lunes, 18 de diciembre de 2017

Cartledge Paul Los Espartanos : Introducción

El principal período cronológico abordado por Los espartanos va de 480 a 360 a.C., es decir, dentro de la era clásica de la historia griega, desde la época en que Esparta, como eje de la nueva Liga del Peloponeso, dirigió a los legitimistas griegos en la defensa de su patria contra una invasión persa de enormes proporciones, hasta la época de la crisis de Esparta como sociedad y su hundimiento como gran potencia griega tres o cuatro generaciones después. En este período abordaremos la historia de las crecientes dificultades de Esparta con sus aliados de la Liga del Peloponeso, el importante desastre causado por un enorme terremoto, seguido de una revuelta devastadora de la clase servil de los ilotas, las cada vez mayores diferencias y luego la importante confrontación militar con Atenas, y la sustitución de ésta como gran potencia del mundo griego del Egeo, a lo que siguió su grave, y a la larga terminal, agotamiento.
En la narración se intercalarán biografías breves, separadas del texto principal, que por un lado resucitarán la historia del pasado de forma gráfica y personal, y por otro explorarán e ilustrarán temas y procesos históricos subyacentes. Para contextualizar los años que van de 480 a 360, primero veremos una descripción de la formación del Estado espartano en el período histórico temprano de Grecia, sobre todo en los siglos vi' y vi, junto con una mirada retrospectiva a la prehistoria de la región de Laconia, en la que debe ubicarse firmemente toda la historia espartana. A continuación, para ilustrar la profundidad de la caída de Esparta desde el poder y el estado de gracia, el argumento continuará hasta la inútil resistencia encabezada por Esparta contra el poder de Alejandro Magno y su mucho más acertada decisión de ponerse de parte del futuro emperador romano Augusto.
Además del relato cronológico hay otro aspecto no menos importante y fascinante de nuestra historia de Esparta, que puede resumirse como el mito espartano. El prolongadísimo período de excepcional éxito de Esparta, como sociedad y como gran potencia, despertó lógicamente un enorme interés en los observadores externos, a menudo admirados, a veces profundamente críticos. Pese al fracaso final, la catástrofe y el colapso en cuanto al poder real, crecieron el dominio de Esparta sobre lo griego no espartano y las imaginaciones extranjeras, y siguen creciendo en la actualidad, cada vez con más fuerza y complicación. Comenzó con Critias y Platón (pariente del primero), alumnos de Sócrates, a finales del siglo V y en el siglo IV a.C., y ha proseguido sin pausa, no digamos ya a través de los romanos, a quienes les gustaba pensar que estaban emparentados genéticamente con los espartanos, y de pensadores del Renacimiento y etapas tempranas de la época moderna como Moro, Maquiavelo y Rousseau, que admiraban la estabilidad y el orden político prodigiosos de Esparta, o mediante los nazis del siglo XX y sus supuestos emuladores de la actualidad. Profundamente xenófobos, en la antigüedad los espartanos eran considerados intrigantes, extremistas, incluso hostiles, como seguramente hoy los consideraríamos nosotros.
Esparta fue la utopía original (Tomás Moro, que acuñó la palabra Utopía en 1516, tenía a Esparta en un lugar central de su mente), pero se trataba de una utopía autoritaria, jerárquica y represiva, no de creatividad liberal y expresión libre. El principal objetivo de la comunidad era el uso de la guerra para la supervivencia y el dominio sobre los demás. A diferencia de otras ciudades griegas, que satisfacían su deseo de tierra exportando población para formar nuevas ciudades «coloniales» entre los «nativos» no griegos, los espartanos atacaban, sometían o esclavizaban a sus vecinos y compañeros griegos del sur del Peloponeso.
Por tanto, la imagen o el espejismo de Esparta es cuando menos ambivalente y presenta dos facetas. A la imagen positiva del guerrero espartano que eleva el espíritu, ideal del sacrificio colectivo simbolizado en la historia de las Termópilas, hay que oponer su falta de logros culturales, su negativa —en su mayor parte— al gobierno abierto, tanto en su territorio como en el extranjero, y la represión brutalmente eficaz, durante varios siglos, de un pueblo griego esclavizado en su totalidad.
El libro se divide en tres partes: la primera, «¡Id y decid a los espartanos!», que también se utilizó como título de una película sobre la guerra del Vietnam, se basa en las primeras palabras del famoso epitafio coetáneo dedicado a los muertos en la batalla de las Termópilas, atribuido a Simónides. Examina la evolución de una de las sociedades y culturas antiguas más enigmáticas, que ha dejado una marca profunda en el desarrollo de Occidente. Mientras que a Atenas se le atribuyen con razón logros extraordinarios en el arte visual, la arquitectura, el teatro, la filosofía y la política democrática, los ideales y las tradiciones de su máxima rival, Esparta, son igualmente poderosos y duraderos: deber, disciplina, la nobleza de las armas en una causa por la que vale la pena morir, el sacrificio del individuo por el bien superior de la comunidad y el triunfo de la voluntad sobre obstáculos aparentemente insuperables.
Esta primera parte explica cómo evolucionó Esparta hasta convertirse en la fuerza de combate más poderosa del mundo griego antiguo, sin ir nunca más allá ni ocultar los rastros de sus orígenes en un conjunto de pueblos situados en las orillas del río Eurotas, en el sur del Peloponeso. En un principio, creció sometiendo y esclavizando a sus vecinos inmediatos de Laconia y Mesenia, que acabaron siendo conocidos como ilotas («cautivos») y periecos («los que viven fuera»), y controlando con facilidad el territorio más grande de ciudades—estado del mundo griego, unos 8.000 kilómetros cuadrados, más del doble del territorio de la segunda ciudad más grande, Siracusa, y más del triple del territorio de Atenas en Ática (unos 2.500 kilómetros cuadrados).
Veamos primero la base territorial de Esparta en Laconia y Mesenia. No es sólo el puro tamaño del territorio que vino en llamarse «Lacedemonia» lo que provoca asombro y justifica la atención del historiador, sino también la fertilidad de su agricultura, la riqueza en minerales y la seguridad de su entorno cerrado. Por encima de todo, advertimos la presencia de dos grandes llanuras ribereñas divididas por una de las cordilleras más altas de toda Grecia, así como la existencia de grandes depósitos naturales de mineral de hierro con un contenido en metal extraordinariamente elevado. En el sur de Laconia hay pruebas de asentamientos humanos que se remontan al Neolítico. En la actualidad, las cuevas de Pirgos Dirou, en Mani, constituyen una notable atracción turística por sus estalactitas y estalagmitas de múltiples colores que pueden ser inspeccionadas a corta distancia desde una embarcación guiada. Pero en el cuarto milenio a.C. aquí floreció un pequeño asentamiento, como atestiguan en silencio montones de huesos. En otras partes del sur del Peloponeso no fue antes del tercer milenio, por lo demás conocido como Edad Temprana del Bronce, cuando se estableció un asentamiento importante que abarcaba un área grande. Según algunos arqueólogos y antropólogos, fue durante ese milenio y su fase cultural cuando la tríada de ingredientes dietéticos básicos —cereal, aceituna y uva— echó raíces firmes. Esta combinación simple pero explosiva subyace a impresionantes de las edades Media y Tardía del Bronce, aproximadamente 2000 y 1100 a.C.
 Mucho antes de la última fecha, los asentamientos en Laconia los avances más fechadas entrese contaban por centenares, y su población llegó a ser de varios miles de habitantes. La principal área de concentración era el valle aluvial del perenne río Eurotas, y en especial su llanura inferior, o Helos, y su llanura superior o Espartana. La Ilíada de Homero, un texto probablemente ensamblado en forma monumental alrededor de 700 a.C. pero cuyos orígenes se remontan al menos a 1100 a.C., precisamente el final de la Edad del Bronce, contiene en su segundo libro un famoso Catálogo de Barcos. En éste se dice que el rey Agamenón de Micenas, «rico en oro», fue capaz de formar un ejército en su lucha por rescatar de Troya, en el Helesponto, a Helena, esposa de su hermano Menelao, a la que al parecer el ruin príncipe troyano Paris había secuestrado. O al menos así reza la épica leyenda griega. No es posible confirmar, ni siquiera en su trama básica, la historia de la Ilíada, que acaso sea inmortal precisamente porque en esencia es imaginaria. En todo caso, en el reinado de Menelao, como se refleja en el Catálogo, había un lugar llamado Helos, junto al mar, y un lugar llamado —por supuesto— Esparta. El homérico Helos pudo haber estado situado en una zona llamada actualmente Ayios Stephanos (San Esteban), donde se han descubierto importantes restos de la Edad Tardía del Bronce. Sin embargo, hasta ahora no se han encontrado restos materiales en ninguna parte de Laconia que concuerden con el tipo de palacio que cabría esperar de las descripciones de Homero (tanto en la Ilíada como en la Odisea), y puede ser que, en la Edad Tardía del Bronce, Laconia estuviera de hecho —en contraposición a la fantasía homérica—dividida en diversos principados, ninguno de los cuales podía reivindicar la soberanía sobre el conjunto de la región.
Entre 1100 y 700 a.C., pasó algo espectacular en Laconia, como en otras partes del Peloponeso y, de hecho, en lo que los historiadores y arqueólogos denominan mundo micénico. Los palacios de Micenas y Tirinto en la Argólida, y Pilos en Mesenia, y otros en otras regiones del sur y el centro de Grecia habían sido quemados y destruidos hacia 1200, y la civilización de la que habían sido centro había desaparecido para dar paso a una era culturalmente tan pobre que a menudo se la conoce como época Oscura. Naturalmente, la oscuridad no fue total ni uniforme en toda la Grecia posmicénica, si bien en algunas partes fue tan intensa y prolongada como en Laconia. Algunos de los anteriores habitantes permanecían en el mismo sitio, aunque diseminados y en menor número. Sin embargo, parece que a la larga fueron dominados por un grupo —o varios grupos— de intrusos procedentes del norte y el noroeste, gentes que se llamaban a sí mismas dorios y hablaban un dialecto dórico del griego. Estos recién llegados fueron, en general, los antepasados de los históricos espartanos. Una señal de su novedad es que el lugar del principal asentamiento que construyeron, en Esparta, no había tenido ninguna importancia durante la anterior Edad del Bronce micénica. Por tanto, no traía aparejadas asociaciones directas con un pasado más glorioso —esta clase de asociaciones se concentraron más bien en Terapne, en el sudeste, y en Amiclas, a unos kilómetros derecho al sur.
A mediados del siglo VIII, los nuevos espartanos se sentían lo bastante seguros de sí mismos para extender su influencia y su control más al sur de Laconia, con lo que incorporaron Amiclas como quinto pueblo constituyente a añadir a los cuatro originales (Cinosura, Mesoa, Limnas y Pitana), y transformaron Terapne en un importante centro de culto dedicado a Menelao y su controvertida esposa Helena y los hermanos divinos de ésta, los Dióscuros, por lo demás conocidos como Cástor y Pólux. Hacia 735 el control de todo el valle del Eurotas y sus económicamente, para los agresivos ambiciosa mirada hacia el oeste, a alrededores no era suficiente, ni política ni y expansionistas espartanos, que volvieron su Mesenia, pasando por alto —o rodeando— el imponente obstáculo que planteaba la cordillera del Taigeto, cuyo pico más alto alcanza los 2.400 metros. Fue seguramente tras una serie de incursiones y escaramuzas fronterizas, más que a raíz de una invasión coordinada —como a fuentes posteriores les ha gustado transmitir—, como los espartanos derrotaron a la larga a sus vecinos mesenios y convirtieron a los habitantes del principal valle aluvial ribereño del Pamisos, del sudoeste del Peloponeso, en campesinos—siervos, que trabajaban su antigua tierra bajo coacción para mayor beneficio de sus nuevos, y en gran medida poco gratos, amos espartanos. Como iba a señalar Tucídides tres siglos después, esos mesenios eran la porción mayor del grupo de individuos conocidos en conjunto como ilotas. Aunque seguramente la idea del «ilotaje» se desarrolló primero o simultáneamente en Laconia, en la parte más meridional del valle del Eurotas. En cualquier caso, algunas fuentes posteriores derivaron por error el nombre «ilota» etimológicamente de la ciudad o región llamada Helos, seguramente porque ahí es donde se encontraba la principal, y original, concentración de ilotas.
Estos ilotas constituyen el hecho humano individual más importante de la antigua Esparta. Divididos en dos grandes grupos, los mesenios al oeste del Taigeto y los laconios al este, los ilotas procuraron a los espartanos la base económica de su estilo de vida único. Superaban muchísimo en número a los ciudadanos espartanos de pleno derecho, quienes en su defensa se llamaban a sí mismos homoioi, o «semejantes» (no «iguales», como se traduce a menudo erróneamente; la palabra inglesa peer [par] quizá tiene un significado más equivalente, aunque, como el francés pair, deriva del latín par, «igual»). Esto se debía a que eran todos iguales sólo en un aspecto, el hecho de ser miembros de una casta militar dominante de amos. Los espartanos fueron unos amos de éxito excepcional: tuvieron a los ilotas sometidos durante más de tres siglos. Pero esto tuvo un alto coste. La amenaza de la revuelta ilota, sobre todo de los mesenios, era casi constante, y los espartanos respondían convirtiéndose en una especie de campamento permanentemente armado, la Fortaleza Esparta. Los espartanos varones tenían prohibido cualquier actividad, profesión o negocio aparte de la guerra, y adquirieron fama de ser los marines de todo el mundo griego, una fuerza de combate excepcionalmente profesional y motivada. Esparta tenía que estar continuamente alerta y preparada para hacer frente a enemigos tanto interiores como exteriores.
Como otros griegos, los espartanos atribuyeron la fundación de su sociedad y su estado extraordinarios a las reformas de un hombre. El héroe individual al que se reconoció este logro soberbio fue Licurgo, cuyo nombre significa aproximadamente «lobo-trabajador». Era una mezcla quizá de George Washington... y Pol Pot. Es muy posible que también fuera totalmente imaginario. En una ocasión, Winston Churchill se refirió a la Rusia soviética como un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma. Podría haber utilizado las mismas palabras con Licurgo. Cuando se enfrentó a las pruebas contradictorias de este taumaturgo, el biógrafo histórico y moral Plutarco (que escribió en torno a 100 d.C.) estaba tan desconcertado que llegó a una conclusión bastante convincente: que debió de haber más de un Licurgo. A pesar de todo, decidió escribir la vida de sólo uno de ellos, comparándolo honoríficamente con el rey Numa, padre fundador romano. En el siglo IV a.C., Aristóteles fue bastante menos elogioso en su valoración de los logros del legislador, mientras que Rousseau llegó a superar a Plutarco en sus alabanzas.
La leyenda de Licurgo postuló un notable escenario «de año cero» cuando, con ocasión de una crisis profunda, fue capaz de convencer a sus compañeros espartanos para introducir el ciclo educativo integral y obligatorio denominado Agoge (agôgê, literalmente «cría», como en el caso del ganado). Este sistema de educación, adiestramiento y socialización transformaba a los chicos en hombres preparados para el combate, cuyo valor, disciplina y habilidad alcanzaron una fama sin parangón. También se atribuyó a Licurgo la reforma completa del sistema político de los espartanos y la introducción quizá del primer sistema de autogobierno de los ciudadanos griegos. Acaso Licurgo sea para nosotros un mito, pero fue por las leyes que supuestamente les dio por lo que los espartanos que murieron en las Termópilas dieron su vida tan de buen grado.
Aparte de los sistemas político y educativo, a Licurgo se le reconoce haber alterado decisivamente el carácter psicológico de los ciudadanos. Aunque el sistema «licúrgico» presentaba muchos aspectos extraños para un observador externo, los espartanos creían en su ideología a rajatabla. A lo largo de la historia espartana hubo muy pocos desertores... o renuentes. En el fondo de todo ello había paranoia y una obsesión por el secreto, ambas en circunstancias totalmente racionales. Aunque tenían bien ganada fama por las tácticas bélicas de los hoplitas y las maniobras coordinadas de infantería en masa, en las que paredes de escudos de ocho en fondo avasallaban al enemigo y lo sacaban del campo de batalla o lo aterrorizaban hasta obligarlo a la rendición y la huida, los espartanos también estaban cautivados por el espionaje y la recogida de datos de inteligencia. Fueron pioneros de muchos métodos de comunicación secreta. Algo ciertamente siniestro es que los adolescentes más prometedores en el umbral de la edad adulta eran incorporados a una especie de policía secreta, conocida como Cripteia (una especie de «Brigada de operaciones especiales»), cuyo principal objetivo era asesinar ilotas alborotadores seleccionados y sembrar el terror entre los demás.
Éste es sólo uno de muchos aspectos del sistema espartano que los lectores modernos considerarán difícil de asimilar, incluso de creer. No obstante, Licurgo, al crear un sistema en el que la primera lealtad de los individuos era para con el grupo, y sobre todo el Estado, antes que con la familia o los amigos, introdujo una interpretación novedosa de lo que significaba ser un politês (ciudadano). Quizá no fue ésta la intención, pero el concepto cambiaría el curso de la civilización occidental. La primera parte del libro termina con las guerras persas de 480-479, el tremendo choque entre el enorme y autocrático Imperio persa y un pequeño grupo de ciudades griegas legitimistas que luchaban para defender no sólo su patria sino también su estilo de vida. Pese a las circunstancias adversas, en las Termópilas, Salamina, Platea y Mícala, los legitimistas griegos dejaron a un lado sus diferencias y combatieron como hombres poseídos por un ideal de libertad —como así era, en cierto modo—. No sólo rechazaron la invasión persa sino que sentaron las bases para un avance considerable de la cultura y el poder griegos tanto al este como al oeste, en lo que llamamos el período clásico de la civilización y la cultura griegas.
Los espartanos lideraron en conjunto la victoriosa resistencia griega, y lo hicieron desde el frente. La batalla de las Termópilas, en la que el rey Leónidas estuvo al mando de una pequeña fuerza de hoplitas griegos, entre ellos 300 paladines espartanos cuidadosamente seleccionados, y frenó el avance persa de forma decisiva, fue técnicamente una derrota. Pero desde el punto de vista moral, de las costumbres y el estado de ánimo, supuso una gran victoria, y en la guerra, tal como observó Napoleón, la moral pesa más que todos los demás factores en una proporción de tres a uno. Esa resistencia épica en las Termópilas proporcionará un punto culminante de la primera parte, en buena medida porque es el elemento individual más formativo en el diverso, complejo y perdurable mito espartano. La segunda parte del libro lleva por título «El mito espartano». Se centra en el épico enfrentamiento entre Esparta y Atenas y sus aliados respectivos, que por lo general, para abreviar, se conoce como la guerra del Peloponeso pero que yo llamaré la guerra ateniense (431-404), pues la consideraré, desde la perspectiva espartana, como la guerra contra los atenienses. Por tanto, en el libro la exploración de las contradicciones y sorpresas en el seno de la sociedad espartana estará ligada a un relato convincente del desastroso conflicto entre Esparta y Atenas y sus respectivos aliados, qque se originó casi al mismo tiempo que terminó su rechazo conjunto de los persas. Atenas y Esparta representaban dos formas de ser diferentes y cada vez más incompatibles. Atenas era democrática, individualista, radical, comercial, marítima. Esparta, terrestre, jerárquica, con mentalidad oligárquica, sobre todo conservadora, propensa a sobrevalorar su versión del pasado e inclinada a rechazar innovaciones como la acuñación de moneda o la guerra de asedio. La guerra fría que estalló entre Esparta y Atenas en el período que siguió a las guerras persas pronto se volvió alarmantemente caliente.
Tras los heroicos esfuerzos conjuntos de 479, Esparta se retiró de la principal iniciativa naval dirigida por Atenas para liberar de la dominación persa a los restantes griegos egeos. Unos quince años después, las dos ciudades tuvieron un importante desacuerdo. Esparta había sufrido un violento terremoto más o menos en 464, al que siguió una revuelta ilota a gran escala. Otras ciudades mandaron tropas para sofocar la sublevación, pero la contribución de Atenas —aunque fue planeada y organizada por el proespartano Cimón, que incluso había puesto a uno de sus hijos el nombre de Lacedemonio, o «espartano»— pronto fue enviada de vuelta a casa. Los espartanos simplemente no querían que varios miles de ciudadanos—soldados con mentalidad democrática anduvieran sueltos entre su clase inferior servil griega en su territorio rigurosamente controlado. En 458 o 457, las dos libraron entre sí una batalla campal en Tanagra, Beocia. En 445 se llegó a una especie de acuerdo de paz, pero cuando por fin se declararon las hostilidades en 431, nadie se sorprendió.
Las ciudades griegas habían estado luchando unas contra otras desde tiempo inmemorial. El filósofo efesio Heráclito llamaba a la guerra «el padre de todo, y el rey de todo». No obstante, en lo referente a salvajismo y destrucción, la guerra ateniense no tuvo precedentes. Como escribió el antiguo escritor-viajero Pausanias, hasta entonces Grecia había caminado sobre dos pies, pero esta guerra la derribó como si de un terremoto se tratara. Nada podía ilustrar mejor su carácter desordenado que un episodio del séptimo año de la guerra, en 425. Llegaron al mundo exterior noticias increíbles de un suceso extraordinario en Esfacteria, una pequeña isla situada frente a la costa sudoeste de Mesenia, dentro del territorio de Esparta. Una fuerza de 400 espartanos y hoplitas periecos, entre ellos 120 de la élite homoioi, o semejantes, se habían rendido tras un bloqueo de doce semanas de las fuerzas atenienses apoyadas por descendientes de antiguos ilotas mesenios. Este acontecimiento sacudió el mundo griego. No tenía que haber pasado, eso es todo, pues contradecía totalmente el mito espartano tal como quedó establecido y ejemplificado a las mil maravillas en las Termópilas, el mito de No Rendirse Jamás.
Desde el punto de vista militar, el asedio de Esfacteria fue algo secundario en la guerra ateniense, una contienda de duración, escala y ferocidad inauditas. No obstante, desde la óptica psicológica fue devastador. Incluso la Gran Plaga (posiblemente una especie de tifus), que castigó Atenas en 430 y provocó la pérdida de quizá el 30% de las fuerzas de combate atenienses, parecía un incidente relativamente normal en comparación con la rendición de los espartanos en Esfacteria. En palabras de Tucídides, general ateniense y principal historiador de la guerra, aquello fue
 el acontecimiento que causó entre los helenos [griegos] más sorpresa que ninguna otra cosa acaecida en la guerra.1Los espartanos estaban tan conmocionados por lo sucedido que hicieron un llamamiento a la paz —aunque habían sido ellos quienes habían iniciado la guerra y ni mucho menos habían alcanzado su objetivo declarado de liberar a los súbditos griegos de Atenas—. De hecho, para colmo de males, los atenienses rechazaron rotundamente las tentativas de paz de los espartanos y retuvieron a los 120 prisioneros espartanos como rehenes durante el resto de la primera fase —diez años— de la guerra.
Para el conjunto de los griegos, y en concreto para los espartanos, era inconcebible que 120 productos del sistema educativo Agoge se rindieran tras apenas ochenta días de privaciones, hambre y sed. Cuando se les interrogó sobre este hecho en Atenas, al parecer uno de los prisioneros explicó su rendición diciendo que él no había combatido en buena lid, hombre contra hombre. No había estado luchando contra hombres de verdad en una guerra nos mal usando armas masculinas. En vez de ello, había sido sometido por lo que él llamaba los «husos» de los enemigos, que, según afirmaba, eran incapaces de distinguir a un verdadero guerrero de un cobarde de nacimiento. En realidad, los «husos», explica Tucídides, eran flechas, armas innobles, cobardes, de larga distancia, típicamente afeminadas. Pero ¿qué conclusión habrían sacado la esposa del prisionero y las demás mujeres espartanas de esta justificación?
El mito espartano fue convincentemente calificado de «espejismo» en la década de 1930 por el experto francés François Ollier, pues la relación entre el mito y la realidad era, y es a veces, muy difícil de percibir sin distorsión. Hoy sigue vigente. Quizá la más interesante y controvertida de sus muchas facetas es la posición de las mujeres espartanas. Como siempre, Atenas brinda una comparación y un contrapunto de gran utilidad. Una muchacha ateniense no recibía ninguna educación académica aparte de la formación necesaria para las tareas domésticas exigible a una buena esposa y madre ateniense: coser, cocinar, cuidar de los niños, llevar la casa. Por sistema, una niña recibía menor ración de comida que sus hermanos varones. En la pubertad, quedaba aislada en la casa de su padre o en la de otro guardián masculino hasta que se casaba con un hombre que, si podía permitírselo, la mantenía en la medida de lo posible alejada de las miradas ajenas, considerando deshonroso incluso que hablaran de ella hombres no emparentados. No se le permitía poseer ninguna cantidad significativa de bienes por derecho propio y no tenía nada oficial que decir en la tan cacareada democracia de Atenas. Curiosamente, las mujeres atenienses de las que hemos oído hablar más no eran ni mucho menos las ciudadanas atenienses sino las hetairas, o prostitutas de categoría, que eran poderosas pero socialmente inaceptables.
 1 Tucídides, Libro IV, capítulo 40. Véase también Strassler, ed. 1996.En agudo y completo contraste, las mujeres espartanas eran, según se dice, activas, prominentes, poderosas, con mentalidad sorprendentemente independiente y realmente parlanchinas. Las niñas recibían una educación similar a la de los niños, pero separadas de ellos. Muchas sabían leer y escribir. Las vírgenes jóvenes, untadas de aceite de la cabeza a los pies, participaban en carreras y luego bailaban por la noche para adorar a sus dioses y diosas. Durante el día, en última instancia para atraer pretendientes, lanzaban la jabalina y el disco, luchaban —a veces, otra vez según se dice, con los chicos— y realizaban ejercicios gimnásticos, completamente desnudas y a plena vista del público, con gran consternación de los visitantes griegos de otras ciudades. También les gustaban mucho los caballos. Una criadora, Cinisca (hermana del rey Agesilao II), fue la primera mujer en llegar a ganar una corona en los, por lo demás, implacablemente masculinos Juegos Olímpicos, en las carreras de cuadrigas de cuatro caballos. «Gané con un tiro de caballos ligeros de pies», se lee en su autoelogiosa inscripción. Todo un carácter, en efecto, aunque para ser justos Cinisca debería haber mencionado al anónimo auriga. La fama de las chicas y mujeres espartanas por su extraordinaria belleza física se remontaba a Helena de Troya —o Helena de Esparta, como desde luego era originariamente—. Pero también tenían fama de ser libertinas e impúdicas. El despectivo epíteto «exhibidoras de muslos» fue acuñado precisamente para ellas, aunque, como veremos, las estatuillas de bronce que representaban jóvenes espartanas típicas en poses atléticas (y reveladoras de muslos) cuentan una historia más bien de vitalidad, elegancia y vigor.
Las mujeres espartanas podían poseer bienes, tierra incluida, y aunque no tenían voz oficial en la Asamblea de guerreros, sin duda hallaron otras vías para dar a conocer sus opiniones y hacerse oír. Existe incluso una antología de «Dichos de mujeres espartanas», conservados por Plutarco, algo impensable en el caso de las atenienses. Además, estaban liberadas de las tareas cotidianas, carga habitual de sus hermanas de Atenas. Los hombres y las mujeres ilotas se ocupaban de los quehaceres domésticos por ellas, cocinaban, cosían, atendían a los niños, etcétera. A las mujeres espartanas les quedaban sólo las satisfacciones de la maternidad, que por cierto se tomaban muy en serio. También parecían ser independientes desde el punto de vista sexual, aunque no son del todo fáciles de creer ni comprender supuestas costumbres espartanas relativas al intercambio de esposas. Desde luego, estando los hombres a menudo en la guerra o preparándose para ella, buscaron satisfacción emocional con otras mujeres. Y naturalmente las mujeres fuertes alcanzaron tales puestos de autoridad que se las podía considerar una fuerza política o — dependiendo de la perspectiva— una amenaza.
No es que Esparta fuera ninguna utopía feminista. Por ejemplo, buena parte del adiestramiento físico tenía una finalidad completamente eugenésica. Sin embargo, para los no espartanos fue tal la aparente emancipación de las mujeres, que Aristóteles las culpó de la desaparición final de Esparta como gran potencia debido a que nunca se habían sometido satisfactoriamente al régimen litúrgico impuesto y que sus hombres habían aceptado. Esto seguramente fue una opinión desvirtuada por la óptica típicamente sexista del ciudadano griego corriente, pero hace un cumplido indirecto al que probablemente fue el grupo de mujeres más admirable de toda Grecia.
La victoria de Esparta en la guerra ateniense se había conseguido con grandes dificultades y a un alto precio. En la guerra se habían alcanzado nuevos niveles de crueldad, lo que llevó a Tucídides a poner en entredicho la hegemonía de los griegos en la humanidad y la civilización. Se produjeron asedios brutales, matanzas de mujeres y niños, rapiña sistemática y la destrucción de comunidades enteras, la venta de miles de griegos como esclavos y, sobre todo, feroces estallidos de stasis o guerra civil. La descripción de Tucídides de la guerra civil en Corcyra (la moderna Corfú) en 427 es un escalofriante clásico del análisis político.
Para empezar, el conflicto fue un punto muerto entre el poder marítimo ateniense frente al poder terrestre espartano, de modo que ningún bando era capaz de dominar en la esfera preferida del otro. Pero en 415 los atenienses se extralimitaron, inspirados por el genio maléfico de Alcibíades, una especie de Pericles (que había sido su protector desde la muerte de su padre en combate) falso. Enviaron una enorme armada a Sicilia, aparentemente a defender a «parientes», aunque en realidad fue a conquistar la isla entera o al menos a garantizar nuevos recursos para una reanudación de la guerra con Esparta, que había estado temporalmente en suspenso desde 421. Alcibíades, el principal inspirador de esa empresa de alto riesgo, era tan detestado por sus celosos rivales políticos como querido por las masas atenienses por su estilo de vida ampulosamente campechano. En los Juegos Olímpicos de 116 .había participado en no menos de siete equipos de cuadrigas de cuatro caballos y, después de llevarse casi inevitablemente la corona con uno de ellos, encargó nada menos que al poeta Eurípides que le escribiera la oda victoriosa.
De todos modos, la expedición a Sicilia se hizo a la mar con el peor de los augurios: una mutilación a gran escala de imágenes sagradas de Hermes, el dios de los viajeros, por toda la ciudad de Atenas. Por su supuesta implicación en este y otros sacrilegios, Alcibíades fue acusado de delito capital y procesado, pero desertó en el sur de Italia..., y se pasó al enemigo. Probablemente fue él quien sugirió que Esparta fortificara permanentemente una guarnición en territorio ateniense, con lo que aislaba la ciudad de sus recursos de plata y empujaba a miles de esclavos a huir, y enviara un general espartano disponible a ayudar en la defensa de Sicilia, sobre todo Siracusa. Ambas medidas fueron cruciales en la catastrófica derrota final de Atenas.
Así pues, la campaña siciliana tuvo el peor de los comienzos posibles, y más adelante estuvo marcada por la ineptitud, los titubeos y las diferencias de opinión en el alto mando. Además, la principal ciudad siciliana enemiga, Siracusa, estaba material y moralmente preparadísima para resistir el ataque. Las fuerzas atenienses, tras fracasar en su intento de tomarla por asedio y sufrir una importante derrota naval en el Gran Puerto de esa ciudad en 413, se vieron a sí mismas prisioneras y, si no eliminadas en el acto, condenadas ignominiosamente a una muerte lenta y dolorosa por inanición en las canteras cercanas. De todos los que salieron de Atenas en 415, como hace constar pesaroso Tucídides, muy pocos regresaron.
En retrospectiva, el desastre siciliano fue el momento decisivo de la guerra ateniense, pese a que las campañas prosiguieron durante otra década, sobre todo en el mar, en el Egeo oriental y en torno al Helesponto (Dardanelos). En concordancia con el carácter paradójico general de la contienda, en esta década Esparta se tragó el orgullo y acudió a Persia en busca del dinero necesario para construir una flota capaz de derrotar a los atenienses en su propio terreno y en su propio elemento. Como cabía suponer, esta política de doblegarse ante el bárbaro oriental halló resistencia por parte de los comandantes espartanos conservadores, pero un personaje, Lisandro, resulto ser más que idóneo para la tarea, de modo que en el proceso se convirtió en algo como un rey errante de alta mar. Su relación personal con uno de los hijos del gran rey persa garantizó un suministro regular de fondos a Esparta en el momento clave, y entre 407 y 405 Lisandro fue capaz de forjar el instrumento del destino final de Atenas. En 405, la última flota griega fue vencida por fin en Egospótamos (Helesponto). El trato que dio Lisandro a los prisioneros de guerra fue despiadado: les cortó la mano derecha y los mandó de vuelta a Atenas como terrible despiadado: les cortó la mano derecha y los mandó de vuelta a Atenas como terrible 404, a consecuencia del cual los atenienses se morían de hambre por las calles, Lisandro pudo imponer las condiciones de Esparta para la rendición.
El Imperio ateniense, con sus audaces ideas sobre la democracia, el libre comercio y el progreso racional, había sido eclipsado, no volvería a brillar tanto o al menos no de la misma forma. Parecía que ahora Esparta tenía la posibilidad de construir un imperio distinto en su lugar. Sin embargo, en 400 a.C., momento del polémico acceso de Agesilao II al poder, circulaba por ahí un oráculo desalentador:
Jactanciosa Esparta, ten cuidado de que no te brote una realeza lisiada...
 Se abatirán sobre ti problemas inesperados...2
Los espartanos eran un pueblo con fama de piadoso, podríamos decir supersticioso, siempre a punto de creer en augurios, sobre todo los poco convenientes. La tercera parte del libro, titulada «Una realeza lisiada», revela hasta qué punto la predicción fatídica llegó, en cierto modo, a cumplirse.
En el espacio de tres décadas, algo más que una generación humana, Esparta sufrió una humillante derrota militar, la invasión de su territorio y, lo más sorprendente de todo, la revuelta y la liberación de la mayor parte de los siervos ilotas de los que dependía básicamente el poder y el modo de vida de los espartanos. El personaje clave de esta notable peripecia fue el rey lisiado de quien hablaba el oráculo —o al menos así se interpretó a posteriori—. Agesilao, el último espartano, fue la personificación de todos los puntos fuertes y débiles de su extrordinario pueblo, y era literal y metafóricamente cojo.
 2 Plutarco, Vida de Agesilao, cap. 6. Véase Shipley, 1997, en «Lecturas adicionales».Lisandro, aunque aristócrata, no era rey, y los espartanos estaban entusiasmados con su curiosa realeza dual. Desde el punto de vista tradicional, esto se remontaba a la misma fundación de la ciudad, y los dos reyes de dos casas reales distintas mantenían firmemente su ascendencia directa del dios—héroe Heracles. La dualidad dio origen inevitablemente a consejos divididos, rivalidades dinásticas, ansias sucesorias, luchas de facciones. Pero como era tradicional y estaba establecida por orden divina, se consideraba buena e inalterable. Lisandro, por tanto, incapaz de acceder a uno de los tronos legítimos y frustrado en su deseo de fabricarse una realeza alternativa propia, decidió volverse persona de influencia, forjador de reyes.
Su candidato elegido en la disputa sucesoria de 400 fue su viejo amigo, el susodicho lisiado Agesilao, hermanastro del fallecido Agis II. Como no se esperaba que Agesilao llegara a ser rey, había sido tratado más o menos como cualquier espartano corriente y, por ejemplo, había terminado la Agoge con gran éxito. Pero jugaba en su contra la deformidad física, el hecho de que Agis hubiera reconocido como sucesor un hijo suyo, Leotíquidas, y nada menos que el oráculo sobre una «realeza lisiada». La intervención del poderoso Lisandro inclinó la balanza a su favor. Se encontró una explicación convincente para el oráculo. Éste se refería a una realeza lisiada metafóricamente, es decir, un trono ocupado por una persona ilegítima, lo que Lisandro afirmaba de Leotíquidas, pues éste era hijo, no de Agis, ¡sino del intruso ateniense Alcibíades! (Las fechas cuadraban perfectamente.) Por fin, Lisandro pudo señalar que la minusvalía de Agesilao no había impedido su éxito en la Agoge y que, en una época de cambios tremendos y desorientadores, Agesilao abogaría por el tradicionalismo espartano. Estos argumentos prevalecieron en la Gerusía, el senado de Esparta, y Agesilao fue elegido rey.
Si Lisandro esperaba realmente gobernar a través de Agesilao, pronto se sintió desengañado y decepcionado. El nuevo monarca tenía su propia agenda, aunque ésta coincidía en gran medida con la exagerada ambición de Lisandro de tener un imperio griego que abarcara todo el Egeo así como el territorio continental. Por desgracia para Esparta, sin embargo, Agesilao resultó ser un dirigente inflexible, excesivamente espartano, incapaz de adaptarse a un mundo en cambio permanente. Así pues, iba a presidir tanto activa como pasivamente la última victoria de Esparta y su espectacular declive durante las tres o cuatro décadas siguientes.
Pronto trascendió que la guerra ateniense había transformado no sólo el mundo griego en general sino también la propia Esparta. El adagio de lord Acton —el poder absoluto corrompe absolutamente— fue de rotunda aplicación en este caso. El culto a la frugalidad y al notorio no consumo, que en el pasado le había servido muy bien a Esparta para disimular verdaderas diferencias de fortuna entre los supuestos «semejantes», dio paso a una ética más individualista e interesada de la que Lisandro, pese a ser materialmente austero, era un talismán. El número de ciudadanos espartanos había comenzado a descender vertiginosamente, hecho agravado por la codicia en la acumulación de tierra y otras formas de riqueza personal. Hacia 371, había sólo unos 1.500 ciudadanos guerreros adultos —en comparación con unos 25.000 atenienses, por ejemplo—. La disparidad rápidamente creciente entre las cifras de ciudadanos y de ilotas llegó a ser de veras alarmante, y el recurso de liberar ilotas supuestamente de fiar y armarlos era una espada de doble filo.
En manos de Agesilao, también la política exterior resultó de lo más contraproducente. En el espacio de una década desde el final de la guerra ateniense, Esparta se vio luchando no sólo contra Persia sino también contra una coalición de los principales Estados griegos del continente, entre ellos dos de sus antiguos aliados de la Liga del Peloponeso, Corinto y la Federación Beocia —que se aliaron con el viejo enemigo peloponesio de Esparta, Argos—, y una Atenas un tanto renacida. Además, la demanda de Esparta de un imperio no estaba avalada por ningún manifiesto ideológico similar al propósito de Atenas de liberarse del yugo persa y crear un autogobierno democrático interno. Todo lo que podía ofrecer era fuerza bruta desplegada en apoyo de la minoría de ciudadanos ricos de sus Estados súbditos contra el conjunto de la gente corriente. Plutarco lo expresó muy bien al comparar la realidad del imperio de los espartanos, pese a sus afirmaciones de haber liberado a los súbditos de Atenas, con la acción de verter vinagre en el vino dulce.
A la larga, los propios espartanos ayudaron a crear su propia Némesis en forma de Estado federal de Beocia —dominado por Tebas— bajo la inspirada jefatura de Epaminondas (filósofo amén de general brillante) y Pelópidas. En el espacio de pocos años, Esparta sufrió su principal derrota en batalla campal hoplítica, en Leuctra en 371, y la primera invasión terrestre de su territorio a cargo de una fuerza hostil, en el invierno de 370—369. Al cabo de unos tres siglos de esclavitud, los ilotas mesenios fueron al fin liberados gracias a Epaminondas y recuperaron su propia polis, la ciudad de Mesene, cuyas enormes fortificaciones aún causan asombro en la actualidad.
Como ciudad terrenal del mundo real, Esparta jamás se recuperó totalmente de la liberación de los ilotas mesenios, aunque retuvieron a los ilotas de Laconia como debilitada base económica durante otro siglo y medio. Sin los mesenios, les quedaba toda la tradición, pero menos de la mitad de los fundamentos. Agesilao, activo hasta el final de su vida, ofreció sus servicios como comandante de mercenarios para conseguir fondos que permitieran volver a llenar las arcas de la ciudad, que en todo caso nunca estuvieron rebosantes. Murió en el norte de África a los ochenta y cuatro años, y su cadáver embalsamado fue transportado a Esparta, donde se celebró el extraordinario entierro que era rito y derecho hereditario de los reyes espartanos muertos. No obstante, en 360 el ritual estuvo vacío de significado.
De todos modos, aunque Esparta no volvió a recuperar su antiguo poder terrestre, su mito y su leyenda crecieron poderosamente. El capítulo final del libro esboza algunos de los más interesantes e importantes senderos y vericuetos del espejismo espartano, prestando especial atención al lugar y los roles adjudicados a Leónidas. Por ejemplo, a principios del siglo III a.C., el sumo sacerdote de Jerusalén consideró políticamente oportuno reivindicar un vínculo de parentesco con Esparta —remontándose nada menos que a Moisés—. Por su parte, los romanos estuvieron tan fascinados con Esparta, en la que veían muchos de los valores y las virtudes que ellos tenían en gran estima, que también se inventaron un lazo falso de parentesco entre los dos pueblos —que no tenían absolutamente nada que ver.
Los espartanos proporcionaron beneficios más tangibles a los turistas helenos o romanos de la época, que visitaban una Esparta que se había convertido en una especie de parque temático o museo de su —considerablemente imaginario—pasado. Por ejemplo, en el siglo m de nuestra era los espartanos construyeron un anfiteatro semicircular dentro del antiquísimo santuario de Artemisa Ortia, en otro tiempo parte integrante de la Agoge, para procurar a los sadoturistas una mejor perspectiva del falsamente antiguo ritual de flagelación conocido como diamastigôsis, en virtud del cual jóvenes espartanos eran azotados frente al altar de Artemisa, preferiblemente hasta la muerte, o al menos hasta quedar maltrechos.
¡Cómo cayeron los poderosos! De todos modos, quizá no sea del todo sorprendente que los filohelenos que deseaban que Grecia se liberase del Imperio otomano o de los fundadores del sistema británico de los colegios privados en el siglo XIX vieran en la Esparta clásica ciertas virtudes que merecía la pena emular e inculcar. O que los adjetivos «espartano» y «lacónico» hayan introducido en el vocabulario actual el honor un tanto empañado de los antiguos espartanos. En cualquier caso, dos grandes imperios, el romano y el británico, deben efectivamente muchísimo a Esparta; en cualquier caso, mucho más de lo que nosotros, herederos culturales de los espartanos en Occidente, estamos preparados para admitir, y al menos tanto como debemos, directamente, a los atenienses. Por decirlo lacónicamente, Esparta vive.

Territorio occidental de Esparta: Mesenia. 


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