lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro primero prologos, introduccion y posición de los griegos en la historia de la educación humana.

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PRÓLOGO


(VII) Doy a la publicidad una obra de investigación histórica relativa a un asunto no explorado hasta hoy: paideia, la formación del hombre griego, como base para una nueva consideración del helenismo en su totalidad. Aunque se ha tratado con frecuencia de describir el des­arrollo del estado y de la sociedad, y la literatura, la religión y la fi­losofía de los griegos, nadie ha intentado, hasta hoy, exponer la acción recíproca entre el proceso histórico mediante el cual se ha llegado a la formación del hombre griego y el proceso espiritual mediante el cual llegaron los griegos a la construcción de su ideal de humanidad. Sin embargo, no me he consagrado a esta tarea simplemente porque no haya hallado hasta ahora cultivadores, sino porque he creído ver que de la solución de este profundo problema histórico y espiritual, de­pendía la inteligencia de aquella peculiar creación educadora de la cual irradia la acción imperecedera de lo griego sobre todos los siglos.
Los dos primeros libros comprenden la fundación, crecimiento y crisis de la cultura griega en los tiempos del hombre heroico y políti­co, es decir, durante el periodo primitivo y clásico. Terminan con la ruina del imperio ático. El tercero tratará de la restauración espiri­tual del siglo de Platón, de su lucha para llegar al dominio del estado y de la educación y de la transformación de la cultura griega en un imperio universal.
Esta exposición no se dirige sólo a un público especializado, sino a todos aquellos que, en las luchas de nuestros tiempos, buscan en el contacto con lo griego la salvación y el mantenimiento de nuestra cul­tura milenaria. Me ha sido con frecuencia difícil mantener el equi­librio entre el afán de llegar a una amplia visión histórica del con­junto y la necesidad imprescindible de una reelaboración profunda del complejo material de cada una de las secciones de este libro, me­diante una investigación minuciosa y exacta. La consideración de la Antigüedad desde el punto de vista de esta obra pone de relieve una serie de nuevos problemas que se han hallado en el centro de mis enseñanzas y de mis investigaciones durante los diez últimos años. He renunciado, empero, a la publicación de todos y cada uno de sus resultados en forma de volúmenes particulares, porque hubieran au­mentado su tamaño de una manera informe. En lo esencial, el fun­damento de mis puntos de vista se desprenderá de la exposición mis­ma, puesto que surge inmediatamente de la interpretación de los textos originales y pone a los hechos en una conexión tal que éstos se explican por sí mismos. Notas al pie del texto dan cuenta de los pasajes citados de los autores antiguos, así como de lo más impor­tante de la bibliografía moderna, especialmente de aquello que concierne (VIII) a los problemas de la historia de la cultura γ de la educación. Raramente era posible dar en forma de observaciones marginales lo que requería una fundamentación más amplia. He publicado una par­te de ello en investigaciones particulares a las cuales me refiero aquí brevemente. El resto será objeto de nuevas publicaciones. Las monografías y el libro forman un todo y se sostienen mutuamente.
En la introducción he tratado de esbozar, mediante una conside­ración más general de lo típico, la posición de la paideia griega en la historia. He puesto de relieve, también, lo que resulta de nuestro conocimiento de las formas griegas de educación humana en lo que concierne a nuestra relación con el humanismo de los primeros tiem­pos. Este problema es más candente y más discutido que nunca. Su solución no puede naturalmente resultar de una investigación históri­ca como la nuestra, puesto que no se trata en ella de los griegos, sino de nosotros mismos. Pero el conocimiento esencial de la educación griega constituye un fundamento indispensable para todo conocimien­to o propósito de la educación actual. Esta convicción ha sido el ori­gen de mi interés científico por el problema y, por consiguiente, de este libro.

Berlín-Westend, octubre, 1933.
werner  jaeger



 

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN ALEMANA


(IX) El hecho de que al cabo de año y medio haya sido necesaria una segunda edición de los dos primeros libros de Paideia es para, mí un signo alentador de que la obra ha conquistado rápidamente amigos. La brevedad del tiempo transcurrido desde la primera aparición no per­mite introducir grandes modificaciones en el texto. Sin embargo, ello me ha dado la oportunidad de corregir algunos errores.
Por lo demás, resulta de la naturaleza de este libro el hecho de que las discusiones que ha provocado sean, en buena parte, el reflejo de una interpretación definida de la historia sobre el espejo de diferentes concepciones del mundo. Así se ha iniciado una discusión sobre el fin y los métodos del conocimiento histórico en la cual no puedo en­trar aquí. La fundamentación teórica rigurosa de mi actitud y de mi método requeriría una obra aparte.
Prefiero que halle su confirmación en los hechos mismos que me han conducido a adoptarlos. Apenas es necesario decir que el aspecto de la historia que este libro ofrece no reemplaza ni pretende reem­plazar a la historia en el sentido tradicional, es decir, a la historia de los acontecimientos. Pero no es menos necesario y justificado consi­derar la historia del ser del hombre tal como resulta de su acuñación en las obras creadoras del espíritu. Aparte el hecho de que varios si­glos de la historia griega nos han sido trasmitidos exclusivamente en esta forma así todo el helenismo arcaico—, aun en los tiempos que nos son conocidos mediante otros testimonios, sigue siendo éste el ac­ceso más directo a la vida íntima del pasado. Por esta razón, el ob­jeto de este libro es la exposición de la paideia de los griegos y, al mismo tiempo, de los griegos considerados como paideia.

Berlín, julio, 1935.
werner jaeger



 

PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN EN ESPAÑOL


(X) Es para mí motivo de la mayor satisfacción que el Fondo de Cultu­ra Económica saque a la luz la edición en español de mi obra Paideia, sólo un año después de asumir la responsabilidad de emprender una labor tan ardua. Una traducción española que ponga el libro más al alcance del gran sector hispanoamericano del mundo parece muy de­seable, pues ya ha tenido ediciones alemana, italiana, inglesa y norte­americana. Una vez que el editor se decidió a correr el riesgo de la empresa, me sentí obligado a cooperar con él para llevarla a feliz tér­mino con el fin de ofrecer al lector una edición nítida que le diera un texto todo lo fiel que fuera posible al significado auténtico del ori­ginal. El traductor, profesor Joaquín Xirau, antiguo decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona y hoy miembro de El Colegio de México, es hombre conocido en el mundo académico por sus obras filosóficas (la más reciente es su libro La filosofía de Husserl. Una introducción a la fenomenología, Buenos Aires, 1942). He encontrado en él un intérprete que no se limitó a traducir pala­bras, sino que ha movilizado las ideas de mi libro, y me complace disponer de esta oportunidad para rendir tributo a la calidad de su trabajo. He leído cuidadosamente por mí mismo cada página de las pruebas de imprenta, y no sólo pude contribuir de vez en cuando a la interpretación correcta del original, sino que también he mejorado una serie de pasajes del texto de la segunda edición alemana que sir­vió de base para la traducción.
Este libro se escribió durante el periodo de paz que siguió a la primera Guerra Mundial. Ya no existe el "mundo" que pretendía ayu­dar a reconstruir. Pero la Acrópolis del espíritu griego se alza como un símbolo de fe sobre el valle de muerte y destrucción que por se­gunda vez en la misma generación atraviesa la humanidad doliente. En este libro esa fe de un humanista se ha convertido en contempla­ción histórica. Observa el gradual desarrollo del ideal cultural grie­go, que es la raíz de todo humanismo. Ni que decir tiene que para quien elige este método de abordar el tema ya ha pasado la época en que los humanistas de la vieja escuela acostumbraban elegir de en­tre la multitud de la antigua literatura unos cuantos autores favoritos y los identificaban ingenuamente con sus ideales. En este libro se ha estudiado con el mismo detenimiento y espíritu de objetividad his­tórica cada uno de los fenómenos que han determinado el desarrollo de la paideia griega. Como consecuencia, no he adoptado para esta morfología cultural un punto de vista dogmático. La realidad es que la filosofía comprensiva de la paideia en Platón constituye el climax natural e incuestionable del proceso histórico de que se ocupa esta obra. (XI) Por consiguiente, en estos libros he hecho hincapié en aque­llos aspectos de la civilización griega primitiva que tienen importancia primordial para la comprensión del estudio final de los problemas de cultura y educación durante el siglo platónico. Pero, desde luego, he procurado, antes que nada, hacer justicia a todos los autores y periodos en lo que valen por sí mismos. En consecuencia, el libro se puede leer como una historia del espíritu griego en su fase primitiva y clásica, y como una introducción al estudio de la filosofía de Pla­tón, que constituirá el tema central de un próximo volumen.

Harvard University,  julio, 1942.
werner  jaeger


 

INTRODUCCIÓN


(2) Paideia, la palabra que sirve de título a esta obra, no es simplemente un nombre simbólico, sino la única designación exacta del tema his­tórico estudiado en ella. Este tema es, en realidad, difícil de definir; como otros conceptos muy amplios (por ejemplo, los de filosofía o cultura), se resiste a ser encerrado en una fórmula abstracta. Su contenido γ su significado sólo se revelan plenamente ante nosotros cuando leemos su historia y seguimos sus esfuerzos por llegar a plas­marse en la realidad. Al emplear un término griego para expresar una cosa griega, quiero dar a entender que esta cosa se contempla, no con los ojos del hombre moderno, sino con los del hombre griego. Es imposible rehuir el empleo de expresiones modernas tales como civilización, cultura, tradición, literatura o educación. Pero ninguna de ellas coincide realmente con lo que los griegos entendían por paideia. Cada uno de estos términos se reduce a expresar un aspecto de aquel concepto general, y para abarcar el campo de conjunto del concepto griego sería necesario emplearlos todos a la vez. Sin em­bargo, la verdadera esencia del estudio y de las actividades del estu­dioso se basa en la unidad originaria de todos estos aspectos unidad expresada por la palabra griegay no en la diversidad subrayada y completada por los giros modernos. Los antiguos tenían la convic­ción de que la educación y la cultura no constituyen un arte formal o una teoría abstracta, distintos de la estructura histórica objetiva de la vida espiritual de una nación. Esos valores tomaban cuerpo, según ellos, en la literatura, que es la expresión real de toda cultura superior. Así es como debemos interpretar la definición del hombre culto que encontramos en Frínico (s. ν. φιλόλογος, ρ. 483 Rutherford):

Filo/logoj  o(  filw~n lo/gouj kai\ spouda\zwn peri\  paidei/an.

Nota de la versión digital: si ud. no puede ver correctamente el texto griego  inmediato superior, es porque no  ha instalado la fuente SPIonic.



POSICIÓN DE LOS GRIEGOS EN LA HISTORIA DE LA EDUCACIÓN HUMANA


(3) todo pueblo que alcanza un cierto grado de desarrollo se halla na­turalmente inclinado a practicar la educación. La educación es el principio mediante el cual la comunidad humana conserva y tras­mite su peculiaridad física y espiritual. Con el cambio de las cosas cambian los individuos. El tipo permanece idéntico. Animales y hom­bres, en su calidad de criaturas físicas, afirman su especie mediante la procreación natural. El hombre sólo puede propagar y conservar su forma de existencia social y espiritual mediante las fuerzas por las cuales la ha creado, es decir, mediante la voluntad consciente y la razón. Mediante ellas adquiere su desarrollo un determinado juego libre, del cual carecen el resto de los seres vivos, si prescindimos de la hipótesis de cambios prehistóricos de las especies y nos atenemos al mundo de la experiencia dada. Incluso la naturaleza corporal del hombre y sus cualidades pueden cambiar mediante una educación consciente y elevar sus capacidades a un rango superior. Pero el es­píritu humano lleva progresivamente al descubrimiento de sí mismo, crea, mediante el conocimiento del mundo exterior e interior, formas mejores de la existencia humana. La naturaleza del hombre, en su doble estructura corporal y espiritual, crea condiciones especiales para el mantenimiento y la trasmisión de su forma peculiar y exige or­ganizaciones físicas y espirituales cuyo conjunto denominamos edu­cación. En la educación, tal como la practica el hombre, actúa la misma fuerza vital, creadora y plástica, que impulsa espontáneamente a toda especie viva al mantenimiento y propagación de su tipo. Pero adquiere en ella el más alto grado de su intensidad, mediante el es­fuerzo consciente del conocimiento y de la voluntad dirigida a la con­secución de un fin.
De ahí se siguen algunas conclusiones generales. En primer lugar, la educación no es una propiedad individual, sino que pertenece, por su esencia, a la comunidad. El carácter de la comunidad se imprime en sus miembros individuales y es, en el hombre, el zw|~on politiko/n, en una medida muy superior que en los animales, fuente de toda acción y de toda conducta. En parte alguna adquiere mayor fuerza el influ­jo de la comunidad sobre sus miembros que en el esfuerzo constante para educar a cada nueva generación de acuerdo con su propio sen­tido. La estructura de toda sociedad descansa en las leyes y normas escritas o no escritas que la unen y ligan a sus miembros. Así, toda educación es el producto de la conciencia viva de una norma que rige una comunidad humana, lo mismo si se trata de la familia, de una (4) clase social o de una profesión, que de una asociación más amplia, como una estirpe o un estado.
La educación participa en la vida y el crecimiento de la sociedad, así en su destino exterior como en su estructuración interna y en su desarrollo espiritual. Y puesto que el desarrollo social depende de la conciencia de los valores que rigen la vida humana, la historia de la educación se halla esencialmente condicionada por el cambio de los valores válidos para cada sociedad. A la estabilidad de las normas válidas corresponde la solidez de los fundamentos de la educación. De la disolución y la destrucción de las normas resulta la debilidad, la falta de seguridad y aun la imposibilidad absoluta de toda acción educadora. Esto ocurre cuando la tradición es violentamente destruida o sufre una íntima decadencia. Sin embargo, la estabilidad no es signo seguro de salud. Reina también en los estados de rigidez senil, en los días postreros de una cultura; así, por ejemplo, en la China confuciana prerrevolucionaria, en los últimos tiempos de la Antigüedad, en los últimos tiempos del judaismo, en ciertos periodos de la historia de las iglesias, del arte y de las escuelas científicas. Monstruosa es la impresión que produce la rigidez casi intemporal de la historia del antiguo Egipto a través de milenios. Pero entre los romanos la esta­bilidad de las relaciones sociales y políticas fue considerada también como el valor más alto y se concedió tan sólo una justificación limi­tada a los deseos e ideales innovadores.
El helenismo ocupa una posición singular. Grecia representa, fren­te a los grandes pueblos de Oriente, un "progreso" fundamental, un nuevo "estadio" en todo cuanto hace referencia a la vida de los hom­bres en la comunidad. Ésta se funda en principios totalmente nuevos. Por muy alto que estimemos las realizaciones artísticas, religiosas y políticas de los pueblos anteriores, la historia de aquello que, con plena conciencia, podemos denominar nosotros cultura, no comienza antes de los griegos.
La investigación moderna, en el último siglo, ha ensanchado enor­memente el horizonte de la historia. La oicumene de los "clásicos" griegos y romanos, que durante dos mil años ha coincidido con los límites del mundo, ha sido traspasada en todos los sentidos del espa­cio y han sido abiertos ante nuestra mirada mundos espirituales antes insospechados. Sin embargo, reconocemos hoy con la mayor clari­dad que esta ampliación de nuestro campo visual en nada ha cam­biado el hecho de que nuestra historia —en su más profunda uni­dad—, en tanto que sale de los límites de un pueblo particular y nos inscribe como miembros en un amplio círculo de pueblos, "comien­za" con la aparición de los griegos. Por esta razón he denominado a este grupo de pueblos helenocéntrico.[1] "Comienzo" no significa aquí tan sólo comienzo temporal, sino también a)rxh~, origen o fuente espiritual, (5) al cual en todo grado de desarrollo hay que volver para ha­llar una orientación. Éste es el motivo por el cual, en el curso de nuestra historia, volvemos constantemente a Grecia. Este retorno a Grecia, esta espontánea renovación de su influencia, no significa que le hayamos conferido, por su grandeza espiritual, una autoridad in­mutable, rígida e independiente de nuestro destino.
El fundamento de nuestro retorno se halla en nuestras propias ne­cesidades vitales, por muy distintas que éstas sean a través de la his­toria. Claro es que para nosotros y para cada uno de los pueblos de este círculo, aparecen Grecia y Roma como algo originalmente ex­traño. Esta separación se funda, en parte, en la sangre y en el senti­miento; en parte, en la estructura del espíritu y de las instituciones; en parte, en la diferencia de la respectiva situación histórica. Pero media una diferencia gigantesca entre esta separación y la que expe­rimentamos ante los pueblos orientales, distintos de nosotros, por la raza y por el espíritu. Y es, sin duda alguna, un error y una falta de perspectiva histórica separar, como lo hacen algunos escritores, a los pueblos occidentales de la Antigüedad clásica mediante una barrera comparable a aquella que los separa de China, de la India o de Egipto.
No se trata sólo del sentimiento de un parentesco racial, por muy importante que este factor sea para la íntima inteligencia de otro pueblo. Cuando decimos que nuestra historia comienza en Grecia, es preciso que alcancemos clara conciencia del sentido en que en este caso empleamos la palabra "historia". Historia significa, por ejem­plo, la exploración de mundos extraños, singulares y misteriosos. Así la concibe Heródoto. Con aguda percepción de la morfología de la vida humana, en todas sus formas, nos acercamos también hoy a los pueblos más remotos y tratamos de penetrar en su propio espí­ritu. Pero es preciso distinguir la historia en este sentido casi antro­pológico, de la historia que se funda en una unión espiritual viva y activa y en la comunidad de un destino, ya la del propio pueblo o la de un grupo de pueblos estrechamente unidos. Sólo en esta clase de historia se da una íntima inteligencia y un contacto creador entre unos y otros. Sólo en ella existe una comunidad de ideales y formas sociales y espirituales que se desarrollan y crecen independientemente de las múltiples interrupciones y variaciones a través de las cuales una familia de pueblos de distintas razas y estirpes varía, se entrecruza, choca, desaparece y se renueva. Esta comunidad existe entre la tota­lidad de los pueblos occidentales y entre éstos y la Antigüedad clásica. Si consideramos la historia en este sentido profundo, en el sentido de una comunidad radical, no podemos considerar el planeta entero como su escenario y, por mucho que ensanchemos nuestros horizontes geo­gráficos, los límites de "nuestra" historia no podrán traspasar nunca la antigüedad de aquellos que hace algunos milenios trazaron nuestro destino. No es posible decir hasta cuándo, en el futuro, continuará (6) la humanidad creciendo en la unidad de sentido que aquel destino le prescribe, ni importa para nuestro objeto.
No es posible describir en breves palabras la posición revolucio­naria y señera de Grecia en la historia de la educación humana. El objeto de este libro entero es exponer la formación del hombre grie­go, la paideia, en su carácter peculiar y en su desarrollo histórico. No se trata de un conjunto de ideas abstractas, sino de la historia misma de Grecia en la realidad concreta de su destino vital. Pero esa historia vivida hubiera desaparecido hace largo tiempo si el hom­bre griego no la hubiera creado en su forma permanente. La creó como expresión de una voluntad altísima mediante la cual esculpió su destino. En los primitivos estadios de su desarrollo no tuvo idea clara de esa voluntad. Pero, a medida que avanzó en su camino, se inscribió con claridad creciente en su conciencia el fin, siempre pre­sente, en que descansaba su vida: la formación de un alto tipo de hombre. Para él la idea de la educación representaba el sentido de todo humano esfuerzo. Era la justificación última de la existen­cia de la comunidad y de la individualidad humana. El conocimiento de sí mismos, la clara inteligencia de lo griego, se hallaba en la cima de su desarrollo. No hay razón alguna para pensar que pudié­ramos entenderlos mejor mediante algún género de consideración psi­cológica, histórica o social. Incluso los majestuosos monumentos de la Grecia arcaica son a esta luz totalmente inteligibles, puesto que fue­ron creados con el mismo espíritu. Y en forma de paideia, de "cul­tura", consideraron los griegos la totalidad de su obra creadora en relación con otros pueblos de la Antigüedad de los cuales fueron here­deros. Augusto concibió la misión del Imperio romano en función de la idea de la cultura griega. Sin la idea griega de la cultura no hubiera existido la "Antigüedad" como unidad histórica ni "el mundo de la cultura" occidental.
Hoy estamos acostumbrados a usar la palabra cultura, no en el sentido de un ideal inherente a la humanidad heredera de Grecia, sino en una acepción mucho más trivial que la extiende a todos los pueblos de la tierra, incluso los primitivos. Así, entendemos por cul­tura la totalidad de manifestaciones y formas de vida que caracteri­zan un pueblo.[2] La palabra se ha convertido en un simple concepto antropológico descriptivo. No significa ya un alto concepto de valor, un ideal consciente. Con este vago sentimiento analógico nos es per­mitido hablar de una cultura china, india, babilonia, judía o egipcia, a pesar de que ninguno de aquellos pueblos tenga una palabra o un concepto que la designe de un modo consciente. Claro es que todo pueblo altamente organizado tiene una organización educadora. Pero "la Ley y los Profetas" de los israelitas, el sistema confuciano de los (7) chinos, el "dharma" de los indios, son, en su esencia y en su estruc­tura espiritual, algo fundamentalmente distinto del ideal griego de la formación humana. La costumbre de hablar de una multiplicidad de culturas prehelénicas tiene, en último término, su origen en el afán igualador del positivismo, que trata las cosas ajenas mediante concep­tos de estirpe europea, sin tener en cuenta que el solo hecho de so­meter los mundos ajenos a un sistema de conceptos que les es esen­cialmente inadecuado es ya una falsificación histórica. En ella tiene su raíz el círculo vicioso en que se debate el pensamiento histórico en casi su totalidad. No es posible evitarlo de un modo completo por­que no podemos salir fuera de nuestra propia piel. Pero es preciso, por lo menos, hacerlo en el problema fundamental de la división de la historia, empezando por la distinción cardinal entre el mundo pre­helénico y el que empieza con los griegos, en el cual por primera vez se establece, de una manera consciente, un ideal de cultura como prin­cipio formativo.
No hemos ganado acaso mucho diciendo que los griegos fueron los creadores de la idea de cultura en unos tiempos cansados de cultura, en que puede considerarse esta paternidad como una carga. Pero lo que llamamos hoy cultura es sólo un producto avellanado, una última metamorfosis del concepto griego originario. No es para los griegos la paideia un "aspecto externo de la vida", kataskeuh\ tou~ bi/ou, in­abarcable, fluyente y anárquico. Tanto más conveniente parece ser iluminar su verdadera forma para asegurarnos de su auténtico sen­tido y de su valor originario. El conocimiento del fenómeno origina­rio presupone una estructura espiritual análoga a la de los griegos, una actitud parecida a la que adopta Goethe en la consideración de la naturaleza —aunque probablemente sin vincularse a una tradición histórica directa. Precisamente, en un momento histórico en que por razón misma de su carácter postrimero, la vida humana se ha re­cluido en la rigidez de su costra, en que el complicado mecanismo de la cultura deviene hostil a las cualidades heroicas del hombre, es preciso, por una necesidad histórica profunda, volver la mirada anhe­lante a las fuentes de donde brota el impulso creador de nuestro pue­blo, penetrar en las capas profundas del ser histórico en que el es­píritu del pueblo griego, estrechamente vinculado al nuestro, dio forma a la vida palpitante que se conserva hasta nuestros días y eternizó el instante creador de su irrupción. El mundo griego no es sólo el es­pejo que refleja el mundo moderno en su dimensión cultural e histó­rica o un símbolo de su autoconciencia racional. El misterio y la ma­ravilla de lo originario rodea a la primera creación de alicientes y estímulos eternamente renovados. Cuanto mayor es el peligro de que aun la más alta posesión se degrade por el uso diario, con mayor fuerza resalta el profundo valor de las fuerzas conscientes del espíritu que se destacaron de la oscuridad del pecho humano y estructuraron, (8) con el frescor matinal y el genio creador de los pueblos jóvenes, las formas más altas de la cultura.
Como hemos dicho, la importancia universal de los griegos, como educadores, deriva de su nueva concepción de la posición del indi­viduo en la sociedad. Si consideramos el pueblo griego sobre el fondo histórico del antiguo Oriente, la diferencia es tan profunda que los griegos parecen fundirse en una unidad con el mundo europeo de los tiempos modernos. Hasta tal punto que no es difícil interpretarlo en el sentido de la libertad del individualismo moderno. En verdad no puede haber contraste más agudo que el que existe entre la con­ciencia individual del hombre actual y el estilo de vida del Oriente prehelénico, tal como se manifiesta en la sombría majestad de las pirámides de Egipto o en las tumbas reales y los monumentos orien­tales. Frente a la exaltación oriental de los hombres-dioses, solitarios, sobre toda la medida natural, en la cual se expresa una concepción metafísica totalmente extraña a nosotros, y la opresión de la masa de los hombres, sin la cual sería inconcebible la exaltación de los sobe­ranos y su significación religiosa, aparece el comienzo de la historia griega como el principio de una nueva estimación del hombre que no se aleja mucho de la idea difundida por el cristianismo sobre el va­lor infinito del alma individual humana ni del ideal de la autonomía espiritual del individuo proclamado a partir del Renacimiento. ¿Y cómo hubiera sido posible la aspiración del individuo al más alto valor y su reconocimiento por los tiempos modernos sin el sentimiento griego de la dignidad humana?
Históricamente no es posible discutir que desde el momento en que los griegos situaron el problema de la individualidad en lo más alto de su desenvolvimiento filosófico comenzó la historia de la per­sonalidad europea. Roma y el cristianismo actuaron sobre ella. Y de la intersección de estos factores surgió el fenómeno del yo indivi­dualizado. Pero no podemos entender, de un modo fundamental y preciso, la posición del espíritu griego en la historia de la educación y de la cultura desde el punto de vista moderno. Mejor es partir de la constitución racial del espíritu griego. La espontánea vivacidad, ágil movilidad e íntima libertad, que parecen haber sido la condición para el rápido desenvolvimiento de aquel pueblo en una riqueza ina­gotable de formas que nos sorprende y nos admira al contacto con todo escritor griego desde los tiempos primitivos hasta los más mo­dernos, no tienen su raíz en el cultivo de la subjetividad, como en los tiempos modernos, sino que pertenecen a su naturaleza. Y cuando alcanza conciencia de sí mismo, llega por el camino del espíritu al descubrimiento de leyes y normas objetivas cuyo conocimiento otorga al pensamiento y a la acción una seguridad antes desconocida. Des­de el punto de vista oriental no es posible comprender cómo los ar­tistas griegos llegaron a representar el cuerpo humano, libre y desli­gado, fundándose no en la imitación de actitudes y movimientos (9) individuales escogidos al azar, sino mediante la intuición de las leyes que gobiernan la estructura, el equilibrio y el movimiento del cuerpo. Del mismo modo, la libertad sofrenada sin esfuerzo, que caracteriza al espíritu griego y es desconocida de los pueblos anteriores, descansa en la clara conciencia de una legalidad inmanente a las cosas. Los griegos tienen un sentido innato de lo que significa "naturaleza". El concepto de naturaleza, que elaboraron por primera vez, tiene indu­dablemente su origen en su constitución espiritual. Mucho antes de que su espíritu perfilara esta idea, consideraron ya las cosas del mun­do desde una perspectiva tal, que ninguna de ellas les pareció como una parte separada y aislada del resto, sino siempre como un todo ordenado en una conexión viva, en la cual y por la cual cada cosa alcanzaba su posición y su sentido. Denominamos a esta concepción orgánica, porque en ella las partes son consideradas como miembros de un todo. La tendencia del espíritu griego hacia la clara aprehen­sión de las leyes de la realidad, que se manifiesta en todas las esferas de la vida —en el pensamiento, en el lenguaje, en la acción y en todas las formas del arte— tiene su fundamento en esta concepción del ser como una estructura natural, madura, original y orgánica.
El estilo y la visión artística de los griegos aparecen en primer lugar como un talento estético. Descansan en un instinto y en un simple acto de visión, no en la deliberada transferencia de una idea al reino de la creación artística. La idealización del arte aparece más tarde, en el periodo clásico. Claro es que con la acentuación de esta disposición natural y de la inconsciencia de esta intuición, no queda explicado por qué ocurren los mismos fenómenos en la literatura, cuyas creaciones no dependen ya de la visión de los ojos, sino de la ac­ción recíproca del sentido del lenguaje y de las emociones del alma. Aun en la oratoria de los griegos hallamos los mismos principios formales que en la escultura o la arquitectura. Hablamos del carácter plástico o arquitectónico de un poema o de una obra en prosa. Cuando hablamos así, no nos referimos a valores formales imitados de las artes plásticas, sino a normas análogas del lenguaje humano y de su estructura. Empleamos tan sólo estas metáforas porque la articulación de los valores de las artes plásticas es más intuitiva y más rápidamente aprehendida. Las formas literarias de los griegos, con su múltiple va­riedad y elaborada estructura, surgen orgánicamente de las formas na­turales e ingenuas mediante las cuales el hombre expresa su vida y se elevan a la esfera ideal del arte y del estilo. También en el arte oratoria, su aptitud para dar forma a un plan complejo y articulado lúcidamente, procede simplemente del natural y maduro sentido de las leyes que gobiernan el sentimiento, el pensamiento y el lenguaje, el cual lleva finalmente a la creación abstracta y técnica de la lógica, la gramática y la retórica. En este respecto hemos aprendido mucho de los griegos. Hemos aprendido las formas férreas, válidas todavía para la oratoria, el pensamiento y el estilo.
(10) Esto se aplica también a la creación más maravillosa del espíritu griego, el más elocuente testimonio de su estructura única: la filoso­fía. En ella se despliega de la manera más evidente la fuerza que se halla en la raíz del pensamiento y el arte griegos, la clara percepción del orden permanente que se halla en el fondo de todos los acaeci­mientos y cambios de la naturaleza y de la vida humanas. Todo pue­blo ha producido su código legal. Pero los griegos buscaron la "ley" que actúa en las cosas mismas y trataron de regir por ella la vida y el pensamiento del hombre. El pueblo griego es el pueblo filosófico por excelencia. La "teoría" de la filosofía griega se halla profunda­mente conectada con su arte y su poesía. No contiene sólo el elemento racional, en el cual pensamos en primer término, sino también, como lo dice la etimología de la palabra, un elemento intuitivo, que aprehen­de el objeto como un todo, en su "idea", es decir, como una forma vista. Aunque no desconozcamos el peligro de la generalización y de la interpretación de lo primitivo por lo posterior, no podemos evitar la convicción de que la idea platónica, que constituye un producto úni­co y específico del pensamiento griego, nos ofrece la clave para in­terpretar la mentalidad griega en otras muchas esferas. La conexión de las ideas platónicas con la tendencia dominante del arte griego hacia la forma, ha sido puesta de relieve desde la Antigüedad.[3] Pero es también válida para la oratoria y para la esencia del espíritu grie­go en general. Incluso las concepciones cosmogónicas de los más an­tiguos filósofos de la naturaleza, se hallan gobernadas por una intui­ción de este género, en oposición a la física de nuestros tiempos regida por el experimento y el cálculo. No es una simple suma de observaciones particulares y de abstracciones metódicas, sino algo que va más allá, una interpretación de los hechos particulares a partir de una imagen, que les otorga una posición y un sentido como partes de un todo. La matemática y la música griegas, en la medida en que nos son conocidas, se distinguen también de las de los pueblos ante­riores por esta forma ideal.
La posición específica del helenismo en la historia de la educa­ción humana depende de la misma peculiaridad de su íntima organi­zación, de la aspiración a la forma que domina no sólo las empresas artísticas, sino también todas las cosas de la vida y, además, de su sentido filosófico de lo universal, de su percepción de las leyes pro­fundas que gobiernan la naturaleza humana y de las cuales derivan las normas que rigen la conducta individual y la estructura de la so­ciedad. Lo universal, el logos, es, según la profunda intuición de Heráclito, lo común a la esencia del espíritu, como la ley lo es para la ciudad. En lo que respecta al problema de la educación, la clara conciencia de los principios naturales de la vida humana y de las leyes inmanentes que rigen sus fuerzas corporales y espirituales, hubo de (11) adquirir la más alta importancia.[4] Poner estos conocimientos, como fuerza formadora, al servicio de la educación y formar, mediante ellos, verdaderos hombres, del mismo modo que el alfarero modela su ar­cilla y el escultor sus piedras, es una idea osada y creadora que sólo podía madurar en el espíritu de aquel pueblo artista y pensador. La más alta obra de arte que su afán se propuso fue la creación del hombre viviente. Los griegos vieron por primera vez que la educa­ción debe ser también un proceso de construcción consciente. "Cons­tituido convenientemente y sin falta, en manos, pies y espíritu", tales son las palabras mediante las cuales describe un poeta griego de los tiempos de Maratón y Salamina la esencia de la virtud humana más difícil de adquirir. Sólo a este tipo de educación puede aplicarse pro­piamente la palabra formación, tal como la usó Platón por primera vez, en sentido metafórico, aplicándola a la acción educadora.[5] La palabra alemana Bildung (formación, configuración) designa del modo más intuitivo la esencia de la educación en el sentido griego y pla­tónico. Contiene, al mismo tiempo, en sí, la configuración artística y plástica y la imagen, "idea" o "tipo" normativo que se cierne so­bre la intimidad del artista. Dondequiera que en la historia reaparece esta idea, es una herencia de los griegos, y reaparece dondequiera que el espíritu humano abandona la idea de un adiestramiento según fi­nes exteriores y reflexiona sobre la esencia propia de la educación. Y el hecho de que los griegos sintieran esta tarea como algo grande y difícil y se consagraran a ella con un ímpetu sin igual, no se ex­plica ni por su visión artística ni por su espíritu "teórico". Ya desde las primeras huellas que tenemos de ellos, hallamos al hombre en el centro de su pensamiento. La forma humana de sus dioses, el pre­dominio evidente del problema de la forma humana en su escultura y aun en su pintura, el consecuente movimiento de la filosofía desde el problema del cosmos al problema del hombre, que culmina en Sócrates, Platón y Aristóteles; su poesía, cuyo tema inagotable desde Homero hasta los últimos siglos es el hombre y su duro destino en el sentido pleno de la palabra, y, finalmente, el estado griego, cuya esencia sólo puede ser comprendida desde el punto de vista de la for­mación del hombre y de su vida toda: todos son rayos de una única y misma luz. Son expresiones de un sentimiento vital antropocéntrico que no puede ser explicado ni derivado de otra cosa alguna y que penetra todas las formas del espíritu griego. Así el pueblo griego es entre todos antropoplástico.
Podemos ahora determinar con mayor precisión la peculiaridad del pueblo griego frente a los pueblos orientales. Su descubrimiento del hombre no es el descubrimiento del yo objetivo, sino la concien­cia paulatina de las leyes generales que determinan la esencia humana. El principio espiritual de los griegos no es el individualismo, sino el (12) "humanismo", para usar la palabra en su sentido clásico y originario. Humanismo viene de humanitas. Esta palabra tuvo, por lo menos desde el tiempo de Varrón y de Cicerón, al lado de la acepción vul­gar y primitiva de lo humanitario, que no nos afecta aquí, un segun­do sentido más noble y riguroso. Significó la educación del hombre de acuerdo con la verdadera forma humana, con su auténtico ser.[6] Tal es la genuina paideia griega considerada como modelo por un hom­bre de estado romano. No surge de lo individual, sino de la idea. Sobre el hombre como ser gregario o como supuesto yo autónomo, se levanta el hombre como idea. A ella aspiraron los educadores griegos, así como los poetas, artistas y filósofos. Pero el hombre, considerado en su idea, significa la imagen del hombre genérico en su validez universal y normativa. Como vimos, la esencia de la educación con­siste en la acuñación de los individuos según la forma de la comuni­dad. Los griegos adquirieron gradualmente conciencia clara de la significación de este proceso mediante aquella imagen del hombre y llegaron, al fin, mediante un esfuerzo continuado, a una fundamentación del problema de la educación más. segura y más profunda que la de ningún pueblo de la tierra.
Este ideal del hombre, mediante el cual debía ser formado el indi­viduo, no es un esquema vacío, independiente del espacio y del tiem­po. Es una forma viviente que se desarrolla en el suelo de un pueblo y persiste a través de los cambios históricos. Recoge y acepta todos los cambios de su destino y todas las etapas de su desarrollo histórico. Desconoció este hecho el humanismo y el clasicismo de anteriores tiempos al hablar de la "humanidad", de la "cultura", del "espíritu" de los griegos o de los antiguos como expresión de una humanidad intemporal y absoluta. El pueblo griego trasmitió, sin duda, a la posteridad una riqueza de conocimientos imperecederos en forma imperecedera. Pero sería un error fatal ver en la voluntad de forma de los griegos una norma rígida y definitiva. La geometría euclidiana y la lógica aristotélica son, sin duda, fundamentos permanentes del espíritu humano, válidos también para nuestros días, y no es po­sible prescindir de ellos. Pero incluso estas formas universalmente válidas, independientes del contenido concreto de la vida histórica, son, si las consideramos con nuestra mirada impregnada de sentido histórico, completamente griegas y no excluyen la coexistencia de otras formas de intuición y de pensamiento lógico y matemático. Con mu­cha mayor razón debe ser esto verdad de otras creaciones del genio griego más fuertemente acuñadas por el medio ambiente histórico y más directamente conectadas con la situación del tiempo.
Los griegos posteriores, al comienzo del Imperio, fueron los pri­meros en considerar como clásicas, en aquel sentido intemporal, las obras de la gran época de su pueblo, ya como modelos formales del (13) arte, ya como prototipos éticos. En aquellos tiempos, cuando la his­toria griega desembocó en el Imperio romano y dejó de constituir una nación independiente, el único y más alto ideal de su vida fue la ve­neraciones de sus antiguas tradiciones. Así, fueron ellos los primeros creadores de aquella clasicista teología del espíritu que es caracterís­tica del humanismo. Su estética vita contemplativa es la forma ori­ginaria del humanismo y de la vida erudita de los tiempos modernos. El supuesto de ambos es un concepto abstracto y antihistórico que considera al espíritu como una región de verdad y de belleza eternas, por encima del destino y de los azares de los pueblos. También el neohumanismo alemán del tiempo de Goethe consideró lo griego como manifestación de la verdadera naturaleza humana en un periodo de la historia, definido y único. Una actitud más próxima al racionalismo de la "Época de las Luces" (Aufklärung) que al pensamiento histó­rico naciente, que tan fuerte impulso recibió de sus doctrinas.
Un siglo de investigación histórica desarrollada en oposición al clasicismo, nos separa de aquel punto de vista. Cuando en la actua­lidad, frente al peligro inverso de un historicismo sin límite ni fin, en esta noche donde todos los gatos son pardos, volvemos a los valores permanentes de la Antigüedad, no es posible que los consideremos de nuevo como ídolos intemporales. Su forma reguladora y su ener­gía educadora, que experimentamos todavía sobre nosotros, sólo pue­den manifestarse como fuerzas que actúan en la vida histórica, como lo fueron en el tiempo en que fueron creadas. No es posible ya para nosotros una historia de la literatura griega separada de la comunidad social de la cual surgió y a la cual se dirigía. La superior fuerza del espíritu griego depende de su profunda raíz en la vida de la co­munidad. Los ideales que se manifiestan en sus obras surgieron del espíritu creador de aquellos hombres profundamente informados por la vida sobreindividual de la comunidad. El hombre, cuya imagen se revela en las obras de los grandes griegos, es el hombre político. La educación griega no es una suma de artes y organizaciones privadas, orientadas hacia la formación de una individualidad perfecta e inde­pendiente. Esto ocurrió sólo en la época del helenismo, cuando el estado griego había desaparecido ya —la época de la cual deriva, en línea recta, la pedagogía moderna. Es explicable que el helenismo alemán, que se desarrolló en una época no política de nuestro pue­blo, siguiera aquel camino. Pero nuestro propio movimiento espiritual hacia el estado nos ha abierto los ojos y nos ha permitido ver que, en el mejor periodo de Grecia, era tan imposible un espíritu ajeno al estado como un estado ajeno al espíritu. Las más grandes obras del helenismo son monumentos de una concepción del estado de una gran­diosidad única, cuya cadena se desarrolla, en una serie ininterrum­pida, desde la edad heroica de Homero hasta el estado autoritario de Platón, dominado por los filósofos y en el cual el individuo y la comunidad social libran su última batalla en el terreno de la filosofía. (14) Todo futuro humanismo debe estar esencialmente orientado en el hecho fundamental de toda la educación griega, es decir, en el he­cho de que la humanidad, el "ser del hombre" se hallaba esencialmente vinculado a las características del hombre considerado como un ser político.[7] Síntoma de la íntima conexión entre la vida espiritual crea­dora y la comunidad, es el hecho de que los hombres más significa­tivos de Grecia se consideraron siempre a su servicio. Algo análogo parece ocurrir en los pueblos orientales, y es natural que así sea en una ordenación de la vida estrictamente vinculada a lo religioso. Pero los grandes hombres de Grecia no se manifiestan como profetas de Dios, sino como maestros independientes del pueblo y formadores de sus ideales. Incluso cuando hablan en forma de inspiración reli­giosa descansa ésta en el conocimiento y la formación personal. Pero por muy personal que esta obra del espíritu sea, en su forma y en sus propósitos, es considerada por sus autores, con una fuerza in­contrastable, como una función social. La trinidad griega del poeta (ποιητής), el hombre de estado (πολιτικός) y el sabio (σοφός), en­carna la más alta dirección de la nación. En esta atmósfera de íntima libertad, que se siente vinculada, por conocimiento esencial y aun por la más alta ley divina, al servicio de la totalidad, se desarrolló el genio creador de los griegos hasta llegar a su plenitud educadora, tan por encima de la virtuosidad intelectual y artística de nuestra mo­derna civilización individualista. Así se levanta la clásica "literatura" griega más allá de la esfera de lo puramente estético, en la cual se la ha querido vanamente considerar, y ejerce un influjo inconmensu­rable a través de los siglos.
Mediante esta acción, el arte griego, en sus mejores épocas y en sus más altas obras, ha actuado del modo más vigoroso sobre nos­otros. Sería preciso escribir una historia del arte griego como espejo de los ideales que dominaron su vida. También del arte griego cabe decir que hasta el siglo IV es, fundamentalmente, la expresión del es­píritu de la comunidad. No es posible comprender el ideal agonal que se revela en los cantos pindáricos a los vencedores sin conocer las estatuas de los vencedores olímpicos, que nos los muestran en su encarnación corporal, o las de los dioses, como encarnación de las ideas griegas sobre la dignidad y la nobleza del alma y el cuerpo humanos. El templo dórico es, sin duda alguna, el más grandioso monumento que ha dejado a la posteridad el genio dórico y el ideal dórico de estricta subordinación de lo individual a la totalidad. Re­side en él la fuerza poderosa que hace históricamente actual la vida evanescente que eterniza y la fe religiosa que lo inspiró. Sin embar­go, los verdaderos representantes de la paideia griega no son los artistas (15) mudos —escultores, pintores, arquitectos—, sino los poetas y los músicos, los filósofos, los retóricos y los oradores, es decir, los hombres de estado. El legislador se halla, en un cierto respecto, mucho más próximo del poeta, según el concepto griego, que el ar­tista plástico; ambos tienen una misión educadora. Sólo el escultor, que forma al hombre viviente, tiene derecho a este título. Se ha com­parado con frecuencia la acción educadora de los griegos con la de los artistas plásticos; jamás hablan los griegos de la acción educadora de la contemplación y la intuición de las obras de arte en el sentido de Winckelmann. La palabra y el sonido, el ritmo y la armonía, en la medida en que actúan mediante la palabra y el sonido o mediante ambos, son las únicas fuerzas formadoras del alma, pues el factor decisivo en toda paideia es la energía, más importante todavía para la formación del espíritu que para la adquisición de las aptitudes cor­porales en el agon. Según la concepción griega, las artes pertenecen a otra esfera. Afirman, en el periodo clásico, su lugar en el mundo sagrado del culto en el cual tuvieron su origen. Eran esencialmente agalma, ornamento. No así en el epos heroico, del cual irradia la fuerza educadora a todo el resto de la poesía. Aun donde se halla ligado al culto, afianza sus raíces en lo más profundo del suelo so­cial y político. Con mucha mayor razón cuando se halla libre de aquel lazo. Así, la historia de la educación griega coincide en lo esen­cial con la de la literatura. Ésta es, en el sentido originario que le dieron sus creadores, la expresión del proceso de autoformación del hombre griego. Independientemente de esto, no poseemos tradición alguna escrita de los siglos anteriores a la edad clásica fuera de lo que nos queda de sus poemas. Así, aun en la historia en su más amplio sentido, lo único que nos hace accesible la comprensión de aquel periodo es la evolución y la formación del hombre en la poe­sía y el arte. Fue voluntad de la historia que sólo nos quedara esto de la existencia entera del hombre. No podemos trazar el proceso de la formación de los griegos en aquel tiempo sino a partir del ideal del hombre que forjaron.
Esto prescribe el camino y delimita la tarea de esta exposición. Su elección y la manera de considerarla no necesitan especial justifi­cación. En su conjunto deben justificarse por sí mismas, aunque en lo particular pueda alguien lamentar acaso alguna omisión. Un viejo problema será planteado en nueva forma: el hecho de que el pro­blema de la educación haya sido vinculado, desde un principio, al estudio de la Antigüedad. Los siglos posteriores consideraron siem­pre la Antigüedad clásica como un tesoro inagotable de saber y de cultura, ya en el sentido de una dependencia material y exterior, ya en el de un mundo de prototipos ideales. El nacimiento de la mo­derna historia de la Antigüedad, considerada como una disciplina científica, trajo consigo un cambio fundamental en nuestra actitud ante ella. El nuevo pensamiento histórico aspira ante todo al conocimiento (16) de lo que realmente fue y tal como fue. En su apasionado intento de ver claramente el pasado, consideró a los clásicos como un simple fragmento de la historia —aunque un fragmento de la ma­yor importancia—, sin prestar atención ni plantear el problema de su influencia directa sobre el mundo actual. Esto se ha considerado como un problema personal y el juicio sobre su valor ha sido reser­vado a la decisión particular. Pero al lado de esta historia enciclo­pédica y objetiva de la Antigüedad, menos libre de valoraciones de lo que sus más eminentes promotores se figuran, sigue el perenne influjo de la "cultura clásica" por mucho que intentemos ignorarla. La concepción clásica de la historia que lo mantenía ha sido elimi­nada por la investigación, y la ciencia no ha tratado de darle un nuevo fundamento. Ahora bien: en el momento actual, cuando nues­tra cultura toda, conmovida por una experiencia histórica exorbitan­te, se halla constreñida a un nuevo examen de sus propios funda­mentos, se plantea de nuevo a la investigación de la Antigüedad el problema, último y decisivo para nuestro propio destino, de la for­ma y el valor de la educación clásica. Este problema sólo puede ser resuelto por la ciencia histórica y a la luz del conocimiento histórico. No se trata de presentar artísticamente la cosa bajo una luz idealiza­dora, sino de comprender el fenómeno imperecedero de la educación antigua y el ímpetu que la orientó a partir de su propia esencia espi­ritual y del movimiento histórico a que dio lugar.

 




[1]  1 Ver mi ensayo introductorio en la colección Altertum und Gegenwart, 2a. ed. (Leipzig, 1920), p. 11.
[2]  2 Para lo que sigue, ver mi trabajo: Platos Stellung im Aufbau der Griechischen Bildung (Berlín, 1928), especialmente la primera parte: Kulturidee und Gnechentum, pp. 7 ss. (Die Antike, vol. 4, p. 1).
[3]  3 La fuente clásica al respecto, cicerón, Or., 7-10, a su vez basado en fuentes griegas.
[4]   4 Ver, del autor, Antike und Humanismus  (Leipzig,  1925), p. 13.
[5]   5 πλάττειν.   platón, Rep., 377 B, Leyes,  671  E.
[6]  6 Cf. aulo gelio, Noct. Att., XIII, 17.
[7]  7 Ver mi discurso en la fiesta de la fundación del Reich de la Universidad de Berlín, 1924: Die griechische Staatsethik im Zeitalter des Plato, y las confe­rencias: Die geistige Gegenwart der Antike (Berlín, 1929), pp. 38ss. (Die Antike, vol. 5, pp. 185 ss.) y Staat und Kultur (Die Antike, vol. 8, pp. 78 ss.).

1 comentario:

  1. la verdad siento que perdí mucho tiempo leyendo mucha paja no fue claro ni conciso con la información, un articulo aburrido que solo leí por que tenia que pero me duele mas mi tiempo perdido leyendo esto

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