Encuentro
de Olimpia y de Filipo en Samotracia: el matrimonio y los presagios de la noche
de bodas (octubre-noviembre de 357). — Nacimiento de Alejandro, a quien su
madre considera el hijo místico de Zeus-Amón (21 de julio de 356). — Primera
infancia, en Pela: su nodriza Lanice, su amigo Clito (356-354). — Filipo pierde
un ojo en la batalla por Metone (invierno de 355). — Nacimiento de Cleopatra,
hermana de Alejandro (354). — Filipo se apodera de las colonias griegas de la
costa tracia (353). — Alejandro confiado a los pedagogos Lisímaco y Leónidas
(349). — Filipo conquista la
Calcídica : conversaciones entre Atenas y Filipo: las dos
embajadas atenienses (349). — Guerra sagrada por Delfos, dirigida por Filipo
que conquista la Fócida
(346). — Bucéfalo (344).
1. Nacimiento
de Alejandro: las leyendas
El
primer año de la 106a Olimpiada (356
a .C), en el sexto día del mes que los macedonios
llamaban Panemos y los griegos Ekatombaion (es decir, el 21 de julio de nuestro
calendario), en el palacio real de Pela, capital de Macedonia, Olimpia, hija de
Neoptólemo, rey de los molosos (un pueblo griego del Epiro), y mujer de Filipo
II, rey de Macedonia, daba a luz al niño que llevaba en su seno desde hacía
nueve meses. Recibió el nombre de Alejandro, como su tío, el rey Alejandro III:
era el tercero de este nombre en la dinastía de los Argéadas.
La
noticia del nacimiento no llegó a oídos de su real padre, que guerreaba en
Calcídica donde acababa de liberar Potidea del dominio de Atenas, hasta el mes
de octubre, en medio de una terrible tempestad otoñal como suele haberlas en
los Balcanes en esa estación, mientras los relámpagos iluminaban
esporádicamente el cielo y los truenos no cesaban de retumbar. Según Plutarco,
el mensajero que había llevado a Filipo la noticia de este glorioso
acontecimiento tenía dos más que anunciarle: el primero que Parmenión, uno de
los mejores generales macedonios, había avanzado por el país de los ilirios y
les había infligido una dura derrota; el segundo que el caballo del rey había ganado
la carrera de caballos sin uncir en los Juegos Olímpicos, recién inaugurados en
Olimpia el 27 de septiembre. Esto suponía tres noticias felices de un golpe, y
Filipo sin duda se alegró mucho. Según Plutarco, los astrólogos y los adivinos
que entonces consultó aumentaron su alegría explicándole que ese hijo, cuya
venida al mundo había sido acompañada por esas tres victorias (la de Potidea,
la obtenida por Parmenión y la de su caballo), sería invencible en el futuro.
Poco
después de este nacimiento rodeado de prodigios tan magníficos, y según otra
fuente invocada por Plutarco, se sumó que el templo de Artemisa (Diana) en
Éfeso, en Asia Menor, había ardido íntegramente, y que no había que extrañarse
de que la diosa lo hubiese dejado consumirse porque esa noche asistía, divina
comadrona, al parto de Alejandro. Pero cada cual veía las cosas a su manera:
mientras los adivinos macedonios anunciaban a su rey un futuro radiante, para
los sacerdotes y los adivinos de Éfeso el incendio del templo era presagio de futuras
desgracias para Asia, porque aseguraba que ese día se había encendido en alguna
parte del mundo una llama que un día habría de consumirla por completo.
Dejemos
las supersticiones y preguntémonos por las circunstancias que presidieron la
concepción del pequeño Alejandro; no para nutrir de leyendas las primeras
páginas de nuestro libro, sino porque pueden aclararnos la personalidad del
Conquistador.
Para
ello debemos remontarnos unos años atrás y recordar la historia de la ciudad de
Anfípolis . Era una ciudad de Tracia que en el mundo griego tenía una
importancia estratégica incomparable: desde la época de la grandeza de Atenas
era el centro de paso obligado para las exportaciones del trigo tracio hacia el
Ática, y, después de las guerras del Peloponeso, había sido integrada en la Liga de Olinto, creada en 392 a .C, que unía las
ciudades griegas de la región. Luego había sufrido por un tiempo la dominación
espartana (en 379 a .C),
para ser tomada de nuevo por los atenienses, que posteriormente habían vuelto
más o menos a perderla. En 359
a .C, Filipo ofrece la paz a Atenas, comprometiéndose a
no oponerse al dominio eventual de ésta sobre Anfípolis; no obstante, en 357 a .C, rompiendo ese
compromiso (nunca había sido especialmente escrupuloso en la materia y consideraba
un tratado como un trozo de papel que podía rasgarse a capricho), decide
apoderarse de la ciudad.
¿Por
qué? Por generosidad y por cálculo al mismo tiempo. Por un lado, quería ofrecer
a la ciudad la alegría de proclamar su independencia y unirse a la Liga de
Olinto; por otro, sabía que las minas de oro del monte Pangeo, en la frontera
tracia, no estaban lejos (se encuentran a un día de marcha de Anfípolis) y que
necesitaría ese oro para alimentar su esfuerzo de guerra con vistas a la
unificación del mundo griego bajo su dominación.
Ese
mismo año —tiene entonces algo más de veinticuatro años, hay que subrayarlo—,
el rey Filipo decide hacer una visita a la isla de Samotracia, a un día de
navegación de Anfípolis. Se ignoran los motivos de esa excursión: ¿inspección
de los alrededores marítimos de su dominio de influencia? ¿Turismo? ¿Curiosidad
religiosa? No lo sabemos, pero la personalidad de Filipo, descrita por todos
los autores como materialista y supersticiosa al mismo tiempo, tal vez nos permita
inclinarnos por este último motivo.
En
efecto, Samotracia era la sede del principal santuario dedicado al culto
secreto de los cabires, las divinidades protectoras de los navegantes y de la
navegación, culto cuyos ritos eran secretos, pero de los que se sabía vagamente
que incluían elementos orgiásticos y que los iniciados de ambos sexos que
participaban en ellos quedaban absueltos de sus faltas pasadas, aunque fuesen
crímenes. Así pues, tenemos a Filipo en Samotracia y (aquí Plutarco es nuestra
única fuente) en esa ciudad encuentra a «una niña huérfana» llamada Olimpia: su
padre, Neoptólemo, había sido rey de Epiro y se decía descendiente de Éaco,
hijo de Zeus y de la ninfa Egina.
Hay
que insistir mucho en estas genealogías mitológicas que tanto gustaban a los
antiguos griegos: eran el equivalente de los futuros cuarteles de nobleza de
las grandes casas soberanas europeas y desempeñaban un papel análogo en la
sociedad helénica. Las estirpes a que pertenecían Olimpia y Filipo se
remontaban ambas a Zeus, la de Olimpia por Éaco, la de Filipo por Heracles.
¿Qué
hacía la hija del rey de Epiro en Samotracia, tan lejos del palacio real de
Dodona donde había sido educada? Plutarco nos dice que las mujeres epirotas se
entregaban, desde los tiempos más antiguos, a los ritos orgiásticos de Orfeo y
de Dioniso y que participaban llenas de ardor en esas ceremonias
místico-sexuales, tan apreciadas por las mujeres de Tracia; añade incluso, a
propósito de Olimpia (sin decirnos sus fuentes):
Olimpia
amaba estas inspiraciones y esos furores divinos, y los practicaba más bárbara
y espantosamente que las demás mujeres, en esas danzas atraía a ella grandes
serpientes, que se deslizaban con frecuencia entre las hiedras, con que las
mujeres están cubiertas en tales, ceremonias, y sacaban de los cestillos
sagrados que llevaban, se retorcían alrededor de sus jabalinas y sus sombreros,
cosa que asustaba a los hombres más valientes.
Ahora
bien, en Epiro había uno de los tres oráculos más frecuentados de Grecia, el de
Dodona, consagrado a Zeus, adorado como dios de la fecundidad (los otros dos
eran el oráculo de Delfos, en Fócida, dedicado a Apolo, y el de Siwah, en
Egipto, consagrado al dios egipcio Amón, identificado con Zeus en toda Grecia
bajo el nombre de Zeus-Amón). Interrogado por los mortales, el rey de los
dioses les respondía y los sacerdotes traducían las respuestas del oráculo
interpretando los ruidos de la naturaleza de los alrededores: el rumor de la
brisa en el follaje de los árboles, el arrullo de los pichones, el chapoteo de
los torrentes, los sonidos producidos por un jarrón de bronce que golpeaba un
adolescente con un látigo de triple correa. Olimpia, en calidad de hija del
rey, debía hacer frecuentes visitas e interrogarle a menudo; y, como buena bacante
adoradora de Orfeo y de Dioniso que debía de ser, iba a consultar también al
oráculo de Samotracia, donde conoció a Filipo de Macedonia que, según cuenta
Plutarco, se enamoró inmediatamente de ella y la desposó en el acto. ¿Por qué
tanta prisa? Sólo tenemos a Plutarco para respondernos... y no dice nada sobre
este punto. Sin duda el gozador que era Filipo se sintió atraído por la
reputación sulfurosa de esta mujer, y la pidió inmediatamente en matrimonio a
su hermano, que se la concedió.
El
matrimonio tuvo lugar en Dodona, evidentemente. De creer a Plutarco, la noche
anterior a la de bodas de los recién casados fue muy movida: en sueños Olimpia
vio al rayo penetrar en su seno, de donde salieron al punto una columna de
fuego y varios torbellinos en llamas que se esparcieron alrededor, mientras que
por su parte, Filipo soñaba que ponía su sello, representando un león grabado,
en el vientre de su mujer. Preguntados los adivinos, interpretaron estos
sueños: unos dijeron que Filipo debía tener mucho ojo con su mujer; Aristandro,
el adivino oficial, que más tarde acompañaría a Alejandro en sus campañas, lo
habría explicado de este modo:
No se sella un vaso en cuyo interior no hay
nada; por lo tanto, es que Olimpia está embarazada de un hijo que tendrá un
corazón de león.
Según
nuestro autor, esta interpretación significa que Olimpia estaba encinta antes
de casarse (¿de Filipo?, ¿de Zeus...?, ¿o como secuela de una orgía
dionisíaca?). También puede pensarse que el adivino lo interpretó como un sueño
premonitorio que habría tenido el rey. Sea como fuere, la respuesta del
onirromántico debió de dejar a Filipo tan perplejo que, sigue diciéndonos
Plutarco, al observar a su mujer por una rendija de la puerta del aposento,
habría visto una gran serpiente tendida a lo largo de ella y esa visión enfrió
los ardores amorosos del joven esposo, que descubría un rival celeste el mismo
día de sus bodas, o el día siguiente.
Así
pues, Filipo envió a uno de los suyos, un tal Querón, a Delfos, a preguntar al
oráculo sobre el significado de esa historia de la serpiente metida en la cama
con Olimpia, y sobre lo que él debía hacer. Los sacerdotes de Apolo le
respondieron que debía ofrecer cuanto antes un sacrificio a Zeus-Amón, y
reverenciar a ese dios por encima de todos los demás; añadieron que sería castigado
por haber puesto los ojos —de hecho un solo ojo, por la rendija de la puerta—
en la intimidad de Olimpia y de Zeus-Amón. Y esta historia, que nosotros
evidentemente juzgamos rocambolesca, se convirtió en Pela en la verdad oficial:
el hijo que iba a nacer no era hijo de Filipo, sino de Zeus-Amón.
Unos
nueve meses más tarde, Olimpia daba a luz un hijo. Se cuenta que, durante el
tiempo que duró el parto, dos águilas permanecieron encaramadas sobre el techo
del palacio de Pela, presagio que anunciaba, según dirán más tarde, que el niño
reinaría un día sobre dos imperios.
En
el destino de un ser humano no hay nada más importante que las leyendas que han
acunado su más tierna infancia, por más inteligente que se vuelva. Todas ellas
participan de la nebulosa que constituye su inconsciente, que determina en
parte su personalidad futura. Este fue el caso —y los historiadores quizá no lo
han subrayado bastante salvo Arthur Weigall, en su Alejandro Magno— del hijo de
Filipo II: fue educado en la creencia de que era hijo del más grande de los
dioses, un dios doble, egipcio-griego; que era más que un hijo de Zeus, lo que
implicaban la genealogía legendaria de su padre y la de su madre, porque
también era hijo del Amón egipcio, lo que le daba una superioridad indiscutible
sobre todos los reyes, griegos o persas, de la historia, e incluso sobre su
padre, que sólo podía invocar a Zeus como antepasado mítico.
No
obstante, podría observarse que la sangre que corría por las venas de Alejandro
estaba lejos de ser sangre griega. En nuestros días, semejante observación no
sólo carece de interés, sino que además es odiosa; en el mundo griego del siglo
IV a.C, donde la estirpe pura y antigua era signo de nobleza, donde todo lo que
no era griego se consideraba «bárbaro», donde, en el interior de una misma
ciudad, las grandes familias —los eupátridas— estaban en el candelero a menudo,
y a posteriori en los estados oligárquicos o monárquicos, eran puntillosos con
los casamientos de distintas clases. Considérese entonces, desde este punto de
vista, la molesta situación de Alejandro. Su padre, Filipo, es un mestizo
(tiene un padre griego, un argéada puro, y una madre bárbara, la lincéstida
Eurídice, una iliria que ni siquiera sabía leer el griego cuando se casó con
ella), y su madre, Olimpia, es una bárbara de las montañas, epirota. Para los
genealogistas puntillosos, Alejandro sólo es heleno en una cuarta parte de su
herencia; es un obstáculo para un futuro rey del mundo griego, que su padre
Filipo trata de conquistar. Sólo podrá compensarlo recordándose continuamente a
sí mismo que es el hijo místico de Zeus-Amón.
2. Primeros
años
Al
hijo de Zeus-Amón —porque Olimpia estaba segura de que el dios la había
visitado y fecundado durante esa famosa noche prenupcial— le hacía falta una nodriza
de noble cuna. Fue una tal Lanice, que había tenido varios hijos, uno de los
cuales, Proteas, había nacido poco antes que Alejandro y que fue compañero de
juegos de su primera infancia, antes de convertirse más tarde en uno de los
jefes de su caballería y luego de su flota (a él confiará Alejandro la tarea de
consolidar la seguridad en el mar Egeo, cuando en la primavera de 334 a .C. lleve la guerra a
Asia).
Lanice
también tenía un hermano, Kleitos (al que a veces se cita por la traducción
latina de su nombre, Clito), apodado el Negro: buen caballero, arquero experto,
fue el primer héroe del pequeño príncipe de Macedonia, que más tarde lo
convertirá en jefe de su guardia personal (es este Clito al que matará de un
golpe de sansa, la larga lanza de los infantes macedonios, en una crisis de
locura furiosa tras una juerga en Marcanda, la moderna Samarcanda, en el
transcurso de la guerra contra los persas, durante el verano de 328 a.C).
Durante
los dos o tres primeros años de la infancia del pequeño Alejandro, Filipo
apenas apareció por Pela. Ni la reina ni su hijo formaban parte de sus
preocupaciones. Todos sus cuidados iban dirigidos hacia su nuevo ejército, con
el que esperaba agrandar su reino.
El año anterior al nacimiento de su heredero
había conquistado Anfípolis, a la que generosamente dejó su autonomía, aunque
instalando en ella una fuerte guarnición; en los primeros meses del año 356 a .C, había tomado Pidna
y, en julio, Potidea (destruyó la ciudad y dio su territorio a Olinto, su
aliado frente a Atenas). Luego se había dirigido a Tracia, mientras que su
mejor general, Parmenión, había vencido a los ilirios. Desde sus recientes
conquistas, su reino, cuya superficie se estima en 28.000 km2 (la de la actual
Bretaña), era más vasto que cualquier otro estado griego (el más grande después
del estado macedonio era Tesalia, con 15.000 km2); era también el más poblado,
vivían en él entre 600.000 y 800.000 macedonios, 200.000 de ellos hombres
libres y 80.000 «señores», grandes propietarios en condiciones de equiparse por
su cuenta para la guerra. El rey de Macedonia se había convertido en el
soberano más poderoso de los Balcanes: sólo había un estado griego en
condiciones de rivalizar con él, Atenas, cuya poderosa flota estaba intacta y
gozaba de un floreciente comercio.
En
julio del año 355 a.C. Alejandro entró en el segundo año de su vida. Empezaba a
parlotear, pero todavía no hablaba y, como nunca había estado en presencia de
su padre, que se dedicaba a guerrear en los confines septentrionales de
Macedonia, no sabía decir «papá». Su entorno afectivo estaba totalmente colmado
por el amor casi místico que por él sentía su madre: ¿no era, en el pensamiento
de esta antigua bacante, fruto de sus amores con Zeus-Amón? Poco después de
julio del año 354 a.C, llegó a Pela la noticia de que Filipo había tomado la
ciudad de Metone, una colonia ateniense en la orilla occidental del golfo de
Salónica, tras un asedio que había durado un año, y que había perdido un ojo en
el curso de un enfrentamiento. Olimpia se conmovió sin duda al saberlo, pero no
por inquietud conyugal: la predicción del oráculo de Delfos se había cumplido y
aquel ojo perdido era el castigo infligido por Zeus-Amón a Filipo, culpable de
haber observado por la rendija de una puerta los retozos amorosos del rey de
los dioses con ella. Podemos imaginar fácilmente las ideas que surgieron en la
mente de esta reina, que desde su más tierna edad vivía en una atmósfera de
supersticiones y fanatismo: si Filipo era castigado, había sido desde luego
Zeus-Amón, y no una vulgar serpiente, el que había compartido su cama la noche
en que Alejandro había sido concebido.
Es
posible que Filipo, después de haber tomado Metone, haya ido a reponerse de sus
heridas a Pela y que haya sido recibido por Olimpia en cama, porque los autores
antiguos cuentan que unos meses más tarde la reina de Macedonia trajo al mundo
una niña, que fue llamada Cleopatra, y cuyo padre fue sin duda Filipo de
Macedonia: Alejandro Magno acababa de tener una hermanita.
Luego
las relaciones conyugales entre Filipo y Olimpia se simplificaron. Esta última
se retiró a su papel altivo de esposa del dios Zeus-Amón y de madre del hijo de
ese dios: nunca se preocupó de las numerosas amantes que pasaban entre los
brazos de Filipo. En cambio, en la medida en que creía cada vez más en el
destino sobrehumano que esperaba a Alejandro, hijo del rey de los dioses, se
volvió verosímilmente una madre exigente, severa, devoradora: para ella no se
trataba de que, al crecer el pequeño príncipe, se volviese semejante al turbulento
personaje que era su padre, tan violento como impulsivo en sus inclinaciones y
sus actos.
En
353 a.C. el rey de Macedonia, tuerto pero descansado, vuelve a ponerse en
marcha. Reanudando su plan en el punto en que lo había dejado, en Metone, Pidna
y Anfípolis se apodera de las restantes colonias atenienses de Tracia (y de sus
minas de oro vecinas), a saber, Abdera y Maronea. Mientras tanto, Alejandro
salía de la primera infancia, y cuando su madre celebró su sexto aniversario,
su padre —treinta y dos años, tuerto y barbado—, prosiguiendo su marcha
victoriosa hacia el este, franqueaba sin duda el río Hebro: el rey macedonio
había llegado a unos cincuenta kilómetros del Helesponto, que lo separaba del
territorio persa.
El
día en que cumplió siete años, Alejandro fue separado de su nodriza, como era
la costumbre, y confiado a un paidagogos, un «pedagogo», que debía enseñarle a
leer y escribir, pero también la epopeya de los helenos, tal como la había
contado Homero. Se llamaba Lisímaco: por broma, tomó la costumbre de llamar a
su joven alumno «Aquiles» y a su padre el rey «Peleo» (nombre del padre de Aquiles
en los poemas homéricos). Este Lisímaco gustaba más bien poco a Olimpia, que le
puso bajo control de otro maestro, Leónidas, oriundo como ella de Epiro, personaje
rígido y severo que creía en las virtudes del esfuerzo, de las privaciones y la
moderación. Partidario de una educación «dura», llegaba incluso a abrir los
arcones de vestimenta y trajes del joven príncipe para comprobar que no
contenían adornos y ropas superfluas, y prohibía al joven comer el rico
alimento que preparaban los cocineros de palacio.
Leónidas
lo vigilaba todo, hasta los comportamientos religiosos de su alumno, como se
deduce de una anécdota contada por Plutarco. Un día en que el pequeño Alejandro
asistía a una ceremonia sagrada, y cuando se divertía arrojando
desconsideradamente cantidades de incienso al fuego del sacrificio, el severo
Leónidas le reprendió con su gruesa voz reprochándole su derroche, y el futuro
conquistador del mundo aprendió la lección. Las anécdotas de este género no
deben tomarse a la ligera; el hecho de que hayan sobrevivido los cuatro siglos
que separan la época de Filipo y de Olimpia de aquella en que Plutarco
escribía, resulta significativo: si fuesen anodinas, habrían desaparecido de la
memoria de los comentaristas y los historiadores intermediarios.
Pero
¿qué pueden significar?
Hay
en efecto dos maneras de contar la vida de un personaje del pasado. La primera
es proceder como hace Diodoro de Sicilia, yuxtaponiendo, en orden cronológico y
sin comentarios, los acontecimientos de su existencia, como anuncia él mismo al
principio del libro XVII de su Biblioteca
histórica:
En
este libro, empezaremos nuestro relato continuo de los hechos con el
advenimiento de Alejandro, que tendrá por contenido las acciones de este rey
hasta su muerte. Le añadiremos lo que pasó en las regiones conocidas del mundo
habitado durante el mismo período.
DIODORO,
I, 2.
La
otra forma de aproximación consiste en inspirarse en el ejemplo de Plutarco,
que ante todo se interesa por el personaje al margen de sus acciones, aunque
sean gloriosas, porque escribe como moralista más que como historiador, como él
mismo dice en el preámbulo de su Vida de Alejandro:
Es
preciso que los lectores recuerden que no he aprendido a escribir de las
historias, sino sólo de las vidas; y las hazañas más altas y gloriosas no
siempre son las que mejor muestran el vicio o la virtud del hombre; sino que
muchas veces una cosa ligera, una palabra o un juego, saca a la luz el carácter
de los personajes mucho mejor de lo que lo haría el relato de derrotas en las
que hayan perecido diez mil hombres, o de grandes batallas, o de conquistas de
ciudades mediante asedio o asalto...
PLUTARCO, Vida de Alejandro, I.
Examinemos,
pues, esas migajas de información relativas a la primera infancia del
Conquistador, que apasionan mucho a Plutarco y que Diodoro de Sicilia ni
siquiera menciona. Lo que nos sugieren es la omnipresencia de su madre y la
huella que sobre su carácter debió de dejar esa presencia, en contraste con la
omniausencia de su padre.
Ahora
bien, hace mucho que el psicoanálisis primero, y la psicología infantil
después, han remitido a ese esquema las conductas excesivas que se encuentran
en ciertos niños o adolescentes, como la agresividad, la timidez llamada
«enfermiza», el autocastigo, las conductas de éxito o fracaso, conductas que
tendremos ocasión de encontrar en la corta vida de Alejandro (su etilismo, sus
crisis de cólera que llegaban hasta el asesinato, sus caprichos, etc.). Si
añadimos a esa inicial deficiencia paterna el hecho de que creció oyendo
repetir continuamente a su madre que era hijo de Zeus-Amón, hay un fondo de
complejos en potencia que son suficientes para explicar las asperezas e
irracionalidades de su biografía.
En
349 a .C.
Filipo, que ya había conquistado buen número de colonias griegas de Calcídica y
de Tracia, decidió que era el momento de rematar su plan de conquista de los
territorios griegos (atenienses) del norte, apoderándose de toda la península Calcídica,
que se extendía hacia el mar Egeo como una prolongación de Macedonia, entre las
desembocaduras de los ríos Axios y Estrimón. Así pues, atacó la principal
colonia ateniense de la región, la ciudad de Olinto, antigua aliada suya, con
el pretexto de que sus dos hermanastros, que habían intrigado contra él en
Pela, se habían refugiado en esa ciudad. No fue asunto fácil, porque Olinto
había conseguido una promesa de ayuda militar del gobierno ateniense y, en
espera del cumplimiento de esa promesa, resistía frente a los macedonios con la
energía de la desesperación. Atenas cumplió su promesa, pero no se comprometió
a fondo en la lucha y Olinto cayó en agosto del año 348 a .C, después de que
Filipo hubiese comprado a sus defensores con el oro de las minas del monte
Pangeo. El macedonio mandó ejecutar a sus dos enemigos que se habían refugiado
allí, la ciudad fue arrasada de arriba abajo y sus habitantes, vendidos unos
como esclavos u obligados a trabajos forzados en los dominios de Filipo, otros
deportados a lejanas colonias atenienses: sólo un pequeño número pudo escapar y
refugiarse en Atenas. Una buena parte de la Calcídica fue dividida
en dominios que se repartieron, con sus poblaciones sometidas, entre los
grandes señores de Macedonia: Filipo inauguraba así una especie de sistema
feudal, que volveremos a encontrar, con otras finalidades y a propósito de
territorios mucho mayores (y además con la caballería), en la Europa franca de la Edad Media.
La
caída de Olinto entrañó la de las restantes ciudades «olintias» de la
península. Según Demóstenes, treinta y dos ciudades de Calcídica dejaron de
existir o perdieron al menos su autonomía; fueron anexionadas a Macedonia y sus
caballerías incorporadas al ejército macedonio. Filipo también hizo saber a los
arcontes y los estrategos atenienses que no tenía la intención de llevar la
guerra al Ática: su único objetivo, les dijo, era ser amo en su casa, tanto en
sus montañas de Macedonia como en las costas de Tracia y Calcídica que eran su
prolongación natural. Una vez alcanzado ese objetivo, ya no se oponía a la
firma de un tratado de paz.
Así
pues, Atenas envió a Pela una embajada de diez miembros, entre los que
figuraban tanto partidarios del acuerdo con Macedonia, como Eubulo y Esquines,
como partidarios de la resistencia a las empresas de Filipo y a la guerra, como
Demóstenes. Filipo hizo a los embajadores una espléndida recepción; luego, uno
tras otro, los atenienses expusieron sus puntos de vista, salvo Demóstenes, a
quien una especie de crisis de nervios impidió hablar. El rey de Macedonia les
declaró que no haría ninguna concesión respecto a Anfipolis y Potidea, pero que
estaba dispuesto a considerar un acuerdo de alianza con el Ática.
Los embajadores regresaron a Atenas con estos
mensajes de paz, acompañados por dos delegados macedonios, Antípater y el
general Parmenión. Se discutieron las propuestas del rey y, a pesar de las
objeciones de Demóstenes, fue el partido de la paz (Eubulo y Esquines) el que
terminó venciendo. El texto sometido por Filipo fue aprobado mediante la boulé,
luego propuesto el 16 de abril a la ekklesia, que lo adoptó tras una tormentosa
sesión. El tratado preveía que los dos estados conservarían lo que poseyesen en
el momento de la ratificación (en lenguaje claro: Macedonia conservaba Potidea,
Anfipolis y la Calcídica ),
y se comprometían a asegurar de manera conjunta la libertad de los mares y del
comercio, reprimiendo la piratería en el mar Egeo. Cinco días más tarde, los
gobernantes atenienses, en nombre de los ciudadanos de Atenas, juraban respetar
este tratado en presencia de los dos delegados del rey de Macedonia.
Los
embajadores sólo tenían que volver a partir hacia Pela, a fin de recibir en la
capital macedonia el juramento de Filipo. Pero perdieron algo de tiempo y se
demoraron en el camino; mientras tanto, el rey, que aún no había jurado nada,
aprovechó esa demora para rematar la conquista de Tracia hasta la península de
Quersoneso, que bordea el estrecho del Helesponto. La delegación ateniense
llegó a Pela a principios de julio, Filipo juró a su vez la paz a los
atenienses y los embajadores regresaron a Atenas, todos muy satisfechos, salvo
Demóstenes, a quien el tratado parecía desventajoso y que se negó a participar
en el banquete ofrecido por la boulé en su honor.
Con
motivo de la segunda embajada ateniense a Pela, Demóstenes habría sido
presentado a Alejandro, que entonces tenía nueve años y que, según dicen, le
recitó algunos versos de Homero. Más tarde, el famoso orador emitirá un juicio
curioso sobre el joven príncipe: un niño pretencioso, dirá, que se las daba de
sabio y pretendía poder contar el número de olas del mar, cuando ni siquiera
era capaz de contar hasta cinco sin equivocarse, y que pasaba el tiempo
examinando por todas partes las entrañas de los animales inmolados en los
sacrificios. Es la única información, parcial y falaz (porque procede del
enemigo por excelencia de los macedonios) con que contamos sobre la primera
infancia de Alejandro. Tiene por lo menos el mérito, debido precisamente a esa
parcialidad maliciosa, de informarnos de que el pequeño príncipe recibía una
esmerada educación, que le gustaba exteriorizar sus pequeños saberes, debido a
la enseñanza de Lisímaco y Leónidas, y que debían de sacrificarse ritualmente
muchos pájaros en el altar del palacio de Pela donde Olimpia (mujer realmente
piadosa hasta la beatería, que se las daba de maga) no dejaba de recordarle
continuamente que era hijo de Zeus-Amón.
Después
de la segunda embajada, los acontecimientos se precipitaron. Filipo, que
consideraba que los tratados estaban hechos para ser violados, volvió a coger
las armas en cuanto los embajadores partieron. En esta ocasión, sus
reivindicaciones apuntaban a la Fócida, a la que sin embargo había prometido
tratar con dulzura.
El
asunto de la Fócida se demoraba desde hacía diez años. Concernía a la ciudad de
Delfos, que era, desde los tiempos más remotos, el lugar religioso por
excelencia de la Hélade. La ciudad debía su nombre y su importancia al dios
Apolo, que antaño habría llegado allí en forma de delfín (delphis, en griego) y
habría arrojado del santuario a la monstruosa serpiente hembra Pitón y a Gea,
la Tierra Madre, que ya estaban allí: desde entonces, el dios hacía oráculos a
través de la voz de la pitia, sentada en un trípode encima de una abertura
dispuesta en el suelo del espacio sagrado y prohibido del templo.
Delfos
estaba situado en el centro de la
Fócida , en la frontera de Beocia y cerca del monte Parnaso,
consagrado a Apolo. Gozaba de una autonomía total, a la vez que era sede de una
confederación religiosa y política —una amphictyonie— que reunía a los doce
pueblos de la Grecia
clásica. Cada uno de ellos estaba representado por un guardián de los lugares
sagrados, un hieromemnon, en un Consejo (el llamado Consejo anfictiónico) de
poderes muy amplios, de acuerdo con una legislación escrita y ratificada por
todos los pueblos miembros.
Pero
en el año 356 a .C,
los principales jefes de los focenses, pueblo que formaba parte de la
anfictionía deifica, habían sido hallados culpables de un sacrilegio (se cree
que habían cultivado en provecho propio tierras prohibidas), siendo condenados
por ello a una fuerte multa por parte del Consejo (abril de 356 a .C); la multa no fue
pagada y el Consejo ordenó la confiscación de los territorios focenses. Esta
decisión bastó para provocar la llamada «guerra sagrada» de los pueblos
miembros de la anfictionía coaligados contra las ciudades de la Fócida : se transformó en
guerra generalizada en la que Atenas, Esparta, Tebas y las demás ciudades intervinieron.
El rey de Macedonia aprovechó la ocasión para intervenir en aquella Grecia
central que tanto codiciaba, se puso de parte de Tebas y el conflicto se
perpetuaba desde hacía diez años.
En
346 a.C, Filipo se sintió con fuerza suficiente para acabar con la Fócida. Nada
más abandonar Pela los embajadores atenienses, felices por haber alejado el
peligro macedonio a cambio de una paz que creían definitiva, Filipo tomó el
camino de Delfos con su ejército el 8 de julio, por Larisa, Feres y el
desfiladero de las Termopilas (ocupada por 4.000 mercenarios focenses a los que
ni siquiera tuvo que combatir: le bastó con comprarlos). Como buen diplomático
de mala fe que era, dirigió una carta de circunstancias a los atenienses,
precisándoles que la Fócida no estaba comprendida en los acuerdos que había
firmado con ellos y que actuaba por cuenta del Consejo anfic-tiónico, incluso
tuvo la osadía de invitarles a enviar un ejército que se uniría al suyo para
castigar a los focenses.
Es
fácil imaginar el efecto que debió de causar esta propuesta en Demóstenes, que
se ahogó de rabia, pero nada podía detener ya el huracán macedonio. En dos
palabras: Fócida había dejado de existir: Filipo se apoderó de sus veintitrés
ciudades fortificadas, abatió sus murallas, demolió las casas y dispersó a sus
habitantes en pequeñas ciudades, cada una de las cuales con un máximo de
cincuenta hogares; sus aliados tebanos hicieron otro tanto con las ciudades de
Beocia que habían roto su alianza con ellos, y el rey de Macedonia realizó una
entrada triunfal en Delfos, en calidad de ejecutor de la sentencia del Consejo.
Él, el «bárbaro» que despreciaban tantos atenienses, se convertía a ojos de
toda Grecia en el restaurador de los antiguos derechos del santuario de Apolo,
y entró con solemnidad en el cerradísimo círculo de jefes de la comunidad
helénica. Los focenses fueron excluidos de la anfictionía y su asiento se
ofreció a Filipo, que tuvo derecho, dado que era rey, a estar representado por
dos hieromemnos a todos los honores y todas las prelaciones. La ciudad sagrada
de Delfos, al tiempo que elevaba una colosal estatua al dios Apolo, erigió una
estatua, dorada a su proxenos («protector») macedonio, sobre el que recayó el
honor insigne de presidir, en el mes de septiembre del año 346 a .C, las Fiestas Píticas.
Todos los estados de la anfictionía deifica estaban representados en ellas,
salvo dos, Esparta y Atenas, que habían comprendido, por utilizar una frase de
Tayllerand a propósito de Napoleón, que aquella gran victoria del macedonio era,
para el mundo griego, el principio del fin.
Sin
embargo, Filipo no se hacía muchas ilusiones sobre los laureles con que le
habían cubierto los griegos. Tampoco se las hacía sobre su capacidad para
unirse entre sí contra la amenaza que constituía el Imperio persa, que se había
vuelto muy poderoso desde que la estrella de un nuevo Gran Rey se había alzado
en Susa, en el año 358 a .C:
la de Artajerjes III, que trataba de resucitar el prestigio persa por la fuerza
y de reconstruir la unidad del antiguo imperio de Darío I, satrapía por
satrapía. Si un día ese monarca se volvía lo bastante poderoso para romper la
paz de Calías que su antepasado Artajerjes I había firmado con Atenas en 449 a .C. y para imponer a los
helenos una tercera guerra Médica, Filipo no se hacía muchas ilusiones sobre el
destino de aquellos aliados griegos incapaces de poner freno a sus querellas.
En
cuanto al estado macedonio, desde que se había incrementado con Calcídica,
Tracia, y —después de la guerra sagrada— Tesalia, representaba un bloque
compacto y extenso, bien protegido por las montañas que lo circundaban por el
este (las montañas de Tracia) y por el sur (el macizo del Pindó y sus
prolongaciones hacia Fócida y Beocia). Para convertirlo en un bastión
inexpugnable, Filipo debía asegurar todavía su dominio sobre los epirotas y los
ilirios, hasta las riberas albanesas del Adriático, y sobre los tesalios: fue
lo que hizo en 345-344 a.C, persiguiendo, en una incursión devastadora, a los
molosos de Epiro y al rey de Iliria hasta el mar (en esta campaña recibió una
herida grave en el brazo), y en 344 a.C, seduciendo a los tesalios, como cuenta
su biógrafo casi contemporáneo Teopompo de Quíos (Historias helénicas):
“Filipo
sabía que los tesalios eran gentes intemperantes y licenciosas en su manera de
vivir, por lo que organizó toda suerte de diversiones, tratando por todos los
medios posibles de hacerse popular entre ellos, danzando con ellos,
entregándose a orgías con ellos y revolcándose con ellos en borracheras y
libertinajes”.Op. cit., VI, 9.
En
ese momento, Alejandro tiene doce años de edad. Ahora es un adolescente de tez
pálida y cabeza inmóvil, inmutablemente inclinada hacia la izquierda (sin duda
debido a una ligera parálisis cervical), con una rojez en la cara. Plutarco nos
cuenta que tenía el aliento dulce, que era impetuoso y violento en sus cóleras,
pero «difícil de emocionar con los placeres del cuerpo». No sentía afición por
las actividades gimnásticas, y no le gustaba el boxeo, ni los combates con
palos, ni el pancracio del que tal vez le hablaba Leónidas, su preceptor. Este
jovencito reservado, demasiado serio para su edad —como denotaba la maliciosa
observación hecha por Demóstenes durante su estancia en Pela—, que por su
cortesía y su conversación encantaba a los visitantes que acudían al palacio
real de Pela en ausencia de su padre, que tocaba con delicadeza las cuerdas de
su arpa, que hacía apasionadas preguntas a los viajeros sobre los países que
habían atravesado, parecía ser un dulce soñador. Pero este soñador tenía
ambiciones, porque en palacio no se hablaba más que de batallas ganadas o de
provincias conquistadas, y cada vez que en Pela se anunciaba una nueva victoria
de Filipo, decía a sus compañeros de juego: «Mi padre tomará todo, y no me
dejará nada bello y magnífico que hacer y que conquistar con vosotros.»
Un
día, un tratante de caballos, un tal Filonico, oriundo de Tesalia, llevó al rey
Filipo, para vendérselo, un caballo llamado Bucéfalo, que en griego significa
«Cabeza de buey»: quería trece talentos (una suma enorme, equivalente a más de
veinticinco millones de nuestras pesetas actuales). Era un corcel negro, con
una mancha blanca sobre la frente y, en el costado, una marca con forma de
cabeza de buey (al menos, según los cuentistas medievales...): Plutarco no
menciona estos detalles en la anécdota que cuenta sobre él:
Ellos
[Filipo y el tratante] bajaron al llano en una bella carrera para probarlo. El
animal resultó tan repropio y feroz que los escuderos decían que nunca podría
sacarse nada de él, porque no soportaba la monta, ni la voz ni la palabra de
los señores que estaban alrededor de Filipo: se encabritaba ante ellos, hasta
el punto de que Filipo se desinteresó y ordenó que se llevasen a aquel animal
viciado y salvaje, sin ninguna utilidad. Es lo que habrían hecho los escuderos
si Alejandro, que estaba presente, no hubiese dicho: « ¡Dioses! ¡Qué caballo
pierden, por no saber utilizarlo, por falta de habilidad o de valor!» Cuando
Filipo oyó estas palabras, no hizo al principio nada, pero cuando Alejandro se
iba, repitiéndolas entre dientes en varias ocasiones, demostrando que estaba
muy decepcionado y despechado de que no comprasen el caballo, le dijo
finalmente: «Criticas a gentes de más edad que tú y que tienen más experiencia
que tú, como si supieses más que ellos y como si supieses mejor que ellos lo
que había que hacer para montar y guiar un caballo.» Alejandro respondió a su
padre: «Por lo menos, lo guiaría mejor de lo que ellos hacen.» Filipo replicó:
«Y si no lo consigues, ¿qué multa propones pagar como precio de tu temeridad?»
A lo que Alejandro respondió: «Tanto como valga el caballo.» Todos se echaron a
reír ante aquella réplica y ése fue el envite de la apuesta entre padre e hijo.
Alejandro
corrió pues hacia el animal, lo tomó de la brida y le volvió la cabeza hacia el
sol, tras haberse dado cuenta, en mi opinión, de que al caballo lo asustaba su
sombra, que caía y se movía delante de él a medida que se agitaba. Luego
Alejandro, acariciándole un poco con la voz y con la mano, mientras lo vio
resoplando y soplando de cólera, dejó por último deslizar suavemente su clámide
al suelo y, con un ligero salto, se lanzó sobre su lomo sin ningún peligro, y
manteniéndolo un poco rígida la brida sin pegarle ni forzarle, terminó por
dominarlo; luego, cuando vio que su montura había soltado todo su fuego de
despecho y no pedía otra cosa que correr, tascó las riendas, ordenándole con
una voz más áspera que de costumbre y aguijoneándolo con los pies. Desde el
principio Filipo le contemplaba angustiado, temiendo que se hiciese daño aunque
sin decir una palabra; pero cuando le vio volver grupas hábilmente al final de
la carrera y traer el caballo, muy orgulloso de haber vencido, todos los
espectadores expresaron su admiración; en cuanto a su padre, según dicen, las
lágrimas le vinieron a los ojos de alegría, y cuando Alejandro hubo descendido
del caballo, le dijo besándole en la frente: «Oh, hijo mío, tienes que buscar
un reino que sea digno de ti, porque Macedonia no puede bastarte.»
PLUTARCO,
Vida de Alejandro, IX.
A
partir de ese momento, las relaciones entre padre e hijo se transformaron.
Filipo descubrió que el joven príncipe tenía una personalidad fuerte, que no se
conseguiría nada de él forzándole o amenazándole, pero que era sensible a los
argumentos de la razón. Se sintió feliz al darse cuenta de que, a pesar de su
fragilidad aparente, su hijo no carecía de resistencia ni astucia, y que su
paso era sorprendentemente rápido. Pero Alejandro tenía una cosa molesta en sus
relaciones con los adultos: era inclinado a la crítica y, como había observado
Demóstenes, a considerarse más sabio que sus mayores. Por otro lado, el
luchador que era Filipo tenía tendencia a burlarse de la afición de Alejandro
por la poesía o la música (tocaba el arpa) y le hacía rabiar apodándole «el
enamorado de Homero».
El
rey veía en estos aspectos tiernos y un tanto afeminados del carácter de
Alejandro la influencia nefasta de su madre, Olimpia la mística y la
devoradora, y la de Leónidas, el austero preceptor que educaba al príncipe como
a un futuro sacerdote, cuando había que educarlo como a un futuro rey y un
futuro guerrero. Era urgente que las cosas cambiasen y que aquel muchacho de
trece años, que sabía domar un caballo como lo había hecho y discutir con
empecinamiento sobre aquello de lo que estaba seguro, recibiese una verdadera educación
de rey: para ello, le escogió el rey de los educadores en la persona de
Aristóteles.
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