lunes, 25 de diciembre de 2017

Jenofonte .-La expedición de los diez mil Anábasis Libro tercero.

LIBRO TERCERO

I

[Se ha referido en los libros precedentes lo que hicieron los griegos en su expedición con Ciro hasta la batalla y lo ocurrido después de muerto Ciro, cuando los griegos, hechas treguas, se retiraban acompañados por Tisafernes.]

Presos los generales y muertos los capitanes y soldados que les acompañaban, los griegos se hallaban en gran apuro, considerando que estaban a las puertas del rey y que por todas partes les rodeaba multitud de pueblos y ciudades enemigos. Nadie les proporcionaría víveres para comprar. Se hallaban separados de Grecia por no menos de diez mil estadios y no contaban con un guía para el camino. Ríos infranqueables les estorbaban el paso hacia la patria. Y los bárbaros que subieron con Ciro les habían traicionado. Se hallaban solos, sin un jinete que les ayudase. De suerte que, si vencían, era seguro que no podrían matar a nadie, y si eran vencidos perecerían hasta el último. Considerando todo esto y dominados por el desaliento, pocos de ellos probaron la comida por la tarde, pocos encendieron fuego, y por la noche no acudieron al servicio del campamento. Cada uno se acostó donde se encontraba. Y no podían dormir con la congoja y tristeza de su patria, de sus padres, de sus mujeres, de sus hijos, a los cuales pensaban que no volverían a ver. En tal estado de ánimo estaban descansando.
Había en el ejército un cierto Jenofonte, de Atenas, que no iba como general, ni como capitán, ni como soldado. Próxeno, que era viejo amigo suyo, le había invitado a que abandonase su patria, prometiéndole, si venía, que le procuraría la amistad de Ciro, la cual para él mismo tenía más importancia que la patria. Jenofonte, leída la carta, consultó a Sócrates, de Atenas, sobre este viaje. Y Sócrates, temiendo se atrajese Jenofonte la enemiga de sus conciudadanos si entraba en amistad con Ciro, que parecía haber ayudado con todas sus fuerzas a los lacedemonios contra Atenas, le aconsejó fuese a Delfos y pidiese consejo al dios acerca del viaje.
Jenofonte fue, en efecto, y preguntó a Apolo cuál era el dios a quien debía sacrificar y ofrecer sus oraciones para con la mayor felicidad hacer el viaje que pensaba y volver sano y salvo después de un resultado favorable. Y Apolo le respondió indicándole los dioses a que debía sacrificar. Vuelto a Atenas, refirió el oráculo a Sócrates, y éste al oírlo, le reprendió por no haber preguntado primero si le convenía marchar o quedarse, sino que, ya decidido el viaje, sólo preguntó sobre la mejor manera de hacerlo: «Ahora bien; ya que has hecho esta pregunta —dijo—, es preciso cumplir lo que el dios ha mandado.» Y Jenofonte, después de sacrificar a los dioses que le había indicado Apolo, se embarcó, y en Sardes halló a Próxeno y a Ciro, que de un momento a otro iban a emprender la marcha hacia el interior del Imperio. Presentado a Ciro, éste, compartiendo los deseos de Próxeno, le instó a que se quedase, diciéndole que no bien terminara la campaña le dejaría marchar. Según se decía, la expedición era contra los pisidas.
Se incorporó, pues, Jenofonte a la expedición, engañado sobre su objeto, aunque no por Próxeno, el cual no sabía que iba encaminada contra el rey, así como tampoco ninguno de los griegos, fuera de Clearco. Pero cuando llegaron a la Cilicia todos vieron claramente que se les llevaba contra el rey. Entonces, aunque temerosos del camino que debían recorrer y contra su voluntad, la mayor parte siguió por respeto a Ciro y a ellos mismos entre sí. Y como uno de tantos marchó también Jenofonte.
En la apurada situación presente estaba, como los demás, triste y desvelado. Pero durante un breve espacio en que pudo dormirse tuvo un sueño: le pareció oír truenos y que un rayo caía en la casa de su padre y la incendiaba toda. Se despertó lleno de miedo inmediatamente, y, por una parte, interpretó el sueño como favorable porque, hallándose en peligros y trabajos, le había parecido ver una gran luz de Zeus; pero, por otra, considerando que el sueño parecía enviado por Zeus rey y el fuego brillar en torno suyo, temía que no fuese posible salir de los estados del rey por impedírselo diversos obstáculos por todas partes.
Qué significación puede atribuirse a este sueño es cosa que los acontecimientos después de él sobrevenidos permiten juzgar. He aquí, en efecto, lo que sucedió. Apenas despierto Jenofonte, acudieron a su mente estas reflexiones: «¿Por qué permanezco acostado? La noche avanza, y lo más probable es que apenas raye el día se presenten los enemigos. Y si caemos en manos del rey, ¿quién podrá impedir que perezcamos entre ultrajes, y después de haber sufrido los suplicios más terribles? Nadie piensa en defenderse, nadie busca los medios para rechazar al enemigo; permanecemos acostados como si el ocio nos fuese permitido. Y yo, ¿a cuál general de otra ciudad espero para que haga esto? ¿A qué edad aguardo? Ciertamente que nunca seré mayor si hoy me entrego a los enemigos.» Entonces se levantó, llamó primero a los capitanes de Próxeno y, una vez reunidos, les dijo: «Yo, capitanes, ni puedo dormir, como creo que tampoco vosotros, ni continuar acostado viendo en qué situación nos encontramos. Bien claro se ve que los enemigos no se declararon en guerra abierta contra nosotros hasta considerarse suficientemente preparados; en cambio, ninguno de nosotros se preocupa de cómo podremos sostener mejor la lucha. Considerémoslo bien; ¿qué será de nosotros si cedemos y venimos a quedar a merced del rey? Hemos visto cómo a su hermano de padre y madre le hizo crucificar, ya muerto, después de cortarle la cabeza y la mano. ¿Qué tormentos, pues, nos reservará para nosotros, que no contamos con nadie que nos defienda, y que hemos venido contra él para convertirlo de rey en esclavo? ¿No es evidente que procurará por todos los medios infligirnos los más atroces castigos para inspirar miedo a todos los demás hombres de tomar las armas contra él? Es pues necesario hacer todo lo posible para no quedar a merced suya. Yo, mientras las treguas fueron firmes, no podía menos de sentir compasión de vosotros, en tanto que consideraba como muy ventajosa la situación del rey y de los suyos. Veía, en efecto, la amplitud, la calidad de las tierras que dominaban, la abundancia de los víveres, el número de servidores, la cantidad de ganado, de oro, de vestiduras. Y cuando advertía la situación de nuestros soldados, que carecíamos de todo como no fuese comprado, y bien sabía que pocos disponían de recursos para ello; que los juramentos prestados nos impedían procurarnos el alimento como no fuese por compra; cuando pensaba, digo, en todo esto, muchas veces me ocurrió tener más miedo de las treguas que ahora de la guerra. Puesto que ellos han roto las treguas, me parece que esto nos libera también de su insolencia y de nuestras sospechas. Ahí están, pues, ahora en medio todas esas cosas buenas para aquellos de nosotros que sean los más bravos; los dioses presiden el certamen, y de fijo no dejarán de estar a nuestro lado. Nuestros enemigos han violado los juramentos que hicieron ante ellos; en cambio, nosotros, teniendo a nuestra vista muchas cosas buenas nos apartamos de tomarlas por respeto a los juramentos de los dioses; podemos, pues, me parece, marchar al combate con mucha más confianza que los bárbaros. Además, tenemos los cuerpos mucho más hechos que ellos a soportar el frío, el calor y los trabajos, y, con la ayuda de los dioses, almas también mejor templadas. Si, como anteriormente, los dioses nos conceden la victoria, los soldados enemigos serán más accesibles que nosotros a la muerte y a las heridas. Pero acaso haya también otros que tengan este mismo pensamiento. Por los dioses, no esperamos que otros vengan a invitarnos a estos hechos gloriosos; seamos nosotros los primeros en empujar a los demás por la senda del valor. Mostraos los más valientes de los capitanes, más dignos de ser generales que los generales mismos. Yo, por mi parte, si vosotros queréis lanzaros a la empresa, estoy dispuesto a seguiros, y si disponéis que yo os conduzca, no me excusaré pretextando mi edad, pues pienso tener la fuerza suficiente para defenderme de los peligros que me amenacen.»
Así habló Jenofonte. Los capitanes, después de ha-berle oído, le invitaron a que los condujera, excepto un cierto Apolonides, que hablaba con acento beocio; este individuo dijo que era bien tonto quien hablase de poder encontrar la salvación de otro modo que consiguiendo un arreglo con el rey. Y al mismo tiempo comenzó a enumerar las dificultades; pero Jenofonte, interrumpiéndole, dijo: «Buen hombre, me parece que tú no te das cuenta de las cosas aunque las hayas visto, ni te acuerdas de ellas aunque las hayas escuchado. En el mismo sitio te encontrabas que éstos cuando el rey, después de morir Ciro, envalentonado por este suceso, envió mensajeros pidiendo que entregásemos las armas. Y cuando nosotros, lejos de entregarlas, marchamos armados y acampamos junto a su ejército, ¿qué nos hizo enviando diputados, pidiendo treguas y ofreciendo víveres hasta que las treguas se concertaron? y cuando después los generales y capitanes, haciendo lo que tú aconsejas, acudieron sin armas y confiados en las treguas a conferenciar con ellos, ¿no es cierto que, golpeados, heridos, ultrajados, ni morir pueden los infelices, aun deseándolo vivamente, según pienso? ¿Y sabiendo tú todas estas cosas calificas de necios a quienes aconsejan que nos defendamos, y dices que debemos volvernos a entablar tratos? Pienso que no debemos admitir en adelante a este hombre entre nosotros, sino que, despojándolo de su grado, podemos servirnos de él para transportar bagajes. Porque un griego que tiene este carácter deshonra a su patria y a la Grecia toda.»
Entonces Agasias, de Estinfalia, tomó la palabra y dijo: «Pero si éste no tiene nada que ver con la Beocia ni con la Grecia en general; yo he visto que tiene las dos orejas agujereadas como un lidio.» Y así era en efecto. Lo arrojaron, pues, de entre ellos. Los demás se dispersaron por todo el campamento, y allí donde había quedado el general llamaban al general; donde éste había desaparecido, a su lugarteniente, y donde quedaba el capitán, al capitán. Una vez reunidos todos, se sentaron frente a las armas, en número de unos ciento entre generales y capitanes. La hora era como de medianoche.
Entonces Jerónimo de Elea, el más viejo de los capitanes de Próxeno, principió a hablar en estos términos: «Generales y capitanes: al ver la situación presente creímos oportuno reunirnos y llamaros a vosotros para ver si podemos tomar una resolución conveniente.» Y añadió: «Di tú, Jenofonte, lo que nos dijiste.»
A esto repuso Jenofonte: «Todos sabemos que el rey y Tisafernes se han apoderado de cuantos pudieron de nosotros, y que su propósito es hacer la mismo con todos los demás para, si es posible, darles muerte. Creo, pues, que debemos hacer cuanto esté en nosotros para que, por el contrario, sean ellos quienes caigan en las nuestras. Considerad, además, que vosotros todos, cuantos estáis aquí reunidos, tenéis en vuestras manos una oportunidad magnífica. Todos estos soldados tienen fijos los ojos en vosotros: si os ven desalentados, todos se conducirán como unos cobardes; pero si os mostráis dispuestos a marchar contra los enemigos y les exhortáis a que hagan lo mismo, estad seguros de que os seguirán y procurarán imitaros. Justo es también, seguramente, que os diferenciéis en algo de ellos; vosotros sois generales, comandantes y capitanes, y en tiempo de paz teníais más riquezas y honores que ellos. Ahora, pues, que estamos en guerra, preciso es que os tengáis por más bravos que la multitud, y que, llegado el caso, seáis los primeros lo mismo en el consejo que en los actos. Creo ante todo que haríais un gran bien al ejército, si procuraseis cuanto antes nombrar generales y capitanes en lugar de los muertos. Sin jefes nada bueno puede resultar en ningún asunto, y muy particularmente en la guerra. La disciplina es el mejor medio de salvarse; la indisciplina ha sido la perdición de muchos. Una vez elegidos los jefes que hacen falta, si reunís a los demás soldados y les habláis animosamente, creo que haríais una obra muy necesaria. Sin duda habréis notado con cuánto desaliento han venido a las armas, con cuánto desaliento se han puesto de centinelas. En tal estado de ánimo no sé qué podrían hacer si se presentase un caso apurado, ya de día, ya de noche. Pero si alguien les apartase de pensar sólo en lo que tienen que sufrir y les hiciese pensar en lo que han de hacer, de seguro se pondrán mucho más animosos. Bien sabéis, en efecto, que en la guerra no es el número ni la fuerza lo que da la victoria: aquellos que ayudados por los dioses marchan contra los enemigos con un corazón más resuelto no encuentran, por lo común, enemigo que les resista. He observado también, compañeros, que cuantos procuran por todos los medios escapar con vida en la empresas guerreras suelen morir cobarde y vergonzosamente; en cambio, a cuantos, convencidos de que la muerte es cosa común e inevitable para los hombres, se esfuerzan por morir honrosamente, los veo llegar a la vejez y vivir más felizmente mientras viven. Considerando, pues, todas estas cosas y el trance en que nos hallamos, es menester que os portéis valientemente y animéis a los otros para que hagan la mismo.» Dicho esto se calló.
Después de él dijo Quirísofo: «Yo, Jenofonte, sólo sabía de ti que eras ateniense, según había oído. Pero ahora te alabo lo que dices y lo que haces, y quisiera que los demás fuesen como tú; todos ganaríamos con ello. Y ahora —dijo— no perdamos tiempo; separémonos, y aquellos de vosotros que necesiten jefes elíjanlos; hecho esto, venid al medio del campamento y traed a los elegidos; después llamaremos allí a los demás soldados; que venga también con nosotros —añadió— Tolmides el he-raldo.» Y diciendo esto se levantó para sin pérdida de tiempo hacer lo que se debía. En seguida fueron elegidos jefes: en lugar de Clearco, Timasión, de Dardania; en lugar de Sócrates, Janticles de Aquea; en lugar de Agias, Cleanor, de Orcómeno; en lugar de Menón, Filesio, de Acaya, y en lugar de Próxeno, Jenofonte, de Atenas.


II

Terminada la elección, cuando ya comenzaba a rayar el día, los jefes fueron al centro del campamento y acordaron convocar a los soldados, poniendo centinelas en las avanzadas. Reunidos los demás soldados, se levantó primero Quirísofo, de Lacedemonia, y habló de este modo: «Soldados: no puede desconocerse que nuestra situación es difícil. Nos vemos privados de unos generales como eran los nuestros, de capitanes, de soldados, y, además de esto, Arieo y los suyos, que antes eran aliados nuestros, nos han hecho traición. Pero, con todo, es preciso salir de este apuro como hombres valientes y no abandonarse al desaliento; es preciso buscar la manera de salvarnos, si es posible, y si no, morir valientemente; pero jamás caer vivos en manos de nuestros enemigos. Creo sufriríamos las más terribles torturas que podríamos desear a los que nos quieren mal.»
Después se levantó Cleanor, de Orcómeno, y dijo: «Ya estáis viendo, compañeros, el perjurio del rey y su impiedad; estáis viendo la perfidia de Tisafernes. Nos decía que era vecino de Grecia, que tenía el más vivo interés en salvarnos, y después de habernos prestado juramento sobre ello, después de habernos estrechado las manos, nos ha engañado cogiendo a los generales. Sin respetar siquiera a Zeus hospitalario y hasta sin tener en cuenta que Clearco se había sentado a su mesa, lo engañó como a los demás y los hizo perecer a todos. Por su parte Arieo, al cual queríamos hacer rey y con el cual cambiamos prendas de no hacernos traición los unos a los otros, sin temor a los dioses, sin respeto a Ciro muerto, que en vida le había honrado de un modo especial, se ha ido con los más fieros enemigos de su antiguo señor y está procurando hacernos daño a nosotros, los amigos de Ciro. Que los dioses le den su castigo. Nosotros, después de haber visto esto no debemos dejarnos engañar otra vez por ellos; combatamos como podamos, dispuestos a sufrir lo que los dioses quieran enviarnos.»
Entonces se levantó Jenofonte, vestido de punta en blanco con sus mejores arreos de guerra, pues pensaba que, si los dioses concedían la victoria, las galas sentaban bien al vencedor, y si había de morir, justo era que quien se sentía digno de llevarlas fuese con ellas al encuentro de la muerte. Y principió a hablar de esta manera: «Cleanor acaba de hablaros del perjurio y la perfidia de los bárbaros, que, por lo demás conocéis también por vuestra parte. Si decidiéramos acercarnos de nuevo a ellos con intenciones amistosas es inevitable que nos sintamos desalentados al considerar lo ocurrido a los generales que se entregaron a ellos confiados en su buena fe. En cambio, si nos resolvemos imponerles, con las armas en la mano, el castigo que merecen sus crímenes y les hacemos la guerra por todos los medios, tenemos muchas y muy fundadas esperanzas de salvación.» Mientras ha-blaba de esta manera, estornudó uno de ellos. Los soldados, al oírlo, adoraron todos al dios como por un solo impulso.[1] Y Jenofonte dijo: «Compañeros: puesto que cuando hablábamos de salvación se ha presentado un presagio de Zeus salvador, me parece que debemos hacer voto a este dios de ofrecerle sacrificios en acción de gracias por nuestra salvación no bien lleguemos a país amigo, y al mismo tiempo hacer también voto a los demás dioses de que les ofrecemos sacrificios en la medida de nuestras fuerzas. Quien esté conforme con esto que levante la mano». Todos se levantaron. En seguida hicieron el voto y cantaron el peán. Una vez arreglado lo que correspondía al culto de los dioses, siguió hablando de este modo: «Estaba diciendo que tenemos muchas y muy fundadas esperanzas de salvación. En primer lugar, nosotros hemos permanecido fieles a los juramentos hechos a los dioses, mientras que nuestros enemigos son unos perjuros, pues han violado los juramentos y las treguas. Y si esto es así, lo más probable es que los dioses se muestren contrarios a los enemigos y favorables a nuestras armas: ellos pueden rápidamente humillar a los poderosos y, cuando quieren, salvar con facilidad a los pequeños por muy grande que sea el apuro en que se encuentren. Os recordaré, además, los peligros que corrieron nuestros antepasados para que veáis cómo os corresponde ser valientes y cómo los valientes logran, con la ayuda de los dioses, salvarse de los mayores peligros. Cuando los persas y todos sus aliados marcharon con un ejército formidable para destruir a Atenas, los atenienses osaron resistirles y los vencieron. Y habiendo hecho voto a Ártemis de sacrificarle tantas cabras como enemigos matasen, no pudieron reunirlas en este número y acordaron sacrificarle quinientas todos los años, como aún continúan haciéndolo. Más tarde, cuando Jerjes, reuniendo un ejército innumerable, marchó contra Grecia, también vencieron nuestros antepasados a los de nuestros enemigos, lo mis-mo por tierra que por mar. Los trofeos recuerdan a la vista estos hechos; pero su mayor testimonio es la libertad de las ciudades en las cuales habéis nacido y os habéis criado: en efecto, no reverenciáis como señor a ningún hombre, sino tan sólo a los dioses. Tales son vuestros antepasados. No diré yo, ciertamente, que vosotros les ha-gáis avergonzarse. Aún no hace muchos días formados ante los descendientes de aquéllos, los vencíais con ayuda de los dioses, a pesar de ser muchísimo más numerosos que vosotros. Y entonces mostrasteis vuestro valor cuando se trataba de que reinase Ciro. Ahora que la lucha tiene por objeto vuestra salvación propia, muy justo es que os mostréis más bravos y animosos. Pero, además, ahora debéis sentiros más audaces frente a los enemigos. Entonces no habíais aún experimentado quiénes eran y, a pesar de ver ante vosotros una multitud inmensa, osasteis con vuestra nativa bravura marchar contra ellos. Ahora, pues, que habéis visto cómo no tienen ánimo para esperaros, aun siendo muy superiores en número, ¿cómo es posible que les podáis tener miedo? No consideréis desventaja el que las tropas de Ciro, antes de vuestra parte, se hayan pasado al enemigo. Son todavía más cobardes que los vencidos por vosotros, pues huyeron al campo de éstos abandonándonos a nosotros. Y a quienes están dispuestos a iniciar la fuga es mucho mejor tenerlos enfrente como enemigos que a nuestro lado. Y si alguno de vosotros está desalentado porque no disponemos de caballería y los enemigos la tienen numerosa, considerad que diez mil jinetes no son nada más que diez mil hombres: nadie murió jamás en una batalla a consecuencia de los mordiscos o de las coces de un caballo; son los hombres quienes deciden la suerte de las batallas. ¿Y puede negarse que nosotros marchamos sobre un vehículo mucho más seguro que los jinetes? Ellos van suspendidos sobre sus caballos, temerosos no sólo de nuestros ataques, sino también de caerse. Nosotros, en cambio, que marchamos por tierra, golpearemos con mucha más fuerza si alguno se acerca, daremos con más facilidad en el blanco que queremos. Sólo en una cosa nos llevan ventaja los jinetes: pueden huir con más seguridad que nosotros. Acaso también tenéis confianza en el resultado de los combates, pero estáis disgustados porque en adelante Tisafernes no nos servirá de guía ni el rey nos proporcionará mercado. Mas examinadlo bien: ¿es preferible llevar de guía a Tisafernes, cuyas maquinaciones vemos, que no a hombres cogidos por nosotros, a los cuales ordenaremos que nos guíen haciéndoles ver que si nos engañan se exponen a perder la vida? Y en cuanto a los víveres, ¿es preferible comprarlos en el mercado que nuestros enemigos nos proporcionasen, gastando en pequeñas cantidades mucho dinero, que ya no tenemos, a cogerlos, si somos los más fuertes, no usando de otra medida que la necesidad de cada uno? Reconoceréis, tal vez, que esto es preferible; pero pensáis que los ríos son obstáculo infranqueable y que hemos sido engañados grandemente al pasarlos; pero considerad si los bárbaros han podido cometer tal disparate. Todos los ríos, aunque fuesen invadeables lejos de las fuentes, se pueden pasar aun sin mojarse la rodilla cuando se aproxima uno a su origen. Pero aunque ni podamos pasar los ríos ni tengamos ningún guía, no por eso debemos desanimarnos. Sabemos que los misios, a los cuales no creemos más bravos que nosotros, habitan dentro de los estados del rey y contra la voluntad de éste, muchas ciudades prósperas y grandes, y sabemos que otro tanto ocurre con los pisidas. Nosotros mismos he-mos visto que los licaones, apoderándose de los sitios fuertes que dominan las llanuras, recogen los frutos de estas tierras. Estaría casi por decir que no debemos dar la impresión de que nos volvemos a nuestro país sino hacer preparativos para quedarnos por aquí. Pues estoy seguro de que el rey daría a los misios muchos guías, muchos rehenes en prenda de conducirlos sin engaño; que les allanaría el camino aunque quisiesen retirarse en cuadrigas. Y estoy seguro también a que muy gustoso haría lo mismo con nosotros si viese que hacíamos preparativos para quedarnos. Sólo temo que, una vez acostumbrados a vivir en la ociosidad y en la abundancia y a gustar el amor de las mujeres y doncellas de los persas y los medos, que son tan hermosas y desarrolladas, nos olvidemos como los lotófagos del camino de la patria. Me parece, pues, justo y razonable que procuremos llegar primero a Grecia y al lado de nuestras familias para mostrar a los griegos que si pasan trabajos es porque quieren, pues podrían mandar aquí a los que viven mal en su patria y pronto los verían ricos. Pero todos estos bienes, compañeros, sólo están evidentemente en manos del vencedor. Y conviene hablar del modo como marcharíamos con la mayor seguridad posible, y si es preciso luchar, cómo lucharíamos con la mayor eficacia. Me parece, pues, que ante todo debemos quemar los carros que tenemos para que no sean nuestras bestias las que dirijan nuestra marcha sin que podamos ir por donde convenga al ejército. Después es preciso también quemar las tiendas. Su transporte nos estorba mucho y no tienen utilidad ninguna ni para combatir ni para obtener víveres. Desprendámonos, además, de todos los bagajes superfluos, quedándonos sólo con aquello que es necesario para la guerra o para comer y beber; de esta suerte, reducido el número de los dedicados a transportar los bagajes, podremos disponer de mayor número de hombres sobre las armas. Bien sabéis que si somos vencidos todo caerá en manos ajenas, y si vencemos podremos utilizar a nuestros mismos enemigos para llevar nuestras cosas. Me queda por decir lo que considero más importante. Ya veis que los enemigos no osaron hacernos la guerra hasta que cogieron a nuestros generales, pensando, sin duda, que mientras tuviéramos jefes y mientras nosotros les obedeciésemos éramos capaces de vencerles en la guerra, pero que una vez presos aquéllos la falta de mando y la indisciplina darían al traste con nosotros. Es preciso, pues, que los jefes ahora elegidos sean mucho más celosos que los anteriores, y los soldados mucho más disciplinados y obedientes a los jefes actuales que a los anteriores. Y si alguno desobedeciese, conviene acordar que quien se halle presente ayude al jefe para castigarle: de este modo se verán los enemigos engañados en sus esperanzas, pues hoy mismo verán diez mil Clearcos en lugar de uno solo, los cuales no consentirán a nadie que se porte cobardemente. Pero ya es hora de hacer las cosas; acaso los enemigos se presentarán en seguida; al que le parezca bien esto, que preste su aprobación cuanto antes, y si a cualquiera se le ocurre algo, que lo diga; se trata de la salvación de todos.»
Después dijo Quirísofo: «Si algo hay que añadir a lo dicho por Jenofonte podremos estudiarlo en seguida. En cuanto a lo que acaba de decir, me parece lo mejor que lo votemos inmediatamente. El que esté conforme que levante la mano.» La levantaron todos.
Y Jenofonte, alzándose de nuevo, dijo: «Escuchad, compañeros, lo que también me parece necesario. Es evidente que debemos marchar adonde podamos conseguir vituallas. Oigo decir que hay unas aldeas ricas que no distan más de veinte estadios. No me extrañaría que los enemigos, como los perros cobardes que persiguen y muerden si pueden a los transeúntes y huyen cuando éstos les persiguen; que los enemigos, repito, nos fuesen siguiendo en nuestra retirada. Por ese acaso sea lo más seguro formar un cuadrado con los hoplitas, a fin de que en medio de él puedan ir con más seguridad los bagajes y la multitud que nos acompaña. Y si se designase desde ahora quiénes deben guiar el frente del cuadro y poner en orden la vanguardia, quiénes irán a los dos lados y quiénes marcharán a retaguardia, no necesitaríamos deliberar nada cuando los enemigos se presentasen, sino que nos bastaría con utilizar las tropas tal como fuesen formadas. Si a alguno se le ocurre algo mejor, que se haga de ese modo; pero a mí me parece que Quirísofo podría mandar la vanguardia, puesto que es lacedemonio; de los lados se encargarían los dos generales de más edad, y a retaguardia podríamos ir por ahora nosotros, los más jóvenes, yo y Timasión. Y después, una vez que hayamos probado este orden, decidiremos lo que nos parezca ser más conveniente. Si alguno ve algo mejor, que lo diga.»
Como nadie hablase, dijo: «El que esté conforme que levante la mano.» Se acordó lo propuesto. «Ahora, pues —dijo—, separémonos y pongamos en obra lo acordado. Y que todo aquel que desee volver a ver de nuevo a su familia se acuerde de ser hombre valiente: es la única manera de conseguirlo; que quien desee vivir se esfuerce por vencer; los vencedores son los que matan y los vencidos los que mueren. Y si alguno siente deseos de riqueza, esfuércese por obtener la ventaja, pues los vencedores pueden salvar sus bienes y coger los de los vencidos.»


III

Terminados estos discursos se levantaron y, separándose por el campamento, quemaron los carros y las tiendas; en cuanto a lo superfluo de los bagajes, cambiaron entre sí lo que cada uno necesitaba y el resto lo arrojaron al fuego. Hecho esto se pusieron a almorzar, y mientras lo hacían llegó a ellos Mitrídates con unos treinta jinetes e, invitando a los generales a que se acercaran al alcance de su voz les habló así: «Ya sabéis, griegos, que Ciro tenía confianza en mí y que ahora siento simpatía por vosotros; con grandísimo miedo he venido aquí. Si viese, pues, que habíais tomado una resolución que pudiese salvaros me vendría con vosotros y conmigo todos mis servidores. Decidme, pues, qué tenéis en proyecto, puesto que soy vuestro amigo, os tengo buena voluntad y deseo ir en compañía de vosotros.» Los generales deliberaron entre sí y decidieron contestar así, por boca de Quirísofo: «Hemos decidido que, si se nos deja marchar a nuestra patria, atravesaremos el país haciendo el menor daño posible; pero si alguien nos pone obstáculo le ha-remos la guerra con todas nuestras fuerzas.» Entonces Mitrídates intentó mostrar que era imposible salvarse contra la voluntad del rey. Esto puso de manifiesto que le habían enviado bajo cuerda, y hasta le acompañaba uno de los familiares de Tisafernes para mayor seguridad. Desde este momento decidieron los generales que lo mejor sería declarar que mientras siguiesen en país enemigo se haría la guerra sin admitir heraldos, porque estos mensajeros sonsacaban a los soldados; y en esta ocasión consiguieron corromper a un capitán, Nicandro, de Arcadia, que se escapó por la noche con unos veinte hombres.
Después de esto almorzaron y, atravesando el río Zapata, marcharon formados, con las acémilas y la multitud en el centro del cuadro. No habían avanzado aún mucho cuando apareció de nuevo Mitrídates con unos doscientos jinetes y unos cuatrocientos arqueros y honderos muy ágiles y buenos corredores. Se fue acercando a los griegos con muestra de venir como amigo; pero, llegado cerca, sus jinetes y peones comenzaron de repente a lanzar flechas y los honderos piedras que causaron numerosos heridos. Los griegos que iban a retaguardia sufrieron mucho sin poder contestar el ataque, porque las flechas de los arqueros cretenses no alcanzaban a los persas, y como iban sin armaduras los habían encerrado en el centro; los hombres armados de jabalinas tampoco podían alcanzar a los honderos. Entonces a Jenofonte le pareció que era preciso perseguir al enemigo, y con los hoplitas y peltastas que iban con él a retaguardia se lanzó a la persecución. Pero no cogieron a ningún enemigo, porque los griegos no tenían caballería y los peones no podían alcanzar a los peones persas en un pequeño espacio, pues no podían apartarse mucho del grueso del ejército. En cambio, los jinetes bárbaros mientras iban huyendo disparaban sus flechas volviéndose para atrás y hacían daño. Y los griegos todo el terreno que avanzaban en la persecución tenían después que retrocederlo combatiendo, de suerte que durante todo aquel día no recorrieron mucho más de veinticinco estadios, y sólo ya caída la tarde llegaron a las aldeas.
Otra vez se apoderó el desaliento de los griegos. Quirísofo y lo generales de más edad reprochaban a Jenofonte que se había separado de la falange para ir en persecución del enemigo, poniéndose en peligro sin por eso ha-ber podido hacer ningún daño al enemigo. Oyendo esto Jenofonte les daba la razón. «Pero —añadió— me vi forzado a perseguir, porque veía que si nos estábamos quietos sufríamos el daño que nos quisiera hacer el enemigo sin poder devolvérselo. Y cuando nos pusimos a perseguir sucedió efectivamente lo que vosotros decís: no pudimos hacer más daño que antes a los enemigos y la retirada la efectuamos con mucho trabajo. Debemos, pues, dar gracias a los dioses porque no vinieron los enemigos con mucha fuerza, sino sólo con un corto número de soldados, de suerte que no pudieron causarnos muchas pérdidas y, en cambio, nos han hecho ver lo que nos falta. Ahora los enemigos nos arrojan flechas y piedras desde una distancia a la cual no pueden llegar ni los arqueros cretenses ni los que lanzan dardos con la mano. Y si los perseguimos no podemos separarnos mucho del ejército, y en un corto espacio, por muy rápido que sea un peón, no puede alcanzar a otro que le lleva de ventaja un tiro de arco. Si queremos, pues, impedir que nuestros enemigos puedan hacernos daño en nuestra marcha, necesitamos cuanto antes honderos y jinetes. Oigo que en nuestro ejército hay rodios, muchos de los cuales, según dicen, saben manejar la banda lanzando las piedras a doble distancia que los honderos persas. Éstos no pueden llegar muy lejos, porque emplean piedras gruesas; en cambio, los rodios saben usar balas de plomo. Si nos informásemos, pues, de quiénes entre ellos tienen hondas y se las pagásemos; si diésemos también dinero al que quisiera tejer otras y buscásemos alguna otra exención para quien se prestase a manejarlas frente al enemigo, acaso se presentarían honderos a propósito para este servicio. Por otra parte, veo que hay caballos en el ejército, uno conmigo, otros que pertenecieron a Clearco, y otros muchos cogidos por nosotros y que llevan los bagajes. Si escogemos entre éstos los mejores, poniendo la carga en otras acémilas, y equipamos a los caballos de suerte que puedan ser montados, esta caballería podrá molestar al enemigo en su fuga.» Aceptaron este parecer, y aquella misma noche se reunieron hasta doscientos honderos. Al día siguiente fueron elegidos hasta cincuenta caballos y jinetes y se les dieron coletos y corazas. Fue nombrado jefe de este destacamento Licio, de Atenas, hijo de Polistrato.


IV

Permanecieron en este sitio un día y al siguiente partieron más temprano que de costumbre; en el camino había un barranco, y se temía que los enemigos atacasen al pasarlo. Ya lo habían pasado cuando apareció de nuevo Mitrídates con mil caballos y unos cuatro mil arqueros y honderos. Le había pedido a Tisafernes tan gran número, prometiéndole que si se los daba pondría en sus manos a los griegos, envanecido porque en el ataque anterior, con un reducido cuerpo, no había sufrido ningún daño, mientras, según él pensaba, lo había causado grande al enemigo; y Tisafernes le concedió lo que pedía. Los griegos se hallaban ya a ocho estadios del barranco cuando Mitrídates lo pasó con sus fuerzas. Estaban designados los hoplitas y peltastas que debían atacar a los enemigos y se había dado orden a los jinetes de que persiguiesen al enemigo sin miedo, pues detrás de ellos marchaban tropas suficientes para sostenerlos. Ya Mitrídates los había alcanzado y principiaban a llegar flechas y piedras, cuan-do sonó la trompeta entre los griegos e inmediatamente echaron a correr los peones designados, al mismo tiempo que la caballería se lanzaba sobre los bárbaros, los cuales, lejos de esperarla huyeron hacia el barranco. En esta fuga perecieron muchos peones enemigos, y en el barranco fueron cogidos vivos hasta dieciocho jinetes. Aunque no habían recibido orden en este sentido, los griegos mutilaron a los muertos, a fin de inspirar más terror a los enemigos.
Después de tal desastre los enemigos se alejaron y los griegos continuaron tranquilamente su marcha durante el resto del día hasta llegar al río Tigris. Allí había una ciudad grande, aunque desierta, llamada Larisa.[2] En tiempos antiguos la habitaban los medos. Sus murallas tenían veinticinco pies de ancho y cien de alto, con dos parasangas de circuito. Estaban construidas con ladrillos cocidos, pero su base, de veinte pies de altura, era de piedra. Cuando los persas despojaron a los medos de su imperio, el rey de Persia puso sitio a esta ciudad y no podía apoderarse de ella de ninguna manera; pero una nube se puso delante del sol y lo hizo desaparecer, de suerte que los sitiados se llenaron de miedo y los persas pudieron tomar la ciudad. Cerca de esta ciudad se levantaba una pirámide de piedra que tenía un pletro de ancho y dos de alto. Sobre ella estaban gran número de bárbaros que habían huido de las aldeas cercanas.
Desde allí recorrieron seis parasangas en una etapa, hasta llegar a una gran muralla desierta; la ciudad a que daba la vuelta esta muralla tenía por nombre Mespila; en tiempos antiguos la habitaban los medos. La base de la muralla era de piedra pulimentada y tenía cincuenta pies de alto por cincuenta de ancho. Sobre esta base se alzaba una muralla de ladrillo de cincuenta pies de ancho y cien de alto. El circuito del muro era de seis parasangas. Según se cuenta, a esta ciudad huyó Medea, mujer del rey, cuando el imperio de los medos fue destruido por los persas. El rey de éstos le puso cerco y no podía tomarla ni por la fuerza ni por el tiempo. Pero Zeus aterrorizó con sus rayos a los habitantes, y de este modo fue tomada la ciudad.
Desde allí recorrieron cuatro parasangas en una etapa. Durante la marcha se presentó Tisafernes con su caballería, las tropas de Orontes, el que estaba casado con la hija del rey, los bárbaros que habían acompañado a Ciro, los que el hermano del rey había llevado en socorro de éste y, además, todas las fuerzas que el rey le había concedido; de suerte que el ejército presentaba una multitud imponente. Cuando llegaron cerca colocó una parte de estas fuerzas detrás de los griegos y otra parte la condujo de flanco. Pero no se atrevió a atacar ni a correr los riesgos de una batalla, sino que se limitó a disponer que arqueros y honderos disparasen sus armas. Mas cuando los rodios, diseminados por las filas, se pusieron a manejar sus ondas y los arqueros sus arcos sin que ninguno dejase de hacer blanco, pues no era tampoco fácil aunque se lo hubieran propuesto, Tisafernes se apresuró a ponerse fuera del alcance, y en seguida se retiraron también las demás fuerzas enemigas.
El resto del día continuaron los griegos su marcha y los persas fueron siguiéndolos. Los bárbaros no podían hacer daño en estas escaramuzas, pues los rodios alcanzaban más lejos que los arqueros y honderos enemigos. Los arcos de los persas son grandes, de suerte que cuantos los griegos podían coger eran muy útiles a los cretenses, que continuaron sirviéndose de los arcos enemigos y se ejercitaban disparando hacia arriba con gran fuerza. También encontraron en abundancia por las aldeas cuerdas y plomo que utilizaron para las hondas. Este día, cuando los griegos, llegados a unas aldeas, acamparon en ellas, los bárbaros se fueron después de haber llevado la peor parte en estas escaramuzas. El día siguiente los griegos permanecieron en las aldeas y se aprovisionaron, pues había en ellas mucho trigo. Al otro día se pusieron en marcha a través de la llanura, y Tisafernes los siguió, tirándoles de lejos.
Entonces reconocieron los griegos que la formación en cuadro no es conveniente cuando los enemigos van siguiendo. Pues si las alas del cuadro se estrechan, ya por la angostura del camino, ya por exigirlo el paso de montañas o de puentes, es inevitable que los hoplitas marchen con dificultad, apretados unos contra otros y desordenados, de suerte que es difícil servirse de ellos en tal desbarajuste. Y cuando las alas vuelven a su posición primera, forzoso es que al separarse los antes apretados resulte un vacío, cosa que produce desaliento en los soldados cuando se ven seguidos por los contrarios. Cuando era preciso atravesar un puente o algún paso, todos se apresuraban queriendo ser los primeros, y los enemigos tenían entonces una ocasión favorable para el ataque. Viendo esto, los generales organizaron seis compañías, de cien hombres cada una, nombrando para mandarlas a los correspondientes capitanes, pentecosteros y enomotarcos. Y en las marchas, cuando las alas se reducían, estas tropas se paraban para no estorbarles y quedándose atrás seguían por fuera de las alas. Cuando, al contrario, se separaban los flancos del cuadrado, ellos llenaban el medio, si era poco considerable, formados por compañías, si era mayor por pentecostías y si era muy grande por enomotías;[3] de suerte que siempre estaba lleno el medio. Si era preciso pasar un paso o un puente o había desorden, pues las compañías pasaban por su orden, y si por acaso había necesidad de formarse en falange, estas compañías estaban siempre dispuestas. De este modo hicieron cuatro jornadas.
El quinto día, cuando iban marchando, vieron un palacio, al amanecer, y a su alrededor muchas aldeas. El camino que a él conducía pasaba entre unas colinas elevadas que descendían de la montaña sobre la cual se encontraban las aldeas. Los griegos, como era natural, vieron con gusto las colinas, puesto que sus enemigos eran jinetes. Al salir de la llanura subieron la primera colina, y cuando bajaban para subir la segunda sobrevinieron los bárbaros, y conducidos a latigazos se pusieron a tirar flechas y piedras desde lo alto. Hirieron así a muchos griegos, y los gimnetas[4] tuvieron que refugiarse vencidos dentro de las filas de los hoplitas, de suerte que este día los honderos y los arqueros, metidos entre los bagajes, no fueron de ninguna utilidad. Y si los griegos, fatigados de esto, intentaban cargar al enemigo, la pesada armadura de los hoplitas les hacía muy difícil alcanzar la cumbre, mientras los enemigos escapaban velozmente. Otro tanto sufrieron al reunirse con el resto del ejército, y en la segunda colina ocurrió lo mismo, de suerte que al llegar a la tercera decidieron no mover los soldados y enviar a la montaña un destacamento de peltastas sacado del flanco derecho. Cuando los enemigos vieron que estos peltastas se encontraban encima de ellos dejaron de atacar a los que bajaban, temerosos de verse cortados y envueltos. De esta suerte marcharon el resto del día, los unos por el camino de las colinas y los otros acompañándoles por la montaña, hasta que llegaron a las aldeas, donde establecieron ocho médicos, pues había muchos heridos.
Allí permanecieron tres días a causa de los heridos y porque, además, tenían víveres en abundancia, harina de trigo, vino y mucha cebada para los caballos. Todas estas provisiones habían sido reunidas para el sátrapa del país. Al cuarto día bajaron a la llanura. Tisafernes siguió picándoles la retirada, y ellos acamparon en la primera aldea que vieron, pues la necesidad aconsejaba no continuar la marcha en un continuo combate. Muchos, en efecto, no podían combatir, unos por estar heridos y otros por tener que llevar a éstos o las armas de los portadores. Una vez acampados, los bárbaros intentaron contra ellos una escaramuza avanzando contra la aldea. Pero los griegos les llevaron ventaja; había mucha diferencia entre rechazar al enemigo haciendo una salida y tener que resistir los ataques estando en marcha.
Ya iba la tarde avanzada y había llegado para los enemigos la hora de retirarse. Porque jamás acamparon los bárbaros a menos de sesenta estadios de los griegos, temerosos de que les atacasen por la noche. En efecto, un ejército persa resulta detestable en caso semejante. Los caballos están atados y casi siempre con trabas para evitar que huyan en caso de soltarse, y si ocurre una alarma es preciso que el soldado persa ensille, embride y monte su caballo después de haberse puesto su armadura, cosas todas difíciles de noche y en medio de un tumulto. Por eso acampaban lejos de los griegos.
Cuando se vio que los bárbaros querían retirarse y que se estaban transmitiendo las órdenes para ello, los heraldos gritaron a los griegos que se prepararan de manera que los oyesen los enemigos. Durante algún tiempo éstos difirieron su retirada, pero ya caída la tarde se pusieron en marcha, pues no les parecía conveniente marchar a su campamento de noche. Cuando los griegos estuvieron seguros de que se iban, ellos también levantaron el campo y se pusieron en marcha, recorriendo unos setenta estadios. La distancia entre los ejércitos era tal que ni al día siguiente ni al otro se vieron enemigos. Pero al cuarto día los bárbaros, que habían avanzado por la noche, ocuparon una posición elevada, ante la cual los griegos debían pasar: la cresta de una montaña, bajo la cual estaba el camino que conducía a la llanura.
Quirísofo, al ver que los enemigos, adelantándose, habían ocupado esta altura, mandó llamar a Jenofonte, que iba a retaguardia, ordenándole que pasase a la vanguardia con los peltastas. Jenofonte no llevó a los peltastas, pues acababa de ver a Tisafernes con todo su ejército; pero picó espuelas a su caballo y, llegado junto a Quirísofo, le preguntó: «¿Por qué me llamas?» «Ya puedes verlo —le contestó el otro—. El enemigo ha ocupado antes que nosotros la altura que domina el camino. Pero, ¿por qué no has traído a los peltastas?» Jenofonte le respondió que no le había parecido bien dejar desamparada la retaguardia cuando los enemigos se presentaban. «Pero —continuó— es preciso ver el medio de desalojar de la colina a esos hombres.» Entonces Jenofonte vio la cumbre de la montaña, situada encima de donde se encontraba el ejército griego, y que desde ella un camino conducía a la colina donde estaban los enemigos. «Lo principal, Quirísofo —dijo—, es que nos lancemos lo antes posible sobre la cima. Si nos apoderásemos de ella no podrán mantenerse los que nos cierran el camino. Si te parece, tú puedes permanecer aquí con el ejército; yo estoy dispuesto a marchar; pero, si lo prefieres, ve tú a la montaña y yo me quedaré aquí.» «Dejo a tu elección lo que quieras», dijo Quirísofo. Jenofonte respondió que, puesto que era él más joven, elegía marchar, y le rogó le diese algunos hombres del frente, pues sería demasiado largo mandarlos venir de la retaguardia. Quirísofo le concedió los peltastas del frente, sustituyéndolos por los que iban en el centro del cuadro.
Pusiéronse, pues, en marcha con toda la rapidez posible. Los enemigos que estaban sobre la colina, al ver que se dirigían a la cumbre, se lanzaron inmediatamente para llegar antes que ellos. Entonces se levantó un gran griterío entre el ejército griego, animando a sus compañeros, mientras que los soldados de Tisafernes no gritaban menos animando a los suyos. Jenofonte, galopando al lado de su tropa, la animaba: «¡Soldado! —decía—, considerad que estáis ahora luchando por la Grecia, por vuestros hijos y por vuestras mujeres, y que con un pequeño esfuerzo marcharemos en lo sucesivo sin combate.» Entonces, un tal Soteridas, de Sición, le dijo: «Jenofonte, no estamos en las mismas condiciones. Tú vas a caballo; en cambio, yo marcho difícilmente con mi escudo encima.» Al oír esto, Jenofonte saltó del caballo, echó al soldado fuera de las filas y quitándole el escudo se puso a marchar con la mayor rapidez posible, y como llevaba encima la armadura de jinete iba aplastado con el peso. A los de adelante les exhortaba que avanzasen y a los de atrás que se uniesen a los otros mientras él los seguía con trabajo. Los demás soldados golpearon a Soteridas, le arrojaron piedras y le insultaron hasta obligarle a coger su escudo y marchar. Jenofonte subió entonces a su caballo y siguió en él mientras el camino lo permitió; después, apeándose del caballo, continuó a pie a toda prisa. Por fin, llegaron a la cima antes que los enemigos.


V

Entonces los bárbaros dieron la vuelta y huyeron, cada cual por donde pudo, mientras los griegos quedaban dueños de la cima. Tisafernes y Arieo cambiaron también de dirección y se fueron por otro camino. Por su parte, Quirísofo bajó con sus tropas a la llanura y acampó en una aldea muy abundante en toda clase de cosas. Había también otras aldeas muy ricas en esta llanura al lado del río Tigris. Ya por la tarde se presentaron repentinamente en la llanura los enemigos y pasaron a cuchillo a algunos de los griegos que se habían dispersado saqueando. Habían cogido, en efecto, muchos rebaños que pastaban al otro lado del Tigris.
Entonces Tisafernes y sus tropas intentaron poner fuego a las aldeas, y esto causó desaliento en algunos griegos, temerosos de no encontrar dónde aprovisionarse de víveres si los enemigos lo quemaban todo. Volvió Quirísofo con los suyos de rechazar al enemigo, cuando los encontró Jenofonte, que bajaba y, recorriendo a caballo las filas les dijo: «Estáis viendo, griegos, que los ene-migos reconocen por nuestra la comarca. Habían, en efecto, estipulado que nosotros no quemaríamos las tierras del rey, y ahora son ellos quienes las queman como si fuese país extraño. Pero dondequiera que dejen víveres para ellos mismos allá nos verán marchar. Me parece, Quirísofo, que debemos ir contra los incendiarios como si la tierra fuese nuestra.» Y Quirísofo respondió: «No soy de ese parecer; creo que también nosotros debemos quemar, y así terminarán antes.»
Llegados a las tiendas, mientras los demás se ocupaban en buscar víveres, los generales y capitanes se reunieron. El apuro en que se hallaban era grande; por un lado tenían elevadas montañas y por el otro un río tan profundo que las picas no alcanzaban el fondo al intentar sondearlo. En esta perplejidad se presentó a ellos un rodio y les dijo: «Yo estoy dispuesto, compañeros, a pasar cuatro mil hoplitas si me proporcionáis lo que necesite y me dais un talento como recompensa.» Le preguntaron qué necesitaba. «Necesito —dijo— dos mil odres: veo por aquí muchas ovejas, cabras, bueyes y asnos. Si los desollamos e inflamos las pieles podremos pasar fácilmente. También tendré necesidad de las correas que llevan las acémilas. Con estas correas ataré los odres unos con otros y suspenderé de ellos piedras que al caer al agua les servirán a manera de ancla; después pasaré el río, tenderé una cuerda entre ambas orillas y, finalmente, cubriré los odres así dispuestos con tierra y ramaje. Ya veréis cómo no nos hundimos. Cada odre bastará para que no se hundan dos hombres, y el ramaje y la tierra impedirán que se resbale.» Los generales, al oír esto, encontraron la idea ingeniosa, pero de ejecución imposible. Al otro lado del río había gran número de jinetes enemigos que no hubiesen dejado saltar a tierra a los primeros que lo hubieran intentado.
Al día siguiente retrocedieron a las aldeas que aún no habían sido quemadas, en dirección a Babilonia, y según iban avanzando prendían fuego a cuanto dejaban atrás. Al ver esto los enemigos, renunciando a todo ataque, se pusieron a contemplar lo que hacían los griegos, intrigados, al parecer, por averiguar hacia dónde se volverían y qué pensaban hacer. Entre los griegos, mientras los soldados se ocupaban en aprovisionarse de víveres, los generales volvieron a reunirse, y mandando traer a los prisioneros les interrogaron acerca del país que les rodeaba. Ellos dijeron que por el Mediodía se iba a Babilonia y a Media, o sea, el país que habían cruzado; por Oriente, a Susa y Ecbatana, donde, según se dice, pasa el verano el rey; que, cruzado el río, el camino conducía a Lidia y a Jonia, y por el Norte y atravesando las montañas se iba al país de los carducos. También dijeron que éstos habitaban en las montañas y eran un pueblo belicoso que no reconocía la autoridad del rey. Contaron, además, que en otro tiempo el rey había mandado contra ellos un ejército de ciento veinte mil hombres y que ninguno de ellos había vuelto a causa de la dificultad del terreno; pero que cuando estaban en paz con el sátrapa de la llanura los habitantes de ambos países entraban en relaciones. Al oír esto, los generales mandaron poner aparte a los prisioneros que decían conocer cada una de las rutas, sin dejar traslucir por cuál de ellas pensaban decidirse. Ya solos, parecióles que era necesario penetrar en el país de los carducos, cruzando las montañas, pues les habían dicho que atravesando aquel país llegarían a Armenia, comarca vasta y rica gobernada por Orontes, y que desde allí podrían ir fácilmente adonde quisieran. Con este propósito hicieron los sacrificios a fin de poder ponerse en marcha a la hora que les pareciese, pues temían que se les adelantase el enemigo y ocupase las cimas de las montañas. Dieron, pues, orden de que después de haber comido plegasen todos los bagajes y se pusieran a descansar, en espera de la primera señal que se les diese de romper la marcha.



[1] El estornudo era considerado como un augurio favorable.
[2] Nínive.
[3] La compañía de cien hombres (λόγος) mandada por un capitán (λοχαγος), se dividía en dos pentecostías, mandadas por sendos pentecosteros, y en cuatro enomotías, a las órdenes de los correspondientes enomotarcos. Por diversas razones se ha conservado la denominación griega a estas divisiones de la compañía, mientras el nombre de ella misma parece traducido.
[4] Soldados que iban sin armadura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario