1
La democracia y el imperio habían
nacido conjuntamente. Tesmístocles, que en Salamina lleva a Atenas a la
victoria, engendra a ambas a la vez; su intuición de proveer inmediatamente a
la ciudad de un poderoso sistema de murallas, superando con engaños la
resistencia y la oposición espartana, sella, con el necesario instrumento
defensivo, la victoria conseguida y sienta las bases para el futuro conflicto
con Esparta. Esas murallas constituyen el baluarte tanto de la democracia como
del imperio, y formalizan la ruptura de los equilibrios centrados hasta
entonces en la indiscutida hegemonía espartana sobre el conjunto del mundo
griego. Por otra parte, la pretensión espartana de impedir a una ciudad,
Atenas, proveerse de murallas denota de por sí que de facto el predominio de Esparta interfería incluso en la vida
interna de las otras comunidades. El conflicto duraba desde el principio. Es
una mera formalidad limitar el periodo de guerra a los últimos treinta años del
siglo V: en un crescendo, ese
conflicto tiene inicio con el nacimiento mismo de las murallas. Las murallas
serán, en el momento de la capitulación de Atenas (404), el principal
objetivo de los vencedores y el objeto de una desesperada y vana defensa por
parte de los vencidos. El renacimiento de esas murallas en 394 signará el nuevo
principio de una segunda aventura imperial, menos duradera aunque no poco
fecunda.
Imperio y democracia, por tanto,
actúan conjuntamente: es el imperio el que permite al demo participar de
sustanciales beneficios materiales. El pueblo —deplora Platón— ya ha «bebido
vino no mezclado» (República, 562c-d)
y por eso, ya liberado y sin frenos, «salta a Eubea y se lanza a las islas»
según la dura denuncia de un cómico que podría ser Teléclides.[1111]
Critias, en la Athenaion Politeia, lo
dice claramente, y por eso, cuando estuvo en el poder, hizo girar el bema, la rudimentaria tribuna desde la
que los oradores hablaban al pueblo reunido sobre la Pnyx, «para que no miraran
el mar» mientras hablaban al pueblo.[1112] La democracia funciona
porque «se reparte el botín», es decir, las ganancias imperiales. Terminado el
imperio, los conflictos sociales se vuelven endémicos, y se perfila en el
horizonte —en las escuelas de filosofía tanto como en la escena teatral— la
utopía social.
2
Podría afirmarse que toda la obra
de Platón, allí donde se enfrenta directamente con el problema político (la República es el documento más
importante pero en absoluto el único), presupone que el imperio ya no existe y
que el conflicto social no conoce techo y alcanza cimas de aspereza; allí la
necesidad de encontrar una solución completamente nueva, más profunda, del
problema político se anuda inextricablemente con la conflictividad social.
Llevando al extremo la cuestión, Aristóteles, en los libros III y IV de la
Política, llega a la completa
identificación entre formas políticas y grupos sociales y formula la
identificación completa democracia = dominio (gobierno) de los pobres versus oligarquía = dominio (gobierno)
de los ricos, con independencia de la consistencia numérica de los dos grupos
contrapuestos.[1113]
En la República, frente a un cuadro de conflictos políticos-sociales
irresolubles y violentos, Platón propone un gobierno confiado a una élite seleccionada mediante la
experiencia filosófica de la búsqueda del sumo bien y desvinculada de la
empírica búsqueda de la riqueza; ello mediante la solución comunista de la
abolición de la propiedad (es decir, de la herencia de los bienes y de la
plutocracia). Tal es la respuesta al problema insoluble de una convivencia
constantemente amenazada por el conflicto. No se nos escapa que tal
construcción, cuando se ha puesto en práctica, ha terminado siempre por
parecerse inevitablemente a la estructura piramidal del modelo espartano. Pero
el punto fuerte y el elemento de radical novedad de esta utopía radica
precisamente en la compleja característica de los «filósofos-gobernantes», que
no puede reducirse a una variante intelectualizada de la gerusía espartana.
Resulta vano polemizar acerca de
la fiabilidad de los datos, a favor o en contra de la hipótesis de que existe
un nexo entre la República de Platón
(que contempla el hecho de que las mujeres sean comunes —es decir, que ninguna
mujer habitará permanentemente con un hombre en particular— como una de las
características «comunistas» de la élite
dirigente) y La asamblea de las mujeres
de Aristófanes (392 a . C.),
donde ese motivo es insistente y obsesivamente llevado hasta la burla. Imaginar
que Aristófanes pretendiera burlarse de la propuesta platónica implicaría
aceptar una cronología muy —incluso demasiado— alta de la República (o al menos de parte de ella). La hipótesis opuesta, es
decir, que Platón se inspirara en la comedia de Aristófanes, suscitó el rechazo
indignado de Wilamowitz («me avergüenzo de tener que desperdiciar una palabra
acerca de esta locura, etc.»).[1114] Es preferible pensar que los
motivos de la utopía social, los motivos comunistas, tenían su propia
circulación. Así, por un lado no es osado pensar que, junto a tantos otros
elementos, constituyan el trasfondo de la visión platónica, tal como viene
propuesta en la República; y, por
otra parte, es necesario pensar que sólo la circulación de motivos de este tipo
explica la decisión de Aristófanes de hacer de ella el objeto de una sátira
feroz. Esta comedia sólo pudo plasmarse y ser eventualmente apreciada por el
público si las propuestas y «programas» de este tipo eran ya conocidos, es
decir, si habían entrado en circulación; gracias, también —se puede suponer—, a
actitudes filosófico-políticas determinadas por la diáspora del socratismo.
Programas «utópicos» y
empobrecimiento de las clases más desfavorecidas suelen ir de la mano. Es de
por sí significativo que el último Aristófanes que conocemos —La asamblea de las mujeres y Pluto— tenga que ver, de una u otra
manera, con el problema de la justicia social, ya sea en la forma grotesca de La asamblea de las mujeres (escarnio de
las instancias de igualdad coactivas) o en la forma, esta vez no escarnecedora
sino comprensiva, que Pluto (388 a . C.) pone en
escena, otorgándole el lugar central, precisamente, al problema de la pobreza.
Una se cierra sin posible salvación, con la vulgaridad extrema de la escena de
la comida común a la que acuden toda clase de oportunistas (incluso los menos
persuadidos por la nueva moral social) al grito de «¡La república nos llama!»;
la otra concluye en cambio con la recuperación de la vista por parte del Plutos (la riqueza) y con el retorno de
una precaria prosperidad.[1115]
3
Aproximadamente por los mismos
años, Falea de Calcedonia formulaba sus programas igualitarios de saneamiento
de la vida ciudadana como «único remedio posible a las revoluciones»,
suscitadas precisamente por la desigualdad de las fortunas. Lo único que
sabemos de él se lo debemos a una paráfrasis nada ecuánime que Aristóteles hace
de su pensamiento.[1116] No es fácil, por ejemplo, comprender a
quién se dirigía Falea y si pretendía proponer una fórmula válida para todas
las comunidades. Sin duda su escrito político debió tener resonancia dado que
Aristóteles le dedica una tan minuciosa confutación.
La expresión adoptada por
Aristóteles (τοῦτ᾿εἰσήνεγκε) puede significar tanto que hizo tales propuestas como que introdujo
tales reformas. Los intérpretes discrepan acerca de este punto,[1117]
pero parece más razonable la segunda interpretación: probablemente Falea
escribió una Politeia en la que
proponía «que la propiedad fuera equitativa entre los ciudadanos» y, teniendo
en cuenta la dificultad de la igualación de las riquezas en una comunidad ya
estructurada, con inspiración gradualista, propuso diversas fórmulas (por
ejemplo, en relación con el mecanismo de la «dote» en caso de matrimonio entre
ricos y pobres) y sobre todo lanzó la idea de «nacionalizar» a los artesanos
reduciéndolos a la condición de «funcionarios públicos».[1118] Se ha
discutido acerca de estas informaciones. También aquí Aristóteles constituye la
única fuente, y tiene en este caso (mucho más que cuando se esfuerza en demoler
las teorías políticas de Platón) la mala costumbre de aplastar con sus propias
críticas el pensamiento que está criticando. Por eso se vuelve arduo el
esfuerzo de comprender qué es lo que efectivamente Falea pretendía decir con demosioi, en caso de que en verdad haya
utilizado ese término.
De modo que la interpretación
prevaleciente («esclavos públicos»)[1119]
no resulta satisfactoria. En rigor, demosios
significa «que se debe al Estado» (público dependiente).[1120] Es
preferible pensar que Falea sugiriera una «estatización» de todas las
actividades artesanales: en sustancia, el monopolio estatal de la producción de
los bienes y la regulación oficial de este sector.
Un brillante polígrafo francés,
que a principios de los años treinta publicó un laborioso ensayo sobre los
«orígenes» judíos, cristianos y clásicos del comunismo, Gérard Walter, aportó
buenos argumentos para sostener la interpretación, que parece la más precisa,[1121]
de un «monopolio estatal de la industria». Más allá de todo, no se ha dicho que
la frase completa con que Aristóteles resume el proyecto reformador de Falea
(«y que los artesanos no constituyeran un
complemento [πλήρωμα] de la ciudad»)
signifique la exclusión de los artesanos del cuerpo cívico: podría significar
todo lo contrario.[1122] Walter recurre a una analogía histórica
sugestiva. Se puede pensar —observa— que Falea proyectase un «poder ilimitado
del Estado sobre todos aquellos que practicaban los oficios manuales»: éstos no
se beneficiarían del nuevo orden como sí lo harían en cambio los pequeños
propietarios (beneficiarios de la prevista igualación de la propiedad). «La
situación imaginada por Falea», comenta Walter, «recuerda mucho los resultados
obtenidos en Rusia en 1917 por la política agraria del gobierno; ésta aportó
beneficios efectivos a los campesinos pobres pero no modificó en nada la penosa
situación de la clase obrera urbana, sometida a jornadas de trabajo
sobrehumanas.»[1123]
Una lectura del todo distinta de
las reformas proyectadas por Falea ve en él un exponente de la reacción
aristocrático-dórica frente al regreso de la democracia de tipo ateniense,
primero en Bizancio y más tarde en la propia Calcedonia, tras el colapso de la
flota espartana en Cnido (394
a . C.). Teopompo se refiere a ello en las Filípicas con un arresto de espanto.[1124]
La respuesta de Falea no sería entonces distinta de la que se encierra en el
proyecto platónico que condenaba a los banausoi,
es decir, a los trabajadores manuales, a una absoluta marginalidad y a una
condición subalterna. Esta interpretación también es compatible con las escasas
e incompletas noticias que aporta Aristóteles. Muchos la comparten: desde Hermann
Henkel[1125] a Robert Pöhlmann;[1126] de Newman[1127]
a Guthrie.[1128] Pero esa posición ha llevado a construir fuertes
analogías con las luchas sociales y la ingeniería social de los modernos. Al
preparar la nueva edición del gran libro de Pöhlmann, en la década de 1920,
Friedrich Oertel añade un párrafo en el capítulo sobre Falea, en el que viene a
decir que Falea, precisamente por las condiciones de «objetos en manos del
Estado» a las que pretendía reducir a los productores (los technitai), anticipaba la socialdemocracia moderna.[1129]
Curiosa toma de partido —que se escora hacia conclusiones análogas a las de G.
Walter— en años de encarnizada contraposición entre socialdemocracia y
sovietismo. Pero para entender mejor la fuerza, en aquellas décadas, de la
sugestión analógica con los incandescentes conflictos sociales del mundo baste
recordar el intento wilamowitziano de relacionar la ingeniería social
proyectada por Platón en la República
con una «auténtica» y no demagógica socialdemocracia.[1130]
4
Las afinidades entre el proyecto
de Falea y la ingeniería social platónica, probablemente contemporáneas
—Aristóteles las critica con dureza en el mismo contexto del libro II de
la Política—, han sido varias veces
destacadas por los modernos. El precioso testimonio de Teopompo en el
libro VIII de las Historias
filípicas ayuda a encuadrar concretamente estos proyectos palingenésicos.
No se nos puede escapar el hecho de que ambos nacen cuando la conflictividad
social, tanto en Atenas como en las ciudades del estrecho (Calcedonia en
particular, de acuerdo con lo que nos refiere Teopompo), se había agudizado: en
Atenas, por el «regreso del demo», tras la guerra civil, en una ciudad
degradada al rango de exgran potencia, privada ya del imperio, que había sido
fuente de bienestar para todas las clases y ahora se veía obligada a contar
sólo con sus propios recursos; en Calcedonia, en el momento en que, después de
Cnido, las masas de desposeídos volvían a contar y a pretender su propia parte
de la riqueza.
Un programa en ciertos aspectos
afín al de Faleas, en cuanto a la «nacionalización» de los artesanos, es el que
traza Jenofonte, para Atenas, en el opúsculo De los ingresos públicos (Πόροι). También aquí se trata de una
reforma «desde lo alto», pensada «en el escritorio», que apunta al uso racional
y socialmente «optimizado» de la masa de esclavos, a partir de un recurso que
otros no poseen: las minas de plata de Laurión.
5
No era la primera vez que
Jenofonte se empeñaba en la reflexión sobre el mejor ordenamiento social.
Durante la mayor parte de su vida había permanecido firme en la convicción de
la superioridad de la eunomia
espartana sobre cualquier otra forma de ordenamiento político y social. Por
otra parte, había armonizado su forma de vida con esas convicciones. Si hasta
las guerras persas Esparta había sido indiscutiblemente la gran potencia, además del modelo de comunidad centrada en el
ejército de tierra y en la identidad ciudadana-guerrera (aún semejante en la
Atenas de Milcíades), con la irrupción de la flota ateniense y del imperio, y
por tanto de la democracia, ese cosmos
espartanocéntrico se había quebrado. Se había hundido y había producido una
secuela de guerras y conflictos, hasta llegar al interminable y cruel de la
catástrofe final. Todo ello le había parecido a muchos, y a Jenofonte in primis, una confirmación de la
gravedad del error de partida: haberse alejado de la eunomia. El «credo» jenofónteo de estos años, culminado con su
participación directa en la guerra civil en el bando oligárquico, está
contenido, y retrospectivamente reafirmado, en su Constitución de los espartanos. En Esparta —observa está prohibido
poseer oro y el valor principal es la obediencia a los magistrados: incluso los
poderosos se adecuan a esas normas (cap. 8).
El caso de Jenofonte es extremo.
Todo el opúsculo tiene un tono de completa adhesión a los ordenamientos y el
estilo vigentes en Esparta. Hacia el final, contiene una página[1131]
en la que los espartanos «de nuestro tiempo» (pero no sabemos exactamente
cuándo escribió esas palabras Jenofonte) son reconvenidos por haberse alejado,
en la práctica, de los sanos dictámenes de Licurgo. Bien mirado, Jenofonte es
el único ateniense hostil al ordenamiento democrático de su ciudad que hizo
converger la admiración por Esparta y por el cosmos espartano —difundido en todo el ambiente socrático— con la
decisión de marcharse a vivir a Esparta. También Alcibíades, tras haber roto
con la democracia ateniense, después de intentar dirigirla a la manera de su
pariente Pericles, se había ido a vivir a Esparta y había adoptado los
comportamientos más duros de esa sociedad (incluso el corte drástico del pelo y
la «sopa negra»), aunque no la soportó por mucho tiempo. Sócrates, a quien
todos ellos habían frecuentado y que era él mismo un admirador de Esparta,[1132]
cuando se encontró bajo el gobierno de Critias con la pretensión de instaurar
en el Ática un régimen modelado sobre Esparta, desobedeció, poniendo en peligro su vida. Critias, que encontraba
«bella» la constitución espartana,[1133] murió combatiendo contra un
improvisado ejército de irregulares que intentaba derrocar el nuevo gobierno
para restaurar el antiguo régimen.
Jenofonte militó bajo Critias en
la guerra civil: él sí obedeció al
gobierno. En su «diario», aunque escrito tiempo después de romper con Critias,
mantuvo firme su convicción acerca de la superioridad del ordenamiento
espartano sobre cualquier otro. El opúsculo es una declaración inequívoca
acerca de su credo político. Tanto más clara cuanto que le reprocha a los
espartanos de los tiempos recientes haber degenerado ese modelo. En el opúsculo
exalta precisamente el valor de la obediencia a ese tipo de gobierno. Se vuelve
polémico, y abiertamente se refiere a Atenas, cuando escribe, en ese mismo
contexto: «En cambio en las otras ciudades los
ciudadanos más poderosos no quieren dar la impresión de temer a los magistrados,
considerando que tal comportamiento sería indigno de hombres libres».
Escribe en ático, en un límpido y
ejemplar dialecto ático, considerado así ya por los antiguos. Entonces, ¿para quién escribe esa reivindicación
sin grietas de la superioridad del ordenamiento espartano? No sin duda para los
propios espartanos, cuya élite dirigente no tenía necesidad de ser persuadida
de su propia superioridad (y que en todo caso no se dejaría amonestar por un
exiliado para «volver a lo antiguo»). Escribe acaso para un público
panhelénico, pero en primer lugar quiere dar lecciones a quien lo ha exiliado,
a sus conciudadanos entregados al viejo sistema, desgarrado una vez más por la
eterna tensión entre las aspiraciones populares y las ambiciones de sus
líderes, con el habitual condimento de corrupción política, avidez y excesos
judiciales. Ese opúsculo es también, y acaso sobre todo, una implícita
reivindicación del acierto de sus propias decisiones.
6
Sin embargo, en un determinado
momento, Jenofonte escribe otro opúsculo, dirigido a sus conciudadanos: los Poroi (De los ingresos públicos). Esta
vez sus únicos destinatarios son los atenienses, y presenta un proyecto de
reforma económica con pretensiones casi palingenésicas si no utopistas.
¿Qué sucedió mientras tanto? ¿Qué
hay en la base de este cambio? Para tratar de comprender las razones del cambio
de actitud de un personaje clave como Jenofonte es necesario remontarse algunas
décadas atrás y considerar, desde el punto de vista de los equilibrios
sociales, la Atenas del siglo IV, la Atenas sin imperio.
El grado de tensión del conflicto
social tras la restauración democrática queda bien representado por ese
fragmento de oratoria que Dionisio de Halicarnaso incluyó en su selección de
Lisias.[1134] Dionisio, que disponía del discurso entero del que
selecciona esos fragmentos, comenta que esas alarmantes propuestas de
limitación del derecho de ciudadanía nacían en un clima en el que, apenas
restaurada la democracia, ya se temía que «el pueblo volviese a su antiguo
carácter licencioso». El cuadro que traza Aristóteles, complacido, en la Constitución de los atenienses, acerca
de la dureza con la que los moderados al estilo de Arquino debieron poner freno
a los extremistas democráticos al estilo de Trasíbulo (cap. 40) deja entender
que el retorno al ordenamiento precedente fue no sólo traumático sino además
fuente de diversos conflictos. Es quizá sintomático, para tener una idea de la
situación hacia mediados del siglo IV, un pasaje del «Arquidamos» de
Isócrates (366 a . C.).
Aquí el soberano de Esparta, dirigiéndose a los suyos tras el desastre de
Leuctra, dice (es decir, así es como Isócrates lo hace hablar) aproximadamente:
hemos sido abatidos como las otras
ciudades griegas. Y dibuja este cuadro: «Temen más a sus conciudadanos que
a los enemigos externos. En lugar de la antigua concordia se ha llegado a tal
nivel de incomprensión recíproca que los ricos están dispuestos a tirar al mar
sus riquezas antes que ponerlas a disposición de los indigentes» (§ 67).
En ese momento Jenofonte vive en
el Peloponeso, en Élide, aún bajo el ala de sus protectores espartanos; y
tiene, sin embargo, ya a la vista este cuadro. Era un golpe muy duro a sus
convicciones, si incluso el Peloponeso se parecía ya al resto de Grecia. Poco
después, en Mantinea (362
a . C.), donde su hijo encontrará la muerte como
miembro de la caballería ateniense, naufragará toda esperanza de un nuevo orden
internacional (Helénicas, VII, 5,
27). La reconciliación espartano-ateniense, que ha comportado, probablemente,
su reintegración al cuerpo cívico de su ciudad natal, no remedia en absoluto,
más allá del plano personal, el desorden generalizado y la falta de
perspectivas. Sobre todo, una nueva guerra —la de Atenas contra sus aliados
miembros de la renovada liga marina— viene a destruir todas las ilusiones (357-355 a . C.).
La segunda liga había surgido en 378 a . C., con solemnes
promesas de no repetir los abusos del pasado, pero ya a mediados de la década
de 360 la imposición de millares de colonos (cleruqui) en las ciudades aliadas (dos mil sólo en Samos, en 365)[1135]
había vuelto a proponer el esquema de explotación y de alianzas desiguales que
había hundido al primer imperio. Con los hechos consumados, con la guerra ya
perdida, la justificación adoptada por los políticos atenienses para explicar
la repetición del antiguo escenario imperial fue muy cruda e instructiva. La
recabamos de las primeras palabras con las que Jenofonte entra en el tema, al
principio de los Poroi: «Algunos
jefes atenienses[1136] han dicho que saben muy bien qué es la
justicia, tanto como los otros seres humanos, pero la pobreza de las masas[1137] los había obligado[1138]
a comportamientos injustos con las ciudades aliadas». La «pobreza de las masas»
es, por tanto, el motor que empuja a la ciudad a usar el imperio de manera
egoísta.
Aquí Jenofonte se siente obligado
a hablar de su ciudad, ahora que, tras la «guerra social», también el segundo
imperio se ha desvanecido. Precisamente porque la cuestión de todas las
cuestiones es «la pobreza de las masas» —argumenta Jenofonte—, «yo he intentado
ver si los atenienses podían encontrar el
modo de mantenerse con sus propios recursos». Sería —agrega— la solución en
sí más justa y a la vez evitaría a los atenienses «parecer sospechosos a los
otros griegos». Su proyecto de reforma tiene un epicentro: las minas de Laurión
y el sistemático empleo, para su explotación, de millares de esclavos públicos
(cap. 4). «Mi propuesta», escribe, «es que la ciudad, bajo el ejemplo de los
ciudadanos privados, quienes se han asegurado una renta vitalicia con la
posesión de esclavos, adquiera esclavos públicos hasta alcanzar el número de
tres por cada ateniense» (4, 17); «el tesoro público puede procurarse dinero
mediante la adquisición de hombres más fácilmente que los privados»; «dentro de
cinco o seis años se alcanzaría el tope de seis mil esclavos públicos; si cada
uno de ellos rindiera un óbolo por día, se obtendría una renta de sesenta
talentos» (4, 23); «alcanzado el número de diez mil esclavos públicos, la renta
será de cien talentos» (4, 24).
La atención que Jenofonte presta
a los mecanismos económicos es un rasgo distintivo que los estudiosos modernos
descuidan e ignoran. Se olvida que escribió también el Económico y que incluso en los Memorables
se habla de economía y de los esclavos que explotaba Nicias, dándolos en
alquiler a los empresarios de las minas. Tucídides también sabía mucho de
minería —estaba a cargo de la explotación de las minas de oro de Pangeo y de
allí venía su prestigio en la región—; éste es otro elemento importante que
vincula estrechamente a Jenofonte con Tucídides. Si el correspondiente
jenofónteo de la República platónica
es la Constitución de los espartanos,
el correspondiente de las Leyes son
los Poroi. Vidas paralelas de los dos
socráticos mayores. Ambos respondieron con la ingeniería social a las primeras
y segundas catástrofes, a la crisis social ateniense, que se agudizó tras el
hundimiento de la primera y se agravó aún más con el colapso del segundo
imperio. La respuesta platónica no parece mirar especialmente a Atenas (que al
infausto huésped de los tiranos siracusanos debía parecerle desde un principio
un sistema insalvable); la respuesta de Jenofonte, nostálgica y didáctica
cuando aún apuntaba al modelo de Licurgo «en estado puro», se volvió en cambio
concreta y ligada a la praxis y a los recursos verdaderos y posibles, en la
prosa seca y urgente de los Poroi.
7
No se nos debe escapar el
carácter utópico de este proyecto, lanzado por un gran superviviente de la
Atenas de los nuevos políticos. Éste consiste no tanto en la infravaloración de
la impermeabilidad a toda ingeniería social por parte de la clase política, de
toda clase política, que funciona como clase o mira ante todo a su
autoconservación, con la dificultad de superar el egoísmo de los propietarios.
Casi contemporánea de la propuesta de Jenofonte respecto de la minería es la
primera aparición de Demóstenes en la asamblea: el discurso «Sobre las
simorias» (355-354 a . C.).
También él tiene su propuesta: aumentar el número de ciudadanos empleados en la
construcción de la flota. Pero Demóstenes, hijo de un industrial y
prematuramente huérfano, se había tenido que dedicar a la abogacía tras haber
sido despojado de su fortuna por sus propios tutores, y sabía por tanto cómo
funcionaban las dos ciudades contrapuestas que vivían dentro de las mismas murallas:
la ciudad de los ricos y la de los no propietarios. La de los ricos la conocía
por dentro. Por eso, frente al clásico y probado instrumento de una
«patrimonial» sobre la riqueza (la «duodécima», que en teoría podía dar un
rédito de alrededor de quinientos talentos), objeta: «¡Atenienses! En esta
ciudad hay tantas riquezas como en todas las demás juntas. Pero aunque todos
los oradores se esforzasen en alarmar a los ricos diciendo que está por llegar
el Rey de Persia, e incluso que ya ha llegado, y si junto a los oradores
estuvieran además los adivinos haciendo la misma previsión, los ricos no sólo
no darían nada sino que esconderían sus riquezas y hasta afirmarían que no
poseen ninguna» («Sobre las simorias», 25). De allí que, sin dilaciones,
concluya: «En cuanto al dinero, por ahora dejémoslo en manos de quien lo posee:
es el mejor cofre para la ciudad» (28).
La cuestión social domina el
siglo IV como domina la oratoria demosténica: incluso cuando el orador parece
estar hablando de otra cosa. Cuando existía el imperio, el conflicto se
desarrollaba dentro del «clan», para decirlo una vez más con Weber, y tenía
como objeto el reparto del botín. Perdido el imperio una primera y una segunda
vez, la reacción inmediata de las clases poderosas fue la de intentar la
reducción de la ciudadanía. En los años que corren entre el inicio de la
aventura política de Demóstenes, encaminada a encontrar para su ciudad el
espacio para una tercera «hegemonía» (quizá en la órbita de Persia), y la
derrota definitiva de 322, es decir, en el curso de esos treinta años, se
consuma una vez más un choque social que no conoce techo. Cuando los acomodados
y biempensantes tengan a los macedonios como garantes de la derrota de la
última reencarnación de la democracia imperial, lo primero que harán será
reducir el cuerpo cívico a nueve mil ciudadanos, sobre la base del censo y bajo
la explícita solicitud de Antípatro.[1139] Es la Atenas de Foción,
con soberanía restringida. Es el inicio del declive definitivo.
En los tiempos de Cicerón y de
Posidionio de Apamea, en los tiempos de Sila en guerra contra Mitrídates, el
último estremecimiento de Atenas, alineada con Mitrídates, será el gobierno del
filósofo y político Atenión. Posidonio, de quien se ha conservado una página en
la que se narra ese episodio, no duda en reducir, con inusitada ferocidad, el
mito de la gran Atenas —que habla por boca de Atenión, caricatura de
Demóstenes— a una farsa: «Basta ya de templos clausurados y gimnasios
abandonados, del teatro desierto, los mudos tribunales y la Pnyx, sagrada para
los dioses, abandonada por el demo». Esto dice el demagogo, en la irrisoria
paráfrasis del filósofo de Apamea,[1140] cliente de poderosos
romanos. Atenas era ya, para él, como para Cicerón, el lugar de la nimia libertas, reducida a una farsa.
Así, juzgaban, era como había terminado.
[1111] PCG, VIII, p. 195, n.º 700. <<
[1112] Plutarco, «Vida de Temístocles», 19 5-6: «Temístocles,
pues, no juntó El Pireo con la ciudad, que es la expresión del cómico
Aristófanes, sino que arrimó la ciudad al Pireo, y la tierra a la mar, con lo
que el pueblo se hizo más poderoso contra los principales, y tomó orgullo,
pasando la autoridad a los marineros, a los remeros y a los pilotos. Por esto,
la tribuna que se puso en el Pnyx estaba mirando al mar; pero luego los Treinta
la volvieron hacia el continente, teniendo por cierto que el mando y
superioridad en el mar era origen de democracia, y que los labradores eran
menos difíciles con la oligarquía». <<
[1113] Aristóteles, Política, IV, 3 (1290a-b), 6-7. <<
[1114] Wilamowitz, Platon II, Weidmann,
Berlín, 1919, p. 199. <<
[1115] No sabemos cuál podría ser el contenido de otra comedia
aristofanesca titulada igualmente Pluto, que se remonta a 408, dado que
sólo se conoce el título. No se sostiene la hipótesis de Kaibel, de la que se
apropian Kassel y Austin (PCG, III. 2, p. 244), según la cual el tema
era el mismo del segundo Pluto, aunque se distinguían por la tractatio.
<<
[1116] Aristóteles, Política, 1266a, 39-1267b 21, 1274b
9. <<
[1117] Exempli gratia: Jean Aubonnet (Aristóteles, Politique,
I, Les Belles Lettres, París, 1968, p. 69) traduce «introduisit cette
réglementation» (seguido por C. A. Viano, trad. Utet y BUR);
Robert Pöhlmann (Geschichte des antiken Sozialismus und Kommunismos, I,
Beck, Múnich, 1893, p. 265) considera que Falea era el autor de un tratado
sobre la Politeia. <<
[1118] Aristóteles, Política, 1267b 15: δημόσιοι. Por lo
general se interpreta «esclavos públicos». <<
[1119] Pölhmann llega a decir que la reforma de Falea era en el
fondo ultraelitista. <<
[1120] Cfr. ad es. P. Fayoûm, 12, 34. <<
[1121] Cfr. también K. Ziegler, s.v. Phaleas, en Kleine
Pauly, IV, 1975, col. 699. <<
[1122] W. L. Newman, The Politics of Aristotle, II,
Clarendon Press, Oxford, 1887, p. 293, y, en su estela, Aubonnet (I, p.
152) encuentran que «Falea era contrario a los artesanos». Pero no explican πλήρωμα
de modo satisfactorio. <<
[1123] G. Walter, Les origines du communisme, Payot,
París, 1931, pp. 316-317. <<
[1124] FGrHist
115 F 62. <<
[1125] H. Henkel, Studien
zur Geschichte der griechischen Lehre vom Staat, Teubner,
Leipzig, 1872, p. 165. <<
[1126] R. Pöhlmann,
Geschichte des antiken Kommunismus und Sozialismus, I, Beck,
Múnich, 1893, pp. 266-267. <<
[1127] Newman, The
Politics of Aristotle, op. cit., p. 293 (muy prudente). <<
[1128] W. K. C.
Guthrie, A History of Greek Philosophy, III, Cambridge University Press,
Cambridge, 1969, p. 152 y n.º 1. <<
[1129] Geschichte
der sozialen Frage und des Sozialismus in der antiken Welt, II, Beck, Múnich, 19253,
p. 8. <<
[1130] Der griechische und der platoniche Staatsgedanke,
Weidmann, Berlín, 1919. <<
[1131] Cap. XIV de la disposición moderna. <<
[1132] Platón, Critón, 52e. <<
[1133] Jenofonte, Helénicas, II, 3, 34. <<
[1134] Cfr., más arriba, cap. XXXII. <<
[1135] Diodoro, XVIII, 18, 9. <<
[1136] Probablemente se refiere a los diversos Aristofontes y
Cares. <<
[1137] διὰ τὴν τοῦ πλήθους πενίαν. <<
[1138] ἀναγκάζεσθαι. <<
[1139] Diodoro, XVIII, 18, 4-5. <<
[1140] FGrHist 87 F 36. <<
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