a. Glauco, hijo de Sísifo y Mérope y padre de Belerofontes vivía en Potnias, cerca de
Tebas, donde menospreciando el poder de Afrodita, no permitió que sus yeguas
criasen. De ese modo esperaba hacerlas más briosas que otras competidoras en
las carreras de carros, que constituían su interés principal. Pero Afrodita se
sintió ofendida y se quejó a Zeus de que Glauco había llegado a alimentar a las
yeguas con carné humana. Cuando Zeus le permitió hacer lo que deseara contra
Glauco, ella llevó a las yeguas una noche a que bebieran de un pozo que le
estaba consagrado y pacieran una hierba llamada hipomanes que crecía en su
boca. Hizo eso poco antes que Jasón celebrara los juegos fúnebres de Pelias en
la costa marítima de Yolco, y, tan pronto como Glauco unció las yeguas a su
carro, los animales se desbocaron, derribaron el carro y arrastraron a Glauco
por el suelo, enredado en las riendas, por todo lo largo del estadio, y luego lo devoraron vivo[1]. Pero algunos dicen que
esto sucedió en Potnies, y no en Yolco; y otros que Glauco se arrojó al mar
afligido por Melicertes, el hijo de Atamante; o que Glauco era el nombre que se
dio a Melicertes después de su muerte[2].
b. El ánima de Glauco, llamada Taraxipo, o
Excita-caballos, todavía frecuenta el Istmo de Corinto, donde su padre Sísifo
le enseñó por primera vez el arte del auriga, y se deleita asustando a los
caballos en los Juegos ístmicos, causando así muchas muertes. Otro asustador de
caballos es el espectro de Mirtilo, a quien mató Pélope. Frecuenta el estadio
de Olimpia, donde los aurigas le ofrecen sacrificios con la esperanza de evitar
la muerte[3].
*
1. Los mitos de Licurgo (véase 27.e) y Diomedes
(véase 130.b) sugieren que el rey sagrado pre-heleno era descuartizado al final
de su reinado por mujeres disfrazadas de yeguas. En la época helena este ritual
fue modificado de manera que la víctima moría arrastrada por una cuadriga, como
en los mitos de Hipólito (véase 101.g), Layo (véase 105.d) Enómao (véase
109.j), Abdero (véase 130.1), Héctor (véase 163.4) y otros. En las festividades
del Año Nuevo en Babilonia, cuando se creía que el dios Sol, Marduk, encarnado
en el rey, estaba en el Infierno luchando con el monstruo marino Tiamat (véase
73.7), se dejaba suelto en la calle un carro tirado por cuatro caballos
indómitos, para simbolizar el estado caótico del mundo durante la transmisión
de la corona; probablemente con un muñeco que representaba al auriga trabado en
las riendas. Si el ritual babilonio tenía el mismo origen que el griego, un
niño interrex sucedería al Rey en el
trono y el lecho durante su fallecimiento de un sólo día y al amanecer del día
siguiente le arrastrarían detrás del carro, como en los mitos de Faetonte
(véase 42.2) e Hipólito (véase 101.g). El Rey era entonces reinstalado en su
trono.
2. El mito de Glauco es poco corriente. No sólo
sufre las consecuencias del rompimiento del carro, sino
que, además, le devoran lis yeguas. El que despreciara a
Afrodita y no dejara que parieran sus yeguas índica una
tentativa patriarcal de suprimir las
festividades eróticas de Tebas en honor de las
Potniadas («las poderosas»), o sea, la tríada de la Luna.
3. El Taraxipo parece haber sido una estatua regia
arcaica que marcaba la primera vuelta del estadio; distraía a los caballos que
corrían por primera vez en el estadio en el momento en que el auriga trataba de
cortar camino y tomar la curva interior, pero era también el lugar donde se
representaba el rompimiento del carro del rey viejo o su interrex quitándole las pezoneras (véase 109.j).
4. Es probable que Glauco («gris verdoso») fuera, en
cierto sentido, el representante minoico que iba al Istmo (véase 90.7) con los
edictos anuales y en otro Melicertes (Melkardi, «guardián de la ciudad»),
título fenicio del rey de Corinto, quien teóricamente llegaba cada año, recién
nacido, cabalgando en un delfín (véase 70.5 y 87.2), y era arrojado al mar
cuando terminaba su reinado (véase 96.3).
[1]
Homero: Ilíada vi.154; Apolodoro: ii.3.1;
Pausanias: vi.20.9; Higinio: Fábulas
250 y 273; Ovidio: Ibis 557;
Escoliasta sobre Orestes de Eurípides
318 y Fenicias 1131; Eliano: Naturaleza de los animales xv.25.
[2]
Estrabón: ix.2.24; Ateneo:
vii. págs. 296-7.
[3]
Pausanias: vi.20.8.
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