lunes, 25 de diciembre de 2017

Paideia,educación, Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro cuarto: El conflicto de los ideales de cultura en el siglo IV: Platón y Dionisio :La tragedia de la Paideia.

999

cuando la crítica filológica de estos últimos decenios logró reivin­dicar como testimonios auténticos del propio Platón las Cartas sép­tima y octava, consideradas durante mucho tiempo como apócrifas, añadía con ello un capítulo importante a la historia de la paideia.[1] Es cierto que los hechos externos referentes a las relaciones entre el filósofo y el más poderoso tirano de su tiempo quedarían en pie aunque estas cartas, especialmente la séptima, no fuesen documentos autobiográficos de primer rango, sino una ficción sensacionalista de cualquier refinado estafador literario que hubiera querido explotar como un tema novelesco rentable el contacto del gran Platón con la política diaria. El valor como fuente de la Carta séptima, la que aquí fundamentalmente nos interesa, no llegó a discutirse ni siquiera en los tiempos en que la mayoría se inclinaba a poner en tela de juicio su autenticidad.[2] Sin embargo, para el observador histórico tiene un encanto insuperable el poder leer aquí la tragedia siracusana, y el modo como Plutarco adorna los sucesos para convertirlos en drama, en su vida de Dión, no resiste en ningún sentido la compa­ración con la vida que rebosa desde el interior la fuente principal de información de estos acontecimientos, o sea la Carta séptima de Platón.

En realidad, no sería necesaria la existencia de esta carta para llegar a la conclusión de que el autor de la República y de las Leyes tenía que sentir una grande y auténtica pasión por las cosas polí­ticas, pasión que en un principio le impulsaba a la acción. Aparte de que es, psicológicamente, evidente, se trasluce ya en la estruc­tura del concepto Platónico del saber. Para Platón, el saber, gnosis, no es una mera contemplación desligada de la vida, sino que se convierte en techné, arte y en frónesis, reflexión sobre el verdadero camino, la decisión certera, la verdadera meta, los bienes reales. Y este punto de vista no cambia ni aun cuando revista la forma más 1000   teórica, en la teoría de las ideas que se desarrolla en los diálogos de la vejez de Platón. Platón hacía siempre hincapié en la acción. en el bíos, a pesar de que el campo de acción tendiese a circunscri­birse cada vez más del estado exterior al "estado dentro de nosotros". Ahora bien, en la Carta séptima el propio Platón nos relata el proceso de su evolución hasta emprender aquel primer viaje a la Magna Grecia, en que visitó también Siracusa y acudió a la corte del tirano. En este informe, su interés práctico por el estado aparece directamente como el factor predominante de aquella primera época de su vida. Su exposición merece crédito, no sólo con referencia a las obras principales de Platón y a los objetivos políticos que en ellas se trazan, sino también por los datos íntimos de su círculo fa­miliar que aparecen entretejidos en el escenario dialogado de la República γ en el Timeo, obra que forma parte de la misma trilogía. Con ello trataba, indudablemente, de arrojar cierta luz indirecta sobre sí mismo, como el autor que permanece, naturalmente, al margen de la escena, y también sobre sus relaciones con Sócrates. Sus hermanos Adimanto y Glaucón aparecen en la República, directamente, como personificación de la juventud ateniense apasionada por la política. Glaucón pretende entrar ya a los veinte años en la carrera del estado y a Sócrates le cuesta gran esfuerzo hacerle desistir de su propósito. Un tío de Platón, Critias, es el célebre oligarca y caudillo revolucio­nario del año 403. Platón lo hace aparecer más de una vez en sus diálogos como interlocutor y se proponía, además, dedicarle el que lleva su nombre, obra que no llegó a terminar y que había de cerrar la trilogía encabezada por la República. Parece que fue el interés político lo que hizo que Platón se sintiera atraído por Sócrates, como les sucedió también a otros discípulos de éste. Jenofonte lo afirma con respecto a Critias y Alcibíades, aunque añade, reflejando sin duda la verdad, que pronto se sintieron desengañados, al darse cuenta de cuál era la educación política profesada por el maestro.[3] Sin embargo, por lo que a Platón se refiere, la semilla de aquella ense­ñanza cayó en terreno propicio y dio como fruto la filosofía Platónica. Fue Sócrates quien fundó para la mentalidad de Platón la nueva alianza entre la educación y el estado, llegando casi a equiparar entre sí estos dos factores. Pero fueron el conflicto de Sócrates con el estado y su muerte la verdadera prueba que había de demostrar a Platón la necesidad de que el nuevo estado tuviese como punto de partida una educación filosófica del hombre capaz de transformar desde su raíz toda la comunidad humana. Con esta convicción, arrai­gada en él desde muy temprano y que más tarde había de establecer en la República como su axioma, emprendió en el año 388, según el testimonio de la Carta séptima, teniendo unos cuarenta años de edad, su viaje a Siracusa, donde su teoría captó por completo el alma 1001 fogosa y noble de Dión. pariente cercano y amigo del poderoso señor de Siracusa.[4] La tentativa de Dión de ganar para su ideal al propio Dionisio I estaba, naturalmente, condenada a fracasar. La gran con­fianza humana que aquel político realista, fríamente calculador, de­positaba en su pariente Dión, hombre muy entusiasta, y que animó a éste a introducir a Platón en la corte del tirano, se basaba más bien en la absoluta lealtad de Dión y en la pureza de su carácter que en su capacidad para contemplar el mundo del estadista de acción con los mismos ojos que el tirano. En la Carta séptima Platón dice que Dión esperaba de su pariente que diese a Siracusa una consti­tución y gobernase el estado con sujeción a las mejores leyes.[5] Pero la situación de que había surgido la dictadura en Siracusa no con­sentía, según el tirano, la aplicación de semejante política. Platón entendía que sólo ella establecería el verdadero reinado de Dionisio en Italia y en Sicilia y le daría permanencia y razón de ser. Dionisio estaba convencido, por el contrario, de que daría al traste en poco tiempo con su reino y pondría de nuevo las repúblicas-ciudades sici­lianas en que luego se desintegraría, impotentes, a merced de la invasión cartaginesa. Este episodio es el preludio de la tragedia que más tarde se desencadenaría entre Platón, Dión y Dionisio II, hijo y sucesor de Dionisio I. Platón retornó a Atenas, enriquecido con una gran experiencia, para fundar allí, poco después, su escuela. Sin embargo, las relaciones con Dión sobrevivieron al fracaso, el cual habría de fortalecer a Platón en su decisión, proclamada ya en la Apología, de retraerse de toda política activa. Se anudó entre estos dos hombres una amistad que duró toda la vida. Pero mientras que Platón se entregó por entero, a partir de ahora, a las tareas propias de un maestro de filosofía, Dión permaneció aferrado a su idea de reformar políticamente las tiranías sicilianas y esperó a que se pre­sentasen circunstancias más favorables que le permitieran, tal vez, lle­varla a la práctica.

La ocasión para ello pareció ofrecerse cuando, al morir Dionisio I (367), asumió el poder, siendo todavía joven, su hijo Dionisio II. Entretanto habíase publicado, en la década del setenta, la República de Platón. Esta obra debió de constituir un nuevo acicate para las ideas de Dión, pues en ella aparecían formulados en forma clásica los pensamientos que tiempo atrás le oyera exponer a su autor. Po­cos años después de su publicación, este libro ocupaba el centro de las discusiones. Platón tocaba en él, repetidas veces, el problema de la realización de su estado ideal, pero sin llegar a destacarlo como algo decisivo para la aplicación práctica de su paideia filosó­fica. Tal vez, había escrito,[6] este estado perfecto sólo existiese en el cielo como un prototipo ideal, sin llegar a convertirse nunca en rea­lidad, o en una remota e ignorada lejanía, entre pueblos bárbaros, 1002 es decir, extranjeros, de los que no se tenía en la Hélade noticia al­guna. (En la época helenística, cuando aparecieron en el [7]campo visual de los griegos nuevos pueblos orientales y se adquirió un conoci­miento más exacto de otros, ciertos sabios, inspirándose en esta con­jetura de Platón, pretendieron descubrir en el estado de castas de los egipcios o en el estado jerárquico-teocrático de Moisés el prototipo de la paideia Platónica o algo análogo a ella.)[8] Pero Platón exige que se tome en serio la educación encaminada a crear el estado justo en el interior de cada individuo, cualquiera que sea la forma que pre­sente el estado histórico de los tiempos actuales.[9] Había renunciado ya al estado de su tiempo, como algo irremediable.[10] Este estado no era utilizable para la realización de sus ideas. Desde un punto de vista teórico, le parecía más sencillo intentar con vistas a un individuo concreto la educación del príncipe que postulaba como base para un perfeccionamiento del estado, siempre y cuando que este individuo fuese realmente el enviado por los dioses, por la razón matemática de que es más sencillo cambiar a un solo hombre que a varios o muchos.[11] Para ello, Platón no partía, ni mucho menos, del problema del poder. En la Leyes, al final de su vida, llegó incluso a pronun­ciarse en contra de la concentración del poder en manos de un solo individuo.[12] La idea, preconizada en la República, de convertir a un tirano de elevadas dotes espirituales y morales en titular del poder dentro de su estado, responde más bien a una actitud fundamental­mente educativa.[13] ¿Por qué no había de ser posible que un solo hombre hiciese reinar el espíritu del bien en todo el pueblo, si Platón había podido ver cómo, bajo la tiranía de Dionisio I, un individuo poderoso era capaz de corromper, con su influencia sistemática, el carácter de un pueblo entero? La imagen negativa del tirano que se traza en la República presenta los rasgos innegables del viejo Dionisio. Esta imagen es descorazonadora y parece dar un mentís a los planes reformadores de Dión. Pero nadie debía convertir en artículo de fe para la humanidad la experiencia de estas grandes debilidades humanas, cerrando con ello de una vez para siempre el camino a un porvenir mejor. Así era como pensaba, por lo menos, 1003 el idealista ético Dión, cuando a raíz de la muerte del tirano de Siracusa asediaba a Platón con cartas y mensajes, pidiéndole que apro­vechase la ocasión y viniese a Siracusa, para poner en práctica con ayuda del nuevo príncipe sus ideas sobre el estado ideal.[14] Platón había declarado en la República, como condición previa para la realización de sus postulados ideales, que era necesario que se aso­ciasen el poder (δύναμις) y el conocimiento moral (φιλοσοφία), fac­tores que hasta entonces habían andado casi siempre desunidos sin esperanza por el mundo.[15] Esto sólo podía conseguirse por medio de un favor especial del destino, por medio de una tyché divina.[16] Dión intentaba convencerle de que la subida al poder del joven Dio­nisio les brindaba precisamente este favor inesperado del destino y que si Platón no acudía al llamamiento de la hora sería, en realidad, como si traicionase su propia idea.[17]

Ni un idealista como Dión podía desconocer, evidentemente, que el postulado Platónico brotaba de la conciencia individual de un hombre de excepción. No había ninguna esperanza de que el intento de ponerlo en práctica en el estado del presente fuese apoyado por las fuerzas inconscientes de la unidad superior de vida, puesto que éstas se encaminaban en la dirección contraria.[18] Y de la gran mu­chedumbre de los hombres no esperaba nada él, porque había dejado de ser el pueblo orgánico que alguna vez fuera, para convertirse en una masa mecánica. Sólo un puñado de hombres, suponiendo que la tyché fuese propicia, podrían ser ganados para la suprema meta, y Dión creía que entre estos pocos podía contarse el joven príncipe y que. si se lograba ganarle para la idea, el reino de Siracusa se convertiría en un paraíso de felicidad sobre la tierra.[19] El poder ilimitado del tirano era el único hecho real intangible en este plan de Dión. un hecho que no podía prometer nada bueno, puesto que nadie sabía qué uso haría de él. Pero la fe de Dión era lo suficientemente audaz para especular con la juventud de Dionisio. Juventud quería decir maleabilidad y, aunque hasta ahora el joven inexperto careciese de aquella madura visión moral e intelectual que Platón exigía de su príncipe Ideal, no parecía ofrecerse otro punto de apoyo para conver­tir en realidad la idea Platónica.

Tampoco Platón veía, en la República, otro camino para llegar al estado ideal que la formación de un regente perfecto y se asignaba a sí mismo, es decir, al filósofo creador, la misión de trazar las líneas fundamentales de esta educación y de establecerlas como un 1004 ideal. ¿Y quién si no el propio Platón y su personalidad espiritual imperativa e intangible podía ser capaz de tomar prácticamente en sus manos y de llevar a buen fin la obra de la educación del regente, tal como él la preveía, con sus dotes de visionario? Es cierto que en la República de Platón el problema parece planteado de otro modo. Allí, la educación de los hombres destinados a gobernar se opera por medio de un proceso de trabajosa selección y contrastación, que dura toda la vida y que abarca tanto el conocimiento filosófico como la realidad práctica. El material humano sobre que versa la selección son, sencillamente, los mejores individuos de la juventud en su tota­lidad, cuyo número va reduciéndose en cada fase del proceso, hasta que al final quedan sólo unos cuantos o simplemente el llamado a realizar la gran obra con arreglo a la voluntad de Dios. El regente salido de esta escuela sería precisamente la antítesis del tirano. Al­bergaría en su interior como suprema ley el bien de la colectividad, visto a la luz de la verdad eterna, y esto lo colocaría por encima de la parcialidad de toda opinión y de todo deseo individuales. Supo­niendo que el tirano de Siracusa tuviese la voluntad de acometer esta obra, y que estuviese dotado para ello y que fuese susceptible de ser educado para esta misión, se le elegiría para ella pura y simplemente porque el azar histórico le había entregado la herencia del titular del poder supremo. Era una situación que no difería mucho, en el fondo. de la que servía de base a la educación del príncipe, tal como la concebía Isócrates.[20] Sin embargo. Dión creía necesario exponerse a la prueba, en aquellos momentos, no sólo porque el formidable poder de Dionisio prometía un gran éxito en caso de triunfar, o te­niendo en cuenta la posición peculiar y única que ocupaba en aquel gran reino,[21] sino, sobre todo, porque había sentido irradiar sobre él la acción de la personalidad de Platón como una fuerza capaz de transformar al hombre todo y porque había asimilado a través de la experiencia vivida su fe en la fuerza de la educación.

Volviendo la vista a esta situación, Platón hace desfilar de nuevo ante sus ojos, en su Carta séptima, los principales sucesos de la vida de Dión y los distintos pasajes de su convivencia con aquel amigo tan noble y lleno de talento cuya pérdida, todavía reciente, lloraba. Los planes de educación del tirano, iniciados con su ascen­sión al poder, habían fracasado después de dos intentos. El poderoso estado de los Dionisios se había hundido, pues, una vez frustrados sus esfuerzos educativos, y desterrado por el tirano, Dión acabó ha­ciendo uso de la violencia. Su victoria sobre el tirano fue también de corta duración. Tras breve dominación, sucumbió a manos de ase­sinos, víctima de las disensiones surgidas en su propio campo. La llamada carta de Platón, escrita después del asesinato de su amigo, 1005 constituye un esclarecimiento y una justificación de sus actos ante la opinión pública, aunque revista la forma de un consejo desti­nado al hijo y a los partidarios de Dión en Sicilia, exhortándolos a permanecer fieles al ideal del muerto. Platón les promete que si obran así les asistirá con su consejo y su prestigio.[22] De este modo toma partido abiertamente en favor de Dión y aprueba sus primitivas in­tenciones. Su amigo no aspiraba a la tiranía ni a su derrocamiento, pero se vio obligado a proceder de aquel modo por el desafuero de que le hizo víctima el tirano. La culpa recae íntegra sobre éste, aunque Platón comprende ahora que su primera visita a Siracusa, al ganar a Dión para la causa de la filosofía Platónica, fue, en última instancia, la causa del derrocamiento de la tiranía.[23] Descubre en el curso de los acontecimientos el imperio de la tyché divina, del mismo modo que en las Leyes indaga las huellas de la pedagogía de Dios a través de la historia. Volviendo la vista a su pasado, Platón des­cubre también su mano, con igual claridad, en el encadenamiento de su propia vida con la historia de su tiempo. Sólo la tyché divina podía hacer que el regente se volviese filósofo o el filósofo regente. Platón había proclamado ya esto en la República. La tyché divina parecía alargar la mano cuando Dión puso en relación a Platón con Dionisio. Y fue también ella la que llevó a un trágico fin la cadena de las causas y los efectos, cuando el regente no reconoció aquella mano y la rechazó. Para el sentido común era fácil llegar a la con­clusión de que la empresa de Dión —e indirectamente de Platón, que la hizo suya— estaba condenada al fracaso, porque descansaba en una falta de psicología, es decir, de visión de las flaquezas y la vileza de la naturaleza humana corriente. Pero Platón ve la cosa de otro modo. Una vez que su teoría había puesto en acción una fuerza como Dión, su punto de vista es que falló el instinto domina­dor de Dionisio, al desechar aquella ocasión que se le presentaba de cumplir con su misión en el más alto de los sentidos.

El papel desempeñado por Platón en este drama no constituía, desde su punto de vista, una acción espontánea: se consideraba a sí mismo como el instrumento de un poder superior. El fondo filosó­fico sobre el que se proyecta esta concepción de sí mismo nos lo ofrecen las Leyes, donde Platón declara repetidas veces que el hom­bre es un juguete en manos de Dios, una figura de un teatro de muñecos.[24] La inteligencia del hombre debe, sin embargo, aprender a obrar bien, pues la pasión de los instintos humanos no responde siempre sumisamente a los hilos movidos por Dios. Es, en el fondo, la primitiva concepción griega de la vida humana; ya en la epopeya homérica y en la tragedia vemos cómo no se la presenta nunca fuera 1006 del escenario divino. De él arrancan hilos invisibles, enlazados a lo que nosotros llamamos sucesos. El poeta ve cómo estos hilos rigen todas las escenas.[25] En la República parecía abrirse todavía un ancho abismo entre el principio divino del todo, el principio del bien, y la verdadera vida humana. Pero el interés de Platón va dirigido en grado creciente a la forma y al modo de ejecutar su acción en el reino visible, es decir, en la historia, en la vida, en el campo de lo concreto. Al igual que en su teoría de las ideas, también en su exposición del bíos vemos cómo lo metafísico va penetrando cada vez más en los detalles de lo sensible. La carta a que nos referimos es también importante porque nos descubre la pugna del autor en torno a la concepción de su propia vida y de su acción como fuente de su interpretación del mundo en líneas generales: este rasgo perso­nal, aunque intencionadamente escondido, puede percibirse ya en la República, si se ve en la conservación de la "naturaleza filosófica", en medio de un mundo y una cultura condenados a la decadencia, la intervención salvadora de una tyché divina.[26] Sólo situándose en este punto de vista puede comprenderse de verdad lo que Platón quiere decir cuando, en la República, en las Leyes y en la Carta séptima, interpreta el encuentro del poder con el espíritu (personificado en el regente y en el sabio) como un acto individual de esta providencia divina. Es así como la empresa siciliana se enlaza con la situación del filósofo en la época de Platón, tal como se describe en la Repú­blica. La importancia de este episodio trasciende en mucho de lo puramente biográfico. Adquiere el valor directo de ilustración de la teoría de la República, según la cual experiencia general de la inutilidad de los filósofos en este mundo equivale, en realidad, a una declaración del mundo en quiebra y no dice nada en contra de la filosofía.

Cuando Dión requirió a Platón para que se trasladase a Siracusa, señalaba como su misión realizar en las circunstancias del cambio de regente la filosofía política que en la República había proclamado ante el mundo. Se siente uno movido a pensar que esta proposición envolvía lo que se llama un cambio de sistema, pero Platón dice expresamente en la Carta séptima que no se le llamaba como un con­sejero político irresponsable, sino con el designio y la clara misión de educar al joven regente. Este modo de formular el que había de ser su cometido indica mejor que nada cuan en serio tomaba Dión las doctrinas de la República, en la que Platón describía su estado ideal pura y simplemente como la paideia perfecta llevada a la rea­lidad. Dión aceptaba la persona del regente como un hecho dado del que había de partir, razón por la cual, en vez de sacar a Dionisio por selección del estamento de los guardianes, era necesario prepa­rarlo α posteriori para el desempeño de una función que en realidad 1007 ya ejercía. Esto representaba una limitación muy seria a los postu­lados establecidos por Platón. Había que comenzar la obra por arriba, en vez de acometerla desde los cimientos. En sus cartas a Platón, Dión describe al príncipe como una naturaleza dotada y "ansiosa de filosofía y de paideia".[27] Platón había señalado en la República, como la condición más esencial para que pudiese prosperar la educación, la atmósfera o medio ambiente en que se desarrollaba. Esto tenía que determinar necesariamente un pronóstico desfavorable, pues ya en el comienzo mismo de su Carta séptima pinta Platón con rasgos con­movedores, como si relatase un drama, su manera de pensar acerca de Siracusa y del ambiente que reinaba en la corte del tirano, según las impresiones recogidas por él en su primera visita a Sicilia.[28] Lue­go habla del miedo que le infunde la aventurada empresa a que le empujaba Dión y lo justifica con su experiencia pedagógica, según la cual la gente joven se entusiasma fácilmente, pero carece de cons­tancia en sus afanes.[29] Estaba convencido de que el carácter probado y la edad ya madura de Dión eran el único punto firme de apoyo en todas las circunstancias. Una razón importante que le impulsaba a aceptar la invitación era, según él, la conciencia de que el recha­zarla equivaldría en principio a renunciar a la teoría que habría de cambiar totalmente la vida del hombre. No había ido nunca tan lejos en la República, a pesar de la actitud retraída que allí adoptaba en cuanto a la posibilidad de llevar a la práctica sus ideas. Retrocedía ante esta última consecuencia y no se atrevía a confesarse ni a sí mis­mo que no obraba movido por una verdadera fe en el éxito de su misión, sino por el temor de aparecer como un hombre de meras palabras (λόγος μόνον κτλ).[30] La resignación que de un modo tan conmovedor se expresa en la República llevaba ya implícita, en el fondo, una respuesta negativa a este intento de sacarlo de su aisla­miento.[31] Platón arriesgaba ahora su fama en la tentativa de refutar con la propia conducta su pesimismo, harto justificado. Abandonó, como él mismo dice, sus ocupaciones de enseñanza en Atenas, ocu­paciones "absolutamente dignas de él", para entregarse a la coacción de una tiranía que no armonizaba en modo alguno con sus concep­ciones filosóficas.[32] Pero de este modo creía mantener su nombre limpio de culpa ante el Zeus de la hospitalidad y también, en última instancia, ante su vocación filosófica, que no le consentía abrazar el camino más cómodo.

La actitud de Platón para con el tirano, tal como se expone en la Carta séptima, aparece enfocada totalmente desde este punto de vista, es decir, como la actitud del maestro que va al encuentro de su discípu­lo. E inmediatamente después de llegar, se vieron confirmados todos sus temores. La calumnia extentida contra Dión en la corte del tirano 1008 había creado ya una atmósfera tan impenetrable de inseguridad y desconfianza, que incluso la fuerte impresión producida por Platón en Dionisio no podía sino contribuir a atizar los celos del regente contra el amigo del filósofo.[33] Dionisio el Viejo, aunque confiaba humanamente, y con fundamento, en Dión, procuró sustraerlo a la influencia del filósofo, enviando a éste a casa. Su hijo, más débil, dio oídas a las insinuaciones de los enemigos y envidiosos de Dión, deseosos de ganar autoridad sobre él, en el sentido de que Dión ma­quinaba para desplazarlo y convertirse él mismo en tirano, bajo el manto de sus ideas reformadoras filosóficas. El designio de Platón, le decían estas voces, no era otro que hacer del tirano un instrumento de los planes de Dión. Dionisio, sin embargo, no recelaba de las intenciones del filósofo y, además, sentíase halagado por la concien­cia de su amistad con él; en estas condiciones, hizo precisamente lo contrario de lo que su padre habría hecho en el mismo trance: des­terró a Dión y quiso captarse la amistad de Platón. No se decidió, sin embargo, como Platón escribe, a hacer lo único que habría podido asegurarle esta amistad: aprender de él y convertirse en el discípulo y oyente de sus diálogos políticos.[34] Los calumniadores le habían llenado de miedo, induciéndole a creer que podría caer en una rela­ción de excesiva dependencia interior con respecto al filósofo y, "fas­cinado por la paideia, descuidar sus deberes de regente".[35]

Platón esperó pacientemente a ver si en su discípulo se desper­taba un afán más profundo, pero "éste salió victorioso, con su resistencia".[36] Platón se volvió, pues, a Atenas, aunque hubo de pro­meter que retornaría, una vez terminada la guerra que había estallado. Se resistía a romper de lleno con el tirano, pensando sobre todo en Dión y confiando en ver a su amigo retornar del destierro a la patria. Pero su designio y el de Dión: "educar y formar, como un rey digno de ocupar el trono",[37] a un tirano que hasta entonces había permanecido al margen "de toda paideia y de todo contacto espiritual adecuado a la posición que ocupaba",[38] había fracasado.

Nο es fácil comprender por qué Platón se prestó a aceptar una nueva invitación de Dionisio, pocos años después de haber fracasado su primera misión cerca de él. Alega como razones para justifi­car su conducta los requerimientos incesantes de sus amigos de Siracusa, principalmente de los pitagóricos del sur de Italia y del gran matemático Arquitas, que gobernaba en Tarento, y de sus partidarios.[39] Platón había establecido vínculos políticos entre estos elementos 1009 y Dionisio, antes de salir de Siracusa; estos lazos podrían peligrar, si ahora declinaba la nueva invitación del tirano.[40] Éste en­vió a Atenas un barco de guerra para recoger a Platón y facilitarle el penoso viaje; [41] le prometió, además, que si aceptaba su invita­ción, sería revocado el destierro de su amigo.[42] Pero la razón deci­siva, para Platón, fueron los informes que sus amigos cercanos a Dionisio y a Arquitas le hicieron llegar acerca de los progresos operados en la formación espiritual del regente de Siracusa.[43] Por fin, apremiado por sus discípulos de Atenas y empujado por los amigos que tenía en Sicilia y en Italia, se decidió, a pesar de sus años, a emprender aquel viaje, que había de producirle el más pro­fundo de los desengaños.[44] Esta vez, el relato de Platón pasa por alto lisa y llanamente cuanto se refiere a su recibimiento y a la situación política con que se encontró al llegar a Siracusa, para fi­jarse exclusivamente en el estado de la educación allí existente a su llegada. El tirano, durante el tiempo transcurrido desde su visita anterior, había mantenido contacto con toda una serie de hombres de ingenio y estaba lleno de las ideas que de ellos había escuchado.[45] A Platón la continuación de esta clase de enseñanza no le infundía confianza alguna. Su experiencia le indicaba que la piedra infalible de toque para contrastar el celo de su discípulo era el hacerle ver claramente las dificultades y fatigas de la empresa acometida y obser­var el efecto que esto ejercía en él.[46] Un espíritu animado por el verdadero amor al saber que se siente fortalecido en su afán ante la con­ciencia de los obstáculos que ante él se levantan y pone en tensión todas sus fuerzas y las de su guía espiritual para alcanzar la meta perseguida; en cambio, el hombre reacio a la cultura retrocede ate­rrado ante el esfuerzo y el régimen severo de vida que se le impone y se siente incapaz de marchar por este camino. Algunos pretenden convencerse de que ya lo saben y no necesitan, por tanto, imponerse nuevos esfuerzos.[47]

Esto era lo que ocurría con Dionisio. Se las daba de culto y se pavoneaba con lo que había tomado de otros, como si se tratase de su propio patrimonio espiritual.[48] Platón dice, en este pasaje, que más tarde haría lo mismo con lo aprendido de él, llegando incluso a escribir un libro en que exponía la doctrina Platónica como si fuese suya propia. Es un rasgo que no deja de tener importancia, pues denota cierta ambición espiritual, aunque sea la ambición del diletante. La tradición pretende que Dionisio, después de derrocado 1010 su régimen, vivió en Corinto dedicado a la enseñanza. Por lo demás, Platón sólo habla de oídas de aquel libro en que, al parecer, se pla­giaba su doctrina, pues nunca llegó a leerlo. Esto le da, sin embargo, pie para una declaración acerca de su obra de escritor y la relación entre ésta y su teoría, que no puede sorprendernos demasiado des­pués de lo que nos dice en el Fedro,[49] pero que es, desde luego, notable por su peculiar formulación. No tiene nada de extraño el que estas manifestaciones sobre la imposibilidad de plasmar satis­factoriamente en forma escrita la verdadera esencia de sus conoci­mientos se multipliquen precisamente en los años posteriores de su vida. Si es cierto lo que dice en el Fedro de que lo escrito sólo tiene valor como recuerdo de lo ya sabido, pero no sirve para trans­mitir conocimientos nuevos, llegaremos a la conclusión de que todo lo que Platón escribió sólo tenía, para él, la importancia de un reflejo de su actuación oral como maestro. Este criterio es especial­mente aplicable a una forma de conocimiento que no se trasmite por medio de la mera palabra como otras clases de saber, pues sólo puede brotar del desarrollo gradual del alma. Trátase, manifiesta­mente, del conocimiento de las cosas divinas, del que en última instancia deriva su certeza, en la filosofía Platónica, todo lo demás y hacia lo que todo tiende. Platón se refiere aquí a los problemas últimos de cuya solución dependen toda su teoría y su acción, así como su concepto del valor de la educación. Acerca de la suprema certeza que sirve de base y de punto de apoyo a su pensamiento, no existe nada escrito de su mano, ni existirá jamás.[50] La teología de Aristóteles es, por lo menos en cuanto a su idea, un asunto didáctico, la disciplina suprema entre otras disciplinas. Platón considera, indu­dablemente, posible y necesario operar, a través de la gradación del saber que pinta en la República como paideia filosófica, la catarsis del espíritu, para depurarlo de los elementos sensibles adheridos a él, encauzándolo así, cada vez más ceñidamente, hacia lo absoluto. Pero este proceso es largo y difícil y sólo puede alcanzar su meta a la vuelta de muchos esfuerzos dialécticos (pollh\ sunousi/a) comunes por la cosa misma, en una especie de comunidad de vida filosófica. Es en este pasaje donde Platón emplea la metáfora de la chispa que salta y prende en el alma de quien pasa por este proceso.[51] El cono­cimiento cuya luz enciende esa chispa es un acto creador de que sólo son capaces pocos hombres, y estos pocos por su propio impulso y con pequeña parte de dirección.

Este proceso y su gradación desde lo sensible hasta el conoci­miento esencial mismo lo ilustra Platón en la llamada digresión sobre la teoría del conocimiento, en la Carta séptima, a la luz de un ejem­plo matemático: el ejemplo del círculo.[52] En este difícil apartado, 1011 estudiadísimo en estos últimos tiempos, pero que a pesar de ello sigue encerrando ciertos puntos oscuros, culmina la exposición, cre­ciente hasta rayar en el nivel más alto, sobre la esencia de la educa­ción Platónica y sobre la naturaleza de la acción de aprender, tal como el filósofo se la representa.[53] El conocimiento así concebido se revela aquí como la afinidad esencial con el objeto, en que lo humano y lo divino aparecen en el punto de su más alta aproxi­mación. Pero la contemplación, que es la meta de la "semejanza con Dios",[54] sigue siendo, para Platón, un arrhéton.[55] Ya el Sim­posio, en términos análogos, pintaba el ascenso del alma a la con­templación de lo eternamente bello como una mistagogia,[56] y en el Timeo se dice: descubrir al creador y padre de este todo es difícil y, una vez descubierto, es imposible proclamar públicamente su esen­cia.[57] Si Dionisio hubiese comprendido a Platón, su conocimiento habría sido tan sagrado para él mismo como para el propio filó­sofo.[58] La publicación de su libro fue una profanación movida por una ambición deleznable, lo mismo si se trata de presentar aquellos pensamientos como suyos propios que si el impostor quería hacerse pasar por copartícipe de una paideia de la que no era digno, para pavonearse con ella.[59] Las alusiones de la Carta séptima indican cla­ramente que la educación del regente que Platón quería para Dio­nisio no consistía en una mera enseñanza técnica de los asuntos de gobierno; se encaminaba a la transformación de todo el hombre y de su vida, y el conocimiento sobre que descansaba no era otro que el del supremo paradigma que Platón establece en la República como norma y Como pauta para el gobernante; el paradigma del divino bien.[60] El camino para alcanzarlo era también el mismo que en la República: las matemáticas y la dialéctica. No parece que Platón en sus conversaciones con el tirano pasase de deslindar los rasgos gene­rales de esta paideia, pero es indudable que no estaba dispuesto a ceder ni en un ápice de sus severos postulados. La meta de un arte regio no se alcanza precisamente por un camino real. Con su modo 1012 de conducirse ante lo que Platón le enseñaba, el tirano demostró que su espíritu no era capaz de calar hasta la hondura en que se hallan las verdaderas raíces de la misión que tan en vano se esforzaba en desempeñar.

La ruptura de Platón con Dionisio y el relato de las medidas de violencia del tirano que condujeron a ella, llenan la última parte de la carta de intenso dramatismo. Estas escenas contrastan de un modo agudo e impresionante con la imagen de la paideia Platónica, que ocupa el lugar central de la obra. Ya en el Gorgias establecía Platón una oposición entre su filosofía de la paideia y la filosofía de la violencia.[61] A Dión le son confiscados los bienes, de los que hasta entonces había podido vivir en el extranjero, sin sacarlos del reino de Dionisio, y se le deniega el regreso a su patria. Platón, que vivió durante algún tiempo en el palacio del rey como prisionero, aislado de todo contacto con el mundo exterior, acabó viéndose alojado en el cuartel de la guardia de corps, que sentía hostilidad contra el filósofo y constituía una amenaza para su vida. Hasta que por fin, Arquitas de Tárento, informado secretamente de lo que su­cedía, logra que el tirano acceda al regreso de Platón.[62] En el viaje de vuelta se encuentra con Dión, el desterrado, en las fiestas de Olimpia. Su amigo le comunica el plan fraguado por él para ven­garse, pero Platón se niega a participar en los preparativos. En otro pasaje de la carta califica su alianza con Dión como una "comunidad de la libre paideia" (e)leuqe/raj paidei/aj koinwni/a).[63] Pero esta co­munidad, dice, no le obligaba a seguir al amigo por el camino de la violencia. A lo que sí estaba dispuesto, y se brindó a ello, era a laborar por la reconciliación entre Dión y el tirano.[64] Sin embargo, dejaba a Dión en libertad para que ganase adeptos entre sus parti­darios, algunos de los cuales se enrolaron como voluntarios en su cuerpo libertador. Y aun cuando la tiranía de Siracusa difícilmente habría llegado a ser derrocada sin el apoyo activo prestado por la Academia, Platón consideró siempre lo ocurrido como una tragedia y aplicó a los dos contrincantes, después de su caída, las palabras de Solón: αυτοί αίτιοι (ellos mismos son los culpables de su ruina).[65]

En realidad, el drama siciliano no era una tragedia solamente para los dos miembros de la casa reinante de Siracusa víctimas de ella, sino que, en cierto sentido, lo era también para Platón, aunque exteriormente éste permaneciese alejado de la catástrofe. A pesar de todas las dudas que abrigaba en cuanto al éxito de la aventura, había empeñado todas sus fuerzas en una empresa que por ese solo he­cho convertía en cosa propia. Se ha dicho que el error de Platón nacía de una carencia absoluta de capacidad para comprender las 1013 "condiciones" de la vida y la actuación políticas, que provenía del carácter mismo del ideal Platónico del estado. Ya Isócrates hablaba con ironía en el Filipo de aquellos que escribían normas políticas y leyes absolutamente inaplicables en la vida real.[66] Isócrates es­cribía esto en el año 346, es decir, a poco de morir Platón, creyendo sin duda que con ello pronunciaba la última palabra sobre los es­fuerzos de Platón para resolver el problema del estado. Se sentía especialmente orgulloso de que sus ideas, a pesar de trascender bas­tante del punto de vista propio de los políticos cotidianos, fuesen aplicables y fecundas en el terreno de la política realista. Pero, en realidad, esta crítica no puede hacérsele a Platón. Entre su estado perfecto y la realidad política media un abismo muy profundo de principio, pero el filósofo tiene la conciencia de ello y constante­mente hace hincapié en él.[67] Sólo una especie de milagro podía asociar esta sabiduría al poder terrenal. Indudablemente, el fracaso del intento de Sicilia, acometido por él con tan grandes reparos, tenía necesariamente que hacerle desesperar de la posibilidad de ver su ideal puesto en práctica mientras él viviese, o nunca. Pero esto no impedía que siguiese siendo para él el ideal y la pauta absoluta. Es absurdo creer que un Platón, sólo con un poco más de psicología de masas o de flexibilidad cortesana, habría logrado hacer más plausible para el mundo que contemplaba, como el médico un enfer­mo grave, aquello que él consideraba como lo más alto y lo más santo. Su interés por el estado no tenía nada de político, en este sentido. Así lo ha demostrado, por encima de toda duda, nuestro análisis sobre la estructura espiritual de la República y su concepto del hombre de estado. Por eso la catástrofe de Siracusa no vino tampoco a echar por tierra el sueño de una vida y, mucho menos, a destruir la "mentira de una vida", como se ha tratado de presentar la preocupación que Platón mostró siempre por el estado y su pos­tulado del imperio de la filosofía.

La renuncia a la participación activa en la política era muy anterior, como hemos visto, a la época en que Platón comenzó a escribir. La vemos expresada ya con toda claridad en la Apología. Aquí, aparece referida todavía, fundamentalmente, a Atenas. Pero aunque Dión, al conocerle, intentara convencerle teóricamente de que la realización de sus ideas sería más fácil en un estado gober­nado por un regente con poderes ilimitados, la actitud escéptica de Platón ante el problema de la realización práctica siguió siendo la misma, como lo prueba la posición mantenida en la República, Es cierto que, acosado por el optimismo de sus discípulos y amigos, principalmente por Dión, se decidió a cejar en su resistencia, pero el fracaso de sus esfuerzos, previsto por él, no era lo más indicado para hacerle cambiar de criterio en cuanto a la esencia de la comu­nidad humana y a la posición central de la vaideia. Sin embargo, la 1014 experiencia vivida de Siracusa fue una tragedia para él. Era un golpe asestado contra su paideia, no porque significase una refuta­ción de su verdad filosófica, sino por haber aceptado el reto lanzado a su arte educativo práctico a base de una situación falsa, cosa imputable sobre todo a sus discípulos, quienes habían asumido la responsabilidad de lanzarle a este experimento.[68] No es verosímil que un hombre como Dión, aunque estuviese directamente interesado, sin duda alguna, en los resultados de aquella ingerencia de Platón en la situación política de Siracusa, lo hubiese arrastrado a la aven­tura por motivos egoístas. El conocimiento que Platón tenía de los hombres y que le permitió juzgar con tanto acierto el carácter del tirano, no podía haberse engañado tan de medio a medio tratándose de un amigo tan cercano como aquél.

Por tanto, la distinta actitud adoptada por los dos hombres, y que se revela durante este episodio, sólo conduce a separar nítida­mente del puro y optimista, pero superficial y ligero, idealismo de Dión, la heroica resignación Platónica, basada en su instinto infali­ble. El hecho de que Platón, en la Carta séptima, a pesar de su coincidencia manifiesta con la meta de Dión, consistente en dar a Siracusa un régimen constitucional, se separe absolutamente de él en este sentido, queriendo además que su actitud se caracterizase así, lleva al lector atento la plena certeza de que Platón rechaza por principio la revolución como medio político.[69] Y es probable tam­bién que después de lo ocurrido creyese todavía menos que antes en la próxima realización de su ideal por caminos legales. Un cristiano llegará a la conclusión de que se vio arrastrado a un desengaño honroso para él por la sencilla razón de que buscaba en este mundo el reino espiritual por cuya instauración pugnaba. Su rectificación de los falsos juicios imperantes en la opinión pública acerca de lo ocurrido en Sicilia y de la posición adoptada por él en estos sucesos nace de una actitud interiormente superior, cuya impresión no es fácil que se le escape a nadie. Brota de una fortaleza del alma for­jada a fondo, que le permite personificar dentro de sí, con una altura soberana, el equilibrio divino que se impone a través de todo el caos del mundo. No puede uno menos de establecer un parangón entre este documento personal y la justificación de su propia con­ducta que Isócrates nos da en la Antídosis: el hecho de que ambos hombres se creyesen obligados a comparecer ante el público con la protesta de sus miras y sus destinos personales constituye un signo importante de aquellos tiempos. Y una prueba nada desdeñable de la autenticidad de la Carta séptima es la fuerza con que nos hace sentir el rango superior de la personalidad que está detrás de ella.




[1] 1  Sobre la Carta  VI, dirigida a los  discípulos de  Platón,  Erasto y  Corisco, que  gobernaban en  Assos, y a su vecino Hermias, tirano  de Atarneo,  que había pactado con ellos una alianza filosófica, Cf. mi obra Aristóteles, pp. 132 ss.   Mis razones y las de Brinckmann en pro de la autenticidad de esta carta han sido reco­nocidas por Wilamowitz y otros autores, pero no hay para qué entrar a examinar este problema aquí.   Sobre la autenticidad de las Cartas  VII y VIII, Cf. wila­mowitz,  Platón,  vol.  ii,  y  recientemente  G.  pasquali,  Le  Lettere  di   Platone (Florencia, 1938).   Hay algunos eruditos que reconocen la autenticidad de todas las cartas, en bloque, pero  esta hipótesis tropieza con  dificultades insuperables.

[2] 2  Los datos de la  Carta VII son  reconocidos hoy como  auténticos en  la  ma­yoría de los casos, aun en aquellos en que no concuerdan con el resto de nuestra tradición.    Cf.  R.  adam,  Die  Echtheit  der  platonischen Briefe   (Berlín,  1906), pp. 7 ss.

[3] 3 jenofonte, Mem., i, 2, 39.

[4] 4 platón, Carta VII, 326 E s.

[5] 5 Carta VII, 324 B.

[6] 6 Rep., 592 B.

[7] 7  Rep., 499 C.

[8] 8  Ya en  los primeros tiempos  de  la época helenística se comenzó  a señalar a Egipto como analogía o modelo de  la República de Platón.   Cf. crantor en el Com. de Proclo al Timeo, i, 75 D.   Cf. además mi Diokles van Karystos, pp. 128 y 134 s., y mi ensayo "Greeks and Jews", en Journal of Religión, 1938.

[9]  9  Rep., 591 E.                                     

[10] 10 Rep., 501 A; Carta VII, 325 Es.

[11] 11   El "estado perfecto" es un  mito, Rep., 501   E.   Pero  podría convertirlo en realidad un "príncipe filosófico", 502 A-B.

[12] 12  Leyes, iii, 691 C.

[13] 13  Es   posible  que  Platón   dejase  esta  puerta  abierta  porque  Dión,  ya  en   la época en que aquél escribió la República, cifrase grandes esperanzas en el joven Dionisio.   Lo único evidente es que el filósofo sólo habla de un vastago de sangre real y no  de un  principe reinante,  puesto  que lo primero que hay  que hacer es educarlo.

[14] 14 Carta VII, 327 s.                                                                  

[15] 15 Rep., 473 D.

[16] 16 Rep., 499 B.   Cf. Carta VII, 326 A-B; 327 E y en frecuentes pasajes.   El nombre de la tyché en Platón varía, pero el sentido es siempre el mismo.
[17]  17 Carta VII. 327 Es.

[18] 18  La conciencia de esta situación la hemos visto expresada también por Isócrates.   Cf. supra, p. 901.

[19] 19  Carta VII, 327 C.

[20] 20 Cf. supra, p. 883.

[21] 21 Carta VII, 328 A.

[22] 22  Carta VII, 324 A.

[23] 23   Carta VII, 326 E.   Cf. para la interpretación de este pasaje, Deutsche Literaturzeitung, 1924, p. 897.

[24] 24 Cf. infra, p. 1030.

[25] 25 Cf. supra, p. 61.

[26] 26 Rep., 492 A, 492 E-493 A.

[27] 27 Carta VII, 328 A.

[28] 28 Carta VII, 326 B.

[29] 29 Carta VII, 328 B.

[30] 30 Carta VII, 328 C.

[31] 31 Rep., 496 C-E.

[32] 32 Carta VIl, 329 B.

[33] 33 Carta VII, 329 Β s.                                               

[34] 34 Carta VII. 330 A-B.

[35] 35 Carta VII, 333 C. Este pasaje se refiere, evidentemente, a las calumnias difundidas contra Platón en su segunda visita a Dionisio II, pero el 330 Β revela que los intrigantes habían utilizado contra él exactamente las mismas armas en su primera visita.

[36] 36 Carta VII, 330 B.                                                     

[37] 37 Carta VII, 332 D.

[38] 38 Carta VII, 333 B.                                                  

[39] 38a Carta VII, 339D.

[40] 39 Carta VII, 328 D.                                                   

[41] 40 Carta VII, 339 A.

[42] 41 Carta VII, 339 C.   Cf. la promesa de Dionisio de hacer volver del destierro a Dión, formulada antes  de que Platón regresase de su viaje anterior, 338 A.

[43] 42 Carta VII, 339 B.                                             

[44] 43 Carta VII, 339 D-E.

[45] 44 Carta VIl, 340 B.   Cf. 338  D.                                    

[46] 45 Carta VII, 340 C.
[47] 46 Carta VII, 341 A.
[48] 47 Carta VII, 341 B.

[49] 48 Cf. supra, p. 995.

[50] 49 Carta VII, 341 C.

[51] 50 Carta VII, 341 D. Cf. 344 B.

[52] 51 Carta VIl, 342 B.

[53] 52  Cf. J. stenzel, Sokrates, 1921, p. 63, y Platón der Erzieher, p. 311.  wilamowitz, Platón,  t.  ii,  p.  292.   Stenzel  expone  de un  modo  muy  hermoso  que Platón describe aquí con tanto detalle el vano intento de Dionisio de comprender "por intuición genial" la totalidad  de la filosofía Platónica sin recorrer el fati­goso camino del trabajo dialéctico, porque quiere poner de relieve, a la luz de este ejemplo,  la esencia de la verdadera paideia.   Se ha dicho repetidas  veces que la digresión sobre la teoría del conocimiento no debe figurar en el relato de estos importantes  sucesos políticos.   Otros autores han declarado que esta parte era una interpolación, para "salvar" de este modo la autenticidad de la obra en su conjunto.  Ninguno de ellos ha comprendido que Platón expone en su Carta VII el caso de Dionisio como un problema de la paideia y no como un drama sensa­cional en el que le tocó desempeñar a él un papel.   Estos autores subestiman, evi­dentemente, la conciencia que de sí mismo tenía Platón.
[54] 53  Cf. supra, p. 688            

[55] 54 Carta VII, 341 C.      

[56] 55 Cf. supra, pp. 583 s.
[57] 56 Timeo, 28 C.             

[58] 57 Carta  VII, 344 D.             

[59] 58 Carta  VII, 344  C.
[60] 59 Rep., 500 E.

[61] 60 Cf. supra, pp. 519 s.

[62] 61 Carta VII, 350 Β s.

[63] 62 Carta VII, 334 B.

[64] 63 Carta VII, 350 D.

[65] 64 Carta VII, 350 D  (final).

[66] 65 isócrates, Fil., 12.

[67] 66 Cf. especialmente Rep., 501 A.

[68] 67 En Carta VII, 350 C, se expresa Platón en términos de gran energía refi­riéndose a la presión moral que Dión ejerció sobre él al impulsarle a ir a Sira­cusa. Califica esto de una especie de violencia (di/a| tina\ trpo/pon).

[69] 68 Carta VIII, 331 B-D.

No hay comentarios:

Publicar un comentario