tropas todas lanzábanse en formación cerrada sobre el enemigo
ya quebrantado. La táctica de esta nueva formación combinaba todas las ventajas
de la legión itálica en su orden manipular y las ventajas esenciales de la
antigua falange: la acción de masas y la movilidad.”
Alejandro fue algo más que un general que se limitó a
emplear el ejército heredado de su papá. Si aparte de la anterior exposición,
recordamos el pionero empleo de la artillería en el campo de batalla, la genial
reforma de la caballería, o la creación de comandos para afrontar las guerrillas
de Bessos y Espitámenes, podemos verificar que el genio marcial del macedonio
no sólo fue exhibido, sino que igualmente es inédito. Con una visión táctica y
estratégica similar, Roma demostró el acierto que encerraban las últimas
medidas militares del Magno.
Así mismo, las medidas políticas de Alejandro no
tienen precedente alguno en la historia. Jean Pictet, autor de “Desarrollo y
Principios del Derecho Internacional Humanitario” comenta a propósito del
carácter y obra del soberano universal macedonio:
Ya Homero describe en la Ilíada una lucha no sin
lealtad, en la que hay treguas y se respeta al enemigo muerto. Pero ¡cuántos
horrores en el saqueo de Troya! Alejandro Magno trató humanamente a los
vencidos, perdonó la vida a la familia de Darío y ordenó respetar a las
mujeres. Sin embargo, en la Grecia antigua, el enemigo vencido o capturado
pertenecía al vencedor, que podía matarlo o reducirlo a esclavitud.
(…)
El parentesco de todos los miembros de la familia
humana se manifestó por primera vez, por lo menos según algunos, cuando
Alejandro Magno hubo ensanchado el horizonte griego hasta los límites de sus
conquistas, lo que permitió la aparición de una filosofía, la doctrina estoica,
de la cual no es exagerado decir que abrió una era nueva en el mundo antiguo.
En adelante, la noción de humanidad será uno de los hitos fuerza del
pensamiento.”
Esto
es lo que verdaderos conocedores del desarrollo histórico de los derechos
humanos opinan del tirano macedonio que nada legó a la historia. Que individuos
como Catón se hayan auto proclamado estoicos, no es culpa de Alejandro.
LA
INMORTALIDAD
Pero poco antes de que el universo entero fuera absorbido
por el invencible brazo de Alejandro, como diría Joachim Fernau (autor de
“Rosas para Apolo”) Febo sacó sus mortíferas flechas de su carcaj negro, y le
dijo al rey-dios “ya basta”.
En
octubre de 324 murió Hefestión, llamado por Droysen “el más noble de los
macedonios”, el único que había apoyado a Alejandro incondicionalmente en su
sueño de que vencedores y vencidos convivieran como hermanos. Así como la
muerte de Patroclo presagiaba la de Aquiles, el deceso del lugarteniente del
Magno auguraba el próximo fallecimiento del más valiente de los hombres. Al
respecto, Hammond comenta: “La muerte de Efestión y el pesar inmoderado de
Alejandro fueron el tema de muchos relatos sensacionalistas, que Arriano a
menudo consideró falsos.” Creer en las extravagancias que los detractores de
Alejandro le achacan en esa época es como estudiar al pueblo palestino de
acuerdo con las concepciones de extremistas israelíes, o viceversa.
Poco
antes de que zarpara la flota destinada a la conquista de Arabia, Alejandro
tuvo accesos de fiebre. Con todo, el macedonio intentó continuar con su rutina
diaria. Pronto la enfermedad le postró en cama. Desde su lecho, el Magno siguió
rindiendo honores y sacrificios a los dioses, como era su piadosa costumbre. Al
poco perdió el habla.
Cuando las fiebres de Alejandro le postraron en cama, el
ánimo de los macedonios se inquietó en exceso. Apenas y podían concebir que su
invicto caudillo, capaz de realizar gestas similares a las ejecutadas por los
dioses, vencedor de tantos enemigos, estuviera en peligro de muerte gracias a
una maldita enfermedad. Alejandro era su ídolo, su fuerza, el fuego que les
había llevado a donde sólo la inmortalidad era la justa recompensa. El hombre a
quien le debían todo. El rey que estaba a un paso de dejarlos solos.
Una embajada encabezada por los Hetairos Seleuco y Pitón,
acudió al templo de Serapis para solicitar consejo del dios acerca de la
salvación de Alejandro. Preguntaron al oráculo si debían llevar al amo del
mundo al templo de la deidad para facilitar así la recuperación del rey. El
dios contestó que era mejor dejar a Alejandro en donde se encontraba. La
respuesta no podía ser más nefasta. Era un oráculo de muerte.
Los soldados no se pudieron contener más. Fueron hasta
donde estaban los generales y compañeros de Alejandro, y exigieron que se les
permitiera ver a su rey, a su guía y héroe una vez más. Uno a uno, entraron en
la cámara real y se despidieron de su adorado general. Fue uno de los momentos
más emotivos de la gesta del Magno. Éste, al borde de la muerte, aún tuvo la
suficiente presencia de ánimo para mover la cabeza a medida que sus adorados
muchachos, con lo ojos llenos de lágrimas, y sin poder asimilar la inminente
muerte de su invencible rey, se despedían del hombre que había amansado a la
palabra imposible.
Estos rudos e invictos guerreros, conquistadores de medio
mundo, salían de los aposentos reales llorando como niños, desgarrados por el
dolor y la desesperación. Más de un veterano, en medio de su amargo llanto
juraba que Alejandro le había reconocido, a pesar del delirio. Éste es el
tirano megalómano que nada le aportó a la historia, que sólo se dedicó a llenar
el mundo de guerra. Los mismo hombres que se indignaron contra su general por
que se abstenía de esclavizar a los vencidos, e insistir una y otra vez en que
la raza no era un criterio para valorar a un hombre, aquel líder contra el que
se rebelaron por pretender que en su reino los bárbaros ocuparan el mismo lugar
que los macedonios, aquel traidor a la superior raza helena, era el que les
dejaba en la consternación y oscuridad con su partida. Cierto que era algo
excéntrico, pero siempre les protegió y amó sinceramente. Ya nada sería como
antes.
El 10 de junio según Hammond y Faure, 13 dicen otras
fuentes (Droysen considera imposible saber el día exacto), Alejandro de
Macedonia expiró. No hubo rayos, tormentas ni portentos en cuanto este titán de
la historia exhaló su último suspiro. Pero sí hubo incredulidad. Nadie podía
asumir que Alejandro ya no estuviera con ellos. Nada sería como antes. Nadie
volvería a guiar a los hombres tal y como Alejandro lo había hecho. Con
Alejandro murió el último de los héroes, de los caudillos insobornables. El
macedonio es la línea divisoria entre los caballeros y los mercenarios, entre
la grandeza y la mezquindad. Pero así mismo, con Alejandro nació la realización
efectiva y material del ideal de honor, y de grandeza.
Alejandro no fue un santo, mucho menos un ángel; fue un
hijo de su tiempo, un guerrero, y la guerra es cruel, llena de sangre,
intestinos al aire, violaciones, saqueos, miseria, terror, dolor, odio y
rencor. Sin embargo, dentro de las circunstancias en que vivió Alejandro, es
admirable la manera en que su pensamiento y acciones superaron los paradigmas
de su tiempo, avances que significaron la incomprensión de sus contemporáneos,
aún los más reputados sabios, como es el caso de Aristóteles; incomprensión que
implicó las acusaciones de despotismo y corrupción, conjuras y motines contra
el propio monarca macedonio. Drama que llevó a la muerte de Clitos y Parmenión,
a la traición de Filotas y Calístenes, entre otros. No hay que olvidar que los
detractores del macedonio lamentan y condenan las muertes de europeos, mientras
que se abstienen reconocer la justificada defensa de la población y cultura
asiáticas que hizo Alejandro, y que conllevó a los acontecimientos actualmente
mencionados.
Con
todo, es igualmente cierto verificar que la tiranía del soberano macedonio
consistió en impedirle a los vencedores que esclavizaran a los vencidos, en que
los conquistadores trataran a los dominados como a sus esclavos, o al ganado.
Tal fue la dictadura de Alejandro. Una opresión en donde los vencidos participaron
en la forja del nuevo mundo construido, para indignación de los moralistas que
se empeñan en ignorar que los lamentos contra la autocracia del Magno provienen
de los racistas e intolerantes. De ancestrales castas dominantes, empeñadas en
mantener y ampliar sus privilegios de sangre, monopolios mercantiles incluidos
(alta nobleza macedonia y ciudades griegas como Atenas, por ejemplo)
La
tiranía del macedonio consistió en la abolición de tradicionales privilegios
económicos, nacionales o raciales, prerrogativas que en buena parte se
sustentaban en las guerras endémicas entre las diferentes polis griegas, tal y
como en su momento lo denunció el propio Isócrates, por citar un ejemplo, y de
los cuales se aprovechaba la propia Persia, y según el momento histórico, tanto
la facción dominante de Atenas como Esparta (hasta la misma Tebas pactó con
Persia). Que la crítica a las medidas económicas y políticas del Magno se haga
en nombre de la libertad no desmiente esta realidad. Bajo la égida de Alejandro
el mérito de un hombre libre garantizó más oportunidades que la nacionalidad o
status social de un individuo. Alejandro no inventó la democracia contemporánea
ni la abolición de la esclavitud, pero sí combatió prácticas políticas
perniciosas, como el sometimiento del vencido por parte del vencedor. Los
esfuerzos por reconciliar a griegos y persas, no sólo fueron revolucionarios,
sino igualmente inalcanzados. La efímera concordia entre oriente y occidente
que Alejandro empezó a implementar poco después de su victoria en el Gránico
hasta su prematura muerte, no se ha vuelto a verificar hasta nuestros días.
Ésta
es la tiranía despótica del individuo al que la historia merecidamente calificó
de Magno; que ciudades como Corinto, Rodas y el Asia entera, recibieran el
mismo trato que Atenas. Un tirano hubiera saqueado el Partenón. Alejandro
devolvió al Ática los monumentos apropiados por los persas durante las guerras
médicas, al tiempo que metió en cintura la arrogancia de la facción dominante
en Atenas, y sus hábiles manejos con Persia, para alegría del resto de ciudades
griegas, tanto continentales como insulares, europeas como jónicas.
Las anteriores afirmaciones de ninguna manera son el fruto
de una sola opinión personal. La obra de Grimberg, por citar un ejemplo, es de
carácter universal, y abarca desde la prehistoria hasta la llegada del hombre a
la luna. Y el veredicto de este autor en torno a la vida y obra del macedonio,
es el siguiente:
“Nadie en su época podía soñar que
un hombre pudiese juntar tanto poder en sus manos, nadie excepto el propio
Alejandro. Y sin embargo, este dueño del mundo murió joven, en pleno vigor.
Puede afirmarse, sin exageración, que nunca comenzó una batalla sin ganarla, ni
sitió una ciudad sin conquistarla, ni penetró en un territorio sin someterlo a
su patria. No había límite a su ambición… Aparte lo que Alejandro hubiese
realizado de haber vivido, lo que hizo en los trece años de su reinado
significa una conmoción en casi todo el mundo civilizado de entonces. Inició
una nueva época. Alejandro no era sólo militar y conquistador, era también
político y un hombre culto que no se contentaba con someter un gran imperio,
sino que procuró también darle orientación nueva, inspirarle nueva vida una vez
conquistado. Alejandro era uno de esos soberanos innatos que superan los
prejuicios nacionales y ponen su entusiasmo y energía al servicio de la
humanidad. En sus nuevos dominios, Alejandro trabajó sin descanso por el
interés general: creó nuevas fuentes de riqueza, fundó ciudades, activó relaciones
mercantiles en países decadentes, mejoró las comunicaciones, favoreció el
tráfico e hizo circular el oro acumulado en las arcas reales persas, donde sólo
servía para su despótico propietario. Fue como si desde el corazón del imperio
empezaran a irrigarse los miembros atrofiados.”
Mientras en la historia existan hombres como César, que
recojan el legado del Magno, y mantengan viva la llama encendida por este
Prometeo de la historia, el sueño de Alejandro seguirá viviendo y haciéndose
realidad. La mejor manera de honrar al maestro es superándolo, y mientras la
humanidad se empeñe en luchar por sus sueños, y día a día hacerlos realidad al
tiempo que se plantea nuevos desafíos, el esfuerzo y grandeza de Alejandro
seguirán viviendo a través de los macedonios que descienden de la nobleza de
alma de este bárbaro que se empeñó en apostar por la humanidad entera. ¡SALVE
POR SIEMPRE ALEJANDRO!
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