sábado, 23 de diciembre de 2017

Canfora Luciano.-El mundo de Atenas: XXXV. EPÍLOGO. DE LA DEMOCRACIA A LA UTOPÍA


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La democracia y el imperio habían nacido conjuntamente. Tesmístocles, que en Salamina lleva a Atenas a la victoria, engendra a ambas a la vez; su intuición de proveer inmediatamente a la ciudad de un poderoso sistema de murallas, superando con engaños la resistencia y la oposición espartana, sella, con el necesario instrumento defensivo, la victoria conseguida y sienta las bases para el futuro conflicto con Esparta. Esas murallas constituyen el baluarte tanto de la democracia como del imperio, y formalizan la ruptura de los equilibrios centrados hasta entonces en la indiscutida hegemonía espartana sobre el conjunto del mundo griego. Por otra parte, la pretensión espartana de impedir a una ciudad, Atenas, proveerse de murallas denota de por sí que de facto el predominio de Esparta interfería incluso en la vida interna de las otras comunidades. El conflicto duraba desde el principio. Es una mera formalidad limitar el periodo de guerra a los últimos treinta años del siglo V: en un crescendo, ese conflicto tiene inicio con el nacimiento mismo de las murallas. Las murallas serán, en el momento de la capitulación de Atenas (404), el principal objetivo de los vencedores y el objeto de una desesperada y vana defensa por parte de los vencidos. El renacimiento de esas murallas en 394 signará el nuevo principio de una segunda aventura imperial, menos duradera aunque no poco fecunda.
Imperio y democracia, por tanto, actúan conjuntamente: es el imperio el que permite al demo participar de sustanciales beneficios materiales. El pueblo —deplora Platón— ya ha «bebido vino no mezclado» (República, 562c-d) y por eso, ya liberado y sin frenos, «salta a Eubea y se lanza a las islas» según la dura denuncia de un cómico que podría ser Teléclides.[1111] Critias, en la Athenaion Politeia, lo dice claramente, y por eso, cuando estuvo en el poder, hizo girar el bema, la rudimentaria tribuna desde la que los oradores hablaban al pueblo reunido sobre la Pnyx, «para que no miraran el mar» mientras hablaban al pueblo.[1112] La democracia funciona porque «se reparte el botín», es decir, las ganancias imperiales. Terminado el imperio, los conflictos sociales se vuelven endémicos, y se perfila en el horizonte —en las escuelas de filosofía tanto como en la escena teatral— la utopía social.

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Podría afirmarse que toda la obra de Platón, allí donde se enfrenta directamente con el problema político (la República es el documento más importante pero en absoluto el único), presupone que el imperio ya no existe y que el conflicto social no conoce techo y alcanza cimas de aspereza; allí la necesidad de encontrar una solución completamente nueva, más profunda, del problema político se anuda inextricablemente con la conflictividad social. Llevando al extremo la cuestión, Aristóteles, en los libros III y IV de la Política, llega a la completa identificación entre formas políticas y grupos sociales y formula la identificación completa democracia = dominio (gobierno) de los pobres versus oligarquía = dominio (gobierno) de los ricos, con independencia de la consistencia numérica de los dos grupos contrapuestos.[1113]
En la República, frente a un cuadro de conflictos políticos-sociales irresolubles y violentos, Platón propone un gobierno confiado a una élite seleccionada mediante la experiencia filosófica de la búsqueda del sumo bien y desvinculada de la empírica búsqueda de la riqueza; ello mediante la solución comunista de la abolición de la propiedad (es decir, de la herencia de los bienes y de la plutocracia). Tal es la respuesta al problema insoluble de una convivencia constantemente amenazada por el conflicto. No se nos escapa que tal construcción, cuando se ha puesto en práctica, ha terminado siempre por parecerse inevitablemente a la estructura piramidal del modelo espartano. Pero el punto fuerte y el elemento de radical novedad de esta utopía radica precisamente en la compleja característica de los «filósofos-gobernantes», que no puede reducirse a una variante intelectualizada de la gerusía espartana.
Resulta vano polemizar acerca de la fiabilidad de los datos, a favor o en contra de la hipótesis de que existe un nexo entre la República de Platón (que contempla el hecho de que las mujeres sean comunes —es decir, que ninguna mujer habitará permanentemente con un hombre en particular— como una de las características «comunistas» de la élite dirigente) y La asamblea de las mujeres de Aristófanes (392 a. C.), donde ese motivo es insistente y obsesivamente llevado hasta la burla. Imaginar que Aristófanes pretendiera burlarse de la propuesta platónica implicaría aceptar una cronología muy —incluso demasiado— alta de la República (o al menos de parte de ella). La hipótesis opuesta, es decir, que Platón se inspirara en la comedia de Aristófanes, suscitó el rechazo indignado de Wilamowitz («me avergüenzo de tener que desperdiciar una palabra acerca de esta locura, etc.»).[1114] Es preferible pensar que los motivos de la utopía social, los motivos comunistas, tenían su propia circulación. Así, por un lado no es osado pensar que, junto a tantos otros elementos, constituyan el trasfondo de la visión platónica, tal como viene propuesta en la República; y, por otra parte, es necesario pensar que sólo la circulación de motivos de este tipo explica la decisión de Aristófanes de hacer de ella el objeto de una sátira feroz. Esta comedia sólo pudo plasmarse y ser eventualmente apreciada por el público si las propuestas y «programas» de este tipo eran ya conocidos, es decir, si habían entrado en circulación; gracias, también —se puede suponer—, a actitudes filosófico-políticas determinadas por la diáspora del socratismo.
Programas «utópicos» y empobrecimiento de las clases más desfavorecidas suelen ir de la mano. Es de por sí significativo que el último Aristófanes que conocemos —La asamblea de las mujeres y Pluto— tenga que ver, de una u otra manera, con el problema de la justicia social, ya sea en la forma grotesca de La asamblea de las mujeres (escarnio de las instancias de igualdad coactivas) o en la forma, esta vez no escarnecedora sino comprensiva, que Pluto (388 a. C.) pone en escena, otorgándole el lugar central, precisamente, al problema de la pobreza. Una se cierra sin posible salvación, con la vulgaridad extrema de la escena de la comida común a la que acuden toda clase de oportunistas (incluso los menos persuadidos por la nueva moral social) al grito de «¡La república nos llama!»; la otra concluye en cambio con la recuperación de la vista por parte del Plutos (la riqueza) y con el retorno de una precaria prosperidad.[1115]

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Aproximadamente por los mismos años, Falea de Calcedonia formulaba sus programas igualitarios de saneamiento de la vida ciudadana como «único remedio posible a las revoluciones», suscitadas precisamente por la desigualdad de las fortunas. Lo único que sabemos de él se lo debemos a una paráfrasis nada ecuánime que Aristóteles hace de su pensamiento.[1116] No es fácil, por ejemplo, comprender a quién se dirigía Falea y si pretendía proponer una fórmula válida para todas las comunidades. Sin duda su escrito político debió tener resonancia dado que Aristóteles le dedica una tan minuciosa confutación.
La expresión adoptada por Aristóteles (τοῦτ᾿εἰσήνεγκε) puede significar tanto que hizo tales propuestas como que introdujo tales reformas. Los intérpretes discrepan acerca de este punto,[1117] pero parece más razonable la segunda interpretación: probablemente Falea escribió una Politeia en la que proponía «que la propiedad fuera equitativa entre los ciudadanos» y, teniendo en cuenta la dificultad de la igualación de las riquezas en una comunidad ya estructurada, con inspiración gradualista, propuso diversas fórmulas (por ejemplo, en relación con el mecanismo de la «dote» en caso de matrimonio entre ricos y pobres) y sobre todo lanzó la idea de «nacionalizar» a los artesanos reduciéndolos a la condición de «funcionarios públicos».[1118] Se ha discutido acerca de estas informaciones. También aquí Aristóteles constituye la única fuente, y tiene en este caso (mucho más que cuando se esfuerza en demoler las teorías políticas de Platón) la mala costumbre de aplastar con sus propias críticas el pensamiento que está criticando. Por eso se vuelve arduo el esfuerzo de comprender qué es lo que efectivamente Falea pretendía decir con demosioi, en caso de que en verdad haya utilizado ese término.
De modo que la interpretación prevaleciente («esclavos públicos»)[1119] no resulta satisfactoria. En rigor, demosios significa «que se debe al Estado» (público dependiente).[1120] Es preferible pensar que Falea sugiriera una «estatización» de todas las actividades artesanales: en sustancia, el monopolio estatal de la producción de los bienes y la regulación oficial de este sector.
Un brillante polígrafo francés, que a principios de los años treinta publicó un laborioso ensayo sobre los «orígenes» judíos, cristianos y clásicos del comunismo, Gérard Walter, aportó buenos argumentos para sostener la interpretación, que parece la más precisa,[1121] de un «monopolio estatal de la industria». Más allá de todo, no se ha dicho que la frase completa con que Aristóteles resume el proyecto reformador de Falea («y que los artesanos no constituyeran un complemento [πλήρωμα] de la ciudad») signifique la exclusión de los artesanos del cuerpo cívico: podría significar todo lo contrario.[1122] Walter recurre a una analogía histórica sugestiva. Se puede pensar —observa— que Falea proyectase un «poder ilimitado del Estado sobre todos aquellos que practicaban los oficios manuales»: éstos no se beneficiarían del nuevo orden como sí lo harían en cambio los pequeños propietarios (beneficiarios de la prevista igualación de la propiedad). «La situación imaginada por Falea», comenta Walter, «recuerda mucho los resultados obtenidos en Rusia en 1917 por la política agraria del gobierno; ésta aportó beneficios efectivos a los campesinos pobres pero no modificó en nada la penosa situación de la clase obrera urbana, sometida a jornadas de trabajo sobrehumanas.»[1123]
Una lectura del todo distinta de las reformas proyectadas por Falea ve en él un exponente de la reacción aristocrático-dórica frente al regreso de la democracia de tipo ateniense, primero en Bizancio y más tarde en la propia Calcedonia, tras el colapso de la flota espartana en Cnido (394 a. C.). Teopompo se refiere a ello en las Filípicas con un arresto de espanto.[1124] La respuesta de Falea no sería entonces distinta de la que se encierra en el proyecto platónico que condenaba a los banausoi, es decir, a los trabajadores manuales, a una absoluta marginalidad y a una condición subalterna. Esta interpretación también es compatible con las escasas e incompletas noticias que aporta Aristóteles. Muchos la comparten: desde Hermann Henkel[1125] a Robert Pöhlmann;[1126] de Newman[1127] a Guthrie.[1128] Pero esa posición ha llevado a construir fuertes analogías con las luchas sociales y la ingeniería social de los modernos. Al preparar la nueva edición del gran libro de Pöhlmann, en la década de 1920, Friedrich Oertel añade un párrafo en el capítulo sobre Falea, en el que viene a decir que Falea, precisamente por las condiciones de «objetos en manos del Estado» a las que pretendía reducir a los productores (los technitai), anticipaba la socialdemocracia moderna.[1129] Curiosa toma de partido —que se escora hacia conclusiones análogas a las de G. Walter— en años de encarnizada contraposición entre socialdemocracia y sovietismo. Pero para entender mejor la fuerza, en aquellas décadas, de la sugestión analógica con los incandescentes conflictos sociales del mundo baste recordar el intento wilamowitziano de relacionar la ingeniería social proyectada por Platón en la República con una «auténtica» y no demagógica socialdemocracia.[1130]

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Las afinidades entre el proyecto de Falea y la ingeniería social platónica, probablemente contemporáneas —Aristóteles las critica con dureza en el mismo contexto del libro II de la Política—, han sido varias veces destacadas por los modernos. El precioso testimonio de Teopompo en el libro VIII de las Historias filípicas ayuda a encuadrar concretamente estos proyectos palingenésicos. No se nos puede escapar el hecho de que ambos nacen cuando la conflictividad social, tanto en Atenas como en las ciudades del estrecho (Calcedonia en particular, de acuerdo con lo que nos refiere Teopompo), se había agudizado: en Atenas, por el «regreso del demo», tras la guerra civil, en una ciudad degradada al rango de exgran potencia, privada ya del imperio, que había sido fuente de bienestar para todas las clases y ahora se veía obligada a contar sólo con sus propios recursos; en Calcedonia, en el momento en que, después de Cnido, las masas de desposeídos volvían a contar y a pretender su propia parte de la riqueza.
Un programa en ciertos aspectos afín al de Faleas, en cuanto a la «nacionalización» de los artesanos, es el que traza Jenofonte, para Atenas, en el opúsculo De los ingresos públicos (Πόροι). También aquí se trata de una reforma «desde lo alto», pensada «en el escritorio», que apunta al uso racional y socialmente «optimizado» de la masa de esclavos, a partir de un recurso que otros no poseen: las minas de plata de Laurión.

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No era la primera vez que Jenofonte se empeñaba en la reflexión sobre el mejor ordenamiento social. Durante la mayor parte de su vida había permanecido firme en la convicción de la superioridad de la eunomia espartana sobre cualquier otra forma de ordenamiento político y social. Por otra parte, había armonizado su forma de vida con esas convicciones. Si hasta las guerras persas Esparta había sido indiscutiblemente la gran potencia, además del modelo de comunidad centrada en el ejército de tierra y en la identidad ciudadana-guerrera (aún semejante en la Atenas de Milcíades), con la irrupción de la flota ateniense y del imperio, y por tanto de la democracia, ese cosmos espartanocéntrico se había quebrado. Se había hundido y había producido una secuela de guerras y conflictos, hasta llegar al interminable y cruel de la catástrofe final. Todo ello le había parecido a muchos, y a Jenofonte in primis, una confirmación de la gravedad del error de partida: haberse alejado de la eunomia. El «credo» jenofónteo de estos años, culminado con su participación directa en la guerra civil en el bando oligárquico, está contenido, y retrospectivamente reafirmado, en su Constitución de los espartanos. En Esparta —observa está prohibido poseer oro y el valor principal es la obediencia a los magistrados: incluso los poderosos se adecuan a esas normas (cap. 8).
El caso de Jenofonte es extremo. Todo el opúsculo tiene un tono de completa adhesión a los ordenamientos y el estilo vigentes en Esparta. Hacia el final, contiene una página[1131] en la que los espartanos «de nuestro tiempo» (pero no sabemos exactamente cuándo escribió esas palabras Jenofonte) son reconvenidos por haberse alejado, en la práctica, de los sanos dictámenes de Licurgo. Bien mirado, Jenofonte es el único ateniense hostil al ordenamiento democrático de su ciudad que hizo converger la admiración por Esparta y por el cosmos espartano —difundido en todo el ambiente socrático— con la decisión de marcharse a vivir a Esparta. También Alcibíades, tras haber roto con la democracia ateniense, después de intentar dirigirla a la manera de su pariente Pericles, se había ido a vivir a Esparta y había adoptado los comportamientos más duros de esa sociedad (incluso el corte drástico del pelo y la «sopa negra»), aunque no la soportó por mucho tiempo. Sócrates, a quien todos ellos habían frecuentado y que era él mismo un admirador de Esparta,[1132] cuando se encontró bajo el gobierno de Critias con la pretensión de instaurar en el Ática un régimen modelado sobre Esparta, desobedeció, poniendo en peligro su vida. Critias, que encontraba «bella» la constitución espartana,[1133] murió combatiendo contra un improvisado ejército de irregulares que intentaba derrocar el nuevo gobierno para restaurar el antiguo régimen.
Jenofonte militó bajo Critias en la guerra civil: él sí obedeció al gobierno. En su «diario», aunque escrito tiempo después de romper con Critias, mantuvo firme su convicción acerca de la superioridad del ordenamiento espartano sobre cualquier otro. El opúsculo es una declaración inequívoca acerca de su credo político. Tanto más clara cuanto que le reprocha a los espartanos de los tiempos recientes haber degenerado ese modelo. En el opúsculo exalta precisamente el valor de la obediencia a ese tipo de gobierno. Se vuelve polémico, y abiertamente se refiere a Atenas, cuando escribe, en ese mismo contexto: «En cambio en las otras ciudades los ciudadanos más poderosos no quieren dar la impresión de temer a los magistrados, considerando que tal comportamiento sería indigno de hombres libres».
Escribe en ático, en un límpido y ejemplar dialecto ático, considerado así ya por los antiguos. Entonces, ¿para quién escribe esa reivindicación sin grietas de la superioridad del ordenamiento espartano? No sin duda para los propios espartanos, cuya élite dirigente no tenía necesidad de ser persuadida de su propia superioridad (y que en todo caso no se dejaría amonestar por un exiliado para «volver a lo antiguo»). Escribe acaso para un público panhelénico, pero en primer lugar quiere dar lecciones a quien lo ha exiliado, a sus conciudadanos entregados al viejo sistema, desgarrado una vez más por la eterna tensión entre las aspiraciones populares y las ambiciones de sus líderes, con el habitual condimento de corrupción política, avidez y excesos judiciales. Ese opúsculo es también, y acaso sobre todo, una implícita reivindicación del acierto de sus propias decisiones.

 6

Sin embargo, en un determinado momento, Jenofonte escribe otro opúsculo, dirigido a sus conciudadanos: los Poroi (De los ingresos públicos). Esta vez sus únicos destinatarios son los atenienses, y presenta un proyecto de reforma económica con pretensiones casi palingenésicas si no utopistas.
¿Qué sucedió mientras tanto? ¿Qué hay en la base de este cambio? Para tratar de comprender las razones del cambio de actitud de un personaje clave como Jenofonte es necesario remontarse algunas décadas atrás y considerar, desde el punto de vista de los equilibrios sociales, la Atenas del siglo IV, la Atenas sin imperio.
El grado de tensión del conflicto social tras la restauración democrática queda bien representado por ese fragmento de oratoria que Dionisio de Halicarnaso incluyó en su selección de Lisias.[1134] Dionisio, que disponía del discurso entero del que selecciona esos fragmentos, comenta que esas alarmantes propuestas de limitación del derecho de ciudadanía nacían en un clima en el que, apenas restaurada la democracia, ya se temía que «el pueblo volviese a su antiguo carácter licencioso». El cuadro que traza Aristóteles, complacido, en la Constitución de los atenienses, acerca de la dureza con la que los moderados al estilo de Arquino debieron poner freno a los extremistas democráticos al estilo de Trasíbulo (cap. 40) deja entender que el retorno al ordenamiento precedente fue no sólo traumático sino además fuente de diversos conflictos. Es quizá sintomático, para tener una idea de la situación hacia mediados del siglo IV, un pasaje del «Arquidamos» de Isócrates (366 a. C.). Aquí el soberano de Esparta, dirigiéndose a los suyos tras el desastre de Leuctra, dice (es decir, así es como Isócrates lo hace hablar) aproximadamente: hemos sido abatidos como las otras ciudades griegas. Y dibuja este cuadro: «Temen más a sus conciudadanos que a los enemigos externos. En lugar de la antigua concordia se ha llegado a tal nivel de incomprensión recíproca que los ricos están dispuestos a tirar al mar sus riquezas antes que ponerlas a disposición de los indigentes» (§ 67).
En ese momento Jenofonte vive en el Peloponeso, en Élide, aún bajo el ala de sus protectores espartanos; y tiene, sin embargo, ya a la vista este cuadro. Era un golpe muy duro a sus convicciones, si incluso el Peloponeso se parecía ya al resto de Grecia. Poco después, en Mantinea (362 a. C.), donde su hijo encontrará la muerte como miembro de la caballería ateniense, naufragará toda esperanza de un nuevo orden internacional (Helénicas, VII, 5, 27). La reconciliación espartano-ateniense, que ha comportado, probablemente, su reintegración al cuerpo cívico de su ciudad natal, no remedia en absoluto, más allá del plano personal, el desorden generalizado y la falta de perspectivas. Sobre todo, una nueva guerra —la de Atenas contra sus aliados miembros de la renovada liga marina— viene a destruir todas las ilusiones (357-355 a. C.).
La segunda liga había surgido en 378 a. C., con solemnes promesas de no repetir los abusos del pasado, pero ya a mediados de la década de 360 la imposición de millares de colonos (cleruqui) en las ciudades aliadas (dos mil sólo en Samos, en 365)[1135] había vuelto a proponer el esquema de explotación y de alianzas desiguales que había hundido al primer imperio. Con los hechos consumados, con la guerra ya perdida, la justificación adoptada por los políticos atenienses para explicar la repetición del antiguo escenario imperial fue muy cruda e instructiva. La recabamos de las primeras palabras con las que Jenofonte entra en el tema, al principio de los Poroi: «Algunos jefes atenienses[1136] han dicho que saben muy bien qué es la justicia, tanto como los otros seres humanos, pero la pobreza de las masas[1137] los había obligado[1138] a comportamientos injustos con las ciudades aliadas». La «pobreza de las masas» es, por tanto, el motor que empuja a la ciudad a usar el imperio de manera egoísta.
Aquí Jenofonte se siente obligado a hablar de su ciudad, ahora que, tras la «guerra social», también el segundo imperio se ha desvanecido. Precisamente porque la cuestión de todas las cuestiones es «la pobreza de las masas» —argumenta Jenofonte—, «yo he intentado ver si los atenienses podían encontrar el modo de mantenerse con sus propios recursos». Sería —agrega— la solución en sí más justa y a la vez evitaría a los atenienses «parecer sospechosos a los otros griegos». Su proyecto de reforma tiene un epicentro: las minas de Laurión y el sistemático empleo, para su explotación, de millares de esclavos públicos (cap. 4). «Mi propuesta», escribe, «es que la ciudad, bajo el ejemplo de los ciudadanos privados, quienes se han asegurado una renta vitalicia con la posesión de esclavos, adquiera esclavos públicos hasta alcanzar el número de tres por cada ateniense» (4, 17); «el tesoro público puede procurarse dinero mediante la adquisición de hombres más fácilmente que los privados»; «dentro de cinco o seis años se alcanzaría el tope de seis mil esclavos públicos; si cada uno de ellos rindiera un óbolo por día, se obtendría una renta de sesenta talentos» (4, 23); «alcanzado el número de diez mil esclavos públicos, la renta será de cien talentos» (4, 24).
La atención que Jenofonte presta a los mecanismos económicos es un rasgo distintivo que los estudiosos modernos descuidan e ignoran. Se olvida que escribió también el Económico y que incluso en los Memorables se habla de economía y de los esclavos que explotaba Nicias, dándolos en alquiler a los empresarios de las minas. Tucídides también sabía mucho de minería —estaba a cargo de la explotación de las minas de oro de Pangeo y de allí venía su prestigio en la región—; éste es otro elemento importante que vincula estrechamente a Jenofonte con Tucídides. Si el correspondiente jenofónteo de la República platónica es la Constitución de los espartanos, el correspondiente de las Leyes son los Poroi. Vidas paralelas de los dos socráticos mayores. Ambos respondieron con la ingeniería social a las primeras y segundas catástrofes, a la crisis social ateniense, que se agudizó tras el hundimiento de la primera y se agravó aún más con el colapso del segundo imperio. La respuesta platónica no parece mirar especialmente a Atenas (que al infausto huésped de los tiranos siracusanos debía parecerle desde un principio un sistema insalvable); la respuesta de Jenofonte, nostálgica y didáctica cuando aún apuntaba al modelo de Licurgo «en estado puro», se volvió en cambio concreta y ligada a la praxis y a los recursos verdaderos y posibles, en la prosa seca y urgente de los Poroi.

 7

No se nos debe escapar el carácter utópico de este proyecto, lanzado por un gran superviviente de la Atenas de los nuevos políticos. Éste consiste no tanto en la infravaloración de la impermeabilidad a toda ingeniería social por parte de la clase política, de toda clase política, que funciona como clase o mira ante todo a su autoconservación, con la dificultad de superar el egoísmo de los propietarios. Casi contemporánea de la propuesta de Jenofonte respecto de la minería es la primera aparición de Demóstenes en la asamblea: el discurso «Sobre las simorias» (355-354 a. C.). También él tiene su propuesta: aumentar el número de ciudadanos empleados en la construcción de la flota. Pero Demóstenes, hijo de un industrial y prematuramente huérfano, se había tenido que dedicar a la abogacía tras haber sido despojado de su fortuna por sus propios tutores, y sabía por tanto cómo funcionaban las dos ciudades contrapuestas que vivían dentro de las mismas murallas: la ciudad de los ricos y la de los no propietarios. La de los ricos la conocía por dentro. Por eso, frente al clásico y probado instrumento de una «patrimonial» sobre la riqueza (la «duodécima», que en teoría podía dar un rédito de alrededor de quinientos talentos), objeta: «¡Atenienses! En esta ciudad hay tantas riquezas como en todas las demás juntas. Pero aunque todos los oradores se esforzasen en alarmar a los ricos diciendo que está por llegar el Rey de Persia, e incluso que ya ha llegado, y si junto a los oradores estuvieran además los adivinos haciendo la misma previsión, los ricos no sólo no darían nada sino que esconderían sus riquezas y hasta afirmarían que no poseen ninguna» («Sobre las simorias», 25). De allí que, sin dilaciones, concluya: «En cuanto al dinero, por ahora dejémoslo en manos de quien lo posee: es el mejor cofre para la ciudad» (28).
La cuestión social domina el siglo IV como domina la oratoria demosténica: incluso cuando el orador parece estar hablando de otra cosa. Cuando existía el imperio, el conflicto se desarrollaba dentro del «clan», para decirlo una vez más con Weber, y tenía como objeto el reparto del botín. Perdido el imperio una primera y una segunda vez, la reacción inmediata de las clases poderosas fue la de intentar la reducción de la ciudadanía. En los años que corren entre el inicio de la aventura política de Demóstenes, encaminada a encontrar para su ciudad el espacio para una tercera «hegemonía» (quizá en la órbita de Persia), y la derrota definitiva de 322, es decir, en el curso de esos treinta años, se consuma una vez más un choque social que no conoce techo. Cuando los acomodados y biempensantes tengan a los macedonios como garantes de la derrota de la última reencarnación de la democracia imperial, lo primero que harán será reducir el cuerpo cívico a nueve mil ciudadanos, sobre la base del censo y bajo la explícita solicitud de Antípatro.[1139] Es la Atenas de Foción, con soberanía restringida. Es el inicio del declive definitivo.
En los tiempos de Cicerón y de Posidionio de Apamea, en los tiempos de Sila en guerra contra Mitrídates, el último estremecimiento de Atenas, alineada con Mitrídates, será el gobierno del filósofo y político Atenión. Posidonio, de quien se ha conservado una página en la que se narra ese episodio, no duda en reducir, con inusitada ferocidad, el mito de la gran Atenas —que habla por boca de Atenión, caricatura de Demóstenes— a una farsa: «Basta ya de templos clausurados y gimnasios abandonados, del teatro desierto, los mudos tribunales y la Pnyx, sagrada para los dioses, abandonada por el demo». Esto dice el demagogo, en la irrisoria paráfrasis del filósofo de Apamea,[1140] cliente de poderosos romanos. Atenas era ya, para él, como para Cicerón, el lugar de la nimia libertas, reducida a una farsa. Así, juzgaban, era como había terminado.
[1111] PCG, VIII, p. 195, n.º 700. <<
[1112] Plutarco, «Vida de Temístocles», 19 5-6: «Temístocles, pues, no juntó El Pireo con la ciudad, que es la expresión del cómico Aristófanes, sino que arrimó la ciudad al Pireo, y la tierra a la mar, con lo que el pueblo se hizo más poderoso contra los principales, y tomó orgullo, pasando la autoridad a los marineros, a los remeros y a los pilotos. Por esto, la tribuna que se puso en el Pnyx estaba mirando al mar; pero luego los Treinta la volvieron hacia el continente, teniendo por cierto que el mando y superioridad en el mar era origen de democracia, y que los labradores eran menos difíciles con la oligarquía». <<
[1113] Aristóteles, Política, IV, 3 (1290a-b), 6-7. <<
[1114] Wilamowitz, Platon II, Weidmann, Berlín, 1919, p. 199. <<
[1115] No sabemos cuál podría ser el contenido de otra comedia aristofanesca titulada igualmente Pluto, que se remonta a 408, dado que sólo se conoce el título. No se sostiene la hipótesis de Kaibel, de la que se apropian Kassel y Austin (PCG, III. 2, p. 244), según la cual el tema era el mismo del segundo Pluto, aunque se distinguían por la tractatio. <<
[1116] Aristóteles, Política, 1266a, 39-1267b 21, 1274b 9. <<
[1117] Exempli gratia: Jean Aubonnet (Aristóteles, Politique, I, Les Belles Lettres, París, 1968, p. 69) traduce «introduisit cette réglementation» (seguido por C. A. Viano, trad. Utet y BUR); Robert Pöhlmann (Geschichte des antiken Sozialismus und Kommunismos, I, Beck, Múnich, 1893, p. 265) considera que Falea era el autor de un tratado sobre la Politeia. <<
[1118] Aristóteles, Política, 1267b 15: δημόσιοι. Por lo general se interpreta «esclavos públicos». <<
[1119] Pölhmann llega a decir que la reforma de Falea era en el fondo ultraelitista. <<
[1120] Cfr. ad es. P. Fayoûm, 12, 34. <<
[1121] Cfr. también K. Ziegler, s.v. Phaleas, en Kleine Pauly, IV, 1975, col. 699. <<
[1122] W. L. Newman, The Politics of Aristotle, II, Clarendon Press, Oxford, 1887, p. 293, y, en su estela, Aubonnet (I, p. 152) encuentran que «Falea era contrario a los artesanos». Pero no explican πλήρωμα de modo satisfactorio. <<
[1123] G. Walter, Les origines du communisme, Payot, París, 1931, pp. 316-317. <<
[1124] FGrHist 115 F 62. <<
[1125] H. Henkel, Studien zur Geschichte der griechischen Lehre vom Staat, Teubner, Leipzig, 1872, p. 165. <<
[1126] R. Pöhlmann, Geschichte des antiken Kommunismus und Sozialismus, I, Beck, Múnich, 1893, pp. 266-267. <<
[1127] Newman, The Politics of Aristotle, op. cit., p. 293 (muy prudente). <<
[1128] W. K. C. Guthrie, A History of Greek Philosophy, III, Cambridge University Press, Cambridge, 1969, p. 152 y n.º 1. <<
[1129] Geschichte der sozialen Frage und des Sozialismus in der antiken Welt, II, Beck, Múnich, 19253, p. 8. <<
[1130] Der griechische und der platoniche Staatsgedanke, Weidmann, Berlín, 1919. <<
[1131] Cap. XIV de la disposición moderna. <<
[1132] Platón, Critón, 52e. <<
[1133] Jenofonte, Helénicas, II, 3, 34. <<
[1134] Cfr., más arriba, cap. XXXII. <<
[1135] Diodoro, XVIII, 18, 9. <<
[1136] Probablemente se refiere a los diversos Aristofontes y Cares. <<
[1137] διὰ τὴν τοῦ πλήθους πενίαν. <<
[1138] ἀναγκάζεσθαι. <<
[1139] Diodoro, XVIII, 18, 4-5. <<
[1140] FGrHist 87 F 36. <<

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