El acontecimiento que se vivió el año
508 a. C. en las colinas de la Acrópolis fue realmente insólito: una masa
enfurecida de atenienses asedió la fortaleza tras cuyos muros se habían
atrincherado Iságoras, el supremo mandatario de Atenas, y el rey Cleomenes I de
Esparta con algunos cientos de partidarios y soldados espartanos. Al tercer
día, los asediados tuvieron que darse por vencidos. A los espartanos se les
permitió marchar libremente, y el mismo Iságoras logró huir sin ser
descubierto, entre las tropas en retirada; sus seguidores, sin embargo, fueron
detenidos y ejecutados.
Las guerras civiles y las intervenciones
militares extranjeras no eran precisamente infrecuentes en el mundo político
griego de entonces; estaban incluso a la orden del día, aunque era un hecho más
bien insólito que una movilización desordenada de ciudadanos atenienses fuese
capaz de poner de rodillas a un rey de Esparta. Pero lo sucedido en este caso
era especial porque precisamente ese rey, Cleomenes, había asediado la
Acrópolis poco tiempo antes —el año 510 a. C.— al frente de un gran grupo de
espartanos, contribuyendo de manera decisiva al derrocamiento de los tiranos
atenienses, que se habían hecho fuertes allí. Destacadas familias de la nobleza
ateniense, sobre todo los Alcmeónidas, al ser enviadas al exilio se
dedicaron a activar la caída de los Pisistrátidas, que habían gobernado Atenas
como tiranos durante más de una generación. Pero como sus fuerzas eran
insuficientes, los Alcmeónidas no vacilaron en sobornar al oráculo de Delfos
para atraer a su bando a los espartanos, contrarios a la tiranía.
A decir verdad, a los espartanos no les
compensó este compromiso. Y ahora, en el año 508 a. C. —tras una segunda
intervención en los conflictos internos de Atenas—, se encontraban de sopetón
en el papel de asediados. El rey Cleomenes, mientras desalojaba la Acrópolis
con sus soldados y se retiraba a Esparta, debió de recordar la expulsión de los
tiranos que él mismo había forzado. El duro proceder contra su compatriota
Iságoras y contra los espartanos, de unos atenienses que poco antes les habían
apoyado para derrocar a la tiranía, marca un punto de inflexión en la historia
de Atenas que solo puede entenderse lanzando una mirada retrospectiva a la
época precedente.
El siglo VI a. C: una historia preliminar
Tras la expulsión de los tiranos, Atenas
corría el riesgo de caer de nuevo en la vorágine de las luchas de la nobleza
por el poder, que a finales del siglo VII y principios del VI amenazaban con
romper la unidad y que, finalmente, llevaron a la palestra al político Solón.
Profundos cambios sociales y económicos habían dislocado el orden político, y
no solo en Atenas. El rápido y creciente empobrecimiento del campesinado, y la
demanda de una mayor participación en las decisiones políticas de grupos no
pertenecientes a la nobleza que habían alcanzado una nueva riqueza, aumentaron
el clamor en pro de una profunda reforma política y social.
Y en esta coyuntura fue elegido arconte
Solón, en el 594 a. C, encomendándosele la tarea de salvar el abismo creciente entre los
grupos sociales dentro de la polis y reequilibrar el tejido del estado
ateniense. A la situación de desorden de Atenas, la dysnomía, Solón
opuso el ideal de la eunomía. Bajo ese nombre aludía a un orden que
tuviera en cuenta el cambio social y económico en Atenas y lograse una nueva
distribución de los derechos políticos y obligaciones dentro de la ciudadanía.
La norma para participar en los procesos de decisión públicos pasó a ser el
patrimonio de cada ciudadano y no su origen. En lo sucesivo, los derechos
políticos del individuo ya no se basarían en las raíces familiares, sino en su
adscripción a una de las cuatro clases patrimoniales, escalonadas según el
capital, en las que Solón dividió a la ciudadanía ateniense.
Todo esto tenía aún poco que ver con la
democracia, aunque dos siglos más tarde Solón fuera considerado su fundador a
los ojos de los atenienses. Lo que a Solón realmente le interesaba era
desmontar los privilegios heredados de las antiguas familias nobles y pasar a
un derecho de cooperación más amplio, pero escalonado, de la ciudadanía
ateniense. La asamblea del pueblo (ekklesía) y el tribunal del pueblo (heliaía)
estaban abiertos a todos los ciudadanos, pero el desempeño de cargos
públicos y seguramente también la elección como miembro del recién creado
consejo, para el que todos los años se elegían a 400 ciudadanos, quedaron
vinculados a determinados ingresos mínimos.
En realidad, se aplicaron en el ámbito
político los mismos principios que ya regían en la organización militar
ateniense, donde cada ciudadano era llamado a filas según sus ingresos: ahora
se asignaron los derechos políticos del mismo modo. La idea básica era
conseguir una nueva unión para constituir el estado y la organización militar,
vinculando de ese modo más estrechamente al conjunto de los ciudadanos a las
responsabilidades en favor del estado (pólis) y fortaleciendo la
cohesión de la ciudadanía por encima de cualquier contradicción. Los estrechos
lazos entre situación patrimonial, obligaciones militares y derechos políticos
de un ciudadano se reflejan en los nombres de las cuatro clases patrimoniales
de Solón, que originalmente se diferenciaban entre sí por el rendimiento de la
cosecha (computado en «medimnoi», es decir, en fanegas de 52,5 l. cada una), y
más tarde según los ingresos en dinero: Pentakosiomédimnoi («de
quinientas fanegas» / más de 500 fanegas), Hippeís («jinetes» en el
ejército / más de 300 fanegas), Zeugítai («soldados de tropa» / más de
200 fanegas) y Thétes («jornaleros» / menos de 200 fanegas).
Esta nueva división «timocrática» de la
ciudadanía ateniense (es decir, que vinculaba las posibilidades de
participación política a la situación patrimonial) fue el núcleo de un amplio
programa de reformas. Solón respondió a la opresiva situación de necesidad
económica y social de Atenas cancelando todas las deudas hipotecarias (seisáchtheia
/ «liberación de cargas») y prohibiendo
vender como esclavos a los deudores incapaces de pagar. Al mismo tiempo, estas
intervenciones sirvieron como medidas de apoyo para una amplia labor de
carácter legislativo que repercutió en casi todos los ámbitos vitales privados
y públicos de los atenienses. Aunque muchas cosas se regularon de nuevo,
algunas siguieron igual o fueron adaptadas a la nueva situación. El hecho de
que las leyes de Solón se fijaran por escrito y las tablas escritas con los
textos de la ley se expusieran en público fue un factor decisivo. Con ello la
nueva jurisprudencia se sustraía a la arbitraria intervención de la justicia
oral y se tornaba comprensible, disponible e incluso reclamable judicialmente
para cualquier ciudadano. La publicación de las bases jurídicas de la polis se
convirtió en la expresión visible de un nuevo orden estatal que pretendía
desvincularse de la poderosa vinculación a la política de las familias nobles
dirigentes y fomentar la participación directa de cada ciudadano en la polis.
Es verdad que, a corto plazo, la
aplicación de los principios timocráticos apenas provocó cambios en las capas
políticas dirigentes: los miembros de las dos clases patrimoniales superiores,
las más influyentes, siguieron identificándose con los miembros de las viejas y
poderosas familias nobles. Pero a largo plazo la situación cambió. Los cargos
políticos empezaron a estar abiertos también a ciudadanos no nobles, siempre
que dispusiesen de los ingresos exigidos; pero lo que la reglamentación de
Solón había logrado, sobre todo, era despertar la autoconciencia ciudadana de
los atenienses. La paulatina disolución del viejo entramado de relaciones y vinculaciones
debilitó la posición de la nobleza, forzándola a nuevas formas de compromiso
político.
Por esa razón, el camino iniciado por
Solón no halló en todas partes la aceptación que hubiera sido necesaria para
estabilizar la situación de manera duradera. Las rivalidades entre las casas
nobles estallaron de nuevo. Las luchas por el poder y por influir en la polis
cobraron incluso mayor dureza, ya que ahora también hacían valer sus derechos
recién adquiridos aquellos que hasta entonces habían estado excluidos de las
decisiones políticas. En la primera mitad del siglo VI, Atenas corría peligro
de hundirse en el caos y en la anarquía debido a las disputas por la dirección
de la polis.
Esta confrontación política solo
concluyó después de que, en el 546 a. C, el ateniense Pisístrato —tras varias
intentonas— consiguiera establecerse en Atenas como tirano. Tras décadas de
encarnizadas luchas partidistas, se desembocó entonces en una tiranía,
precisamente la forma de dominio que Solón había intentado erradicar con sus
reformas. Pero, paradójicamente, fue la tiranía de Pisístrato y de su familia la
que contribuiría en última instancia a fortalecer el orden de Solón. Para
afirmar su poder frente al resto de la nobleza, Pisístrato no solo apostó por
el apoyo de tiranos extranjeros y de tropas de mercenarios, sino que buscó
también en Atenas el apoyo de otros grupos de población al margen de su propia
y reducida clientela. Para neutralizar el afán de poder de sus rivales
políticos, Pisístrato necesitaba numerosos seguidores. Y los encontró sobre
todo en los círculos cuyas esperanzas en las reformas solónicas se habían visto
defraudadas por las posteriores guerras de la nobleza. Es verdad que Pisístrato
no les ofreció una mayor participación en el poder político, que de hecho
concentró en sus manos, pero al menos, desde el punto de vista formal, dejó
intactas las medidas de Solón, pues le resultaban utilísimas para contener la
molesta competencia de los nobles. Atenerse al marco institucional fijado por
Solón limitaba sobremanera las ambiciones políticas de algunos aristócratas,
sobre todo mientras el tirano ejerciera una influencia determinante en el
nombramiento de los cargos políticos. Los viejos mecanismos de poder fueron
derogados, y a los nobles no les quedó más que una salida: o llegar a un
acuerdo con la familia del tirano gobernante, o el exilio.
Al principio, los demás ciudadanos
aceptaron su incapacitación política, ya que con la tiranía al menos había
concluido la desdichada colisión entre las facciones de la nobleza. Por otra
parte, hubo muchos que se beneficiaron del auge económico de Atenas. El
comercio, la artesanía y la industria florecieron; además del vino y del aceite
de oliva, los recipientes de cerámica de todo tipo se convirtieron en un gran
éxito de exportación. Mediante la aplicación de técnicas innovadoras en la
fabricación y diseño, los atenienses consiguieron calidades no alcanzadas hasta
entonces en la producción de cerámica (desarrollo de la pintura de vasos de figuras
rojas) y fueron expulsando paulatinamente del mercado en toda la zona
mediterránea a sus competidores, como, por ejemplo, los corintios. Este
fortalecimiento económico se debía en gran medida a la paz interna de la polis
y a una hábil política económica de los Pisistrátidas, que retomó y continuó
algunas de las medidas puestas en marcha por Solón.
Y también las medidas de los
Pisistrátidas que tenían por objeto fortalecer el sentimiento de unidad de los
ciudadanos atenienses enlazaban con las de Solón. Con ello se crearía un
contrapeso a las casas nobles, atenuando sus posibilidades de influencia
política. Pero mientras que, para Solón, la redistribución del poder político
entre la ciudadanía figuraba en primer plano, para los tiranos la integración
de cada ciudadano en la polis servía exclusivamente para preservar su propio
poder. Todo lo que menoscabase su predominio político debía quedar excluido.
En consecuencia, los tiranos dirigieron
las posibilidades de desarrollo de los atenienses a ámbitos alejados de la
política, que sin embargo también servían para fortalecer la cohesión interna
de toda la polis. Los Pisistrátidas, por ejemplo, fomentaron el resurgir de
cultos y festividades religiosas a las que estaban vinculados todos los
ciudadanos. Las Panateneas en honor de la diosa de la ciudad, Atenea, y las
Dionisíacas se convirtieron, con sus competiciones artísticas y deportivas, en
los puntos culminantes de las festividades anuales de los atenienses. El
costoso realce de las celebraciones iba acompañado de medidas constructoras en
unas dimensiones desconocidas hasta entonces. En la Acrópolis se erigió un
templo en honor de Atenea, más tarde destruido por los persas y nunca
reconstruido, y al sureste de la ciudad se comenzó la construcción del
Olympieion, un templo de enormes dimensiones dedicado a Zeus olímpico. Se
inició la construcción de un sistema de abastecimiento de agua con hermosas
fuentes y una amplia canalización, y en el terreno situado al norte del
Areópago se habilitó una zona generosamente planificada con los primeros edificios
para una nueva agorá, la plaza pública de reunión y mercado. Los
tiranos, deliberadamente, configuraron la ciudad de Atenas como centro
religioso y urbano y como nuevo centro de todo el Ática, para ofrecer a los
ciudadanos un punto de referencia nuevo y esencial por encima de cualquier
vínculo local. Símbolo de este objetivo fue la erección del altar de los doce
dioses en el agora, considerado centro de toda la polis, y a partir del cual se
midieron desde entonces todas las distancias del Ática. La imagen de la ciudad
tenía que ser un signo visible de esplendor del dominio de los tiranos y una
prueba de su poder hacia el exterior.
Con esta política, que renunció al
terror y a la violencia, los Pisistrátidas se aseguraron el apoyo de amplias
capas de la población no noble de Atenas. Este apoyo, sin embargo, no implicaba
en modo alguno una ciega lealtad al tirano. Para muchos, la autocracia del
tirano era solo un mal menor en comparación con las vicisitudes de las luchas
partidistas aristocráticas de tiempos pasados. Así pues, al principio se
sometieron al poder pisistrátida, toda vez que este al menos dejaba intactos
los ingredientes fundamentales de la organización de Solón; pero a la larga se
negaron a aceptar sin más la falta de toda intervención en las decisiones
políticas. Los propios Pisistrátidas contribuyeron decisivamente a ello con su
política; y el creciente bienestar hizo el resto. El abandono por parte de los
ciudadanos de su vinculación política a casas nobles concretas y su orientación
hacia el estado ateniense fortalecieron la autoconciencia cívica, sobre todo
entre las capas más acomodadas. Pero era una mera cuestión de tiempo, y sobre
todo de oportunidad, que estos grupos se negaran a seguir renunciando a
su participación política en la polis.
Tras la muerte de Pisístrato en el
528-527 antes de C., el poder pasó a sus hijos, al principio sin fricciones.
Pero el año 514 a. C. la situación dio un giro radical cuando dos atenienses,
Harmodio y Aristogitón, en un acto de venganza por cuestiones personales,
asesinaron al pisistrátida Hiparco. Su hermano Hipias, que sobrevivió al
atentado, endureció el régimen tiránico, aumentando con ello la oposición de
los atenienses. Ahora ya no eran solamente los nobles opuestos a los
Pisistrátidas, sino también amplios sectores de las clases acomodadas no nobles
quienes deseaban el final de la tiranía. Sin embargo, los atenienses no podían
derrocar la tiranía con sus propias fuerzas. La liberación vino de fuera, en el
510 a. C, cuando soldados espartanos al mando del rey Cleomenes I entraron en
Atenas, obligando a Hipias a abandonar la ciudad.
Clístenes: un nuevo comienzo
político
Todos los atenienses coincidían en su
oposición a la tiranía, pero sus ideas sobre la reorganización política eran
muy diferentes y, tras la caída de la tiranía, se suscitaron intensas disputas.
Un sector de la nobleza esperaba recuperar su antigua hegemonía. El año 508 a.
C. consiguieron que un representante suyo, Iságoras, accediera al cargo supremo
de arconte. Con su ayuda pretendían incluso derogar el orden establecido por
Solón y entregar el poder político a un consejo nobiliario de 300 miembros.
El rival de Iságoras era Clístenes, de
la estirpe de los Alcmeónidas. Al igual que Iságoras, también él aspiraba al
poder. En los años precedentes había sido el auténtico instigador de la lucha
contra la tiranía de Hipias, y era él quien había sobornado a los sacerdotes de Delfos para que
indujeran a los espartanos a intervenir en Atenas. Mientras que Iságoras
pretendía hacer retroceder de nuevo a Atenas a la época del poder aristocrático
de viejo cuño, Clístenes se había dado cuenta de que girar la rueda hacia atrás
era imposible. Si la tiranía había quedado definitivamente desacreditada, las
antiguas formas de poder, reservadas en exclusiva a las antiguas casas nobles,
habían quedado asimismo obsoletas. La tiranía había transformado
irremisiblemente las condiciones marco de la actuación política. Durante casi
medio siglo, los Pisistrátidas habían privado de influencia política a las familias
nobles dirigentes de Atenas impidiendo cualquier actuación política autónoma. Y
esto había supuesto destruir durante mucho tiempo los vínculos tradicionales
entre la nobleza y el resto de la población, arruinando la práctica de los
modelos de conducta políticos tradicionales.
De hecho, las consecuencias de esta
política de los Pisistrátidas no respondían en absoluto a sus auténticas
intenciones. Lo que solo debía haber servido para la propia conservación del
poder acabó ejerciendo una influencia decisiva para allanar el camino a las
exigencias de la ciudadanía de reorganizar los procesos de decisión política.
Clístenes asumió estas demandas y propagó la idea de una amplia
reestructuración de la liga de los ciudadanos atenienses que garantizaría a todos
una participación en la política lo más directa posible. Y, con certero olfato
para captar el transformado clima político de Atenas, consiguió de ese modo
granjearse el apoyo de amplias capas de la población en el enfrentamiento con
Iságoras por la dirección política de Atenas.
Sus enemigos, sin embargo, no estaban
dispuestos a rendirse sin luchar. Sintiéndose a la defensiva, Iságoras, como
anteriormente Clístenes, pidió ayuda a los espartanos. El rey Cleomenes volvió
a intervenir en Atenas, e Iságoras, apoyado por las tropas espartanas,
consiguió expulsar del Ática a Clístenes y a las familias de 700 de sus
partidarios. Pero eso no le bastó para imponer sus propios designios. El
intento de Iságoras de disolver el Consejo creado por Solón (o quizá un Consejo
nuevo constituido de acuerdo con las ideas políticas de Clístenes; las fuentes
nos dejan en la incertidumbre a este respecto), fue la gota que colmó el vaso.
La mayoría de los ciudadanos no estaban dispuestos a dejarse incapacitar
políticamente otra vez. A pesar de que Clístenes y sus más estrechos seguidores
estaban fuera del país, numerosos ciudadanos se reunieron para oponerse por las
armas, y lograron encerrar en la Acrópolis a Iságoras y a sus adeptos políticos
junto con los soldados espartanos que había traído Cleomenes. Los
acontecimientos posteriores se han descrito al comienzo de este capítulo.
Con la victoria sobre Iságoras y sus
seguidores en el 508 a. C, los atenienses se habían defendido con éxito de
todos los intentos de restauración aristocrática y proporcionaron un impulso
decisivo a su demanda de mayor participación en la política. Empezaba a
fructificar lo que las reformas de Solón habían pretendido y que había madurado
bajo la tiranía de los Pisistrátidas, aunque contra su voluntad. La
autoconciencia política de amplias capas de la población se abrió camino por
primera vez y se convirtió en un factor decisivo para la posterior génesis del
orden estatal ateniense en la época clásica. Si hemos colocado al principio de
esta exposición los sucesos del 508 a. C, ha sido porque significaron realmente
un punto de inflexión en la historia de Atenas.
Naturalmente, la victoria sobre Iságoras
supuso también un triunfo para Clístenes. Había sido él quien, con sus ideas,
había dado el impulso decisivo a la oposición; y como los atenienses no
disponían aún de la necesaria confianza en sí mismos, ni tampoco de la
experiencia precisa para ser autónomos y tomar en sus manos la reorganización del estado,
depositaron sus esperanzas en Clístenes, al que reclamaron para que regresara
del exilio. La verdad es que, obrando así, los atenienses seguían aferrándose a
los modelos de conducta y de expectativas de la aristocracia tradicional. Y lo
mismo se podría decir de Clístenes: para él, la puesta en práctica de sus
planes reformistas suponía, en primer lugar, una autoafirmación en el
enfrentamiento con sus oponentes nobles. Desde este punto de vista, las medidas
reformistas de Clístenes siguieron siendo, en cierto sentido, luchas de
rivalidad entre la nobleza.
Si a Solón las partes en litigio le
habían conferido plenos poderes para imponer un nuevo orden, Clístenes encontró
un apoyo tan amplio en los ciudadanos atenienses, a juzgar por todas las
apariencias, que le permitió realizar sus objetivos por la vía de decisiones
mayoritarias ordinarias, contra las que nada pudieron hacer sus enemigos. Para
privar definitivamente a la aristocracia de las bases de su poder, Clístenes
apostó por una amplia reorganización de toda la ciudadanía. Hasta entonces, los
atenienses se organizaban según asociaciones de personas —«filés» («tribus») y
«fratrías» («hermandades»)—, basadas en relaciones gentilicias, es decir, en
relaciones de parentesco más o menos ficticias y dominadas por casas nobles
concretas. La participación de los ciudadanos en las decisiones políticas
dependía de su inclusión en este entramado de relaciones marcado por los
vínculos personales. Y, como vimos, la división adicional de la ciudadanía en
cuatro clases patrimoniales efectuada por Solón había supuesto pocos cambios,
debido a los acontecimientos políticos subsiguientes, a pesar de que, en el
fondo, algunos de esos acontecimientos pretendían eliminar el principio
gentilicio, al menos en el ámbito político.
Por eso, Clístenes emprendió ahora una
vía más radical y proporcionó a la organización política de la unión de ciudadanos
atenienses una hechura completamente nueva. Esta tarea no fue fácil de llevar a
cabo, entre otras razones por el tamaño de la polis ateniense. En efecto, su
territorio no se componía solo de la ciudad de Atenas, sino de todo el Ática.
Desde las altas cadenas montañosas del Parnes y del Citerón en el norte, hasta
el extremo meridional del cabo Sunion, el territorio del estado ateniense
abarcaba más de 2.600 km2, un poco más que la provincia de Vizcaya.
En el periodo de transición del siglo VI al V a. C. debía albergar entre
120.000 y 150.000 habitantes —incluyendo mujeres, niños, extranjeros y
esclavos—, de los cuales unos 25.000-30.000 eran ciudadanos varones de plenos
derechos, es decir, que disfrutaban de todos los derechos y obligaciones
políticas. En la «capital» Atenas y en sus alrededores apenas debía de vivir
una tercera parte del total de la población; el resto se extendía por todo el
Ática, que no solo estaba densamente poblada en las regiones costeras y en las
fértiles llanuras de Eleusis, en Atenas y en el interior, sino también en las
zonas periféricas de las montañas y en los paisajes de colinas del noreste y
del sur. Los asentamientos dispersos, con múltiples granjas aisladas y pueblos,
coexistían junto a pequeños centros urbanos de marcado carácter ciudadano. Esta
diversidad y la densidad de población del Ática había propiciado la emergencia
de múltiples intereses particulares locales. Y sobre todo las viejas estirpes nobles
habían sometido a su poder e influencia algunas regiones en las que —según el
orden gentilicio establecido en la polis— hallaban su clientela y el necesario
sostén para su política.
Para eliminar estas situaciones de dependencia era
necesario abandonar el principio gentilicio con mayor decisión que Solón. Por
esta razón, Clístenes basó su obra de reforma en un principio de índole
meramente territorial, que no tenía en cuenta los extendidos vínculos
regionales. Creó un sistema de «filés» o tribus completamente nuevo, que se
convirtió en el tejido fundamental de la organización política del conjunto de
la ciudadanía. Ciertamente el viejo orden gentilicio de «filés» conservó aún
cierta vigencia social, pero perdió todas sus posibilidades de aplicación en el
ámbito político.
Se empezó por dividir el Ática en tres
grandes zonas: la «ciudad» (ásty — la ciudad de Atenas junto con la
llanura de Kephissos que la circunda hasta la costa de Faleron y el Pireo), la
«costa» (paralía) y el «interior» (mesógeia). Por otro lado, las
comunidades campesinas áticas —y en el caso de Atenas también algunos barrios
de la ciudad— se constituyeron como distritos administrativos («demos»)
agrupados en tres grandes espacios geográficos de 10 unidades cada uno, de modo
que cada espacio tuviera un número de ciudadanos lo más parecido posible. Estas
30 nuevas unidades se llamaron «tritias» («tercios»), y a partir de ellas se
crearon luego un total de 10 nuevas «filés», cada una de las cuales se componía
de una «tritia» de la zona urbana, otra de la costera y otra del interior.
En la estructura extremadamente compleja
de este sistema de «filés», Clístenes quería combinar dos ideas básicas: por un
lado, la estricta aplicación del principio territorial; por otro, el
entremezclamiento de toda la ciudadanía. La unión de varios grupos de «demos»
de diferentes regiones para formar una «filé» debía servir para fortalecer el
sentimiento de unidad de los ciudadanos por encima de sus vínculos locales y
posibilitar una acción política conjunta. Cada una de las 10 nuevas «filés»
recibió el nombre de un héroe ático, cuya adoración religiosa fortalecía la
unidad dentro de cada una. El nuevo entramado de «demos», «tritias» y «filés»
garantizaba una relación equilibrada entre las demandas políticas del ciudadano
individual y los intereses de la colectividad.
Pero la verdadera base de la
reorganización de Clístenes la constituían los «demos», cuya posición se
fortaleció. Al igual que las «filés» y las «tritias», también ellos poseían
instituciones específicas para regular las tareas que les habían sido encomendadas.
Los «demos», a cuya cabeza había unos funcionarios («demarcas»), al principio
elegidos anualmente y más tarde sorteados, disponían de cultos, propiedades y
consejos propios dotados de importantes competencias; porque en los «demos» se
verificaba que todas las demandas estuvieran acordes con el derecho de los
ciudadanos atenienses y se confeccionaban las listas de ciudadanos. En ellos se
nombraban también los candidatos
a ocupar las supremas magistraturas de la polis y multitud de otros cargos y,
más tarde, determinarían también los jueces para los juzgados centrales. Los
«demos» constituían asimismo la unidad inferior de reclutamiento para la
milicia, que se había reorganizado de acuerdo con las 10 «filés», y en la que
tenían que participar los «demos» en proporción a su tamaño. La dotación de
cada regimiento de «filés» ascendía a unos mil hombres armados («hoplitas»);
además, cada filé aportaba un pequeño contingente de caballería, que desde
mediados del siglo V se componía de unos cien hombres.
La pertenencia de cada ateniense a un
«demos» se convirtió en condición imprescindible para asumir plenamente sus
derechos y obligaciones políticas. Externamente esto se manifestó en que, a
partir de entonces, los atenienses unían a su nombre propio, además del nombre
del padre («patronymicon»), el nombre de su «demos» («demoticón»), manifestando
así su calidad de ciudadano de pleno derecho.
La unión entre los «demos» y el conjunto
de la polis se hizo especialmente evidente en la composición y función de la «Bulé»,
el nuevo Consejo creado por Clístenes, que sería el auténtico motor de las
reformas. En este «Consejo de los Quinientos» estaba representada cada una de
las diez nuevas «filés» con cincuenta miembros. Dentro de las «filés» cada
«demos» aportaba un número de consejeros («buleutés») que respondía al tamaño
de su ciudadanía. Estos se sorteaban todos los años en las comunidades entre
los solicitantes (había que tener una edad mínima de treinta años). Pero cada
ciudadano solo podía pertenecer a la Bulé dos veces en su vida, de forma
que la rotación regular en el cargo de los «buleutés» —al igual que muchos
otros magistrados— suponía en cada ciudadano un gran compromiso político.
Esta composición del Consejo no solo
aseguraba una representación representativa, proporcional y equilibrada de
todos los ciudadanos en la Bulé, sino también un compromiso duradero
entre los deseos y demandas a menudo muy diferentes en el seno de la ciudadanía
global. Porque, en el Consejo, los «buleutés» solo podían actuar según las
«filés», por lo que se veían siempre obligados a concertar sus propios
intereses con los de los demás «buleutés» de la misma «filé». Dado que la
mezcla de las «tritias» en cada «filé» había provocado una amplia dispersión
regional de los «demos» y, en consecuencia, también de sus representantes en el
Consejo, los intereses a menudo divergentes de los ciudadanos se debatían no
solo en las sesiones del Consejo general, sino también en las de cada una de
las secciones de las «filés» de la Bulé, las llamadas pritanías. Este
hecho era tanto más importante cuanto que cada pritanía no solo dirigía el
consejo durante una décima parte del año como comité gestor al mando de un
superior (epistátes) elegido a diario por sorteo, sino que hasta
comienzos del siglo IV también ocupó la presidencia de las asambleas populares,
desempeñando así un papel decisivo en la toma de decisiones políticas.
Aunque durante el transcurso del siglo V
la Bulé fue asumiendo múltiples tareas, tales como el control financiero
y la supervisión de las actividades de los funcionarios, ya en la época de
Clístenes se le confirieron competencias centrales. Por ejemplo, estaba en sus
manos el establecimiento del orden del día de la asamblea popular que se reunía
con regularidad; pero aun más importante era que todas las propuestas que se
presentaran a la asamblea popular para que decidiera necesitaban una
deliberación previa y una toma de postura del Consejo. Sin una decisión previa (probúleuma)
del Consejo no se podía votar propuesta alguna en la Asamblea Popular. Aunque la Asamblea Popular, en última instancia,
era soberana a la hora de decidir, y podía modificar más tarde un «probúleuma»
con propuestas adicionales, creando así una estrecha imbricación entre el
consejo y la asamblea popular. Solo la acción conjunta de ambas instituciones
garantizaba la participación de los ciudadanos en los procesos de decisión
política. Como la composición del Consejo era representativa del conjunto de
los ciudadanos atenienses, podía funcionar como contrapeso a la Asamblea
Popular y también representar a todos los ciudadanos que no podían participar
con regularidad en las asambleas populares debido a las enormes distancias
existentes dentro del Ática.
Posiblemente fue ya Clístenes quien
transfirió al Consejo un especial procedimiento de votación que permitía a los
«buleutés» desterrar diez años del país a políticos sospechosos de tiranía; al
expirar dicho periodo, el desterrado, cuyo patrimonio mientras tanto permanecía
intacto, podía regresar a la patria. Como la votación, en la que tenían que
participar como mínimo 200 de los 500 «buleutés», se realizaba mediante
fragmentos de arcilla (óstraka), el procedimiento se denominó ostrakismós
(ostracismo o «juicio de fragmentos»). En los años ochenta del siglo V a.
C. este procedimiento pasó del Consejo a la Asamblea Popular, convirtiéndose en
un arma arrojadiza en los enfrentamientos políticos internos. El momento de la
introducción y las modalidades exactas del ostrakismós se vienen
discutiendo desde la Antigüedad, pero existen indicios que apuntan a Clístenes
como su creador. El ostrakismós demuestra la destacada posición que
tenía el Consejo en el nuevo entramado del orden político, cuya permanencia
había que estabilizar y defender a cualquier precio.
Las reformas de Clístenes habían
definido la posición del ciudadano individual dentro de la polis. La
revalorización de los «demos», y la constitución del Consejo
de los Quinientos sobre todo,
habían abierto a cualquiera la posibilidad de participar directamente en las decisiones
políticas de la polis. Pero aún no cabía hablar de demokratía, aunque ya
se habían establecido las bases necesarias y predibujado las vías para el
futuro desarrollo de la misma. El lema entonces era isonomía («repartición
igual»), en cuanto debía posibilitar la participación igualitaria de todos los
ciudadanos en la vida política. Este concepto evocaba deliberadamente la eunomía
de Solón, que propugnaba la distribución escalonada de los derechos
políticos según las normas timocráticas.
Los principios de Solón no fueron
derogados en su totalidad. Se mantuvo la distribución de la ciudadanía en las
cuatro clases patrimoniales y el acceso a las más altas magistraturas de la
polis siguió estando reservado en principio a los miembros de las dos clases patrimoniales
más elevadas, en las que a finales del siglo VI y principios del V todavía
debieron de dominar las antiguas familias nobles. Por ejemplo, solo estas
podían ser elegidas anualmente para formar parte del máximo gremio dirigente de
los 9 arcontes, para asumir funciones dirigentes en la polis en calidad de Archon
Epónymos («arconte que daba nombre»: por él se denominaba al año oficial /
tareas públicas generales), de Basileús («rey»; asuntos de culto), de Polémarchos
(«jefe del ejército»: mando militar supremo) o de uno de los 6 Thesmothétai
(«que determinan el derecho»: gremio de jueces).
En un principio tampoco llegaron al
Areópago las innovaciones de Clístenes. Este Consejo, que debía su nombre a su
sede oficial situada en la colina de Ares (Áreios pagós) al noroeste de
la Acrópolis, era considerado el guardián de la polis. Desde muy antiguo el
Areópago tenía encomendada la vigilancia de la ley, importantes funciones
judiciales y el control supremo de todos los asuntos públicos. Como los cerca
de 200 a 300 miembros que
lo integraban con carácter vitalicio se reclutaban entre los antiguos arcontes,
el Areópago estaba por tanto abierto exclusivamente a las dos clases superiores
del censo. Clístenes no había quitado competencias a este poderoso Consejo,
pero con la Bulé o Consejo de los Quinientos le había yuxtapuesto una
institución que conllevaba una cierta relación de tensión con el Areópago. Sin
embargo, hasta mediados del siglo V la coexistencia de ambos Consejos
transcurrió sin demasiados conflictos.
El equilibrio entre ambos, no siempre
fácil de mantener, solo podía lograrse si la nobleza aceptaba y se organizaba
mayoritariamente en consonancia con el nuevo orden, y si finalmente aprendía a
acostumbrarse a él. Esta aceptó las nuevas condiciones y se ejercitó en la
relación con el nuevo Consejo y la Asamblea Popular. De este modo, la autoridad
y la experiencia de las viejas estirpes nobiliarias siguieron contando en
adelante, y las capas más amplias de la ciudadanía ateniense se siguieron
confiando a su dirección mientras se respetasen las nuevas reglas del juego
político. Por esa razón, también en la época posclisteniana fueron
preferentemente miembros de las antiguas casas nobles quienes dirigieron los
destinos políticos de Atenas —aunque ya no por su propio poder, sino con el
acuerdo y la aprobación de los ciudadanos.
Lo que Clístenes inició en el 507 a. C.
no podía concluirse de la noche a la mañana. El nuevo orden debía ser ensayado,
ejercitado y, en caso necesario, adaptado mediante modificaciones a las
exigencias reales. Solo un año después los atenienses lograron superar ya con
éxito la primera gran prueba de verificación. El año 506 a. C, Atenas fue
acosada por todas partes. Los estados vecinos consideraron la situación de
brusco cambio político como un hipotético debilitamiento de Atenas que pensaron
poder aprovechar en su beneficio. Cleomenes, rey de Esparta, en la creencia
ilusoria de que podía resarcirse de la derrota del 508 a. C, intentó devolver
por la fuerza a Iságoras a Atenas y nombrarlo tirano. Pero esta empresa militar
fracasó ya en sus inicios. La discordia dentro de sus propias filas hizo que el
avance se detuviera en Eleusis y obligó finalmente a disolver el ejército
espartano y a retirarse. Los atenienses condenaron a muerte a Iságoras en
ausencia y sus propiedades fueron confiscadas.
Pero en la Liga con los espartanos
también se habían movilizado contra Atenas los vecinos del norte, los beocios y
la poderosa ciudad de Calcis en la isla de Eubea, y habían atacado las regiones
fronterizas del norte del Ática. En el siglo VI, Atenas había logrado aquí una
considerable ampliación de la esfera de su poder, poder que ahora se confiaba
en anular. Bajo el dominio de los Pisistrátidas, Atenas no solo había
conseguido consolidarse en el Helesponto —en el Quersoneso tracio y en
Sigeion—, sino que también había anexionado definitivamente a su propio
territorio la isla de Salamina y había ampliado la frontera norte más allá de
las cadenas montañosas del Citerón y Parnes, hasta llegar a la orilla sur del
río Asopos.
Pero los beocios y los calcidios estaban
muy equivocados al valorar la fuerza defensiva de Atenas. Tras la inesperada
retirada del ejército de Esparta, los atenienses pudieron disponer de todas sus
reservas para avanzar contra los agresores del norte. En un tiempo brevísimo
—al parecer en un solo día— lograron una abrumadora victoria sobre sus enemigos
en dos batallas distintas. Para asegurar el poder del Ática se procedió
entonces a asentar a cuatro mil ciudadanos áticos en las tierras de los
calcidios. Colonias de ciudadanos atenienses («kleruchoi») se fundaron también
más o menos al mismo tiempo en Salamina y en las islas del norte del Egeo de
Lemnos e Imbros, conquistadas entonces, y cedidas a sus compatriotas para su
colonización por Milcíades (llamado «el Joven» para distinguirlo de su tío). La
fundación de estas colonias, cuyos habitantes seguían siendo ciudadanos
atenienses, tenía una importancia no solo estratégica, sino también económica.
Miles de ciudadanos recibieron en ellas nuevas tierras de cultivo, y Atenas
consiguió las superficies cultivables que necesitaba con urgencia para
abastecer a su propia población. El sistema de colonias que se desarrolló en
aquellos años se iba a convertir en épocas posteriores en un importante
instrumento de la política militar y económica de los atenienses.
Tras su éxito militar, los atenienses
habían hecho prisioneros a cientos de beocios y calcidios, a los que solo
liberaron tras el pago de elevados rescates. Las cadenas de hierro con las que
se había conducido a los prisioneros de guerra fueron consagradas a Atenea, la
diosa de la ciudad, y expuestas ostentosamente en la Acrópolis. Con la décima
parte del dinero del rescate, los atenienses erigieron en la Acrópolis una gran
cuadriga de bronce como una ofrenda más a Atenea, y la dotaron de una
inscripción en la que celebraban su victoria sobre beocios y calcidios.
La realización de estas ofrendas
monumentales muestra la importancia que los atenienses dispensaban a sus
victorias militares y la conciencia de su propia valía que extrajeron de ellas.
La polis, que acababa de ser reconstituida y que en muchos aspectos aún no
estaba plenamente configurada, se había enfrentado a las potencias más
poderosas del mundo griego. El reclutamiento del ejército, reorganizado según
las «filés» de Clístenes, había superado con éxito su primera prueba y había
salido airoso de ella sin el apoyo persa, solicitado en un principio. La
ciudadanía, confiando en sí misma, había sido capaz de defender a la polis de
todos los ataques exteriores.
Es difícil valorar la importancia que
tuvo este éxito exterior para estabilizar la situación interna. Los
acontecimientos del 506 a. C. fueron un factor decisivo para imponer el orden
de Clístenes. En los años siguientes no parece que se produjeran luchas
abiertas por la dirección política. Existía un amplio consenso en las
cuestiones fundamentales, de forma que el sistema pudo seguir desarrollándose.
En el año 501-500 a. C. la estructura del mando militar fue transformada, colocando
a la cabeza de cada uno de los regimientos de «filés» estrategas que eran
elegidos anualmente por la Asamblea Popular a partir de un grupo de candidatos
predeterminados en las «filés», posibilitando asimismo su reelección. La
jefatura militar siguió en manos del polemarca, pero a partir de entonces tuvo
que ponerse de acuerdo con los 10 estrategas. Ese mismo año —y quizá ya en el
504-503 a. C.— se introdujo un juramento por el que los consejeros, al acceder
al cargo, se comprometían a actuar en beneficio de toda la ciudadanía. Las
competencias del Consejo siguieron siendo ilimitadas, pero la fórmula del
juramento subrayaba la fuerte posición de la Asamblea Popular y el vínculo
constitutivo entre Bulé y Ekklesía.
La consolidación del nuevo sistema fue
cimentada además mediante la mitificación de sus orígenes. Asombra la enorme
rapidez con la que el desarrollo real de los acontecimientos quedó relegado a
un segundo plano tras del mito. Ya en la última década del siglo VI había
canciones báquicas y poemas que celebraban el asesinato de Hiparco por Harmodio
y Aristogitón (514 a. C.) como causa de la caída de la tiranía pisistrátida y
como comienzo de la libertad. La intervención de Esparta y los méritos de
Clístenes fueron rápidamente olvidados. Lo que ahora importaba era la
celebración de la liberación de la tiranía mediante las propias fuerzas.
Harmodio y Aristogitón, no Clístenes, eran celebrados como iniciadores de la isonomía.
Esta ideologización encontró una
expresión visible en un grupo escultórico de los dos tiranicidas, obra del
escultor Antenor, que los atenienses mandaron colocar públicamente en un lugar
destacado del Ágora en torno al 500 a. C. El grupo escultórico se convirtió en
el símbolo del nuevo régimen ateniense; y cuando los persas se lo llevaron como
botín de guerra en el 480 a. C, los atenienses lo sustituyeron por un nuevo
grupo, encargado a los escultores Critio y Nesiotes. Las estatuas de los
tiranicidas se incluyeron en un amplio programa de renovación urbanística que
pretendía superar la política constructora de los Pisistrátidas y que debía
proporcionar un nuevo marco, incluso en el aspecto arquitectónico, al nuevo
orden político.
En la Acrópolis, al sur del templo de
piedra caliza en honor de Atenas erigido por los Pisistrátidas sobre los
cimientos de un antiguo santuario, se comenzó la construcción de un espléndido
templo de mármol (el llamado «Pre-Partenón»). Por el contrario, la gigantesca
construcción del Olympieion iniciada por los tiranos se suspendió
deliberadamente; quedó inconclusa como recordatorio de la «hybris» (soberbia)
de los tiranos y no se terminó —tras varios intentos en la época helenística—
hasta el año 131 d. C, en tiempos del emperador romano Adriano.
Entre la colina de las Musas y la de las
Ninfas, al oeste del Areópago, se habilitó, alrededor del 500 a. C, una costosa
plaza denominada «Pnyx» para celebrar las reuniones de la asamblea popular de
Atenas. En la misma época se acotó con mojones el lado occidental del ágora y
se le dio formalmente la denominación de recinto oficial público. Allí se
construyeron los primeros nuevos edificios oficiales de los magistrados
atenienses y una sala de sesiones para el Consejo de los Quinientos. Ese lugar
de mercado, asamblea y fiestas evolucionó entonces hasta convertirse en el nuevo
centro político de Atenas.
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