lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro primero: IX El pensamiento filosófico y el descubrimiento del cosmos.

(150) Los orígenes del pensamiento filosófico griego han sido de ordinario considerados dentro del cuadro tradicional de la "historia de la filo­sofía". Desde los tiempos de Aristóteles, los '"presocráticos" han cons­tituido el fundamento histórico y sistemático de la filosofía ática clá­sica, es decir, del platonismo. En los últimos tiempos esta conexión histórica ha tendido a pasar a segundo término ante el afán de com­prender a cada uno de aquellos pensadores por sí mismos, como fi­lósofos originarios, en su propia individualidad, con lo cual se ha puesto mejor de relieve su verdadera importancia. Para el estudio de la historia de la educación griega esta perspectiva ha de ser toda­vía alterada. Claro es que también en ella tienen aquellos antiguos pensadores un lugar preeminente. Sin embargo, no tienen la misma importancia para su tiempo que Sócrates, el educador por excelencia, para el siglo V, ο para el IV Platón, el primero que consideró la esencia de la filosofía en su relación con la educación de un nuevo tipo de hombre.
En la época de los presocráticos la función de guía de la educa­ción nacional se hallaba reservada, sin disputa, a los poetas, a los cuales se asociaban el legislador y el hombre de estado. Por primera vez con los sofistas cambia este estado de cosas. Se separan neta­mente de los filósofos de la naturaleza y de los ontólogos del periodo primitivo. La sofística constituye, en el sentido más propio, un acae­cimiento de tipo educativo. Sólo pueden hallar su plena estimación en una historia de la educación. El contenido teórico de su doctrina es, en general, escaso. De ahí que las historias usuales de la filosofía no le presten una atención muy destacada. Para nosotros, en cambio, los grandes filósofos naturales teóricos y sus sistemas no pueden ser tratados particularmente en su conexión con la historia de los pro­blemas. Debemos, más bien, estimarlos como grandes manifestaciones del espíritu del tiempo y considerar lo fundamental e innovador de su actitud espiritual en su significación para el ulterior desarrollo de la forma esencial del hombre griego. Es preciso determinar, al fin, el punto en que la corriente originaria de esta especulación pura, apar­tada en un principio de la lucha por la formación de una verdadera areté humana, desemboca en aquel vasto movimiento y comienza a convertirse, a través de las personas que lo mantienen, en una fuerza educadora dentro del todo social.
No es fácil trazar la frontera temporal del momento en que apa­rece el pensamiento racional. Debería pasar probablemente a través de la epopeya homérica. Sin embargo, la compenetración del elemento (151)  racional con el "pensamiento mítico" es en ella tan estrecha, que apenas es posible separarlos. Un análisis de la epopeya, desde este punto de vista, nos mostraría cómo muy pronto el pensamiento ra­cional penetra en el mito y comienza a influir en él. La filosofía natural jónica sigue a la epopeya sin solución de continuidad. Esta estrecha conexión orgánica confiere a la historia del espíritu griego una unidad arquitectónica, mientras, por ejemplo, el nacimiento de la filosofía medieval no tiene conexión alguna con la epopeya caba­lleresca, sino que se funda en la aceptación escolástica de la antigua filosofía por las universidades y carece de toda influencia en la cul­tura noble y en la subsiguiente cultura burguesa de la Europa central y occidental. (Dante constituye la gran excepción; en él confluyen la formación filosófica, la caballeresca y la burguesa.)
No es fácil decir si la idea de los poetas homéricos,[1] según la cual Océano es el origen de todas las cosas, difiere de la concepción de Tales que considera el agua como el principio originario del mundo; en todo caso, es evidente que coadyuvó en ella la representación in­tuitiva del inagotable mar. En la Teogonía de Hesíodo reina en todas partes la expresa voluntad de una comprensión constructiva y la perfecta consecuencia en el orden racional y en el planteamiento de los problemas. Por otra parte, se halla todavía en su cosmología una fuerza inquebrantable de creación mitológica, que actúa todavía mu­cho más allá, al comienzo de la filosofía "científica", en las doctrinas de los "físicos", y sin la cual no sería posible concebir la prodigiosa actividad que se despliega en la creación de concepciones filosóficas del periodo más antiguo de la ciencia. El amor y el odio, las dos fuerzas naturales de unión y de separación de la doctrina de Empédocles, tienen la misma estirpe espiritual que el eros cosmogónico de Hesíodo. El comienzo de la filosofía científica no coincide, así, ni con el principio del pensamiento racional ni con el fin del pensamien­to mítico. Auténtica mitogonía hallamos todavía en el centro de la filosofía de Platón y de Aristóteles.[2] Así, en el mito del alma de Platón o en la concepción aristotélica del amor de las cosas por el motor inmóvil del mundo.
Podríamos decir, parafraseando la afirmación de Kant, que la intui­ción mítica sin el elemento formador del logos es todavía "ciega", y la conceptuación lógica sin el núcleo viviente de la originaria "intui­ción mítica" resulta "vacía". Desde este punto de vista debemos con­siderar la historia de la filosofía griega como el proceso de progresiva racionalización de la concepción religiosa del mundo implícita en los mitos. Si lo imaginamos como una serie de círculos concéntricos que van desde la exterioridad de la periferia hasta la interioridad del cen­tro, veremos que el proceso mediante el cual el pensamiento racional toma posesión del mundo, se desarrolla en forma de una penetración progresiva que va desde las esferas exteriores a las más profundas e (152) íntimas, hasta alcanzar, con Platón y Sócrates, el punto central, es decir, el alma. A partir de este punto se desarrolla un movimiento inverso hasta el final de la filosofía antigua, en el neoplatonismo. El mito platónico del alma ha tenido precisamente la fuerza de resistir al proceso de racionalización integral del ser y aun de penetrar de nuevo y dominar progresivamente, desde dentro, al cosmos raciona­lizado. Ahí se inserta la posibilidad de su aceptación por la religión cristiana que halla en ello, por decirlo así, un lecho preparado.
Se  ha   discutido  con   frecuencia  el   problema   de  saber  cómo   ha sido posible que la filosofía griega empezara con los problemas de la naturaleza y no con los relativos al hombre.   Para hacer comprensible este importante hecho se ha intentado corregir  la historia, derivando las concepciones de la filosofía natural más antigua del espíritu de la mística religiosa.   Pero así no resolveremos el problema.   Nos limita­mos a aplazarlo.   Sólo queda realmente resuelto,  si reconocemos  que ha nacido de un falso estrechamiento del horizonte de la denominada historia de la filosofía.   Si consideramos, junto con la filosofía natu­ral, todo lo que la poesía jónica, desde Arquíloco y los poemas de Solón,  ha  prestado  al  pensamiento   constructivo  en   el   orden  ético-político  y religioso, resultará claro  que no tenemos sino romper  los límites que separan la poesía de  la  prosa para  obtener una imagen completa  de  la   evolución  del  pensamiento  filosófico,  en   la  cual  se halle también comprendido el reino de lo humano.   La única diferen­cia está en que la concepción del estado es. por su misma naturaleza, de carácter inmediatamente práctico, mientras que la investigación de la physis o génesis, es decir, del "origen" se halla impulsada por la "teoría".   El problema del hombre  no fue  considerado,  en un prin­cipio, por los griegos,   desde  el punto  de vista teórico.   Más tarde halló en el estudio de los problemas del mundo exterior, y ante todo de la medicina y de la matemática, intuiciones del tipo de una techné exacta, que le sirvieron de modelo para la investigación del hombre interior.    Recordemos las palabras de  Hegel:   el camino  del espíritu es el rodeo.   Así como el alma de Oriente, en su anhelo religioso, se sumerge inmediatamente en el abismo del sentimiento, pero no halla allí un terreno firme, el espíritu griego, formado en la legalidad del mundo exterior, pronto descubre también las leyes interiores del alma y llega a la concepción objetiva de un cosmos interior.   Este  descu­brimiento hizo posible,  por primera vez,  en un momento crítico de la historia griega, la estructuración de una nueva educación humana sobre el  fundamento  del  conocimiento  filosófico,  en  el  sentido   pro­puesto por Platón.   La prioridad de la filosofía natural en relación con la   filosofía   del espíritu   tiene  un profundo  "sentido" histórico,  que resulta especialmente claro desde el punto de vista de la historia de la educación.   En la profundidad de pensamiento de los grandes jóni­cos antiguos no hay  una  voluntad  conscientemente  educadora.    Pero en medio de la decadencia de la concepción mítica del mundo y en el (153) caos que llevó consigo la fermentación de una nueva sociedad humana, se enfrenta de un modo completamente nuevo con el problema del ser.
Lo que salta claramente a la vista en la figura humana de estos primeros filósofos —que no se atribuyeron, naturalmente, a sí mis­mos este nombre platónico— es su peculiar actitud espiritual: su consagración incondicional al conocimiento, al estudio y la profundización del ser por sí mismo. Esta actitud pareció a los griegos posteriores, y aun a los contemporáneos, algo completamente paradójico, pero suscitó, al mismo tiempo, su más alta admiración. La sosegada indiferencia de aquellos investigadores por las cosas que parecían importantes al resto de los hombres, como el dinero, el honor, e in­cluso la casa y la familia; su aparente ceguera para sus propios inte­reses y su indiferencia ante las emociones de la plaza pública, dieron lugar a las conocidas anécdotas relativas a la actitud espiritual de aquellos pensadores que, recogidas especialmente por la Academia platónica y por la escuela peripatética, fueron puestas como ejemplo y modelo del βίος θεωρητικός, considerado por Platón como la ver­dadera praxis de los filósofos.[3] En estas anécdotas, el filósofo es el gran extravagante, algo misterioso, pero digno de estima, que se levanta por encima de la sociedad de los hombres, o se separa deli­beradamente de ella para consagrarse a sus estudios. Es ingenuo como un niño, torpe y poco práctico y existe fuera de las condiciones del espacio y del tiempo. El sabio Tales, abstraído por la observación de algún fenómeno celeste, cae en un pozo, y su criada, natural de Tracia, se burla de él porque quiere saber las cosas del cielo y no ve lo que hay bajo sus pies. Pitágoras, al serle preguntado por qué vive, responde: Para considerar el cielo y las estrellas. Anaxágoras, acusado de no cuidar de su familia ni de su patria, señala con la mano hacia el cielo y dice: Allí está mi patria. Común a todos es esta incomprensible consagración al conocimiento del cosmos, a la "meteorología", como se decía todavía entonces en un sentido más amplio y más profundo, es decir, a la ciencia de las cosas de lo alto. La conducta y las aspiraciones de los filósofos son excesivas y extra­vagantes en el sentir del pueblo, y la creencia popular de los griegos es que aquellos hombres sutiles y cavilosos son desgraciados porque son περιττός.[4] Esto es intraducible, pero se refiere evidentemente a la hybris, pues el pensador traspasa los límites trazados al espíritu humano por la envidia de los dioses.
Existencias de este tipo, osadas y solitarias, sólo podían desarro­llarse en Jonia. en una atmósfera de la mayor libertad personal. Allí se dejaba en paz a aquella gente inusitada, mientras que en cual­quier otro lugar hubieran suscitado escándalo y hallado toda clase de dificultades. En Jonia, hombres del temple de Tales de Mileto alcanzaban (154)  pronto popularidad, se trasmitían con interés sus afirmacio­nes y sus sentencias y se contaban anécdotas acerca de ellos. Esto demuestra una vigorosa resonancia que permite concluir que hubo una cierta comprensión y la sospecha de que semejantes personalidades y sus ideas eran fenómenos adecuados al tiempo en que vivían. Anaximandro fue, por lo que se nos alcanza, el primero que tuvo el va­lor de escribir sus discursos en prosa y de difundirlos del mismo modo que el legislador escribía sus tablas. Con ello elimina el filósofo el carácter privado de su pensamiento; y no es ya un Ιδιώτης. Aspira a ser oído por todos. Si quisiéramos aventurar, partiendo del estilo de la prosa jónica posterior, una conclusión retrospectiva relativa al estilo del libro de Anaximandro, lo hallaríamos en su oposición a las opiniones corrientes entre sus contemporáneos por el uso de la primera persona del singular. Hecateo de Mileto comienza su tratado genealógico con estas ingenuas palabras: "Hecateo de Mileto dice: Múltiples y risibles son los discursos de los griegos; yo, empero, Hecateo, digo lo siguiente." Heráclito empieza lapidariamente: "Para este logos, a pesar de ser siempre verdadero, no tienen los hombres comprensión alguna, ni antes de oírlo, ni después de haberlo oído. Aunque todo acaece de acuerdo con este logos, parecen carecer de toda experiencia tan pronto intentan realizar sus experiencias con pa­labras y obras tales como yo las refiero, analizando cada cosa de acuerdo con su naturaleza y declarando cómo es en verdad."
La resolución y la independencia de estas críticas sobre la concep­ción dominante del mundo es perfectamente paralela a la osadía de los poetas jónicos al proclamar libremente sus sentimientos y sus ideas sobre la vida humana y su contorno. Ambos son producto del cre­ciente desarrollo de la individualidad. El pensamiento racional actúa ya en este primer estadio como materia explosiva. Las más antiguas autoridades pierden su validez. Sólo es verdad lo que "yo" puedo explicar por razones concluyentes, aquello de lo cual "mi" pensa­miento puede dar razón. Toda la literatura jónica, desde Hecateo y Heródoto, creador de la geografía y de la etnología y padre de la his­toria, hasta los médicos, en cuyos escritos se hallan los fundamentos de la ciencia médica por varios siglos, se halla impregnada de este espíritu y se sirve, en sus críticas, de aquella forma personal carac­terística. Sin embargo, con la aparición del yo racional, se realiza la superación del individualismo más rica en consecuencias: aparece el concepto de verdad, el nuevo concepto de una validez universal en el fluir de los fenómenos, ante la cual es preciso que se incline todo arbitrio.
El punto de partida de los pensadores naturalistas del siglo VI era el problema del origen, la physis, que dio su nombre a la totalidad del movimiento espiritual y a la forma de especulación a que dio lugar. Ello no es injustificado si tenemos presente la significación originaria de la palabra griega y no mezclamos con ella la concepción (155) moderna de la física. Su interés fundamental era, en verdad, lo que en nuestro lenguaje ordinario denominamos metafísica. El conocimien­to y la observación físicos se hallaban subordinados a él. Verdad es que la ciencia racional de la naturaleza nació con el mismo movimien­to. Pero se hallaba, en un comienzo, envuelta en la especulación me­tafísica y sólo gradualmente llegó a independizarse de ella. En el concepto griego de la physis se hallaban ambas cosas indistintas: el problema relativo al origen, que obliga al pensamiento a traspasar los límites de lo dado en la apariencia sensorial, y la comprensión de lo que deriva de aquel origen y existe actualmente (ta\ o)/nta), mediante la investigación empírica (i(stori/h). Es natural que la ten­dencia innata de los jonios —grandes exploradores y observadores— hacia la investigación, llevara las cuestiones hasta lo más profundo, donde surgen los últimos problemas. Lo es también, que una vez planteado el problema de la esencia y el origen del mundo, se des­arrollara progresivamente la necesidad de ampliar el conocimiento de los hechos y la explicación de los fenómenos particulares. De la proximidad de Egipto y de los países del próximo Oriente resulta más que verosímil —y ello se halla confirmado por las tradicio­nes más auténticas— que el contacto espiritual de los jonios con las más antiguas civilizaciones de aquellos pueblos no sólo llevará con­sigo la adopción de las conquistas técnicas sobre agrimensura, náutica y la observación del cielo, sino que promoviera la atención de aquella raza de navegantes y comerciantes, de espíritu vivaz, hacia la consi­deración de los profundos problemas que resolvieron aquellos pue­blos, de un modo completamente distinto que los griegos, mediante sus mitos relativos al nacimiento del mundo y las historias de los dioses.
Sin embargo, hay algo fundamental nuevo en la manera que tu­vieron los griegos de poner al servicio de su último problema, re­lativo al origen y la esencia de las cosas, las observaciones empíricas que aceptaron del Oriente y enriquecieron mediante las suyas propias, así como en el modo de someter al pensamiento teórico y causal el reino de los mitos fundado en la observación de las realidades apa­rentes del mundo sensible, los mitos relativos al nacimiento del mundo. En este momento asistimos al nacimiento de la filosofía científica. Ésta es, tal vez, la hazaña histórica de Grecia. Verdad es que su libera­ción de los mitos fue sólo gradual. Pero el simple hecho de que fuera un movimiento espiritual unitario, conducido por una serie de personalidades independientes, pero en íntima conexión recíproca, de­muestra ya su carácter científico y racional. La conexión del naci­miento de la filosofía naturalista con Mileto, la metrópoli de la cultura jónica, resulta clara si se piensa en que sus tres primeros pen­sadores, Tales, Anaximandro y Anaxímenes. vivieron al tiempo de la destrucción de Mileto por los persas I comienzo del siglo V. Tan evidente como la súbita interrupción de un elevado florecimiento espiritual, (156) mantenido durante tres generaciones, por la brutal irrupción de un destino histórico externo, es la continuidad del trabajo de in­vestigación y de tipo espiritual en esta soberbia línea de grandes hombres designados un poco anacrónicamente como "escuela milesia". La manera de plantear y resolver los problemas se mueve en los tres en una misma dirección. Abrieron el camino y proporcionaron los conceptos fundamentales a la física griega desde Demócrito hasta Aristóteles.
Dilucidaremos el espíritu de aquella filosofía arcaica mediante el ejemplo de Anaximandro, la figura más imponente entre los físicos milesios. Es el único de cuya concepción del mundo podemos alcan­zar una representación precisa. En Anaximandro se revela la prodi­giosa amplitud del pensamiento jónico. Fue el primero en crear una imagen del mundo de verdadera profundidad metafísica y rigurosa unidad constructiva. Fue también el creador del primer mapa de la tierra y de la geografía científica. También el origen de la mate­mática griega se remonta a los tiempos de la filosofía nacida en Mileto.
La concepción de la tierra y del mundo de Anaximandro es un triunfo del espíritu geométrico. Es el símbolo visible de la monumentalidad proporcionada, propia del pensamiento y de la naturaleza entera del hombre arcaico. El mundo de Anaximandro se halla cons­truido mediante rigurosas proporciones matemáticas. El disco terres­tre de la concepción homérica es sólo una apariencia engañosa. El camino diario del sol del este al oeste sigue en verdad su curso bajo la tierra y reaparece en Oriente en su punto de partida. Así, el mundo no es una media esfera, sino una esfera completa, en cuyo centro se halla la tierra. No sólo el camino del sol, sino también el de las estrellas y el de la luna, son circulares. El círculo del sol es el más exterior y es como veintisiete veces el diámetro de la tierra. El círculo de las estrellas fijas es el más bajo. El texto de nuestro testimonio se halla en este lugar corrompido.[5] Sin embargo, alcanza evidente­mente nueve veces el diámetro de la tierra. Y el diámetro de la tierra es como tres veces su altura, puesto que la tierra tiene la forma de un cilindro achatado. No descansa en un fundamento sólido, como cree el pensamiento ingenuo, ni crece como un árbol hacia el aire a partir de raíces profundas e invisibles.[6] Se halla libremente suspen­dido en el espacio del mundo. No lo soporta la presión del aire. Se (157) mantiene en equilibrio por hallarse por ambos lados a igual distan­cia de la esfera celeste.
La misma tendencia matemática domina en la elaboración del mapa de la tierra que Heródoto sigue en parte y en parte contradice, y cuya paternidad atribuye colectivamente a "los jonios". Sin duda alguna procede en primer término de la obra de Hecateo de Mileto, que se hallaba más cerca de él en el tiempo.[7] Pero sabemos de un modo expreso que procede de los diseños de Anaximandro.[8] Y la estructura esquemática del mapa conviene mejor con la arquitectura geométrica del mundo y de la forma de la tierra de Anaximandro que con el carácter de Hecateo, explorador e inquisitivo, que analiza el carácter de los países y de los pueblos y se consagra, ante todo, a los fenómenos particulares. Heródoto no hubiera podido hablar de "los jonios" si no hubiese sabido que Hecateo había tenido predecesores en el arte de construir mapas. No vaciló, por tanto, un momento en hacer retroceder a Anaximandro el germen de los esquemas cartográ­ficos que Heródoto, Escilax y otros autores atribuyen a Hecateo. La superficie de la tierra se divide en dos mitades aproximadamente iguales: Europa y Asia. Una parte de la última aparece separada: Libia. Forman las fronteras caudalosos ríos. Europa se halla dividida en dos mitades iguales por el Danubio, Libia por el Nilo.[9] Heródoto se burla del esquematismo constructivo de las imágenes del mundo de los más antiguos mapas jónicos: dibujaban la tierra redonda como si hubiese sido construida con un torno y rodeada por el Océano, jamás visto por ojos humanos por lo menos al este y al norte.[10] Así resulta ingeniosamente caracterizado el espíritu geométrico y apriorístico de aquella construcción del mundo. La época de Heródoto se ocupó en llenar lagunas con nuevos hechos y en suavizar o suprimir la violencia de sus trazos. Sólo deja subsistir aquello que resiste a la comprobación empírica. Pero todo el arranque y la genialidad creado­ra se halla en Anaximandro y en aquellos originales exploradores que, inspirados por la idea de un orden y una articulación universal del mundo, trataron de expresarlo en el lenguaje de las proporciones ma­temáticas previamente estructurado.
El principio originario que establece Anaximandro en lugar del agua de Tales, lo ilimitado (a)/peiro/n), muestra la misma osadía en traspasar los límites de la apariencia sensible. Todos los filósofos de la naturaleza se hallaban dominados por el prodigioso espectáculo del devenir y el perecer de las cosas cuya imagen colorida perciben los ojos humanos. ¿Qué es el fondo inagotable del cual todo procede y al cual todo retorna? Tales cree que es el agua que se evapora en el aire o se enfría en lo rígido y, por decirlo así, se petrifica. Le impresiona su rara aptitud para transformarse. De la humedad se origina la vida entera. No sabemos cuál de los antiguos físicos fue (158) el primero en enseñar, como lo creyeron todavía los estoicos, que aun el fuego de las estrellas se alimenta de las exhalaciones que se elevan del mar. Anaxímenes sostiene que el principio originario es el aire y no el agua y a partir de él trata, ante todo, de explicar la vida. El aire domina el mundo como el alma al cuerpo, y aun el alma es aire, aliento, pneuma. Anaximandro habla del apeiron. que no es elemento alguno determinado, sino que "todo lo incluye y todo lo go­bierna" Tal parece haber sido su propia expresión.[11] Aristóteles se opone a ello porque de la "materia'' mejor podría decirse que se ha­lla incluida en todo, que no que todo lo incluye. Por otros epítetos que emplea Aristóteles en su interpretación del apeiron. como '"impe­recedero" e "inmortal", muestran de un modo inequívoco su sentido activo. Sólo un dios puede "gobernar" el todo. Y. de acuerdo con la tradición, el apeiron. que constantemente produce nuevos mundos para asimilarlos de nuevo, ha sido designado por el filósofo como lo divino. La salida de las cosas del apeiron es una separación de los contrarios que luchan en este mundo, a partir del todo originariamen­te unido. A esto se refiere aquella gran sentencia, la única de Ana­ximandro que nos ha sido directamente trasmitida: "Donde tuvo lo que es su origen, allí es preciso que retorne en su caída, de acuerdo con las determinaciones del destino. Las cosas deben pagar unas a otras castigo y pena de acuerdo con la sentencia del tiempo."
Desde Nietzsche y Erwin Rhode mucho se ha escrito sobre esta sentencia y se han intentado múltiples interpretaciones místicas.[12] La existencia de las cosas como tales, la individualización, sería un pecado original, una sublevación contra el principio originario eter­no, por la cual las criaturas deben sufrir una pena. Desde que ha sido restablecido el texto correcto (mediante la adición de a)llh/loij que faltaba en las antiguas ediciones) resulta claro que no se trata de otra cosa que de la compensación de la pleonexia de las cosas. No se trata de una culpa de las cosas. Ésta es una concepción ajena a los griegos. Es una personificación mediante la cual Anaximandro se representa la lucha de las cosas como la contienda de los hombres ante un tribunal.[13] Tenemos ante nosotros una ciudad jónica. He ahí el mercado donde se pronuncia el derecho y el juez sentado en su silla fija la pena (τάττει). El juez es el tiempo. Lo conocemos por las ideas políticas de Solón. Su brazo es inexorable. Cuando uno de los contendientes ha tomado demasiado del otro, le es quitado de nue­vo el exceso y dado a aquel que ha conservado poco. La idea de Solón es ésta: la diké no es dependiente de los decretos de la justicia terrestre y humana; no procede de la simple intervención exterior de un decreto de la justicia divina como ocurría en la antigua religión (159) de Hesíodo. Es inmanente al acaecer mismo en el cual se realiza en cada caso la compensación de las desigualdades. Sin embargo, su ine­xorabilidad es el "castigo de Zeus", "el pago de los dioses". Anaxi­mandro va mucho más allá. Esta compensación eterna no se realiza sólo en la vida humana, sino también en el mundo entero, en la tota­lidad de los seres. La evidencia de este proceso y su inmanencia en la esfera humana lo induce a pensar que las cosas de la naturaleza, con todas sus fuerzas y oposiciones, se hallan también sometidas a un orden de justicia inmanente y que su ascensión y su decadencia se realizan de acuerdo con él.
En esta forma —considerándola desde el punto de vista moderno— parece anunciarse la prodigiosa idea de una legalidad universal de la naturaleza. Pero no se trata de la simple uniformidad del curso causal en el sentido abstracto de nuestra ciencia actual. Lo que Anaximandro formula en sus palabras es una norma universal más bien que una ley de la naturaleza en el sentido moderno. El conocimiento de esta norma del acaecer de la naturaleza tiene un sentido inmedia­tamente religioso.[14] No es una simple descripción de hechos, sino la justificación de la naturaleza del mundo. El mundo se revela como un cosmos, o, dicho en castellano, como una comunidad de las cosas, sujetas a orden y a justicia. Esto afirma su sentido en el incesante e inexorable devenir y perecer, es decir, en aquello que hay en la exis­tencia de más incomprensible e insoportable para las aspiraciones de la vida del hombre ingenuo. No sabemos si el mismo Anaximan­dro empleó la palabra cosmos en este sentido. La hallamos ya en su sucesor Anaxímenes si el fragmento que se le atribuye es auténtico.[15] Pero la idea de cosmos se halla en principio —aunque no en el sentido riguroso que tuvo posteriormente— en la concepción de Anaximandro de un acaecer natural gobernado por la eterna diké. Tenemos, por tanto, derecho a caracterizar la concepción del mundo de Anaximan­dro como el íntimo descubrimiento del cosmos. Este descubrimiento no podía haberse hecho en otra parte que en lo profundo del alma humana. Nada hubiera sido posible hacer con tales telescopios, ob­servatorios o cualquier otro género de investigación empírica. De la misma facultad interior intuitiva surgió la idea de la infinidad de los mundos, atribuida por la tradición a Anaximandro.[16] No hay duda alguna de que la idea filosófica del cosmos representó un rom­pimiento con las representaciones religiosas habituales. Pero este rompimiento representa la aparición de una nueva concepción de la di­vinidad del ser en medio del espanto de la fugacidad y la destrucción,
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LA PRIMERA GRECIA
que tanto impresionó a las nuevas generaciones, como lo muestran los poetas.
En este estado de espíritu se halla el germen de incontables des­envolvimientos filosóficos. El concepto del cosmos ha sido hasta nuestros días una de las categorías más esenciales de toda concepción del mundo, aunque en sus modernas interpretaciones científicas haya perdido gradualmente su sentido metafísico originario. La idea del cosmos representa, con simbólica evidencia, la importancia de la pri­mitiva filosofía natural para la formación del hombre griego. Así como el concepto ético-jurídico de la responsabilidad de Solón deriva de la teodicea de la epopeya,[17] recuerda la justicia del mundo de Anaximandro que el concepto griego de causa (ai)ti/a), fundamental para el nuevo pensamiento, coincidía originariamente con el concepto de culpa y fue transportado de la imputación jurídica a la causalidad física. Este tránsito espiritual se halla en conexión con la transposi­ción análoga de los conceptos de cosmos, diké y tisis, originarios de la vida jurídica, al acaecer natural. El fragmento de Anaximandro nos permite obtener una visión profunda del desarrollo del problema de la causalidad a partir del problema de la teodicea. Su diké es el principio del proceso de proyección de la polis al universo. Verdad es que no hallamos en pensadores jonios una referencia expresa de la ordenación humana del mundo y de la vida al ser de las cosas no humanas. No podía ocurrir así porque, prescindiendo en absoluto de las cosas humanas, sus investigaciones se dirigían exclusivamente a la determinación del fundamento eterno de las cosas. Pero, puesto que se sirvieron del orden de la existencia humana para llegar a conclu­siones relativas a la physis y su interpretación, su concepción llevaba en germen desde un principio una futura y nueva armonía entre el ser eterno y el mundo de la vida humana y sus valores.
Pitágoras de Samos fue también un pensador jónico, a pesar de que su acción se desarrolló en la Italia meridional. Su tipo espiritual es tan difícil de determinar como su personalidad histórica. Su fi­gura tradicional ha cambiado con la evolución de la cultura griega. Así nos ha sido presentado como descubridor científico, como polí­tico, como educador, como fundador de una orden o de una religión y como taumaturgo. Heráclito lo ha desdeñado[18] como un erudito, análogo a Hesíodo, Jenófanes y Hecateo, y aun ha puesto en ello un acento especial como en todos los mencionados. Comparado con la grandiosa plenitud espiritual de Anaximandro. la unión, en Pitágoras, de elementos tan heterogéneos, cualquiera que sea la idea que nos for­memos de esta mezcla, es en efecto algo singular y accidental. La nueva manera de presentarlo como una especie de hechicero no puede aspirar ya ε ninguna consideración seria. De la imputación de polimatía puede concluirse que los que llamó más tarde Aristóteles "los denominados pitagóricos", considerándolos como los fundadores de un nuevo tipo (161) de ciencia que, a diferencia de la "meteorología" de los jonios, denominaron simplemente mathemata, es decir, "los estudios", proceden de Pitágoras. Es un nombre muy general que abraza de hecho muchas cosas heterogéneas: la doctrina de los números y los elementos de la geometría, los primeros fundamentos de la acústica y la doctrina de la música y el conocimiento de los tiempos de los movimientos de las estrellas, por donde puede atribuirse también a Pitágoras el conoci­miento de la filosofía natural milesia. Además, y sin conexión alguna con todo ello, la doctrina de la trasmigración de las almas, vinculada a la secta religiosa de los órficos, atestiguada de un modo cierto por lo que respecta a la persona de Pitágoras y considerada por Heródoto como típica de los más antiguos pitagóricos. Con ello se relacionan los preceptos éticos atribuidos al fundador. Heródoto[19] afirma el ca­rácter religioso de la comunidad que fundó. Así subsistió en la Italia meridional durante más de un siglo hasta su destrucción hacia el fin del siglo ν y por motivos políticos.
La concepción pitagórica del número como principio de las cosas se halla preformada en la rigurosa simetría geométrica del cosmos de Anaximandro. No es posible comprenderla como una concepción puramente aritmética. De acuerdo con la tradición tuvo su origen en el descubrimiento de una nueva legalidad de la naturaleza, es decir, de la relación del número de vibraciones con la longitud de las cuer­das de la lira. Pero para extender el dominio del número al cosmos entero y al orden de la vida humana, fue preciso llegar a una atre­vida generalización de las observaciones fundadas, sin duda alguna, en la simbólica matemática de la filosofía natural milesia. La doctrina pitagórica no tiene nada que ver con la ciencia natural matemática en el sentido actual. Los números tienen para ella una significación mucho más amplia. No significan la reducción de los fenómenos na­turales a relaciones cuantitativas y calculables. La diversidad de los números representa la esencia cualitativa de cosas completamente he­terogéneas: el cielo, el matrimonio, la justicia, el kairos, etcétera. De otra parte, cuando Aristóteles nos habla de que los pitagóricos hacían consistir las cosas en números en el sentido de la materia, se refiere indudablemente a una indebida materialización de esta identificación abstracta del número y el ser. No debía hallarse lejos de lo cierto cuando interpretaba las semejanzas de los números con las cosas como un principio no menos grosero que el fuego, el agua, la tierra, de donde derivaban todas las cosas las especulaciones anteriores.[20] La ex­plicación más importante de la intuición de los pitagóricos se halla en un estadio posterior de la evolución filosófica: en el intento de reducir (162) sus ideas a números, tan extraño a primera vista para nosotros, del Platón de la última época. Aristóteles critica su concepción cualitativa de lo puramente cuantitativo. Ello parece a primera vista algo trivial. Contiene, sin embargo, una observación justa: la de que el concepto de número de los griegos contenía originariamente aquel momento cualitativo y que sólo gradualmente se llegó a la abstracción de lo puramente cuantitativo.[21]
El origen de las palabras griegas relativas a los números y las notables diferencias entre su formación lingüística nos proporciona­rían acaso aclaraciones mucho más amplias si pudiéramos seguir la pista de los elementos intuitivos que se hallan sin duda alguna en ellas. Podemos llegar a la inteligencia de la manera en que llegaron los pitagóricos a una tan alta estimación de la fuerza de los números mediante la comparación con las manifestaciones de otros contempo­ráneos eminentes. Así, el Prometeo de Esquilo llama al descubrimien­to del número la pieza maestra de la sabiduría creadora de cultura.[22] El descubrimiento del imperio de los números, en algunos de los do­minios más importantes del ser, abrió amplio camino al espíritu inquisidor del sentido del ser, mediante el conocimiento de una norma residente en las cosas mismas de la naturaleza y a la cual es posible dirigir la mirada interrogante, y permitió a una especulación, que nos parece actualmente pueril, reducir todas las cosas a un principio numérico. Así, como ocurre con frecuencia, hallamos unido a un co­nocimiento permanente e infinitamente fecundo una aplicación prác­tica equivocada. Esta atrevida sobrestimación se muestra en todos los grandes momentos del pensamiento racional. Para el pensamiento pi­tagórico nada puede mantenerse en pie que no pueda reducirse, en último término, a número.
Con la matemática entra en la educación griega un elemento esen­cialmente nuevo. Se desarrollan primero con independencia sus ramas particulares. Pronto fue reconocida la fecundidad educadora de cada una de ellas. Sólo en un estadio posterior se estableció su acción recíproca y llegaron a constituir un todo. Las tradiciones legendarias posteriores acentuaron de un modo prominente la importancia de Pitágoras como educador. De ellas sacó indudablemente su modelo Platón. De acuerdo con él elaboraron los neopitagóricos y los neo-platónicos la vida y obras de Pitágoras. Y lo que los modernos acep­taron, sin más, con este título, procede casi íntegramente de la sabi­duría de la Antigüedad posterior. Sin embargo, en el fondo de esta concepción hay un núcleo de verdad histórica. No se trata de una acción puramente personal, sino del hecho de que el ethos educador tiene sus raíces en el nuevo conocimiento representado en nuestra tra­dición por Pitágoras. Irradia especialmente del aspecto normativo de  (163) la investigación matemática. Hasta recordar la importancia de la mú­sica para la educación primitiva de los griegos, y la íntima relación de la matemática pitagórica con la música, para ver que la prime­ra teoría filosófica sobre la acción educadora de la música había de proceder de la consideración de las leyes numéricas del mundo so­noro. La conexión de la música con la matemática establecida por Pitágoras fue, desde aquel momento, una adquisición definitiva del espíritu griego.
De esta unión nacieron las ideas pedagógicas más fecundas y de mayor influencia entre los griegos. En aquella fuente se alimenta evidentemente una corriente de nuevos conocimientos normativos que se derraman sobre todos los dominios de la existencia. En el siglo VI salen a la luz los maravillosos conceptos fundamentales del espíritu griego que han llegado hasta nosotros como una especie de símbolo de su más profunda idiosincrasia y que parecen inseparables de su esencia. No existieron desde un principio. Vieron la luz a través de un proceso histórico necesario. La nueva concepción de la estructura de la música constituye un momento decisivo de aquella evolución. Sólo el conocimiento de la esencia de la armonía y del ritmo que surge de ella sería bastante para asegurar a los griegos la inmortali­dad en la historia de la educación humana. La posibilidad de apli­cación de aquel conocimiento a todas las esferas de la vida es casi ilimitada. Al lado de la causalidad compacta de la fe en el derecho de Solón, nos ofrece un segundo mundo sujeto a la más estricta lega­lidad. Cuando Anaximandro concibe el mundo como un cosmos do­minado por una norma jurídica absoluta e inquebrantable, considera a la armonía, de acuerdo con la concepción pitagórica del mundo, como principio de este cosmos. Se aprehende allí la necesidad cau­sal del acaecer en el tiempo, en el sentido del "derecho" de la exis­tencia; mediante la idea de armonía se llega a tomar conciencia del aspecto estructural de la legalidad cósmica.
La armonía expresa la relación de las partes al todo. En ella se halla implícito el concepto matemático de proporción, que el pensa­miento griego se presenta en forma geométrica e intuitiva. La armo­nía del mundo es un concepto complejo en el cual se hallan com­prendidos lo mismo la representación de la bella concordancia de los sonidos en el sentido musical que la del rigor de los números, la re­gularidad geométrica y la articulación tectónica. Es incalculable la influencia de la idea de armonía en todos los aspectos de la vida griega de los tiempos posteriores. Abraza la arquitectura, la poesía y la retórica, la religión y la ética. En todas partes aparece la con­ciencia de que existe en la acción práctica del hombre una norma de lo proporcionado (pre/on, a(rmo/tton), que, como la del derecho, no puede ser transgredida con impunidad. Sólo si alcanzamos a com­prender el dominio ilimitado de este concepto en todos los aspectos del pensamiento griego de los clásicos y de los tiempos posteriores, (164) llegaremos a una representación adecuada de la fuerza normativa del descubrimiento de la armonía. Los conceptos de ritmo, medida y relación se hallan en íntima conexión con él o reciben de él su con­tenido más preciso. Lo mismo para el concepto del cosmos que para el de la armonía y el ritmo, el descubrimiento de la "naturaleza del ser" es el estadio previo para llegar a su trasposición al mundo inte­rior del hombre y al problema de la estructuración de la vida.
No sabemos cuál era la íntima conexión entre la especulación ma­temática y musical y la doctrina de la transmigración de las almas de Pitágoras. El pensamiento filosófico de aquellos tiempos es esen­cialmente metafísico. Así el mito irracional del origen del alma debía proceder del campo de las creencias religiosas. La doctrina análoga de los órficos fue probablemente la fuente de la representación del alma de Pitágoras. Los filósofos posteriores se hallan también más o menos influidos por ella.
El siglo VI, que tras el naturalismo disolvente del siglo VII es una lucha decisiva para llegar a una nueva estructuración espiritual de la vida, no significa sólo un vigoroso esfuerzo filosófico,  sino también una poderosa  elevación religiosa.    El  movimiento  órfico   es   uno  de los  más relevantes testimonios de esta nueva  intimidad que penetra hasta lo más profundo del alma popular.   En su anhelo de un nuevo y alto sentido de la   vida  se halla en contacto con  el esfuerzo del pensamiento racional de las concepciones filosóficas para llegar a una "norma"  objetiva del ser   cósmico.   El  contenido  dogmático  de  las creencias  órficas no tiene evidentemente importancia.   Los modernos lo han sobrestimado enormemente con el objeto de alcanzar una ima­gen que les permitiera confirmar su idea a priori de una religión de la redención.   Sin embargo, en las creencias órficas relativas al alma amanece un nuevo sentimiento de la vida humana y una nueva forma de la conciencia  de sí  mismo.    En el concepto  órfico del alma,  en contraposición al concepto homérico, hay un elemento normativo ex­preso.   De la creencia en el origen divino del alma y en su inmor­talidad  se sigue la  exigencia  de  mantener  su pureza  en   su   estado terrestre de  unión  con el cuerpo.   El creyente se  siente  obligado a rendir cuenta  de su vida.   Hemos hallado ya la idea de responsabi­lidad en Solón.    Se  trataba allí de la responsabilidad del  individuo frente  a la totalidad del estado.   Tropezamos aquí con una segunda fuente de responsabilidad ética: la idea de la pureza religiosa.   Ori­ginariamente era una pureza meramente ritual que se extiende ahora a la esfera moral.   No hay que confundirla con la pureza ascética del espiritualismo  posterior  que considera el cuerpo como un mal en sí mismo.   Sin embargo, los órficos y los pitagóricos mantienen ya cier­tos preceptos de contención ascética, sobre todo la abstinencia de todo alimento de  carne.    Y  el  desprecio  del cuerpo comienza ya con  la brusca contraposición del cuerpo y el alma que se sigue de la presen­tación de la ascendencia del alma considerada como un huésped divino (165) en la vida mortal de la tierra. Evidentemente, la pureza y la mancha de los órficos debe ser entendida en el sentido del mantenimiento o la transgresión de las leyes del estado. Incluso el "derecho sagrado" de los antiguos griegos lleva consigo el concepto de pureza. Sólo con dar mayor extensión al dominio de la validez pudo la idea órfica de la pureza alcanzar el dominio total de los mandatos del nomos. Ello no significa su conversión en una ética ciudadana en el sentido mo­derno, puesto que el nomos griego, aun en su nueva forma racional, tiene un origen divino. Pero recibe, por su fusión con la idea órfica de pureza, un nuevo fundamento, arraigado en el carácter sagrado y divino del alma individual.
La rápida difusión del movimiento órfico en la metrópoli y en las colonias se explica sólo por una profunda necesidad de los hom­bres de aquel tiempo a los cuales no podía satisfacer ya la religión del culto. Los demás movimientos religiosos de aquel tiempo, la pro­digiosa fuerza expansiva del culto de Dionisos y la doctrina apolínea de Delfos, revelan también el crecimiento de las necesidades religio­sas personales. Es un misterio para la historia de las religiones la estrecha vecindad que une a Apolo y a Dionisos en el culto deifico. Los griegos sintieron evidentemente algo común en la contraposición polar entre uno y otro. Ello consiste, en los tiempos en que los ha­llamos juntos, en el tipo de influjo que ejercen sobre la intimidad de las creencias. Ningún otro dios interviene tan profundamente en la conducta personal. Es probable que el espíritu de limitación, orden y claridad de Apolo no hubiera movido nunca tan profundamente el amia humana si la honda y excitante conmoción dionisiaca no hubiese preparado previamente el terreno, apartando toda eucosmía burguesa. La religión deifica penetró entonces de un modo tan íntimo y tan vivo que demostró ser apta para conducir y poner a su servicio todas las fuerzas constructivas de la nación. Los "siete sabios", los reyes más poderosos y los tiranos del siglo VI reconocieron en aquel dios profético la más alta instancia del consejo justo. En el siglo V Pindaro y Heródoto se hallan profundamente influidos por el espíritu deifico y son sus testimonios más eminentes. Ni aun el tiempo de su mayor florecimiento en el siglo VI ha dejado el sedimento de un do­cumento religioso de carácter permanente. Pero en Delfos alcanzó la religión griega un influjo más alto como fuerza educadora y lo ex­tendió más allá de los límites de Grecia. Las sentencias más célebres de los sabios de la tierra eran consagradas a Apolo y aparecían sólo como un eco de la sabiduría divina. Y en la puerta del templo ha­llaba el que entraba, en las palabras "conócete a ti mismo", la doc­trina de la sofrosyne, la exhortación a no perder de vista los límites del hombre, impresa con el laconismo legislativo propio del espíritu del tiempo.
Se entendería mal el sentido de la sofrosyne griega si se le inter­pretara como expresión de una naturaleza innata, de una idiosincrasia (166) esencial armónica y nunca perturbada. Para comprenderlo, basta con­siderar cómo irrumpió en forma de mandato y cómo penetró súbita­mente y en forma más inesperada en lo más profundo de la existencia y, sobre todo, de la intimidad humana. La medida apolínea no es la excrecencia de la tranquilidad y la conformidad burguesa. La autolimitación individualista es un dique para la actividad humana. La peor ofensa contra los dioses es no "pensar humanamente" y aspirar a lo más alto. La idea de la hybris, concebida originariamente de un modo perfectamente concreto en su oposición a la diké, y limita­da a la esfera terrestre del derecho, se extiende, de pronto, a la esfera religiosa. Comprende ahora la pleonexia del hombre frente a la divinidad. Este nuevo concepto de la hybris se convierte en la expresión clásica del sentimiento religioso en el tiempo de los tiranos. Ésta es la significación con que ha pasado la palabra a nuestro len­guaje. Esta concepción, junto con la idea de la envidia de los dioses, ha determinado del modo más vigoroso durante largo tiempo las re­presentaciones esenciales en las más amplias esferas de la religión griega. La fortuna de los mortales es mudable como los días. No debe, por tanto, el hombre aspirar a lo más alto.
Sin embargo, la necesidad humana de felicidad halla una salida a esta trágica comprobación en el mundo de su intimidad, ya en la ena­jenación de la borrachera dionisiaca, que se muestra como el com­plemento de la medida y el rigor apolíneos, ya en la creencia órfica de que "alma" es la parte mejor del hombre y se halla determinada al más alto y puro destino. La sobria mirada del espíritu de investi­gación ofrece al hombre, en la profundidad de la naturaleza, el es­pectáculo del devenir y el perecer incesante, gobernado por una lega­lidad universal indiferente al hombre y a su destino insignificante y que trasciende, con su férrea "justicia", su breve felicidad. De ahí que surja en el corazón humano, como una fuerza interior que se opone a esta dura verdad, la creencia en su destino divino. El alma, inaccesible al conocimiento natural, se muestra en este mundo inhospi­talario como un extranjero anhelante de su patria eterna. La fantasía de los simples pinta la imagen de una vida futura en el más allá como una vida de goces sensibles. El espíritu de los nobles lucha por su propia afirmación, en medio del torbellino del mundo, con la esperanza de una redención en la plenitud de su camino. Ambos coin­ciden, sin embargo, en la seguridad de su más alto destino. Y el piadoso que llega al umbral del otro mundo pronunciará como santo y seña de la fe en que ha fundado su vida la intrépida sentencia: "También yo soy de la raza de los dioses."[23] Estas palabras se ha­llan inscritas en los platos órficos de oro que se han hallado en las tumbas del sur de Italia, como pasaporte para el viaje al otro mundo.
El concepto del alma de los órficos fue un paso esencial en el desarrollo de la conciencia personal humana. Sin él no hubiera sido (167) posible pensar la concepción platónica y aristotélica de la divinidad del espíritu ni la distinción entre el hombre puramente sensible y el propio yo que constituye su plena vocación. Basta pensar en un filó­sofo como Empédocles, impregnado de la concepción órfica de la di­vinidad, para demostrar la profunda y persistente afinidad de la nueva religión con los problemas del pensamiento filosófico que se ofrecen, por primera vez, ante todo en Pitágoras. Empédocles glori­fica a Pitágoras en su poema órfico, las "Purificaciones". En Empé­docles se compenetran las creencias órficas sobre el alma y la filosofía natural de los jonios. Su síntesis nos muestra de un modo muy sig­nificativo cómo ambas doctrinas se unen y se complementan en una y la misma persona. Símbolo de esta unión complementaria es la imagen del alma, arrojada y llevada de acá para allá en el torbellino de los elementos: el aire, el agua, la tierra y el fuego la impelen y la lanzan sin cesar del uno al otro. "Así soy yo, como un desterrado de Dios que vaga de acá para allá." [24] El alma no halla su lugar ade­cuado en el mundo de la filosofía natural. Pero se salva mediante la certeza religiosa de sí mismo. Sólo cuando, como en Hesíodo, se vincula al pensamiento filosófico del cosmos, halla satisfacción esta necesidad metafísica del hombre religioso.
Con el segundo de los grandes emigrados jónicos que hallaron su campo de acción en el occidente del mundo helénico, Jenófanes de Colofón, abandonamos la línea de los pensadores rigurosos. La filo­sofía natural milesia se origina en la investigación pura. Cuando Anaximandro hace accesible su doctrina en forma de un libro, des­tina ya su especulación a la publicidad. Pitágoras es el fundador de una sociedad cuyo fin es la realización de las prescripciones del maes­tro. Ambos representaban un esfuerzo educador muy alejado de la pura teoría filosófica. Pero éstos penetraron tan profundamente, con sus críticas, en todas las concepciones generalmente aceptadas, que era imposible separarlas del resto de la vida espiritual. La filosofía na­tural recibió las incitaciones más fecundas de los movimientos políti­cos y sociales contemporáneos y devolvió, en múltiples formas, lo re­cibido. Jenófanes es un poeta. Con él, el espíritu filosófico tomó posesión de la poesía. Esto es el signo inequívoco de que el espíritu filosófico comienza a convertirse en una fuerza educadora, pues la poesía sigue siendo como siempre la expresión auténtica de la cul­tura y de la educación de la nación. El impulso que movió a la filosofía a adoptar la forma poética muestra de un modo evidente su tendencia a apoderarse de la acción humana en su totalidad en la vida intelectual y sentimental, y su aspiración a ejercer un dominio espiritual. La nueva prosa jonia extiende su dominio sólo gradual­mente, y, por hallarse expresada en un dialecto limitado a un círculo reducido, no adquiere nunca la resonancia de la poesía que se sirve del lenguaje de Homero y es, por consiguiente, pan-helénica. Pan-helénico (168) es también el influjo a que aspira el pensamiento de Jenófanes. Incluso un pensador abstracto y riguroso como Parménides, o un filósofo natural como Empédocles, adoptan la forma hesiódica de la poesía didáctica. Acaso fueron animados a ello por el ejemplo de Jenófanes que, aunque no era un verdadero pensador ni escribió ja­más un poema didáctico sobre la naturaleza, como con frecuencia se ha dicho, fue uno de los iniciadores de la exposición poética de la doctrina filosófica.[25] En sus elegías y en sus silloi, una nueva forma de poesía satírica, populariza los puntos de vista de la física jónica y emprende una lucha abierta contra el espíritu de la educación do­minante.
La educación y la cultura proceden ante todo de Homero y de Hesíodo. Jenófanes mismo dice que todos han aprendido, desde un principio, de Homero.[26] Homero constituye, por consiguiente, el cen­tro de sus ataques en su lucha por la nueva educación. La filosofía ha sustituido a la imagen del mundo de Homero mediante una expli­cación natural y legal. La fantasía poética de Jenófanes se conmueve ante la grandeza de esta nueva concepción del mundo. Significa el rompimiento con el politeísmo y el antropomorfismo del mundo de los dioses que —según las conocidas palabras de Heródoto— crearon para los griegos Homero y Hesíodo. "Han atribuido a los dioses to­das las indignidades —exclama Jenófanes— robos, adulterios y toda clase de engaños." [27] Su concepto de Dios, que ofrece con el entusiás­tico pathos de la nueva verdad, coincide con el del Universo. Sólo existe un Dios incomparable con los mortales en forma y en espíritu. Es todo visión, todo oído, todo pensamiento. Sin esfuerzo alguno, sólo mediante el pensamiento, todo lo tiene en su poder. No corre solícito de aquí para allá como los dioses de la épica. Descansa inmóvil en sí mismo. Es una ilusión de los hombres pensar que los dioses nacen y tienen forma y vestidos humanos. Si los bueyes, los caballos y los leones tuvieran manos y pudieran pintar como los hombres, pinta­rían a sus dioses con cuerpos y figuras análogos a los suyos, como bueyes y caballos. Los negros creen en dioses chatos y negros, los tracios en dioses de ojos azules y cabelleras rojas.[28] Todos los fenó­menos del mundo exterior, que los hombres atribuyen a la acción de los dioses, ante los que tiemblan, descansan en causas naturales. El arco iris es sólo una nube coloreada; el mar, el seno materno de todas las aguas, vientos y nubes. "Todos hemos nacido de la tierra y el agua." "Todo cuanto deviene y crece, es tierra y agua." "Todo (169) proviene de la tierra y todo retorna a ella." La cultura no es un don de los dioses a los mortales, como enseña el mito. Los hombres mis­mos lo han hallado todo mediante sus esfuerzos inquisidores y me­diante ellos lo van complementando.[29]
Entre todas estas ideas no hay una sola nueva. Anaximandro y Anaxímenes no han pensado, en principio, otra cosa. Son los verda­deros creadores de esta concepción naturalista del mundo. Pero Je­nófanes es su encendido campeón y heraldo. La recoge no sólo con el ímpetu que aspira a aniquilar todo lo antiguo, sino también con la fuerza creadora de nuevos valores religiosos y morales. Su mofa co­rrosiva sobre la insuficiencia de la imagen homérica del mundo y de los dioses, lleva consigo la construcción de una nueva creencia más digna. La acción decidida de las nuevas verdades sobre la vida y las creencias de los hombres constituye el fundamento de una nueva educación. El cosmos de la filosofía natural se convierte, por un movimiento de reversión del desenvolvimiento espiritual, en el prototipo de la eunomia de la sociedad humana. La ética de la ciudad halla en ella su raíz metafísica.
Jenófanes escribió, además de sus poemas filosóficos, un poema épico, "La fundación de Colofón", y una "Fundación de la colonia de Elea". En el primero, este hombre inquieto, que a la edad de 92 años escribe un poema en el cual contempla una vida de 67 años[30] de peregrinaciones sin descanso, iniciada probablemente con las emi­graciones de Colofón a la Italia meridional, consagra un monumento a su antigua patria. Acaso haya tomado parte personalmente en la fundación de Elea. Sin embargo, en estos poemas de apariencia im­personal el sentimiento personal toma una parte mucho mayor de lo que era usual. Los poemas filosóficos han nacido íntegramente de la experiencia personal de las nuevas doctrinas profundamente con­movedoras, que ha traído consigo del Asia Menor a las regiones de Sicilia y la Magna Grecia. Se ha considerado a Jenófanes como un rapsoda que recitaba a Homero en la plaza pública y decía en círcu­los limitados sus sátiras contra Homero y Hesíodo. Ello se aviene mal con la unidad de su personalidad, que imprime su sello inequívoco en todas las palabras que de él se han conservado. Ésta descansa en una mala interpretación de la tradición. Como muestra su gran poe­ma del Banquete, expuso sus poemas a la publicidad de su tiempo.[31] Es la imagen solemne del simposio arcaico, lleno todavía de la más profunda consagración religiosa. Los más pequeños detalles del cul­to se hallan revestidos en el relato del poema de la más alta signifi­cación y nobleza. El banquete es todavía el lugar donde se refieren las más altas tradiciones relativas a los grandes hechos de los dioses y de los prototipos de las virtudes humanas. Ordena el poema callar las disensiones vergonzosas de los dioses y las luchas de los titanes, gigantes y centauros, invenciones de los tiempos pasados, que otros (170) cantores gustan de ensalzar en los banquetes. Es preciso tan sólo hon­rar a los dioses y guardar viva la memoria de la verdadera areté. En otros poemas nos dice qué es lo que entiende por honrar a los dioses. Destacamos sólo esta declaración que demuestra que la crítica de la representación tradicional de los dioses, que se halla en los poemas que se han conservado, era poesía de banquete. Se halla penetrado del espíritu educador de los simposios arcaicos. Con la idea de la areté, que encuentra aquí su atención más cumplida, se halla en íntima re­lación la nueva y pura manera de honrar a los dioses y el conoci­miento del orden eterno del universo. Para él, la verdad filosófica es la guía de la verdadera areté humana.
Un segundo gran poema relativo al mismo problema es preciso mencionar aquí. En él se muestra Jenófanes como luchador apasio­nado para dar validez a su nuevo concepto de la areté.[32] Este poema es un documento de primer rango para la historia de la educación. No podemos, por tanto, dejar de considerarlo con todo detenimiento. Nos transporta a un mundo fundamentalmente distinto del que nos ofrece la patria jónica del poeta, estructurada de acuerdo con las an­tiguas tradiciones aristocráticas. El ideal caballeresco del hombre de las olimpiadas se mantenía inconmovible, como lo muestran de un modo luminoso las canciones corales de Píndaro, contemporáneas de Jenófanes, pero tendían gradualmente a perder su vigor. Jenófanes ha sido llevado, por la irrupción de los medas en el Asia Menor y la caída de su patria, al mundo del occidente griego, que le es esen­cialmente extraño. A pesar de los siete decenios de su migración jamás pudo echar raíces en él. En todas las ciudades griegas en que entró fueron admirados sus versos y oídas sus nuevas doctrinas con asombro. Comía en la mesa de los ricos y de las personalidades emi­nentes, como lo muestra la anécdota de su ingeniosa conversación con el tirano Hierón de Siracusa. Pero no halló jamás en aquel ambien­te la estimación inteligente ni la alta consideración social que obtuvo en su patria jonia: permaneció solo.
En parte alguna de la historia de la cultura griega vemos de modo tan claro el choque violento e inevitable entre la antigua cultura aristocrática y los hombres de la nueva filosofía, que luchan aquí, por primera vez, para conquistar su lugar en la sociedad y en el estado e irrumpen con un ideal de formación humana que exige el re­conocimiento universal. Deporte o espíritu: tal es el dilema en que descansa toda la violencia del conflicto. Parece que los atacantes debían caer vencidos ante los inflexibles muros de la tradición. Pero su grito de combate resonó con el júbilo de la victoria. El desarrollo posterior de la historia otorga la razón a la seguridad de su ademán. Han destruido el dominio absoluto del ideal agonal. No es posible ya que Jenófanes vea, como Píndaro, en cada victoria olímpica, en la palestra o en el pugilato, en las carreras a pie o a caballo, la  (171) revelación de la divina areté del vencedor. '"La ciudad colma a los vencedores en las luchas de honores y presentes y, sin embargo, ninguno de ellos es tan digno como yo —exclama—. pues mejor que la fuerza de los hombres y de los caballos es nuestra sabiduría. Sólo una falsa costumbre nos permite juzgar así. No es justo preferir la simple fuerza corporal a la sabiduría. No porque una ciudad cuente entre sus ciudadanos un luchador prominente o un vencedor en el pentathlon o en la palestra, se halla por ello en el orden justo (eu)nomi/h). Y por mucha que sea su alegría por la victoria, no por ello llenará sus graneros."
Esta fundamentación del valor del conocimiento filosófico es para nosotros sorprendente. Pero muestra con nueva y poderosa claridad que la polis y su salud seguía siendo la medida de todos los valores. En este punto debía fundarse Jenófanes si quería conseguir el reco­nocimiento de la superioridad del hombre filosófico sobre el ideal humano tradicional. Nos recuerda aquel poema de Tirteo en que pro­clama la superioridad evidente de la virtud espartana —el valor gue­rrero— frente a todas las demás preeminencias humanas y especial­mente frente a las virtudes agonales de las olimpiadas. "Esto es un bien común para toda la ciudad", dice, y, por primera vez, levanta en estos versos el espíritu de la ética política frente al antiguo ideal caballeresco. Más tarde, cuando el estado de derecho sustituye al an­tiguo estado, en nombre de la polis, se estima la justicia como la más alta virtud. En nombre de la polis proclama ahora Jenófanes su nueva forma de areté; la educación espiritual (σοφίη). Ésta se le­vanta sobre todos los ideales anteriores y los supera o los subordina. Es la fuerza del espíritu, que crea en el estado el derecho y la ley, el orden justo y el bienestar. Jenófanes ha tomado, con plena concien­cia, como modelo la elegía de Tirteo, que es forma adecuada para verter en ella los nuevos contenidos de su pensamiento.[33] Con este estadio alcanza su término la evolución del concepto de la areté: va­lor, prudencia y justicia; y, finalmente, sabiduría: tales son las cua­lidades que todavía para Platón constituyen el contenido de la areté ciudadana. En la elegía de Jenófanes aparece por primera vez como una exigencia la nueva "virtud del espíritu", que habrá de jugar un papel tan importante en la ética filosófica. La filosofía tiene su im­portancia para el hombre, es decir, para la ciudad. Se ha dado el paso que conduce de la pura intuición de la verdad a la crítica y dirección de la vida humana.
Jenófanes no es un pensador original. Pero es una figura de im­portancia en la historia del espíritu de su tiempo. Con él se abre en la historia de Grecia el capítulo relativo a la filosofía y la formación del hombre. Todavía Eurípides combate la estimación tradicional del atletismo entre los griegos con armas tomadas de Jenófanes, y la crítica de Platón sobre el valor educativo de los mitos homéricos se (172) mueve en la misma línea. Parménides de Elea cuenta entre los pen­sadores de más alto rango. Pero su importancia en la historia de la educación y de la formación humana sólo puede ser estimada en conexión con la historia de la amplia y fecunda influencia de sus ideas fundamentales. Lo encontramos de nuevo en todos los estadios de la evolución de la cultura griega y aún hoy se nos ofrece como prototipo de una actitud filosófica perenne. Al lado de la filosofía natural de los jonios y de las especulaciones pitagóricas sobre los nú­meros, aparece con él una nueva forma fundamental del pensamiento griego, cuya importancia traspasa los límites de la filosofía para pe­netrar profundamente en la totalidad de la vida espiritual: la lógica. En la antigua filosofía natural rigen otras fuerzas: la fantasía dirigida y controlada por el intelecto que, de acuerdo con el eminente sentido plástico y arquitectónico de los griegos, trata de articular y ordenar el mundo sensible y un pensamiento simbólico que interpreta la exis­tencia no humana a partir de la vida humana.
El universo de Anaximandro es una imagen sensible e intuitiva del devenir y el perecer cósmicos, sobre cuyas oposiciones y contien­das se afirma como soberana la eterna diké. El pensamiento racional es completamente ajeno a él.[34] Las proposiciones de Parménides cons­tituyen una trama rigurosamente lógica, impregnada de la conciencia de la fuerza constructiva de la consecuencia de las ideas. No es una casualidad que los fragmentos conservados de su obra constituyan la primera serie de proposiciones filosóficas de amplio contenido y rigurosamente conectadas que nos ha legado el idioma griego. Sólo es posible comprender y expresar el sentido de aquel pensamiento si seguimos su marcha dinámica. No es la imagen estática, que es su producto inmediato. La fuerza con que Parménides expone a sus oyen­tes sus doctrinas fundamentales no procede de una convicción dog­mática, sino del triunfo de la necesidad del pensamiento. También para Parménides es el conocimiento una absoluta ananké y lo deno­mina también diké o moira, evidentemente bajo el influjo de Anaximandro. Ella constituye el más alto fin a que puede aspirar la investigación humana. Pero cuando habla de la diké que mantiene el Ser fijo en sus límites y sin posibilidad alguna de disolución, de tal modo que no pueda ya devenir ni perecer, ello nos indica que su diké tiene una función opuesta a la de Anaximandro, que se manifiesta en el devenir y perecer de las cosas. La diké de Parménides, que mantiene apartado del Ser todo devenir y todo perecer y lo sostiene persistente e inmóvil en sí mismo, es la necesidad implícita en el concepto del Ser, interpretada como "aspiración del Ser a la justicia". En las fra­ses insistentemente repetidas: el Ser es, No-ser no es; lo que es, no (173) puede no ser, lo que no es, no puede ser, expresa Parménides la nece­sidad del pensamiento, de la cual surge la imposibilidad de realizar la contradicción lógica en el conocimiento.
Esta constricción de lo aprendido en el puro pensamiento es el gran descubrimiento que domina toda la filosofía eleática. Él deter­mina la forma polémica dentro de la cual se desarrolla su pensamiento. Lo que para nosotros aparece en sus proposiciones fundamentales como el descubrimiento de una ley lógica, es para él un conocimiento objetivo y de contenido que lo pone en conflicto con toda la filosofía natural anterior. Si es verdad que el Ser jamás no es y que el No-ser jamás es, resulta evidente para Parménides que el devenir y el pere­cer son imposibles. La apariencia nos muestra, sin embargo, algo distinto. Los filósofos naturalistas, que confían ciegamente en ella, sostienen que el Ser resulta del no ser y se disuelve en el no ser. Es la opinión que comportan, en el fondo, todos los hombres. Confia­mos en los ojos y en los oídos en lugar de preguntar al pensamiento, el único que puede conducirnos a la certeza infalible. El pensamiento es la vista y el oído espiritual del hombre. Aquellos que no lo siguen son como ciegos y sordos y se pierden en contradicciones sin salida. No tienen más remedio que acabar por admitir que el Ser y el No-ser son lo mismo y al mismo tiempo no lo son. Si derivamos el Ser del No-ser, aceptamos que su origen es incognoscible. Al verdadero co­nocimiento debe corresponder un objeto. Así. si buscamos de veras la verdad, es preciso que nos apartemos del devenir y perecer que conducen a presuposiciones impensables, y atenernos al puro Ser, que nos es dado en el pensamiento. "El pensamiento y el Ser son uno y lo mismo."
La gran dificultad del pensamiento puro se halla en alcanzar algún conocimiento concreto del contenido de su objeto. Parménides se nos muestra en los fragmentos que se conservan de su obra esfor­zándose en deducir una serie de determinaciones precisas de su nuevo concepto riguroso del ser. A estas notas que se destacan en el camino que lleva a la investigación conducida por el pensamiento puro, las denomina atributos o características del Ser, El Ser es ajeno al de­venir, inmutable, y, por tanto, imperecedero, completo y único, incon­movible, eterno, omnipresente, unitario, coherente, indivisible, homo­géneo, ilimitado y concluso. Es perfectamente claro que todos los predicados afirmativos y negativos que atribuye Parménides a su Ser resultan de la contraposición a la antigua filosofía naturalista y han sido obtenidos gracias al análisis crítico y riguroso de las presuposi­ciones implícitas en ella. No es éste el lugar de mostrarlo detallada­mente. Por desgracia, la posibilidad de una comprensión de Parmé­nides se halla limitada por las lagunas de nuestro conocimiento de las filosofías más antiguas. Es indudable que se refiere constantemente a Anaximandro. Es probable que el pensamiento pitagórico tenga también un papel muy importante en sus discusiones. Pero sobre esto (174) sólo podemos alcanzar conjeturas. No es posible intentar aquí una interpretación sistemática del esfuerzo de Parménides para obtener, desde su nuevo punto de vista, una concepción de conjunto de la filosofía natural, ni considerar el desarrollo de las aporías que halla el pensamiento en la prosecución consecuente de su camino. Con ellas luchan los discípulos de Parménides, entre los cuales tienen una im­portancia excepcional Zenón y Meliso.
El descubrimiento del pensamiento puro y de su rigurosa necesi­dad aparece en Parménides como la apertura de un nuevo "camino", es más, del único camino practicable para llegar a la consecución de la verdad. Desde este momento aparece constantemente la imagen del recto camino (o(do/j) de la investigación. Y aunque de momento se trata sólo de una imagen, tiene ya, sin embargo, una resonancia terminológica, especialmente en la contraposición entre el camino recto y el torcido, que se aproxima ya al sentido del "método". Aquí tiene su raíz este concepto científico fundamental. Parménides es el primer pensador que plantea de un modo consciente el problema del método científico y el primero en distinguir claramente los dos ca­minos fundamentales que habrá de seguir la filosofía posterior: la percepción y el pensamiento. Lo que no conocemos por la vía del pensamiento es meramente "opinión de los hombres". Toda salva­ción descansa en la sustitución del mundo de la opinión por el mundo de la verdad. Parménides considera esta conversión como algo vio­lento y difícil, pero grande y liberador. Da a la exposición de su pensamiento un ímpetu grandioso y un pathos religioso que traspasa los límites de lo lógico y le otorga una emoción profundamente hu­mana. Es el espectáculo del hombre que lucha mediante el conoci­miento, se liberta por primera vez de las apariencias sensibles de la realidad y descubre en el espíritu el órgano para llegar a la com­prensión de la totalidad y de la unidad del Ser. Aunque este conoci­miento se halle obstaculizado y perturbado por una multiplicidad de problemas, en él se revela una fuerza fundamental de la concepción del mundo y la formación del hombre específicamente helénico. En todo cuanto escribió Parménides palpita la experiencia conmovedora de esta conversión de la investigación humana hacia el pensamiento puro.
Ello explica la estructura de su obra dividida en dos partes rígi­damente contrapuestas, una consagrada a la "verdad" y otra a la "opi­nión". Resuelve también el viejo problema de comprender cómo se compagina la rígida lógica de Parménides con su sentimiento de poe­ta. Decir meramente que en aquellos tiempos todos los temas podían ser tratados en versos homéricos o hesiódicos, es simplificar en exceso. Parménides es poeta por el entusiasta sentimiento con que cree ser el portador de un nuevo tipo de conocimiento que considera, por lo menos en parte, como revelación de la Verdad. Es algo completa­mente distinto del atrevido y personal proceder de Jenófanes. El poema (175) de Parménides se halla impregnado de un orgulloso comedimiento. Y tanto más rigurosa e inexorable es su exigencia, cuanto que se sabe simplemente instrumento y servidor de una fuerza más alta que con­templa con veneración. En el proemio se halla la confección impere­cedera de esta inspiración filosófica. Si lo consideramos con aten­ción, veremos que la imagen del "hombre sabio" que camina hacia la verdad procede de la esfera religiosa. El texto se halla deteriorado en algunos lugares decisivos. Pero creo que podría ser restituido su sentido originario. El "hombre sabio" es la persona consagrada a la contemplación de los misterios de la verdad. Bajo este símbolo se comprende el nuevo conocimiento del Ser. El camino que lo conduce "intacto" —digo yo— a su fin, es el camino de la salvación.[35] Esta traducción del mundo de la representación en el lenguaje de los mis­terios, de creciente importancia en aquella sazón, es de la mayor im­portancia para la comprensión de la conciencia filosófica. Cuando se dice que el Dios y el sentimiento son indiferentes para Parménides ante el pensamiento riguroso y sus exigencias, es preciso añadir que este pensamiento y la verdad que aprehende son interpretados por él como algo religioso. Este sentimiento de su alta misión es lo que le condujo en el proemio de su poema a darnos la primera encarnación humana de la figura del filósofo, la figura del "hombre sabio", con­ducido por las hermanas de la luz, desde los senderos de los hombres. por el difícil camino que desemboca en la casa de la verdad.
En Jenófanes la filosofía se acerca a la vida humana y adopta una actitud educadora y progresiva. En Parménides vuelve eviden­temente a su alejamiento originario de las cosas humanas. En su concepto del Ser se desvanece toda existencia particular y, por tanto, también el hombre. Heráclito de Éfeso realiza, en este respecto, la más completa revolución. La historia de la filosofía lo ha considerado largo tiempo como un filósofo de la naturaleza y ha colocado su principio originario, el fuego, en una misma línea que el agua de Tales y el aire de Anaxímenes. El significativo vigor de las miste­riosas proposiciones del "oscuro", formuladas con frecuencia en for­ma aforística, debieran haber preservado ya a los historiadores de confundir a este temperamento duramente reprimido con el de un investigador únicamente consagrado a la fundamentación de los he­chos. En parte alguna hallamos en Heráclito la huella de una consi­deración puramente teórica de las apariencias ni la sombra de una teoría puramente física. Lo que pudiera ser interpretado así se halla en amplia conexión con un amplio contexto. No constituye un fin en sí. No cabe duda alguna que Heráclito se halla bajo la poderosa influencia de la filosofía natural. La imagen total de la realidad, el (176) cosmos, el incesante ascenso y descenso del devenir y el perecer, el in­agotable fondo primario, del cual todo surge y al cual todo retorna, el curso circular de las formas siempre cambiantes que recorre constan­temente el Ser: todo ello constituye en grandes rasgos la base más sólida de su pensamiento.
Pero así como los milesios, y aun de un modo más riguroso su contrincante Parménides, buscan una intuición objetiva del ser y disuelven el mundo humano en la imagen de la naturaleza, en Heráclito el corazón humano constituye el centro sentimental y apasionado en que convergen los radios de todas las fuerzas de la naturaleza. El curso del mundo no es para él un espectáculo sublime y lejano, en cuya consideración se hunda y se olvide el espíritu hasta sumergirse en la totalidad del ser. Por el contrario, el acaecer cósmico pasa a través de su ser. Tiene la convicción de que, aunque la mayoría de los hombres no sepan que son meros instrumentos en las manos de un poder más alto, todas sus palabras y todas sus acciones son el efecto de aquella fuerza superior. Tal es la gran novedad que se revela con Heráclito. Sus predecesores han perfeccionado la imagen del cosmos.[36] Los hombres han tomado conciencia de la eterna lucha entre el ser y el devenir. Ahora se plantea con tremenda violencia el problema de saber cómo se afirma el hombre en medio de aquella lucha. Mien­tras Hecateo y otros contemporáneos se consagran con ímpetu e inte­ligencia juvenil a la investigación múltiple y dispersa de la "historia" milesia y satisfacen su afán mediante la recolección y asimilación de todo lo relativo a los países, pueblos y tradiciones del pasado, pro­fiere Heráclito estas graves palabras: "La multiplicidad de los cono­cimientos no proporciona sabiduría", y es el creador de una filosofía cuyo sentido se halla expresado en la profunda sentencia: "Me he investigado a mí mismo." [37] No es posible una expresión más gran­diosa de la vuelta de la filosofía hacia el hombre que la que se nos ofrece en Heráclito.
Ningún pensador hasta Sócrates despierta una simpatía personal tan profunda como Heráclito. Se halla en lo más alto del desarrollo de la libertad de pensamiento entre los jonios. Las palabras que aca­bamos de mencionar demuestran el alto desarrollo a que había llegado la conciencia del yo. La magnífica altanería con que se revela, ori­ginaria de su estirpe noble, parece a primera vista como una arro­gancia aristocrática reveladora de la verdadera importancia de su pro­pio espíritu. Pero la auto-observación de que habla nada tiene que ver con la investigación psicológica de sus peculiaridades e idiosin­crasia personal. Significa simplemente que al lado de la intuición sensible y el pensamiento racional, que han sido hasta aquí los únicos (177) caminos de la filosofía, se revela un mundo nuevo a las tareas del conocimiento mediante la vuelta del alma a sí misma. Las palabras antes mencionadas se hallan en íntima conexión con las siguientes: "Por muy lejos que vayas no hallarás los límites del alma: tan pro­fundo es su logos." Por primera vez aparece el sentimiento de la dimensión de profundidad del logos y del alma, característico de su pen­samiento. La totalidad de su filosofía fluye de esta nueva fuente de conocimiento.
El logos de Heráclito no es el pensamiento conceptual de Parmé­nides (noei~n, no/hma), cuya lógica puramente analítica excluye la re­presentación figurada de una intimidad espiritual sin límites. El logos de Heráclito es un conocimiento del cual se originan al mismo tiempo "la palabra y la acción". Si queremos un ejemplo de esta especie peculiar de conocimiento no debemos buscarlo en el pensamiento para el cual el Ser jamás puede no ser, sino en la visión profunda que se revela en una proposición como ésta: "El ethos es el demonio del hombre." Es sumamente significativo y de la mayor importancia el hecho de que en la primera frase de este libro, que afortunadamente se ha conservado, se halle ya expresada esta relación productiva del conocimiento con la vida. Se trata aquí de las palabras y las obras que intentan los hombres sin comprender el logos, puesto que sólo éste nos enseña a "actuar despiertos" y los que no lo tienen "actúan dormidos". Así el logos debe darnos una nueva vida sapiente. Se extiende a la esfera total de lo humano. Heráclito es el primer filó­sofo que introduce la idea de φρόνησις y la equipara a la de σοφία, es decir, el conocimiento del Ser se halla en íntima conexión y de­pendencia con la intelección del orden de los valores y de la orien­tación de la vida y con plena conciencia incluye el primero en la segunda. La forma profética de sus proposiciones deriva su íntima necesidad de la aspiración del filósofo a abrir los ojos de los mortales sobre sí mismos, a revelarles el fundamento de la vida, a despertarlos de su sueño. Muchas de sus expresiones insisten en esta vocación de intérprete. La naturaleza y la vida son un griphos, un enigma, un oráculo délfico, una sentencia sibilina. Es preciso saber interpretar su sentido. Heráclito se siente el intérprete de enigmas, el Edipo filo­sófico que arranca los enigmas a la Esfinge; pues la naturaleza desea ocultarse.
Ésta es una nueva forma de filosofar, una nueva conciencia fi­losófica. Sólo puede ser expresada mediante palabras e imágenes sacadas de la experiencia interior. Aun el logos sólo puede ser de­terminado mediante imágenes. Su tipo de universalidad, la acción que ejerce, la conciencia que despierta en aquel que ejercita, se ex­presa por Heráclito con la mayor claridad mediante su contraposición favorita entre la vigilia y el sueño. Indica un criterio esencial del logos que lo distingue del estado de espíritu habitual en la multitud: el logos es "común" (ξυνόν). Para los hombres "despiertos" existe (178) un cosmos idéntico y unitario, mientras que los "dormidos" tienen su mundo particular, su propio mundo de sueños, que no es otra cosa que un sueño. No hemos de representarnos esta comunidad social del logos de Heráclito como la simple expresión figurada de la universali­dad lógica. La comunidad es el más alto bien que conoce la polis e incluye en sí la existencia particular de los individuos. Lo que al principio pudiera aparecer como un individualismo exagerado de He­ráclito, su actitud imperativa y dictatorial, se muestra ahora como su contraposición más evidente, como la superación del arbitrio indivi­dual y oscilante que amenazaba perder la vida en su totalidad. Es preciso seguir al logos. En él se muestra una comunidad todavía más alta y más comprensiva que la ley de la polis. En él debe descan­sar la vida y el pensamiento. Mediante el logos es posible "hacerse fuerte" "como la polis mediante la ley". "Los hombres, es verdad, viven como si tuvieran cada uno su razón particular."
Claramente se muestra aquí que no se trata simplemente de un conocimiento teorético deficiente, sino de la existencia humana en su totalidad, cuya conducta práctica no corresponde a la comunidad es­piritual del logos. El universo entero tiene también su ley como la polis. Por primera vez aparece esta idea típicamente griega. En ella se presenta en su más alta potencia la educación política y la sabi­duría de los legisladores griegos. Sólo el logos comprende la ley que Heráclito denomina divina, aquella en que "pueden alimentarse to­das las leyes humanas". El logos de Heráclito es el espíritu, como órgano del sentido del cosmos. Lo que se hallaba ya en germen en la concepción del mundo de Anaximandro se desarrolla en la con­ciencia de Heráclito en la concepción de un logos que se conoce a sí mismo y conoce su acción y su puesto en el orden del mundo. En él vive y piensa el mismo "fuego" que impregna y penetra el cosmos como vida y pensamiento. Por su origen divino se halla en condicio­nes de penetrar en la intimidad divina de la naturaleza de la cual procede. Así, en el nuevo orden del mundo formulado por Heráclito, adquiere el hombre un lugar como ser cósmico dentro del cosmos descubierto por la filosofía anterior. Para vivir como tal es preciso orientar la vida como tal, es preciso que se conozcan y sigan las leyes y las normas cósmicas. Jenófanes ensalza la "sabiduría" como la más alta virtud humana porque es la fuente del orden legal de la polis. Heráclito funda su aspiración a la supremacía en el hecho de que su doctrina enseña al hombre a seguir, en sus palabras y en sus acciones, la verdad de la naturaleza y sus leyes divinas.
Heráclito funda el dominio de la sabiduría cósmica, superior a la inteligencia ordinaria de los hombres, en su original doctrina de los contrarios y de la unidad del todo. También esta doctrina de los contrarios se halla en parte íntimamente relacionada con las repre­sentaciones físicas concretas de la filosofía natural milesia. Pero su fuerza vital no procede de las sugestiones de otros pensadores, sino (179) de la intuición inmediata del proceso de la vida humana que se con­cibe como una biología que abarca, en una unidad compleja y pecu­liar, lo espiritual y lo físico como hemisferios de un solo ser. Sólo entendida como vida pierde su aparente contrasentido. En la concep­ción del mundo de Anaximandro se concibe el devenir y perecer de las cosas como el gobierno compensador de una justicia eterna, o mejor, como una lucha por la justicia de las cosas ante el tribunal del tiempo, donde cada cual debe pagar al otro el precio de sus in­justicias y pleonexias. En Heráclito la lucha se convierte simplemente en el "padre de todas las cosas". Sólo en la lucha aparece diké. La nueva idea pitagórica de la armonía sirve ahora para conferir sen­tido al punto de vista de Anaximandro. Sólo lo que se contrapone, se une; de lo distinto nace la más bella armonía. Es una ley que gobierna evidentemente la totalidad del cosmos. En la naturaleza en­tera se dan la saciedad y la indulgencia, causas de la guerra. Toda ella se halla henchida de fuertes oposiciones: el día y la noche, el ve­rano y el invierno, el calor y el frío, la guerra y la paz, la vida y la muerte, se resuelven en el cambio eterno. Todas las oposiciones de la vida cósmica se suceden sin cesar y se pagan recíprocamente sus perjuicios para seguir con la imagen del proceso jurídico. El "proceso" entero del mundo es un trueque. La muerte de uno es siempre la vida de otro. Es un camino eterno que sube y baja. "Descansa en el cambio", "la vida y la muerte, la vigilia y el sueño, la juventud y la vejez, son, en el fondo, uno y lo mismo." "En el cambio, esto es aquello y aquello, de nuevo, esto." "Si alguien ha comprendido, no a mí, sino a mi logos, verá que es sabio confesar que todo es uno y lo mismo." El símbolo de Heráclito para la armonía de los contra­rios en el cosmos es el arco y la lira. Mediante su acción tensa, re­cíproca y opuesta, realizan ambos su obra. Faltaba todavía al len­guaje filosófico el concepto general de la tensión. La imagen viene a suplirlo. La unidad de Heráclito se realiza mediante la tensión. La intuición biológica en esta idea genial es de una fecundidad ilimitada. Sólo en nuestro tiempo ha sido estimada en todo su valor.
Para limitarnos a aquello que ha aportado Heráclito de nuevo y original en la formación del hombre griego, prescindiremos de otras interpretaciones filosóficas que se han dado de la doctrina de la opo­sición y de la unicidad y, especialmente, de la difícil cuestión de sus relaciones con Parménides. Frente a los filósofos primitivos, aparece la doctrina de Heráclito como la primera antropología filosófica. Su filosofía del hombre es, por decirlo así, el más interior de los círcu­los concéntricos, mediante los cuales es posible representar su filo­sofía. Rodean al círculo antropológico el cosmológico y el teológico. Sin embargo, no es posible separar estos círculos. En modo alguno es posible concebir el antropológico independientemente del cosmo­lógico y del teológico. El hombre de Heráclito es una parte del cos­mos. Como tal, se halla sometido a las leyes del cosmos como el (180) resto de sus partes. Pero cuando adquiere conciencia de que lleva en su propio espíritu la ley eterna de la vida del todo, adquiere la capacidad de participar en la más alta sabiduría, cuyos decretos pro­ceden de la ley divina. La libertad del hombre griego consiste en el hecho de sentirse subordinado como miembro de la totalidad de la po­lis y de sus leyes. Es una libertad completamente distinta de la del moderno individualismo, que se siente ligado a una universalidad su­prasensible, mediante la cual el hombre no pertenece sólo al estado, sino también a un mundo más alto. La libertad filosófica a que se eleva el pensamiento de Heráclito permanece fiel a la esencia del hom­bre griego vinculado a la polis, puesto que se siente miembro de una "comunidad" universal y sometida a ella. El sentimiento religioso se pregunta por el conductor personal de este todo y Heráclito siente también esta necesidad. "Lo uno, lo único sabio y prudente, quiere y no quiere ser denominado Zeus." El sentimiento político de los griegos de aquel tiempo se inclina a pensar como tiránico el gobierno de uno solo. El pensamiento de Heráclito es apto para conciliar am­bas cosas, puesto que la ley no significa para él la mayoría, sino la emanación de un conocimiento más alto. "La ley es también la obe­diencia al decreto de uno solo."
La penetración de Heráclito en el sentido del mundo representa el nacimiento de una nueva religión más alta, la comprensión espi­ritual del camino de la más alta sabiduría. Vivir y conducirse de acuerdo con ella es lo que los griegos denominaron fronei=n. Α este conocimiento conduce la profecía de Heráclito fundada en el logos filosófico. La filosofía natural más antigua no se había planteado, de un modo expreso, el problema religioso. Su concepción del mundo ofrecía una visión del ser separada de lo humano. La religión órfica llenaba este vacío y, en medio del torbellino destructor del universal devenir y perecer en que la filosofía natural parecía precipitar al hombre, mantenía la creencia en el carácter divino del alma. Pero la filosofía natural ofrecía en su concepto del cosmos dominado por la diké un punto de cristalización para la conciencia religiosa. En él insertó Heráclito su interpretación del hombre al considerarlo en su aspecto estrictamente cósmico. Mediante el concepto del alma de He­ráclito la religión órfica se elevó a un estadio más alto. Por su paren­tesco con el "fuego eternamente viviente" del cosmos, el alma filosó­fica es capaz de conocer la divina sabiduría y de conservarse en ella. Así, la oposición entre el pensamiento cosmológico y el pensamiento religioso del siglo VI, aparece en la síntesis de Heráclito —que vive ya en el umbral de la centuria siguiente— superada y reducida a unidad. Hemos observado ya que la idea del cosmos de los milesios era mejor una norma del mundo que una ley de la naturaleza en el sentido moderno. Heráclito eleva este su carácter, mediante su "no­mos divino", a la categoría de una religión cósmica, y funda en la norma del mundo la norma de vida del hombre filosófico.



[1] 1 Ξ 201 (302), 246.
[2] 2 Cf.   mi  Aristóteles,  pp. 64-7, 174-5  et. al.
[3] 3  Cf. mi trabajo sobre el origen y el movimiento circular del ideal filosófico de la vida, Sitz. Berl. Akad., 1928, pp. 390 ss.
[4] 4  Cf. aristóteles, Metaf. A 2, 983 a 1.
[5] 5 Cf. tannery, Pour l'histoire de la science helléne (París. 1887), p. 91.
[6] 6 Las raíces de la tierra aparecen en hesíodo, Erga, 10. wilamowitz, Hes., Erga, 43, entiende simplemente las profundidades de la tierra: cf., sin embargo, Teog., 728, 812. En la cosmogonía órfica de ferécides, que se enlaza, en parte, con las concepciones míticas más antiguas, se habla de una ''encina alada" (frag. 2 Diels). Combina la doctrina de Anaximandro de la libre suspensión con la re­presentación del árbol que tiene sus raíces en el infinito (cf. H. diles, Archiv f. Gesch. d. Phil. X). parménides (frag. 15 a) dice que la tierra "enraiza en el agua".
[7]  Cf. F. jacoby, Realenzykl., t. VII, pp. 2702 ss.
[8] 8  anaximandro, frag. 6.     
[9] 9 heródoto, ii, 33; IV, 49.     
[10] 10 heródoto, iv, 36.
[11] 11 Frag. 15.
[12] 12 Frag. 9. J. BUrnet. en Early Greek Philosophy (2a. ed., 1908). da una in­terpretación más sobria. Pero no me parece haber hecho justicia a la grandiosidad de la idea de Anaximandro y a su sentido filosófico.
[13] 13 También el mito órfico en aristóteles, frag. 60, Rose, significa otra cosa.
[14] 14 La interpretación que doy aquí ha sido detalladamente fundamentada en un trabajo todavía no publicado sobre el fragmento de anaximandro (cf. Sitz. Berl. Akad., 1924, 227).
[15] 15 anaxímenes, frag. 2.   K. reinhardt duda de su autenticidad.
[16] 16 Mis dudas sobre la veracidad de esta tradición en la primera edición de esta obra han desaparecido en vista de los argumentos de R. mondolfo, L'infinito nel pensiero dei Greci (Florencia, 1934), pp. 45 s.s.
[17] 17 Cf. Solons Eunomie, Sitz. Berl. Akad.,  1926, p. 73.
[18] 18 Frag. 40.
[19] 19  heródoto, IV, 95.
[20] 20  Cf. aristóteles, Metaf. A 5, donde se considera a estos "pitagóricos" como contemporáneos o anteriores a Leucipo, Demócrito y Anaxágoras.   Ello nos lleva cerca de la época de Pitágoras (siglo VI), del cual Aristóteles, deliberadamente, no hace mención alguna  (la excepción de la Metaf. A 5, 986 a 30 es una inter­polación).
[21] 21  J. stenzei., Zahl und Gestalt  bei Platón und Aristóteles  (2a ed., Leipzig, 1933): que no presta, sin embargo, atención a los pitagóricos.
[22] 22  esquilo, Prom., 459.
[23] 23 diels,   Vorsokratiker   (5a ed.)   I,  15   (orfeo, frags.   17 ss.).
[24] 24 empédocles, frag. 115, 13.
[25] 25 No trataré aquí de la relación de Jenófanes con Parménides. Pienso tratarlo pronto en otro lugar. K. reinhardt, en su Parménides (Bonn, 1916) refu­ta la opinión ordinaria según la cual Jenófanes es el fundador del eleatismo. Sin embargo, no me parece estar en lo cierto al considerarlo como discípulo de Par­ménides. Su filosofía popular no parece tener a la vista ningún sistema deter­minado, como tampoco su doctrina de la divinidad del todo. Para el problema del poema didáctico, cf. burnet, ob. cit., p. 102.
[26] 26 jenófanes, frag. 9 Diehl.         
[27] 27 Frags. 10-11.         
[28] 28 Frag. 19-22, 12-14.
[29] 29 Frags. 23-29;  16 Diehl.
[30] 30 Frag.  7.
[31] 31 Frag.  1 Diehl.
[32] 32 Frag. 2.
[33] 33 Cf.  mi Tyrtaios, Sitz.  Berl. Akad., 1932, p. 557.
[34] 34 En cambio, K. reinhardt, en su libro sobre Parménides, al cual debo yo mucho, ve en la deducción que realiza Anaximandro de los predicados "inmor­tal" e "imperecedero", a partir de la esencia del apeiron, el principio del des­arrollo puramente lógico de los predicados del Ser de Parménides.
[35] 35 Frag. 1, 3. Se ha observado con frecuencia que el camino de la verdad conduciendo al hombre sabio "a través de las ciudades" (kata/ pant' a)/sth fe/rei ei)do/ta fw~ta) es una imagen imposible. La conjetura de willamowitz kata\ ta/nta tath\ es poco satisfactoria; kata\ pa/nt' a)sinh~ es la enmienda que yo propongo y que fue hallada ya por meinecke, como más tarde he visto.
[36] 36 El uso preciso de la palabra cosmos por Heráclito significa claramente que la ha recibido de sus predecesores (frags. 30, 75, 89). K. reinhardt, ob. cit., p. 50, difiere de este punto de vista.
[37] 37 Las numerosas citas de las palabras de Heráclito de las páginas siguientes no serán indicadas en forma de notas.

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