En
este último capítulo presentaremos un breve análisis del desarrollo de la
leyenda o el mito espartano, desde la antigüedad a nuestros días, utilizando a
Leónidas como hilo conductor. Éste no llegó a ser exactamente una leyenda en
vida, pero la leyenda de las Termópilas que liderazgo y sus nació
inmediatamente después de su muerte giró heroicas proezas. Desde luego, su
leyenda no ha alrededor de su sufrido ninguna desatención desde la antigüedad,
y de hecho, mientras escribo, está a punto de recibir toda la atención de
Hollywood —otra vez—. Antes de ascender a estas cumbres de vértigo, revisaremos
primero brevemente lo poco que sabemos de su vida —que culminó en su
sacrificio.
Conocemos
a varios espartanos llamados León. Era un nombre bastante lógico para ser
utilizado en una sociedad guerrera, próxima a la naturaleza salvaje, cuyas
familias aristocráticas, entre ellas las dos casas reales, afirmaban descender
de Heracles, el matador de leones. Por tanto, no sorprende que León se
utilizara como nombre real, pero sólo sabemos de dos espartanos que se llamaban
Leónidas (que significa «descendiente de León»), ambos reyes de la casa real de
los agíadas. Nuestro protagonista, Leónidas 1, fue con mucho el más famoso de
los dos.
Seguramente
nació hacia 540, y su nacimiento no es lo menos interesante o importante acerca
de él. Pues fue hijo de la primera esposa de su padre, pero sólo después de que
su padre hubiera tenido un hijo legítimo, Cleomenes, con una segunda —y al
parecer bígama— esposa. Heródoto escribió que la bigamia de Anaxándridas «no
era nada espartana»: tal vez, pero esto no impidió a Cleomenes subir al trono a
la muerte de su padre hacia 520 y llegar a ser de hecho uno de los gobernantes
espartanos más poderosos y pintorescos de esa época y de cualquier otra. Tras
el nacimiento de Cleomenes, Anaxándridas por fin logró una concepción
satisfactoria con su esposa original: de ahí, primero, Dorieo, y luego otros
dos varones, Leónidas y Cleómbroto.
Así
pues, Leónidas fue uno de los cuatro hijos de su padre Anaxándridas, el segundo
nacido de su primera esposa, el tercero en total. Si realmente nació hacia 540,
entonces habría estado en edad de casarse, para los patrones espartanos, hacia
510 como muy tarde, aunque Leónidas, o bien se casó con una mujer desconocida y
luego enviudó o se divorció, o bien decidió no casarse hasta que contrajo el
matrimonio que conocemos —a finales de la década de 490 con Gorgo (véase el
capítulo 3 para su biografía)—. Dado que ésta era una princesa real, una
patrouchos (heredera) y encima su sobrina política, hay sobradas razones para
pensar que Leónidas quizá retrasó deliberadamente su matrimonio con fines
dinásticos amén de económicos hasta que Gorgo tuviera la edad normal de casarse
de las jóvenes espartanas, a finales de la adolescencia.
Alrededor
de 490 o 489, su hermanastro mayor Cleomenes I cometió una idiosincrásica forma
de haraquiri en virtud de la cual terminó su vida y su ocupación del trono
agíada. ¿Saltó o lo empujaron? Y si lo empujaron, ¿fue Leónidas? El dedo de la
sospecha ha señalado a Leónidas por regicidio putativo, pero no se puede
demostrar nada, y si hubiera habido pruebas serias o siquiera sospechas de su
complicidad, quizá no habría sido escogido para su papel clave en las
Termópilas una década más tarde.
Con
Gorgo tuvo un hijo, Plistarco, lo cual lo colocó al mismo nivel que el cuerpo
especial de 300 espartanos que fueron elegidos para acompañarle en las
Termópilas, en parte porque todos tenían hijos varones vivos. De todos modos,
ésta no fue, probablemente, la única razón, ni siquiera la principal, por la
que fue seleccionado él y no su co-rey euripóntida Leotíquidas para acaudillar
lo que oficialmente era la avanzadilla espartana al paso. Sea como fuere, su
conducta posterior como comandante justificó plenamente la decisión del Estado.
La calidad de las hazañas de Leónidas no se pone en duda. Las hizo corresponder
admirablemente con sus palabras. Dos de sus especialmente boas mots
ponen de manifiesto que en humor negro lacónico podía competir con los mejores.
Cuando Jerjes le pidió que rindiera sus armas y se sometiera al poder de
Persia, al parecer replicó sólo con dos palabras griegas (molôn labe): «Ven y
cógelas tú mismo». Al despuntar el tercer y último día de la resistencia en el
paso, por lo visto dijo algo como «Tomad un desayuno abundante, pues esta noche
cenaremos en el Hades». Era una referencia indirecta al hecho de que, cuando
estaban en Esparta, los espartanos tomaban una sola comida obligatoria al día,
la de la mesa común vespertina.
Durante
la batalla de las Termópilas hubo un momento homérico en el tercer día, cuando
algunos de los pocos espartiatas que quedaban lucharon hasta la muerte para
impedir que los persas se apoderasen del cadáver de Leónidas, exactamente como
si fueran los griegos de Homero en Troya luchando para proteger al muerto
Patroclo a fin de que Aquiles pudiera enterrarlo debidamente. Al final, como es
lógico, no estuvieron en condiciones de impedir que los persas hicieran lo que
quisieran con el cuerpo de Leónidas, que, según una persistente historia
griega, fue mutilado. Una anécdota contada por Heródoto refuerza esta historia
al revés: tras la victoria de los griegos en Platea en 479, un exaltado sugirió
al comandante en jefe espartano, Pausanias, mutilar el cadáver del comandante
persa Mardonio como venganza. La fría, rotunda y totalmente admirable respuesta
de Pausanias fue que los griegos no hacían esas cosas.
Tanto
si el cuerpo de Leónidas fue mutilado como si no, sus restos —o lo que se tomó
como tales— fueron llevados a Esparta para ser enterrados de nuevo cuarenta
años después. De todos modos, el lugar de su muerte estuvo señalado desde poco
después de 480 por un león de piedra, un leôn que recordaba permanentemente a
Leónidas. Mientras que los espartanos corrientes que morían en campaña en el
extranjero eran enterrados en el mismo sitio, y en casa se los rememoraba en
lápidas mortuorias con la información lacónica de que tal o cual «murió en la
guerra», al parecer era una costumbre espartana habitual llevar a enterrar a
Esparta los cadáveres de los reyes, embalsamados con cera o miel si era
preciso. Esto no fue posible en el caso de Leónidas, y en vez del cuerpo se
dispuso una imagen simulada. Para compensar se le dedicó una espléndida versión
de los extraordinarios ritos funerarios («más que apropiados para un ser
humano», en palabras de Jenofonte) reservados a todos los reyes, ritos que
según la opinión bien informada de Heródoto parecían más bárbaros, concretamente
escitas, que típicamente griegos.
En
la medida en que pueden reconstruirse, los ritos incluían primero a jinetes que
recorrían el inmenso territorio del Estado espartano, convocando a dolientes de
cada familia perieca e ilota, tanto hombres como mujeres. En la misma Esparta,
se suspendía toda la actividad pública y se decretaba un período de duelo
nacional de diez días. Se anulaban las deudas públicas, algunos presos eran
puestos en libertad. ceremonia empezaba con un tremendo alboroto, provocado por
La
verdadera los sollozos (excepcionalmente permitidos) de las mujeres dolientes y
por el ruido y los golpes efectuados con vasijas metálicas. Por unos instantes,
la estructura social y política de la polis espartana permanecía en un estado
de animación suspendida hasta que Le roi est mort! era seguido por un
triunfante Vive le roi!, siempre y cuando, desde luego, no hubiera disputas por
la sucesión, que por otra parte eran frecuentes. El nuevo entierro de Leónidas
en Esparta hacia 440 se produjo en un momento delicado de las relaciones
internacionales, con opiniones espartanas que oscilaban entre la conciliación y
la belicosidad hacia Atenas durante la vigencia de la paz de 445. Quizás estos
ritos funerarios pretendían reconciliar todas las facciones internas
espartanas, fijando su atención en algo aceptado por todos y que recordaba la
época gloriosa en que Esparta encabezara la resistencia triunfante contra
Persia —un papel desde entonces usurpado o entregado a Atenas.
Según
mi meditada opinión, después de su muerte todos los reyes espartanos eran
tratados como héroes en el sentido técnico: es decir, eran venerados con culto
religioso como héroes, semidioses sobrenaturales. No veneración se le dio
comprensiblemente un helenístico los espartanos construyeron un obstante, en el
caso de realce mucho mayor, y
Leónidas,
a la en el período santuario permanente, el Leonideo, e inauguraron en su honor
una festividad anual, la Leonidea. Esta festividad fue refundada durante el
mandato del emperador romano Trajano (98-117 d.C.), seguramente cuando — y
porque Trajano estaba combatiendo contra los antiguos descendientes de los
persas, los partos, y la refundación fue costeada por un benefactor con el
nombre espléndidamente grecorromano de C. Julio Agesilao. En su forma romana,
el festival incluía una feria, en la que los espartanos, contraviniendo
directamente la habitual xenofobia de sus antepasados, intentaban
deliberadamente atraer a comerciantes de viaje eximiéndoles de pagar los
acostumbrados impuestos locales sobre ventas e importaciones. Hay incluso
constancia de la actividad de un banco de intercambio comercial regulado
públicamente, algo que los espartanos de la época de Leónidas no habrían
siquiera imaginado, no digamos ya tolerado o alentado.
A
mediados del siglo II de nuestra era, cuando Pausanias el Periegeta, de Asia
Menor, pasó por Esparta, encontró a los espartanos reclamando activamente el
derecho de su ciudad a ser un santuario en memoria de las guerras grecopersas
de seis siglos antes o más. El monumento a Leónidas se erigió en el itinerario
que pasaba por la tumba del almirante Euribíades, las obras conmemorativas
dedicadas al regente Pausanias y a los muertos en las Termópilas, y la
denominada Estoa persa del ágora. Podemos situar fácilmente a Pausanias en el
contexto del movimiento general de recuperación cultural conocido, para
abreviar, como Segundo Sofístico: Leónidas era un héroe evidente del pasado
griego que los sofistas y retóricos contemporáneos alababan, aunque estas
alabanzas a menudo eran exageradas y se ganaron merecidos comentarios satíricos
del brillante y agudo Lucano.
Por
otro lado, a Plutarco, otra honra del Segundo Sofístico, ni se le habría
ocurrido satirizar a Leónidas. Al contrario, escribió una biografía suya,
aunque por desgracia no ha llegado a nosotros. En vez de ello, tenemos los
apotegmas atribuidos a Leónidas en la obra supuestamente plutarquiana «Dichos
de reyes y comandantes» y los dichos más verosímilmente plutarquianos que el
historiador incorporó a las Vidas, como las de Licurgo y Cleomenes III (que
reinó de 236 a 221). Citamos de la segunda:
Se
dice que, cuando al Leónidas de los viejos tiempos le pidieron que diera su
opinión sobre la calidad de Tirteo como poeta, contestó: «Excelente porque
despierta el espíritu de los jóvenes». Esto se debía a que los poemas
impregnaban a los jóvenes de tanto entusiasmo que en la batalla dejaban de
preocuparse por su vida.1
Así
pues, en la obra de un autor del siglo II d.C., mediante una observación
atribuida a un rey del siglo V a.C., el lector llega hasta el poeta «nacional»
de los espartanos del siglo VII a.C., en toral un período de unos 800 años de
tradición.
En
el siglo siguiente, el III d.C., el apologista cristiano Origen (c. 185-253)
recurrió al precedente pagano en su guerra de palabras con el pagano Celso. No
tuvo ningún escrúpulo en sugerir que el misterio cristiano fundamental de la
pasión y muerte de Cristo podía esclarecerse mediante una comparación con la
escogida y evitable muerte de Leónidas. Un siglo después, cuando se intensificó
el enfrentamiento entre paganos y cristianos (y de hecho entre los propios
cristianos), Sinesio de Cirene proclamó orgulloso su linaje espartano, y más
concretamente que descendía —como Leónidas— de Eurístenes, uno de los supuestos
fundadores de las dos casas reales espartanas. La erudición de Sinesio no era
precisamente un rasgo característico de la antigua Esparta, pero su apasionada
devoción por la caza en su época precristiana no habría extrañado en absoluto a
sus supuestos antepasados.
Ya
en el siglo V hay constancia de esta clase de reivindicaciones de parentesco,
hechas tanto por comunidades enteras como por individuos, que acabaron siendo
bastante corrientes en todo el mundo griego desde el período helenístico
(últimos tres siglos a.C.) en adelante. Por ejemplo, a principios del siglo III
a.C., el sumo sacerdote de Jerusalén llegó a afirmar que los judíos y los
espartanos tenían como antepasados comunes a Abraham y Moisés. Naturalmente,
una fanfarronada tal tenía que ver más con las necesidades políticas del
momento que con la precisión y la autenticidad genealógicas. En cuanto a la
objetividad de la afirmación de Sinesio, de hecho Cirene fue fundada por
griegos de Tera en el siglo VII a.C., y la creencia adicional —también avalada
por Heródoto— de que Tera (la moderna Santorini) fue fundada por Esparta era
más que dudosa. El objetivo inmediato concreto de Sinesio, acaso optimista y
desde luego interesado, era comparar su lucha contra los nómadas que devastaron
la Cirenaica con la de Leónidas para defender Grecia contra los invasores
persas. Aunque lejos de ser el último de los paganos (posteriormente se
convirtió al cristianismo y llegó a ser obispo...), Sinesio muestra una salida
oportuna del mundo antiguo.
El
Renacimiento fue un movimiento intelectual y cultural más occidental que
oriental, más romano que helénico. Una excepción a esta regla fue un hombre que
salvó la división entre el Este y el Oeste, Ciriaco dei Pizzicolli, un
comerciante más comúnmente conocido como Ciriaco de Ancona por su lugar de
origen en Italia. A él debemos un libro de viajes de 1447 que supera incluso la
jeremiada de Pausanias el Periegeta en su recherche du temps perdis. En una
larga lista de guerreros espartanos de otros tiempos, cuya ausencia lamentaba
mientras se acercaba a Esparta por Mistra (entonces todavía sólo capital del
despotato de Morea, aunque pronto sucumbiría ante los turcos otomanos), estaba,
inevitablemente, Leónidas.
1 Plutarco, Vida de Cleomenes,
capítulo 2. Véase también Talbert, ed., 1988.Si nos desplazamos de un extremo
de Europa al otro, encontramos, a finales del siglo XVI, al humanista escocés
George Buchanan (en 1579) elogiando a Leónidas, junto a Agesilao II y otros
como verdaderos reyes, y comparándolos con monarcas modernos demasiado inmersos
en el lujo. No obstante, se le opuso Algernon Blackwood (en 1581), quien
abrazaba la idea constitucionalista de que, en Esparta, los reyes disfrutaban
tan sólo del nombre y el título vacío de rey y no del fundamento del poder
regio. Casi exactamente al mismo tiempo, Michel de Montaigne estaba escribiendo
lo siguiente en su ensayo «Sobre los caníbales» (1580) —quizá no el lugar más
lógico para buscar un comentario así:
...
hay derrotas triunfantes que no tienen nada que envidiar a las victorias. Salamina,
Platea, Mícala y Sicilia [se refiere a la batalla de Himera, según la leyenda
librada el mismo día que la de Salamina] son las victorias-hermanas más justas
bajo el sol, pero nunca se atreverían a comparar su gloria combinada con la
gloriosa derrota del rey Leónidas y sus hombres en el paso de las Termópilas.2
Se
trata de una observación perspicaz típica. Aunque de hecho fue una derrota, la
batalla de las Termópilas ha terminado pareciendo singularmente una victoria.
Casi un siglo después, Fénelon, compatriota de Montaigne, utilizó a Leónidas, su único espartano, como personaje en uno de sus Dialogues des Mons. La idea y el título de la obra se tomaron en última instancia de Lucano (que puso en escena diálogos imaginarios, intrínsecamente verosímiles e históricamente posibles, y lo contrario). Sin embargo, la idea de un diálogo entre un rey espartano y el gran rey Jerjes de Persia se sacó más bien de Heródoto (aunque en rigor el Demarato de Heródoto era, para entonces, ex rey). Igual que Buchanan, Fénelon representó a Leónidas como un verdadero rey, en contraposición a Jerjes, y lo pintó con colores totalmente espartanos:
Casi un siglo después, Fénelon, compatriota de Montaigne, utilizó a Leónidas, su único espartano, como personaje en uno de sus Dialogues des Mons. La idea y el título de la obra se tomaron en última instancia de Lucano (que puso en escena diálogos imaginarios, intrínsecamente verosímiles e históricamente posibles, y lo contrario). Sin embargo, la idea de un diálogo entre un rey espartano y el gran rey Jerjes de Persia se sacó más bien de Heródoto (aunque en rigor el Demarato de Heródoto era, para entonces, ex rey). Igual que Buchanan, Fénelon representó a Leónidas como un verdadero rey, en contraposición a Jerjes, y lo pintó con colores totalmente espartanos:
Ejercí
mi mandato a condición de llevar una vida dura, sobria y diligente, igual que
la de mi pueblo. Yo era rey sólo para defender mi patria y garantizar el
imperio de la ley. El trono me dio el poder para hacer el bien sin concederme
licencia para hacer el mal.3
Jerjes,
ay, era para Fénelon simplemente un rey «demasiado poderoso y afortunado»; si
no lo hubiera sido, «habría sido un hombre totalmente honorable».
No mucho después, al final del siglo XVII, las hazañas de Leónidas en defensa de la libertad fueron brevemente glorificadas al otro lado del canal de la Mancha, en la escena inglesa. El autor estableció un contraste entre aquéllas y el deplorable faccionalismo del regente Pausanias en una, por lo demás, poco memorable obra de teatro que llevaba por título el nombre del segundo, y para la que Purcell escribió la música de acompañamiento (1696). Mucho más efectiva y merecedora de conmemoración fue la glorificación de Leónidas por Richard «Leonidas» Glover en su famoso poema de ese título publicado originariamente en 1737, punto culminante en la leyenda. El Leónidas de Glover es un patriota hasta la médula, amante cívico de la libertad que llevaba una vida abnegada y austera opuesta, en principio, a la de los voluptuosos persas, que languidecían bajo «el control absoluto de su rey Jerjes».
Esta extensa obra inició el proceso de creación de un mito moderno que evolucionó desde un paradigma literario en manos de Glover hasta un clamor tanto a favor como en contra de la revolución. Desde la tradición de la escuela pública victoriana fundada por Thomas Arnold de Rugby, continuada en el siglo XX por la Gordonstoun de Kurt Hahn, el mito ha inspirado de forma fundamental uno de los vectores más poderosos de la identidad cultural y política británica o inglesa. Así, el paradigma legendario clásico de los ideales del siglo XVIII llegó a ser de capital importancia para el conjunto de la tradición clásica. Tenemos aquí una ilustración local perfecta de la acogida continuamente cambiante de la antigüedad clásica, que ha dominado muchos aspectos de la cultura europea desde el Renacimiento.
Sin embargo, el culto a las Termópilas no fue exclusivo de Inglaterra. A principios del siglo XIX, las guerras nacionales de finales del siglo XVIII y sobre todo el crecimiento del filohelenismo allanaron el terreno para lo que podríamos denominar sin exageración «la era de Leónidas» en Europa. La más espléndida manifestación individual de este fenómeno cultural es, con mucho, el cuadro de Jacques-Louis David Leónidas en las Termópilas, al que dedicó muchos años y que expuso por primera vez en 1814. Cuando Napoleón, al parecer desconocedor o indiferente ante la opinión de Montaigne sobre las Termópilas, fue a ver el cuadro preguntó por qué David se había tomado la molestia de pintar a los derrotados. La mayoría de los observadores posteriores no han compartido la limitada visión napoleónica y casi unánimemente han reconocido que la visita al Louvre valió la pena.
El primer plano está ocupado por guerreros con casco y jóvenes desnudos, en diversas posturas y actitudes, con el conjunto compuesto y dispuesto de manera muy formal y simétrica. Detrás de ellos, a la derecha, se libra la batalla entre los griegos y los persas, con acompañamiento de trompetas; a la izquierda, guerreros con casco y capa roja de estilo espartano esgrimen coronas en dirección a un guerrero con atuendo parecido que parece estar grabando una inscripción rupestre (en realidad una traducción francesa algo decolorada de parte del epigrama de Simónides «Id y decid a los espartanos...») con el puño de la espada. El centro inmóvil de la pintura, y su figura central, es naturalmente Leónidas. También él aparece representado heroicamente desnudo salvo por la capa, que le cae sobre el hombro izquierdo y bajo el cuerpo, un par de sandalias, y un casco con penacho particularmente estrafalario. El escudo le cuelga de la correa en el hombro izquierdo, formando una especie de respaldo. Con la mano izquierda sostiene una lanza, con la derecha agarra una espada, cuya vaina tapa de manera provocadora lo que los periódicos populares denominarían actualmente su virilidad, aunque a la vez llama la atención sobre la misma. David era homosexual, y no es casualidad que el ojo del observador vaya primero a la sexualidad de Leónidas y luego a las realzadas nalgas de los jóvenes que brincan a la derecha de la escena. David consideraba este cuadro su obra maestra, de modo que al final de su vida decía retóricamente: «Supongo que ya sabéis que no podía haber pintado a Leónidas nadie salvo David».
Sin embargo, por espléndido que sea, no debemos permitir que eclipse los inicios de la recuperación por los griegos de su pasado y su herencia cultural. Una ilustración temprana es el «Himno patriótico», de Constantinos Rhigas (1798), inspirado claramente en La Marsellesa, que contiene una conmovedora referencia al espíritu de Leónidas. También Byron, el más conocido de los filohelenos, en el Peregrinaje de Childe Harold, de 1812, se hizo eco de esta tendencia innata y procuró estimularla:
No mucho después, al final del siglo XVII, las hazañas de Leónidas en defensa de la libertad fueron brevemente glorificadas al otro lado del canal de la Mancha, en la escena inglesa. El autor estableció un contraste entre aquéllas y el deplorable faccionalismo del regente Pausanias en una, por lo demás, poco memorable obra de teatro que llevaba por título el nombre del segundo, y para la que Purcell escribió la música de acompañamiento (1696). Mucho más efectiva y merecedora de conmemoración fue la glorificación de Leónidas por Richard «Leonidas» Glover en su famoso poema de ese título publicado originariamente en 1737, punto culminante en la leyenda. El Leónidas de Glover es un patriota hasta la médula, amante cívico de la libertad que llevaba una vida abnegada y austera opuesta, en principio, a la de los voluptuosos persas, que languidecían bajo «el control absoluto de su rey Jerjes».
Esta extensa obra inició el proceso de creación de un mito moderno que evolucionó desde un paradigma literario en manos de Glover hasta un clamor tanto a favor como en contra de la revolución. Desde la tradición de la escuela pública victoriana fundada por Thomas Arnold de Rugby, continuada en el siglo XX por la Gordonstoun de Kurt Hahn, el mito ha inspirado de forma fundamental uno de los vectores más poderosos de la identidad cultural y política británica o inglesa. Así, el paradigma legendario clásico de los ideales del siglo XVIII llegó a ser de capital importancia para el conjunto de la tradición clásica. Tenemos aquí una ilustración local perfecta de la acogida continuamente cambiante de la antigüedad clásica, que ha dominado muchos aspectos de la cultura europea desde el Renacimiento.
Sin embargo, el culto a las Termópilas no fue exclusivo de Inglaterra. A principios del siglo XIX, las guerras nacionales de finales del siglo XVIII y sobre todo el crecimiento del filohelenismo allanaron el terreno para lo que podríamos denominar sin exageración «la era de Leónidas» en Europa. La más espléndida manifestación individual de este fenómeno cultural es, con mucho, el cuadro de Jacques-Louis David Leónidas en las Termópilas, al que dedicó muchos años y que expuso por primera vez en 1814. Cuando Napoleón, al parecer desconocedor o indiferente ante la opinión de Montaigne sobre las Termópilas, fue a ver el cuadro preguntó por qué David se había tomado la molestia de pintar a los derrotados. La mayoría de los observadores posteriores no han compartido la limitada visión napoleónica y casi unánimemente han reconocido que la visita al Louvre valió la pena.
El primer plano está ocupado por guerreros con casco y jóvenes desnudos, en diversas posturas y actitudes, con el conjunto compuesto y dispuesto de manera muy formal y simétrica. Detrás de ellos, a la derecha, se libra la batalla entre los griegos y los persas, con acompañamiento de trompetas; a la izquierda, guerreros con casco y capa roja de estilo espartano esgrimen coronas en dirección a un guerrero con atuendo parecido que parece estar grabando una inscripción rupestre (en realidad una traducción francesa algo decolorada de parte del epigrama de Simónides «Id y decid a los espartanos...») con el puño de la espada. El centro inmóvil de la pintura, y su figura central, es naturalmente Leónidas. También él aparece representado heroicamente desnudo salvo por la capa, que le cae sobre el hombro izquierdo y bajo el cuerpo, un par de sandalias, y un casco con penacho particularmente estrafalario. El escudo le cuelga de la correa en el hombro izquierdo, formando una especie de respaldo. Con la mano izquierda sostiene una lanza, con la derecha agarra una espada, cuya vaina tapa de manera provocadora lo que los periódicos populares denominarían actualmente su virilidad, aunque a la vez llama la atención sobre la misma. David era homosexual, y no es casualidad que el ojo del observador vaya primero a la sexualidad de Leónidas y luego a las realzadas nalgas de los jóvenes que brincan a la derecha de la escena. David consideraba este cuadro su obra maestra, de modo que al final de su vida decía retóricamente: «Supongo que ya sabéis que no podía haber pintado a Leónidas nadie salvo David».
Sin embargo, por espléndido que sea, no debemos permitir que eclipse los inicios de la recuperación por los griegos de su pasado y su herencia cultural. Una ilustración temprana es el «Himno patriótico», de Constantinos Rhigas (1798), inspirado claramente en La Marsellesa, que contiene una conmovedora referencia al espíritu de Leónidas. También Byron, el más conocido de los filohelenos, en el Peregrinaje de Childe Harold, de 1812, se hizo eco de esta tendencia innata y procuró estimularla:
2 M. de Montaigne, «Sobre los
caníbales», en Ensayos completos, El Acantilado, 2007. 3 Fénelon,
Diálogo XL, citado de Rawson 1969/1991, 220.Hijos de los griegos, ¡levantaos! …
Sombras valientes de jefes y sabios, ¡Mirad la lucha inminente!
Helenos de eras pasadas,
Oh, ¡volved otra vez a la vida! …
Esparta, Esparta, ¿por qué
Yaces en un sueño letárgico? Despierta, y únete en masa
A Atenas, ¡vieja aliada!
Recordando a Leónidas,
Ese jefe del canto antiguo,
Que una vez te salvó de caer, ¡El terrible! ¡El fuerte!
Sombras valientes de jefes y sabios, ¡Mirad la lucha inminente!
Helenos de eras pasadas,
Oh, ¡volved otra vez a la vida! …
Esparta, Esparta, ¿por qué
Yaces en un sueño letárgico? Despierta, y únete en masa
A Atenas, ¡vieja aliada!
Recordando a Leónidas,
Ese jefe del canto antiguo,
Que una vez te salvó de caer, ¡El terrible! ¡El fuerte!
Unos
cuatro años después, J. M. Gandy, seguidor del arquitecto clasicista sir John
Soane, creó «El Porche persa y la plaza de la Consulta de los lacedemonios»,
una admirable «reconstrucción» bidimensional del único monumento espartano
importante del siglo V a.C. —cabe presumir que el Pórtico, o Estoa, persa fue
construido en la década de 470—. Huelga decir que la imaginación de Gandy superó
las capacidades creativas y prácticas de los antiguos especialmente potente y
espartanos, pero lo interesante es que, en un momento
fértil
del neoclasicismo, una figura destacada del ámbito arquitectónico inglés
decidiera dar rienda suelta a su fantasía en el emplazamiento
arquitectónicamente insípido de la antigua Esparta.
A
la larga, esta retórica verbal y visual tanto griega como extranjera fue un
presagio de la guerra griega de la Independencia de 1821, que generó una
avalancha de literatura patriótica en la que Leónidas nunca estaba lejos del
centro. La heroica e intencionadamente planeada muerte de Markos Botzaris
empujó a Byron a evocar la analogía con Leónidas. Esto se desarrolló más
adelante en Leónidas, la tragedia clásica romántica de Michel Pichat de 1825,
que culminaba en una impactante profecía del personaje de Leónidas sobre la
influencia de la memoria de Esparta.
Mucho
más famosos, y memorables, son los versos de Don. Juan, de Byron, sacados del
canto al que a menudo aludimos como Las islas de Grecia, en el que el lord
inglés se pone la máscara de un poeta peripatético que entretiene a sus oyentes
griegos con el sueño de que «Grecia puede todavía ser libre». He aquí el
fragmento que se refiere específicamente a la contribución de Esparta y Leónidas
a ese sueño:
¿Sólo
hemos de sollozar por sus días más bienaventurados? ¿Sólo hemos de ruborizamos?
—Nuestros padres sufrieron. ¡Tierra! Sácalos de tu pecho y devuelve
¡Un vestigio de nuestros espartanos muertos!
De la concesión de trescientos sólo tres.
¡Para hacer unas nuevas Termópilas!4
¡Un vestigio de nuestros espartanos muertos!
De la concesión de trescientos sólo tres.
¡Para hacer unas nuevas Termópilas!4
Un desengañado siglo después, no obstante, una
de las voces más potentes del siglo xx, Konstantine Cavafis, ofreció su
aleccionadora rectificación:Honor a aquellos que en su vida
custodian y defienden las Termópilas...
Y más honor aún les es debido
a quienes prevén (y muchos prevén) que Efialtes aparecerá finalmente y que después de todo los medos pasarán.5
custodian y defienden las Termópilas...
Y más honor aún les es debido
a quienes prevén (y muchos prevén) que Efialtes aparecerá finalmente y que después de todo los medos pasarán.5
Aquellos
a quienes no les haga gracia la idea de que los medos pasen, ni el pervertido
uso que se hizo de Esparta y sus imágenes en la Alemania nazi antes y durante
la Segunda Guerra Mundial, dirigirán su atención más bien al admirable torso de
mármol pario de un guerrero desnudo descubierto en la década de 1920, en la
zona del teatro situada bajo la acrópolis espartana, por miembros de Escuela
Británica de Atenas. Al instante, como es comprensible, pero, ay, erróneamente,
fue denominado «Leónidas». Erróneamente, porque el original formaba parte de un
grupo, no se trataba de una estatua sola de pie, y el grupo seguramente estaba
fijado al frontispicio de un templo, por lo que representaba un héroe o un
dios, no un hombre mortal. (Ni siquiera un descendiente del «semidiós hijo de
Zeus», Heracles, para lo cual Leónidas sí reunía los requisitos.) Además, la fecha
de la escultura superviviente, aunque hay que admitir que es un asunto
subjetivo, tiene más probabilidades de ser anterior a 480 que posterior. En
cualquier caso, por último, es una fecha demasiado temprana para que se hubiera
esculpido nada parecido a una escultura propiamente dicha en ningún lugar de
Grecia, ni siquiera en la mucho más individualista Atenas, no digamos ya en la
corporativista Esparta, de mentalidad comunitaria.
Sin
embargo, es esta estatua de «Leónidas» la que constituye la base de las
estatuas conmemorativas modernas erigidas tanto en Esparta como en el propio
emplazamiento de las Termópilas. Quizá no menos conmovedora, y reveladora, a su
modo es la copia instalada en una Esparta del Nuevo Mundo —en Wisconsin, una de
los centenares de ciudades de Estados Unidos norteamericanizada de todas las
así llamadas—. Esta estatua pública ha sido maneras posibles, hasta en la
incorrecta letra «S»
blasonada en el escudo. De hecho, en orden de
batalla los antiguos espartanos se llamaban a sí mismos «lacedemonios», no
«espartanos», por lo que en sus escudos estaba estampada 4 Lord
Byron, Don Juan, Canto. 5 Estos versos son de «Termópilas», de
Cavafis.
la letra griega lambda (una «V» invertida), no
la sigma.Leónidas sigue siendo material de leyenda en los medios de masas más
masivos. En la década de 1960, una impactante película de Hollywood titulada
Los 300 espartanos le dio el estrellato, y aún en la actualidad se le considera
merecedor de protagonismo en Hollywood, con estrellas de la talla, o al menos
del caché, de George Clooney y Bruce Willis al parecer compitiendo por el papel
en una versión de la batalla de las Termópilas basada en Puertas de fuego
(1998), del escritor de éxito Steven Pressfield. En el sitio web oportunamente
llamado Amazon, las páginas dedicadas a las reacciones de los lectores de la
novela de Pressfield son una esclarecedora instantánea del mito espartano en su
última, occidental, encarnación.
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