miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 11 Demóstenes y la nueva estrategia (426)

La estrategia y los objetivos de Pericles continuaron guiando la política ateniense incluso tras su muerte y forjaron el espíritu de la primera parte de la Guerra de los Diez Años. Fueran cuales fueran sus virtudes, los acontecimientos se encargarían de demostrar su ineficacia ulterior: los gastos consumieron el tesoro, la rebelión estalló en el Imperio y Esparta no dio signos de desear la paz. Si Pericles hubiera vivido, probablemente habría cambiado sus planes bélicos para adaptarse a la nueva realidad. Sin embargo, en el año 427 aparecieron nuevos líderes políticos y militares, algunos con ideas muy diferentes a las del antiguo estratega. Los años venideros serían testigos del abandono de la estrategia inicial, mientras los atenienses buscaban la forma de sobrevivir y ganar la guerra.



 Capítulo 11

 

 

Demóstenes y la nueva estrategia (426)


En el año 426, el joven Agis subió al trono de Esparta tras la muerte de su padre, Arquidamo, y Plistoanacte volvió del exilio, por lo que la ciudad volvía a tener dos monarcas. En uno de sus primeros actos oficiales, Agis se puso a la cabeza del ejército que salió del Peloponeso para invadir el Ática; pero, una vez alcanzado el istmo de Corinto, unos temblores de tierra les obligaron a regresar. Un pueblo tan religioso como el espartano debió de interpretar este fenómeno como la señal divina de que su insistencia en continuar la guerra no era correcta; no obstante, los espartanos reaccionaron como cualquier ser humano al ver frustrados sus propósitos: simplemente intensificaron su determinación por cumplir el plan original por otros medios. Algunos espartanos, al igual que algunos atenienses, reconocían que los planes iniciales habían fracasado y, por consiguiente, que la victoria sólo podría lograrse a través de estrategias nuevas.
Así pues, en el verano de 426, Esparta comenzó a abrir un nuevo frente en la Grecia central, donde los traquinios y la población vecina de la Dóride —cuna de Esparta y de los demás dorios— solicitaron su ayuda contra los eteos, en guerra con ellos (Véase mapa[24a]). A raíz de esto, los espartanos establecieron en Traquinia una de las pocas colonias de su historia, Heraclea, porque: «La ciudad les pareció estar bien situada en caso de guerra contra los atenienses, ya que allí se podía equipar una flota contra Eubea, de modo que la travesía sería corta, y les resultaría útil para lanzar expediciones costeras a Tracia» (III, 92, 4).
Es tentador concluir que Brásidas fue el instigador de esta decisión, ya que cuadra bien con su imaginación y temperamento; además, unos años más tarde partiría para explotar la nueva colonia. Iniciar un ataque a gran escala por mar contra Eubea era una idea demasiado audaz para muchos espartanos, sobre todo teniendo en cuenta el resultado de los últimos encuentros con la flota ateniense, pero la nueva colonia también podía utilizarse como base desde donde perpetrar abordajes piratas contra las embarcaciones atenienses e incursiones a Eubea. El plan de invadir las áreas norteñas del Imperio ateniense aún era más osado. Para ganar la guerra, los espartanos tenían que montar un ataque de gran envergadura sobre el Imperio y, sin una flota más preparada y numerosa, sólo podrían hacer daño a las zonas a las que podían llegar por tierra: Macedonia y Tracia, a lo largo de la costa septentrional del Egeo. Si conseguían trasladar allí un ejército, podrían alentar las defecciones, reducir los ingresos de los atenienses e incitar a la rebelión. Y lo que es más, Tracia serviría como base desde donde atacar las ciudades atenienses del Helesponto.
Hacerse con esa zona del Imperio ateniense no iba a ser una empresa fácil o segura. Los espartanos primero tendrían que movilizar al ejército a través de la Grecia central y del territorio hostil de Tesalia para alcanzar su objetivo. Una vez allí, deberían cosechar apoyos mientras intentaban convencer a los aliados locales de Atenas de que se sublevaran contra el Imperio. En una campaña así, podían perderse tropas inestimables a cada paso. Esparta no estaba dispuesta a correr esos riesgos en el año 426, pero el establecimiento de la colonia de Heraclea era el primer escalón para cualquier empresa futura.
Sin embargo, salvo como base de la ruta del norte, Heraclea resultó ser decepcionante. Los espartanos construyeron una población amurallada a unos ocho kilómetros de las Termópilas, con un muro hasta el mar a través del paso que controlaba la ruta desde Grecia central hasta Tesalia, y empezaron a construir astilleros para crear una base naval contra Eubea. No obstante, los tesalios no iban a permitir que Esparta estableciera una colonia en sus fronteras, y la atacaron repetidamente. Los magistrados espartanos en la zona no hicieron más que poner al descubierto las deficiencias de los acuerdos de Esparta con los otros griegos: «Ellos mismos arruinaron la operación y causaron el descenso de la población. Aterrorizaban a las gentes con sus severas medidas, no siempre acertadas, lo que hizo que sus enemigos los derrotaran más fácilmente» (III, 93, 3).
LAS INICIATIVAS DE ATENAS

Mientras tanto, los atenienses siguieron intentando tomar la ofensiva tibiamente, y enviaron a Nicias con sesenta naves y dos mil hoplitas contra la isla de Melos. Tras fracasar en su tentativa por tomarla, Nicias arribó a Beocia y se encontró en Tanagra con el resto del ejército, que había partido de Atenas con Hiponico y Eurimedonte al mando. Tras saquear los alrededores y derrotar a los tanagros y a algunos tebanos en campo abierto, Hiponico y Eurimedonte volvieron a Atenas, mientras que los hombres de Nicias regresaron a los trirremes, atacaron el territorio lócrido y volvieron también a casa.
¿Qué intención tenían estas acciones? Melos era la única isla del Egeo que no pertenecía a la Liga ateniense y, aunque en el año 426 había permanecido neutral, no dejaba de ser una colonia espartana. Tucídides cuenta que los atenienses la atacaron porque «los de Melos, aun siendo isleños, no estaban dispuestos a someterse ni a entrar en la Alianza, a pesar de que los atenienses querían ganárselos para su causa» (III, 91, 2). No están del todo claras las razones que llevaron a los atenienses a movilizarse tan precipitadamente después de haber ignorado Melos durante cincuenta años. La necesidad urgente y continuada de fondos puede ofrecer una respuesta parcial. Como prueba, existe una inscripción de fecha incierta, en la que se cuenta que los melios ayudaron a financiar la flota espartana en el año 427. En caso de ser así, el ataque ateniense pudo haberse producido como castigo a los dorios «neutrales» por ayudar al enemigo.
A los atenienses les habría encantado tomar Melos sin grandes gastos, pero no se podían permitir el coste de un asedio. No tenían intención de arriesgarse en una confrontación terrestre contra los hoplitas tebanos, con el peligro asociado de que un ejército peloponesio les atacara por la retaguardia. Toda la operación, incluidas las incursiones en la Lócride, se había pensado de forma unitaria para que no supusiese un riesgo ni grandes gastos. Estas acciones eran pasos provisorios de poca envergadura hacia una estrategia de mayor corte agresivo.
Los atenienses también enviaron treinta trirremes a las costas del Peloponeso con Demóstenes y Procles a la cabeza. Los navíos atenienses llevaban solamente el habitual contingente de diez tripulantes, sin hoplitas adicionales. Aunque les ayudaran algunos de sus aliados occidentales, no tenían expectativas de conseguir nada decisivo. A pesar del nuevo espíritu activo de Atenas, la escasez de dinero y de hombres seguía limitando el tamaño y el alcance de las campañas.
Estas fuerzas saquearon la isla de Léucade, una parada clave en la ruta a Corcira, Italia y Sicilia, y una leal colonia corintia, que contribuía con sus barcos a la escuadra peloponesia. Su captura les habría dado a los atenienses el control absoluto del mar Jónico, por lo que los aliados de Acarnania se expresaron a favor de ponerle sitio y tomarla. Sin embargo, los aliados mesenios de Atenas en Naupacto querían que Demóstenes atacara a los etolios, que por aquel entonces andaban hostigando a su ciudad. Le aseguraron que sería fácil derrotar a las tribus etolias, fieras pero primitivas, que vivían en pueblos dispersos y desguarnecidos; no combatían como los hoplitas, sino con armamento ligero, y algunos eran tan bárbaros como para llegar a comer carne cruda. Estos pueblos sin civilizar bien podrían ser sometidos uno a uno antes de que llegaran a unirse.
LA CAMPAÑA ETOLIA DE DEMÓSTENES

A Demóstenes, en la que era su primera temporada como general, probablemente le habían dado órdenes imprecisas del tipo de «ayuda a los aliados de Atenas en el oeste, y causa tanto daño como puedas entre las filas enemigas». El curso de actuación más seguro y obvio era sitiar Léucade y evitar el enfado de los acarnanios; con toda seguridad, sus instrucciones no mencionaban emprender una campaña contra unos bárbaros tierra adentro, muy al este del territorio aliado. Aunque acceder a la petición de los mesenios de Naupacto representaba un riesgo para el comandante, tanto política como militarmente, éste hizo lo que le pidieron. En parte, cuenta Tucídides, Demóstenes deseaba complacer a los mesenios, aliados aun más decisivos para Atenas que los acarnanios, ya que mantenían una posición crucial en el golfo de Corinto, cuya pérdida habría significado un desastre. Pero su audaz imaginación vio en la empresa mayores posibilidades que la simple defensa de Naupacto y, con la bravura y estilo que marcarían toda su carrera, concibió un plan ambicioso. Con la ayuda de las fuerzas de Acarnania y Naupacto, conquistaría rápidamente Etolia y reclutaría a los vencidos para su ejército. Luego atravesaría la Lócride Ozolia hasta Citinio, en la Dóride; desde allí, entraría en Fócide, donde sus habitantes, antiguos aliados de Atenas, se les unirían. Con un ejército tan numeroso, podría atacar Beocia desde la retaguardia.
Si era capaz de alcanzar la frontera occidental de Beocia a la vez que los ejércitos unidos de Nicias, Hiponico y Eurimedonte marchaban desde el este, juntos tendrían la oportunidad de lograr una gran victoria en nombre de Atenas que dejaría a Beocia, la aliada más poderosa de Esparta, fuera de combate. También podían contar con la ayuda de los demócratas beocios, que ya habían cooperado con Atenas antes. Demóstenes esperaba conseguir todo esto sin apoyo bélico adicional. Su idea era alcanzar grandes logros con los mínimos riesgos para Atenas. Actuaba por su cuenta, sin consultar ni esperar la aprobación de la Asamblea ateniense.
Demóstenes se metió en líos casi de inmediato. Los acarnanios se negaron a acompañarle a Etolia, y las quince naves de Corcira volvieron a casa, negándose a luchar fuera de sus aguas y por causa ajena. Fue posiblemente al año siguiente cuando el personaje de una comedia de Hermipo exclamó: «Que Poseidón destruya a los corcireos en sus barcos huecos por su falsedad [7]». Aunque, a decir verdad, la decisión de abandonar Léucade para combatir contra los etolios debió de sembrar serias dudas entre los aliados.
La pérdida por abandono de una gran parte de su ejército y un tercio de la armada habrían podido detener a un general menos seguro de sí mismo, pero Demóstenes siguió adelante. Los aliados de Atenas en Lócride eran vecinos de los etolios, utilizaban el mismo tipo de armas y armaduras, y conocían al enemigo y el territorio. El plan era que todo su ejército marchara hacia el interior y se encontrara con Demóstenes, quien en su travesía por tierras etolias iba tomando pueblo tras pueblo. Entonces, el plan comenzó a verse claro. Se suponía que los locros llegarían con refuerzos, aunque éstos no aparecieron. Este tercer abandono preocupó a Demóstenes más que los anteriores: en las abruptas montañas de Etolia, el éxito de la campaña y la seguridad de sus tropas dependían de los lanzadores de jabalina de la infantería ligera de Lócride. Sin embargo, los mesenios le aseguraron que la victoria aún se podría conseguir fácilmente si se movía con agilidad, antes de que los etolios pudieran reunir sus fuerzas dispersas.
En una época en que la inteligencia militar dependía en gran parte de los informes obtenidos por boca de los mensajeros, el plan de Demóstenes entrañaba más riesgos de lo que parece. El consejo de los mesenios se había quedado anticuado, ya que los etolios habían aprendido de la primera expedición y ahora se preparaban para ofrecer resistencia. Así mismo, Demóstenes no era consciente de que un gran número de guerreros de las tribus de Etolia estaba en camino para socorrer a los suyos. La ausencia de refuerzos era motivo suficiente para retrasar toda la operación, pero la cautela no era una característica natural del joven general, así que decidió salir al encuentro de los etolios de inmediato.
Tomó rápidamente la población de Egitio, pero su pronta capitulación fue una trampa: los habitantes, con refuerzos, se emboscaron en las colinas circundantes y atacaron desde todas direcciones cuando los atenienses y sus aliados entraron. Los atacantes, hábiles con las jabalinas y pertrechados con armadura ligera, podían infligir serios daños y batirse en retirada antes de que la falange, con sus pesadas armas características, pudiera hacerles daño. Los atenienses se daban cuenta ahora de lo mucho que necesitaban a los lanzadores de jabalina prometidos por los locros. Los esfuerzos de sus arqueros podían haber compensado la situación, pero cuando su capitán cayó muerto, se desbandaron rápidamente y dejaron a los hoplitas, indefensos y agotados, a merced de las continuas incursiones de los etolios, más rápidos gracias a su armamento ligero. Finalmente, cuando dieron la vuelta para escapar, una última desgracia convirtió la huida en una masacre. El guía mesenio, Cromón, que les debía haber conducido hacia algún lugar seguro, encontró la muerte, y los atenienses y sus aliados quedaron atrapados en un terreno desconocido, frondoso y agreste. Muchos se perdieron en la espesura, y los etolios prendieron fuego a los bosques. Las bajas fueron cuantiosas entre los aliados, y los atenienses perdieron ciento veinte marinos de trescientos, así como a Procles. Vencidos, recuperaron a sus muertos mediante una tregua y, tras retirarse a Naupacto, volvieron para reunirse con la flota ateniense. Demóstenes se quedó en Naupacto, «temeroso de los atenienses por lo sucedido» (III, 98, 5); de hecho, tenía razones de sobra para ello. Había abandonado una campaña satisfactoria y prometedora por otra que no había sido aprobada por los que le habían enviado. Su ambicioso plan quizás hubiera tenido un brillante futuro, pero se había concebido deprisa, y su ejecución había sido más bien torpe. Su éxito dependía de la rapidez, aunque esa misma cualidad había evitado que se preparase con el cuidado y la coordinación necesarios en una operación tan compleja. Demóstenes tampoco estaba familiarizado con el terreno y las tácticas de la guerra ligera. Se le puede culpar de haber proseguido en medio de tanta incertidumbre, e incluso cuando las cosas comenzaron a salir mal a las claras. Pero las grandes hazañas no las llevan a cabo generales timoratos, temerosos de correr riesgos, como tampoco se ganan frecuentemente las grandes guerras sin la audacia de sus líderes. Por último, no debemos olvidar que Demóstenes tampoco estaba arriesgando tanto: Atenas sólo perdió ciento veinte tripulantes, un precio que, aun siendo lamentable, no se antoja excesivo a la luz de las grandes recompensas que habría conllevado la victoria. Por otro lado, Demóstenes era un hombre capaz de sacar partido de sus errores y, en el futuro, utilizaría lo aprendido en esta experiencia muy provechosamente.
EL ATAQUE ESPARTANO EN EL NOROESTE

Las noticias de la derrota de Demóstenes alentaron a los espartanos a aceptar la invitación etolia para arrebatar el control de Naupacto a los atenienses. Enviaron un ejército de tres mil hombres a Grecia central, y forzaron a los locros a unirse a ellos. En las proximidades de Naupacto, se les sumaron los etolios, y juntos saquearon los campos y ocuparon los alrededores. Demóstenes, con la lección de la invasión del Peloponeso bien sabida, se dirigió audazmente a los acarnanios, a los que había abandonado y enojado, para pedirles ayuda. Sorprendentemente, les convenció de que le enviaran mil hombres a bordo de sus propios navíos, y la flota arribó a tiempo de salvar Naupacto. Los espartanos llegaron a la conclusión de que no podrían tomar la ciudad por asalto y se retiraron a Etolia.
El general espartano Euríloco, persuadido por los ambraciotas, accedió a utilizar el ejército peloponesio contra el enemigo local de éstos, Argos de Anfiloquia, el resto de la zona y Acarnania. «Si conquistáis estos lugares —dijeron los ambraciotas—, toda esta parte del continente se hará aliada de los espartanos» (III, 102, 6). Así, Euríloco despachó a los etolios y se dispuso a encontrarse con los ambraciotas en las inmediaciones de Argos.
En otoño, tres mil hoplitas ambraciotas invadieron Anfiloquia y tomaron Olpas, un bastión cercano a la costa, a menos de ocho kilómetros de Argos de Anfiloquia. Para atajar la amenaza, los acarnanios ordenaron a sus tropas que interceptasen al ejército espartano de Euríloco, que avanzaba desde el sur, antes de que pudiera unirse a los ambraciotas, que llegaban desde el norte. También fueron a Naupacto a pedirle a Demóstenes que capitanease el ejército. Ya no era general y, probablemente, continuaba en desgracia con los atenienses, puesto que no había vuelto a la ciudad para rendir cuentas al término de su mandato. Aun así, la petición de los acarnanios es una prueba convincente de la gran estima en la que se le tenía.
Euríloco, entretanto, logró atravesar las líneas enemigas y se sumó a los ambraciotas en Olpas. Reunidos los ejércitos, se desplazaron tierra adentro, hacia el norte, y acamparon en un sitio llamado Metrópolis. Poco después, llegaron veinte naves atenienses y bloquearon el puerto de Olpas. Demóstenes hacía así su aparición, acompañado de doscientos de sus leales mesenios y sesenta arqueros atenienses. Los acarnanios se retiraron a Argos y pusieron a sus generales a las órdenes de Demóstenes, quien situó el campamento entre Argos y Olpas, al abrigo de un cauce seco que lo separaba de los espartanos. Allí, los dos ejércitos mantuvieron sus posiciones durante cinco largos días.
Las tropas de Demóstenes estaban en inferioridad numérica, pero el plan que había diseñado para superar esta desventaja da muestras de su genio innato y de lo rápido que había aprendido de sus anteriores errores. En un lado de lo que posiblemente sería el escenario de la batalla —un barranco cubierto por la maleza—, emplazó una fuerza de cuatrocientos hoplitas y algunas tropas de infantería ligera. Para contrarrestar un movimiento lateral contra su falange, les ordenó que se mantuvieran emboscados hasta que el enemigo entrara en contacto y, llegados a este punto, atacaran su retaguardia. Esta estratagema no era previsible, porque se alejaba de lo que era la norma en las batallas hoplíticas y resultaría decisiva.
En el bando ateniense, la demora de cinco días antes de comenzar la batalla puede explicarse por el deseo de que fueran los espartanos los que tomasen la ofensiva y cayeran en la trampa de Demóstenes. Por su parte, los espartanos estaban esperando la aparición de los aliados ambraciotas, aunque Euríloco se decidió finalmente por el ataque. Se le ha juzgado muy duramente por esta decisión, pero su tarea era tomar Argos y tampoco podía esperar por tiempo indefinido; los refuerzos que se esperan no siempre acaban por llegar; incluso sin ellos, seguía estando en superioridad numérica. Además, un ejército, en particular uno integrado por gentes de las más diversas procedencias, no puede contenerse durante mucho tiempo con el enemigo a la vista. En cualquier caso, las tropas adicionales no habrían supuesto una gran diferencia en el resultado: la batalla no se decidió por una cuestión numérica, sino por la superioridad táctica.
Cuando los ejércitos entraron finalmente en combate, el flanco izquierdo peloponesio, comandado por Euríloco, superó el extremo derecho de Demóstenes y sus mesenios. Cuando ya iban a envolver el final de la línea y obligarla a replegarse, la trampa de Demóstenes se cerró sobre ellos.
Los ambraciotas, a espaldas de Euríloco, saltaron desde el escondite y empezaron a aniquilar su retaguardia. Cogidos completamente por sorpresa, los soldados echaron a correr, y el pánico se fue contagiando rápido. Los mesenios al mando de Demóstenes fueron los mejores en el combate, y enseguida se lanzaron a dar caza a la mayor parte de las fuerzas enemigas. No obstante, al otro lado del campo de batalla, los ambraciotas, descritos por Tucídides como los combatientes más hábiles de aquellas tierras, aplastaron a sus adversarios y les persiguieron hasta Argos. Sin embargo, cuando volvieron la vista atrás desde las murallas y contemplaron la desbandada del grueso de sus fuerzas, los acarnanios se les echaron encima con ánimo victorioso. Finalmente, los ambraciotas consiguieron abrirse camino hasta Olpas, no sin sufrir un gran número de bajas. Al caer la noche, Demóstenes ya había triunfado en el campo de batalla, esta vez salpicado de cadáveres enemigos, entre los que se encontraban dos generales espartanos, Euríloco y Macario.
Al día siguiente, Menedayo, el nuevo comandante espartano, se encontró cercado en Olpas por tropas enemigas en tierra y por la flota ateniense desde el mar. No sabía cuándo vendría el segundo contingente ambraciota o si llegaría a aparecer siquiera.
Al no haber escapatoria posible, solicitó una tregua para hacerse cargo de los muertos y negociar una evacuación segura para su ejército. Demóstenes recogió los despojos de los suyos y erigió un trofeo a la victoria en el campo de batalla, pero después realizó una nueva maniobra muy poco ortodoxa: a diferencia de los usos tradicionales, no permitió la retirada segura del oponente derrotado, sino que hizo un pacto secreto para permitir que Menedayo, las tropas de Mantinea, los demás jefes peloponesios y, en general, «los más notables», partieran, si lo hacían pronto. Demóstenes dejó escapar a estos soldados, comenta Tucídides, «para desacreditar a los espartanos y a los peloponesios ante los griegos de la región, por traidores y por haber actuado en aras de su interés» (III, 109, 2). Esta forma de hacer la guerra, tanto política como psicológica, no se había conocido en anteriores conflictos bélicos.
Este acuerdo tan poco agradable no era fácil de cumplir. Los soldados del ejército sitiado en Olpas que se enteraron del trato fingieron recoger leña y empezaron a huir del campamento. Entre los peloponesios, los elegidos no mantuvieron el secreto con sus hombres, muchos de los cuales parece que se les unieron en la fuga. Los que no eran peloponesios, al ver lo que estaba sucediendo, también huyeron en desbandada. Cuando el ejército acarnanio comenzó a perseguirles, los generales trataron de impedirlo e intentaron explicar los delicados términos del acuerdo en medio del caos de los acontecimientos, una misión casi imposible. Finalmente, a los espartanos se les permitió huir, mientras que los acarnanios acabaron con todos los ambraciotas que pudieron.
Mientras tanto, el segundo ejército de Ambracia alcanzó Idómena, a pocos kilómetros de Olpas, y pasó la noche en la más pequeña de las dos escarpadas colinas de los alrededores. Al ser advertido de su llegada, Demóstenes envió una avanzadilla emboscada para hacerse con las posiciones estratégicas; estos hombres tomaron la colina más elevada sin que los ambraciotas se dieran cuenta. Ahora, Demóstenes estaba preparado para poner en juego todo lo que había aprendido del combate en las montañas y las tácticas poco convencionales.
Marchando de noche, guió a una parte de sus tropas por el camino directo y envió al resto a través de las montañas. Logró llegar antes de que rompiera el día, mientras los ambraciotas dormían, gracias a las ventajas naturales y con algunas propias inventadas. Para culminar la sorpresa, Demóstenes había emplazado en cabeza a los mesenios, que hablaban un dialecto dorio similar al de los ambraciotas, porque así podrían superar las posiciones avanzadas sin levantar la alarma. La artimaña tuvo tanto éxito que al despertar, los ambraciotas creyeron que sus propios compañeros les estaban atacando. Muchos encontraron la muerte de inmediato, y los que intentaron escapar por las montañas fueron capturados por la avanzadilla de Demóstenes. En medio del caos y en territorio extraño, el hecho de que se tratase de tropas de infantería ligera contra hoplitas jugó en su contra. Algunos, aterrorizados, corrieron hasta el mar y nadaron hacia las naves atenienses, pues preferían morir a manos de los marineros áticos a que los mataran «los odiosos bárbaros de Anfiloquia». La catástrofe ambraciota fue absoluta. Tucídides no llega a ofrecer el número de bajas porque, teniendo en cuenta el tamaño de la ciudad, la cifra era simplemente demasiado alta para resultar creíble; como cuenta el historiador, «ésta fue la peor desgracia que azotó a una sola ciudad durante la guerra en ese mismo número de días» (III, 113, 6).
Tras la matanza de ambraciotas, Demóstenes quería capturar la ciudad, pero los acarnanios y los anfiloquios no, porque «ahora temían que los atenienses resultarían ser unos vecinos más difíciles que los de Ambracia» (III, 113, 6). Ofrecieron a los atenienses un tercio del botín, y a Demóstenes se le dejó aparte la asombrosa cantidad de trescientas armaduras. Con ellas y con la gloria que representaban, ahora estaba deseoso de volver a casa; fue lo suficientemente hábil para dedicar sus premios a los dioses y las colocó en los templos, sin guardarse ni una para él: una apropiada demostración pública de piedad, humildad y desinterés. Para alivio de los aliados del noroeste, los veinte navíos atenienses volvieron a Naupacto. Los acarnanios y los anfiloquios permitieron que los espartanos atrapados regresaran a Esparta, así como a los ambraciotas supervivientes, con quienes sellaron un acuerdo de cien años para acabar con las viejas rencillas y mantener a la región desvinculada del gran conflicto bélico. Corinto, la ciudad fundadora de Ambracia, envió trescientos hoplitas para establecer un pequeño destacamento en su defensa; la necesidad de una fuerza así ejemplifica lo indefensa que había quedado esta ciudad, antaño tan poderosa.

Su llegada, no obstante, también revela que los atenienses no se habían hecho con el control total del noroeste. Aunque con la campaña se había evitado que los peloponesios obtuvieran el control de la región, de manera que los barcos de Atenas pudieran navegar tranquilamente por las costas occidentales de Grecia y el mar Jónico, el compromiso limitado de los atenienses no dio lugar a mayores éxitos. Atenas no aportó hoplitas, sólo veinte naves, sesenta arqueros y un gran general, civil, sin embargo. La lucha en el noroeste fue un ejemplo de los esfuerzos atenienses de ese año, que se caracterizaron por un espíritu más audaz y agresivo, aunque limitado por la cautela y los recursos. Los gastos militares del período 427-426 eran una nimiedad en comparación con lo que se había gastado en la primera etapa de la contienda. Del tesoro sólo provenían doscientos sesenta y un talentos, un quinto de la cantidad gastada en los dos primeros años de la guerra. Incluso con una nueva estrategia, los atenienses no podían ganar la guerra, a no ser que solucionaran sus problemas financieros o tropezasen con un golpe de suerte imprevisto.

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