lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro cuarto: El conflicto de los ideales de cultura en el siglo IV: La retorica de Isócrates y su ideal de cultura.

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dentro del panorama del pugilato general del espíritu en torno a la esencia de la verdadera paideia que nos brinda la literatura griega del siglo iv a. c., personifica Isócrates, como el representante más destacado de la retórica, la antítesis clásica de lo que representaban Platón y su escuela. El pleito de la filosofía y de la retórica, cada una de las cuales pretende ser la forma mejor de la educación, re­suena, a partir de entonces, como nota fundamental a través de la historia de la cultura antigua. No es posible pintar este debate en todas sus fases, sobre todo si se tiene en cuenta que abundan en él las repeticiones y que a veces sus representantes no ofrecen, en cuanto personalidades, un gran interés por sí.[1] En cambio, tiene una signi­ficación decisiva para nosotros la antítesis entre Platón e Isócrates, que se adelanta al duelo de siglos venideros entre la filosofía y la retórica y lo desencadena. Mientras que en sus etapas posteriores el antagonismo degenera por completo, a trechos, en un pleito pura­mente escolástico, pues ambas partes carecen de un contenido real de vida, en la época en que comienza el debate representan todavía las fuerzas y las necesidades verdaderamente motrices de la nación griega y su diálogo se desarrolla en el centro de la escena de la vida política. Esto le da el colorido de los verdaderos acontecimientos his­tóricos y el gran estilo que le asegura el interés permanente de la pos­teridad; más aún, mirando hacia atrás nos damos cuenta de que en este torneo cobran expresión los problemas verdaderamente decisivos de la historia griega de aquella época.

También Isócrates, al igual que Platón, ha encontrado admirado­res y expositores en estos últimos tiempos y desde el Renacimiento ha dominado incuestionablemente, más que ningún otro maestro de la Antigüedad, la práctica pedagógica del humanismo. Es perfecta­mente legítimo, desde un punto de vista histórico, que su nombre se destaque en las portadas de los libros modernos como el del padre de la "cultura humanista", en la medida en que no sean los sofistas quienes tengan derecho a reivindicar este título. Desde nuestra peda­gogía hay una línea directa que se remonta hasta él, como hasta Quintiliano y Plutarco.[2] Frente a esta perspectiva que nos traza el  831 humanismo académico de los tiempos modernos, el tipo de investi­gación que venimos aplicando en la presente obra nos impone como misión el proyectar la mirada, constantemente, sobre el conjunto de la evolución de la paideia griega y sobre la multiplicidad y el carác­ter antagónico de sus problemas y de su contenido.[3] No carece de importancia saber que lo que los educadores modernos consideran no pocas veces como la esencia del "humanismo" es, sustancialmente, la continuación de la línea retórica de la cultura antigua y que en rea­lidad la historia del humanismo llega infinitamente más allá, puesto que abarca las repercusiones de la paideia griega en su totalidad y, por tanto, la acción universal de la filosofía y la ciencia helénicas.[4] Así enfocada, la conciencia de la auténtica paideia de los griegos se convierte directamente en autocrítica del humanismo erudito de los tiempos modernos.[5] Por otra parte, la posición y la esencia de la fi­losofía y de la ciencia dentro del conjunto de la cultura griega sólo se destacan si se las coloca dentro del marco de un estudio que las presente rivalizando con las otras formas del espíritu por lograr el tro­feo de la verdadera educación del hombre. En último término, tanto la filosofía como la retórica brotaron de la entraña materna de la poesía, que fue la paideia más antigua de los griegos, y no podrían 832 comprenderse al margen de este origen.[6] Sin embargo, el hecho de que el pleito en torno a la primacía de la paideia se limite al proble­ma de saber si el primer premio corresponde a la filosofía o a la retó­rica demuestra suficientemente que aquel antiguo dualismo helénico de la educación gimnástica y la "música" acabó descendiendo después de todo a un rango inferior.

A quien tenga reciente la lectura del Protágoras o del Gorgias de Platón le parecerá, de modo indudable, que también la educación de los sofistas y de los retóricos representa un punto de vista fundamen­talmente superado. Y así es, en efecto, si se la mide por el postulado ideal de la filosofía, según el cual toda cultura y toda formación hu­manas deberán basarse, en lo sucesivo, única y exclusivamente sobre el conocimiento de los supremos valores. Pero, por la ojeada que hubimos de echar a los siglos posteriores,[7] sabemos que la antigua educación sofístico-retórica siguió viviendo sin menoscabo de su fuer­za al lado de la educación filosófica y que hasta se instauró en la vida espiritual de los griegos como una gran potencia de primer rango. Es posible que la amargura y el sarcasmo sangriento con que Platón la persigue pueda explicarse en parte por ese sentimiento peculiar del vencedor cuando se ve obligado a luchar contra un ene­migo que resulta ser, manteniéndose dentro de sus límites, indomeñable. La actitud pasional de Platón resulta difícil de comprender si nos representamos sus ataques como dirigidos exclusivamente contra los grandes sofistas de la generación de Sócrates en quienes él ve encarnado aquel tipo de cultura: Protágoras, Gorgias, Hipias y Pródico. Estos hombres estaban ya muertos y medio olvidados cuando Platón escribió sus diálogos, pues en aquel siglo se vivía de prisa y hacía falta todo el arte de Platón para arrancar al reino de las sombras como por encanto la acción ejercida sobre sus contempo­ráneos por aquellas figuras en otro tiempo célebres. Cuando Platón trazó sus caricaturas, no menos inmortales a su modo que la imagen ideal de Sócrates pintada por él, ya había sobrevivido una nueva ge­neración, sobre la que disparaba Platón a través de aquéllas. Por tan­to, aun sin necesidad de ir tan lejos como los que ven en los personajes del campo de enfrente que pinta Platón simples "máscaras" de con­temporáneos suyos vivos, sí debemos reconocer que en la exposición que hace de los sofistas se contiene mucha experiencia presente, y lo que desde luego podemos asegurar es que Platón no se debate nunca con cosas muertas ni históricas en este sentido.

Ninguna manifestación espiritual de aquellos años revela mejor que Isócrates, cuyos orígenes como educador y maestro son ya posteriores 833 al Protágoras y al Gorgias Platónicos, hasta qué punto la so­fística y la retórica se hallaban vivas cuando Platón se lanzó a la lucha contra este movimiento.[8] Y acrecienta el interés que esta figura tiene para nosotros el hecho de que desde el primer momento se ma­nifieste expresamente ante los postulados de Platón y del círculo socrático, abrazando la defensa de la cultura sofística en contra de ellos, lo cual quiere decir que escribía con la conciencia de no haber sido liquidado de antemano por aquella crítica. Isócrates es, en el fondo, un auténtico sofista, más aún, el hombre que viene a coronar verdaderamente el movimiento de la cultura sofística. La tradición biográfica lo presenta corno discípulo de Protágoras y Pró­dico y, sobre todo, de Gorgias, y este último dato lo encontraron los arqueólogos de la época helenística comprobado por el monumento funerario de Isócrates, en el que identificaron a Gorgias señalando a un globo celeste.[9] Otra tradición nos presenta a Isócrates, induda­blemente en la última fase de la guerra del Peloponeso, estudiando con Gorgias en Tesalia.[10] En esta región sitúa también el Menón Platónico un periodo de la actividad didáctica del gran retórico,[11] lo que constituye un testimonio interesante respecto a la penetración de la nueva cultura en las regiones periféricas de Grecia. Isócrates em­palma directamente con el Olímpico de Gorgias su primera gran obra, que le valió de golpe la fama, el Panegírico, y su emulación consciente con el maestro en torno al mismo importante tema, el llamamiento a los griegos para su unión nacional, atestigua al modo antiguo su condición de discípulo de él. Así lo confirma también, principalmen­te, la posición dominante conferida por él a la retórica, es decir, a la forma de la cultura sofística que poseía menos carácter puramente teórico. Quiso profesar durante toda su vida el arte del discurso (λόγων τέχνη),[12] reservando el nombre de sofistas para los teóricos 834 de todas las tendencias. Entre ellos incluía también a Sócrates y a sus discípulos, que tanto habían contribuido con su crítica a desacre­ditar este nombre. Isócrates daba a la meta perseguida por él el nombre de filosofía,[13] invirtiendo, por tanto, el significado que tienen las palabras en Platón. Hoy, después de haberse impuesto desde hace varios siglos el sentido Platónico de la palabra filosofía, aquella in­versión parece una pura arbitrariedad, pero en realidad no lo era, pues en tiempo de Isócrates los conceptos no habían cristalizado ple­namente ni mucho menos, sino que la evolución de sus significados se hallaba aún en plena fusión. Era Isócrates y no Platón quien se plegaba al lenguaje usual al incluir a Sócrates y a sus discípulos, lo mismo que a Protágoras o a Hipias, en la categoría de los sofistas, empleando en cambio la palabra filosofía para designar todas las modalidades de la formación general del espíritu, que es el sentido que le da también, por ejemplo, Tucídides.[14] Isócrates habría podido muy bien decir con el Pericles de Tucídides, que la tendencia a la alta cultura del espíritu, filosofei=n, era la característica de todo el pueblo ateniense, y en realidad algo parecido a esto es lo que viene a decir en su Panegírico. Atenas fundó la "cultura" (φιλοσοφία), dice aquí Isócrates, refiriéndose evidentemente, al expresarse así, al carácter de la colectividad y no al puñado de agudos dialécticos que se agrupaba en torno a Platón o a Sócrates.[15] Isócrates quiere des­tacar aquí la cultura general por oposición a un determinado dogma o a un método de conocimiento, al modo como los Platónicos lo exi­gían. Por donde en la pretensión de ambas partes de reivindicar para sí la palabra filosofía y en el sentido perfectamente distinto que unos y otros le dan, se expresa de una manera simbólica el duelo de la retórica y de la ciencia en torno a cuál de ellas debía tener la hege­monía en el reino de la educación y de la cultura.[16]

Isócrates es, pues, el heredero de la cultura sofística y retórica de la época de Pericles en el periodo de la posguerra; pero  representa 835 mucho más que esto y hasta podríamos decir que con ello no hemos tocado aún, en modo alguno, lo mejor y lo más genuino de su per­sonalidad. Ya en su modo de distribuir los acentos, en el modo como hace hincapié en lo retórico y en lo político-práctico, relegan­do a segundo plano lo sofístico-teórico, revela un sentimiento agudo para captar el estado de espíritu de Atenas ante la nueva cultura, que si bien había tenido un rápido ascenso en su ciudad natal durante los años de su juventud, era también objeto de calurosas discusiones. Aunque Isócrates no era, ni mucho menos, el primer ateniense que aparecía como discípulo y campeón de la nueva cultura, es indudable que ésta no adquirió verdadera carta de ciudadanía en Atenas sino bajo la forma que Isócrates le imprimió. Los retóricos y los sofistas de los diálogos de Platón carecen de razón en contra de Sócrates ya desde el primer momento, por el mero hecho de ser extranjeros y porque no comprenden en modo alguno el verdadero problema de este estado y de sus hombres. Se presenta siempre al mundo ático, tan encerrado dentro de sí mismo, con su saber "ya perfilado e im­portado" de fuera.[17] Es cierto que hablan una especie de lenguaje internacional que cualquier hombre culto puede comprender, pero les falta el tono ateniense y la gracia y facilidad espontánea del trato, sin las cuales no es posible lograr un éxito completo en este terreno. A pesar de lo que imponían con su cultura y su legendaria capacidad formal, todo esto, en un sentido más profundo, resultaba perfecta­mente ineficaz, al menos por el momento. Era necesario que el nuevo elemento se fundiese en el proceso histórico individual de vida de aquella incomparable polis, fusión que sólo podía llevar a cabo un ateniense como Isócrates, que tuviese una conciencia clara de la pecu­liaridad y de la situación actual de los destinos de su pueblo. Esta aclimatación de la retórica se efectúa al cabo de toda una generación desde el momento en que aparece por vez primera en Atenas, bajo la acción de la formidable experiencia vivida de la guerra y de la pos­guerra, que determinan en ella una trasformación interior. Pero se opera, al mismo tiempo, bajo la impresión de la reforma moral efec­tuada por la socrática[18] y de las grandes crisis sociales que sacudieron 836 al estado ateniense durante la juventud y los primeros años maduros de Isócrates. La situación formulaba exigencias enormes a la nueva generación, llamada a recoger la herencia del régimen de Pericles. Isócrates consideraba que era la retórica y no la filosofía en sentido Platónico la forma espiritual que mejor podía plasmar el contenido político y ético de ideas de la época y la más apta para convertirlo en patrimonio general. Con esta nueva meta propuesta por él, la acción retórica de Isócrates se incorpora al gran movimiento educa­tivo de Atenas en la época subsiguiente a la guerra, en el que desem­bocan por aquel entonces todas las aspiraciones de renovación.

Este nuevo giro obedecía a motivos de muy distinta índole. Per­sonalmente Isócrates, a pesar de su gran maestría artística para el estilo y el lenguaje, no había nacido para orador. Y la profesión de orador seguía siendo aún, como correspondía al carácter de la demo­cracia ateniense, la verdadera forma de actuación de un estadista. Él mismo cuenta que era un hombre de constitución física endeble. No sólo no tenía una voz potente, sino que sentía una timidez invencible ante todo lo que fuese hablar en público. La masa como tal le infun­día temor.[19] Al hablar de esta "agorafobia" sin escrúpulo alguno, Isócrates no pretende, indudablemente, disculpar tan sólo su absten­ción completa de toda actividad política, sino que además tiene la conciencia de que esta disposición de espíritu constituye un rasgo original, arraigado en las capas profundas de su ser. Lo mismo que en Sócrates, su retraimiento de la política no obedece a falta de inte­rés, sino que es emanación de una problemática que, a la par que se interpone como un obstáculo, ahonda su comprensión para lo que es la verdadera misión del kairos. Está convencido, como el Sócrates Platónico, de que la obra de renovación deberá arrancar de otro punto y no de la actuación práctica como orador ante las asambleas del pueblo y ante los tribunales. Por donde la endeblez física, que le incapacita para la carrera política normal, le hace sentirse llamado a su alta misión, se convierte en su destino. Pero mientras que Só­crates, con sus incesantes preguntas e inquisiciones, se convierte en un investigador en el reino de lo moral, que llega por último ante la puerta cerrada de un nuevo saber, Isócrates, con su temperamento dotado más bien para lo práctico, a pesar de hallarse momentánea­mente bajo la impresión de la gran personalidad de aquel contempo­ráneo y de medirse constantemente con su modelo, siente que su saber más acertado y su natural aislamiento de la masa le predestinan a 837 actuar dentro de un pequeño círculo como maestro de una nueva for­ma de acción política.[20]

La misma época en que vivía parecía imponer este camino. Isó­crates quería formar en el sosiego concentrado de su vida retraída hombres que pudiesen señalar a la masa mal dirigida y a la política de los estados griegos, que giraba estérilmente dentro de un mismo círculo, nuevas metas, las que él mismo llevaba en su espíritu y con las que quería entusiasmarse. Vivía en él un soñador político cuyo pensamiento discurría en el fondo por los mismos cauces que el de los políticos realistas, guiado por ideas hechas de deseos, tales como las de poder, fama, prosperidad, expansión. Sólo poco a poco y parcialmente son modificadas en él estas metas por sus experien­cias. Pero Isócrates no ve la posibilidad de que estos deseos se rea­licen por el camino trillado de la política interna griega del juego de intereses y de las fatigosas luchas de poder, por el estilo de las del siglo de Pericles. En este aspecto, su pensamiento es, en todo y por todo, un producto de las debilidades de la Atenas de la posguerra. El soñador vuela en el mundo de su espíritu sobre estos obstáculos que le opone la realidad; sólo ve la posibilidad de que el estado ateniense logre en el futuro una participación dirigente en los asuntos de Grecia siempre y cuando que llegue a entenderse pacíficamente con Esparta y con los demás griegos, mediante una equiparación perfecta de vencedores y vencidos, lo que dará por sí misma a Atenas, gracias a su prosperidad espiritual sobre sus toscos rivales, un papel deci­sivo.[21] Este entendimiento, unido a una gran empresa común para la que deberán agruparse los estados griegos, será lo único que pueda impedir la completa desintegración de Grecia y con ella la ruina de sus partes, que hasta aquí no hicieron más que chocar las unas con las otras sin que ninguna de ellas alcanzase una supremacía efectiva sobre las demás ni reuniese las fuerzas necesarias para obtener un predominio que diese satisfacción a todos. Encontrar esta empresa común equivale a salvar a los griegos como nación. Y esto es lo que Isócrates concibe como verdadera meta de toda auténtica política, después de las amargas experiencias de la guerra del Peloponeso. Es cierto que lo primero y lo más importante que hace falta para esto es superar la corrupción interior de la vida política de los estados griegos y el odio mutuo y aniquilador que es la fuente de esa co­rrupción. No en vano había sido este odio egoísta de todos contra 838 todos el que, según el trágico relato de Tucídides, había llevado en la guerra a la justificación de todas las infamias y el que había des­truido todos los sólidos conceptos de la moral.[22] Pero Isócrates no enfoca el verdadero problema de la renovación, como lo hace el Só­crates Platónico, dentro de la estructura de un mundo moral, de un estado construido en el interior del hombre individual,[23] sino que toma como punto de cristalización de su voluntad renovadora la nación, la idea griega. Platón había reprochado a la retórica el que sólo enseñaba medios de persuasión sin ser capaz de señalar ningún fin, por cuya razón sólo servía, en la práctica, para suministrar a los hom­bres armas espirituales para la consecución de sus fines contrarios a la moral.[24] Era un defecto innegable y constituía, además, una fuente de peligros para la retórica, en una época como aquélla, en que la conciencia de los mejores se hacía cada vez más sensible. Isócrates vio en su giro hacia la idea panhelénica el camino por el que era posible resolver también este problema. Tratábase de encontrar, por decirlo así, una línea intermedia entre la indiferencia moral de la educación retórica anterior y el criterio Platónico consistente en re­ducir la política a ética y que prácticamente nos volvería de espaldas a toda política.[25] La nueva retórica debería encontrar una meta que pudiese ser defendida éticamente y que fuese, además, susceptible de aplicación política práctica. Esto se conseguiría, a su juicio, con una nueva ética nacional. Ésta aseguraría a la retórica, al mismo tiempo, un tema inagotable; más aún, le parecía que con ella se había descubierto el tema por antonomasia de toda retórica superior. En una época como aquélla, en que iba desapareciendo el poder de la antigua fe y en que se estremecía el cimiento firme de la forma de estado de la polis, donde antes tenía sus raíces morales el hombre, este sueño de unidad y grandeza nacionales parecía una fuerza de inspira­ción y daba a la vida un contenido nuevo.

Véase, pues, cómo el hecho de elgir la retórica como campo de acción empujó a Isócrates, bajo las condiciones en que vivía, a su nueva meta. Es muy verosímil que el impulso para orientarse hacia ella lo hubiese recibido ya directamente de Gorgias, en cuyo Olímpico se toca el tema que Isócrates habrá de retener a lo largo de toda su vida. No es raro que ideas concebidas por el maestro en sus últimos años y con las que entusiasma a sus discípulos tracen a éstos la orien­tación para toda su actividad. Isócrates no quería ser orador y que­ría, sin embargo, ser político; aspiraba a afirmar su personalidad de educador de la juventud y de maestro de retórica frente a la competen­cia de la filosofía socrática y de los retóricos de viejo estilo, haciendo 839 frente a su crítica: el único camino viable que se le ofrecía para ello era la orientación hacia esta nueva idea. Así se explica la obstinación con que la persiguió hasta el final de su vida. Aunque sus defectos ofrecían con harta frecuencia blanco de crítica, seguramente que nin­gún otro mortal habría podido desempeñar mejor que Isócrates la misión por él mismo elegida, ni ser más apto que él lo fue para su concepción especial de esta misión. Esta concepción infundía a la retórica un contenido objetivo propio, aquel contenido cuya ausencia se le reprochara.[26] Atribuía al papel de maestro de retórica la digni­dad que le permitía equipararse a los sofistas y los filósofos y hacerse independiente de los políticos cotidianos; más aún, le confería un ran­go superior, puesto que defendía intereses más altos que los de los diversos estados. Los defectos de su propia naturaleza, tanto los del cuerpo como los del espíritu y el carácter, al igual que los de la propia retórica, se convierten, gracias a su programa, casi en virtudes o pre­sentan, al menos, la apariencia de tales. Nunca el retórico y el ideólogo y panfletista político habría de volver a encontrarse en una situación tan favorable ni a poder jactarse de ejercer una influencia semejante sobre toda la nación, y lo que en esta acción faltaba de riqueza y ten­sión de genio lo suplió en parte, a fuerza de trabajo y de tenaci­dad, una vida extraordinariamente larga. Y si esto no puede ser nunca garantía de la calidad de una obra, sí puede serlo del éxito de una actividad como la del educador, que descansa en sus relaciones con seres vivos.

La concepción moderna sobre Isócrates, que por primera vez desde hace varios siglos restituye a su derecho el contenido político de sus obras, valorándolo en la significación que realmente tenía para la historia del siglo iv, ha llevado a contraponer no pocas veces esta figura a la idea de quienes sólo veían en él al moralista, acentúa demasiado exclusivamente el escritor y el publicista frente al maestro y no comprende con la suficiente claridad que toda la actuación pú­blica de Isócrates como escritor se hallaba, lo mismo que la de Platón y Aristóteles, al servicio del programa educativo de su escuela. Es cierto que, con sus obras, Isócrates pretendía influir más allá de los linderos de su círculo de discípulos y gracias a ellas llegó a hacer muchas veces escuela entre gentes que nunca habían recibido perso­nalmente su enseñanza. Pero sus discursos políticos son también, al mismo tiempo, modelo de la nueva forma de elocuencia que profesaba en su escuela. Él mismo explicó más tarde, en el discurso de la Antídosis, ante un círculo amplio de gentes, tomando como base una selección de trozos de sus discursos más conocidos, la modalidad de su propia enseñanza. Estos discursos se proponían como modelo de forma y de contenido, pues según su doctrina ambas cosas eran 840 inseparables. No debemos perder de vista esto, si queremos sacar de esta fuente, la única que tenemos a nuestra disposición, una idea de cuál era la esencia de la cultura profesada por Isócrates. Feliz­mente, se expresó no pocas veces acerca de su arte y de sus objetivos como educador, con aquella manera consciente que era la suya y que a cada paso se interrumpía para reflexionar en alta voz sobre lo que decía y cómo y por qué lo decía; más aún, al comienzo de su carrera escribió varias obras de carácter programático para deslindar claramente la posición ocupada por él entre los demás representantes de la cultura de su época. De estas manifestaciones tenemos que arran­car para llegar a comprender en su verdadero alcance el marco de to­das sus actividades, la paideia de Isócrates.

Nada sabemos acerca de las razones ni la fecha que determinaron y en que ocurrió su tránsito de la actividad de un "escritor de dis­cursos", equivalente en ciertos respectos a la de un abogado en nues­tros días, a la de un maestro de retórica. Isócrates se había dedicado a la profesión de logógrafo, como Lisias, Isaeo y Demóstenes, para ganarse la vida, pues su fortuna paterna había sido mermada por la guerra.[27] Más tarde, cuando ya se consideraba como el Fidias de la retórica,[28] rehuía hablar de aquellos tiempos, a pesar de que, como decía sardónicamente Aristóteles, se amontonaban en las librerías vo­lúmenes enteros de los discursos forenses redactados por él en aquella época.[29] A nuestras manos han llegado pocas obras de este género, pues la escuela de Isócrates, a la que incumbía en primer lugar, después de morir aquél, la conservación de su herencia literaria, no ponía en cuidar esta parte de ella mayor interés que el propio maes­tro.[30] Sus huellas no se remontan más allá de fines de la década del noventa del siglo iv.[31] Por consiguiente, la fundación de la escuela de Isócrates coincide en el tiempo, sobre poco más o menos, con la de Platón (388).[32] En su discurso programático Contra los sofistas, Isócrates 841 tuvo ya a la vista las obras proselitistas de Platón, el Gorgias γ el Protágoras, y procuraba mantenerse alejado de su ideal de la paideia.[33] Esto nos sitúa en la misma época. El valor incomparable de su discurso sobre los sofistas estriba, para nosotros, en la vivacidad con que nos hace asistir paso a paso al comienzo de la lucha entre las dos escuelas en torno a la educación, que habría de continuarse luego a lo largo de toda una generación. Y no es menor interés el que ofrece para el lector al reproducir la impresión causada en mu­chos de los hombres de su tiempo por la primera actuación de Platón. Habituados a contemplar su significación en el espejo de la repercusión secular de su filosofía, nos inclinamos naturalmente a imaginarnos de un modo parecido, desde el primer momento, la influencia ejercida por él sobre sus contemporáneos. La lectura de Isócrates constituye un va­lioso correctivo para esta propensión.

Isócrates parte de la mala fama que los representantes de la paideia tienen entre la mayoría de la gente y la atribuye a las esperanzas exageradas que despiertan sus declaraciones.[34] Toma así partido con­tra la exageración del poder de la educación, imperante en su tiempo. Y, en realidad, el viraje dado de la actitud de duda socrática sobre 842 si existía algo que pudiera llamarse educación al pathos pedagógico de los primeros diálogos Platónicos, tenía que parecer necesariamente extraño. Isócrates es, en este punto como en tantos otros, el hombre de la línea intermedia. Él mismo pretende ser, naturalmente, un edu­cador, pero muestra cierta comprensión por los profanos que prefie­ren que no se les hable para nada de educación a confiar en las promesas de los "filósofos".[35] ¿Cómo creer en sus aspiraciones de verdad cuando ellos mismos alientan tantas falsas esperanzas? Isó­crates no menciona ningún nombre, pero cada palabra de su polémica va dirigida a los socráticos, a quienes aquí y en otros sitios llama desdeñosamente "disputadores".[36] Platón acababa de exponer la dia­léctica, en su Protágoras y en su Gorgias, como un arte superior a la retórica y a sus prolijos discursos (makroi\ λόγοι). Su adversario junta la dialéctica, sin pararse a distinguir, con la erística, de la que procura distinguirse siempre la auténtica filosofía,[37] aunque el Sócra­tes de Platón nos la recuerde de un modo vivo a veces. Así acontece precisamente con harta frecuencia en los diálogos de la primera época, como el Protágoras y el Gorgias.[38] Nada tiene, pues, de extraño que Isócrates no vea la dialéctica con tan buenos ojos como los socráticos, 843 que la preconizan como la panacea. Al hombre del sano sentido co­mún le parece que rebasa la medida de lo humanamente posible el cononocimiento infalible del valor (φρόνησις) que aquéllos preconizaban como fruto de su enseñanza.[39] Homero, el fino conocedor de los lin­deros que separan lo humano de lo divino, reservaba esta visión a los dioses exclusivamente, y con razón. ¿Qué mortal podría aventurarse a prometer iniciar a sus discípulos en el conocimiento de lo que deben hacer y dejar de hacer y conducirles a la felicidad (eu)daimoni/a) a tra­vés de este conocimiento (e)pisth/mh) ? [40]

Todos los rasgos característicos del platonismo que saltan a la vista de una inteligencia media se reúnen aquí hábilmente, en poco espacio: el extraño método polémico de las preguntas y las respues­tas; la importancia rayana en la mística que se atribuye a la frónesis, es decir, al conocimiento del valor, como a un órgano especial de la razón; el potente intelectualismo, que espera toda la salvación del saber, y la trascendencia casi religiosa de la promesa de la eudemonía por parte del filósofo. Isócrates se refiere, evidentemente, a las ca­racterísticas terminológicas del nuevo estilo filosófico, características que él sabe captar con el fino instinto del conocedor del lenguaje para descubrir lo que tiene que chocar o resultar ridículo para la mayoría de las gentes cultas, y poniendo además la "virtud total" (pa=sa a)reth/), que debiera ser la meta del conocimiento socrático del "bien en sí",[41] en parangón con los modestos honorarios por los que los filósofos venden su sabiduría, logra que el sentido común ponga com­pletamente en duda si lo que la juventud puede aprender de ellos vale realmente mucho más de lo que vale lo poco que por su ense­ñanza paga. Y los propios filósofos demuestran, con la desconfianza en punto a la honradez de sus clientes, de que dan pruebas los regla­mentos de su escuela, lo poco que ellos mismos creen en esta virtud perfecta que dicen aspirar a conseguir en sus discípulos. Los regla­mentos exigen, en efecto, que los honorarios sean depositados de an­temano en un banco ateniense.[42] Y esta medida es muy buena, sin duda, en lo que afecta a la propia seguridad, pero ¿cómo conciliar esta exigencia con su pretensión de educar a los hombres en la jus­ticia y el dominio de sí mismos? Es un argumento que parece de mal gusto, pero que no deja de tener ingenio. En el Gorgias Platón argumentaba también malignamente y en términos parecidos a éstos contra los retóricos que se quejaban de que sus discípulos abusaban 844 del arte de la oratoria, sin ver que con ello se acusaban en realidad a sí mismos, pues si fuese cierto que la retórica hacía mejores a sus discípulos, no sería concebible que éstos abusasen de lo aprendido por ellos.[43] En realidad, el reproche principal que se hacía a la re­tórica era su carácter amoral. Isócrates se adhiere en varios pasa­jes de sus obras al criterio que en Platón sostiene Gorgias, de que el maestro trasmite su arte al discípulo para que haga buen uso de él y de que, por tanto, no se le debe censurar si el discípulo lo emplea para malos fines.[44] No comparte, por consiguiente, la críti­ca de Platón, sino que se muestra totalmente de acuerdo con Gorgias. Pero, dando un paso más, ataca aquí a los filósofos, intentando de­mostrarles que pecan de desconfianza contra sus propios discípulos. Es probable, pues, que conociese ya el Gorgias de Platón y se refiriese a este diálogo en su escrito programático.[45]

Esto tenía que irritarle especialmente a él, al discípulo de Gorgias, y por fuerza tenía que sentirse comprometido también en la persona de su maestro, pues, como hemos visto, Platón no atacaba sólo a Gorgias, sino que atacaba a la retórica en todas sus variantes. Todos los conceptos característicos de la enseñanza de los "erísticos" que Isó­crates pone en ridículo en su discurso inaugural Contra los sofistas aparecen ya claramente expresados en el Gorgias, donde los valora especialmente en lo que significan para la nueva forma Platónica de la paideia.[46] El hecho de que Isócrates, en su discurso, haga figurar 845 a Platón y a los socráticos en primer lugar entre los adversarios a quienes ataca y se detenga en ellos más minuciosamente que en nadie, demuestra que comprendía perfectamente el peligro que por este lado amenazaba a su ideal. Su inventiva tiene un carácter com­pletamente práctico y no se lanza a la refutación teórica, pues se da perfecta cuenta de que en este terreno no saldría bien parado. Lo que hace es situarse por entero en el punto de vista del hombre medio y apelar a los instintos de este tipo de hombre. El profano no com­prende los secretos técnicos del filósofo. Pero ve que quienes preten­den guiar a otros a la sabiduría y a la dicha no poseen nada ni exigen nada tampoco a sus discípulos.[47] Esta pobreza no respondía a la idea griega tradicional del hedonismo y ya le había sido reprochada a Sócrates por otros sofistas como Antifón.[48] El profano ve que quienes quieren descubrir contradicciones en otros no observan las contradicciones de que adolece su propia conducta y que, pretendiendo enseñarles a adoptar decisiones certeras ante el futuro, son incapaces de decir nada ni de dar un consejo acertado acerca del presente.[49] El profano observa, además, que los muchos hombres que basan su con­ducta en las meras "opiniones" (δόξα) se ponen de acuerdo entre sí y encuentran un camino acertado para su conducta más fácilmente que quienes pretenden hallarse en la plena posesión del "saber" (e)pisth/mh) y esto le lleva necesariamente, en fin de cuentas, a despreciar estos estudios y a considerarlos como charlatanería vacua y pura micrología, pero no como el "cuidado del alma" (yuxh=j e)pime/leia).[50] Esta última síntesis disipa, sobre todo, cualquier duda que pudiera existir en el sentido de que Isócrates dispara aquí contra Platón y los demás socráticos, entre ellos principalmente, sin duda alguna, contra Antístenes. Deliberadamente mezcla algo sus rasgos y les da cierta apa­riencia de razón, puesto que todos ellos pretenden ser discípulos de Sócrates.[51] Sabe, sin embargo, que existe entre los socráticos una rabiosa lucha intestina y saca de ello otro argumento contra los filó­sofos, como en todos los tiempos lo ha hecho siempre el sentido común. Antístenes es el que más fielmente sigue las huellas del maestro, en lo que se refiere a la pobreza y a la carencia de necesidades; los rasgos más bien teórico-filosóficos de la pintura hecha por Isócrates, 846 parecen responder de modo principal a Platón y la caracterización de la actividad filosófica como micrología se refiere, visiblemente, al desarrollo de la dialéctica como arte lógico, por obra de Platón.[52] Isócrates percibe certeramente que esto suponía ya un paso dado hacia lo formal y lo teórico. Al medir este nuevo arte de descubrir las contradicciones, con el que se aspiraba a consumar la superación de la opinión por el conocimiento,[53] por la antigua meta socrática de "cuidado del alma",[54] poniendo en tela de juicio su valor para este fin, hace que su crítica termine precisamente allí donde la historia nos enseña que estriba el verdadero problema planteado. En el diá­logo entre Platón e Isócrates, al que asistimos como testigos, se des­arrolla, pues, una dialéctica histórica del ideal de cultura que encierra, a pesar de todas las pequeñeces humanas de la polémica, un valor permanente.

Isócrates llama profesores de política al segundo grupo de adver­sarios a quienes ataca.[55] Éstos no se preocupan de la verdad como los filósofos, sino que practican su techné en el viejo sentido de esta palabra.[56] según el cual no encierra todavía ni rastro de responsa­bilidad moral, como Platón lo exige para la retórica, siguiendo el modelo de la techné del médico.[57] Isócrates no puede sustraerse a este postulado y, sobre todo, al tratar del tercer grupo de competi­dores, los profesores de elocuencia forense, destaca de modo considera­ble este punto de vista moral. Pero no lo hace precisamente para enco­miar a Platón. Su crítica de los profesores de elocuencia política, entre los cuales debemos pensar, principalmente, en su propio condiscípulo Alcidamas, alumno de Gorgias,[58] nos revela un tipo de educación antagónico de la filosofía: el arte de la improvisación oratoria. Aun­que Alcidamas publicó también discursos ejemplares como Isócrates, su fuerza estaba en la improvisación (au)tosxedia/zein). Un discurso suyo que ha llegado a nosotros está dirigido, cosa muy significativa, contra los retóricos del tipo de Isócrates que, aunque tienen un estilo brillante, son incapaces de decir en el momento decisivo lo que la 847 situación exige que se diga.[59] La práctica constante de esto era, sin duda, una magnífica escuela para los oradores prácticos del futuro, si bien la enseñanza podía también degenerar con facilidad en mera ru­tina y descuidar no pocas veces toscamente las exigencias de la alta retórica. Isócrates formula contra este adversario el reproche de la "anestesia", o sea la ausencia del sentido artístico de la calidad.[60] En la práctica de la oratoria, esta forma de retórica conduce a la asimila­ción de ciertas manipulaciones esquemáticas que permiten tenerla en cualquier momento a nuestra disposición. No deja margen ni a las pro­pias dotes espirituales del discípulo ni a la experiencia de ninguna in­fluencia, cualquiera que ella sea, sino que enseña de un modo abstracto y escolástico las formas del discurso, como el maestro primario enseña al analfabeto el Abc.[61] Este método constituye un buen ejemplo de la tendencia de la época a reducir a moldes técnicos dentro de lo posible la vida toda, incluyendo la educación. Isócrates encuentra aquí la de­seada ocasión para destacar su propio arte frente a este rutinarismo profesional y para eximirse de las sospechas de una concepción mezqui­namente práctica en que fácilmente podía incurrir al repudiar las su­tilezas de la cultura filosófica. Busca un camino intermedio entre la sublime teoría y la técnica rutinaria, y cree encontrarlo en la modela­ción artística de la forma.[62] Con ella introduce un tercer principio. Y como en los demás aspectos, es el contraste con los otros el que le sirve para esclarecer su propia posición y su ideal. Pero con su lucha en dos frentes da claramente a entender que la posición contra la cul­tura filosófica, por muy importante que sea para él, sólo caracteriza a medias su propio deseo. Tiene que distanciarse también de la retórica en el sentido tradicional, pues también en el campo de la retórica re­presenta algo nuevo su paideia.

No hay ningún campo de la vida que tolere menos que éste la re­ducción de todos los casos concretos a una serie de esquemas y formas fundamentales fijos. Platón da a estas formas fundamentales en el terreno de las manifestaciones lógicas el nombre de ideas. Tomó este tipo de intuición plástica, como vimos, de la medicina de su tiempo, de donde la transfirió al análisis del ser. En la retó­rica nos encontramos en la misma época con una evolución idéntica, sin que dispongamos de los elementos de juicio necesarios para decir que se produjese bajo la influencia de la aplicación Platónica del término "ideas". La retórica y la medicina eran el campo de expe­riencia suministrado por la naturaleza para el desarrollo del concepto de aquellas ideas o formas fundamentales, tanto en lo tocante a la variedad plástica de los fenómenos psicológicos como en lo referente a los casos concretos o a las situaciones políticas o legales. Se trataba 848 de reducirlas a formas fundamentales de carácter general, para de ese modo simplificar su tratamiento práctico. La comparación de estas ideas con la invención de las letras del alfabeto (στοιχεία γράμματα) que encontramos en Isócrates y que volveremos a encontrar más tarde en Platón, venía sugerida por sí misma, pues el proceso espiritual del conocimiento mediante la reducción de una pluralidad de formas reuni­das a una serie limitada de "elementos" básicos finales es el mismo en ambos casos.[63]

Fue también entonces cuando los elementos de las ciencias natu­rales recibieron este mismo nombre por vez primera, habiendo servido de base asimismo, para ello, aquella misma analogía entre el lenguaje y los signos alfabéticos.[64] Isócrates no rechaza en principio, ni mucho menos, la posibilidad de una teoría retórica de las ideas; lejos de esto, sus obras revelan que iba acercándose a ella cada vez más y que cons­truía su teoría en todos sus aspectos por los cauces del dominio de estas formas fundamentales de la oratoria. Pero una elocuencia que no sirviese para otra cosa, sería un trasto inútil. Los signos del alfabe­to son, con su inmovilidad e inmutabilidad, lo más opuesto a la movi­lidad y a la variedad de las situaciones que plantea la vida humana y que no es posible vaciar en ninguna regla.[65] Una oratoria perfecta tie­ne que ser la expresión individual de la situación y su suprema ley es la de lo adecuado. Sólo la observancia de estos dos preceptos le per­mitirá ser una oratoria nueva y original.[66]

El arte de la oratoria es, en una palabra, creación poética. No puede prescindir de la técnica, pero tampoco puede dejarse absorber por ella.[67] Y así como los sofistas se consideraban como los verdaderos continuadores de los poetas y adaptaron a su prosa el género de és­tos, Isócrates tiene también la conciencia de continuar la obra de los poetas y de asumir el papel que éstos desempeñaban hasta hace poco en la vida de la nación. Su paralelo entre la retórica y la poesía trasciende ampliamente del alcance de una observación ingeniosa cual­quiera. En sus discursos se percibe por todas partes el influjo de esta concepción. Los encomios de grandes hombres están calcados sobre los himnos, el discurso exhortativo se ajusta al modelo de la elegía parenética y de la epopeya didáctica, y hasta en lo que al con­tenido de las ideas se refiere vemos cuan de cerca sigue Isócrates, en estas creaciones, la tradición firmemente consolidada del género poético correspondiente. Y el paralelo con el poeta es determinante también en lo tocante al rango y a la dignidad del retórico. Esta nueva profesión debe apoyarse en otra tradición firmemente arraigada, 849 tomando de ella sus criterios. Y cuanto menos espera o desea Isócrates recorrer el camino del estadista práctico, más necesita para su misión puramente espiritual el aliento de la poesía, y el espíritu educativo que anima a su retórica rivaliza también conscientemente, como los griegos veían, con la pedagogía de los antiguos poetas. Él mismo establece también, como Píndaro, el paralelo entre sus crea­ciones y las de los artistas plásticos y se equipara orgullosamente a Fidias,[68] pero lo hace más bien para explicar que a pesar de la gran dignidad de este arte, siempre hay gente que considera la retórica como algo de orden subalterno. También el escultor era, para el sen­timiento social de los griegos de la época clásica, un concepto que llevaba adherido todavía algo de oficio y de rutina. Y, sin embargo, este oficio abarcaba toda la escala de matices que van desde el modesto cantero hasta el genial creador del Partenón. A medida que crece la estimación por las artes plásticas y sus maestros, parece aumentar, en los siglos siguientes, la frecuencia del paralelo entre la pintura y la escultura, por una parte, y por la otra el arte de la oratoria. No obs­tante, la metáfora más apropiada para expresar el proceso de la histo­ria del espíritu que tiene lugar con el ascenso de la retórica como nueva potencia cultural es la sucesión en el trono de la poesía por la retórica: la poesía griega de la época posterior es, a su vez, hija del arte re­tórico.[69]

La posición que Isócrates adopta ante el problema del valor edu­cativo de la retórica se halla determinada también, naturalmente, por esta concepción respecto a su esencia. Como obra de creación, se sustrae en sus más altas realizaciones al aprendizaje pedagógico. Si a pesar de ello Isócrates pretende educar a los hombres por medio de la retórica, esto responde a un criterio propio en cuanto a la relación entre los tres factores que son la base de toda educación, según la pedagogía de los sofistas: la naturaleza, el estudio y la práctica. Las es­peranzas exageradas que el entusiasmo general de la época por la cultura y la educación habían despertado en mucha gente[70] habían ido cediendo ya el puesto a una cierta frialdad, en parte debido a la crítica de principios en torno a los límites de la educación por el estilo de la que hacía Sócrates,[71] y en parte debido a la experiencia de que los que habían disfrutado de la educación sofística no eran siempre más que los que no habían tenido acceso a ella.[72] Isócrates se expresa con mucha cautela acerca de la utilidad de la educación. Reconoce que el factor decisivo son las dotes naturales y confiesa abiertamen­te que las gentes de talento sin cultura van con frecuencia más allá 850 que las gentes cultas sin talento, suponiendo que pueda hablarse real­mente de cultura sin algo que valga la pena cultivar. El segundo fac­tor, por orden de importancia, es la experiencia, la práctica.[73] Parece como si hasta entonces los retóricos, aun reconociendo teóricamente la trinidad de las dotes naturales, el estudio y la práctica, colocasen prácticamente en primer plano la cultura y el estudio. Isócrates rele­ga modestamente la paideusis a tercera línea. Con ayuda de los otros factores, el talento y la experiencia, puede llegar a dar grandes resul­tados. Hace que los hombres tengan conciencia de su arte, desarrolla su inventiva y les ahorra muchos tanteos y búsquedas inútiles. Puede estimular y desarrollar espiritualmente incluso a hombres poco dota­dos, aunque sin llegar a convertirlos nunca en oradores o escritores eminentes.[74]

La cultura retórica puede enseñar a penetrar en las "ideas" o formas fundamentales de que se halla compuesto todo discurso. Isó­crates parece indicar que este aspecto de la formación del hombre, el único que hasta entonces se venía cultivando, es susceptible indu­dablemente de gran desarrollo. Nos agradaría saber más de su nueva teoría de las ideas y poder compararla con la de los antiguos retó­ricos. Sin embargo, la verdadera dificultad de la cosa no estriba en esta parte del problema, tanto menos cuanto mayor sea la perfección con que se le enseñe. Estriba, por el contrario, en la buena selección, combinación y colocación de las "ideas" en cada uno de los temas tratados, en la elección del momento adecuado, en el sentido de la medida para ornar el discurso con entimemas y en la combinación rítmica y musical de las palabras.[75] Para todo esto hace falta contar con un espíritu vigoroso y certero. Esta fase suprema de la forma­ción presupone, por parte del que aprende, el pleno conocimiento de las ideas del discurso y destreza en su empleo, y por parte del pro­fesor la capacidad de penetrar hasta el último límite de lo que racio­nalmente es susceptible de enseñanza y de convertirse para el resto, es decir, para todo lo que no pueda enseñarse, en modelo que los demás puedan imitar y con arreglo al cual puedan formarse, hasta conseguir un medio de expresión brillante y atractivo.[76]

Platón condicionará más tarde, en la República, el logro del su­premo objetivo de la cultura a la "coincidencia" de cualidades que rara vez se dan juntas en la realidad. Pues bien, de un modo seme­jante a éste, Isócrates ve en la coincidencia de todos los factores señalados la premisa necesaria para que pueda llegar a prosperar realmente cualquier esfuerzo educativo.[77] Al margen de Platón, vemos 351 expresada aquí la idea griega general de la educación como forma­ción del hombre y reflejada luego en variantes como la de ejemplo o modelo (παράδειγμα), poner el sello (e)ktupou=n) e imitar  (mimei=sqai).[78] Lo único que se discute es cómo esta formación puede convertirse de una bella imagen en una realidad práctica; es, por tanto, el método de esta formación y, por consiguiente, el último re­sultado, la visión que se tenga de la naturaleza del espíritu humano. Platón aspira a "formar" el alma mediante el conocimiento de las ideas como las normas absolutas de lo bueno, lo justo, lo bello, etcétera, con arreglo a la ley de su estructura inmanente en ella misma, hasta llegar a desplegar en ella un cosmos inteligible que abarque todo ser. Isócrates, en cambio, no admite este saber universal. El órgano de la cultura retórica es la simple opinión, aunque, como él mismo acentúa repetidamente, admite en el espíritu una capacidad práctica para al­canzar con certeza el objetivo, que, sin poseer un verdadero saber en sentido absoluto, le permite optar por la solución acertada.[79] En esta capacidad artística está la raíz de la idea cultural de Isócrates. Del mismo modo que la dialéctica Platónica conduce a los discípulos, paso a paso, en la ideas, pero confiándoles a ellos mismos, en último resultado, la aplicación efectiva de la idea en su vida y en su con­ducta, ya que esto constituye un proceso no susceptible de ser raciona­lizado, Isócrates no es tampoco capaz de describir más que los ele­mentos y las fases del proceso cultural, detrás de los cuales la formación del hombre como tal sigue siendo un misterio. No se la pue­de arrebatar por entero a la naturaleza, ni se la puede tampoco con­fiar por completo a ella. La cultura depende, pues, íntegramente, de la acertada combinación entre la naturaleza y el arte. Si la medio­cridad de Isócrates —en un sentido Platónico— y el hecho de que se detenga ante la simple opinión —que es según Platón el elemento de vida de toda retórica—, se consideran como impuestos por el objeto mismo, su autolimitación consciente y su renuncia resuelta a todo lo "superior", dudoso para él, vendrá a ser un defecto constitu­cional que él se las arregla para convertir en una fuerza. Vemos repetirse aquí con respecto a la cultura retórica lo que en la propia persona de Isócrates constituye la raíz de su éxito. Isócrates reconoce el carácter empírico de la retórica, y ya sea o no legítimo definirla como una verdadera techné —cosa que Platón negaba en el Gorgias—, aquél se atiene estrictamente a este su carácter empírico. Con ello se mantiene firmemente dentro del principio de la imitación ya esta­blecido por sus predecesores y que en lo sucesivo habría de desempe­ñar un papel tan formidable en la retórica y —a medida que crecía la invasión de la retórica en la literatura— en la producción literaria toda. En este punto nos hallamos mejor informados acerca de su método de educación que con respecto a la doctrina teórica de las 852 ideas, pues todos sus grandes discursos se hallan concebidos al mismo tiempo como modelos de imitación a la vista de los cuales podían sus alumnos estudiar los postulados de su arte.

Isócrates despacha en muy pocas palabras al tercer grupo de edu­cadores, el formado por los que se dedican a escribir discursos foren­ses. Los considera, evidentemente, como el adversario más débil, a pesar de que todavía en el Fedro, es decir, algunos decenios más tarde, Platón combate a este tipo de retóricos, lo que equivale a reco­nocerle cierta importancia. Se comprende que para Isócrates estos competidores tuviesen mucho menos interés que la nueva cultura filo­sófica, en la que se veía el verdadero peligro que amenazaba a sus aspiraciones. Los redactores de discursos forenses trabajaban para ganarse el pan, pues su artículo es en la práctica el más apetecido. Conocemos esta clase de trabajos por los discursos-modelos publica­dos por Antifón, Lisias, Isaeo, Demóstenes y por el propio Isócrates en sus primeros tiempos. Este género es una de las flores más curio­sas del jardín de la literatura griega, un producto específico del suelo ático. La manía pleiteadora de los atenienses, tan ridiculizada en la comedia, es el reverso del estado de derecho, del que tan orgullosos se sentían. A ella se debía el interés general que existía por los debates judiciales y los torneos "agonales". Los discursos-modelos de los logógrafos sirven al mismo tiempo de propaganda para sus autores, de modelo propuesto a la imitación de los discípulos y de materia de en­tretenimiento para el público de los lectores.[80] Isócrates revela tam­bién en este campo el gusto más sensibilizado de la segunda generación. Recomienda irónicamente que se confíe a sus críticos la exhibición de este aspecto, el más desagradable de la retórica, que cuenta con bas­tantes enemigos, en vez de sacarlo directamente a la luz pública, tanto más cuanto que lo que en la retórica es susceptible de ser enseñado es tan útil para otras clases de aplicación como para los torneos judiciales. No debe ponerse en duda la sinceridad de esta repugnan­cia, la cual basta para explicar por qué Isócrates renunció a esta actividad. Para él, los redactores de discursos están moralmente muy por debajo de los filósofos.[81] Y al decir esto, no se refiere tan sólo, visiblemente, a los autores de discursos forenses, sino a los retóricos de todas clases, puesto que los agrupa bajo el nombre de profesores de elocuencia política.[82] Es cierto que los temas de la cultura filosófica no valen la pena de ser discutidos y los polemistas que se enredan en 853 discusiones en torno a ellos pueden caer en un caso serio en gran peligro —a propósito de lo cual cita a Calicles, el personaje del Gorgias de Platón, y se pone enteramente a su lado—, pero el mero hecho de que los retóricos tengan un tema mejor para sus discursos, que es la política, no puede hacernos perder de vista que en la mayoría de los casos la práctica les lleva a abusar de él para multiplicar la­boriosamente sus ocupaciones y aumentar injustamente su poder. Por tanto, Isócrates sigue a Platón en la crítica, pero no en lo positivo. No cree en la posibilidad de enseñar la virtud, como no cree tampoco en la posibilidad de enseñar el sentido artístico, y como Platón sólo reserva el nombre de la techné para una educación que sea capaz de hacer eso, Isócrates considera imposible su existencia. Se inclina, sin embargo, a reconocer una influencia técnica más bien a la educación dirigida a lo político, siempre y cuando se practique al modo preco­nizado por él y no con la intención amoral de los anteriores represen­tantes de la retórica.[83]

En la concepción de la paideia Platónica, tal como se revela en el discurso Contra los sofistas, sorprende el que no tenga en cuenta para nada el contenido político de la doctrina del adversario. Isócrates debió de sacar de los primeros diálogos de Platón la misma impresión que hasta hace poco producían a la mayoría de los lectores modernos, a saber: la de que en ellos se trataba exclusivamente de problemas de iniciación moral, que aparecían extrañamente en íntima relación con la dialéctica. La retórica tiene, en cambio, la ventaja de ser una cultura enteramente política. Sólo necesita encontrar un nuevo cami­no, una nueva actitud para ganar en este terreno un puesto dirigente espiritual. La antigua retórica no había conseguido gran cosa porque se brindó como instrumento de la política diaria, en vez de elevarse sobre ella. Aquí se revela ya la seguridad de poder infundir a la vida política de la nación un pathos más elevado. Desgraciadamente, en el fragmento del discurso Contra los sofistas que ha llegado a nos­otros falta la parte principal, donde se debió de tratar precisamente de este punto. El deslinde de Isócrates con respecto a la meta educa­tiva de Platón debió de cambiar necesariamente al cobrar una con­ciencia clara del postulado político de la filosofía Platónica. En rea­lidad, ese postulado se anunciaba ya en la declaración formulada en el Gorgias Platónico de que Sócrates era el único verdadero estadista de su tiempo, puesto que aspiraba a hacer mejores a los ciudadanos.[84] Esta declaración podía ser fácilmente interpretada como una simple paradoja, sobre todo por Isócrates, que veía en el afán de originalidad y en la caza de paradojas inauditas el móvil fundamental de todos los escritos contemporáneos y temía con razón que en este terreno le fuese difícil rivalizar con Platón y los filósofos. Pero más tarde, en 854 el Filipo. considera a Platón, volviendo atrás la vista para abarcar la obra de su vida poco después de su muerte, como el gran teórico del estado, aunque su pensamiento no sea, desgraciadamente, realizable.[85] Surge así el problema de saber cuándo surgiría en él este nuevo punto de vista acerca de Platón.

La respuesta a esto nos la da su Elena, modelo de encomio, que recae sobre un tema mítico, cuya alabanza tiene que parecemos por fuerza tanto más paradójica cuanto que en general es objeto de cen­suras.   No conocernos con exactitud la fecha en que fue redactada esta obra, pero corresponde de modo visible a los años que siguen inmedia­tamente al discurso Contra los sofistas y, por tanto, todavía a la época de los comienzos de la escuela ¡socrática.   Contribuye a delimitar su fecha de origen, hacia abajo, el extraño elogio que al final tributa a su heroína, al decir que fue. con su rapto, la causa determinante de la   unión  nacional de los helenos, la cual  se hizo  realidad por vez primera en la guerra contra Troya.[86]   Por consiguiente, Elena es ele­vada por el autor, en cierto modo, a símbolo mítico de las aspiracio­nes políticas que poco  después encontrarán expresión acabada en su Panegírico  (380) : el programa de la unificación de los estados grie­gos a través de una guerra nacional común contra los bárbaros.   En este primer decenio, Isócrates se mueve aún por entero en las aguas de Gorgias.   El elogio tributado a Elena guarda la misma relación con la defensa que de ésta  hace Gorgias que el Panegírico de Isócrates con el Olímpico de este mismo autor.   Isócrates ofrece su Elena como un "don primerizo", tal  y como "cuadra a los representantes  de la paideia".[87]   La obra es interesante por renovarse en ella la polémica contra la escuela socrática y su ideal educativo.[88]   Aquí vemos tam­bién cómo los rasgos de Platón   y de Antístenes se funden  en una imagen única.   La polémica  no  va dirigida contra  una  determinada persona, sino contra la tendencia de esta nueva educación en su con­junto.   Isócrates sólo puede comprender sus afirmaciones por el afán de formular ingeniosas paradojas, como ocurre cuando unos  (Antís­tenes)   enseñan que no es posible emitir testimonios falsos ni  sentar dos tesis contradictorias sobre el mismo tema y  los otros   (Platón) intentan probar que la valentía, la sabiduría y la justicia son una y la misma cosa y que el hombre no posee por naturaleza ninguna de estas cualidades, sino que las adquiere a través  de uno  y el mismo 855 saber (mi/a e)pisth/mh).[89] Esta vez, Isócrates distingue ya a los socrá­ticos de los simples erísticos, los cuales no se proponen educar a nadie, sino que sólo quieren poner dificultades a otros hombres. A todos les reprocha el querer refutar (e)le/gxein) a otros, cuando ellos mismos se hallan ya refutados desde hace largo tiempo[90] y el que sus para­dojas palidecen ante las de sus adversarios, los sofistas: por ejemplo, ante la tesis de Gorgias de que nada de lo que es es, o la de Zenón de que una misma cosa es imposible, o la de Meliso de que el número que viene después del infinito es el número I.[91]

A este cubileteo contrapone él la sencilla aspiración a establecer la verdad objetiva tal como él la comprende, o sea como experiencia de la realidad y como educación para el mundo de la acción política. Los filósofos se lanzan a la caza del fantasma de un conocimiento puro y lo que empuñan al cabo, como resultado de todas sus investi­gaciones, es algo que no se puede utilizar. ¿No es mejor entonces consagrarse a las cosas que realmente se necesitan, aun cuando no se pueda tener un conocimiento exacto de ellas, sino, en el mejor de los casos, opiniones acertadas simplemente? Isócrates expresa su posición ante el ideal Platónico de la precisión y la minuciosidad cien­tíficas en la fórmula de que el menor avance en el conocimiento de las cosas verdaderamente importantes debe ser preferido a la mayor superioridad espiritual imaginable en cuanto a materias mezquinas y carentes de importancia, que no rinden ninguna utilidad para la vida.[92] Comprende, naturalmente, como psicólogo que es, la predilección que la juventud siente por el arte polémico de la dialéctica, pues a esta edad no le preocupan en lo más mínimo los asuntos serios, ni los públicos ni los privados, sino que cuanto más inútil sea el juego más le divierte.[93] En cambio, merecen censura los pretendidos educadores que incitan a sus discípulos a este pasatiempo, pues con ello incurren en la misma falta que ellos mismos reprochan a los representantes de la elocuencia forense: la de pervertir a la juventud.[94] Y no retro­ceden siquiera ante el absurdo de considerar la vida de los mendigos y desterrados, despojada de todos los derechos y deberes políticos, más feliz que la de los demás hombres, es decir, la de los ciudadanos con plenitud de derechos y deberes que permanecen en su patria, con lo que se alude visiblemente al individualismo y cosmopolitismo éticos del ala radical de los socráticos: Antístenes y Aristipo.[95] Claro está que Isócrates considera aún más ridículos aquellos filósofos que creen contribuir creadoramente con sus paradojas morales a construir el edificio espiritual de la comunidad política. Estas palabras sólo pueden 856 referirse a Platón, quien interpretaba el mensaje espiritual de Sócrates como una ciencia política (πολιτική τέχνη).[96] Si nuestra in­terpretación es acertada, Isócrates cambió de criterio acerca de la idea educativa de Platón, reconociendo que también esa idea pretendía ser una educación política, ya en la década del ochenta, es decir, poco des­pués de redactar su discurso Contra los sofistas y no algunos decenios más tarde. Sin embargo, la concentración en el problema ético y en las sutilezas de la dialéctica que desde fuera se considera como signo característico de la educación Platónica parece hallarse en irreductible contradicción con el fin útil general al que dice servir.

Por donde la repulsión de Isócrates contra el amplio "rodeo" [97] teórico de Platón se acrecienta cuanto más parecen coincidir ambos en lo tocante al fin práctico de su educación. Isócrates sólo reconoce el camino directo. Su educación no sabe nada de la tensión interior que existe en el espíritu de Platón entre la voluntad propulsora que incita a actuar y el retraimiento que da la larga preparación teórica. Es cierto que Isócrates se halla lo suficientemente alejado de la polí­tica diaria y de los manejos de los estadistas de su tiempo para comprender las objeciones que Platón formula contra ellos. Lo que él, el hombre de la línea media, no comprende, es el radical postulado ético de la socrática, que se interpone entre los individuos y el estado. Él busca el mejoramiento de la vida política por un camino distinto del de la utopía. Siente indudablemente esa arraigada repugnancia del ciudadano culto y acomodado contra las bestiales degeneraciones tanto de la dominación de las masas como de la tiranía de los individuos y tiene un fuerte sentido interior de la respetabilidad. Pero no com­parte el radical espíritu reformador de Platón y nada más lejos de su ánimo que el consagrar su vida entera a esta misión. Por eso no puede comprender la inmensa fuerza educadora que envuelve la acti­tud de Platón y mide su valor de modo exclusivo por la posibilidad de aplicarse directamente a los problemas políticos concretos que a él mismo le preocupan. Estos problemas son la situación interior de Grecia y las futuras relaciones de los estados helénicos entre sí después de la gran guerra. La guerra había puesto de manifiesto que el ante­rior estado de cosas era insostenible y que se hacía necesario abordar una reconstrucción de los estados griegos. Cuando escribía la Elena, Isócrates había acometido ya su gran manifiesto, el Panegírico, que demostraría a sus contemporáneos la capacidad de su escuela para señalar nuevos objetivos en un lenguaje nuevo, no sólo a la vida moral del individuo, sino también a la nación de los griegos en su conjunto.





[1] 1 H. von arnim, Leben und Werke des Dion von Prusa (Berlín, 1898), pp. 4· 114, traza un resumen histórico bastante completo del desarrollo de esta polémica.

[2] 2 Cf. el libro del discípulo de E. Drerup, August burk, Die Pädagogik des Isokrates als Grundlegung des humanistischen Bildungsideals (Würzburg, 1923). especialmente los capítulos sobre la "Pervivencia de la pedagogía isocrática", pp. 1995., e "Isócrates y el humanismo", pp. 211 55. Posteriormente se publicaron cuatro conferencias de Drerup, con el título Der Humanismus in seiner Geschichte, seinen Kulturwerten und seiner V orbereitung in Unterrichtswesen der Griechen (Paderborn, 1934). Estudiosos británicos como Burnet y Ernest Barker llaman a Isócrates padre del humanismo.
[3] 3  Esto va dirigido también, especialmente, a quienes exigen que en una his­toria  de la  paideia  se empiece definiendo  lo que  se  entiende  por   tal.    Es lo mismo que si se pidiese al historiador de la filosofía que se atuviese a la defi­nición de Platón o a la de Epicuro, a la de Kant o a la de Hume, cada uno de los cuales entiende por filosofía algo  completamente  distinto  de los demás. La misión de un libro de historia sobre la paideia es la de describir con la mayor fidelidad posible, tanto en su peculiaridad  individual  como en su entronque his­tórico, los distintos significados, formas de manifestarse y capas espirituales de la paideia griega.

[4] 4  Cf. acerca de esto mi ensayo  "Platos Stellung im Aufbau der  griechischen Bildung" (Berlín, 1928), publicado por vez primera en Die Antike, vol. iv, 1928, núms. 1-2.

[5] 5 La filosofía, y especialmente la filosofía griega, ocupa desde este punto de vista un lugar de importancia decisiva en la estructura del humanismo moderno. Sin ella, el humanismo moderno quedaría despojado de su fuerza de choque y no podría ni siquiera explicarse. En realidad, las investigaciones sobre el lado filosófico de la cultura antigua ocupan un lugar cada vez más amplio no sólo en el campo de la filosofía, sino también en el de la filología de los tiempos modernos, y han ejercido una influencia profunda sobre la evolución de los fines y los métodos de los estudios filológicos. También la historia del humanismo parece cambiar cuando se la enfoca desde este punto de vista. La construcción histórica usual del humanismo, con sus rígidas divisiones de Edad Media y Re­nacimiento, escolasticismo y humanismo, resulta insostenible cuando se acos­tumbra uno a mirar el renacimiento de la filosofía griega en la alta Edad Media como uno de los grandes episodios de la influencia postuma de la paideia griega. Esta influencia de la paideia griega, a lo largo de la historia de la Edad Media y de los tiempos modernos, acusa una línea de continuidad. Non datar saltus in historia humanitatis.

[6] 6  La filosofía griega sólo  puede valorarse en su importancia  como  miembro del organismo de la cultura siempre y cuando que se la enlace del modo más in­timo con la historia interior y exterior del helenismo.

[7] 7  Cf. supra, p. 830 n. 1.

[8] 8  El  Protágoras   y  el   Gorgias   de  Platón   datan  de  la  primera   década   del siglo iv; en cambio, la fundación de la escuela de Isócrates no puede ser ante­rior al año 390, ya que los discursos que han llegado  a nosotros nos  permiten seguir  sus  actividades de  redactor  de   discursos forenses  por   encargo  de  otros hasta fines de dicha década.   Y tal vez debamos situarla incluso más acá, en la década del ochenta.

[9] 9  La tradición biográfica acerca de Isócrates se estudia a fondo en F. blass. Die  attische Beredsamkeit  (2a ed., Leipzig, 1892);  acerca  de las noticias  refe­rentes  a sus maestros,  Cf.  p.  11  de ese  libro.    Sobre el  monumento  funerario, véase seudo plutarco, vit. X orat., 838 D,  que toma estos datos arqueológicos y anticuarios de una obra del epigrafista helenístico Diodoro.

[10] 10  No es posible determinar con certeza la época de la estancia  de Isócrates en Tesalia, aunque debió de ser poco antes del año 410 o en  la última década del siglo v.

[11] 11  platón, men., 70 B; y Cf. isócrates, Antíd., 155.

[12] 12  Isócrates dice: h( tw~n lo/gwm mele/th, o paidei/a, o e)pime/leia.   blass, ob. cit., p. 107, cree haber observado que rehuye la expresión τέχνη.   La razón pro­bable de esto es, según este autor, el deseo de evitar que se le confunda con los escritores sobre temas técnicos o de manuales retóricos.   Sin embargo, pasajes como Sof., 9-10, y Antíd., 178, demuestran que Isócrates concebía su φιλοσοφία como una τέχνη.

[13] 13  No es  necesario aducir en  apoyo de esto una serie completa  de pasajes. En Antíd., 270, Isócrates reivindica sólo para su obra el título de φιλοσοφία, en­tendiendo que los demás educadores, tales como los dialécticos, los matemáticos y los "tecnógrafos" retóricos no  tienen derecho a atribuírselo.   En obras anteriores, Isócrates es menos exclusivista, pues habla de la φιλοσοφία de los erísticos (Ele­na, 6) o de los retóricos escolásticos como Polícrates (Bus. 1).   En Sof., 1, la pa­labra aparece empleada como común denominador de todas las ramas de la cultura y educación superiores, caracterizadas en dicha obra.

[14] 14  tucídides, ii, 40, 1.

[15] 15  Paneg., 47.   katadei=cai se dice del acto de los fundadores de religiones y otros parecidos,   φιλοσοφία no significa, en este pasaje, "filosofía".

[16] 16  blass, ob.  cit.,  p.  28, señala  acertadamente que en   tiempo  de  Isócrates la palabra filosofía significaba todavía cultura, por cuya razón no tiene nada de ridicula su  pretensión de  "enseñar filosofía".    Encuentra, sin embargo,  arrogante el que Isócrates pretenda ser el único  representante de la verdadera filosofía, es decir, de la verdadera cultura.   Pero, en fin  de cuentas, la misma pretensión de ser los únicos en enseñar la verdadera cultura tenían  Platón  y todas las demás escuelas.  Cf., por ejemplo, platón, Carta Vii, 326 A; Rep., 490 A, etcétera.

[17] 17  Cf. platón, Prot., 313 C ss.

[18] 18  Es dudoso  hasta qué  punto  merece crédito, históricamente,  la exposición de Platón en su Fedro, cuando pone en boca de Sócrates una profecía sobre el gran  porvenir de Isócrates.   Puede  que ello no  tuviese más fundamento que una impresión  pasajera  producida al  viejo Sócrates por el joven  retórico.   No  es ne­cesario que esa observación responda a un conocimiento íntimo, ni mucho menos a una  relación  de  discípulo  a  maestro.    Sin   embargo, en  Isócrates  encontramos numerosos   puntos  de  contacto   con   pensamientos  socráticos,  los  cuales   han  sido estudiados  más  a fondo  que  por nadie  por  H.  gomperz  en  "Isokrates  und  die Sokratik"  (Wiener Studien, 27, 1905, p. 163, y 28, 1906, p. 1).   Sienta con razón la hipótesis  de que  Isócrates debía  su  conocimiento  a  la literatura socrática,  lo que abona el  hecho  de  que  no empieza  a debatirse  con  estas ideas  la segunda década del siglo  IV, cuando ya él mismo actuaba como retórico de  la educación.

[19] 19 Sobre la vida de Isócrates, Cf. F. blass, ob, cit., pp. 8 ss.; R. jebb, Attic Orators, vol. ii (Londres, 1876), pp. 1ss., y el extenso artículo de muenscher, en la Realenzyklopädie der klassischen Altertumswiss., de Pauly-Wissowa, t. ix, pp. 2150 ss. Acerca de la tenue voz de Isócrates y de su timidez, Cf. FU., 81 y Panat., 10. Me parece, sin embargo, que Gomperz exagera la influencia de Antístenes sobre Isócrates.


[20] 20  En FU., 81-82, se combina la confesión de los impedimentos físicos y psíqui­cos con la pretensión de ocupar el puesto más alto en el reino de la frónesis y de la paideia.

[21] 21   En el Panegírico atribuye este papel a Atenas.   En la medida en que sólo se trataba de la primacía espiritual de Atenas, podía seguir manteniendo en  pie esta  tesis después  de la derrota  de la segunda  confederación  marítima,  como lo hace  en  efecto  en  el  Areopagítico   y  en  el  Panatenaico.   La  pretensión  política paralela a ésta fue abandonada más tarde por él, como vemos en el Discurso so­bre la paz y en el Filipo.

[22] 22  tucídides, iii, 82.

[23] 23  platón, Rep., 591 E.   Cf. supra, pp. 761 55.

[24] 24  Cf. supra, pp. 518 s.

[25] 25  Isócrates, en el  discurso Contra los sofistas, contrasta estas dos  tendencias de la paideia de su tiempo.

[26] 26 Cf. platón, Gorg., 499 D, 451 A, 453 B-E, 455 D.  Este mismo reproche lo repite Platón más tarde, en el Fedro.

[27] 27  Los "discursos" de Isócrates no fueron nunca proferidos como tales.   Su for­ma oratoria es pura ficción.

[28] 28  Acerca de sus actividades como logógrafo, Cf. dionisio de halicarnaso, De Isocr., 18 y cicerón, Bruto, 48, que utiliza como fuente la sunagwgh\ texnw~n de aristóteles.   Menciona la pérdida del patrimonio paterno, en Antíd., 161.

[29] 29  Cf. dionisio de halicarnaso, 06. cit., 18.

[30] 30  Según dionisio de halicarnaso, ob. cit., Afareo, el hijastro de Isócrates, afirmó en su discurso contra Megacleides que su padre no había redactado nunca discursos forenses, pero este testimonio sólo puede referirse a la época durante la cual Isócrates dirigía su  propia escuela;  Cefisodoro, el discípulo de Isócrates, re­conocía la  existencia de discursos forenses del maestro,  aunque sólo  se  avenía a aceptar unos pocos de entre ellos.

[31] 31   El Trapecítico y el Aeginético pueden situarse hacia fines de la década del noventa.

[32] 32   La afirmación  que hace el  seudo  plutarco en  Vit.  X orat., 837   B,  de que Isócrates empezó   dirigiendo  una   escuela  en Quío   (sxolh=j de\ h(gei=to, w(/j tine/j fasin, prw~ton e)pi\ Xi/ouno aparece confirmada en parte alguna y el giro de e)pi\ Xi/ou es un giro raro en vez de e)n Xi/w|. Espera uno que después de e)pi\ venga el nombre del arconte bajo el cual empezó a profesar su enseñanza Isó­crates, pero si el nombre aparece corrompido, la corrupción es difícil de subsa­nar, ya que los nombres de los arcontes de la década del noventa y de comien­zos de la del ochenta no presentan semejanza alguna con la palabra Χίου. Si se tratase de [Μυστι] χίδου, esto nos situaría en el año 386-5, fecha que parece bastante tardía para la fundación de la escuela de Isócrates.


[33] 32a Que el discurso Contra los sofistas debe situarse en los comienzos de sus actividades de enseñanza, lo dice el propio Isócrates en Antíd., 193. La abun­dante bibliografía existente en torno al problema de sus relaciones con Platón aparece citada en el artículo de muenscher, en la Realenzyklopadie de Pauly-Wissowa, vol. ix, p. 2171. Toda esta bibliografía se quedaría anticuada de golpe y porrazo si resultase ser falsa la hipótesis aceptada generalmente en ella, según la cual el diálogo fundamental de Platón sobre la retórica, el Fedro, data de los primeros tiempos o de la época intermedia del autor. De este último supuesto parte también... Muenscher en su artículo, magnífico como orientación. En este punto, la investigación se ha visto obligada a cambiar de punto de vista en los últimos tiempos. Cf. acerca de los orígenes posteriores del Fedro, infra, cap. viii, nota 5 ss. Por otra parte, creo imposible sustraerse a la conclusión de que el discurso Contra los sofistas polemiza también violentamente contra Platón, a la par que contra los otros socráticos. Presupone ya, entre sus obras anteriores, el Pro-tágoras y el Gorgias y tal vez también el Menón (Cf. en pp. 842 ss. el examen de este problema). La concepción de Muenscher, en la Realenzyklopädie de Pauly-Wissowa, t. ix, p. 2175, de que Isócrates, en la época del discurso Contra los sofistas, se hallaba "todavía identificado con Platón" en lo esencial, no se basa en el mismo discurso y tal vez se vea refutada por cada línea de esta obra. Este falso punto de vista responde exclusivamente a la localización demasiado tempra­na del Fedro, donde Platón ve con mejores ojos a Isócrates que a los retóricos del corte de Lisias. La hipótesis de su origen inmediatamente posterior ai discurso Contra los sofistas nos llevaría necesariamente a interpretar este discurso, forzando la verdad, como platonófilo.

[34] 33 isócrates, Sof., 1.

[35] 34  La palabra "filósofo" no designa exclusivamente, como es natural, a aque­llos representantes de la paideia a quienes hoy llamaríamos "filósofos", es decir, a los del círculo socrático.   Abarca, además,  a toda clase de gentes que dicen dedicarse  a la  enseñanza  de  la cultura  (Cf. Sof.,  11  y  18).   Pero se incluyen también los filósofos en sentido estricto como lo revela claramente Sof., 2, donde se alude a su pretensión  de enseñar la  verdad.   Esto es aplicable a  todos los socráticos y no sólo —como han sostenido algunos—, a la Aletheia de Antístenes.

[36] 35  Sof., 2: oi( peri\ ta\j e)/ridaj diatri/bontej oi(/ prospoiou=ntai th\n a)lh/qeian zhtei=n; Antíd., 261: oi( e)n toi=j e)ristikoi=j lo/goij dunasteu/o/ntej.   Son relegados al último lugar, en unión de los que se  dedican a los estudios de geometría y astronomía.   Ambas cosas eran aplicables a la Academia Platónica.   La inconse­cuente  hipótesis  de  Muenscher   de   que  en  la  Antídosis   Isócrates   incluye   entre los erísticos a Platón, pero no así en el discurso Contra los sofistas, responde tam­bién a la localización demasiado temprana del Fedro y al consiguiente corolario de la amistad entre Isócrates y el joven Platón.

[37] 36 Fue, según lo más probable, la confusión de su dialéctica con la erística, con que nos encontramos en la polémica de Isócrates como criterio firme, lo que movió a Platón a trazar, en el Eutidemo, una nítida línea divisoria entre Sócra­tes y los rábulas erísticos. En la República, 499 A, se queja también de que nadie conozca al verdadero filósofo y procura ponerlo a salvo de la confusión con el simple polemista. Aquí pinta al filósofo como el hombre que no encuentra gusto en debates y polémicas oratorios ingeniosos, pero carentes de un fin y que busca "el conocimiento por el conocimiento mismo".

[38] 37 Protágoras se ve repetidas veces imposibilitado para asentir a las conclu­siones lógicas de Sócrates y se halla visiblemente bajo la impresión de que su adversario intenta atraparle y ponerle celadas. Platón expone esto de un modo completamente objetivo, sugiriendo así por sí mismo cómo pudo surgir contra la dialéctica socrática la sospecha de la erística. También Cálicles, en Gorg., 482 E ss., se vuelve contra el "truco" de Sócrates de emplear el mismo concepto con distintas acepciones dentro de la misma argumentación. Cf. acerca de esto supra, pp. 525 s.

[39] 38 Sof   2.
[40]  39 Sof., 2-4.
[41] 40 La "virtud total" se contrapone en Platón a las "virtudes concretas", como son la justicia, la valentía, el dominio de sí mismo, etcétera. Aquélla es designa­da también con el nombre de "virtud en sí" (αύτη ή αρετή). Era una expresión un tanto nueva e insólita para los tiempos de Platón. En c. 20 también Isócrates hace hincapié sobre el elemento ético en la paideia de los "polemistas"; ellos ase­guran que la virtud puede ser enseñada (21), cosa que Isócrates y todos los so­fistas niegan violentamente. Véase el Protágoras Platónico.

[42] 41 Sof., 5.

[43] 42 Cf. Gorg., 456 E-457 C, 460 D-461 A.

[44] 43  En  Antíd.,  215 ss.,  intenta   Isócrates  poner a los  maestros  de  retórica  a salvo del reproche de que sus discípulos nada malo aprenden de ellos.   Cf. tam­bién Nic., 2 ss.

[45] 44  Esta relación cronológica entre ambas obras es también la más probable, por   razones  generales.   El  Gorgias  se  sitúa   ahora  unánimemente  y  por  razones convincentes en la segunda mitad de la primera década del siglo iv, época en que apenas si se habría fundado todavía la escuela de Isócrates, puesto que podemos seguir sus actividades de logógrafo hasta el año 390 aproximadamente.   Con lo cual el discurso Contra los sofistas, que representa el programa  de su escuela, se desplaza también a la década del ochenta.   Algunos estudiosos han intentado fijar la relación  cronológica  entre el  discurso Contra los  sofistas y el Gorgias Platónico, por lo que parecen ser alusiones en el diálogo de Platón al discurso de Isócrates.   Pero aun cuando Platón habla de  una yuxh\ stoxastikh/  (Gorg., 463 A)  e Isócrates de un yuxh\ docastikh/  (Sof., 17), ello no prueba que Platón esté imitando a Isócrates.  También δοξαστική es una frase Platónica.  Platón des­precia la mera δόξα, mientras que aquí, como en otros sitios,  Isócrates insiste en que la naturaleza del hombre no le permite comprometerse más que en δόξα y δοξάζειν.   El mismo hecho de que esté replicando a Platón muestra cómo Isó­crates depende de la formulación Platónica del problema.  Pero el argumento prin­cipal es el que se da en el texto (pp. 77 s.): la información sobre los conceptos fundamentales de Platón  y su interrelación lógica  (por ejemplo pa=sa a)reth/  :: eu)daimoni/a, e)pisth/mh :: doca/, a)reth/ :: e)pisth/mh), contenida en el discurso Con­tra los sofistas, es tan completa que no podría derivarse entre las primeras obras Platónicas más que del Gorgias, único trabajo de la juventud de Platón en que éste ofrece una exposición sistemática satisfactoria de su pensamiento.

[46] 45  Por otra parte, resultaría difícil mencionar otra obra del Platón de la primera época que reuniese todos estos elementos característicos de su filosofía y los expusiese en su trabazón interna con tanta claridad.


[47] 46 Sof., 6.
[48]  46a jenofonte, Mem., i, 6, 1 ss.
[49] 47 Sof., 7.   
[50] 48 Sof., 8.
[51] 48a El reproche referente a los escasos honorarios que los filósofos percibían de sus alumnos debía de ser más aplicable a Antístenes que a Platón, pero es muy poco lo que sabemos acerca de estas cosas para poder emitir un juicio seguro. Es posible que también los discípulos de la Academia tuviesen que abonar algún estipendio que no tuviese carácter de honorario, pero que Isócrates considerase como tal, lo que, por tanto, le llevaba a interpretarlo como un ardid de concurrencia. Ataca de nuevo a Platón y Antístenes en Elena, I: Cf. infra, p. 855, n. 8S. Sobre los honorarios de los socráticos, véase diócenes laercio, ii 62, 65, 80 y vi, 14.

[52] 48b La censura de micrología se formula también en Antid., 262. Aquí esta censura va dirigida, como todo el mundo reconoce, contra Platón. ¿Por qué, pues, en el discurso Contra los sofistas, 8, no ha de referirse también a él?

[53] 49  Con esta caracterización trata de  atacar el  arte de la refutación o  "elénc-tica" de Sócrates y Platón.   Cf. el paralelo en Elena, 4, donde el término técnico socrático de έλέγχειν constituye el blanco de sus burlas.

[54] 50  Acerca del "cuidado del alma"   (yuxh=j e)pime/leia)   como término para de­signar la mira de toda la labor educativa de Sócrates, Cf. supra, pp. 415 ,ss.
[55] 51  Sof., 9: oi( tou\j politikou\j lo/gouj u(pisxnou/menoi.

[56] 52  Tal contexto desprende claramente que Isócrates pone en cierto modo entre comillas la palabra techné, tal como la emplean estos maestros de retórica.   Y lo mismo puede decirse de los pasajes en los que parodia la terminología de los so­cráticos.

[57] 53  Cf. supra, p. 516 y passim.

[58] 54 Cf. J. vahi.en, Gesammelte Schriften, t. i, pp. 117 ss.; y, anteriormente, C. reinhardt, De Isocratis aemulis (Bonn, 1873).

[59] 55  Como mejor se explica este discurso es concibiéndolo como una réplica de Alcidamas al ataque de Isócrates en el discurso Contra los sofistas.

[60] 56  Sof., 9. 
[61] 57 Sof., 10.
[62] 58 Sof., 12 ss.
[63] 59 Platón compara sus "ideas" con las letras del alfabeto en el Cratilo, en el Teeteto, en el Político y en las Leyes.

[64] 60 Esto ocurre por vez primera en platón, Timeo, 48 B, 56 B, 57 C. Cf. la obra de Hermann diels, Elementum.

[65] 61 Sof., 12.

[66] 62 Cf. Sof., 13, sobre el καιρός y el πρέπον.
[67] 63    Sof., 12.
[68] 64  En Antíd., 2,  Isócrates se compara con  el escultor Fidias y los   pintores Zeuxis y Parrasio, los mayores artistas de Grecia.   De modo análogo en la. Repú­blica, Cf. supra, p. 656.

[69] 65  También platón, Gorg., 502 C, considera la poesía como una especie de retórica.

[70] 66 Sof., 1.
[71] 67 Cf. supra, pp. 438 s.  
[72] 68 Sof., 1 y 8.

[73] 69 Sof., 14.
[74] 70 Sof., 15.
[75] 71 Sof., 16.
[76] 72 Sof., 17.

[77] 73 Sof., 18. También Platón habla de la "coincidencia" de poder y espíri­tu en Rep., 473 D; Leyes, 712 A. Y, sin mencionar el nombre, establece asimismo un ideal de dotes múltiples (Rep., 485 Β ss.), la φιλόσοφος φύσις, cuya esencia descansa sobre la coincidencia de cualidades compatibles, pero rara vez armoni­zadas. Este tipo de cultura ideal es muy característico de la literatura sobre la paideia.

[78] 74 Sof., 18.

[79] 75 Cf. Sof., 17, sobre yuxh\ docastikh/.

[80] 76 Según la concepción de Isócrates, la literatura de los discursos forenses, siempre y cuando que sus autores pretendan aducir con ello pruebas de su enseñanza, forma parte de la paideia, al igual que su propia retórica y sus pro­ductos. Se mantiene aquí un principio de cultura puramente formal, que es de suyo harto interesante. No lo enjuiciamos aquí, sin embargo, por tratarse de un fenómeno de escasa importancia intrínseca. Yo me he dejado llevar en este punto por los juicios de Platón e Isócrates acerca de este tipo de retórica.

[81] 77 Sof., 19-20.  
[82] 78 Sof., 20.
[83] 79 Sof., 21.

[84] 80 Cf. supra, pp. 538 s.

[85] 81 Fil, 12.  
[86] 82 Elena, 67.    
[87]  83 Elena, 66.

[88] 84 El proemio se consagra a esta polémica contra los erísticos, que por lo demás no guarda la menor relación con el contenido de la obra; podemos, pues, limitarnos a reseñarla aquí. Que precisamente en el peñero literario de los dis­cursos epidícticos no es necesario que el proemio se halle enlazado orgánica­mente con el cuerpo principal de la obra lo diré aristóteles en Ret., iii, 14. 1414 b 26. Pone como ejemplo la Elena de Isocrates y compara el proemio del encomio con el preludio (proaulion) de un concierto de flauta, unido por hilos muy flojos con el concierto mismo.

[89] 85 Elena, 1. La identificación de los adversarios anónimos no ofrece dificultad alguna. Con respecto a Antístenes, Cf. aristóteles, Metaf., Δ 29, 1024 b 33, y además el comentario de Alejandro de Afrodisia a este pasaje y platón, Sofista, 251 B.

[90] 86 Elena, 4.   
[91] 87 Elena, 2-3.
[92] 88 Elena, 5.

[93] 89 Elena, 6.
[94] 90 Elena, 7.
[95] 91 Elena, 8.
[96] 92 Elena, 9.

[97] 93 Cf. supra, p. 678 e infra, cap. viii.

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