Fuera de Irán lo más probable es que muy poca gente sepa que en su momento
los persas crearon y gobernaron el imperio más grande y poderoso que había
visto el mundo. La fama del Imperio persa se ha visto oscurecido por el imperio
de los romanos, que fue más grande y perduró durante más tiempo, y el hecho más
conocido sobre el Imperio persa es probablemente el aspecto más bien negativo
que fue derrotado y conquistado por Alejandro Magno. Pero entre mediados del
siglo VI a.C. y la llegada de Alejandro en 334, el Imperio persa fue durante
dos siglos el estado más grande, más rico y más poderoso del mundo antiguo,
mucho más grande y poderoso que los imperios anteriores de los egipcios, los
babilonios y los asirios. Y a pesar de la insistencia de los griegos en que los
persas eran crueles y corruptos, el gobierno persa parece ser que en su
conjunto fue bastante suave y justo a ojos de la mayoría de los pueblos
sometidos, aunque sólo fuera en comparación con imperios anteriores. En la
época en la que el Imperio persa tomó el control de toda Asia occidental, ya
existía una larga tradición de imperios en esta parte del mundo, que se
remontaban al tercer milenio con gobernantes sumerios como Gudea de Lagash y
Sargón de Acad, al Imperio babilonio de principios del segundo milenio con el
gran Hammurabi y otros, y sobre todos, a finales del segundo milenio y —de
forma revivida— entre 800 y 612, el poderoso Imperio asirio, el más grande de
todos estos imperios antiguos.
Lo más importante es que estos primeros imperios habían acostumbrado a la
mayor parte de los pueblos de Asia occidental a ser gobernados por un poder
imperial, de manera que la tarea de conquista por parte de los persas fue mucho
más sencilla.
En su momento culminante, entre 510 y 480, el Imperio persa era un poder
verdaderamente vasto y multiétnico. Cubría toda Asia occidental desde los
modernos Pakistán y Afganistán, y las antiguas repúblicas soviética en Asia
central (Urkmenistán, Tayikistán y Uzbekistán), hasta los mares Egeo y
Mediterráneo en el oeste, incluyendo los modernos Turquía, Siria, Líbano e
Israel/ Palestina, y se extendía hacia el noreste de África en los modernos
Egipto, Libia y Sudán. Básicamente comprendía cuatro grandes zonas
culturales/lingüísticas. En su corazón e incluyendo la porción oriental del
imperio, se encontraban las tierras ocupadas por diversos pueblos y tribus de
lengua irania: los persas mismos y sus vecinos del norte, los medos, y los
pueblos partos, bactrianos y saca que habitaban el resto de los modernos Irán y
Afganistán. Estas regiones proporcionaban los guerreros que daban su poder al
imperio, pero existían relativamente pocas ciudades y en general pequeñas, y
desde el punto de vista económico y cultural, esta parte del imperio estaba
menos «avanzada» que otras zonas.
Al oeste de estos territorios centrales del Imperio se encontraba una gran
zona dominada por pueblos semíticos que hablaban una u otra variante del
arameo, comprendiendo Mesopotamia (el Irak moderno), Siria y Palestina. La
«civilización» urbana en esta zona se remontaba a cerca de tres milenios y era
la región que proporcionaba el poder económico al imperio —la rica agricultura
de Mesopotamia, las ciudades florecientes de dicha región y de Siria/Palestina,
y sus grandes redes comerciales establecidas desde antiguo—, así como la mayor
parte de la estructura administrativa que mantenía el imperio en
funcionamiento. Fue por esta última razón que el acadio (la lengua tradicional
de Babilonia y de su clase burocrática) y el arameo se convirtieran en los
idiomas principales de la administración imperial, por delante del persa, que
es lo que se podría haber esperado.
También existían dos grandes extensiones hacia el noroeste y el sudoeste,
respectivamente. La primera comprendía Anatolia o Asia Menor (la Turquía
moderna), una vasta región poblada en la Antigüedad por diferentes grupos
étnico/lingüísticos —lidios, carios, licios, pisidios, panfilios, frigios,
misios, bitinios, paflagonios, capadocios, cilicios, armenios, así como los
griegos que vivían a lo largo de las costas occidentales y septentrionales— y
presentaban una diversidad similar en urbanización, nivel de «civilización»,
sofisticación económica y otros aspectos. La segunda comprendía Egipto, antigua
en civilización e inmensamente rica gracias a la floreciente agricultura del
valle del Nilo, con extensiones al sur hacia el Sudán y al oeste hacia Libia.
Egipto fue la última de estas grandes zonas en ser conquistada por los persas y
la que más resistencia ofreció al poder persa: los egipcios se rebelaron con
frecuencia y a menudo con un éxito significativo, aunque temporal. Existen registros
de rebeliones a mediados de la década de 480, en la década de 450, y tuvo un
éxito especial una a finales del siglo V que propició que Egipto fuera
independiente durante algo más de cincuenta años antes de su reconquista en
343. Los egipcios siempre aceptaron mal el gobierno persa, o de hecho cualquier
interferencia extranjera, recordando siempre su largo y glorioso pasado.
Sin embargo, la resistencia determinada de los egipcios contra la
dominación persa fue relativamente poco habitual: en general la mayor parte de
los pueblos sometidos permanecieron tranquilos bajo el gobierno persa, a
excepción de ocasionales levantamientos locales provocados por toda una
variedad de razones. Además de su confianza en las tradiciones imperiales
establecidas y en las estructuras administrativas adoptadas de los imperios
anteriores, el éxito persa en mantener a sus súbditos tranquilos y al menos
sumisos a un nivel razonable se puede remitir a una serie de elementos clave
del gobierno persa. En primer lugar, los persas se apoyaron extensamente en las
élites locales para el gobierno inmediato de las regiones de su imperio. Esto
se conoce muy bien en Occidente, donde los líderes locales fueron colocados a
cargo de las diversas ciudades griegas a lo largo de la costa, y una dinastía
familiar nativa —los Hecatómnidas— obtuvo el permiso para gobernar Caria. Pero
parece que esta política se aplicó a todo el imperio, y al permitir a las
élites locales que gobernasen sus regiones de origen —bajo la supervisión de
los gobernadores persas de las grandes provincias del imperio, por supuesto—
los persas eliminaron una posible fuente de desafección: estas élites locales a
las que los persas confiaban el gobierno local no se sentían inclinadas a
rebelarse y a «morder la mano que les daba de comer», por seguir el dicho
popular. Además, los persas establecieron un sistema de calzadas —la mejor
conocida es el gran «camino real» descrito por Herodoto y que conducía de Susa
a Sardes, con una extensión hacia la costa egea en Éfeso— que creaba un sistema
de comunicación eficiente desde el centro del imperio hasta las partes más
alejadas del mismo. A lo largo de estos caminos, que tenían a distancias
regulares posadas donde se podía comer y dormir, y cambiar los caballos los
mensajeros imperiales, eran utilizados por los mensajeros y las fuerzas
militares del imperio, llevando información de un lado a otro y permitiendo
disponer la fuerza militar donde era necesaria. Finalmente, los persas eran
tolerantes con las costumbres, culturas y tradiciones religiosas locales, y no
intentaron imponer sus propias costumbres o religión.
Los pueblos iranios compartían una tradición religiosa que implicaba el
culto a una serie de deidades tradicionales, de las cuales posiblemente las más
importantes eran Mitra y Anahita, el primero de ellos un dios asociado en
especial con el Sol, con luz y fuego, y con el don de la profecía, y por esto
los griegos lo identificaban a veces con Apolo; la segunda era una gran diosa
de la vida en todas sus formas, en la que los griegos vieron parecidos con
Afrodita y Artemisa. En la religión irania jugaba un papel fundamental una
tribu o casta sacerdotal conocida como los Magoi (o Magos), que es posible que
en origen fueran específicamente medos pero que parece que disfrutaron de un
prestigio especial en todas las tierras iranias. Atendían los altares del fuego
sagrado ante los cuales se desarrollaban los cultos religiosos, y en general se
entregaban a la devoción de las tradiciones y ritos religiosos de los dioses
iranios. Herodoto habla mucho de ellos, aunque no queda muy claro hasta qué
punto comprendió su papel o papeles exactos. En tradiciones populares
posteriores se les asoció a ritos y conocimientos mágicos, a los que de hecho
han prestado su nombre.
Sin embargo, en el siglo VI, la época en la que los persas se elevaron
hasta el poder imperial, también fue en apariencia el momento en que vivió el
gran profeta iranio Zaratustra o Zoroastro (como lo llamaron los griegos), que
enseñó nuevas ideas religiosas sobre dos fuerzas opuestas en el universo: una
fuerza de verdad, justicia, bondad y luz; y una fuerza de mentira, injusticia,
maldad y oscuridad. Esta visión dualista del mundo tendrá gran influencia en el
pensamiento religioso posterior del Cercano Oriente y de Occidente, y los
gobernantes persas, al menos a partir de Darío el Grande, se adhirieron a este
pensamiento, proclamándose los favoritos del gran dios de la luz y la verdad
Ahura Mazda, y enemigos de la Mentira. Pero los gobernantes persas no eran
exclusivistas ni proselitistas: estaban preparados para ver en las deidades
principales de otros pueblos —el judío Yahvé o el griego Zeus Megistos, por
poner dos ejemplos— a versiones de Ahura Mazda, que merecían respeto. Este
respeto por las tradiciones religiosas locales no fue un factor menor en la
aceptación del gobierno persa por parte de los pueblos sometidos. Pero debemos
considerar cómo llegaron los persas a gobernar su vasto imperio, cómo lo
conquistaron, y para eso debemos volver a los últimos días del poder imperial asirio.
CIRO Y LA CONQUISTA PERSA
Uno de los acontecimientos cruciales
en la historia del Oriente Cercano antiguo fue el saqueo de Nínive, la capital
del gran Imperio asirio, en 612 a.C. Como los asirios habían dominado
Mesopotamia (Irak) y las tierras que la rodeaban hacia el este (Irán
occidental) y oeste (Siria y Palestina) durante poco más o menos seis o siete
siglos, la destrucción de Nínive, y con ella el colapso posterior y la
desaparición del Imperio asirio, marcó realmente el final de una época y el
inicio de algo nuevo. Los asirios, un pueblo imperial marcial y con frecuencia
brutal, desaparecieron sin que nadie se lamentara: de hecho muchos de sus
antiguos súbditos, como los habitantes de Judea, se alegraron de su caída
(véase, por ejemplo, el libro bíblico de Nahum). Pero la desaparición de este
imperio poderoso y de larga duración dejó un vacío de poder en Asia Occidental,
y resultaba todo un interrogante cómo y por quién se llenaría este vacío de
poder. El imperio asirio fue destruido por una coalición de dos poderes: el
nuevo imperio de los medos en el norte de Irán, y un Imperio babilonio revivido
en el sur de Mesopotamia bajo dirección caldea. De éstos, los medos, dirigidos
por su rey Huwakhshatra (Ciáxares en griego), fueron los más efectivos, e
incluso temibles, desde el punto de vista militar. Pero el gobernante caldeo de
Babilonia, Nabopolasar, consiguió imponerse en la alianza y efectuar una
división de Asia Occidental en dos esferas de poder: el Imperio medo ocupaba
Irán y parte de Afganistán, así como el noreste de Irak y una parte de Anatolia
Oriental; y el llamado Imperio neobabilonio mantenía el sur y parte del
noroeste de Irak, junto con Siria y Palestina. Además, el final del poder
asirio permitió el renacimiento de Egipto bajo la dinastía faraónica de los
saítas: Nekau, Psamtik (Psamético en griego) y Amasis (Ahmose en griego) fueron
los reyes más notables; y un nuevo poder se alzó en Anatolia occidental en la
forma del Imperio lidio de Giges y sus sucesores, en especial Aliates y Creso.
Después de algunas guerras iniciales entre babilonios y egipcios, y entre
medos y lidios, parece que se estableció un equilibrio de poder entre estos
cuatro imperios, con los medos de Irán quizá como los más fuertes de los
cuatro, pero les faltaba la fuerza para enfrentarse a los otros tres y
conquistarlos. La capital del Imperio medo se estableció en Ecbatana (Hamadán)
en el norte de Irán, y el imperio abarcaba básicamente tierras y pueblos
iranios; de hecho parece que la atención de los medos estuvo centrada
predominantemente en el sur y en el este, para controlar a los pueblos iranios
en Persia (Fars) y Bactria (Afganistán).
Aunque los restos que han sobrevivido son escasos y mucho menos claros de
lo que nos gustaría, parece ser que los grupos de lengua irania entraron en las
regiones que se consideran históricamente iranias en una serie de movimientos
tribales que culminaron en el siglo VII a.C. Los persas propiamente dichos se
pueden identificar en las fuentes asirías, ubicados en las región más alta de
los montes Zagros (en el Kurdistán moderno) moviéndose hacia el sudeste a lo
largo de lo que en la actualidad es aproximadamente la frontera entre Irán e
Irak para acabar en el año 600 en su patria histórica, la región montañosa de
Fars, justo al este del golfo Pérsico. Mientras tanto, diversos grupos de
tribus y clanes medos seminómadas y criadores de caballos habían ocupado el
norte y en especial el noroeste de Irán, donde las mesetas eran particularmente
favorables para la cría de sus caballos y para su vida pastoril. Estos grupos
se fueron fundiendo gradualmente hasta formar un pueblo unido bajo una sucesión
de líderes influyentes: tenemos noticias de un tal Daiukku que estuvo
incordiando al poder asirio poco antes del año 700, y que probablemente se
pueda identificar con el primer rey medo llamado Deioces por Herodoto; y de
cierto Khshathrita que entró en conflicto con los asirios a principios del
siglo VII. En la segunda mitad del siglo VII, Herodoto menciona al rey Fraortes
(un nombre genuino, pues es la versión griega del medo Frawartish), que
aparentemente expandió el poder medo hacia el este y el sur.
En cualquier caso, el rey Huwakhshatra o Ciáxares, que gobernó desde
aproximadamente 625 a 585, controló toda Media y la mayor parte de los pueblos
iranios vecinos: los parsa (persas) al sur, los parthawa (partos) al noreste, y
los bakhtrish (bactrianos) al este. Avanzado su reinado, Ciáxares libró una
guerra en Anatolia oriental contra el rey lidio Aliates. La guerra terminó de
forma poco clara después de que una gran batalla se viese interrumpida por un
eclipse solar, y los dos reyes acordaran una paz de compromiso, estableciendo
el río Halys como frontera entre ambos reinos, y la boda de Arienis, hija de
Aliates, con Ishtuwegu (Astiages), hijo de Ciáxares, para cimentar la paz. Este
eclipse ha sido identificado como el del 28 de mayo de 585, proporcionándonos
uno de los pocos puntos de apoyo cronológicos en la historia meda.
Además, las fuentes babilonias establecen que fue Huwakhshatra/Ciáxares
quien saqueó Nínive en 612, y la babilonia Crónica de Nabonido establece 550
como el año en que el rey medo Ishtuwegu (Astiages) fue derrocado por el persa
Kurash (Ciro). Esto concuerda bien con las fechas dadas más arriba para
Ciáxares, basadas en Herodoto, mientras que lo último también concuerda con la
cronología de Herodoto sobre la ascensión del poder persa. El resultado de todo
esto es un Imperio medo ascendente que se desarrolla en la primera mitad del
siglo VII bajo reyes llamados Khshathrita y Frawartish, y que llegó a dominar
las tierras iranias durante la segunda mitad del siglo, y el Imperio medo, en
su punto culminante, como una de las grandes potencias del Oriente Medio y
Cercano entre aproximadamente 625 y 550 bajo dos reyes conocidos para los
griegos como Ciáxares y Astiges.
Los persas (parsa) en su patria de Fars eran, durante los reinados de los
dos últimos grandes reyes medos, nada más que un pueblo sometido, aunque
importante, bajo dominio medo. Los persas tenían su propia dinastía gobernante,
que descendía de un fundador legendario llamado Hakhmanish (Aquemenes en
griego) y se dividió en dos ramas a principios del siglo VI. La rama más
importante, en un principio, se convirtió en la dinastía reinante de Anshan,
una ciudad y región al norte de Fars, bajo dominio medo. Un sello cilíndrico
del gran conquistador Ciro (Kurash en persa) procedente de Babilonia nos
informa de su genealogía: «hijo de Kanbujiya (Cambises), gran rey, rey de
Anshan, nieto de Kurash (Ciro), gran rey, rey de Anshan, bisnieto de Chishpish
(Teispes), gran rey, rey de Anshan». Esto representa al menos tres generaciones
de reyes de Anshan antes de Ciro el conquistador, demostrando que los
gobernantes persas de Anshan llevaban ya mucho tiempo en el poder en el momento
de la ascensión de Ciro al trono de Anshan en 560. La importancia de estos
gobernantes persas locales para sus señores medos queda claramente establecida
por un hecho crucial: el rey medo Astiages casó su hija Mandane con Cambises de
Anshan, de manera que Ciro el conquistador fue nieto del rey medo. La
importancia de estos persas en el Imperio medo se basó probablemente en
cuestiones militares: los medos eran guerreros a caballo sobresalientes, quizá
los mejores en el mundo antiguo de su época, en gran parte a causa de la
calidad de los caballos que criaban. Pero también necesitaban una infantería de
primera clase para mantener su imperio, y además de la infantería de origen
medo, los persas proporcionaban arqueros y lanceros que se encontraban entre
los mejores infantes que tenían los medos a su disposición.
El origen del Imperio persa se encuentra en la rebelión de Ciro el Grande
contra su abuelo y señor Astiages en 550 a.C. (la fecha queda establecida por
la contemporánea Crónica de Nabonido procedente de Babilonia). La razón de esta
rebelión, más allá de un simple deseo de poder, no está clara. Herodoto relata
una historia sobre un sueño de Astiages que le llevó a temer al hijo aún no
nacido de su hija, e intentó que matasen al bebé: la historia es, por supuesto,
un cuento popular clásico del tipo Moisés/ Edipo/Blancanieves, y en el caso de
Ciro se demuestra que no es histórico por la información incorrecta sobre el
padre de Ciro. Tal como aparece en Herodoto, Astiages se sintió impulsado por
el sueño a casar a Mandane con un persa sin importancia de manera que sus hijos
no pudieran ser una amenaza (Cambises era de hecho, como sabemos, un poderoso
gobernante subordinado y rey de Anshan). Aun así temeroso del niño, Astiages
(en la historia de Herodoto) ordenó a su mano derecha Harpago que matase a
Ciro; pero Harpago no pudo hacerlo y en su lugar entregó al niño a una pareja
de pastores. Al final, por supuesto, el chico fue reconocido por sus maneras y
su comportamiento reales, y reinstalado en su hogar. Aún así, Harpago fue
castigado por Astiages, que mató al hijo del propio general y le sirvió el
muchacho asado como cena: un castigo espantoso por el que Harpago no perdonó
nunca al rey, y otra muestra de cuento popular clásico (véase por ejemplo las
historias griegas de Tántalo y Pelops, o de Atreo y Tiestes). Estos cuentos
populares proporcionan una explicación de la hostilidad de ambos hacia
Astiages: Ciro, que se rebeló contra su abuelo y señor, y Harpago, que
traicionó a Astiages y se puso del lado de Ciro. En realidad, como la historia
es claramente ahistórica, no conocemos las verdaderas razones de la rebelión de
Ciro y de la traición de Harpago.
Lo que sabemos es que Ciro se rebeló, persuadió a los persas para que le
apoyaran en su rebelión contra el rey medo, y luchó contra el ejército medo en
numerosas batallas; y que el conflicto fue decidido por Harpago el medo al
tomar la determinación de cambiar de bando, situándose al lado de Ciro con
parte del ejército medo. Como consecuencia, Astiages fue derrotado y capturado,
y en lo que fue esencialmente un golpe interno, el Imperio medo se convirtió en
el Imperio persa. Hasta aquí no había nada demasiado remarcable en Ciro y la
conquista del poder por parte de los persas: simplemente consiguieron hacerse
cargo de un imperio que ya estaba en funcionamiento, en parte gracias a la
traición de un jefe militar de dicho imperio. Este origen del poder persa ayuda
a explicar la fusión que realizaron los griegos entre persas y medos, y el
origen de su costumbre habitual de referirse al Imperio persa como «el Medo».
De hecho, en parte sin lugar a dudas gracias al papel tan importante de Harpago
y las fuerzas medas al permitir el éxito de Ciro, los medos fueron tratados
casi como unos socios en el imperio, más que como súbditos, al menos en la
primera época del Imperio persa. Pero Ciro no se sintió satisfecho simplemente
con tomar el control del Imperio medo: la ascendencia persa en las tierras y la
cultura iranias desencadenaron una oleada de nuevo expansionismo que vio como
el Imperio persa se convirtió en el imperio más grande en la historia de
Oriente Medio hasta ese momento.
El primer paso en esta nueva expansión no fue dado por Ciro. El rey lidio
Creso, con su riqueza fabulosa y después de establecer un control firme sobre
todo el oeste y el centro de Asia Menor, incluyendo las ciudades griegas de
Jonia a lo largo de la costa, decidió atacar el primero al Imperio persa en
546. Herodoto explica la agresión de Creso como motivada por el deseo de vengar
la caída de su cuñado Astiages que, como se recordará, se había casado con la
hermana de Creso, Arienis. Resulta mucho más creíble que Creso viera
simplemente en el caos interno en el Imperio medo/persa una oportunidad para
ampliar su propio poder más allá de los límites del Halys que su padre Aliates
se había visto obligado a pactar. Herodoto recoge una historia muy
características sobre la decisión de Creso: supuestamente el rey lidio buscó el
consejo fiel famoso oráculo de Apolo en Delfos antes de decidirse definitivamente
a emprender la guerra. El enviado de Creso premunió al Oráculo qué ocurriría si
Creso fuese a la guerra contra los persas. La pitia (sacerdotisa del Oráculo)
respondió que, si Creso atacaba a los persas, destruiría un imperio poderoso.
Esto le sonó bien a Creso y declaró la guerra. Pero, por supuesto, se descuidó
de preguntar qué imperio quedaría destruido, el suyo o el de los persas.
Ciro movilizó a su ejército y se encontró con el ejército lidio al mando de
Creso en Anatolia oriental. Se libró una gran batalla, casi a finales del
verano, en la que se repartieron los honores: se nos cuenta que la caballería
lidia combatió de forma soberbia y mantuvo al ejército de Creso en la lucha,
aunque los persas les superaban en número. Después de esta batalla culminada en
tablas, Creso decidió que la estación estaba demasiado avanzada para continuar
con la campaña y regresó a casa en Lidia, dispersando su ejército para pasar el
invierno. Aquí podemos observar la diferencia entre un gran líder militar y uno
que sólo es bueno. Dejando a Creso el tiempo suficiente para que se pusiera en
camino, Ciro decidió no regresar a casa para el invierno, sino que siguió a
Creso hasta Sardes, llegando allí poco después de que el ejército de Creso
hubiera sido licenciado para regresar a sus casas. Creso consiguió reunir sus
tropas lidias de las llanuras que rodean Sardes, pero tuvo que librar una
batalla a las afueras de Sardes superado totalmente en número. Aunque la
caballería lidia volvió a combatir de forma heroica, Ciro también tenía una
respuesta para eso. Los caballos lidios no estaban acostumbrados a los
camellos, y Ciro se había dado cuenta en batallas anteriores que nos les
gustaba el olor de dichos animales y que solían alejarse de ellos. Por eso
montó a muchos de sus hombres sobre camellos y los envió contra la caballería
lidia, que no pudo forzar a sus caballos a que se acercasen a esas bestias
extrañas y que olían fatal. Los lidios desmontaron y continuaron la lucha a
pie, pero el resultado fue inevitable: el ejército de Ciro venció, y Creso y
sus hombres se vieron obligados a buscar refugio en la ciudadela de Sardes. Aun
así, no estaba todo perdido: se consideraba que la acrópolis de Sardes era
impenetrable, por buenas razones; y Creso esperaba resistir hasta la primavera,
cuando su ejército y sus aliados se movilizarían y vendrían a su rescate.
Ciro estaba decidido a que no se llegara a ese punto. Muchos de sus
soldados vivían en regiones montañosas de Irán, y eran escaladores
experimentados. Les envió a explorar los acantilados de la acrópolis de Sardes
para buscar una vía de subida. Como ocurre con frecuencia, la solución se
encontró en la vertiente más empinada y aparentemente más impenetrable de la
cindadela. Mientras que los lidios vigilaban con cuidado las murallas de la
acrópolis, en ese lugar por donde parecía imposible que pudieran subir los
soldados enemigos, la vigilancia lidia era laxa, y fue precisamente por allí
por donde un pequeño grupo de montañeses de Ciro escaló la pared y penetró en
la ciudadela. En cuanto algunos de sus hombres estuvieron dentro de la
acrópolis de Sardes, Ciro lanzó un ataque total sobre las murallas, y al cabo
de pocas horas Sardes estuvo en sus manos. Creso fue capturado y probablemente
muerto, aunque Herodoto se enteró de una leyenda según la cual su vida fue
perdonada en el último momento y se convirtió en un consejero valioso de Ciro y
posteriormente del hijo de Ciro, Cambises. Toda Anatolia fue incorporada al
Imperio persa, incluyendo las ciudades griegas de Jonia a lo largo de la costa
occidental. Después de tardar algún tiempo en establecer un control seguro
sobre el antiguo Imperio lidio, Ciro regresó con su ejército y empezó a pensar
en la siguiente fase de su expansión imperial: había puesto los ojos en el
Imperio babilonio.
El Imperio babilonio estaba gobernado en esa época por un rey anciano
llamado Nabonido, cuya familia procedía del norte ríe Mesopotamia. Los dos
grandes gobernantes caldeos, Nabopolasar y Nabucodonosor, habían convertido
Babilonia en una potencia formidable, pero no habían sido capaces de ganarse la
plena aceptación de los babilonios nativos. Los hijos de Nabucodonosor, hombres
muchos más débiles que su gran padre, fueron derrocados, y el anciano general
Nabonido se hizo con el poder. Al principio fue bastante bien recibido, pero su
política religiosa empezó muy pronto a generar descontento. Se le veía como
poco comprometido con los dioses tradicionales de Babilonia y Acad. Su madre
había sido sacerdotisa del dios lunar Sin en su templo de Harrán en el norte de
Mesopotamia. El templo había sido destruido durante las guerras entre los
asirios y los medos, y la mayor ambición de la vida de Nabonido fue restaurar
el templo y el dios de su madre Sin en su antiguo esplendor y honor.
Los sacerdotes babilonios se quejaban de los recursos enormes que Nabonido
dedicaba a este templo distante en el lejano norte, y Nabonido aumentó la
insatisfacción con otras políticas. Decidió extender el poder babilonio con una
campaña en el interior de Arabia, y permaneció allí durante años, perdiéndose
la ceremonia anual del Año Nuevo en Babilonia, que significaba tanto para los
sacerdotes babilonios. Además, cuando aumentó la amenaza «le un ataque persa
después de 545, no regresó a Babilonia, aunque dio órdenes para que las
estatuas de los dioses de las ciudades de Acad y Sumeria fueran llevadas a
Babilonia para garantizar su seguridad, lo que no le granjeó el cariño de las
habitantes de dichas ciudades. Durante su ausencia en Arabia, Babilonia fue
gobernada por su hijo Belsasar, el de la famosa fiesta del bíblico Libro de Daniel.
En las décadas de 590 y 580, el rey Nabucodonosor había realizado campañas
en Palestina, conquistando Judea, saqueando Jerusalén y deportando a Babilonia
a gran parte de su población, el famoso exilio babilónico del Salmo 137: «Junto
a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos, y aun llorábamos, acordándonos de
Sión». Ahora, mientras los babilonios miraban nerviosos hacia el norte y el
este, preguntándose cuándo atacaría Ciro, los exiliados judíos en Babilonia
esperaban el ataque persa con esperanzas. Los persas se movieron en 539 y
conquistaron Babilonia con bastante rapidez y con una relativa facilidad. Como
en el caso de la conquista de Media, Ciro recibió la ayuda de un líder enemigo:
el gobernador de una provincia importante de Babilonia al este del Tigris,
llamado Ugbaru, se pasó con sus fuerzas a los persas. Incluso parece ser que
fue Ugbaru el que capturó Babilonia en nombre de Ciro, mientras el rey persa
realizaba operaciones más al norte. Nabonido, que había regresado a Babilonia
después de una ausencia en Arabia de casi diez años, huyó de la ciudad, pero
fue capturado. Para apaciguar los diversos grupos religiosos, las estatuas de
los dioses que Nabonido había ordenado llevar a Babilonia fueron devueltas a
sus templos, a los judíos se les permitió regresar a Jerusalén, e incluso se
les permitió reconstruir su templo, y Ciro observó los rituales del dios
babilonio Marduk. Con la conquista de Babilonia, Ciro controlaba ahora Asia
desde Afganistán a los mares Mediterráneo y Egeo, y dominaba tres de los cuatro
reinos que habían dividido Oriente después de la caída del Imperio asirio: sólo
Egipto bajo el faraón Amasis seguía independiente del control persa. Durante el
resto de su reinado, parece que Ciro centró su atención en consolidar y en
extender su Imperio hacia el este en dirección a Asia central. Fue allí donde
murió en una batalla contra una tribu nómada en 530.
En consecuencia, quedó en manos del hijo y sucesor de Ciro, Cambises,
decidir qué hacer con Egipto, si es que había que hacer algo. El desafortunado
destino de Cambises fue vivir bajo la sombra de su extraordinario padre. No
sólo fue un gran conquistador, que había construido el imperio más grande que
había conocido el mundo antiguo, sino que además Ciro era un hombre adorable.
Herodoto nos cuenta que los persas lo recordaban como un padre. Cambises tenía
que intentar vivir a la altura de la reputación de su padre, pero carecía
evidentemente del carisma de su padre. Al no tener la habilidad para hacerse
popular, al menos quería demostrar que era el verdadero heredero de su padre
como líder militar, de manera que él también podía conquistar nuevos
territorios para ampliar el Imperio persa. Egipto era el objetivo obvio: los
asirios, en una etapa tardía de su historia, habían conquistado Egipto;
seguramente los persas también podían hacerlo. Y de hecho lo hicieron. Está
claro que Cambises fue un líder militar lo suficientemente capaz puesto que
conquistó Egipto con aparente facilidad. Se libró una gran batalla cerca del
brazo pelusio del Nilo, el brazo más cercano a Palestina, en la que los persas
resultaron victoriosos. Herodoto visitó más tarde el campo de batalla e informó
que aún lo encontró cubierto con los huesos y las calaveras de los hombres que
allí murieron: tiene la pretensión de ser capaz de decir inmediatamente qué
calavera era persa y cuál era egipcia por el grosor del hueso. Hay que señalar
que entrar en Egipto desde Palestina no ha sido nunca fácil: a lo largo de la
historia muchos ejércitos han fracasado en la empresa cuando se enfrentaron a
una defensa decidida. Así que Cambises seguramente merece el mérito de dirigir
con éxito a los persas a través de las defensas egipcias y penetrar en Egipto,
añadiendo al Impelió persa el último de los cuatro imperios sucesores del
asirio. Sin embargo, no sobrevivió demasiado a su victoria.
DARÍO Y LA ORGANIZACIÓN DEL IMPERIO PERSA
En 522 Cambises había muerto, su fin
estuvo rodeado por circunstancias misteriosas. Ya fuera una herida, o una enfermedad,
o asesinato o suicidio, o incluso la ira de Apis, el toro egipcio, que arrebató
a Cambises, como relatan las diferentes versiones, no lo podemos asegurar. Pero
fue sucedido, brevemente, por su hermano pequeño Bardiya o, según las fuentes
griegas, Esmerdis. El reinado de Esmerdis terminó violentamente a causa de una
conspiración de los principales nobles persas, que pretendían que el hombre que
gobernaba como Esmerdis, hijo de Ciro, era de hecho un impostor, puesto que el
verdadero Esmerdis había sido asesinado hacía algún tiempo por orden de su
hermano Cambises. Herodoto explica la historia con gran detalle, pero durante
mucho tiempo su veracidad ha sido puesta en duda por los historiadores que se
preguntan cómo podía saber lo que ocurría en los palacios del rey de Persia, en
los más altos niveles de la sociedad persa. Sin embargo, a mediados del siglo
XIX, un soldado, diplomático e historiador británico, Henry Rawlinson investigó
un gran relieve grabado en piedra en Bisutun al norte de Irán, no muy lejos
Ecbatana (Hamadán), que incluía una gran inscripción en tres idiomas
diferentes. Dos de ellos eran en principio indescifrables, pero el tercero
resultó ser persa antiguo, una lengua conocida por los escritos sagrados del
zoroastrismo (los Avesta), que sigue
en uso. Traducido, el texto resultó ser una especie de «autobiografía» del
nuevo rey Darayawaush (Darío), en la que explica esencialmente la misma
historia sobre Esmerdis que recoge Herodoto, demostrando que Herodoto tenía
acceso a excelentes fuentes persas.
En resumen, siete grandes nobles persas, entre los cuales se encontraba
Darío, llegaron a la conclusión que Esmerdis era un impostor, aunque se puede
sospechar que en realidad simplemente no estaban de acuerdo con la forma en que
estaba gobernando Esmerdis. En cualquier caso, se pusieron de acuerdo para
derrocar al joven rey, o pseudo-rey si tomamos en serio sus pretensiones, y
reemplazarlo por otro miembro de la dinastía real aqueménida. Este sería el
propio Darío, que era un primo lejano de Cambises, descendiente según su propio
relato del mismo Chishpish (Teispes) que era el bisabuelo de Ciro. Los siete
grandes —Otanes, Megabizo, Gobrias, Intafernes, Hidarnes y Ardumanish, además
de Darío— forzaron su entrada en el palacio, aparentemente cerca de Ecbatana,
donde residía Esmerdis y lo mataron. Darío se convirtió en rey en su lugar,
quizá no sólo porque fuera aqueménida y primo de Cambises, sino porque había
sido «portador de la lanza» de Cambises, un cargo importante que hacía que el
ejército persa que Cambises traía de vuelta de Egipto cuando murió lo conociera
y confiara en él. Desde luego, para Darío era crucial un fuerte apoyo militar
del «ejército real» persa, porque su ascensión al trono no fue ampliamente
aceptada en un principio. Estallaron toda una serie de rebeliones por todo el
imperio en los años 521 y 520, y Darío y sus seguidores prácticamente se vieron
obligados a conquistar de nuevo el Imperio persa.
Los problemas empezaron casi inmediatamente después de la ocupación del
trono por parte de Darío, a principios del otoño de 522, en dos de los estados
más antiguos de Oriente Medio, que solían ser potencias por derecho propio y se
sentían muy incómodos como súbditos de los persas: Elam y Babilonia. Las
revueltas en Elam fueron rápidamente aplastadas mediante una demostración de
fuerza, pero en Babilonia un pretendiente que se autodenominó Nabucodonosor y
pretendía ser el hijo de Nabonido consiguió tomar el control del sur de
Mesopotamia, y a principios de octubre los documentos empezaron a datarse en
Babilonia según su reinado. Darío tuvo que conducir su ejército hasta Babilonia
y emprender una dura campaña para recuperar el control: forzó un cruce del
Tigris sobre pieles de animales infladas, y a mediados de diciembre venció en
una gran batalla, que le permitió entrar en Babilonia. Sin embargo, mientras
tanto las revueltas se habían extendido. Media se alzó en rebelión bajo un
gobernante medo llamado (según Darío) Frawartish (Fraortes), pero que se
llamaba a sí mismo Khshathrita de la semilla de Huwakhshatra, es decir, asumía
el nombre del rey medo de mediados del siglo VII que había unido Media y el
primero que luchó con éxito contra los asirios, y pretendía ser descendiente
del gran Ciáxares. Queda claro que esto resultó ser una intento nacional medo
para recuperar el dominio en el Imperio perso-medo, porque eso es lo que era
realmente el Imperio persa. Con Darío con problemas, los levantamientos
nacionales empezaron por todo el imperio. Hubo rebeliones en Armenia, Asiria,
Elam una vez más, Egipto, Partía, y en las tierras de los saca. Pero quizá lo
más peligroso fue que Darío ni siquiera pudo retener la patria persa: cierto
Wahyazdata pretendió ser Bardiya (Esmerdis) y tomó el control de la capital de
Ciro en Pasargada (Pasargadai), desde donde envió tropas hacia la vecina
Aracosia, en un intento por extender su poder.
Para enfrentarse a todos estos levantamientos Darío tenía al menos una
parte del ejército real de Cambises —aunque él mismo admite que en el mejor de
los casos era un ejército pequeño— y sus seis co-conspiradores, que procedían
de algunas de las familias persas más poderosas; además, su padre Wishtaspa
(Hislaspes), que aún estaba vivo y gobernaba la provincia de Hircania, apoyó
como es natural a su hijo, y el gobernador de la vital provincia oriental de
Bactria —llamado Dadarshish— también se declaró a favor de Darío. Hay que
recalcar que Darío actuó con gran energía y eficacia ante todas estas
dificultades y se mostró como un líder superlativo. Hidarnes fue enviado con
una fuerza de medos para contener el levantamiento en Media, y otra fuerza fue
despachada a Armenia para contener allí la revuelta. El propio Darío realizó
otra demostración en Elam, consiguiendo que los rebeldes se sometieran y
entregaran a su jefe para que fuera ejecutado.
En la primavera de 521 Darío avanzó sobre Media y venció en una gran
batalla contra Frawartish/Khshathrita en Kundurush, cerca de Bisutun, que
quebró por completo el levantamiento medo. Columnas volantes fueron enviadas
desde Media hacia Armenia para ayudar en la supresión de la revuelta, y hacia
Hircania donde el padre de Darío había conseguido resistir contra los ataques
de los rebeldes partos e hircanios, y ahora era capaz de emprender una
contraofensiva. Un ejército formado por tropas persas y medas fue enviado
entonces, bajo el mando de un general llamado Artawardiya (Artavasdes), para
atacar al pretendiente Wahyazdata (o Bardiya, como se hacía llamar) en Persis.
Con la ayuda del gobernador de Aracosia, que había decidido ser leal a Darío,
Wahyazdata fue derrotado en una serie de batallas, librándose las cruciales a
finales de mayo y principios de junio en Fars (Persis), lo que permitió a Darío
recobrar un control total sobre la patria persa. Con Media y Persia bajo su
control, Darío estaba ahora firmemente asentado en el trono y sólo quedaban
pendientes operaciones policiales.
Dadarshish en Bactria había tenido éxito en someter a los saca y otros
rebeldes en el extremo más oriental, Histaspes había recuperado el control de
Hircania y Partía, nuevas revueltas en Elam y Babilonia fueron fácilmente
sofocadas por Gobrias e Intafernes, y a finales del año 521 el Imperio había
recuperado el orden casi por completo. En su inscripción autobiográfica en
Bisutun, grabada en la cara de un risco cerca del lugar de su victoria más
importante y crucial en Kundurush, Darío proclamaba orgulloso que había vencido
en diecinueve batallas y que había capturado a nueve «falsos reyes» en un año.
Aun dejando un margen para cierta exageración, y teniendo en cuenta que Darío
se atribuye el mérito de las victorias de sus subordinados, fue un logro
sorprendente.
Desde luego Darío había demostrado que era un heredero digno del gran
conquistador Ciro, y en esencia ocupó el trono del Imperio persa por derecho de
conquista, porque como he señalado con anterioridad prácticamente se vio
obligado a reconquistar casi todo el imperio. Aun así se vio obligado a
desarrollar diversas campañas para consolidar el poder persa en el este. En 519
operó contra los llamados «saca de sombreros picudos» en la región del Caspio,
y en años siguientes llevó su ejército a Gandara (aparentemente el valle del
río Kabul) y más allá hacia el Pakistán moderno, a primera vista para
conquistar las tierras en la orilla occidental del río Indo e incorporarlas al
imperio como una nueva provincia llamada Hindush, por el río que era ahora la
frontera sudeste del imperio. También existen algunas evidencias que sugieren
que Darío pudo visitar Egipto hacia 517, aunque no está claro. Sin embargo, el
poder persa se extendió hacia el sur y hacia el oeste, hacia Kush (Etiopía) y
Put (Libia), en este último caso afectando a los griegos que poblaban la
Cirenaica, tina región de Libia. La ciudad griega de Barca fue capturada y su
población enviada a Susa para el juicio de Darío, según el relato de Herodoto.
Hacia aproximadamente 514, las fronteras oriental y meridional del imperio
se podían considerar satisfactoriamente establecidas, y Darío volvió su
atención hacia Occidente. Ya había tenido la oportunidad de intervenir allí
indirectamente hacia 519, porque el gobernador de Sardes, Oretes, no había
declarado su lealtad a Darío y se había aprovechado de la época de revueltas
para asesinar al gobernador Mitrobates en Dascilio, en el norte de Asia Menor.
Después de eso, Oretes ignoró a los mensajeros de Darío, o incluso los mató,
así que resultaba claro que había que traerlo a capítulo. Un enviado especial
llamado Bageo persuadió a los guardias persas de Oretes para que se rebelasen
contra él en nombre de Darío, y Oretes fue asesinado. En consecuencia, uno de
los Siete, Otanes, fue enviado para hacerse cargo del antiguo territorio lidio,
y extendió ligeramente el poder persa hacia el oeste al capturar Samos —cuyo
gran tirano Polícrates ya había sido atrapado y asesinado por Oretes— e
induciendo a Quíos y Lesbos a que se sometiesen. Hacia 513 o 512, Darío visitó
la parte occidental de su imperio, trayendo consigo al gran ejército real,
porque tenía la intención de extender su poder más hacia el oeste en dirección
a Europa. Su objetivo inmediato era la conquista de Tracia, es decir, a grandes
rasgos la Bulgaria moderna y Rumanía al sur del Danubio, aunque parece que
Darío planeaba cruzar el gran río y extender sus conquistas lo más lejos
posible en la orilla septentrional. Además, el ejército real que trajo consigo,
formado como siempre alrededor de un núcleo sólido de persas y medos, estaba
compuesto por contingentes de todos los pueblos de Asia Menor, entre ellos
griegos jonios. En el caso de los griegos, constituían el poder naval que
quería el rey.
Darío no quería que su gran ejército tuviera que acampar en el Bosforo
durante días o semanas mientras era transbordado lentamente de Asia a Europa.
En consecuencia, un ingeniero griego, Mandrocles de Samos, recibió el encargo por
adelantado de construir un puente sobre el Bosforo para que pudiera cruzar el
ejército. Mandrocles construyó un puente de pontones, atando navíos de guerra
griegos a través del estrecho, muy bien ligados entre ellos y fuertemente
anclados, y construyó una calzada sobre los barcos que de esa forma actuaron de
pontones. Esto no fue una tarea fácil porque la corriente continua a través del
Bosforo desde el mar Negro hacia el Egeo es fuerte, y durante el verano los
vientos habituales suelen soplar en la misma dirección que la corriente. Aún
así, el proyecto tuvo éxito, gracias a los barcos de guerra proporcionados por
las ciudades jonias, y el ejército cruzó con rapidez y seguridad.
Después los barcos de guerra jonios rompieron el puente y navegaron por el
mar Negro hacia la desembocadura del Danubio, y remontaron el río para
encontrarse con Darío en un punto acordado del curso del río. Darío y el
ejército atravesaron Tracia y ganaron la sumisión de varios tribus tracias sin
demasiadas dificultades, alcanzando el Danubio y el lugar de encuentro con los
barcos jonios tal como habían acordado. Una vez allí, los barcos formaron de
nuevo un puente, esta vez para atravesar el Danubio. Los diversos contingentes
de la flota jonia iban comandados por los gobernantes locales en persona
—tiranos según la visión griega— que los gobernadores persas habían colocado
para controlar cada una de las ciudades, siendo Histieo de Mileto el más
importante entre ellos, puesto que Mileto era la ciudad más grande y rica.
Cuando Darío y su ejército cruzaron el Danubio para atacar a los escitas que
vivían en la orilla septentrional, dejó a los jonios en el Danubio con la orden
de retirar el tercio septentrional del puente, pero dejando el resto intacto en
espera del regreso de Darío y su ejército, cuando se completaría de nuevo el
puente para permitir el cruce del ejército. Entonces el ejército persa se
desvaneció en el interior y los jonios esperaron.
Sin embargo, en su intento por conquistar a los escitas, Darío había
mordido más de lo que podía digerir. Las tribus seminómadas no se quedaron para
luchar contra el ejército de Darío: tomaron todas sus posesiones y
desaparecieron en el interior de Rumanía y Ucrania, llevándose todos los
suministros y envenenando los pozos a su paso. Darío y su ejército marcharon de
un lado a otro buscando al enemigo, pero fuera de bandas de hombres a caballo
que les hostigaban y desaparecían en cuanto les atacaba una fuerza sustancial,
no encontraron ningún enemigo. Mientras tanto la situación de los suministros
del ejército se estaba volviendo crítica, con una disminución rápida de los
alimentos y las dificultades para encontrar agua potable en buenas condiciones.
Darío se vio forzado a regresar sin haber conseguido nada y se encaminó hacia
su puente; y ahora la cuestión era si podría evitar el destino que había
encontrado Ciro frente a nómadas similares en Asia central, y si la flota jonia
y el puente que formaban le seguiría esperando. Según parece, la caballería
escita había aparecido ante el puente del Danubio y había intentado persuadir a
los jonios para que se fueran, según relata Herodoto. Pero dándose cuenta que
sus puestos como gobernantes de sus ciudades respectivas dependían del poder de
Darío, los líderes jonios decidieron quedarse y esperar al rey. Por eso resultó
un verdadero alivio, después de una dura marcha y algunos sufrimientos, para
Darío y sus hombres, que al llegar al Danubio encontrasen a los griegos y al
puente intacto, y pudieran cruzar de nuevo hacia Tracia.
Después de esta campaña escita decepcionante pero en ningún caso
desastrosa, Darío decidió que su frontera occidental se encontraba en buenas
condiciones y podía regresar. Había añadido al imperio una nueva gran
provincia, Tracia, y dejaba un ejército importante bajo el mando de un
gobernador llamado Megabazos, con órdenes de extender el poder persa todo lo
posible hacia Occidente. Megabazos extendió su provincia hasta el río Strymón,
y convenció al rey de Macedonia al oeste del Strymón, el rey Amintas, para que
se sometiera al poder persa, que de esta forma entró por primer vez en el norte
de Grecia. Darío, con el resto de su ejército, marchó por el Helesponto y allí
cruzó de nuevo hacia Asia. Se encaminó hacia Sardes, donde permaneció quizá
durante un año o más, poblando la parte occidental del imperio y recibiendo los
informes de Megabazos. Entonces, quizás alrededor de 519, Darío regresó al
centro de su imperio y se retiró definitivamente de las campañas militares
activas, dedicando el resto de su vida a la tarea de organizar el imperio de
una forma concienzuda y eficiente. Dejó a su hermanastro Artafernes como
gobernador en Sardes y para controlar la frontera occidental del imperio, y en
líneas generales le confió la seguridad de esta parte occidental y quizá que
juiciosamente extendiese el poder persa un poco más hacia el oeste si se
presentaba alguna oportunidad.
Según todos los cálculos, Darío ya había conseguido mucho, suficiente quizá
para ganarse el sobrenombre habitual de «Darío el Grande», pero sus logros
principales se desarrollaron en los siguientes veinte años de gobierno
pacífico. Reorganizó completamente el imperio y lo orientó como si fuera un
negocio. Según Herodoto, la nobleza persa en lugar de admirar su trabajo se
burlaban de él —supuestamente se referían a Ciro como a un padre, a Cambises
como a un maestro, pero a Darío como a un simple tendero— pero en realidad fue
la obra de Darío más que ningún otro factor lo que permitió al imperio
funcionar de forma eficaz y perdurar durante algo más de 150 años, hasta que Alejandro
Magno tomó su control. Según cuenta Herodoto, Darío dividió el imperio en 20
provincias bien definidas (el número varió después cuando se añadieron de vez
en cuando nuevas provincias por conquista o división), cada una de ellas bajo
un gobernador militar y político llamado sátrapa (khshathrapan) y cada una
pagaba un tributo bien definido al tesoro imperial. Persia (Parsa) se añadía
con frecuencia como la provincia número veintiuno, pero no se trataba de una
satrapía tributaria como las demás. La lista que presenta Herodoto es la
siguiente:
1. los jonios y los pueblos vecinos, tributan 400
talentos de plata;
2. los lidios y sus vecinos, tributan 500
talentos;
3. la región del Helesponto, tributa 300
talentos;
4. Cilicia, tributa 500 talentos y 360
caballos;
5. Siria y Palestina, incluyendo Fenicia, tributan
350 talentos;
6. Egipto y Libia, tributan 700 talentos;
7. Gandara y los pueblos de los alrededores,
tributan 170 talentos;
8. Susiane, tributa 300 talentos;
9. Babilonia y Asiria, tributan 1.000 talentos y
500 eunucos;
10. Media, tributa 450 talentos;
11. la región del Caspio, tributa 200
talentos;
12. Bactria, tributa 360 talentos;
13. Armenia, tributa 400 talentos;
14. los sagartianos y sus vecinos, tributan 600
talentos;
15. los saca, 250 talentos;
16. Partia, tributa 300 talentos;
17. los paricanios, tributan 400 talentos;
18. la región de Matiene, tributa 200
talentos;
19. los moschoi y sus vecinos, tributan 300
talentos;
20. los indios, tributan 360 talentos de oro (que
equivalen aproximadamente a 4.680 talentos de plata).
En definitiva, el tributo anual total sumaba más de 14.500 talentos de
plata, una suma realmente esplendorosa. No es posible expresar las antiguas
cantidades de dinero en unos términos modernos que puedan resultar útiles, pero
una comparación puede ser de utilidad. Los atenienses en la cima de su poder a
mediados del siglo V recibían un tributo anual de sus aliados que no llegaba a
los 400 talentos. Con ellos fueron capaces de construir y mantener la flota más
poderosa del mundo antiguo, luchar con éxito contra las persas y (a veces)
contra los espartanos, construir algunos de los edificios más caros y más
admirados del mundo antiguo (el principal de ellos el Partenón), y crear un
fondo de reserva que en 432 a.C. alcanzaba la suma de 10.000 talentos. El
tributo anual que recibían los reyes persas representaba más de treinta veces
el que percibían los atenienses, que les permitía hacer todas esas cosas.
Esplendoroso resulta un término inadecuado para describir el tamaño de estos
ingresos tributarios.
Después de organizar de esta forma el imperio, y de hacer a los sátrapas
responsables de la recaudación y el envío del tributo, así como de la seguridad
interna y de las fronteras de sus respectivas satrapías, Darío tenía a su
disposición recursos inmensos para llevar a cabo todos sus planes para la
consolidación del imperio. La lista de Herodoto es fiable en líneas generales:
disponemos de varias listas de pueblos sometidos procedentes de las
inscripciones monumentales de Darío, y tenemos una gran descripción de los
pueblos del imperio ofreciendo tributo grabada en los muros de la apadana (sala de audiencias) de Darío en
Persépolis; y aunque existen algunas variaciones (probablemente debidas en su
mayor parte a la distinción de pueblos sometidos, por un lado, y provincias,
por el otro) estas fuentes en su conjunto corroboran a Herodoto con suficiente
precisión.
Además de organizar eficientemente su imperio de esta forma, Darío se
preocupó en dejar detrás monumentos que asegurasen que se le recordase, y en
dar al imperio unas capitales impresionantes. En este último aspecto, parece
ser que bajo Ciro la capital fue Pasargadai (Pasargada), donde fue enterrado
Ciro en una tumba monumental, que fue visitado por Alejandro Magno y aún se
puede ver, y que siguió actuando como un centro imperial y ceremonial
importante; de igual forma, la capital meda Ecbatana siguió sirviendo como
capital y como sede de la corte; y también Babilonia jugó un papel importante
como centro administrativo imperial y como sede ocasional de la corte. Pero
Darío construyó dos nuevas capitales imperiales, una de las cuales (según las
fuentes griegas) se convirtió en el centro principal de su gobierno: Susa y Persépolis.
Ambas fueron excavadas en profundidad antes de que el régimen islámico
posterior a Jomeini terminase con estas actividades en Irán, y los restos que
fueron publicados como resultado de las investigaciones son extremadamente
impresionantes. Resulta evidente que se gastaron grandes recursos en construir
inmensos complejos reales en los dos lugares. Susa fue la capital principal,
desde la que gobernó Darío; Persépolis, en el corazón de Persia, fue el palacio
de verano y un lazo de unión con las antiguas sensibilidades persas, y también
fue especialmente importante por la construcción en la cercana de
Naqsh-i-Rustam de un gran complejo funerario para Darío y sus sucesores.
Pero quizá lo más importante fue la cuidadosa organización del ejército
real persa. Darío estaba orgulloso de sus logros militares, y de sus
habilidades militares. En las inscripciones de su tumba en Naqsh-i-Rustam su
primera alabanza, después de nombrarse como favorito del gran dios Ahura Mazda
y anunciar que gobernó por el favor de Ahura Mazda, fue para sus habilidades
militares: «como arquero, soy un buen arquero, tanto a caballo como a pie; como
lancero, soy un buen lancero, tanto a caballo como a pie». El rey persa era un
monarca militar, y debía demostrar el valor personal del guerrero persa. Las
armas de los persas, como se indica aquí, eran el arco y la lanza ligera o
jabalina. Sus armas personales acompañaban siempre al rey, y los portadores de
su arco y lanza personales eran consejeros políticos y militares importantes y
en los que confiaba totalmente.
El núcleo persa y medo del ejército fue organizado en unidades
estructuradas en función de su equipamiento. La unidad más importante fue la
guardia imperial de 10.000 hombres y que eran conocidos por los griegos como
los «Inmortales», porque se suponía que su número siempre era exactamente de
10.000 y cualquier hombre que muriera o se retirara era sustituido
inmediatamente. Los Inmortales vestían las largas togas, los pantalones y los
altos gorros de fieltro habituales de los guerreros persas y medos; pero por
encima de estas vestiduras llevaban una armadura ligera de escamas, parecidas a
las de los peces, y portaban lanzas largas con manzanas de oro en lugar de las
puntas traseras, y por supuesto los ubicuos arcos y flechas que eran el arma
persa más característica. Sus escudos eran ligeros, y elaborados con una
especie de mimbre reforzado que era efectivo para detener o desviar flechas y
jabalinas, y también llevaban espadas curvas, parecidas a cimitarras. Los otros
regimientos de la infantería persa tenían una equipamiento similar, pero la
mayoría de ellos sin la armadura de escamas y con jabalinas más cortas.
Los persas, nacidos y criados en las montañas, primaban la movilidad y
combatían como infantería ligera. Eran muy disciplinados y en batalla su
táctica principal era correr hasta colocarse a distancia de arco del enemigo
(quizás a unos cien metros, poco más o menos), detenerse allí y levantar sus
grandes escudos de mimbre, formando una gran muralla de escudos, desde detrás
de la cual lanzaban rápidas andanadas de flechas contra la formación enemiga.
Cada soldado portaba un carcaj lleno con docenas de flechas y la lluvia de
estas flechas, disparadas por un arco compuesto (el llamado arco escita) que
tenía un alcance considerable y disparaba con gran fuerza, podía ser
devastadora. La velocidad de disparo era crucial, y el arquero persa podía
disparar una flecha cada pocos segundos. Cuando las flechas habían realizado su
trabajo de herir, matar, desorganizar y desmoralizar al enemigo, los persas
dejaban de lado los arcos, cogían los escudos, y cargaban con las lanzas, que
eran lanzadas contra el enemigo desde corta distancia, y después blandían la
espada, que se utilizaba para terminar con el enemigo. También existían
unidades especiales de apoyo —honderos y otros tipos de infantería,
principalmente de los pueblos sometidos— para escaramucear, explorar, forrajear
y otras tareas por el estilo.
También era muy importante para el sistema de combate persa la caballería,
la mayor parte procedente de Media. Vestida y equipada como la infantería,
participaban en la batalla, donde tenían cuatro funciones clave. Antes de la
batalla, cabalgaban alrededor de las fuerzas enemigas mientras se acercaban y
acampaban, saqueando e intentando desorganizar sus columnas de marcha y
abastecimiento. Esto lo podían hacer de forma muy efectiva, como lo demuestra
el relato de Herodoto sobre la batalla de Platea. Durante la preparación y las
primeras etapas de la batalla, recorrían el frente de la formación enemiga
mientras se desplegaba y preparaba, cargando por unidades, cada una de estas
unidades se acercaba a la formación enemiga y después se alejaba de ella,
disparando flechas y/o lanzando jabalinas, y alejándose al galope para dejar
paso a la siguiente unidad. De esta forma se podía mantener un bombardeo
constante de flechas y lanzas, y el efecto de las constantes cargas de
caballería sobre los nervios del enemigo debía provocar un gran desgaste.
A veces, sólo con esta táctica se conseguía quebrantar al enemigo y
conseguir que huyera. En cuanto la infantería persa avanzaba hasta la distancia
de disparo de flecha, la caballería se retiraba a los flancos del ejército,
donde su tarea consistía en intentar superar el flanco de las fuerzas enemigas
por un lado o por ambos, de manera que les pudieran atacar por la retaguardia
mientras la infantería atacaba por el frente. Finalmente, cuando el enemigo
rompía sus filas y huía, el trabajo de la caballería era perseguir, matar a
todos los que pudieran y evitar que el enemigo se pudiera reagrupar para volver
a luchar. Cooperando de esta forma, la infantería y la caballería persa y meda
conquistaron todo el occidente de Asia, como hemos visto, y se ganaron una
reputación merecida como guerreros temibles e invencibles.
Queda pendiente de analizar otro elemento de la guerra por tierra: el tema
de los asedios. Durante la conquista y el control de un imperio, uno no se
puede permitir que le obstaculicen las fortificaciones. En esta época, la
antigua tecnología de asedio era bastante simple: no existía nada que se
pudiera considerar artillería, excepto el arco, y no se utilizaban máquinas de
asedio complejas. Las escalas y el minado (bajo las murallas enemigas, para
penetrar con un túnel en la ciudad enemiga o conseguir que se derrumbase parte
de la muralla) ya eran conocidos y utilizados por los asirios. Sin embargo, los
persas apreciaron de forma especial la rampa de asedio. El ejército persa
habitual incorporaba grandes fuerzas reclutadas entre los pueblos sometidos, que
eran de un uso limitado en una batalla campal. Pero esto significaba que
habitualmente tenían mucha mano de obra que podía cavar y acarrear, o construir
y acarrear, tierra, piedras y árboles en vastas cantidades para erigir rampas
que gradualmente iban subiendo en una cuesta ligera hasta la cima de las
murallas enemigas. Arqueros y honderos daban fuego de cobertura a los hombres
que construían las rampas a medida que se aproximaban a las murallas enemigas.
Una vez completada la rampa, la infantería persa podía cargar por ella y
superar los muros enemigos para penetrar en la ciudad. Un ejemplo notable de
una rampa de asedio persa de este tipo ha sido excavada por los arqueólogos en
Pafos, en Chipre.
En definitiva, el ejército persa, en su forma totalmente desarrollada bajo
Darío, era un verdadero ejército de armas combina(las: infantería de élite y
fuerzas de caballería entrenadas para cooperar entre ellas, y una variedad de
unidades de apoyo, incluyendo «zapadores» para las operaciones de asedio. Los
griegos, con sus túnicas y su costumbre de ejercitarse desnudos, consideraban
que las voluminosas ropas persas, en especial los pantalones, eran absurdas e
incluso «afeminadas»; y con su armadura y escudo pesados, y sus lanzas
resistentes, llegaron a despreciar a la infantería ligera persa y a la
caballería meda. Pero este desdén no nació hasta después de sus victorias
durante las invasiones persas. Antes de las batallas de Maratón y Platea, los
griegos temían a la infantería persa, les sobrecogía la caballería meda y
consideraban que el atuendo persa era más temible que ridículo. Hasta la época
de Maratón se habían producido una serie de enfrentamientos militares entre
persas y griegos, como veremos, y de forma invariable los persas resultaron
victoriosos. Los griegos del siglo VI y principios del siglo V no despreciaban
a persas y medos, sino todo lo contrario: los respetaban y temían, y tenían
muchas razones para hacerlo. Por eso resulta aún más destacable que, al final,
se atrevieran a enfrentarse a los persas; y para los griegos no fue fácil
obtener la victoria final. Los persas y los medos se encontraban entre los
pueblos y sistemas militares más destacados de la historia.
Herodoto, a pesar de escribir a mediados del siglo V, aún muestra el
profundo respeto de los griegos por los persas, por su cultura, por sus
habilidades guerreras y por su poder. Nunca habla del liderazgo, la nobleza y
el ejército persa con nada que no sea respeto, y aprecia de forma apropiada su
valor, su disciplina y su sistema militar. Su relato del sistema educativo de
la nobleza persa se ha citado frecuentemente con aprobación. Según Herodoto, al
persa se le enseñaban tres cosas básicas: montar a caballo, disparar un arco y
decir la verdad. Para él, se trataba de una educación sencilla y noble, y que
se ajusta básicamente a la verdad lo pone en evidencia el texto de Darío que se
ha citado más arriba, en el que enfatiza sus habilidades como jinete y como
arquero. También hay que señalar que la verdad también juega un papel
importante en la autopresentación de Darío, y en la religión persa. Los persas
de la época de Darío crecían en una forma de zoroastrismo, aunque no eran
intolerantes o misioneros con su religión. En el zoroastrismo, el cosmos está
gobernado por dos deidades opuestas —Ahina Mazda, el gran dios de la verdad, la
luz y la bondad; y Ahí imán, el dios de la oscuridad, la mentira y la maldad—
que se encuentran en un conflicto constante entre ellos. Los seres humanos
tienen que elegir un bando en este conflicto, y todos los seres humanos buenos
estarán naturalmente del lado de Ahura Mazda y lucharán por la verdad y la luz.
Darío se refiere en sus inscripciones constantemente a Ahura Mazda como su
patrono y benefactor, y de forma constante caracteriza a sus enemigos como
defensores de la Mentira.
Mientras mantuvieron este noble sistema de valores, y un nivel considerable
de tolerancia por los valores, las culturas y las religiones de sus súbditos,
el gobierno persa no se vio como demasiado pesado en la mayor parte de Asia
occidental. Para algunos incluso fue bienvenido. En el libro bíblico de Isaías,
el rey persa Ciro es presentado como «el ungido del Señor» (es decir, ¡el
Mesías!) gracias a su política de permitir el regreso a casa de los judíos
exiliados en Babilonia, y en su edicto autorizando la reconstrucción del templo
en Jerusalén. Y en el libro de Ester, el rey Jerjes, que para los griegos
parece ser el epítome de arrogancia, crueldad y traición, aparece como el
amable y honesto Asuero, que estuvo a punto de maltratar a los judíos a causa
de los malos consejos, pero que los trató con amabilidad en cuanto fue
descubierto el engaño. Sin embargo, existe una gran diferencia entre la forma
de vida sencilla, honesta y noble que Herodoto atribuye a los primeros persas,
y los cuentos de lujo y arrogancia que los griegos posteriores atribuyen a los
persas. ;De dónde surge esta diferencia? Quizá los persas habían cambiado:
desde luego parece que Herodoto creía que estaban cambiando para mal, bajo la
influencia del poder imperial y la riqueza y el lujo que lo hicieron posible.
Aunque no cabe duda que Herodoto y los demás griegos pueden ser sospechosos de
unas inclinaciones antipersas, no sería nada sorprendente que cierta decadencia
infectase realmente a la cultura persa después de una o dos generaciones de
poder y riqueza imperiales.
Al final de su historia, Herodoto explica una de sus historias
características, sobre Ciro y los persas. Según cuenta, a finales del reinado
de Ciro, los persas enviaron a su rey una delegación con una petición. Como
ahora eran los dominadores de toda Asia Occidental, les parecía inapropiado que
siguieran viviendo en un país pobre, duro y montañoso mientras que muchos de
sus súbditos vivían en tierras mucho más dulces y más favorecidas por el clima.
Proponían al rey que se hicieran con las tierras más placenteras de las que
controlaban y que todos se trasladaran hasta allí, expulsando a sus habitantes
actuales.
Ciro les contestó que podían hacerlo si lo querían, pero que entonces se
preparasen para perder su poder y para convertirse de nuevo en un pueblo
sometido. Porque, según reflexionaba el rey, las tierras suaves, criaban a
personas suaves; había sido la naturaleza dura y pobre de su patria lo que
había convertido a los persas en un pueblo duro y conquistador, y no podían
esperar que siguieran siéndolo si se trasladaban a un país suave. Impresionados
por este punto de vista, dice Herodoto, los persas decidieron quedarse en su
propio país. Pero de hecho Darío se trasladó a Susa, en la tierra de los
antiguos elamitas, una tierra más llana y rica, con un clima más suave y
cálido. Y muchos persas se trasladaron de su patria a Susa, o a las diversas
satrapías, y pasaron a vivir una vida de comodidades y lujos. Creo que el
relato de Herodoto intenta indicar las razones del declive persa y de la
victoria griega de su época: ahora eran los griegos los que tenían las
virtudes, nacidas en un país pobre, duro y montañoso, que los persas habían
tenido pero habían perdido. Pero en el año 500 esas ideas se encontraban en el
futuro: cuando la amenaza persa se cernió sobre Grecia, nadie tomó a los persas
a la ligera o creía que estaban en decadencia.
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