lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro cuarto: El conflicto de los ideales de cultura en el siglo IV: XI Demostenes: La agonía y transformación del estado ciudad.

XI. DEMOSTENES: LA AGONIA Y TRANSFORMACIÓN DEL ESTADO-CIUDAD


 l "partido democrático",[1] es decir, el rumbo que le convierte en el gran dirigente popular y que tiene su expresión en las Filípicas. Indudablemente, en estos discursos se tras­luce poco de aquel arte consciente con que era usual prever y dominar las reacciones interiores de la masa. La retórica ateniense del siglo IV disponía de una experiencia más que secular, y como la dirección se hallaba con frecuencia en manos de hombres que no procedían per­sonalmente de la masa, se había ido formando para el trato con ella un lenguaje propio, que procuraba acomodarse a sus instintos. Pero sólo pecando de una ausencia completa de capacidad espiritual para distinguir se podría confundir el don de Demóstenes de servirse en ocasiones de este lenguaje con la demagogia al uso. Y del mismo modo que los móviles que le impulsaban a dirigirse al pueblo diferían radicalmente de los que inspiraban a los demagogos, pues nacían de un conocimiento político objetivo que le acuciaba interiormente y le llevaba a vencer los obstáculos de su carácter delicado y de su juven­tud para adoptar una actitud crítica,[2] el valor de la afirmación polí­tica de su personalidad raya, asimismo, a una altura gigantesca no sólo sobre el griterío de los demagogos, sino también sobre el nivel cotidiano de los políticos prácticos, objetivos y honrados del tipo de Eubulo. Es evidente que un estadista de plena madurez interior, como el que se nos revela ya en los primeros discursos demostenianos sobre política exterior, no puede cambiar repentinamente de carácter para convertirse en un simple demagogo, como no han tenido reparo en afirmar eruditos muy serios. Basta poseer un sentido mínimo 1095 capaz de apreciar la grandeza y la novedad del lenguaje en que están redactadas las Filípicas de Demóstenes para curarse de antemano de esta clase de recelos.

Si se quiere comprender la actitud de estadista mantenida en estos discursos, no basta con indagar las medidas prácticas que proponen. En ellos se revela una conciencia de destino y una disposición de ánimo para afrontarla, de proporciones verdaderamente históricas. Esto ya no es simple política, aunque sería más acertado decir que es de nuevo política, tal como habían concebido la política un Solón o un Pericles.[3] Demóstenes toma al pueblo de la mano y le consuela en cuanto a su desfavorable situación. Es cierto que la situación es bastante mala. Pero el pueblo hasta ahora no ha hecho nada que le autorice a esperar otra cosa. Y esto precisamente es lo único que hay de consolador en toda desgracia.[4] La voz de Demóstenes dice a los atenienses lo que ya les había dicho Solón cuando les exhortaba: no acuséis a los dioses de haber abandonado vuestra causa. Vosotros mismos sois los culpables de que los macedonios os hayan ido des­plazando paso a paso y sean hoy una potencia a la cual muchos de vosotros creéis inútil hacer frente.[5] Y lo mismo que en Solón el pro­blema de la participación de los dioses en el infortunio del estado va aparejado a la idea de la tyché, esta idea reaparece una vez y otra, bajo nuevas variantes, en las Filípicas demostenianas.[6] Constituye uno de los temas fundamentales de este profundo análisis de los destinos de Atenas. El avanzado proceso de individualización de esta época hace que los hombres, en su afán de libertad, sientan con mayor fuerza su sumisión efectiva a la marcha exterior del mundo. El si­glo que comienza con las tragedias de Eurípides se halla más penetrado que ningún otro de la idea de la tyché y tiende cada vez más a entre­garse a la resignación. Demóstenes asume valerosamente la antigua lucha implacable de Solón contra este enemigo rabioso de la actuación enérgica y decidida del hombre. Echa toda la responsabilidad his­tórica por los destinos de Atenas sobre los hombros de la actual gene­ración. Identifica la misión de ésta con la de aquella época sombría que siguió a la derrota del Peloponeso y que, enfrentándose a la resis­tencia de toda Grecia, hizo que Atenas se recuperase y volviese a conquistar una posición de respeto político ante el mundo.[7] Para ello sólo necesitó poner en práctica un medio: movilizar de un modo vigilante y tenso todas las energías del pueblo. En la actualidad, Atenas se parece al púgil bárbaro cuyo puño no sabe hacer otra cosa que acariciar el sitio en que el adversario le ha dejado el último 1096 cardenal, en vez   de mirar  de   frente   y  arrostrar valientemente  una salida.[8]

Tales son las ideas, simples y contundentes, con que Demóstenes inicia su labor de educación del pueblo en la Primera Filípica. Las propuestas preliminares encaminadas a un cambio radical de la estra­tegia que el autor hace aquí, y que no van precedidas de un nuevo ataque directo contra Filipo de Macedonia, sitúan este discurso, que generalmente se tiende a colocar mucho más tarde, en la época en que la imprevista agresión de Filipo contra los Dardanelos abrió por vez primera los ojos de Demóstenes al peligro.[9] Las medidas mi­litares y financieras que aconseja tomar para estar prevenidos ante el próximo asalto no fueron aceptadas por el pueblo.[10] Hubo de pro­ponerlas de nuevo cuando Filipo, ya repuesto de su enfermedad, atacó a Olinto, ofreciéndosele a Atenas una última coyuntura para oponer resistencia a los ulteriores avances de la potencia macedonia median­te la alianza con el poderoso estado comercial del norte de Grecia.[11] Demóstenes vuelve a plantear con renovada fuerza el problema de la propia responsabilidad del pueblo ateniense frente al fatalismo de la tyché y se esfuerza en desencadenar sus energías.[12] Ataca violen­tamente a los falsos educadores que procuran —demasiado tarde— convencer al pueblo provocando en él sensaciones de miedo, cuando ha llegado realmente la hora de actuar.[13] Su análisis de la potencia enemiga no tiene nada de política realista, en el sentido usual de la pa­labra. Es una crítica de los fundamentos morales sobre que descansa aquella potencia.[14] No debemos leer estos discursos como si se tratase de las reflexiones formuladas por un estadista en una sesión secreta de gabinete. Se proponen por mira orientar a un pueblo inteligente, pero indeciso y ambicioso. Su misión consiste en modelar esta masa como materia prima para los objetivos del hombre de estado.[15] Esto infunde 1097 una importancia especial al factor ético en los discursos de Demóstenes procedentes de esta época. No tiene paralelo en los discursos de política exterior de otros autores que ha recogido la literatura griega.[16] Induda­blemente, a Demóstenes no se le oculta la grandeza del adversario, todo lo que hay de fascinador y demoniaco en su personalidad y que escapa a un criterio puramente moral.[17] Pero el discípulo de Solón no cree en la firmeza de un poder erigido sobre estos fundamentos y, a pesar de admirar la misteriosa tyché de Filipo de Macedonia, su fe opta por la tyché de Atenas sobre cuyas alas se posa el esplendor de la misión histórica de este estado.[18]

Nadie que haya seguido la imagen del estadista a través de las vicisitudes del espíritu griego puede observar el rudo forcejeo de este debate con el pueblo ateniense y su destino sin recordar aquellas pri­meras encarnaciones grandiosas del dirigente político responsable que nos ha legado la tragedia ática.[19] También ellas respiran el espíritu solónico, que aquí aparece incorporado al dilema trágico de la decisión. En los discursos de Demóstenes el dilema trágico se ha hecho realidad.[20] Y es esta conciencia y no la simple emoción subjetiva la fuente de aquel pathos arrebatador que sólo una posteridad inclinada a los goces estéti­cos y movida por el afán de imitar a los maestros, ha sabido compren­der como la aurora de una nueva era en la historia de la expresión retórica.[21] Es el estilo en que deja su huella el sentido trágico de esta época. Sus profundas sombras patéticas reaparecen sobre los rostros las más grandiosas obras de arte plástico del mismo periodo, mode­ladas por Escopas, y hay una trayectoria directa que va desde estos dos grandes creadores del nuevo sentimiento de la vida hasta el altar de Pérgamo, en cuya plenitud de movimientos, poderosa y patética, alcanza las cumbres de lo sublime el lenguaje de las formas de este espíritu. Demóstenes no habría podido llegar a ser el mayor de los 1098 clásicos de la época helenística, en la que tan mal cuadraba su ideal político, si no hubiera sabido dar una expresión perfecta al color de sus emociones espirituales. Pero estas emociones y su expresión no pueden separarse, ni en el propio Demóstenes, de la lucha en torno al ideal político que había de hacer sonar la hora de su nacimiento. En él se confunden y forman una unidad el orador y el estadista. La pura forma oratoria no sería nada sin el peso específico del espíritu del hombre de estado, que pugna por plasmarse en ella. Demóstenes in­funde a sus figuras animadas por la pasión esa firmeza férrea que pasa inadvertida a los miles y miles de imitadores de su lenguaje y que las mantiene indisolublemente arraigadas al lugar, a la época y a la deci­sión histórica que se perpetúan en ellas.

No es nuestro propósito hacer aquí una exposición completa de la política demosteniana, como tal. Los discursos nos brindan, aunque con lagunas, un material espléndidamente rico, desde el punto de vista de nuestros conceptos habituales de la tradición histórica, para poder re­construir la marcha efectiva de los acontecimientos, y más todavía la evolución de Demóstenes como estadista. Lo que sí queremos seguir hasta sus últimas consecuencias es el desarrollo y la coronación de su figura de dirigente de su pueblo, hasta llegar a la época de la lucha final por la existencia independiente de Atenas como estado.

La caída de Olinto y la destrucción de las numerosas y florecien­tes ciudades de la península calcídica que formaban la Hansa olíntica, obligaron a Atenas a concertar la paz con Filipo de Macedonia. Esta paz se estableció en el año 346 y Demóstenes se encontraba también entre los que la anhelaban por razones de principio.[22] Fue contrario, sin embargo, a que se aceptasen las condiciones puestas por el adversario, porque entregaban a éste, sin protección, los te­rritorios de la Grecia central y dejaban a Atenas a merced de un cerco cada vez más estrecho. Pero no pudo impedir que la paz se concertase sobre estas bases y en su discurso sobre la paz tuvo que manifestarse incluso en contra de la resistencia armada, cuando ya era un hecho la ocupación por los macedonios del territorio de Fócida y de las Termopilas, tan importantes para la dominación sobre la Grecia central. Este discurso sobre la paz revela precisamente, como ya los primeros discursos de Demóstenes procedentes de la época en que to­davía no consideraba como verdadera misión de su vida la lucha con­tra Filipo de Macedonia, al político realista que había en él, que no se proponía lo imposible y se atrevía a enfrentarse abiertamente con el imperio de las simples pasiones en el campo de la política.[23] No ataca al adversario en la situación más favorable para él.[24] Estos  1099 discursos de espíritu extraordinariamente realista nos muestran a De­móstenes bajo un aspecto decisivo para el enjuiciamiento de su perso­nalidad. También en ellos aparece desde el primer momento como el maestro que no aspira solamente a convencer y dominar a la masa, sino que la obliga a situarse en una atalaya más alta y a juzgar por sí misma, después de haberla conducido paso a paso a ella. Un her­moso ejemplo de esto lo tenemos en el discurso a favor de los megalopolitanos, con su análisis de la política de equilibrio de las fuerzas y su aplicación a un caso concreto.[25] El discurso sobre las simorías y el que aboga por la libertad de los rodios, son testimonios clásicos de su continua tendencia vigilante a acallar la simple fraseo­logía de la embriaguez sentimental del chauvinista.[26] En estos dis­cursos se revela con plena claridad el concepto demosteniano de la política como un arte perfectamente objetivo, y el discurso que sigue a la desastrosa paz del año 346 demuestra que la lucha contra Filipo de Macedonia no hizo cambiar en lo más mínimo esta actitud. No en vano la Primera Filípica y los tres discursos en favor de Olinto con­firman, con sus consejos, la imagen de la previsión certera y de la oportunidad de decisión de este estadista, que sabe cuánto significa el favor de la ocasión de un mundo como éste, dominado por la tyché.[27] La actuación del hombre presupone siempre, en él, la con­ciencia de su sumisión a este poder, y ello es lo que explica su sor­prendente retraimiento después de la paz. Ni sus críticos ni los simples políticos sentimentales que le siguen han sabido comprender esto hasta hoy, y ello es lo que explica que hayan atribuido a vacilaciones del carácter lo que no es sino rigurosa consecuencia de pensamiento ma­nifiesta en una conducta elásticamente variable.[28]

Pero Demóstenes, al pronunciar el discurso sobre la paz, conocía también su meta y no la perdía de vista ni un punto. No creía en la duración de esta paz, que no era sino un instrumento para dominar a Atenas, y prefería dejar la defensa de su aplicación práctica por Filipo de Macedonia a los políticos que, como Esquines, se hacían pasar por ciegos porque su voluntad de resistencia estaba ya rota, o que, como Isócrates, estaban incluso dispuestos a llegar a la conclu­sión de que Filipo debía ser proclamado como el caudillo de todos los griegos, y que convertían la necesidad en una virtud.[29] En reali­dad, este giro tan inesperado que tomaba la lucha espiritual contra el peligro de la dominación extranjera bajo el yugo de los macedonios sólo puede comprenderlo quien haya seguido toda la trayectoria de Isócrates hasta irse convirtiendo gradualmente en el paladín de la unificación 1100 política de los griegos. La unificación de la Hélade no podía llevarse a cabo bajo la forma de la absorción de los distintos estados autónomos por un estado unitario nacional, aun cuando el proceso de debilitación de los estados estuviese ya tan avanzado como ahora lo estaba. Sólo podía venir de fuera. La resistencia contra un enemigo común era lo único que podía fundir a todos los griegos, unificán­dolos como nación. El hecho de que Isócrates considerase como el enemigo al imperio persa, cuyo ataque había hecho olvidar a los grie­gos sus pleitos interiores hacía ciento cincuenta años y no a Macedonia, que era al presente el único peligro serio y real, podía expli­carse por la fuerza de la inercia, pues Isócrates venía preconizando la idea de esta cruzada desde hacía varias décadas.[30] Lo que cons­tituía ya un error político imperdonable era que creyese poder des­cartar el peligro de Macedonia proclamando a Filipo, al enemigo de las libertades de Atenas y de todos los griegos, como el caudillo predestinado de esta futura guerra nacional, pues con ello entregaba de antemano a Grecia a merced del enemigo y colocaba a éste en un puesto que aceptaría de muy buena gana, pues sólo podía conducir a desarmar moralmente la resistencia de los griegos contra sus planes de dominación. Desde este punto de vista panhelénico, Isócrates podía tratar como simples instigadores de la guerra a cuantos no estaban todavía dispuestos a resignarse ante los abusos del poder macedonio[31] y entregaba a la agitación en favor de Filipo un tópico que podría utilizar sistemáticamente y sin ningún esfuerzo en pro de sus designios. No debemos perder nunca de vista la enorme importancia que en las campañas de Filipo de Macedonia contra los griegos tenía la pre­paración política del ataque militar, el cual procuraba disfrazarse siempre, como es natural, de legítima defensa. Se procuraba que la verdadera decisión militar se produjese con la mayor rapidez posible y pusiese fin a todo de golpe y porrazo. No había que dejar a la de­mocracia, militarmente desprevenida, tiempo a improvisar un arma­mento más eficaz. El trabajo encaminado a minar por medio de la agitación las posiciones del adversario debía ser tenaz y bien orga­nizado. Filipo supo comprender perspicazmente que era posible ven­cer a un pueblo como el griego con sus propias armas, pues allí donde imperan la cultura y la libertad existen siempre desunión y discre­pancia en cuanto al camino que debe seguirse ante los problemas más importantes. La masa es demasiado miope para descubrir de antemano 1101 el camino certero. Demóstenes habla mucho de la agitación desarrollada a favor de Macedonia en todas las ciudades griegas. Esta propaganda, sistemáticamente mantenida, que en la mayoría de los casos acababa haciendo que uno de los bandos de los griegos, des­unidos entre sí, anhelase la intervención del macedonio como salva­dor de la paz, constituye algo nuevo y refinado en la estrategia de Filipo. Y si observamos cómo Demóstenes elige en sus discursos el punto sobre el que concentra sus ataques, llegamos a la clara conclu­sión de que esta agitación interior, celosa y hábilmente atizada por el enemigo y que todo lo confundía y embrollaba, era para él el verdadero problema. Demóstenes no se proponía convencer a ningún consejo secreto de la corona, sino a un pueblo desinteresado y mal dirigido, al que sus falsos líderes procuraban adormecer con la creen­cia engañosa de que la lucha o la paz dependían exclusivamente del sincero pacifismo de los atenienses.

Demóstenes no era hombre para rehuir interiormente esta nueva batalla. Así como había reaccionado apasionadamente contra los gran­des personajes del partido de la no intervención, abraza de nuevo sus viejas aspiraciones, encaminadas ante todo a sacar a Atenas de su aislamiento.[32] Cuando Filipo de Macedonia se presenta disfrazado bajo el manto de salvador de los griegos en medio de su penuria, Demóstenes opone a este frente engañoso la férrea voluntad de unir a los griegos contra el rey extranjero y de ponerlos en pie para la defensa de su independencia nacional. Sus discursos pronunciados en la época de la paz son una serie ininterrumpida de intentos encaminados a oponer este panhelenismo suyo al panhelenismo promacedonio de Isócrates, organizándolo como una fuerza política real.[33] La lucha por el alma de Atenas va seguida de la lucha por el alma de toda Grecia. Atenas sólo podrá salir del cerco en que se encuentra metida si consigue que los aliados griegos de Filipo de Macedonia abandonen el frente enemigo y se pongan a la cabeza de los griegos.[34] No es menos ambicioso que todo esto el objetivo que Demóstenes se propone; en su Segunda Filípica, él mismo relata sus esfuerzos por apartar de Macedonia a los estados del Peloponeso.[35] Antes habría sido posible atraérselos, cuando ellos mismos se acercaban a Atenas deseosos de concertar una alianza. Por aquel entonces, años antes de que llegase a su apogeo actual la lucha contra Filipo, Demóstenes había insistido tenazmente en la necesidad de seguir esta política de 1102 alianzas y aconsejado que, por mantener la federación ya casi sin importancia con Esparta, no se empujase al campo de enfrente a los demás estados del Peloponeso, para los que Atenas constituía el res­paldo obligado.[36] Por no haber seguido este consejo, se habían echado en brazos de Filipo de Macedonia, y ahora Tebas, que en aquel tiempo habría sido más importante para Atenas que la propia Esparta, sentíase más estrechamente vinculada a Filipo de lo que aconsejaba su propio interés, empujada a ello por la política de Atenas y Esparta al apoyar a sus adversarios de la Fócida. Demóstenes consideró siem­pre como una política falsa, según él mismo dice más tarde, aquel apoyo prestado a los focenses simplemente por odio contra Tebas. Y he aquí que ahora el rey de la Fócida brindaba a Filipo la ocasión de intervenir en la Grecia central. Los focenses habían sido aplastados y el acercamiento de Atenas a Tebas estaba más lejano que nunca.[37] En medio de una Grecia como ésta, dividida y desintegrada, parecía un trabajo de Sísifo el poner en pie un frente panhelénico contra Filipo. Y, sin embargo, Demóstenes lo consiguió como remate de largos años de esfuerzo. Esta evolución suya, hasta convertirse en el paladín de las libertades griegas, es tanto más sorprendente cuanto que la realización política de la idea del panhelenismo parecía un sueño, aun después de haberla proclamado la retórica. El hombre que lo realizó fue aquel mismo Demóstenes que en su primer dis­curso sobre política exterior había proclamado que el punto de par­tida de todo pensamiento político era, para él, el interés de Atenas.[38] Este político formado en la alta escuela de Calístrato, este particula­rista por convicción y hombre curado de ilusiones, acabó convirtién­dose en el estadista panhelénico de la Tercera Filípica para el que la gran misión de Atenas consistía en encabezar la unión de los griegos contra Filipo de Macedonia, manteniéndose fiel con ello a las grandes tradiciones nacionales de su política anterior.[39] El haber conseguido unir a la mayor parte de los griegos bajo esta bandera fue un triunfo que ya los historiadores de la Antigüedad consideraban como una ha­zaña de estadista de primer rango.

1103

En la gran batalla espiritual de rompimiento que son el discurso de Quersoneso y la Tercera Filípica, poco antes de que comenzara la guerra, Demóstenes reaparece ante nosotros como el conductor del pueblo de los primeros discursos contra Filipo anteriores a la paz del año 346. ¡Pero cómo había cambiado la situación! El que enton­ces no era más que un guerrillero suelto aparece ahora como el espí­ritu dirigente de un movimiento que abarca a toda Grecia y ya no llama solamente a los atenienses, sino a todos los griegos a salir de su letargo y a luchar por su existencia. Ante el despliegue anonanador de la potencia de Filipo, los griegos permanecen todavía inactivos, como ante una tempestad o ante una catástrofe elemental de la natu­raleza que el hombre contempla pasivamente, dominado por el senti­miento de su completa impotencia, esperando que el rayo descargue tal vez sobre la casa del vecino.[40] Era misión del dirigente lograr que la voluntad del pueblo saliese de aquel abatimiento y arrancarla a las manos de sus falsos consejeros, que pretendían entregarla resig­nada al enemigo, sirviendo exclusivamente los intereses del macedonio. El pueblo los escuchaba de buen grado, porque no exigía nada de él.[41] Demóstenes va enumerando los ejemplos de las ciudades en las que el bando entregado a Filipo había ido poniendo el poder en sus manos. Olinto, Eretría, Oreos se dicen hoy: si hubiésemos sabido comprender a tiempo lo que nos aguardaba, no habríamos perecido; pero ya es tarde.[42] Hay que salvar el barco antes de que se hunda. Cuando el oleaje puede más que el timón, es en vano ya todo esfuer­zo.[43] Los atenienses deben obrar por su cuenta, y aunque todos los demás retroceden, están obligados a luchar por la libertad. Deben aprontar dinero, barcos y hombres y arrastrar con ellos a toda Grecia mediante el ejemplo de su espíritu de sacrificio.[44] La mentalidad de granjería de la masa y la corrupción de los oradores deben rendirse y se rendirán ante el espíritu heroico de aquella Grecia que supo librar en otro tiempo la batalla contra los persas y derrotarlos.[45]

Ya muchos años antes se había planteado Demóstenes el pro­blema, inevitable ante este paralelo histórico, de si los atenienses de su tiempo no serían una raza degenerada, distinta de la del pasado.[46] Pero Demóstenes no es ningún historiador, ningún teórico de la cul­tura, preocupado tan sólo de comprobar hechos. Es también en este terreno, forzosamente, el educador que ve ante sí una misión que cumplir. No cree, por desfavorables que los signos parezcan, en la degeneración del carácter del pueblo. Un hombre como él jamás sería capaz de renunciar al estado ateniense y de volverle la espalda como a un enfermo incurable. Es cierto que los actos de este pueblo se 1101 han convertido en actos mezquinos y de granjería, pero ¿cómo podía ser otra la mentalidad de estos hombres? [47] ¿Qué es lo que podía in­fundirles un sentido más elevado de la existencia, un impulso más audaz? Isócrates sólo sabe sacar del paralelo histórico con el pasado una conclusión: la de que este pasado se ha ido para siempre. Pero el estadista ávido de acción no podía admitir esta conclusión mien­tras quedase un baluarte de su fortaleza que defender.[48] La grandeza de la Atenas del pasado es para él el acicate que debe mover al pue­blo a poner en tensión sus máximas energías.[49] Sin embargo, este modo de concebir las relaciones del presente con el pasado no es simplemente, desde su punto de vista, un problema de voluntad. Es, en mayor medida aún, un problema de deber.[50] Aun cuando el abismo entre el ayer y el hoy fuese todavía más profundo, Atenas no podría separarse de su historia sin renunciar a sí misma. Cuanto mayor sea la grandeza de la historia de un pueblo, más se impone a éste como destino en las épocas de decadencia, más trágica es la imposibilidad de sustraerse a sus deberes, aunque esto sea irrealizable.[51] Es indu­dable que Demóstenes no se engañaba conscientemente ni empujaba con ligereza a los atenienses a una aventura. No obstante, es obligado que nos planteemos el problema de si aquella situación forzosa, que él reconocía con mayor claridad que nadie, dejaba todavía margen para el arte técnico de gobernar los estados que se ha llamado el arte de lo posible. El político realista que había en Demóstenes y que era mucho más fuerte de lo que han sabido comprender, en general, los modernos historiadores, tenía que chocar en él, necesariamente, con aquel otro espíritu del estado consciente del derecho y del deber de jugárselo todo a una carta ante el problema ideal de la existencia y de exigir de las energías existentes lo sencillamente imposible. Pero 1105 no por ello debe considerarse este postulado como una utopía. Des­cansaba sobre la conciencia de que el organismo físico y moral de un individuo o de una nación, al llegar el momento de un peligro mortal, es capaz de actos supremos cuyo grado de energía depende esencialmente de la medida en que el propio combatiente comprenda la gravedad de la situación y de la salud de su voluntad de vivir. Hasta el más sabio de los estadistas se ve situado aquí ante un mis­terio de la naturaleza que la razón humana es incapaz de resolver de antemano. Después que los hechos se producen, ocurre con harta fre­cuencia que aparezcan como verdaderos estadistas gentes para quienes esto no era más que un nuevo problema de cálculo y a quienes, por tanto, resultaba fácil rehuir un riesgo que no se sentían obligados interiormente a afrontar ni por la fe en su pueblo, ni por el senti­miento de su dignidad, ni por la intuición de un destino ineluctable. Demóstenes fue, en este momento decisivo, el hombre en quien encontró expresión imperativa el rasgo heroico del espíritu de la polis griega. No tenemos más que mirar a su rostro empañado por las sombrías preocupaciones, surcado de arrugas, tal como se ha conservado en la obra del artista, para comprender que tampoco él era, por naturaleza, ningún Aquiles ni ningún Diómedes, sino, como los demás, un hijo de su tiempo. Y esto precisamente es lo que hace que su lucha apa­rezca tanto más noble cuanto más sobrehumanos pareciesen los debe­res predicados por él a una generación de nervios tan refinados y de una vida interior tan individual.

Demóstenes no podía menos de tomar sobre sí esta lucha con la más fuerte tensión de su conciencia. Ya Tucídides había dicho que los atenienses sólo eran capaces de afrontar un peligro con plena conciencia de él y no como otros, cuya valentía nacía no pocas veces de la ignorancia del peligro.[52] La conducta de Demóstenes se ajusta a este axioma. No está de acuerdo con quienes piensan que la futura guerra será como la del Peloponeso, en la que Pericles se limitó a dejar al enemigo entrar en el país y a encerrarse entre las murallas de la ciudad. Después de los progresos modernos de la estrategia, Atenas, a juicio de Demóstenes, estará perdida si aguarda a que el enemigo penetre en el país.[53] Es ésta una premisa esencial de la re­pulsa demosteniana contra la política de la espera. Ya antes había luchado por atraerse, además de los griegos, a Persia y, a la vista del hundimiento de este imperio inmediatamente después que Filipo de Macedonia logró someter a los griegos, la neutralidad de Persia ante la suerte de Atenas se revela como una ilusión engañosa. Demóstenes había creído que la fuerza de su lógica de estadista conseguiría con­vencer al gran rey de lo que aguardaba a Persia si Filipo triunfaba sobre los griegos.[54] Acaso lo habría logrado si se hubiese presentado 1106 personalmente en Asia.   Pero sus consejeros no fueron capaces de sa­car a Persia de su pasividad.

Otro problema que Demóstenes abordó conscientemente en esta época fue el problema social, el problema del antagonismo cada vez más agudo en aquel tiempo entre la clase poseedora y la clase pobre de la población. Veía con claridad que esta escisión no debía mez­clarse en la lucha que se avecinaba, a menos de menoscabar de ante­mano la movilización completa de las energías de todas las clases del pueblo. En la Cuarta Filípica apremia para que se llegue a una tran­sacción, a un compromiso por lo menos, a una desintoxicación de la atmósfera. Exige que ambas partes se impongan sacrificios.[55]Pone de manifiesto cuán íntimamente enlazado se halla, para el pueblo, el problema de la voluntad de afirmar la existencia nacional con la solu­ción que se dé a las dificultades sociales. Tal vez el mejor testimonio en favor de Demóstenes sea el espíritu de sacrificio que se manifestará vigorosamente por todas partes en la lucha inminente.

La guerra se resolvió en contra de la alianza de los griegos. La existencia soberana del estado-ciudad helénico había quedado des­truida desde la batalla de Queronea. Los antiguos estados, a pesar de haberse agrupado para librar la última batalla por la libertad, no fueron ya capaces de hacer frente al poder guerrero organizado del reino macedonio. Su historia desembocó en el gran imperio fun­dado por Alejandro después de la repentina muerte violenta del rey Filipo, en su arrolladora campaña de conquistas a través del Asia, sobre las ruinas del imperio persa. Ante la colonización, la economía y la ciencia griegas se abrieron nuevas perspectivas insospechadas de desarrollo aun después que el imperio de Alejandro se desintegró, a raíz de la temprana muerte de su fundador, en los estados de los diadocos. Pero políticamente la antigua Hélade había muerto. Ya era realidad el sueño isocrático de la unificación de todos los griegos bajo el mando de Macedonia para la guerra nacional contra el ene­migo tradicional, contra los persas. La muerte libró a Isócrates del dolor de tener que reconocer demasiado tarde que la victoria sobre un enemigo imaginario, de un pueblo que ha perdido su independen­cia, no representa nunca una verdadera exaltación del sentimiento nacional y que la unidad impuesta desde fuera jamás puede dar una solución al problema de la desintegración de los estados. Todos los verdaderos griegos habrían preferido, durante la campaña de Ale­jandro, recibir la noticia de la muerte del nuevo Aquiles antes que implorarle como un dios, obedeciendo a órdenes supremas. La febril espera de esta noticia por todos los patriotas, con sus alternativas de nuevos y nuevos desengaños y de precipitadas intentonas de insurrec­ción, constituye por sí sola una tragedia. ¿Qué habría sucedido si los griegos, después de la muerte de Alejandro, hubiesen triunfado en su anhelo de sacudir el yugo extranjero, si las tropas macedonias no hubiesen 1107 logrado ahogar en sangre la revuelta y si Demóstenes no hubie­se buscado en la muerte por suicidio la libertad que en vida no podía esperar ya para su pueblo?

Aunque sus armas hubiesen triunfado, los griegos ya no podían tener un porvenir político, ni al margen de la dominación extranjera ni bajo su yugo. La forma histórica de vida de su estado había caducado ya y ninguna nueva organización artificial podía sustituirla. Es falso medir su evolución con la pauta del moderno estado nacional. Queda en pie el hecho de que los griegos no llegaron a desarrollar una conciencia nacional en sentido político que les capacitase para la creación de este tipo de estado, aunque no careciesen de una con­ciencia nacional propia en otros sentidos. Aristóteles dice en su Po­lítica que los griegos podrían llegar a dominar el mundo si constitu­yesen un solo estado.[56] Pero este pensamiento sólo se alzó en el horizonte del espíritu griego como problema filosófico. Sólo una vez, en la batalla final de Demóstenes por la independencia de su patria, se produjo en la historia de Grecia una oleada de sentimiento na­cional, traducida en realidad política con la resistencia común frente al enemigo exterior. En este momento, puesto en tensión a la hora postrera para defender su existencia y su ideal, el estado agonizante de la polis alcanzó en los discursos de Demóstenes categoría de eter­nidad. La fuerza tan admirada y tan corrompida de la elocuencia política pública, inseparable de la idea de aquel estado, asciende una vez más en estos discursos a un grado supremo de importancia y dignidad, para luego extinguirse. Su última batalla grandiosa es el discurso de Demóstenes sobre la corona. En él ya no se trata de rea­lidades políticas, sino del juicio de la historia y de la figura del hom­bre que gobernó en Atenas durante estos años. Es maravilloso ver cómo Demóstenes sigue batallando por la idea hasta el último aliento. Podría considerarse esto como un afán de porfía, después que la historia había pronunciado ya su férreo veredicto. Pero si ahora sus antiguos adversarios se atrevían a salir de sus madrigueras y se creían autorizados a juzgarle definitivamente en nombre de la historia, era obligado que él se levantase también por última vez para hablar al pueblo de lo que había querido y de lo que había hecho desde el pri­mer instante. Aparece aquí una vez más ante nosotros, como un destino ya sellado, abarcando el desenlace, todo lo que en las Filípicas habíamos vivido como una lucha actual: la carga de la herencia, la grandeza del peligro, la gravedad de la decisión. Demóstenes profesa, con un espíritu verdaderamente trágico, la verdad de sus actos y exhorta al pueblo a no desear haber tomado otra decisión que aquella que el pasado le imponía.[57] El brillo de este pasado vuelve a resplan­decer y el desenlace se halla, pese a toda su amargura, en armonía con él.




[1] 47 En mi obra Demóstenes, pp. 148-151, 163-174 y especialmente p. 169, he apuntado insistentemente a este designio de educación del pueblo que informa los discursos sobre Filipo de Macedonia. Quien no lo tenga en cuenta y sólo busque en ellos proposiciones concretas no podrá comprender en modo alguno estos discursos, como les ocurre a muchos especialistas modernos, que carecen de experiencia propia y que, por tanto, no pueden formarse ni la menor idea acerca de lo que es la vida política en una gran democracia. La decisión de luchar, en los pueblos gobernados democráticamente, no obedece a las órdenes del "gobierno", sino que debe salir del interior de cada ciudadano, pues todos ellos toman parte en la decisión. Las Filípicas de Demóstenes se consagran to­das a la formidable misión de preparar al pueblo para tomar esta decisión, para la cual le faltaba a la mayoría de él tanto capacidad de sacrificio como claridad de visión. No habría ocurrido así si Filipo de Macedonia hubiese entrado en Ática como nuevo Jerjes. La dificultad estribaba en hacer comprender al hombre de la calle un peligro que no veía con sus propios ojos y cuyo alcance e inexora­bilidad no llegaba a comprender su inteligencia.

[2] 48 Cf. demóstenes, Fil., I, 1, donde se enfrenta enérgicamente con los polí­ticos negociantes que habían sido hasta entonces los portavoces del estado. De­móstenes tenía treinta y un años cuando se lanzó a la tribuna con su programa de acción.

[3] 49 supra, pp. 142 ss., 364 ss.                                                      

[4] 50 Fil, I, 2,

[5] 51   Sobre  la tendencia de Solón  a descargar a  los dioses de toda responsabi­lidad  en   las  desdichas de Atenas,  Cf.  supra,  pp.  143 ss.   Cf.  también   Pericles, en tucídides, i, 140, 1.   De modo parecido razona  Demóstenes en Ol., I,  1 y 10: Fil., I, 42, etcétera.

[6] 52  Sobre la idea de la tyché en Demóstenes, Cf.  jaeger, Demóstenes, pp. 165ss.

[7] 53  Fil., I, 3.

[8] 54 Fil., I, 40.

[9] 55  Tal es la situación  que  Demóstenes describe en Ol.,  III, 4.   Cf. especial­mente Fil.,  I,  10-11.    Bastante  más tarde,  en  la época  de la guerra  de  Olinto (349-8)  sitúa la Primera Filípica Eduard schwartz, en Festschrift für Theodor Mommsen  (Marburgo,  1893), al que siguen muchos investigadores modernos.   Cf. mis razones en contrario, en Demóstenes, p. 153.   dionisio de halicarnaso, Ad. Ammi., 4, sitúa este discurso, probablemente con razón, hacia los años 352-1.

[10] 56  Se contiene en los §§ 16-29 de la Primera Filípica.

[11] 57  Las medidas  propuestas en Ol., i,  16-18,  no son más que  una  repetición de la propuesta formulada por Demóstenes en  Fil., i, 16-29.    Sobre la  relación entre este discurso y la Primera Filípica, Cf. mi obra Demóstenes, p.  161.

[12] 58  Así se hace principalmente en la  Primera Olíntica.   Su primera parte  se ocupa  una  vez  más  del  problema  de  la  tyché  en  la  política,  la  cual  brinda  a Atenas una última posibilidad  (καιρός).   En la tercera parte de este discurso se expone el  aspecto desfavorable de la situación   (a)kairi/a)   para Filipo de Mace­donia.   Cf. § 24.

[13] 59  Contra estos falsos educadores se pronuncia en Oí., II, 3.

[14] 60  Ol., II, 5s.

[15] 61   Cf. supra, p. 1093, n. 46, sobre el discurso  Peri\  sunta/cewj y su programa de acción educativa sobre la masa del pueblo.

[16] 62 El factor ético en los discursos combativos de Demóstenes los distingue nítidamente de los discursos librescos de la obra de historia de Tucídides, que se limitan a desarrollar las ideas de los estadistas como tales, pero que no tienen nada que ver con el intento de persuadir efectivamente al pueblo. Se dirigen exclusivamente a espíritus pensantes y se consagran sólo al análisis objetivo de las situaciones políticas individuales. Es aquí precisamente, en el modo como ahonda en la psicología y en la moral del simple ciudadano, donde Demóstenes se revela como el verdadero educador (Cf. supra, p. 1094, n. 47).

[17] 63  Οl., II, 22.   Cf. también pasajes como Fil, I, 5 y 10; Ol., i, 12-13; Cor., 67-68.

[18] 64  Para valorar el paralelo entre la tyché de Filipo de Macedonia y la tyché de Atenas, Cf. jaecer, Demóstenes, pp. 165 s.

[19] 65 Cf. supra, pp. 234 ss. Un análisis completo del ethos político de las fi­guras de gobernantes en el drama ateniense de la primera época se contiene en la obra de Virginia Woods, Types of Rulers in the Tragedies of Aeschylus (tesis doctoral de la Universidad de Chicago, 1941). El estudio fue emprendido por sugerencia mía.

[20] 66 Cf. mi obra Demóstenes, pp. 164, 240.

[21] 67 Cf. sobre el estilo de las Filípicas de Demóstenes mi obra citada, pp. 156 s., 216. Este estilo se convirtió en un concepto fijo, que Cicerón, por ejemplo, tiene en cuenta al dirigir sus Filípicas contra Antonio.

[22] 68 Frente a su crítica de las condiciones de paz, esquines, ii, 14-15 y 56, opone que el propio Demóstenes ayudó a Filócrates a dar el primer paso para concertar la paz con Filipo de Macedonia.

[23] 69 Cf. el análisis profundo de la actitud política de Demóstenes en su discurso Sobre la paz, en mi Demóstenes, pp. 197-202.

[24] 70 Sobre la  paz, 12 y 25 (final).

[25] 70a Cf. supra, pp. 1088 s.                                

[26] 70b Cf. supra, pp. 1088, 1090.

[27] 71  Ol., II, 22.

[28] 72  Los antiguos intérpretes del discurso Sobre la paz  (ad §  12)   comparaban la flexible adaptación de Demóstenes a las exigencias de la situación, es decir, su capacidad para frenar o estimular al pueblo según las circunstancias, con Pericles; Cf. tucídides, ii, 65, 9.

[29] 73  Sobre el Filipo de Isócrates Cf. mi Demóstenes, p. 189.

[30] 74   El  ideal  de la expedición panhelénica contra  Persia presenta  claramente el sello de su procedencia de la época de la paz de Antálcidas (año 386).   Tiene como  fondo la  victoriosa  campaña de  Agesilao  en   el  Asia  Menor.   Encaja muy mal en el año 346.   Sin embargo, le vino muy bien a Filipo de Macedonia, que necesitaba una ideología para justificar su ingerencia en la política helénica.   Esto lo ha puesto en claro excelentemente U. wilcken, "Philipp II von  Makedonien un die panhellenische Idee", en Ber. Berl. Akad., 1929.

[31] 75   isócrates, Carta II, 15.   Con Isócrates coincide beloch en su Griechische Geschichte.

[32] 76   Cf. supra, pp. 1088 ss.

[33] 77   En   Fil.,  iv,   33-34,   Demóstenes   enfrenta  el   panhelenismo  antimacedonio, defendido  por  él,  al  panhelenismo  antipersa  del  bando   promacedonio  y  explica que el único peligro real contra el que los griegos tienen que unirse no es Persia, sino Filipo de Macedonia.

[34] 78   La  palabra  griega περιστοιχίζεσθαι,  que  corresponde  a  nuestro   concepto de "cerco", está tomada, al  igual que  éste, de la técnica de la caza.    Cf. Fil., II, 27.

[35] 79 Fil., ii, 19 s.

[36] 80 Cf. supra, pp. 1088 s.

[37] 81 La prueba de que Demóstenes se propuso como objetivo desde el primer momento la aproximación a Tebas la he expuesto en mi obra Demóstenes, pp. 114, 201, 219 y 230. Pero la alianza con Tebas sólo se llevó a efecto a última hora, antes de la batalla de Queronea, Cf. Sobre la corona, 174-179. Fue, para Demóste­nes, un triunfo trágico.

[38] 82 Megal, 1-4.

[39] 83 Sobre la trayectoria de Demóstenes hasta convertirse en el paladín de la causa del panhelenismo. Cf. jaeger, Demóstenes, pp. 213 ss., 219, 301 y las citas de los discursos de Demóstenes desde la paz del año 346 en p. 302. Naturalmente, entre la actitud política realista de los primeros discursos y el programa de lucha panhelénica de la última época de Demóstenes no media ninguna contra­dicción irreductible, lo mismo que no mediaba contradicción entre el Bismarck de la primera época, defensor de los intereses puramente prusianos, y el fundador de la unidad política de los alemanes en 1870.

[40] 84 Fil., III, 33.                                                            

[41] 85 Fil, III, 53-55, 63 s.

[42] 86 Fil., III, 56-62, 63, 68.                                                         

[43] 87 Fil., III, 69.

[44] 88  Fil., III, 70.

[45] 89   Ejemplos tomados de la historia de Atenas en abono  de la antigua inco-rruptibilidad y del sentido de libertad del pueblo: Fil., III, 41.

[46] 90   Peri\ sunta/cewj, 25s.

[47] 91   Peri\ sunta/cewj, 25.

[48] 92  isócrates, De pace, 69:  "No  poseemos ya  las cualidades   (h)/qh)   con  las que   conquistamos nuestra  dominación,   sino  aquellas con  las  que  la hemos  per­dido."   El  paralelo  con  los antepasados, con  Isócrates,  conduce  siempre  a con­clusiones desfavorables para el presente.   Cf. supra, pp. 899 ss., 906 ss.

[49] 93  Vuelve  a  presentarse   aquí,  de  un   modo  grandioso,  la   antigua  y  simple idea   educativa  del   modelo,  que  iluminó  los  orígenes  del   pueblo  griego.    Una agrupación sistemática de las citas en que esta idea se  presenta en Demóstenes, se encuentra en el libro, muy rico en materiales, de K. jost, Das Beispiel und Vorbild  der  Vorfahren  bei den attischen  Rednern  und  Geschichtschreibern   bis Demosthenes (Paderborn, 1936).

[50] 94  Este imperativo lo deduce Demóstenes del ejemplo de la época grande de Atenas, sobre todo  a posteriori en el discurso Sobre la corona;   pero se contenía ya,  indudablemente,  en  la  idea  del  deber  moral  que  postulaba  en  las   Filípicas basándose en aquel ejemplo.

[51] 95  Cf.   los formidables  pasajes  del  discurso   Sobre   la  corona,  especialmente 66 ss.   "¿Qué debía, pues, hacer la polis, ¡oh, Esquines!, cuando vio cómo Filipo intentaba instaurar su  dominación y su  tiranía  sobre la Hélade?    ¿O  qué  debía decir o proponer el hombre  que como yo se sentía consejero del pueblo  de  Ate­nas y que  desde  sus comienzos hasta el  día en que subió a la tribuna de los oradores no hizo otra cosa que luchar por su  patria y por los laureles supremos de su honor y de su fama?"

[52] 96  TUCIDIDES, II. 40, 3.

[53] 97 Fil.. III, 49-52.   Cf. también Sobre la corona, 145 s.

[54] 98 Cf. Fil., iv, 52 y 31-34. Sobre el último pasaje Cf. ahora el comentario de Dídimo, que arlara las alusiones que contiene a las negociaciones con Persia.

[55] 99 Fil., iv, 35-45.

[56] 100 aristóteles, Pol, vii, 7, 1327 b 32.

[57] 101 Sobre la corona, 206-208.

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