miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 32 Guerra en el Helesponto (411-410)




El nuevo régimen ateniense pronto tuvo que hacer frente a un peligroso desafío por parte del enemigo exterior cuando una pequeña flota peloponesia se presentó en la estratégica ciudad de Bizancio, en el Bósforo, provocando rebeliones tanto allí como en las ciudades cercanas, y amenazando el suministro de grano y la supervivencia de Atenas. Farnabazo, sátrapa del Asia Menor septentrional, urgió a los espartanos a enviar una flota mayor de inmediato con objeto de aprovechar la ocasión, pero Míndaro no actuó con la suficiente rapidez.
LA FLOTA FANTASMA FENICIA

Esparta permanecía ligada a su tratado con Persia, por el cual estaba obligada a cooperar con Tisafernes en la región de Jonia. Aunque el sátrapa continuaba con su política de pagos esporádicos e insuficientes, había prometido traer la flota fenicia al mar Egeo, donde, si se unía a la flota peloponesia, la fuerza combinada de ambas podría hacer posible que los espartanos ganaran la guerra en el mar. Por todo ello, parecía lógico ser paciente con Tisafernes, a pesar del repetido incumplimiento de sus promesas. De hecho, la flota fenicia, compuesta por 147 barcos, había avanzado hasta Aspendo, en la costa meridional de Asia Menor, aunque no más allá de ese punto, ya que el sátrapa continuaba con la idea de hacer que los griegos de ambos bandos se desgastaran.
Míndaro esperó en Mileto durante más de un mes antes de ser informado de que Tisafernes estaba engañando a los espartanos, y de que los barcos fenicios estaban en ese momento regresando a sus bases. Esto acabó con todas sus expectativas de ayuda, por lo que decidió liberar a los espartanos de las obligaciones que les imponía el tratado y les permitió unirse a Farnabazo en el Helesponto. Para alcanzar ese objetivo, el navarca tenía que atravesar con sus setenta y tres barcos la zona en que setenta y cinco trirremes atenienses vigilaban el mar desde su base de Samos. Desde luego, Míndaro prefería presentar batalla en las cerradas aguas del Helesponto, donde siempre estaría cerca de tierra, y donde podría contar con el apoyo del ejército persa. En Samos, el mando había sido dejado en manos del inexperto Trásilo, que, al parecer, sin haber dirigido nunca un barco o un regimiento, había sido promovido desde la condición de hoplita a la de general gracias al importante papel que había desempeñado al impedir la rebelión oligárquica en Samos. Tras contener con éxito este levantamiento, pronto tuvo que hacer frente a otro reto, cuando otras rebeliones surgieron en las ciudades de Metimna y Éreso, en la isla de Lesbos. Las fuerzas atenienses en la isla fueron suficientes para hacerse con Metimna, mientras que Trasibulo se había dirigido con una pequeña flota a solucionar el problema en Éreso. Aunque Trásilo debería haber navegado de inmediato a Quíos con el objeto de impedir que Míndaro alcanzase el Helesponto, en lugar de obrar así se apresuró hacia Lesbos con cincuenta y cinco barcos, dejando al resto para mantener segura su base en Samos. Su estrategia consistía en atacar Éreso y mantener a Míndaro en Quíos, colocando puestos de observación en los dos extremos de la isla y en la cercana costa continental. Planeaba sin duda una larga permanencia, usando Lesbos como base para lanzar ataques sobre los espartanos en Quíos.
Sin embargo, al intentar conseguir demasiado de inmediato, Trásilo fracasó en su objetivo prioritario: detener al navarca espartano. Míndaro permaneció tan sólo dos días en Quíos, el tiempo imprescindible para cargar los suministros necesarios en su travesía al Helesponto, para después pasar, con gran perspicacia, por el estrecho brazo de mar entre Lesbos y la tierra continental, una ruta que los atenienses no habían esperado que tomara. Consiguió pasar y, hacia la medianoche, sus naves llegaron sanas y salvas a la entrada del Helesponto, habiendo recorrido más de ciento cincuenta kilómetros en aproximadamente veinticuatro horas. No sólo había logrado cambiar el teatro de operaciones, sino que alteró el curso de la guerra; el fracaso ateniense para prevenir esta audaz e imaginativa acción fue un grave error que pondría en peligro la propia existencia de su ciudad.
LA BATALLA DE CINOSEMA

La persecución ateniense se produjo demasiado tarde como para impedir que Míndaro se uniera a la flota peloponesia en Abido, su base en el Helesponto (Véase mapa[48a]). En ese momento bajo el mando de Trasibulo, los atenienses se pasaron los cinco días siguientes haciendo planes y preparándose para la batalla, para, a continuación, navegar en fila india con setenta y seis barcos hacia el Helesponto, siguiendo la costa de Gallípoli. Trasibulo no tenía otra elección más que tomar la ofensiva, ya que la vital ruta de suministro del grano estaba ahora en juego. Si los espartanos no querían salir a mar abierto, los atenienses estaban obligados a enfrentarse con ellos en las estrechas aguas del Helesponto.
Con ochenta y seis barcos, los espartanos tenían superioridad numérica, pudiendo además permanecer cerca de su base y elegir el lugar y hora más conveniente para luchar. Con estas ventajas a su favor, Míndaro colocó sus barcos en el espacio de unos doce kilómetros entre Abido y Dárdano, disponiendo a los siracusanos a la derecha, en la parte posterior del Helesponto, mientras él tomaba el mando del ala izquierda, cerca de la boca. Cuando el centro de la columna ateniense alcanzó el punto situado directamente enfrente del promontorio llamado «La tumba de la Perra» (Cinosema [11]), donde el paso era más estrecho, Míndaro atacó, confiando en empujar a los atenienses hacia la costa, donde la superior habilidad para el combate de sus marineros sería más efectiva. Él mismo llevó a cabo la difícil tarea de rodear el flanco del enemigo para evitar que escapara, ya que su objetivo era intentar destruir la flota enemiga por completo. Si el centro de las fuerzas espartanas lograba cumplir con su cometido, el ala derecha ateniense se apresuraría en ayuda del acosado centro de sus fuerzas, lo que permitiría que Míndaro se colocara entre ellos y la boca del Helesponto, para atrapar así a los atenienses con eficacia. Lo que quedara del centro ateniense y de su trastocada izquierda sería cogido entre el victorioso centro espartano y Míndaro. Entonces sería fácil aplastar al ala izquierda ateniense más hacia dentro en el Helesponto.
Trásilo guiaba la vanguardia de la columna ateniense en su ala izquierda, frente a los siracusanos, mientras que Trasibulo mandaba la derecha, frente a Míndaro. La iniciativa estaba en manos del enemigo, por lo que ellos deberían estar preparados para reaccionar rápidamente, sin otra opción más que improvisar. Quizá Trasibulo adivinó la estrategia de Míndaro, ya que su respuesta fue brillante. Cuando el centro ateniense alcanzó la parte más reducida del estrecho, los peloponesios atacaron con un innegable éxito. El ala izquierda, bajo el mando de Trásilo, se enfrentó a los siracusanos, sin poder ver lo que estaba ocurriendo en el centro debido a que el promontorio impedía ver la parte inferior del estrecho. Por consiguiente, la victoria o la derrota de los atenienses dependía de su ala derecha, bajo el mando de Trasibulo. Si él se hubiera apresurado en enviar ayuda al centro, como era de esperar, se hubiera visto peligrosamente superado en número y atrapado por la combinación del centro y del ala izquierda del enemigo, y toda la flota ateniense hubiera sido aniquilada de acuerdo con el plan de Míndaro.
Pero Trasibulo adivinó la estrategia, y comprendiendo que Míndaro estaba avanzando para cortarle la retirada, extendió su línea más allá de la del enemigo. Sin embargo, al obrar así debilitó la resistencia del centro, lo que permitió a los peloponesios empujar a muchos barcos atenienses a tierra, e incluso desembarcar sus propias tropas en la costa. Aun así, tanto la inexperiencia naval de los peloponesios y su falta de disciplina les costó la victoria. Si hubieran reorganizado su línea y se hubieran reunido con el ala izquierda de Míndaro en persecución de los barcos de Trasibulo, podrían haber hundido o capturado a muchos de ellos; al final, incluso podrían haber destruido las fuerzas que estaban bajo el mando de Trásilo, estableciendo un sólido control del Helesponto. En lugar de esto, algunos trirremes que actuaron en solitario partieron en persecución de naves atenienses, con lo que la línea peloponesia rompió su formación. En ese preciso instante, Trasibulo atacó, haciendo frente a los barcos de Míndaro que se aproximaban, y los derrotó por completo. Después, dispersó el centro del enemigo, y la flota peloponesia huyó sin resistencia hacia Sesto. Cuando alcanzaron la curva que describe la costa a la altura de Cinosema, los siracusanos, viendo que sus camaradas huían, también se apresuraron a escapar, empujando a toda la flota peloponesia a una carrera por buscar refugio en Abido.
En las historias de este período, usualmente vemos batallas navales griegas a través de los ojos de un almirante que controla todo el campo de batalla, moviendo alas, centros y flotas enteras. Sin embargo, para las acciones que tuvieron lugar en el Helesponto, el historiador Diodoro nos proporciona un raro destello de lo que ocurrió tal como fue presenciado por trierarcas individuales desde las cubiertas de sus trirremes. Debido a que los peloponesios tenían mejores marineros, tuvieron más éxito en el centro, donde el combate debió de haber sido muy de cerca, asiéndose al barco enemigo y desarrollando las tácticas usuales. También tendrían ventaja cuando los atenienses fueron empujados a la playa, y la batalla naval se convirtió en batalla terrestre. Sin embargo, al final, los timoneles atenienses, «que eran muy superiores en experiencia, contribuyeron en gran medida a la victoria» (Diodoro, XIII, 39, 5). Este factor nos ayuda a explicar cómo Trasibulo, colocado al principio en un aprieto por los trirremes enemigos, pudo más tarde derrotar a esos mismos barcos. La confusión en el centro peloponesio lo condujo a un cambio de estrategia. No buscó por más tiempo el evitar ser bloqueado por el enemigo, sino que intentó establecer combate con Míndaro, para aprovecharse del desorden, tratando de evitar en todo momento ser cogido entre las dos líneas formadas por el enemigo. Siempre que los peloponesios intentaban embestir con toda su flota, los habilidosos pilotos atenienses maniobraban para colocarse de frente, espolón contra espolón. Frustrado en su intento, Míndaro ordenó sus barcos en pequeños grupos, o en ataques individuales, pero de nuevo los pilotos atenienses fueron capaces de superar tácticamente estos esfuerzos individuales, embistiendo o incapacitando con eficacia al enemigo (Diodoro, XIII, 40, 12).
Aunque los atenienses capturaron sólo veinte barcos y perdieron quince de los suyos, los hombres de Trasibulo se ganaron el derecho de erigir el trofeo de la victoria en la cima del promontorio de Cinosema. En Atenas recibieron noticia de esta acción, que fue descrita como un triunfo «inesperado gracias a la buena fortuna», ocurrido en un momento muy oportuno. Ya que tuvo lugar poco después de la pérdida de Eubea y del conflicto interno que rodeó el derrocamiento de los Cuatrocientos, esta victoria contribuyó decisivamente a elevar el ánimo de los atenienses: «Ellos estaban muy animados, y pensaban que su causa triunfaría si se ponían a trabajar con ahínco» (VIII, 106, 5).
Esta victoria fue de la mayor importancia para el curso del conflicto. En Cinosema, Trasibulo pudo haber perdido la guerra en una sola tarde, porque si Míndaro hubiera derrotado a la flota ateniense en ese día de comienzos de octubre del año 411, los atenienses hubieran sido, muy probablemente, forzados a rendirse. No contaban con fondos para construir una nueva flota, y una nueva pérdida después de la de Eubea hubiera provocado nuevas defecciones en el Imperio. La victoria de Cinosema lo evitó, y mantuvo a Atenas en la guerra, al tiempo que proporcionaba una oportunidad para que pudiera salir de ella intacta y con honor.
Después de Cinosema, cada bando llevó a cabo incursiones contra el otro cuando se presentaron oportunidades de hacerlo, y cada bando intentó igualmente incrementar el tamaño de su flota en prevención de una nueva y decisiva batalla. Plenamente consciente de que la próxima batalla podría dar el golpe definitivo a la guerra, Míndaro ordenó al oficial siracusano Dorieo, en ese momento ocupado en aplastar una pequeña rebelión en Rodas, que trajera su flota al Helesponto.
Aproximadamente al mismo tiempo, Alcibíades regresó a Samos desde la costa meridional de Asia Menor, donde había ido después de que Tisafernes se hubiera reunido con la flota fenicia en Aspendo. Aunque ya no tenía influencia de ningún tipo con el sátrapa, reclamó el mérito de haber evitado la llegada de los fenicios. Sin embargo, su logro real estuvo en la recogida de dinero de las ciudades de Caria y alrededores, dinero que, a finales de septiembre, distribuyó entre las tropas que estaban en Samos, con lo que se ganó su simpatía.
Mientras Trasibulo luchaba por la supervivencia en Cinosema y ambos bandos buscaban refuerzos para el próximo encuentro, Alcibíades permanecía en Samos, donde aparentemente se dedicaba a vigilar la flota de Dorieo, que todavía amenazaba las posesiones atenienses en el sur. Si ésta era realmente la tarea de Alcibíades, fracasó en llevarla a cabo, porque cuando llevó su flota al Helesponto para reforzar a los atenienses, se encontró navegando a escasa distancia por detrás de Dorieo, que se había escabullido de su vigilancia sin que se diera cuenta.
En ese momento, la zona de los estrechos se había convertido en el foco de toda la atención en la región, e incluso Tisafernes se dirigió allí desde Aspendo. Sin la flota peloponesia ya frente a las costas de su satrapía y habiendo entrado en colaboración con Farnabazo, el sátrapa temía que su rival ganara gloria y favor con Darío derrotando a los atenienses, una tarea en la que él mismo había fallado. Pero tenía también otros motivos de preocupación. Las ciudades griegas de Cnido y Mileto habían iniciado exitosas rebeliones contra él, y Antandro, contando con la ayuda espartana, había hecho lo mismo. Los espartanos estaban enviando quejas contra él a Esparta, y no sólo no dependían ya de su ayuda, sino que estaban luchando abiertamente contra él. No tenían en cuenta el daño posterior que sus «aliados» podían hacerle más adelante.
Fue la llegada de Dorieo la que provocó el siguiente enfrentamiento. En un día de comienzos de noviembre, antes del amanecer, había intentado deslizar sus catorce barcos hacia el Helesponto, pasando los puestos de vigilancia atenienses bajo la cobertura de la noche, pero un guardia avisó de la llegada de los barcos enemigos a los generales atenienses en Sesto, y lograron empujarle a la costa, cerca de Reteo. Sin embargo, después de esperar un tiempo, intentó seguir su camino hacia la base espartana de Abido, si bien fue de nuevo empujado hacia la costa por la flota ateniense, esta vez a Dárdano. Cuando Míndaro conoció la peligrosa situación en la que se encontraba Dorieo se apresuró desde Troya a su base en Abido y envió aviso a Farnabazo. Con ochenta y cuatro barcos navegó al rescate del siracusano, mientras Farnabazo hacía avanzar un ejército para ofrecer apoyo terrestre a Dorieo. Los atenienses subieron a bordo de sus barcos y se prepararon para una nueva batalla naval.
LA BATALLA DE ABIDOS

Con noventa y siete barcos, alineados desde Dárdano hasta Abido, Míndaro estaba al mando del ala derecha, cerca de Abido, con los siracusanos en la izquierda. Esta disposición le colocó frente a Trásilo, que estaba al mando del ala izquierda ateniense, mientras que Trasibulo comandaba la derecha. La batalla comenzó cuando los oficiales de cada lado elevaron una señal visible, ante la cual las trompetas anunciaron el ataque. La lucha fue fiera y uniformemente disputada por largo tiempo, hasta que finalmente, hacia el final de la tarde, dieciocho barcos aparecieron en el horizonte. Cada bando se vio estimulado por lo que pensaron que era la llegada de sus propios refuerzos, pero en ese momento el comandante de la flota, Alcibíades, izó una bandera roja, lo que permitió saber a los atenienses que el escuadrón era suyo.
No fue una cuestión de suerte; la señal sin duda había sido acordada previamente, así como la llegada del propio Alcibíades. Lo que fue afortunado fue el momento de su llegada. Aunque él no pudo haber tomado parte en la confección de los planes tácticos para la batalla, y aunque se presentó demasiado tarde como para participar activamente en el desarrollo de la lucha, su aparición fue decisiva.
Cuando Míndaro fue consciente de que los barcos que se aproximaban eran atenienses, guió los suyos hacia Abido. Las fuerzas peloponesias se extendían a lo largo de un gran espacio, y en muchos casos se vieron obligadas a varar los barcos en la orilla, desde donde intentaron defenderlos, contando con la ayuda de las tropas del propio sátrapa, quien no dudó en internarse en el agua a lomos de su caballo para rechazar al enemigo. Su intervención y la llegada de la oscuridad evitaron un completo desastre, aunque los atenienses capturaron treinta barcos peloponesios, además de recobrar los quince que habían perdido en Cinosema. Míndaro escapó a Abido amparado por la noche con los restos de su flota, mientras los atenienses se retiraron a Sesto. A la mañana siguiente, regresaron tranquilamente para recoger los barcos dañados y erigir otro trofeo de la victoria, no lejos del primero que habían levantado en Cinosema. Los atenienses controlaban de nuevo las aguas del Helesponto.
Mientras Míndaro reparaba sus barcos, pedía refuerzos y planeaba con Farnabazo la siguiente campaña, los atenienses sin duda solicitaban apoyo para intentar forzar una batalla final con la intención de aniquilar lo que quedaba de la flota peloponesia en el Helesponto. Si Míndaro rehusaba luchar, ellos se verían obligados a disponer una flota para bloquear la llegada de refuerzos espartanos, mientras recobraban las ciudades de su Imperio que se habían rebelado en la región del Helesponto, la Propóntide y el Bósforo. Sin embargo, no fueron capaces de hacer ninguna de estas cosas, ya que el tesoro de los atenienses estaba exhausto y no podía sostener a la flota entera en el Helesponto durante todo el invierno. Además, durante las batallas de Cinosema y Abido, la estrechez del Helesponto invitaba a los descolocados o descoordinados trirremes peloponesios a evitar la derrota yendo a la orilla, ya que las fuerzas atenienses no contaban con el suficiente número de hoplitas para responder a ese tipo de táctica. Por último, Atenas también necesitaba ayuda en un lugar más cercano, ya que Eubea se había alzado en armas.
Para hacer frente a este último desafío, Terámenes desplazó una flota de treinta barcos con la intención de ocuparse de los rebeldes que, ayudados por sus nuevos aliados, los beocios, estaban construyendo una calzada o pontón entre Calcis y Áulide, con el objeto de conectar la isla con el continente. Las fuerzas de Terámenes demostraron ser demasiado reducidas para derrotar a las tropas que se hacían cargo de la defensa de los trabajadores, por lo que se limitó a devastar el territorio a lo largo de las costas de Eubea y Beocia, haciéndose con un considerable botín. Después, avanzó hacia las islas Cícladas, derrocando las oligarquías que habían sido establecidas por los Cuatrocientos y reuniendo un dinero que era desesperadamente necesario, al tiempo que ganaba prestigio para el nuevo régimen de los Cinco Mil.
Habiendo actuado tanto como le fue posible en el Egeo, Terámenes navegó hacia Macedonia para ayudar a su nuevo rey, Arquelao, en su asedio de Pidna. Macedonia era todavía la mayor suministradora de madera para la construcción de navíos en Grecia, y al parecer Arcéalo no dejó de enviar cargamentos a Atenas y, probablemente, también dinero. A continuación, Terámenes se reunió con Trasibulo, que había estado recogiendo fondos saqueando la oligárquica Tasos y otros lugares en Tracia. Desde allí ambas flotas podían alcanzar rápidamente el Helesponto en caso de urgencia.
Alcibíades, mientras tanto, estaba con la flota en Sesto, cuando Tisafernes llegó al Helesponto. Saludó al sátrapa como a un amigo íntimo y un benefactor. Los atenienses aún creían que los dos hombres estaban en buena relación, y que Alcibíades había persuadido a Tisafernes para que enviara a la flota fenicia a casa. El ateniense se guardó de decir la verdad, y navegó con regalos para encontrarse con el persa, pero había juzgado la situación erróneamente, porque el sátrapa no tenía intenciones amistosas con respecto a Atenas. Los espartanos habían acusado a Tisafernes de sus derrotas, y sus quejas ciertamente habían alcanzado al Gran Rey, a quien sin duda no le gustó que Tisafernes hubiera mantenido a su flota en Aspendo, con un gran coste, sin hacer uso de ella. Como resultado, los atenienses se hallaban ahora en el Helesponto y el Gran Rey no estaba más cerca que lo estaba antes de recuperar su territorio.
Tisafernes tenía muchos motivos para estar «temeroso de ser culpado por el Rey» (Plutarco, Alcibíades, XXVII, 7). Por consiguiente, ordenó arrestar a Alcibíades y lo envió a Sardes para su custodia, aunque al cabo de un mes el inteligente ateniense logró escapar. Este asunto demostró claramente que Alcibíades ya no tenía influencia de ningún tipo con Tisafernes, por lo que a partir de ese momento su autoridad dependería de lo que realmente llevara a cabo, más que de lo que prometiera hacer a través de sus contactos con los persas.
LA BATALLA DE CÍCICO

En la primavera del año 410, Míndaro había conseguido reunir ochenta trirremes. Con sólo cuarenta barcos, los oficiales navales atenienses dejaron Sesto por la noche y navegaron hacia Cardia, en la orilla norte de Gallípoli, al tiempo que Trasibulo y Terámenes, desde Tracia, y Alcibíades desde Lesbos, se apresuraron a reunirse con ellos. La flota de Cardia ascendía ahora a ochenta y seis barcos, y «sus generales estaban impacientes por una batalla decisiva» (Diodoro, XIII, 39, 4). Míndaro y Farnabazo, mientras tanto, asediaban Cícico, en la orilla meridional de la Propóntide (Véase mapa[49a]), ciudad que acabaron por tomar al asalto. Los generales atenienses partieron para recuperar la ciudad y, moviéndose por la noche para evitar ser detectados, llegaron a la isla de Proconeso, justo al noroeste de la península en la que se situaba Cícico.
En Proconeso, Alcibíades exhortó a los marineros y soldados a que «lucharan en el mar, en tierra y, por Zeus, contra las fortificaciones, porque los enemigos tenían mucho dinero del Rey, y [los atenienses] no tendrían nada a menos que consiguieran una gran victoria» (Jenofonte, Helénicas, I, 1, 14; Plutarco, Alcibíades, XXVIII). La flota se dirigió a Cícico bajo una intensa lluvia, arriesgándose a los peligros de un mar embravecido para que tanto su aproximación como el tamaño de sus fuerzas pasaran desapercibidos. Navegaron por el lado occidental de la península, entre la costa y la isla de Haloni. En el promontorio de Artaki y la isla del mismo nombre, no muy lejos de la orilla, dividieron sus fuerzas: Quéreas y sus hoplitas desembarcaron y marcharon contra Cícico; Terámenes y Trasibulo se repartieron los cuarenta y seis barcos, escondiendo su flota en un pequeño puerto al norte del promontorio; Alcibíades, con los restantes cuarenta barcos, avanzó directamente contra Cícico. Míndaro debió de caer en la trampa, creyendo que los atenienses disponían tan sólo de cuarenta barcos en el Helesponto, ya que desconocía el número de trirremes que había conseguido reunir el enemigo. Con sus ochenta trirremes navegó contra ellos, ávido de enfrentarse en una lucha en la que aparentemente tenía una ventaja de dos contra uno. Los barcos atenienses simularon una retirada hacia el oeste, en dirección a la isla, pero cuando los barcos de Míndaro estuvieron lo suficientemente alejados del puerto, Alcibíades giró en redondo para enfrentarse al enemigo. Mientras tanto, Terámenes avanzó con sus fuerzas desde detrás del promontorio hacia Cícico para impedir que los peloponesios pudieran regresar a la ciudad o alcanzaran las playas cercanas a ella. Al mismo tiempo, Trasibulo llevó su escuadra al sur para cortar la ruta de escape desde el oeste.
Míndaro se dio cuenta rápidamente de la trampa que le había sido tendida y giró a tiempo para evitar que Trasibulo y Terámenes completaran su pinza. Se lanzó por la única vía que le quedaba abierta, hacia un lugar llamado Cleri, una playa al sudoeste de la ciudad, donde Farnabazo había ordenado acampar a su ejército. Aunque los peloponesios empujaron sus trirremes sobre la playa, Alcibíades usó los garfios de abordaje para intentar arrastrarlos de nuevo hacia el mar. En ese momento intervino Farnabazo con su ejército, que superaba numéricamente al enemigo y que, además, contaba con la ventaja de estar en suelo firme, mientras los atenienses caminaban con las piernas en el agua. Los atenienses lucharon bien, pero sin apoyo sus perspectivas de éxito eran bastante escasas. En el mar, Trasibulo vio el peligro y comunicó a Terámenes que se reuniera con el ejército de Quéreas cerca de Cícico, y fuera en ayuda de los atenienses que combatían, mientras él y sus marineros se apresurarían para ayudarles desde el oeste. Al ver que Trasibulo se aproximaba, Míndaro envió a Clearco con una parte de sus propias fuerzas y un contingente de los mercenarios de Farnabazo para detener su avance. Con los hoplitas y los arqueros de no más de veinticinco barcos, Trasibulo se vio peligrosamente superado en número, y estaba a punto de ser rodeado y aniquilado cuando se produjo la llegada de Terámenes justo a tiempo, al mando de sus propias tropas y de las de Quéreas. Los refuerzos reanimaron a los exhaustos hombres de Trasibulo, y se produjo una enconada batalla que duró hasta que, finalmente, los mercenarios de Farnabazo y los espartanos abandonaron el campo de batalla.
Con el contingente de Trasibulo a salvo, Terámenes fue en apoyo de Alcibíades, que estaba luchando para hacerse con los barcos enemigos varados en la playa. Míndaro se encontró de pronto atrapado entre las tropas de Alcibíades y las de Terámenes, que se aproximaban desde direcciones opuestas. Impertérrito, el oficial espartano envió a la mitad de sus tropas hacia Terámenes, mientras él formaba una línea contra Alcibíades. Sin embargo, cuando cayó luchando bravamente entre los barcos, sus hombres y los aliados, llevados por el pánico, huyeron; sólo la llegada de Farnabazo con su caballería detuvo la persecución ateniense.
Los atenienses se retiraron a la isla Proconeso, mientras los restos de las tropas peloponesias se ponían a salvo en el campamento de Farnabazo. Más tarde abandonaron Cícico, que volvía a estar en manos de los atenienses, quienes se hicieron con muchos prisioneros, una vasta cantidad de botín, y todos los barcos del enemigo, excepto los de Siracusa, cuyas tripulaciones los habían quemado para que no fueran apresados. Los atenienses erigieron dos trofeos para conmemorar sus victorias, tanto en tierra como en mar.
Alcibíades permaneció en Cícico durante veinte días para recaudar dinero; luego partió hacia la costa septentrional de la Propóntide, en dirección al Bósforo, tomando ciudades y haciéndose con nuevos fondos por el camino. En Crisópolis, enfrente de Bizancio, construyó una fortificación que actuaría como base y aduana, a la que los atenienses en adelante asignarían el derecho a una tasa de la décima parte sobre todos los barcos mercantes que pasaran a través del Bósforo.
A juicio de Plutarco, el principal resultado de la batalla de Cícico fue que «no sólo los atenienses se aseguraron el control del Helesponto, sino que también alejaron a los lacedemonios del resto del mar con cualquier fuerza» (Alcibíades, XXVIII, 6). Quizá tan importante como esto fue el golpe a la moral espartana. Después de la batalla, los atenienses interceptaron una carta de Hipócrates, secretario del derrotado navarca espartano, que describía la apurada situación de los peloponesios con brevedad lacónica: «Los barcos se han perdido. Míndaro está muerto. Los hombres están hambrientos. No sabemos qué hacer» (Jenofonte, Helénicas, I, 1, 23).
La victoria de Cícico acabó también, por el momento, con la amenaza que se cernía sobre el suministro de grano para Atenas, y restauró sus esperanzas de victoria. Tanto Jenofonte como Plutarco dan a Alcibíades el mérito exclusivo del triunfo, pero Terámenes y Trasibulo merecen, al menos, compartir iguales honores. Aunque no sabemos quién fue el responsable último de la excelente estrategia naval que funcionó en Cícico con tanta eficacia, podemos estar seguros de que Alcibíades no intervino en la planificación de las estrategias de Cinosema o Abido, ya que no estuvo en la primera de esas acciones y llegó a la segunda sólo cuando estaba prácticamente concluida. Alcibíades luchó espléndidamente en Cícico y llevó a cabo su parte con diligencia, pero la actuación de Terámenes fue también sobresaliente, y fue su aparición con refuerzos lo que, en última instancia, aseguró el éxito ateniense.

Sin embargo, un examen cuidadoso de los hechos sugiere que, una vez más, el papel de Trasibulo fue el más decisivo. Ya que Diodoro nos informa que era tanto el líder de la flota como el comandante supremo en Cinosema, probablemente fue él quien diseñó la estrategia en Abido y tuvo un papel destacado en la de Cícico. No obstante, debe tenerse en cuenta que, a pesar de la brillantez de la parte naval de la lucha, el resultado fue decidido en tierra. El momento clave llegó cuando Alcibíades ordenó el ataque a Míndaro y al ejército de Farnabazo. Si él hubiera sido abandonado a sus propios recursos, probablemente hubiera sido derrotado y obligado a dejar atrás a la mayor parte de sus barcos, que hubieran sido puestos bajo el control de la caballería y la infantería de Farnabazo. Sin embargo, en el momento crucial, Trasibulo desembarcó con una pequeña fuerza que mantuvo ocupada a una parte de las tropas del enemigo y salvó a Alcibíades. No menos decisiva fue la orden que dio a Terámenes para sellar la victoria. Como estratega, táctico y brillante oficial en el campo de batalla, Trasibulo merece ser considerado el héroe de Cícico. Haríamos bien en respetar el juicio de Cornelio Nepote, un biógrafo romano: «En la Guerra del Peloponeso, Trasibulo consiguió muchas victorias sin Alcibíades; pero este último no consiguió ninguna sin el primero, aunque por una innata fortuna, se llevó siempre el mérito de todo» (Cornelio Nepote, Trasibulo, I, 3).

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