sábado, 23 de diciembre de 2017

Billow Richard.-Maraton:CAPÍTULO 2 EL ASCENSO DEL IMPERIO PERSA

Fuera de Irán lo más probable es que muy poca gente sepa que en su momento los persas crearon y gobernaron el imperio más grande y poderoso que había visto el mundo. La fama del Imperio persa se ha visto oscurecido por el imperio de los romanos, que fue más grande y perduró durante más tiempo, y el hecho más conocido sobre el Imperio persa es probablemente el aspecto más bien negativo que fue derrotado y conquistado por Alejandro Magno. Pero entre mediados del siglo VI a.C. y la llegada de Alejandro en 334, el Imperio persa fue durante dos siglos el estado más grande, más rico y más poderoso del mundo antiguo, mucho más grande y poderoso que los imperios anteriores de los egipcios, los babilonios y los asirios. Y a pesar de la insistencia de los griegos en que los persas eran crueles y corruptos, el gobierno persa parece ser que en su conjunto fue bastante suave y justo a ojos de la mayoría de los pueblos sometidos, aunque sólo fuera en comparación con imperios anteriores. En la época en la que el Imperio persa tomó el control de toda Asia occidental, ya existía una larga tradición de imperios en esta parte del mundo, que se remontaban al tercer milenio con gobernantes sumerios como Gudea de Lagash y Sargón de Acad, al Imperio babilonio de principios del segundo milenio con el gran Hammurabi y otros, y sobre todos, a finales del segundo milenio y —de forma revivida— entre 800 y 612, el poderoso Imperio asirio, el más grande de todos estos imperios antiguos.
Lo más importante es que estos primeros imperios habían acostumbrado a la mayor parte de los pueblos de Asia occidental a ser gobernados por un poder imperial, de manera que la tarea de conquista por parte de los persas fue mucho más sencilla.
En su momento culminante, entre 510 y 480, el Imperio persa era un poder verdaderamente vasto y multiétnico. Cubría toda Asia occidental desde los modernos Pakistán y Afganistán, y las antiguas repúblicas soviética en Asia central (Urkmenistán, Tayikistán y Uzbekistán), hasta los mares Egeo y Mediterráneo en el oeste, incluyendo los modernos Turquía, Siria, Líbano e Israel/ Palestina, y se extendía hacia el noreste de África en los modernos Egipto, Libia y Sudán. Básicamente comprendía cuatro grandes zonas culturales/lingüísticas. En su corazón e incluyendo la porción oriental del imperio, se encontraban las tierras ocupadas por diversos pueblos y tribus de lengua irania: los persas mismos y sus vecinos del norte, los medos, y los pueblos partos, bactrianos y saca que habitaban el resto de los modernos Irán y Afganistán. Estas regiones proporcionaban los guerreros que daban su poder al imperio, pero existían relativamente pocas ciudades y en general pequeñas, y desde el punto de vista económico y cultural, esta parte del imperio estaba menos «avanzada» que otras zonas.
Al oeste de estos territorios centrales del Imperio se encontraba una gran zona dominada por pueblos semíticos que hablaban una u otra variante del arameo, comprendiendo Mesopotamia (el Irak moderno), Siria y Palestina. La «civilización» urbana en esta zona se remontaba a cerca de tres milenios y era la región que proporcionaba el poder económico al imperio —la rica agricultura de Mesopotamia, las ciudades florecientes de dicha región y de Siria/Palestina, y sus grandes redes comerciales establecidas desde antiguo—, así como la mayor parte de la estructura administrativa que mantenía el imperio en funcionamiento. Fue por esta última razón que el acadio (la lengua tradicional de Babilonia y de su clase burocrática) y el arameo se convirtieran en los idiomas principales de la administración imperial, por delante del persa, que es lo que se podría haber esperado.
También existían dos grandes extensiones hacia el noroeste y el sudoeste, respectivamente. La primera comprendía Anatolia o Asia Menor (la Turquía moderna), una vasta región poblada en la Antigüedad por diferentes grupos étnico/lingüísticos —lidios, carios, licios, pisidios, panfilios, frigios, misios, bitinios, paflagonios, capadocios, cilicios, armenios, así como los griegos que vivían a lo largo de las costas occidentales y septentrionales— y presentaban una diversidad similar en urbanización, nivel de «civilización», sofisticación económica y otros aspectos. La segunda comprendía Egipto, antigua en civilización e inmensamente rica gracias a la floreciente agricultura del valle del Nilo, con extensiones al sur hacia el Sudán y al oeste hacia Libia. Egipto fue la última de estas grandes zonas en ser conquistada por los persas y la que más resistencia ofreció al poder persa: los egipcios se rebelaron con frecuencia y a menudo con un éxito significativo, aunque temporal. Existen registros de rebeliones a mediados de la década de 480, en la década de 450, y tuvo un éxito especial una a finales del siglo V que propició que Egipto fuera independiente durante algo más de cincuenta años antes de su reconquista en 343. Los egipcios siempre aceptaron mal el gobierno persa, o de hecho cualquier interferencia extranjera, recordando siempre su largo y glorioso pasado.
Sin embargo, la resistencia determinada de los egipcios contra la dominación persa fue relativamente poco habitual: en general la mayor parte de los pueblos sometidos permanecieron tranquilos bajo el gobierno persa, a excepción de ocasionales levantamientos locales provocados por toda una variedad de razones. Además de su confianza en las tradiciones imperiales establecidas y en las estructuras administrativas adoptadas de los imperios anteriores, el éxito persa en mantener a sus súbditos tranquilos y al menos sumisos a un nivel razonable se puede remitir a una serie de elementos clave del gobierno persa. En primer lugar, los persas se apoyaron extensamente en las élites locales para el gobierno inmediato de las regiones de su imperio. Esto se conoce muy bien en Occidente, donde los líderes locales fueron colocados a cargo de las diversas ciudades griegas a lo largo de la costa, y una dinastía familiar nativa —los Hecatómnidas— obtuvo el permiso para gobernar Caria. Pero parece que esta política se aplicó a todo el imperio, y al permitir a las élites locales que gobernasen sus regiones de origen —bajo la supervisión de los gobernadores persas de las grandes provincias del imperio, por supuesto— los persas eliminaron una posible fuente de desafección: estas élites locales a las que los persas confiaban el gobierno local no se sentían inclinadas a rebelarse y a «morder la mano que les daba de comer», por seguir el dicho popular. Además, los persas establecieron un sistema de calzadas —la mejor conocida es el gran «camino real» descrito por Herodoto y que conducía de Susa a Sardes, con una extensión hacia la costa egea en Éfeso— que creaba un sistema de comunicación eficiente desde el centro del imperio hasta las partes más alejadas del mismo. A lo largo de estos caminos, que tenían a distancias regulares posadas donde se podía comer y dormir, y cambiar los caballos los mensajeros imperiales, eran utilizados por los mensajeros y las fuerzas militares del imperio, llevando información de un lado a otro y permitiendo disponer la fuerza militar donde era necesaria. Finalmente, los persas eran tolerantes con las costumbres, culturas y tradiciones religiosas locales, y no intentaron imponer sus propias costumbres o religión.
Los pueblos iranios compartían una tradición religiosa que implicaba el culto a una serie de deidades tradicionales, de las cuales posiblemente las más importantes eran Mitra y Anahita, el primero de ellos un dios asociado en especial con el Sol, con luz y fuego, y con el don de la profecía, y por esto los griegos lo identificaban a veces con Apolo; la segunda era una gran diosa de la vida en todas sus formas, en la que los griegos vieron parecidos con Afrodita y Artemisa. En la religión irania jugaba un papel fundamental una tribu o casta sacerdotal conocida como los Magoi (o Magos), que es posible que en origen fueran específicamente medos pero que parece que disfrutaron de un prestigio especial en todas las tierras iranias. Atendían los altares del fuego sagrado ante los cuales se desarrollaban los cultos religiosos, y en general se entregaban a la devoción de las tradiciones y ritos religiosos de los dioses iranios. Herodoto habla mucho de ellos, aunque no queda muy claro hasta qué punto comprendió su papel o papeles exactos. En tradiciones populares posteriores se les asoció a ritos y conocimientos mágicos, a los que de hecho han prestado su nombre.
Sin embargo, en el siglo VI, la época en la que los persas se elevaron hasta el poder imperial, también fue en apariencia el momento en que vivió el gran profeta iranio Zaratustra o Zoroastro (como lo llamaron los griegos), que enseñó nuevas ideas religiosas sobre dos fuerzas opuestas en el universo: una fuerza de verdad, justicia, bondad y luz; y una fuerza de mentira, injusticia, maldad y oscuridad. Esta visión dualista del mundo tendrá gran influencia en el pensamiento religioso posterior del Cercano Oriente y de Occidente, y los gobernantes persas, al menos a partir de Darío el Grande, se adhirieron a este pensamiento, proclamándose los favoritos del gran dios de la luz y la verdad Ahura Mazda, y enemigos de la Mentira. Pero los gobernantes persas no eran exclusivistas ni proselitistas: estaban preparados para ver en las deidades principales de otros pueblos —el judío Yahvé o el griego Zeus Megistos, por poner dos ejemplos— a versiones de Ahura Mazda, que merecían respeto. Este respeto por las tradiciones religiosas locales no fue un factor menor en la aceptación del gobierno persa por parte de los pueblos sometidos. Pero debemos considerar cómo llegaron los persas a gobernar su vasto imperio, cómo lo conquistaron, y para eso debemos volver a los últimos días del poder imperial asirio.

CIRO Y LA CONQUISTA PERSA

 Uno de los acontecimientos cruciales en la historia del Oriente Cercano antiguo fue el saqueo de Nínive, la capital del gran Imperio asirio, en 612 a.C. Como los asirios habían dominado Mesopotamia (Irak) y las tierras que la rodeaban hacia el este (Irán occidental) y oeste (Siria y Palestina) durante poco más o menos seis o siete siglos, la destrucción de Nínive, y con ella el colapso posterior y la desaparición del Imperio asirio, marcó realmente el final de una época y el inicio de algo nuevo. Los asirios, un pueblo imperial marcial y con frecuencia brutal, desaparecieron sin que nadie se lamentara: de hecho muchos de sus antiguos súbditos, como los habitantes de Judea, se alegraron de su caída (véase, por ejemplo, el libro bíblico de Nahum). Pero la desaparición de este imperio poderoso y de larga duración dejó un vacío de poder en Asia Occidental, y resultaba todo un interrogante cómo y por quién se llenaría este vacío de poder. El imperio asirio fue destruido por una coalición de dos poderes: el nuevo imperio de los medos en el norte de Irán, y un Imperio babilonio revivido en el sur de Mesopotamia bajo dirección caldea. De éstos, los medos, dirigidos por su rey Huwakhshatra (Ciáxares en griego), fueron los más efectivos, e incluso temibles, desde el punto de vista militar. Pero el gobernante caldeo de Babilonia, Nabopolasar, consiguió imponerse en la alianza y efectuar una división de Asia Occidental en dos esferas de poder: el Imperio medo ocupaba Irán y parte de Afganistán, así como el noreste de Irak y una parte de Anatolia Oriental; y el llamado Imperio neobabilonio mantenía el sur y parte del noroeste de Irak, junto con Siria y Palestina. Además, el final del poder asirio permitió el renacimiento de Egipto bajo la dinastía faraónica de los saítas: Nekau, Psamtik (Psamético en griego) y Amasis (Ahmose en griego) fueron los reyes más notables; y un nuevo poder se alzó en Anatolia occidental en la forma del Imperio lidio de Giges y sus sucesores, en especial Aliates y Creso.
Después de algunas guerras iniciales entre babilonios y egipcios, y entre medos y lidios, parece que se estableció un equilibrio de poder entre estos cuatro imperios, con los medos de Irán quizá como los más fuertes de los cuatro, pero les faltaba la fuerza para enfrentarse a los otros tres y conquistarlos. La capital del Imperio medo se estableció en Ecbatana (Hamadán) en el norte de Irán, y el imperio abarcaba básicamente tierras y pueblos iranios; de hecho parece que la atención de los medos estuvo centrada predominantemente en el sur y en el este, para controlar a los pueblos iranios en Persia (Fars) y Bactria (Afganistán).
Aunque los restos que han sobrevivido son escasos y mucho menos claros de lo que nos gustaría, parece ser que los grupos de lengua irania entraron en las regiones que se consideran históricamente iranias en una serie de movimientos tribales que culminaron en el siglo VII a.C. Los persas propiamente dichos se pueden identificar en las fuentes asirías, ubicados en las región más alta de los montes Zagros (en el Kurdistán moderno) moviéndose hacia el sudeste a lo largo de lo que en la actualidad es aproximadamente la frontera entre Irán e Irak para acabar en el año 600 en su patria histórica, la región montañosa de Fars, justo al este del golfo Pérsico. Mientras tanto, diversos grupos de tribus y clanes medos seminómadas y criadores de caballos habían ocupado el norte y en especial el noroeste de Irán, donde las mesetas eran particularmente favorables para la cría de sus caballos y para su vida pastoril. Estos grupos se fueron fundiendo gradualmente hasta formar un pueblo unido bajo una sucesión de líderes influyentes: tenemos noticias de un tal Daiukku que estuvo incordiando al poder asirio poco antes del año 700, y que probablemente se pueda identificar con el primer rey medo llamado Deioces por Herodoto; y de cierto Khshathrita que entró en conflicto con los asirios a principios del siglo VII. En la segunda mitad del siglo VII, Herodoto menciona al rey Fraortes (un nombre genuino, pues es la versión griega del medo Frawartish), que aparentemente expandió el poder medo hacia el este y el sur.
En cualquier caso, el rey Huwakhshatra o Ciáxares, que gobernó desde aproximadamente 625 a 585, controló toda Media y la mayor parte de los pueblos iranios vecinos: los parsa (persas) al sur, los parthawa (partos) al noreste, y los bakhtrish (bactrianos) al este. Avanzado su reinado, Ciáxares libró una guerra en Anatolia oriental contra el rey lidio Aliates. La guerra terminó de forma poco clara después de que una gran batalla se viese interrumpida por un eclipse solar, y los dos reyes acordaran una paz de compromiso, estableciendo el río Halys como frontera entre ambos reinos, y la boda de Arienis, hija de Aliates, con Ishtuwegu (Astiages), hijo de Ciáxares, para cimentar la paz. Este eclipse ha sido identificado como el del 28 de mayo de 585, proporcionándonos uno de los pocos puntos de apoyo cronológicos en la historia meda.
Además, las fuentes babilonias establecen que fue Huwakhshatra/Ciáxares quien saqueó Nínive en 612, y la babilonia Crónica de Nabonido establece 550 como el año en que el rey medo Ishtuwegu (Astiages) fue derrocado por el persa Kurash (Ciro). Esto concuerda bien con las fechas dadas más arriba para Ciáxares, basadas en Herodoto, mientras que lo último también concuerda con la cronología de Herodoto sobre la ascensión del poder persa. El resultado de todo esto es un Imperio medo ascendente que se desarrolla en la primera mitad del siglo VII bajo reyes llamados Khshathrita y Frawartish, y que llegó a dominar las tierras iranias durante la segunda mitad del siglo, y el Imperio medo, en su punto culminante, como una de las grandes potencias del Oriente Medio y Cercano entre aproximadamente 625 y 550 bajo dos reyes conocidos para los griegos como Ciáxares y Astiges.
Los persas (parsa) en su patria de Fars eran, durante los reinados de los dos últimos grandes reyes medos, nada más que un pueblo sometido, aunque importante, bajo dominio medo. Los persas tenían su propia dinastía gobernante, que descendía de un fundador legendario llamado Hakhmanish (Aquemenes en griego) y se dividió en dos ramas a principios del siglo VI. La rama más importante, en un principio, se convirtió en la dinastía reinante de Anshan, una ciudad y región al norte de Fars, bajo dominio medo. Un sello cilíndrico del gran conquistador Ciro (Kurash en persa) procedente de Babilonia nos informa de su genealogía: «hijo de Kanbujiya (Cambises), gran rey, rey de Anshan, nieto de Kurash (Ciro), gran rey, rey de Anshan, bisnieto de Chishpish (Teispes), gran rey, rey de Anshan». Esto representa al menos tres generaciones de reyes de Anshan antes de Ciro el conquistador, demostrando que los gobernantes persas de Anshan llevaban ya mucho tiempo en el poder en el momento de la ascensión de Ciro al trono de Anshan en 560. La importancia de estos gobernantes persas locales para sus señores medos queda claramente establecida por un hecho crucial: el rey medo Astiages casó su hija Mandane con Cambises de Anshan, de manera que Ciro el conquistador fue nieto del rey medo. La importancia de estos persas en el Imperio medo se basó probablemente en cuestiones militares: los medos eran guerreros a caballo sobresalientes, quizá los mejores en el mundo antiguo de su época, en gran parte a causa de la calidad de los caballos que criaban. Pero también necesitaban una infantería de primera clase para mantener su imperio, y además de la infantería de origen medo, los persas proporcionaban arqueros y lanceros que se encontraban entre los mejores infantes que tenían los medos a su disposición.
El origen del Imperio persa se encuentra en la rebelión de Ciro el Grande contra su abuelo y señor Astiages en 550 a.C. (la fecha queda establecida por la contemporánea Crónica de Nabonido procedente de Babilonia). La razón de esta rebelión, más allá de un simple deseo de poder, no está clara. Herodoto relata una historia sobre un sueño de Astiages que le llevó a temer al hijo aún no nacido de su hija, e intentó que matasen al bebé: la historia es, por supuesto, un cuento popular clásico del tipo Moisés/ Edipo/Blancanieves, y en el caso de Ciro se demuestra que no es histórico por la información incorrecta sobre el padre de Ciro. Tal como aparece en Herodoto, Astiages se sintió impulsado por el sueño a casar a Mandane con un persa sin importancia de manera que sus hijos no pudieran ser una amenaza (Cambises era de hecho, como sabemos, un poderoso gobernante subordinado y rey de Anshan). Aun así temeroso del niño, Astiages (en la historia de Herodoto) ordenó a su mano derecha Harpago que matase a Ciro; pero Harpago no pudo hacerlo y en su lugar entregó al niño a una pareja de pastores. Al final, por supuesto, el chico fue reconocido por sus maneras y su comportamiento reales, y reinstalado en su hogar. Aún así, Harpago fue castigado por Astiages, que mató al hijo del propio general y le sirvió el muchacho asado como cena: un castigo espantoso por el que Harpago no perdonó nunca al rey, y otra muestra de cuento popular clásico (véase por ejemplo las historias griegas de Tántalo y Pelops, o de Atreo y Tiestes). Estos cuentos populares proporcionan una explicación de la hostilidad de ambos hacia Astiages: Ciro, que se rebeló contra su abuelo y señor, y Harpago, que traicionó a Astiages y se puso del lado de Ciro. En realidad, como la historia es claramente ahistórica, no conocemos las verdaderas razones de la rebelión de Ciro y de la traición de Harpago.
Lo que sabemos es que Ciro se rebeló, persuadió a los persas para que le apoyaran en su rebelión contra el rey medo, y luchó contra el ejército medo en numerosas batallas; y que el conflicto fue decidido por Harpago el medo al tomar la determinación de cambiar de bando, situándose al lado de Ciro con parte del ejército medo. Como consecuencia, Astiages fue derrotado y capturado, y en lo que fue esencialmente un golpe interno, el Imperio medo se convirtió en el Imperio persa. Hasta aquí no había nada demasiado remarcable en Ciro y la conquista del poder por parte de los persas: simplemente consiguieron hacerse cargo de un imperio que ya estaba en funcionamiento, en parte gracias a la traición de un jefe militar de dicho imperio. Este origen del poder persa ayuda a explicar la fusión que realizaron los griegos entre persas y medos, y el origen de su costumbre habitual de referirse al Imperio persa como «el Medo». De hecho, en parte sin lugar a dudas gracias al papel tan importante de Harpago y las fuerzas medas al permitir el éxito de Ciro, los medos fueron tratados casi como unos socios en el imperio, más que como súbditos, al menos en la primera época del Imperio persa. Pero Ciro no se sintió satisfecho simplemente con tomar el control del Imperio medo: la ascendencia persa en las tierras y la cultura iranias desencadenaron una oleada de nuevo expansionismo que vio como el Imperio persa se convirtió en el imperio más grande en la historia de Oriente Medio hasta ese momento.
El primer paso en esta nueva expansión no fue dado por Ciro. El rey lidio Creso, con su riqueza fabulosa y después de establecer un control firme sobre todo el oeste y el centro de Asia Menor, incluyendo las ciudades griegas de Jonia a lo largo de la costa, decidió atacar el primero al Imperio persa en 546. Herodoto explica la agresión de Creso como motivada por el deseo de vengar la caída de su cuñado Astiages que, como se recordará, se había casado con la hermana de Creso, Arienis. Resulta mucho más creíble que Creso viera simplemente en el caos interno en el Imperio medo/persa una oportunidad para ampliar su propio poder más allá de los límites del Halys que su padre Aliates se había visto obligado a pactar. Herodoto recoge una historia muy características sobre la decisión de Creso: supuestamente el rey lidio buscó el consejo fiel famoso oráculo de Apolo en Delfos antes de decidirse definitivamente a emprender la guerra. El enviado de Creso premunió al Oráculo qué ocurriría si Creso fuese a la guerra contra los persas. La pitia (sacerdotisa del Oráculo) respondió que, si Creso atacaba a los persas, destruiría un imperio poderoso. Esto le sonó bien a Creso y declaró la guerra. Pero, por supuesto, se descuidó de preguntar qué imperio quedaría destruido, el suyo o el de los persas.
Ciro movilizó a su ejército y se encontró con el ejército lidio al mando de Creso en Anatolia oriental. Se libró una gran batalla, casi a finales del verano, en la que se repartieron los honores: se nos cuenta que la caballería lidia combatió de forma soberbia y mantuvo al ejército de Creso en la lucha, aunque los persas les superaban en número. Después de esta batalla culminada en tablas, Creso decidió que la estación estaba demasiado avanzada para continuar con la campaña y regresó a casa en Lidia, dispersando su ejército para pasar el invierno. Aquí podemos observar la diferencia entre un gran líder militar y uno que sólo es bueno. Dejando a Creso el tiempo suficiente para que se pusiera en camino, Ciro decidió no regresar a casa para el invierno, sino que siguió a Creso hasta Sardes, llegando allí poco después de que el ejército de Creso hubiera sido licenciado para regresar a sus casas. Creso consiguió reunir sus tropas lidias de las llanuras que rodean Sardes, pero tuvo que librar una batalla a las afueras de Sardes superado totalmente en número. Aunque la caballería lidia volvió a combatir de forma heroica, Ciro también tenía una respuesta para eso. Los caballos lidios no estaban acostumbrados a los camellos, y Ciro se había dado cuenta en batallas anteriores que nos les gustaba el olor de dichos animales y que solían alejarse de ellos. Por eso montó a muchos de sus hombres sobre camellos y los envió contra la caballería lidia, que no pudo forzar a sus caballos a que se acercasen a esas bestias extrañas y que olían fatal. Los lidios desmontaron y continuaron la lucha a pie, pero el resultado fue inevitable: el ejército de Ciro venció, y Creso y sus hombres se vieron obligados a buscar refugio en la ciudadela de Sardes. Aun así, no estaba todo perdido: se consideraba que la acrópolis de Sardes era impenetrable, por buenas razones; y Creso esperaba resistir hasta la primavera, cuando su ejército y sus aliados se movilizarían y vendrían a su rescate.
Ciro estaba decidido a que no se llegara a ese punto. Muchos de sus soldados vivían en regiones montañosas de Irán, y eran escaladores experimentados. Les envió a explorar los acantilados de la acrópolis de Sardes para buscar una vía de subida. Como ocurre con frecuencia, la solución se encontró en la vertiente más empinada y aparentemente más impenetrable de la cindadela. Mientras que los lidios vigilaban con cuidado las murallas de la acrópolis, en ese lugar por donde parecía imposible que pudieran subir los soldados enemigos, la vigilancia lidia era laxa, y fue precisamente por allí por donde un pequeño grupo de montañeses de Ciro escaló la pared y penetró en la ciudadela. En cuanto algunos de sus hombres estuvieron dentro de la acrópolis de Sardes, Ciro lanzó un ataque total sobre las murallas, y al cabo de pocas horas Sardes estuvo en sus manos. Creso fue capturado y probablemente muerto, aunque Herodoto se enteró de una leyenda según la cual su vida fue perdonada en el último momento y se convirtió en un consejero valioso de Ciro y posteriormente del hijo de Ciro, Cambises. Toda Anatolia fue incorporada al Imperio persa, incluyendo las ciudades griegas de Jonia a lo largo de la costa occidental. Después de tardar algún tiempo en establecer un control seguro sobre el antiguo Imperio lidio, Ciro regresó con su ejército y empezó a pensar en la siguiente fase de su expansión imperial: había puesto los ojos en el Imperio babilonio.
El Imperio babilonio estaba gobernado en esa época por un rey anciano llamado Nabonido, cuya familia procedía del norte ríe Mesopotamia. Los dos grandes gobernantes caldeos, Nabopolasar y Nabucodonosor, habían convertido Babilonia en una potencia formidable, pero no habían sido capaces de ganarse la plena aceptación de los babilonios nativos. Los hijos de Nabucodonosor, hombres muchos más débiles que su gran padre, fueron derrocados, y el anciano general Nabonido se hizo con el poder. Al principio fue bastante bien recibido, pero su política religiosa empezó muy pronto a generar descontento. Se le veía como poco comprometido con los dioses tradicionales de Babilonia y Acad. Su madre había sido sacerdotisa del dios lunar Sin en su templo de Harrán en el norte de Mesopotamia. El templo había sido destruido durante las guerras entre los asirios y los medos, y la mayor ambición de la vida de Nabonido fue restaurar el templo y el dios de su madre Sin en su antiguo esplendor y honor.
Los sacerdotes babilonios se quejaban de los recursos enormes que Nabonido dedicaba a este templo distante en el lejano norte, y Nabonido aumentó la insatisfacción con otras políticas. Decidió extender el poder babilonio con una campaña en el interior de Arabia, y permaneció allí durante años, perdiéndose la ceremonia anual del Año Nuevo en Babilonia, que significaba tanto para los sacerdotes babilonios. Además, cuando aumentó la amenaza «le un ataque persa después de 545, no regresó a Babilonia, aunque dio órdenes para que las estatuas de los dioses de las ciudades de Acad y Sumeria fueran llevadas a Babilonia para garantizar su seguridad, lo que no le granjeó el cariño de las habitantes de dichas ciudades. Durante su ausencia en Arabia, Babilonia fue gobernada por su hijo Belsasar, el de la famosa fiesta del bíblico Libro de Daniel.
En las décadas de 590 y 580, el rey Nabucodonosor había realizado campañas en Palestina, conquistando Judea, saqueando Jerusalén y deportando a Babilonia a gran parte de su población, el famoso exilio babilónico del Salmo 137: «Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos, y aun llorábamos, acordándonos de Sión». Ahora, mientras los babilonios miraban nerviosos hacia el norte y el este, preguntándose cuándo atacaría Ciro, los exiliados judíos en Babilonia esperaban el ataque persa con esperanzas. Los persas se movieron en 539 y conquistaron Babilonia con bastante rapidez y con una relativa facilidad. Como en el caso de la conquista de Media, Ciro recibió la ayuda de un líder enemigo: el gobernador de una provincia importante de Babilonia al este del Tigris, llamado Ugbaru, se pasó con sus fuerzas a los persas. Incluso parece ser que fue Ugbaru el que capturó Babilonia en nombre de Ciro, mientras el rey persa realizaba operaciones más al norte. Nabonido, que había regresado a Babilonia después de una ausencia en Arabia de casi diez años, huyó de la ciudad, pero fue capturado. Para apaciguar los diversos grupos religiosos, las estatuas de los dioses que Nabonido había ordenado llevar a Babilonia fueron devueltas a sus templos, a los judíos se les permitió regresar a Jerusalén, e incluso se les permitió reconstruir su templo, y Ciro observó los rituales del dios babilonio Marduk. Con la conquista de Babilonia, Ciro controlaba ahora Asia desde Afganistán a los mares Mediterráneo y Egeo, y dominaba tres de los cuatro reinos que habían dividido Oriente después de la caída del Imperio asirio: sólo Egipto bajo el faraón Amasis seguía independiente del control persa. Durante el resto de su reinado, parece que Ciro centró su atención en consolidar y en extender su Imperio hacia el este en dirección a Asia central. Fue allí donde murió en una batalla contra una tribu nómada en 530.
En consecuencia, quedó en manos del hijo y sucesor de Ciro, Cambises, decidir qué hacer con Egipto, si es que había que hacer algo. El desafortunado destino de Cambises fue vivir bajo la sombra de su extraordinario padre. No sólo fue un gran conquistador, que había construido el imperio más grande que había conocido el mundo antiguo, sino que además Ciro era un hombre adorable. Herodoto nos cuenta que los persas lo recordaban como un padre. Cambises tenía que intentar vivir a la altura de la reputación de su padre, pero carecía evidentemente del carisma de su padre. Al no tener la habilidad para hacerse popular, al menos quería demostrar que era el verdadero heredero de su padre como líder militar, de manera que él también podía conquistar nuevos territorios para ampliar el Imperio persa. Egipto era el objetivo obvio: los asirios, en una etapa tardía de su historia, habían conquistado Egipto; seguramente los persas también podían hacerlo. Y de hecho lo hicieron. Está claro que Cambises fue un líder militar lo suficientemente capaz puesto que conquistó Egipto con aparente facilidad. Se libró una gran batalla cerca del brazo pelusio del Nilo, el brazo más cercano a Palestina, en la que los persas resultaron victoriosos. Herodoto visitó más tarde el campo de batalla e informó que aún lo encontró cubierto con los huesos y las calaveras de los hombres que allí murieron: tiene la pretensión de ser capaz de decir inmediatamente qué calavera era persa y cuál era egipcia por el grosor del hueso. Hay que señalar que entrar en Egipto desde Palestina no ha sido nunca fácil: a lo largo de la historia muchos ejércitos han fracasado en la empresa cuando se enfrentaron a una defensa decidida. Así que Cambises seguramente merece el mérito de dirigir con éxito a los persas a través de las defensas egipcias y penetrar en Egipto, añadiendo al Impelió persa el último de los cuatro imperios sucesores del asirio. Sin embargo, no sobrevivió demasiado a su victoria.

DARÍO Y LA ORGANIZACIÓN DEL IMPERIO PERSA

 En 522 Cambises había muerto, su fin estuvo rodeado por circunstancias misteriosas. Ya fuera una herida, o una enfermedad, o asesinato o suicidio, o incluso la ira de Apis, el toro egipcio, que arrebató a Cambises, como relatan las diferentes versiones, no lo podemos asegurar. Pero fue sucedido, brevemente, por su hermano pequeño Bardiya o, según las fuentes griegas, Esmerdis. El reinado de Esmerdis terminó violentamente a causa de una conspiración de los principales nobles persas, que pretendían que el hombre que gobernaba como Esmerdis, hijo de Ciro, era de hecho un impostor, puesto que el verdadero Esmerdis había sido asesinado hacía algún tiempo por orden de su hermano Cambises. Herodoto explica la historia con gran detalle, pero durante mucho tiempo su veracidad ha sido puesta en duda por los historiadores que se preguntan cómo podía saber lo que ocurría en los palacios del rey de Persia, en los más altos niveles de la sociedad persa. Sin embargo, a mediados del siglo XIX, un soldado, diplomático e historiador británico, Henry Rawlinson investigó un gran relieve grabado en piedra en Bisutun al norte de Irán, no muy lejos Ecbatana (Hamadán), que incluía una gran inscripción en tres idiomas diferentes. Dos de ellos eran en principio indescifrables, pero el tercero resultó ser persa antiguo, una lengua conocida por los escritos sagrados del zoroastrismo (los Avesta), que sigue en uso. Traducido, el texto resultó ser una especie de «autobiografía» del nuevo rey Darayawaush (Darío), en la que explica esencialmente la misma historia sobre Esmerdis que recoge Herodoto, demostrando que Herodoto tenía acceso a excelentes fuentes persas.
En resumen, siete grandes nobles persas, entre los cuales se encontraba Darío, llegaron a la conclusión que Esmerdis era un impostor, aunque se puede sospechar que en realidad simplemente no estaban de acuerdo con la forma en que estaba gobernando Esmerdis. En cualquier caso, se pusieron de acuerdo para derrocar al joven rey, o pseudo-rey si tomamos en serio sus pretensiones, y reemplazarlo por otro miembro de la dinastía real aqueménida. Este sería el propio Darío, que era un primo lejano de Cambises, descendiente según su propio relato del mismo Chishpish (Teispes) que era el bisabuelo de Ciro. Los siete grandes —Otanes, Megabizo, Gobrias, Intafernes, Hidarnes y Ardumanish, además de Darío— forzaron su entrada en el palacio, aparentemente cerca de Ecbatana, donde residía Esmerdis y lo mataron. Darío se convirtió en rey en su lugar, quizá no sólo porque fuera aqueménida y primo de Cambises, sino porque había sido «portador de la lanza» de Cambises, un cargo importante que hacía que el ejército persa que Cambises traía de vuelta de Egipto cuando murió lo conociera y confiara en él. Desde luego, para Darío era crucial un fuerte apoyo militar del «ejército real» persa, porque su ascensión al trono no fue ampliamente aceptada en un principio. Estallaron toda una serie de rebeliones por todo el imperio en los años 521 y 520, y Darío y sus seguidores prácticamente se vieron obligados a conquistar de nuevo el Imperio persa.
Los problemas empezaron casi inmediatamente después de la ocupación del trono por parte de Darío, a principios del otoño de 522, en dos de los estados más antiguos de Oriente Medio, que solían ser potencias por derecho propio y se sentían muy incómodos como súbditos de los persas: Elam y Babilonia. Las revueltas en Elam fueron rápidamente aplastadas mediante una demostración de fuerza, pero en Babilonia un pretendiente que se autodenominó Nabucodonosor y pretendía ser el hijo de Nabonido consiguió tomar el control del sur de Mesopotamia, y a principios de octubre los documentos empezaron a datarse en Babilonia según su reinado. Darío tuvo que conducir su ejército hasta Babilonia y emprender una dura campaña para recuperar el control: forzó un cruce del Tigris sobre pieles de animales infladas, y a mediados de diciembre venció en una gran batalla, que le permitió entrar en Babilonia. Sin embargo, mientras tanto las revueltas se habían extendido. Media se alzó en rebelión bajo un gobernante medo llamado (según Darío) Frawartish (Fraortes), pero que se llamaba a sí mismo Khshathrita de la semilla de Huwakhshatra, es decir, asumía el nombre del rey medo de mediados del siglo VII que había unido Media y el primero que luchó con éxito contra los asirios, y pretendía ser descendiente del gran Ciáxares. Queda claro que esto resultó ser una intento nacional medo para recuperar el dominio en el Imperio perso-medo, porque eso es lo que era realmente el Imperio persa. Con Darío con problemas, los levantamientos nacionales empezaron por todo el imperio. Hubo rebeliones en Armenia, Asiria, Elam una vez más, Egipto, Partía, y en las tierras de los saca. Pero quizá lo más peligroso fue que Darío ni siquiera pudo retener la patria persa: cierto Wahyazdata pretendió ser Bardiya (Esmerdis) y tomó el control de la capital de Ciro en Pasargada (Pasargadai), desde donde envió tropas hacia la vecina Aracosia, en un intento por extender su poder.
Para enfrentarse a todos estos levantamientos Darío tenía al menos una parte del ejército real de Cambises —aunque él mismo admite que en el mejor de los casos era un ejército pequeño— y sus seis co-conspiradores, que procedían de algunas de las familias persas más poderosas; además, su padre Wishtaspa (Hislaspes), que aún estaba vivo y gobernaba la provincia de Hircania, apoyó como es natural a su hijo, y el gobernador de la vital provincia oriental de Bactria —llamado Dadarshish— también se declaró a favor de Darío. Hay que recalcar que Darío actuó con gran energía y eficacia ante todas estas dificultades y se mostró como un líder superlativo. Hidarnes fue enviado con una fuerza de medos para contener el levantamiento en Media, y otra fuerza fue despachada a Armenia para contener allí la revuelta. El propio Darío realizó otra demostración en Elam, consiguiendo que los rebeldes se sometieran y entregaran a su jefe para que fuera ejecutado.
En la primavera de 521 Darío avanzó sobre Media y venció en una gran batalla contra Frawartish/Khshathrita en Kundurush, cerca de Bisutun, que quebró por completo el levantamiento medo. Columnas volantes fueron enviadas desde Media hacia Armenia para ayudar en la supresión de la revuelta, y hacia Hircania donde el padre de Darío había conseguido resistir contra los ataques de los rebeldes partos e hircanios, y ahora era capaz de emprender una contraofensiva. Un ejército formado por tropas persas y medas fue enviado entonces, bajo el mando de un general llamado Artawardiya (Artavasdes), para atacar al pretendiente Wahyazdata (o Bardiya, como se hacía llamar) en Persis. Con la ayuda del gobernador de Aracosia, que había decidido ser leal a Darío, Wahyazdata fue derrotado en una serie de batallas, librándose las cruciales a finales de mayo y principios de junio en Fars (Persis), lo que permitió a Darío recobrar un control total sobre la patria persa. Con Media y Persia bajo su control, Darío estaba ahora firmemente asentado en el trono y sólo quedaban pendientes operaciones policiales.
Dadarshish en Bactria había tenido éxito en someter a los saca y otros rebeldes en el extremo más oriental, Histaspes había recuperado el control de Hircania y Partía, nuevas revueltas en Elam y Babilonia fueron fácilmente sofocadas por Gobrias e Intafernes, y a finales del año 521 el Imperio había recuperado el orden casi por completo. En su inscripción autobiográfica en Bisutun, grabada en la cara de un risco cerca del lugar de su victoria más importante y crucial en Kundurush, Darío proclamaba orgulloso que había vencido en diecinueve batallas y que había capturado a nueve «falsos reyes» en un año. Aun dejando un margen para cierta exageración, y teniendo en cuenta que Darío se atribuye el mérito de las victorias de sus subordinados, fue un logro sorprendente.
Desde luego Darío había demostrado que era un heredero digno del gran conquistador Ciro, y en esencia ocupó el trono del Imperio persa por derecho de conquista, porque como he señalado con anterioridad prácticamente se vio obligado a reconquistar casi todo el imperio. Aun así se vio obligado a desarrollar diversas campañas para consolidar el poder persa en el este. En 519 operó contra los llamados «saca de sombreros picudos» en la región del Caspio, y en años siguientes llevó su ejército a Gandara (aparentemente el valle del río Kabul) y más allá hacia el Pakistán moderno, a primera vista para conquistar las tierras en la orilla occidental del río Indo e incorporarlas al imperio como una nueva provincia llamada Hindush, por el río que era ahora la frontera sudeste del imperio. También existen algunas evidencias que sugieren que Darío pudo visitar Egipto hacia 517, aunque no está claro. Sin embargo, el poder persa se extendió hacia el sur y hacia el oeste, hacia Kush (Etiopía) y Put (Libia), en este último caso afectando a los griegos que poblaban la Cirenaica, tina región de Libia. La ciudad griega de Barca fue capturada y su población enviada a Susa para el juicio de Darío, según el relato de Herodoto.
Hacia aproximadamente 514, las fronteras oriental y meridional del imperio se podían considerar satisfactoriamente establecidas, y Darío volvió su atención hacia Occidente. Ya había tenido la oportunidad de intervenir allí indirectamente hacia 519, porque el gobernador de Sardes, Oretes, no había declarado su lealtad a Darío y se había aprovechado de la época de revueltas para asesinar al gobernador Mitrobates en Dascilio, en el norte de Asia Menor. Después de eso, Oretes ignoró a los mensajeros de Darío, o incluso los mató, así que resultaba claro que había que traerlo a capítulo. Un enviado especial llamado Bageo persuadió a los guardias persas de Oretes para que se rebelasen contra él en nombre de Darío, y Oretes fue asesinado. En consecuencia, uno de los Siete, Otanes, fue enviado para hacerse cargo del antiguo territorio lidio, y extendió ligeramente el poder persa hacia el oeste al capturar Samos —cuyo gran tirano Polícrates ya había sido atrapado y asesinado por Oretes— e induciendo a Quíos y Lesbos a que se sometiesen. Hacia 513 o 512, Darío visitó la parte occidental de su imperio, trayendo consigo al gran ejército real, porque tenía la intención de extender su poder más hacia el oeste en dirección a Europa. Su objetivo inmediato era la conquista de Tracia, es decir, a grandes rasgos la Bulgaria moderna y Rumanía al sur del Danubio, aunque parece que Darío planeaba cruzar el gran río y extender sus conquistas lo más lejos posible en la orilla septentrional. Además, el ejército real que trajo consigo, formado como siempre alrededor de un núcleo sólido de persas y medos, estaba compuesto por contingentes de todos los pueblos de Asia Menor, entre ellos griegos jonios. En el caso de los griegos, constituían el poder naval que quería el rey.
Darío no quería que su gran ejército tuviera que acampar en el Bosforo durante días o semanas mientras era transbordado lentamente de Asia a Europa. En consecuencia, un ingeniero griego, Mandrocles de Samos, recibió el encargo por adelantado de construir un puente sobre el Bosforo para que pudiera cruzar el ejército. Mandrocles construyó un puente de pontones, atando navíos de guerra griegos a través del estrecho, muy bien ligados entre ellos y fuertemente anclados, y construyó una calzada sobre los barcos que de esa forma actuaron de pontones. Esto no fue una tarea fácil porque la corriente continua a través del Bosforo desde el mar Negro hacia el Egeo es fuerte, y durante el verano los vientos habituales suelen soplar en la misma dirección que la corriente. Aún así, el proyecto tuvo éxito, gracias a los barcos de guerra proporcionados por las ciudades jonias, y el ejército cruzó con rapidez y seguridad.
Después los barcos de guerra jonios rompieron el puente y navegaron por el mar Negro hacia la desembocadura del Danubio, y remontaron el río para encontrarse con Darío en un punto acordado del curso del río. Darío y el ejército atravesaron Tracia y ganaron la sumisión de varios tribus tracias sin demasiadas dificultades, alcanzando el Danubio y el lugar de encuentro con los barcos jonios tal como habían acordado. Una vez allí, los barcos formaron de nuevo un puente, esta vez para atravesar el Danubio. Los diversos contingentes de la flota jonia iban comandados por los gobernantes locales en persona —tiranos según la visión griega— que los gobernadores persas habían colocado para controlar cada una de las ciudades, siendo Histieo de Mileto el más importante entre ellos, puesto que Mileto era la ciudad más grande y rica. Cuando Darío y su ejército cruzaron el Danubio para atacar a los escitas que vivían en la orilla septentrional, dejó a los jonios en el Danubio con la orden de retirar el tercio septentrional del puente, pero dejando el resto intacto en espera del regreso de Darío y su ejército, cuando se completaría de nuevo el puente para permitir el cruce del ejército. Entonces el ejército persa se desvaneció en el interior y los jonios esperaron.
Sin embargo, en su intento por conquistar a los escitas, Darío había mordido más de lo que podía digerir. Las tribus seminómadas no se quedaron para luchar contra el ejército de Darío: tomaron todas sus posesiones y desaparecieron en el interior de Rumanía y Ucrania, llevándose todos los suministros y envenenando los pozos a su paso. Darío y su ejército marcharon de un lado a otro buscando al enemigo, pero fuera de bandas de hombres a caballo que les hostigaban y desaparecían en cuanto les atacaba una fuerza sustancial, no encontraron ningún enemigo. Mientras tanto la situación de los suministros del ejército se estaba volviendo crítica, con una disminución rápida de los alimentos y las dificultades para encontrar agua potable en buenas condiciones. Darío se vio forzado a regresar sin haber conseguido nada y se encaminó hacia su puente; y ahora la cuestión era si podría evitar el destino que había encontrado Ciro frente a nómadas similares en Asia central, y si la flota jonia y el puente que formaban le seguiría esperando. Según parece, la caballería escita había aparecido ante el puente del Danubio y había intentado persuadir a los jonios para que se fueran, según relata Herodoto. Pero dándose cuenta que sus puestos como gobernantes de sus ciudades respectivas dependían del poder de Darío, los líderes jonios decidieron quedarse y esperar al rey. Por eso resultó un verdadero alivio, después de una dura marcha y algunos sufrimientos, para Darío y sus hombres, que al llegar al Danubio encontrasen a los griegos y al puente intacto, y pudieran cruzar de nuevo hacia Tracia.
Después de esta campaña escita decepcionante pero en ningún caso desastrosa, Darío decidió que su frontera occidental se encontraba en buenas condiciones y podía regresar. Había añadido al imperio una nueva gran provincia, Tracia, y dejaba un ejército importante bajo el mando de un gobernador llamado Megabazos, con órdenes de extender el poder persa todo lo posible hacia Occidente. Megabazos extendió su provincia hasta el río Strymón, y convenció al rey de Macedonia al oeste del Strymón, el rey Amintas, para que se sometiera al poder persa, que de esta forma entró por primer vez en el norte de Grecia. Darío, con el resto de su ejército, marchó por el Helesponto y allí cruzó de nuevo hacia Asia. Se encaminó hacia Sardes, donde permaneció quizá durante un año o más, poblando la parte occidental del imperio y recibiendo los informes de Megabazos. Entonces, quizás alrededor de 519, Darío regresó al centro de su imperio y se retiró definitivamente de las campañas militares activas, dedicando el resto de su vida a la tarea de organizar el imperio de una forma concienzuda y eficiente. Dejó a su hermanastro Artafernes como gobernador en Sardes y para controlar la frontera occidental del imperio, y en líneas generales le confió la seguridad de esta parte occidental y quizá que juiciosamente extendiese el poder persa un poco más hacia el oeste si se presentaba alguna oportunidad.
Según todos los cálculos, Darío ya había conseguido mucho, suficiente quizá para ganarse el sobrenombre habitual de «Darío el Grande», pero sus logros principales se desarrollaron en los siguientes veinte años de gobierno pacífico. Reorganizó completamente el imperio y lo orientó como si fuera un negocio. Según Herodoto, la nobleza persa en lugar de admirar su trabajo se burlaban de él —supuestamente se referían a Ciro como a un padre, a Cambises como a un maestro, pero a Darío como a un simple tendero— pero en realidad fue la obra de Darío más que ningún otro factor lo que permitió al imperio funcionar de forma eficaz y perdurar durante algo más de 150 años, hasta que Alejandro Magno tomó su control. Según cuenta Herodoto, Darío dividió el imperio en 20 provincias bien definidas (el número varió después cuando se añadieron de vez en cuando nuevas provincias por conquista o división), cada una de ellas bajo un gobernador militar y político llamado sátrapa (khshathrapan) y cada una pagaba un tributo bien definido al tesoro imperial. Persia (Parsa) se añadía con frecuencia como la provincia número veintiuno, pero no se trataba de una satrapía tributaria como las demás. La lista que presenta Herodoto es la siguiente: 
1. los jonios y los pueblos vecinos, tributan 400 talentos de plata;  
2. los lidios y sus vecinos, tributan 500 talentos;  
3. la región del Helesponto, tributa 300 talentos;  
4. Cilicia, tributa 500 talentos y 360 caballos;  
5. Siria y Palestina, incluyendo Fenicia, tributan 350 talentos;  
6. Egipto y Libia, tributan 700 talentos;  
7. Gandara y los pueblos de los alrededores, tributan 170 talentos;  
8. Susiane, tributa 300 talentos;  
9. Babilonia y Asiria, tributan 1.000 talentos y 500 eunucos;  
10. Media, tributa 450 talentos;  
11. la región del Caspio, tributa 200 talentos;  
12. Bactria, tributa 360 talentos;  
13. Armenia, tributa 400 talentos;  
14. los sagartianos y sus vecinos, tributan 600 talentos;  
15. los saca, 250 talentos;  
16. Partia, tributa 300 talentos;  
17. los paricanios, tributan 400 talentos;  
18. la región de Matiene, tributa 200 talentos;  
19. los moschoi y sus vecinos, tributan 300 talentos;  
20. los indios, tributan 360 talentos de oro (que equivalen aproximadamente a 4.680 talentos de plata). 
En definitiva, el tributo anual total sumaba más de 14.500 talentos de plata, una suma realmente esplendorosa. No es posible expresar las antiguas cantidades de dinero en unos términos modernos que puedan resultar útiles, pero una comparación puede ser de utilidad. Los atenienses en la cima de su poder a mediados del siglo V recibían un tributo anual de sus aliados que no llegaba a los 400 talentos. Con ellos fueron capaces de construir y mantener la flota más poderosa del mundo antiguo, luchar con éxito contra las persas y (a veces) contra los espartanos, construir algunos de los edificios más caros y más admirados del mundo antiguo (el principal de ellos el Partenón), y crear un fondo de reserva que en 432 a.C. alcanzaba la suma de 10.000 talentos. El tributo anual que recibían los reyes persas representaba más de treinta veces el que percibían los atenienses, que les permitía hacer todas esas cosas. Esplendoroso resulta un término inadecuado para describir el tamaño de estos ingresos tributarios.
Después de organizar de esta forma el imperio, y de hacer a los sátrapas responsables de la recaudación y el envío del tributo, así como de la seguridad interna y de las fronteras de sus respectivas satrapías, Darío tenía a su disposición recursos inmensos para llevar a cabo todos sus planes para la consolidación del imperio. La lista de Herodoto es fiable en líneas generales: disponemos de varias listas de pueblos sometidos procedentes de las inscripciones monumentales de Darío, y tenemos una gran descripción de los pueblos del imperio ofreciendo tributo grabada en los muros de la apadana (sala de audiencias) de Darío en Persépolis; y aunque existen algunas variaciones (probablemente debidas en su mayor parte a la distinción de pueblos sometidos, por un lado, y provincias, por el otro) estas fuentes en su conjunto corroboran a Herodoto con suficiente precisión.
Además de organizar eficientemente su imperio de esta forma, Darío se preocupó en dejar detrás monumentos que asegurasen que se le recordase, y en dar al imperio unas capitales impresionantes. En este último aspecto, parece ser que bajo Ciro la capital fue Pasargadai (Pasargada), donde fue enterrado Ciro en una tumba monumental, que fue visitado por Alejandro Magno y aún se puede ver, y que siguió actuando como un centro imperial y ceremonial importante; de igual forma, la capital meda Ecbatana siguió sirviendo como capital y como sede de la corte; y también Babilonia jugó un papel importante como centro administrativo imperial y como sede ocasional de la corte. Pero Darío construyó dos nuevas capitales imperiales, una de las cuales (según las fuentes griegas) se convirtió en el centro principal de su gobierno: Susa y Persépolis. Ambas fueron excavadas en profundidad antes de que el régimen islámico posterior a Jomeini terminase con estas actividades en Irán, y los restos que fueron publicados como resultado de las investigaciones son extremadamente impresionantes. Resulta evidente que se gastaron grandes recursos en construir inmensos complejos reales en los dos lugares. Susa fue la capital principal, desde la que gobernó Darío; Persépolis, en el corazón de Persia, fue el palacio de verano y un lazo de unión con las antiguas sensibilidades persas, y también fue especialmente importante por la construcción en la cercana de Naqsh-i-Rustam de un gran complejo funerario para Darío y sus sucesores.
Pero quizá lo más importante fue la cuidadosa organización del ejército real persa. Darío estaba orgulloso de sus logros militares, y de sus habilidades militares. En las inscripciones de su tumba en Naqsh-i-Rustam su primera alabanza, después de nombrarse como favorito del gran dios Ahura Mazda y anunciar que gobernó por el favor de Ahura Mazda, fue para sus habilidades militares: «como arquero, soy un buen arquero, tanto a caballo como a pie; como lancero, soy un buen lancero, tanto a caballo como a pie». El rey persa era un monarca militar, y debía demostrar el valor personal del guerrero persa. Las armas de los persas, como se indica aquí, eran el arco y la lanza ligera o jabalina. Sus armas personales acompañaban siempre al rey, y los portadores de su arco y lanza personales eran consejeros políticos y militares importantes y en los que confiaba totalmente.
El núcleo persa y medo del ejército fue organizado en unidades estructuradas en función de su equipamiento. La unidad más importante fue la guardia imperial de 10.000 hombres y que eran conocidos por los griegos como los «Inmortales», porque se suponía que su número siempre era exactamente de 10.000 y cualquier hombre que muriera o se retirara era sustituido inmediatamente. Los Inmortales vestían las largas togas, los pantalones y los altos gorros de fieltro habituales de los guerreros persas y medos; pero por encima de estas vestiduras llevaban una armadura ligera de escamas, parecidas a las de los peces, y portaban lanzas largas con manzanas de oro en lugar de las puntas traseras, y por supuesto los ubicuos arcos y flechas que eran el arma persa más característica. Sus escudos eran ligeros, y elaborados con una especie de mimbre reforzado que era efectivo para detener o desviar flechas y jabalinas, y también llevaban espadas curvas, parecidas a cimitarras. Los otros regimientos de la infantería persa tenían una equipamiento similar, pero la mayoría de ellos sin la armadura de escamas y con jabalinas más cortas.
Los persas, nacidos y criados en las montañas, primaban la movilidad y combatían como infantería ligera. Eran muy disciplinados y en batalla su táctica principal era correr hasta colocarse a distancia de arco del enemigo (quizás a unos cien metros, poco más o menos), detenerse allí y levantar sus grandes escudos de mimbre, formando una gran muralla de escudos, desde detrás de la cual lanzaban rápidas andanadas de flechas contra la formación enemiga. Cada soldado portaba un carcaj lleno con docenas de flechas y la lluvia de estas flechas, disparadas por un arco compuesto (el llamado arco escita) que tenía un alcance considerable y disparaba con gran fuerza, podía ser devastadora. La velocidad de disparo era crucial, y el arquero persa podía disparar una flecha cada pocos segundos. Cuando las flechas habían realizado su trabajo de herir, matar, desorganizar y desmoralizar al enemigo, los persas dejaban de lado los arcos, cogían los escudos, y cargaban con las lanzas, que eran lanzadas contra el enemigo desde corta distancia, y después blandían la espada, que se utilizaba para terminar con el enemigo. También existían unidades especiales de apoyo —honderos y otros tipos de infantería, principalmente de los pueblos sometidos— para escaramucear, explorar, forrajear y otras tareas por el estilo.
También era muy importante para el sistema de combate persa la caballería, la mayor parte procedente de Media. Vestida y equipada como la infantería, participaban en la batalla, donde tenían cuatro funciones clave. Antes de la batalla, cabalgaban alrededor de las fuerzas enemigas mientras se acercaban y acampaban, saqueando e intentando desorganizar sus columnas de marcha y abastecimiento. Esto lo podían hacer de forma muy efectiva, como lo demuestra el relato de Herodoto sobre la batalla de Platea. Durante la preparación y las primeras etapas de la batalla, recorrían el frente de la formación enemiga mientras se desplegaba y preparaba, cargando por unidades, cada una de estas unidades se acercaba a la formación enemiga y después se alejaba de ella, disparando flechas y/o lanzando jabalinas, y alejándose al galope para dejar paso a la siguiente unidad. De esta forma se podía mantener un bombardeo constante de flechas y lanzas, y el efecto de las constantes cargas de caballería sobre los nervios del enemigo debía provocar un gran desgaste.
A veces, sólo con esta táctica se conseguía quebrantar al enemigo y conseguir que huyera. En cuanto la infantería persa avanzaba hasta la distancia de disparo de flecha, la caballería se retiraba a los flancos del ejército, donde su tarea consistía en intentar superar el flanco de las fuerzas enemigas por un lado o por ambos, de manera que les pudieran atacar por la retaguardia mientras la infantería atacaba por el frente. Finalmente, cuando el enemigo rompía sus filas y huía, el trabajo de la caballería era perseguir, matar a todos los que pudieran y evitar que el enemigo se pudiera reagrupar para volver a luchar. Cooperando de esta forma, la infantería y la caballería persa y meda conquistaron todo el occidente de Asia, como hemos visto, y se ganaron una reputación merecida como guerreros temibles e invencibles.
Queda pendiente de analizar otro elemento de la guerra por tierra: el tema de los asedios. Durante la conquista y el control de un imperio, uno no se puede permitir que le obstaculicen las fortificaciones. En esta época, la antigua tecnología de asedio era bastante simple: no existía nada que se pudiera considerar artillería, excepto el arco, y no se utilizaban máquinas de asedio complejas. Las escalas y el minado (bajo las murallas enemigas, para penetrar con un túnel en la ciudad enemiga o conseguir que se derrumbase parte de la muralla) ya eran conocidos y utilizados por los asirios. Sin embargo, los persas apreciaron de forma especial la rampa de asedio. El ejército persa habitual incorporaba grandes fuerzas reclutadas entre los pueblos sometidos, que eran de un uso limitado en una batalla campal. Pero esto significaba que habitualmente tenían mucha mano de obra que podía cavar y acarrear, o construir y acarrear, tierra, piedras y árboles en vastas cantidades para erigir rampas que gradualmente iban subiendo en una cuesta ligera hasta la cima de las murallas enemigas. Arqueros y honderos daban fuego de cobertura a los hombres que construían las rampas a medida que se aproximaban a las murallas enemigas. Una vez completada la rampa, la infantería persa podía cargar por ella y superar los muros enemigos para penetrar en la ciudad. Un ejemplo notable de una rampa de asedio persa de este tipo ha sido excavada por los arqueólogos en Pafos, en Chipre.
En definitiva, el ejército persa, en su forma totalmente desarrollada bajo Darío, era un verdadero ejército de armas combina(las: infantería de élite y fuerzas de caballería entrenadas para cooperar entre ellas, y una variedad de unidades de apoyo, incluyendo «zapadores» para las operaciones de asedio. Los griegos, con sus túnicas y su costumbre de ejercitarse desnudos, consideraban que las voluminosas ropas persas, en especial los pantalones, eran absurdas e incluso «afeminadas»; y con su armadura y escudo pesados, y sus lanzas resistentes, llegaron a despreciar a la infantería ligera persa y a la caballería meda. Pero este desdén no nació hasta después de sus victorias durante las invasiones persas. Antes de las batallas de Maratón y Platea, los griegos temían a la infantería persa, les sobrecogía la caballería meda y consideraban que el atuendo persa era más temible que ridículo. Hasta la época de Maratón se habían producido una serie de enfrentamientos militares entre persas y griegos, como veremos, y de forma invariable los persas resultaron victoriosos. Los griegos del siglo VI y principios del siglo V no despreciaban a persas y medos, sino todo lo contrario: los respetaban y temían, y tenían muchas razones para hacerlo. Por eso resulta aún más destacable que, al final, se atrevieran a enfrentarse a los persas; y para los griegos no fue fácil obtener la victoria final. Los persas y los medos se encontraban entre los pueblos y sistemas militares más destacados de la historia.
Herodoto, a pesar de escribir a mediados del siglo V, aún muestra el profundo respeto de los griegos por los persas, por su cultura, por sus habilidades guerreras y por su poder. Nunca habla del liderazgo, la nobleza y el ejército persa con nada que no sea respeto, y aprecia de forma apropiada su valor, su disciplina y su sistema militar. Su relato del sistema educativo de la nobleza persa se ha citado frecuentemente con aprobación. Según Herodoto, al persa se le enseñaban tres cosas básicas: montar a caballo, disparar un arco y decir la verdad. Para él, se trataba de una educación sencilla y noble, y que se ajusta básicamente a la verdad lo pone en evidencia el texto de Darío que se ha citado más arriba, en el que enfatiza sus habilidades como jinete y como arquero. También hay que señalar que la verdad también juega un papel importante en la autopresentación de Darío, y en la religión persa. Los persas de la época de Darío crecían en una forma de zoroastrismo, aunque no eran intolerantes o misioneros con su religión. En el zoroastrismo, el cosmos está gobernado por dos deidades opuestas —Ahina Mazda, el gran dios de la verdad, la luz y la bondad; y Ahí imán, el dios de la oscuridad, la mentira y la maldad— que se encuentran en un conflicto constante entre ellos. Los seres humanos tienen que elegir un bando en este conflicto, y todos los seres humanos buenos estarán naturalmente del lado de Ahura Mazda y lucharán por la verdad y la luz. Darío se refiere en sus inscripciones constantemente a Ahura Mazda como su patrono y benefactor, y de forma constante caracteriza a sus enemigos como defensores de la Mentira.
Mientras mantuvieron este noble sistema de valores, y un nivel considerable de tolerancia por los valores, las culturas y las religiones de sus súbditos, el gobierno persa no se vio como demasiado pesado en la mayor parte de Asia occidental. Para algunos incluso fue bienvenido. En el libro bíblico de Isaías, el rey persa Ciro es presentado como «el ungido del Señor» (es decir, ¡el Mesías!) gracias a su política de permitir el regreso a casa de los judíos exiliados en Babilonia, y en su edicto autorizando la reconstrucción del templo en Jerusalén. Y en el libro de Ester, el rey Jerjes, que para los griegos parece ser el epítome de arrogancia, crueldad y traición, aparece como el amable y honesto Asuero, que estuvo a punto de maltratar a los judíos a causa de los malos consejos, pero que los trató con amabilidad en cuanto fue descubierto el engaño. Sin embargo, existe una gran diferencia entre la forma de vida sencilla, honesta y noble que Herodoto atribuye a los primeros persas, y los cuentos de lujo y arrogancia que los griegos posteriores atribuyen a los persas. ;De dónde surge esta diferencia? Quizá los persas habían cambiado: desde luego parece que Herodoto creía que estaban cambiando para mal, bajo la influencia del poder imperial y la riqueza y el lujo que lo hicieron posible. Aunque no cabe duda que Herodoto y los demás griegos pueden ser sospechosos de unas inclinaciones antipersas, no sería nada sorprendente que cierta decadencia infectase realmente a la cultura persa después de una o dos generaciones de poder y riqueza imperiales.
Al final de su historia, Herodoto explica una de sus historias características, sobre Ciro y los persas. Según cuenta, a finales del reinado de Ciro, los persas enviaron a su rey una delegación con una petición. Como ahora eran los dominadores de toda Asia Occidental, les parecía inapropiado que siguieran viviendo en un país pobre, duro y montañoso mientras que muchos de sus súbditos vivían en tierras mucho más dulces y más favorecidas por el clima. Proponían al rey que se hicieran con las tierras más placenteras de las que controlaban y que todos se trasladaran hasta allí, expulsando a sus habitantes actuales.
Ciro les contestó que podían hacerlo si lo querían, pero que entonces se preparasen para perder su poder y para convertirse de nuevo en un pueblo sometido. Porque, según reflexionaba el rey, las tierras suaves, criaban a personas suaves; había sido la naturaleza dura y pobre de su patria lo que había convertido a los persas en un pueblo duro y conquistador, y no podían esperar que siguieran siéndolo si se trasladaban a un país suave. Impresionados por este punto de vista, dice Herodoto, los persas decidieron quedarse en su propio país. Pero de hecho Darío se trasladó a Susa, en la tierra de los antiguos elamitas, una tierra más llana y rica, con un clima más suave y cálido. Y muchos persas se trasladaron de su patria a Susa, o a las diversas satrapías, y pasaron a vivir una vida de comodidades y lujos. Creo que el relato de Herodoto intenta indicar las razones del declive persa y de la victoria griega de su época: ahora eran los griegos los que tenían las virtudes, nacidas en un país pobre, duro y montañoso, que los persas habían tenido pero habían perdido. Pero en el año 500 esas ideas se encontraban en el futuro: cuando la amenaza persa se cernió sobre Grecia, nadie tomó a los persas a la ligera o creía que estaban en decadencia. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario