Advenimiento
de Darío III Codomano (primavera 336). — Filipo casa a su sobrino Amintas, hijo
de Perdicas 111, con Ciña, hija de una de sus amantes (diciembre de 336). —
Pixódaro, sátrapa de Caria, ofrece la mano de su hija mayor al príncipe
Arrideo, uno de los bastardos de Filipo (primavera de 336). — Filipo reúne a
las ciudades griegas en Corinto con vistas a una cruzada panhelénica contra el
Gran Rey (primavera de 336). — El joven noble Pausanias asesina a Filipo en
Aigai (septiembre de 336).
Había
algo podrido en el reino de Macedonia.
Olimpia,
de regreso a Pela, no podía borrar de su memoria la humillación de que había
sido víctima. Desde los aposentos a los que, como una loba, se había retirado,
vigilaba las maniobras de Filipo, que la inquietaban cada día más: temía que,
poco a poco, arguyendo la concepción milagrosa de Alejandro, el rey dejase de
considerarlo heredero y legase la corona de Macedonia a algún otro
pretendiente.
Durante
el invierno de 337-336 a.C. se había producido la primera alerta: Filipo había
casado a su sobrino Amintas, hijo del rey Perdicas III (al que había sucedido
de manera ilegítima), con Ciña, una bastarda nacida de una de sus amantes.
Olimpia creyó ver esa unión como la señal del interés que sentía Filipo por el
heredero presunto del trono que era su sobrino. Es entonces —según Plutarco—
cuando Olimpia empezó a destilar el veneno de la calumnia y la desconfianza en
el alma de Alejandro, persuadiéndole pérfidamente de que su padre sentía celos
de él, de que meditaba apartarlo de la sucesión y que todo aquello podría
acabar mediante un asesinato.
Hubo
un asesinato en la primavera del año 336 a .C, pero fue perpetrado en Persia, en la
corte del Gran Rey, y no en Pela, donde Filipo, después de haber unificado
Grecia bajo su autoridad, se preparaba para realizar su gran sueño: abatir el
poder del Gran Rey, con la ayuda de las ciudades griegas unidas bajo su
bandera. El momento era propicio porque en Persia la autoridad de los soberanos
Aqueménidas menguaba. En efecto, en el verano de 338 a .C, el eunuco Bagoas,
jefe todopoderoso de la guardia real, había envenenado a Artajerjes III y
puesto en el trono a Arsés, hijo de Artajerjes; luego, sospechando que Arsés
quería vengar a su padre, y fiel al principio de que en política más vale
prevenir que curar, había envenenado a Arsés a principios del año 336 a .C, había hecho matar a
sus hijos y ofrecido la tiara de Gran Rey a un pariente lejano de Artajerjes,
Darío III Codomano.
El
debilitamiento de la autoridad real comprometía, inevitablemente, la unidad del
Imperio y los príncipes de las satrapías griegas de Asia Menor empezaban a
volverse hacia Pela. Así fue como el sátrapa de Caria, Pixódaro, que gobernaba
desde su capital, la rica y magnífica ciudad de Halicarnaso, no sólo su
provincia sino también la ciudad vecina de Mileto y las grandes islas de Rodas,
Cos y Quíos, se había empeñado en aliarse con Macedonia. Con ese fin, Pixódaro
había enviado un embajador a Pela, para ofrecer a su hija mayor como esposa del
príncipe Arrideo, uno de los bastardos de Filipo, por lo demás enfermo de
idiocia mental, cosa que verosímilmente Pixódaro ignoraba (en la corte de
Macedonia corría el rumor de que Olimpia le había hecho beber un veneno que le
habría ablandado el cerebro cuando era joven).
Al
parecer la propuesta era anodina, y Filipo, fiel a su método de los «pequeños
pasos» que ya había practicado antes en Tracia, se veía dueño de la Caria sin
el menor esfuerzo. Pero la sucesión al trono de Caria se hacía por la rama
femenina, de suerte que el marido de la hija de Pixódaro se convertiría en
sátrapa de Caria a la muerte de este último. Olimpia, con esa intuición de las
mujeres celosas y las madres protectoras, olfateó inmediatamente el peligro que
amenazaba a su hijo y amotinó a los amigos de Alejandro: Hárpalo (que más tarde
será uno de sus generales y que, por otro lado, le traicionará), el cretense
Nearco (futuro gran almirante de su flota), Ptolomeo, hijo de Lago (el futuro
fundador del reino de Egipto), un macedonio de cuna humilde y algunos más.
Todos
ellos convencieron a Alejandro de que la intención de Filipo era unir bajo una
misma corona Macedonia y Caria, corona que corría el peligro de recaer sobre la
frente de Arrideo porque el destino del trono de Caria no dependía de la
voluntad de Filipo. Por lo tanto, le aconsejaron que parase el golpe, pidiendo
directamente para él mismo la mano de su hija a Pixódaro, sin hablar de ello
con Filipo: así Arrideo quedaría, ipso facto,
apartado de su camino. Alejandro envió a Halicarnaso a uno de sus confidentes,
el comediante Tésalo, que hizo observar a Pixódaro que en vez de entregar a su
hija mayor a un bastardo de Filipo idiota de nacimiento, el sátrapa haría mejor
casándola con Alejandro, hijo legítimo del rey y príncipe heredero de
Macedonia, dispuesto a convertirse en su yerno.
Cuando
Filipo se enteró, montó en cólera y corrió a los aposentos de su hijo.
Le
hizo observar con severidad cuán indigno era de su alto nacimiento y del
destino al que estaba prometido haber hecho aquella propuesta absurda al cario,
que apenas era otra cosa que el esclavo de un rey bárbaro. Poco le importaba,
añadió, que esa hija de esclava se casase con Arrideo: no era más que un
desgraciado bastardo, que no le importaba, pero no podía admitir que se
convirtiese en esposa del heredero legítimo de la corona de Macedonia.
Y
con igual severidad explicó a Alejandro que era víctima de los cotilleos que
corrían por los aposentos de las mujeres, de los chismes despreciables de sus
compañeros y los celos e intrigas de Olimpia. A fin de acabar con las intrigas
de esta camarilla, que tenía sobre el príncipe una influencia que él
consideraba nefasta, envió a Nearco a Creta, exilió a Hárpalo, Ptolomeo y los
demás, e hizo incluso detener a Tésalo, que se había refugiado en Corinto. Para
acabar con aquella querella familiar cuya instigadora era Olimpia, Filipo
ofreció su hija legítima Cleopatra, la hermana de Alejandro, que entonces tenía
diecisiete años, al rey de Epiro, hermano de Olimpia (y, por lo tanto, tío de
Cleopatra). El matrimonio debía tener lugar a finales del verano de 336 a.C.
Después
de haber restablecido la paz entre los suyos, Filipo se dedicó seriamente a la
guerra que tenía intención de hacer contra los persas. Para él debía ser una
gran cruzada panhelénica contra los bárbaros asiáticos, en la que
participarían, al lado de Macedonia, los demás estados griegos, unificados
desde hacía poco tiempo bajo su dominio: qué mejor, pensaba, para sellar la
unión de las ciudades griegas y del reino macedonio que una expedición, cruzada
panhelénica, contra un Gran Rey que cada vez se volvía más amenazador que una
última guerra Médica, que consagraría el triunfo del Occidente civilizado sobre
el Oriente bárbaro.
La
idea no era nueva. En 337 a .C,
Atenas, al reconstituir en provecho propio la antigua Liga de Délos, había
intentado una aventura similar, federando en torno a ella a las ciudades
aliadas e imponiéndoles unas obligaciones proporcionales a sus recursos. Unos
años más tarde, Demóstenes también había soñado con un Estado griego federal
capaz de oponerse a los bárbaros, incluyendo entre éstos a los macedonios,
entonces los más peligrosos: ¿no había proclamado, en 342 a .C, a propósito de la
defensa del Quersoneso contra las empresas de Filipo?:
¿La
guerra contra los bárbaros no es una guerra por nuestro país, por nuestra vida,
por nuestras costumbres nacionales, por la libertad, en resumen por todo lo que
queremos?
E
Isócrates, el otro gran orador ateniense (que acababa de morir en 338 a.C), ¿no
había creído, hasta los últimos días de su vida, en una Grecia unida, cuyo jefe
—nuevo Agamenón— remataría la unidad poniéndose al frente de una cruzada
panhelénica contra el Gran Rey, un jefe que no sería otro que Filipo?
En
los primeros días del año 336 a.C, Filipo, que había madurado largamente su
plan, toca a rebato contra los bárbaros. Reúne a los representantes de las
ciudades griegas y les propone una alianza para poner término al poder persa.
Los acontecimientos van a precipitarse entonces.
A
principios de la primavera de ese mismo año se pronuncian los juramentos y se
convoca un primer congreso panhelénico (el Synedrion) en Corinto. Ante los
diputados griegos reunidos, Filipo expone su plan de invasión de Persia:
durante el verano, concentración en Macedonia de las tropas enviadas por los
diferentes estados griegos (proporcionales a la población y medios de cada
uno), tropas cuyo mando supremo asumirá Filipo, con el general Parmenión como
lugarteniente; marcha del gran ejército a lo largo de la costa tracia hasta el
Quersoneso, y paso del estrecho del Helesponto; ocupación de la Tróade por la vanguardia
del ejército panhelénico, dirigido por Parmenión y por Átalo (tío de Cleopatra,
la esposa «secundaria» de Filipo, a cuya cabeza Alejandro había arrojado su
copa de vino durante las «bodas» de su padre); a partir de esta base,
liberación progresiva de las ciudades griegas de Asia Menor bajo dominio persa;
por último, travesía del territorio correspondiente a la actual Turquía y
conquista del enorme imperio del Gran Rey, Darío III Codomano.
La
señal de partida debía darse a finales de verano o principios del otoño,
después de la celebración en Aigai, la capital histórica de Macedonia, de las
bodas de Cleopatra (la hija de Filipo y Olimpia), prometida a su tío, el rey de
los molosos. En la mente del macedonio estas fiestas debían ser la ocasión para
conmemorar la unión sagrada de todos los helenos y había consultado
solemnemente al oráculo de Delfos preguntándole si vencería al rey de los
persas; por la voz de la pitonisa, Apolo le había respondido: «Mira, el Toro
está coronado de guirnaldas, / su fin está cercano: el sacrificador dispuesto.»
Para
Filipo, el oráculo era clarísimo: el «Toro» era Darío III Codomano, que acababa
de ceñirse la tiara de Gran Rey en vísperas del verano de 336 a.C, y el
sacrificador destinado a inmolarlo era, por supuesto, él mismo, Filipo, rey de
Macedonia y unificador de todos los griegos. Pero el destino iba a decidir de
forma muy distinta.
Para
comprender la sucesión de acontecimientos, tenemos que retroceder
aproximadamente un año, a principios del mes de diciembre del 337 a.C. Poco
tiempo después del incidente que había enfrentado a Alejandro con Átalo y su
padre, durante el matrimonio de este último con Cleopatra, Alejandro había
acompañado a su madre al país de los lincéstidas. Filipo los había perseguido
sin demasiado encarnizamiento y a la vuelta había sido atacado por un grupo de
montañeses: el rey habría perdido la vida en este combate si un joven noble y
macedonio, un tal Pausanias, famoso por su belleza, no hubiese ofrecido su cuerpo
a los dardos destinados a Filipo. En última instancia, los agresores habían
sido puestos en fuga, pero su salvador había resultado herido de muerte.
Átalo
se había dirigido a la cabecera de Pausanias moribundo. Antes de morir, éste le
había explicado las razones de su arrojo: otro Pausanias, que era uno de los
favoritos del rey, le había acusado públicamente de tener costumbres afeminadas
y de ser el querido de Filipo y otros hombres de la corte; indignado por esta
calumnia, el bello Pausanias había decidido servir de escudo viviente a Filipo,
para demostrar a todos que su abnegación por el soberano no tenía nada de
afeminada, sino que era el comportamiento normal de un súbdito fiel con su rey.
Este relato causó una fuerte impresión sobre Átalo, que hizo juramento al
moribundo de castigar a su calumniador, al otro Pausanias que, con sus
palabras, le había empujado a correr voluntariamente a la muerte.
Poco
tiempo después, de vuelta ya en Pela, Átalo invitó a cenar al personaje y le
hizo beber mucho vino de Macedonia, tanto que el joven se adormeció. Átalo
llamó entonces a varios servidores y a dos o tres palafreneros, que violaron a
Pausanias el calumniador de la forma más impúdica, ya que entre los macedonios
era una manera tradicional de vengar una injuria o un ultraje.
Una
vez desaparecidos los vapores de la borrachera, el desdichado volvió en sí y,
tras darse cuenta de lo que le había pasado, fue en busca de Filipo y exigió
justicia contra Átalo, instigador de la violación colectiva de que había sido
víctima. Sin embargo, el rey no estaba dispuesto a castigar a un hombre que
era, al mismo tiempo, su mejor general y el tío de Cleopatra, su segunda
esposa; para aplacar a Pausanias, no pudo hacer otra cosa que ofrecerle algunos
regalos y tal vez un cargo militar. Pausanias no quedó satisfecho, y su odio
contra Átalo se vio acompañado desde entonces de un odio contra Filipo, que le
negaba la justa reparación de los ultrajes que había sufrido: habló con
Alejandro del asunto.
Según
Plutarco, éste le habría respondido citando dos versos de Medea, la tragedia de
Eurípides en que la maga Medea, abandonada por Jasón que quiere casarse con
Glauce, hija del rey Creonte, declara que se vengará: «Del casado y la casada,
/ y de aquel que los ha unido», es decir, de Jasón, de Glauce y de Creonte.
Algunos comentaristas llegan a la conclusión de que Alejandro habría alentado
con estos versos a Pausanias a vengarse por sí mismo de Filipo (Jasón), de
Cleopatra (Glauce), segunda esposa de Filipo y sobrina de Átalo (Creonte) y del
mismo Átalo que los había unido. En efecto, Alejandro había ordenado que se
detuviese y castigase a los culpables de la violación de Pausanias, es decir, a
los servidores y palafreneros, pero no había mandado buscar a Átalo, instigador
del crimen; ¿ era porque no quería o bien porque no podía, dado que Átalo
estaba en Asia Menor y se hallaba protegido por Filipo, o también porque
alentaba con la boca pequeña a Pausanias a vengarse de Átalo y de Filipo, cosa
que él, Alejandro, no se atrevía a hacer por sí mismo? Es plausible la
hipótesis, sobre todo porque Cleopatra, la joven rival de Olimpia, estaba
encinta del rey macedonio: ¿que sería de la corona si daba a luz un varón? Por
eso Olimpia, que no tenía los mismos escrúpulos que Alejandro, se dedicó a
alentar la cólera de Pausanias y a exhortarle a la venganza.
Pero
la madre de Alejandro no fue la única en atizar el odio de Pausanias contra
Átalo y Filipo. También los emisarios persas lo animaban a lavar en la sangre
del rey de Macedonia la injuria que le habían hecho, porque Asia temblaba ya
ante la amenaza que suponían para Persia las intenciones belicosas de Filipo y
pensaban, con razón, que su muerte los libraría de ellas. Pausanias fue
empujado además al crimen por las desdichadas palabras del sofista Hermócrates,
que enseñaba en Pela y al que había preguntado qué cosa grande debía hacer un
hombre para que su nombre se transmitiese a la posteridad: «Debe —respondió
tontamente Hermócrates— matar al hombre que ha realizado las mayores hazañas de
su tiempo; así, cada vez que se hable de ese héroe, se acordarán también del
nombre de su asesino.»
Llega
el mes de agosto de 336 a .C.
La esposa secundaria de Filipo, Cleopatra, trae al mundo un varón al que Filipo
da el nombre de Cárano. La elección del nombre no era inocente: era el del
hermano de un antiguo rey de Argos, que también descendía de Témeno, como los
reyes de Macedonia y, por consiguiente, de Heracles y Zeus. En los aposentos de
Olimpia se desató el pánico: al dar ese nombre a su bastardo, Filipo lo reconocía
como un teménida, por tanto como un presunto heredero de la corona de
Macedonia, con iguales derechos que Alejandro, que únicamente tenía sobre el
recién nacido la ventaja de ser el primogénito.
En
ese momento Filipo estaba apunto de ponerse al frente del enorme ejército
grecomacedonio que acampaba a las orillas del Estrimón y partir con él a la
conquista de Persia. Antes de esa partida solemne había decidido organizar una
última ceremonia oficial a la que asistirían los jefes de los estados griegos,
los príncipes y los señores de Macedonia, los generales y los oficiales
superiores llegados de todas las ciudades de Grecia. Por eso los había invitado
a Aigai, con motivo de las bodas de la hermana legítima de Alejandro,
Cleopatra, con su tío, el rey de los molosos y hermano de Olimpia, boda cuya
fecha había sido fijada para principios del mes de septiembre de 336 a .C. Se dispusieron
suntuosas ceremonias religiosas para celebrar al mismo tiempo el acontecimiento
político y el acontecimiento familiar; debían ir acompañadas de grandiosos
sacrificios a los dioses y de juegos atléticos en que participarían los atletas
más célebres de Grecia y Macedonia, y las cofradías de actores más famosas ya
habían sido invitadas a interpretar dramas de Esquilo, Sófocles y Eurípides.
En
el día fijado, bajo el tibio sol de septiembre, la antigua capital macedonia,
adornada por todas partes de banderas y festones, pululaba de sacerdotes,
príncipes, embajadores, portadores de ofrendas, theores venidos de todos los
rincones del mundo griego, rodeados de una pompa como nunca se había visto, de
portadores de coronas doradas destinadas al rey Filipo, en todo el esplendor de
su poder, y de regalos para los jóvenes esposos.
Los
atenienses se habían distinguido con un presente simbólico. Ofrecían a su
antiguo enemigo una corona de oro y la copia de un decreto preparado por la
boulé y votado unánimemente por la Asamblea del pueblo, proclamando que todo
aquel que conspirase contra la vida de Filipo y buscase refugio en Atenas sería
inmediatamente detenido y puesto en manos de las autoridades macedonias. El
decreto fue leído en público, en medio del mayor silencio: los miles de
personas que lo oyeron comprendieron de inmediato que se temía un atentado
contra el rey, y todas las miradas se volvieron hacia la reina Olimpia,
silenciosa y vestida de negro.
Luego
empezaron las ceremonias y, con ellas, los malos presagios y los prodigios.
Durante
el primer festín Filipo rogó a un célebre actor ateniense que recitase un poema
que tuviese relación con la próxima expedición contra los persas: el artista
recitó un pasaje de un poeta trágico en que se hablaba de la muerte cercana de
un gran rey que gobernaba un vasto reino. Los presentes se miraron en silencio:
la alusión podía convenir tanto a Filipo como a Darío III Codomano. Tras el
festín, se desarrolló la primera procesión. Aparecieron unos sacerdotes
llevando estatuas de doce dioses olímpicos y una decimotercera estatua,
representando a Filipo; enseguida corrió un rumor entre los presentes: ¿no
significaba aquello que, a partir de ese momento, había que colocar a Filipo no
ya entre los vivos, sino en la divina y celeste compañía de los habitantes del
Olimpo?
Al
día siguiente los heraldos convocan a los invitados y al pueblo al teatro. En
las calles se apiña una ruidosa y abigarrada multitud: espera la llegada del
cortejo oficial. Por fin aparece Filipo, con un uniforme blanco de gala,
revestido con las insignias de la realeza. Delante de él caminan su hijo
Alejandro y su cuñado y yerno, el rey de los molosos, así como la guardia real:
el rey quiere demostrar de este modo a su pueblo angustiado que él no teme que
atenten contra su vida y que confía en el amor de su pueblo y la fidelidad de
sus aliados.
El
cortejo llega delante del teatro. La guardia real es la primera en penetrar en
el estrecho corredor de piedra que conduce a la arena, seguida por Alejandro y
el rey de los molosos, Neoptólemo. Filipo les sigue a unos pocos pasos y parece
vivir el día más hermoso de su vida. De los graderíos del teatro empieza a
subir un clamor para recibirle, y él avanza despacio, emocionado, hacia la
arena. Pero antes incluso de penetrar en ella, Pausanias, que se había
escondido en un rincón del pasillo, se precipita sobre él con el puñal en la
mano y le traspasa el pecho hasta el corazón. Luego el asesino huye perseguido
por los oficiales de la guardia real, alcanza la calle y corre hacia su
caballo, que había atado a un árbol. Consigue montarlo, la bestia se encabrita
y echa a correr relinchando, pero las ropas del asesino se enganchan en una
rama y cae a tierra, donde sus perseguidores lo alcanzan y a su vez lo
apuñalan.
Mientras
la multitud se desparrama por las calles de Aigai en medio de un desorden
indescriptible, los guardias transportan al palacio el cadáver del rey.
Mientras tanto, otros guardias llevan el del asesino a la plaza del mercado de
la ciudad; levantan presurosamente un cadalso en el que cuelgan el cadáver:
deberá balancearse allí durante todo ese día y por la noche. A la mañana
siguiente descubrieron que sobre su cabeza habían puesto una corona dorada,
análoga a la que los griegos habían ofrecido a Filipo. Esta afrenta póstuma
hecha al rey no asombró a nadie: todo el mundo reconoció en este insulto último
la mano de Olimpia, que en la oscuridad había ido a coronar al asesino de aquel
que, según pensaba ella —y probablemente con razón, opinan algunos—, tenía la
intención de privar a Alejandro de la corona de Macedonia.
Los
funerales del rey y de su asesino fueron organizados por Olimpia. Sus cuerpos
fueron quemados en la misma pira y sus cenizas enterradas en la misma tumba.
Dicen que Olimpia consagró a Apolo el puñal con el que Pausanias había matado a
Filipo e instituyó una ceremonia conmemorativa en honor del asesino de su
augusto esposo, reconociendo así, a ojos de todos, que ella había sido la
instigadora del atentado; pero se trata de comentarios tardíos, que no podemos
rechazar ni avalar. Sin embargo, hay un hecho que parece cierto: Olimpia, en
calidad de reina madre y esposa legítima, se quedaba durante un tiempo dueña
del juego. Dejó a Alejandro en Aigai, para resolver los asuntos corrientes,
como se dice, y regresó a Pela. Allí ordenó que colgasen a su rival Cleopatra,
que acababa de dar a luz al pequeño Cárano y, presa de un trance místico, arrojó
al recién nacido al fuego del altar real, como ofrenda a los dioses.
Así
pues, en septiembre de 336 a.C, a finales de verano, el telón del teatro de la
historia había caído sobre Filipo de Macedonia. El rey barbudo, tuerto y cojo
había conseguido la unidad del mundo griego: la edad helénica del Mediterráneo
terminaba con él, la edad helenística iba a empezar con Alejandro, que acababa
de cumplir veinte años.
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