miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 27 Guerra en el Egeo (412-411)

 


ATENAS CONTRAATACA

Para los atenienses, la revuelta en Quíos fue un acontecimiento terriblemente peligroso, ya que sabían que «los otros aliados no permanecerían tranquilos cuando la ciudad-estado más grande se había alzado» (VIII, 15, 1). Por consiguiente, en el verano del dio 412, votaron usar el fondo de reserva de mil talentos que habían apartado al principio de la guerra para emergencias extremas. Ordenaron a los barcos que bloqueaban al enemigo frente a la costa del Peloponeso que volvieran al Pireo, con el objeto de enviarlos a Quíos, e incluso hicieron planes para enviar treinta más. Cada día que continuaba el alzamiento suponía una merma para los recursos del tesoro ateniense, un día para que los persas intervinieran, y un día de práctica para que la flota enemiga mejorara sus habilidades.
Diecinueve barcos atenienses navegaron desde Samos para acabar con la rebelión en Mileto, pero llegaron demasiado tarde. A pesar de verse sobrepasados en número por una fuerza enemiga integrada por veinticinco barcos, fueron capaces de establecer un bloqueo de la ciudad. Convencido de que los refuerzos atenienses podían aparecer en cualquier momento y aprovechar la ventaja, Calcideo, que estaba al mando de la flota peloponesia, no atacó, e incluso rechazó a los quiotas cuando éstos le ofrecieron sus servicios. Como la mayoría de los oficiales espartanos, era reacio a arriesgarse a una lucha en el mar, incluso contra una flota ateniense más pequeña. Si hubiera aceptado la ayuda quiota, el número de sus barcos hubiera sido de treinta y cinco frente a diecinueve del enemigo, y probablemente no hubiera rehusado el combate. No obstante, los hechos permiten afirmar que Calcideo no debería ser juzgado como un insensato o un cobarde; las batallas de Cinosema y Cícico, que tuvieron lugar en los años posteriores, demostrarían de forma convincente que los atenienses mantuvieron su superioridad en el mar.
La falta de decisión de Calcideo por entablar combate permitió que los atenienses enviaran refuerzos al Egeo e hicieran de Samos su principal base naval allí. Cuando llevaron esa acción a cabo, una confrontación civil estalló en la isla, un conflicto caracterizado por un encarnizado odio entre clases. Al sentirse apoyado por la presencia de los marineros atenienses, el pueblo se alzó contra los aristócratas de la oligarquía gobernante, asesinando a doscientos nobles samios, enviando al exilio a otros cuarenta, cuyas tierras y casas fueron repartidas entre ellos mismos, y despojando a los aristócratas de sus derechos civiles, incluido el de emparentarse por vía matrimonial con las clases inferiores.
Mientras tanto, los quiotas navegaron hacia Lesbos e incitaron a la rebelión a las ciudades de Metimna y Mitilene (Véase mapa[46a]). Al mismo tiempo, un ejército peloponesio marchaba hacia el norte siguiendo la línea de la costa, pasando por Clazómenas, Focea y Cime, todas ellas importantes ciudades que consiguió arrastrar a su bando. En la costa del Peloponeso, la flota espartana en Espireo finalmente rompió el bloqueo y navegó hacia Quíos bajo el mando de Astíoco, el nuevo navarca enviado para tomar el mando de toda la flota peloponesia. Este oficial espartano se unió a la principal fuerza quiota en Lesbos y desembarcó en la ensenada de Pirra, avanzando hacia la de Éreso al día siguiente. Veinticinco barcos atenienses bajo el mando de los generales Leon y Diomedonte habían llegado a Lesbos sólo unas horas antes, y habían derrotado a los barcos quiotas en el puerto de Mitilene, ganado una batalla en tierra, y tomado la ciudad al primer asalto. Astíoco consiguió que Éreso entrara también en rebelión y partió, siguiendo la costa septentrional de la isla, para intentar apoyar la rebelión en Metimna y para promover la de Antisa, pero «en Lesbos todo estaba en su contra» (VIII, 23, 5), por lo que navegó de vuelta a Mileto. Sin el apoyo de una flota, el ejército tuvo que regresar de su camino al Helesponto, enviando a cada contingente aliado de vuelta a casa. Así acabó la primera tentativa de los peloponesios de acabar rápidamente con la guerra.
Con Lesbos asegurada, los atenienses partieron para Quíos, volviendo a capturar Clazómenas antes de partir. Bajo el mando de León y Diomedonte, ocuparon un grupo de islas al noreste de Quíos, y dos ciudades fortificadas en tierra continental, justo enfrente de la isla, como bases para llevar a cabo un bloqueo y lanzar asaltos desde el mar. Los atenienses ahora controlaban el mar en esa región y podían desembarcar donde quisieran. Usaban también hoplitas para servir como marineros en lugar de los usuales tetes, razón por la cual eran más fuertes en todas las batallas terrestres. Después de que los barcos de Atenas derrotaran al enemigo sistemáticamente, los quiotas rehusaron toda batalla en el mar, y los atenienses desembarcaron para saquear las tierras de la ciudad-estado, que eran ricas y estaban bien cultivadas y bien provistas. Para entonces, algunos quiotas estaban buscando acabar con esos ataques derribando al gobierno y restaurando la alianza con Atenas, pero los oligarcas solicitaron la ayuda de Astíoco, preguntándose «cómo podrían finalizar el complot de la manera más suave posible» (VIII, 24, 6). Astíoco tomó rehenes, lo que mantuvo la situación tranquila por algún tiempo. Sin embargo, Quíos permanecía todavía bajo asedio y expuesta a un constante ataque, motivo por el cual ya no sería por más tiempo el centro de la rebelión en Jonia.
DECISIÓN EN MILETO

El nuevo objetivo de los atenienses fue Mileto, la otra única gran ciudad jonia todavía sublevada. En octubre, los generales Frínico, Onomacles y Escirónides navegaron desde Samos con cuarenta y ocho barcos, algunos de ellos transportes de tropas, llevando a bordo tres mil quinientos hoplitas —mil de Atenas, mil de sus aliados egeos y mil quinientos de Argos—, lo que representaba una fuerza extraordinaria teniendo en cuenta que había transcurrido muy poco tiempo desde el desastre siciliano. Estas tropas se iban a enfrentar a un ejército que incluía ochocientos hoplitas de Mileto, un número no conocido de peloponesios, mercenarios al servicio del sátrapa Tisafernes y el sátrapa persa en persona con su caballería.
Los argivos cargaron impetuosamente, rompiendo el orden en el lado ateniense, y pagaron su precipitación con la derrota y con la pérdida de trescientos hombres. Los atenienses y sus aliados jonios lo hicieron mejor, derrotando a los peloponesios y haciendo huir a los persas y a sus mercenarios, tras lo cual los milesios se refugiaron prudentemente detrás de las murallas de su ciudad. Una gran victoria fue celebrada, porque los atenienses dominaban ahora tanto en tierra como en mar. Todo lo que quedaba era rodear la ciudad con un muro de bloqueo y esperar a que se rindiera, con el convencimiento de que la caída de Mileto acabaría con las rebeliones.
Sin embargo, el mismo día del triunfo llegaron noticias de que cincuenta y cinco barcos bajo el mando del espartano Terímenes estaban de camino a Mileto, entre los cuales se encontraban veintidós procedentes de Sicilia guiados por Hermócrates, su némesis siracusana [9]. Después de que la flota peloponesia llegara al golfo de Yaso y se detuviera en Tiquiusa, fue el propio Alcibíades el que cabalgó hasta ellos para informarles acerca de la victoria ateniense en Mileto, diciendo que «si no deseaban perder su posición en Jonia, y en general su causa, deberían acudir en ayuda de Mileto tan rápidamente como fuera posible para impedir que la ciudad fuera aislada con un muro» (VIII, 26, 3).
Aunque los otros generales atenienses querían quedarse y luchar, Frínico se opuso a ellos, arguyendo que: «Después de los desastres que habían experimentado, era de difícil justificación que voluntariamente emprendieran una acción ofensiva, cualquiera que fuese, a menos que fuera absolutamente necesario; y mucho menos justificado estaría, sin estar obligado a ello, precipitarse al peligro por su propio elección» (VIII, 27, 3). La opinión de Frínico prevaleció, y los atenienses navegaron hacia Samos, «sin completar su victoria» (VIII, 27, 6), liberando Mileto del asedio y del bloqueo. A consecuencia de esto, los argivos se retiraron airadamente y no tomaron ya parte en el desarrollo de la guerra.
La retirada ateniense tuvo otro costoso resultado, ya que Tisafernes llegó a Mileto y persuadió a los peloponesios para que atacaran a Amorges en Yaso. Desconociendo la retirada ateniense, el pueblo de Yaso supuso que la flota que se aproximaba era ateniense y no se prepararon para la defensa. Los peloponesios capturaron a Amorges con vida y lo entregaron a Tisafernes, incorporaron a los mercenarios peloponesios de Amorges a su propio ejército, y saquearon Yaso; finalmente, vendieron a sus gentes a Tisafernes, al que también entregaron la ciudad. El resultado fue que los atenienses habían perdido otro aliado, que los persas se habían liberado de una incómoda situación, y que espartanos y persas habían cooperado con éxito para alcanzar su primera victoria conjunta.
Mientras algunos alabaron a Frínico y celebraron su estrategia —«Más adelante no menos que en la presente ocasión, en este asunto y también en todos los otros en los que él tomó parte, parece no haber estado falto de inteligencia» (VIII, 27, 5)—, la mayoría de sus compatriotas atenienses mantenían una opinión opuesta, y al año siguiente le acusaron formalmente por la pérdida de Yaso y Amorges. Hay una buena razón para coincidir con su veredicto. Los estudiosos modernos defienden la decisión de Frínico sobre la base de que, tras los sucesos de Sicilia, la marina ateniense no fue por más tiempo lo que una vez había sido y, habiendo perdido su superioridad táctica, no podía arriesgarse a una batalla naval en situación de desventaja. Estas valoraciones, sin embargo, no se adecuan a los hechos. Incluso aunque los días de gloria de Formio hubieran pasado, el desastre siciliano no había puesto fin al dominio táctico de la marina ateniense. A comienzos del año 412, los atenienses habían tenido éxito en obligar a la flota peloponesia a refugiarse en una base desierta y poco conveniente; en Quíos y en Lesbos, habían limpiado el mar de barcos enemigos. En la primavera del 411, incluso aunque toda la costa jonia no estaba ya en manos de Atenas, los espartanos permanecieron tan temerosos de la flota ateniense que llegaron a enviar a un ejército al Helesponto por tierra. En ese mismo año, los atenienses, con una inferioridad numérica de setenta y seis barcos frente a ochenta y seis enemigos, derrotaron a los peloponesios en Cinosema, en el Helesponto.
El punto débil en el argumento de Frínico es que, al seguir su consejo, los atenienses nunca podrían estar seguros de su habilidad para forzar una batalla. Los espartanos podían simplemente rehusar la guerra naval y en su lugar enviar ejércitos por tierra; incluso si ellos elegían desplazarse por mar, podían eludir a la marina ateniense y provocar futuras rebeliones. De hecho, la mejor baza de que disponían los atenienses para conseguir que el enemigo luchara en el mar consistía en intentar atraerlos hacia una flota aparentemente inferior. La oportunidad que Frínico rechazó podía haber obligado a Terímenes a presentar batalla para proteger Mileto. Si los atenienses hubieran decidido luchar, toda la guerra podría haber seguido un curso diferente. Su partida no sólo proporcionó a los rebeldes un respiro y una nueva esperanza, sino que, en el frente interno, privó a la democracia moderada de los probuloi de una victoria que le hubiera dado prestigio y credibilidad, capacitándola para resistir las conjuras oligárquicas que ya, en ese momento, se estaban formando en Atenas.
Por el momento, los espartanos tenían una ventaja numérica en el mar con la que podían levantar el bloqueo de Quíos, la clave de la rebelión en la Jonia cercana al Helesponto, pero fueron lentos en actuar. Aún no se atrevían a enfrentarse a la marina ateniense en mar abierto, y no disponían de líderes capaces y experimentados. Su obligación de colaborar con los persas era también problemática, debido a que sus diferentes intereses inevitablemente conducían al retraso y a la inactividad.
ALCIBÍADES SE UNE A LOS PERSAS

Tras atacar a Amorges en Yaso, Terímenes regresó a Mileto; el navarca espartano Astíoco se encontraba todavía en Quíos, separado de su marina por la flota ateniense en Samos. Probablemente, a comienzos de noviembre del año 412 Tisafernes llegó a Mileto para entregar la paga que había prometido: cada marinero recibió el salario de un mes a razón de una dracma ática por día. Sin embargo, anunció que, en el futuro, pagaría sólo la mitad de esa cantidad, aunque Hermócrates, el fogoso oficial siracusano, obligara a un compromiso que produjo un ligero aumento de esa cantidad.
De todos modos, Alcibíades no tomó parte en estas discusiones, ya que desde la batalla de Mileto había cambiado de bando otra vez, dejando a los espartanos para unirse a Tisafernes. Entre los peloponesios había surgido pública sospecha acerca de él «después de la muerte de Calcideo y de la batalla de Mileto» (VIII, 45, 1). El renegado ateniense había colaborado con Calcideo, pero cuando el jefe espartano fue muerto en una incursión, Alcibíades perdió un importante apoyo. Aproximadamente al mismo tiempo, finalizó el período de Endio como éforo, perdiendo así otro amigo influyente, justo cuando él más lo necesitaba; en ese momento «era un enemigo personal de Agis y por otras razones no llegaba a inspirar confianza» (VIII, 45, 1). Sus orígenes, su personalidad, y sus actividades lo habían hecho aparecer siempre como sospechoso, pero ningún autor antiguo explica la causa de que los peloponesios desplazados a Jonia le hubieran creído envuelto en una traición, insistiendo en que una carta fuera enviada a Astíoco, en la que se ordenara al navarca matar a Alcibíades.
Quizá la razón fue el fracaso del plan que él había recomendado cuando estuvo en Esparta. Los atenienses parecían haber aplastado rápidamente la rebelión en el Imperio; la isla de Quíos ya no era centro e instigadora de un levantamiento general, sino que estaba puesta bajo asedio, obligando así a un desgaste de los recursos peloponesios. Alcibíades también parecía ser el responsable de haber persuadido a los espartanos de que involucrasen en el juego a Persia. Los persas habían sido muy lentos en hacer efectivos los salarios prometidos a las fuerzas espartanas, y ahora estaban pensando en reducir la entrega de dinero. Aconsejado por Alcibíades, Calcideo había hecho un tratado con los persas que era muy poco favorable a Esparta, y que parecía admitir el sometimiento de los griegos ante Darío. En Mileto, los atenienses derrotaron a los peloponesios en una batalla terrestre, en la que los mercenarios de Tisafernes les habían proporcionado muy escaso provecho. El ejército peloponesio bajo el mando de Terímenes no fue utilizado para derrotar a los atenienses, sino para complacer a Tisafernes al entregarle Amorges y Yaso.
Alcibíades empezó probablemente a cambiar de bando nada más tener noticia de la carta que ordenaba su muerte. Así, cuando Tisafernes llegó a Mileto a comienzos de noviembre, Alcibíades habría estado ya con él durante varias semanas. Tucídides nos informa de que Alcibíades se convirtió para el sátrapa en «el asesor de todas sus decisiones» y que Tisafernes «le dio toda su confianza» (VIII, 45, 2; 46, 5). El persa, sin embargo, era un hombre inteligente y sofisticado, y tenía buenas razones para prestar su apoyo a Alcibíades, por dos veces fugitivo.
Para Tisafernes, como para los espartanos, la situación no se había resuelto como se esperaba. Debido a que la rebelión no se había extendido rápidamente a lo largo del Imperio y conducido a una pronta victoria, la guerra continuaría, lo que requeriría de grandes ejércitos y costaría una gran cantidad de dinero, en parte de sus propios fondos. Alcibíades poseía valiosos contactos en ambos bandos y podía, por lo tanto, ser de gran utilidad en sus relaciones con ellos sirviendo en calidad de portavoz de Tisafernes. El ateniense, por su parte, necesitaba la protección del sátrapa, pero también mantener su estatus: sus servicios como consejero imprescindible, personal y de confianza para el hombre que podía llegar a decidir el resultado de la guerra, podían facilitarle algún día el regreso a Atenas. Mientras tanto, le convenía aparecer constantemente junto a Tisafernes, y dar la impresión de ser «sus oídos», pues también a él le convenía.
Alcibíades también ofreció su asesoramiento en estrategia militar, sugiriendo que Tisafernes no «tuviera demasiada prisa por terminar la guerra y no deseara conceder el dominio de la tierra y del mar a la misma potencia, bien trayendo las naves fenicias que estaba armando o bien incrementando el número de griegos a los que él proveía de paga» (VIII, 46 ,1). El mejor plan sería «desgastar a los griegos, unos contra otros» (VIII, 46, 2). Aquí, de nuevo insistía en negar lo evidente, ya que los persas no tenían marina en el Egeo con la que ganar la guerra. En cuanto a la flota fenicia, ésta es la primera vez que se documenta algo sobre un plan que incluyera su utilización. Si Tisafernes en alguna ocasión intentó actuar de esa manera, es algo que no está claro, pero a comienzos del invierno de 412-411 una flota como la mencionada no estaba en disposición de intervenir.
Alcibíades también sugirió a Tisafernes que rompiera con Esparta y se acercara a Atenas, argumentando que los atenienses, como cínicos imperialistas, no dudarían en abandonar a los griegos de Asia Menor a los persas y serían «socios más adecuados del Imperio», mientras los espartanos, como liberadores de los griegos, continuarían apoyándoles. Tisafernes, por consiguiente, debería «primero, desgastar a ambos bandos, para después reducir el poder ateniense tanto como fuera posible, y, finalmente, expulsar a los peloponesios de territorio persa» (VIII, 46, 34). Un consejo como éste era esencialmente absurdo, ya que tergiversaba burdamente el carácter de ambos bandos, aunque encajaba bien en los intereses de Alcibíades. Por el momento, el peligro más grande para él venía de los espartanos. Si conseguía apartar a los persas de Esparta, podría reclamar la gratitud de los atenienses y, quizá, regresar con honor y gloria a Atenas. Tisafernes no se dejó engañar por este consejo, limitándose tan sólo a poner en práctica aquello que le convenía. Así, pagó a los peloponesios sus reducidos salarios irregularmente, pero ligándolos a él al repetir continuamente su promesa de que la flota fenicia llegaría pronto, lo que ayudó en gran medida a mantenerlos inactivos.
UN NUEVO ACUERDO ESPARTANO CON PERSIA

Durante los tres últimos meses del año 412, la flota peloponesia permaneció en Mileto, mientras los atenienses reunían ciento cuatro barcos en Samos y seguían dominando el mar. Enviaron algunos trirremes en varias misiones, pero los espartanos continuaban rehusando el enfrentamiento, incluso cuando tenían superioridad numérica. Sólo Astíoco, desde Quíos, se mostró más emprendedor. Tomó rehenes, como ya hemos visto, para prevenir una revolución en la isla, y lanzó sendos ataques en esa área, aunque sus asaltos sobre las fortalezas atenienses en tierra fracasaron, y el mal tiempo puso fin a la campaña. Cuando los enviados de Lesbos solicitaron ayuda para su rebelión, Astíoco estaba listo para unirse a ellos, pero los aliados, guiados por los corintios, rechazaron la idea por haber sufrido allí un fracaso con anterioridad. Los lesbios repitieron su petición poco tiempo después, y en esta ocasión Astíoco urgió a Pedárito, el gobernador espartano de Quíos, a que se uniera a la expedición, con lo que «o bien ganarían más aliados o al menos, si fracasaban, causarían daño a los atenienses» (VIII, 32, 3). Pero Pedárito, respaldado por los quiotas, rehusó. Astíoco abandonó su plan con cierta amargura, jurando, cuando dejó Quíos, que no volvería en ayuda de su gente si alguna vez lo llegaran a necesitar.
Astíoco partió enseguida para Mileto con objeto de tomar el mando de la flota espartana, pero antes de que llegara, los espartanos y los persas habían comenzado a revisar su primer proyecto de tratado. La renegociación del desequilibrado acuerdo fue una iniciativa espartana llevada a cabo por Terímenes, por lo que el tratado resultante lleva su nombre. En algunos aspectos, consiguió mejoras en las condiciones. Una nueva cláusula, planteada en el conocido lenguaje de la mutua no-agresión, sustituía la anterior provisión que establecía que las ciudades griegas de Asia «pertenecían» al Gran Rey. El requerimiento de que cada parte ayudara al otro a sofocar rebeliones, lo que favorecía a Persia exclusivamente, fue eliminado. La nueva versión especificaba la obligación que tenía el Gran Rey de pagar a las fuerzas griegas a las que solicitara ayuda, e iba más allá al estipular la alianza como «un tratado de paz y amistad» (VIL, 37, 1). Pero estos cambios eran sólo sutilezas verbales, ya que Persia había conseguido su objetivo al usar fuerzas peloponesias para capturar a Amorges y tomar Yaso y, por el momento, no había una necesidad inminente de mayor asistencia.
Por otra parte, Esparta había hecho de nuevo importantes concesiones. El acuerdo negociado por Calcideo había ligado a ambas partes a impedir que los atenienses recaudaran tributos, mientras que el nuevo tratado prohibía expresamente que los espartanos recaudaran ellos mismos; una medida que, efectivamente, impidió el establecimiento de un Imperio espartano que reemplazara al ateniense. La promesa persa de pagar a las fuerzas griegas estaba limitada al número de tropas que el Gran Rey convocara, aunque debía proveerse alimento para las otras tropas. El acuerdo no decía nada acerca de la cantidad específica con la que debían ser remuneradas. El cambio principal en el nuevo acuerdo aparece en su primera cláusula: «A cualquier territorio y ciudades pertenecientes al rey Darío o que pertenecieran a su padre o a sus antepasados, ni los espartanos ni sus aliados marcharán en guerra o harán daño alguno» (VIII, 37, 2). Lo que Tisafernes tenía que temer en un futuro cercano eran los ataques espartanos sobre su propio territorio, y sus intentos de conseguir dinero de las ciudades que los persas consideraban como suyas. El tratado negociado con Terímenes obligaba a los espartanos a no llevar a cabo tales acciones.
¿Por qué los líderes espartanos aceptaron otro acuerdo tan desfavorable? Aunque Terímenes no era ni un destacado prohombre ni un experto negociador, incluso un diplomático brillante y veterano hubiera tenido dificultades en hacerlo mejor en esas circunstancias, ya que la posición de los espartanos para negociar era pésima. Tisafernes había conseguido ya lo que necesitaba, y si los espartanos estaban molestos con él, que así fuera, porque eran ellos los que necesitaban más que nunca el apoyo y el dinero persas contra los recuperados atenienses. Después de completar el acuerdo con los persas, Terímenes entregó formalmente su flota al navarca Astíoco y partió en un pequeño barco que nunca más fue visto: hoy por hoy, aún desconocemos lo que fue de él.
En Mileto, Astíoco tenía una superioridad numérica de noventa trirremes contra las setenta y cuatro de los atenienses, amarradas cerca, en Samos; pero rehusó luchar, a pesar de que la flota ateniense hizo salidas contra él. Sus tripulantes comenzaron a quejarse de que su política de retirada constante socavaría la causa peloponesia, e incluso afirmaban que había sido sobornado y que «estaba junto a Tisafernes (…) por su propio beneficio» (VIII, 50, 3). Pero la inactividad de Astíoco puede ser fácilmente explicada sin tener que recurrir a cargos de corrupción y traición. Al igual que la mayoría de los jefes espartanos en el mar, él era naturalmente cauto y reacio a enfrentarse a los atenienses y, en cualquier caso, probablemente creía en la promesa de Tisafernes de traer la flota fenicia para aplastar al enemigo, por lo que pacientemente esperaba su llegada.
Tras volver a Quíos, los atenienses desembarcaron en la costa este de la isla y comenzaron a fortificar Delfino, un punto fuerte con buenos puertos situado al norte de la capital. Mientras tanto, Pedárito ejecutó a algunos acusados de mostrar simpatía hacia los atenienses, y reemplazó el régimen moderado por una cerrada oligarquía. Sus rigurosas medidas acabaron, aparentemente, con toda actividad proateniense.
Quíos se llenó de personas aterrorizadas, desconfiadas unas de otras y temerosas de los atenienses. En esta situación tan apurada, solicitaron ayuda a Astíoco, que persistió en su negativa a ayudarles. Pedárito escribió a Esparta para quejarse, acusando al navarca de conducta impropia, pera sus esfuerzos no consiguieron nada por el momento. El fuerte ateniense en Delfino consiguió causar la misma clase de daño a los quiotas que el fuerte espartano en Decelia a los atenienses, y, de algún modo, incluso más. Los quiotas poseían un número inusualmente grande de esclavos, a los que trataban con particular dureza. Muchos de ellos huyeron a la seguridad de Delfino, dispuestos a ayudar a los atenienses en todo lo que pudieran. Debido a que los de Atenas continuaban también controlando el mar, los quiotas no pudieron importar artículos de primera necesidad. En un estado de desesperación, apelaron a Astíoco, suplicándole «que no consintiera que la ciudad más grande de Jonia estuviera bloqueada por mar y devastada por incursiones en tierra» (VIII, 40, 1).
Pero Astíoco aún vacilaba, y por una buena razón: entre él y los quiotas había ciento una naves atenienses de guerra, setenta y cuatro en Samos y veintisiete en Quíos. Sin embargo, los aliados se vieron tan conmovidos por los llamamientos de ayuda de los quiotas, que presionaron para que Astíoco fuera en su ayuda. Enfrentado con la combinación de esta presión y, quizá, por el miedo a la crítica, o a algo peor, a Esparta, finalmente claudicó y aceptó emprender la empresa.
UNA NUEVA ESTRATEGIA ESPARTANA

Antes de que Astíoco pudiera partir, llegaron noticias de que Antístenes estaba de camino con una flota que transportaba once «consejeros» (symbouloi) con órdenes «de participar en la dirección conjunta de los asuntos para que todo fuera lo mejor posible» (VIII, 39, 2). El líder del grupo era el rico, famoso e influyente Licas, un campeón olímpico en la modalidad de carrera de carros y un hombre de considerable experiencia diplomática, el único que podía eclipsar al navarca. Licas y los demás symbouloi estaban provistos del poder inusual de destituir a Astíoco, si lo consideraran conveniente, y reemplazarlo por Antístenes. Sin duda, la carta de queja de Pedarito había dado origen a esta misión, aunque también podría haber sido provocada por la simple insatisfacción espartana ante la actuación de Astíoco. Los symbouloi también tenían instrucciones de tomar tantos barcos como ellos decidieran, colocarlos bajo el mando de Clearco, hijo de Ranfias, y enviar esa flota a Farnabazo, en el Helesponto, en un esfuerzo por cerrar los estrechos a Atenas.
Esto supuso un rápido giro en cuanto a la estrategia, sin duda influido por el fracaso del primer plan, pero también reflejaba un cambio político. Habían sido Endio y Alcibíades quienes inicialmente habían apoyado la decisión de ir a Quíos, pero ahora el éforo había terminado el tiempo de su cargo, y el renegado ateniense se encontraba al servicio de Tisafernes. Con Quíos bajo asedio, los atenienses recuperados, las fuerzas peloponesias incapaces o inertes, y con los acuerdos insatisfactorios y el inestable apoyo que habían surgido de las negociaciones con Persia, la mayoría de los espartanos pensaba que había llegado el momento de cambiar las cosas. La carta de Pedárito fue, en gran parte, un catalizador para el replanteamiento de la política que estaba aplicándose.
Los barcos de Antístenes tomaron una ruta indirecta para evitar a la flota ateniense, y desembarcaron en Cauno en la costa meridional de Asia Menor. Desde allí, solicitaron un convoy de escolta para conducirlos a Mileto, ahora la principal base peloponesia en Jonia, ya que esperaban un ataque por parte de los atenienses. Por su parte, Astíoco aparto de su mente toda idea de navegar hacia Quíos «pensando que nada debía tener prioridad ante el deber de escoltar a una flota tan grande, porque juntos podrían dominar el mar, y asegurar la travesía de los espartanos que habían venido a investigarle» (VIII, 41, 1). Eso significaba el abandono de Quíos y de las fuerzas espartanas allí destacadas, pero la petición de escolta desde Cauno le había proporcionado una excusa tan sólida para evitar la expedición de ayuda a Quíos, que incluso los desesperados aliados tuvieron que aceptar la situación.
Cuando los atenienses supieron que Antístenes había llegado a Cauno, enviaron veinte barcos al sur para interceptarlo, frente a los sesenta y cuatro que Astíoco llevaba con él. Los atenienses no dudaron en enviar una flota tan pequeña contra una fuerza mucho mayor, dejando sólo cincuenta y cuatro barcos en Samos para hacer frente a los noventa del enemigo en Mileto. Los veinte trirremes atenienses que se dirigían al sur tendrían que navegar frente a Mileto, pero su oficial al mando, Carmino, parecía no temer un posible ataque espartano.
Cuando Astíoco se dirigió hacia el sur, tan rápidamente como podía, para proporcionar escolta a Antístenes, la lluvia y la niebla dispersaron su flota, y en la confusión se encontró de repente con la flota ateniense. Aunque Carmino también quedó sorprendido —él no sabía nada de los planes de Astíoco y esperaba encontrar sólo los veintisiete barcos de Antístenes, y no los sesenta y cuatro del navarca—, decidió atacar. Bajo la protección de la niebla, los atenienses estaban causando graves problemas al ala izquierda de la flota de Astíoco, cuando, ante su asombro, la flota espartana los rodeó. Sin embargo, lograron huir, perdiendo tan sólo seis naves. Astíoco no los persiguió, sino que se dirigió a Cnido, donde se unió a la fuerzas de Cauno. Sólo entonces la gran flota combinada navegó hacia Sime para levantar un trofeo por su victoria sobre los veinte barcos de Carmino.
Los atenienses, sin embargo, no les permitieron disfrutar de su triunfo durante mucho tiempo. Aunque su flota de Samos, junto con los barcos de Carmino, sumaba ahora menos de setenta trirremes, frente a los aproximadamente noventa con los que contaba Astíoco, los atenienses lo buscaban para vengar su «derrota», aunque inútilmente. Incluso contando con esa ventaja, Astíoco rehusó luchar. Con la flota peloponesia reunida, los symbouloi llevaron a cabo su investigación de los cargos presentados contra Astíoco, al que acabaron por exculpar, confirmándole en su cargo.
El escenario estaba ahora preparado para que los espartanos presentaran sus quejas a Tisafernes, contando con el prestigioso Licas como su portavoz. Aunque los oficiales espartanos se habían comportado en todo momento como si los dos tratados firmados con Persia estuvieran en vigor, éstos nunca habían sido formalmente ratificados en Esparta, y Licas ahora los consideraba con desprecio. «Era escandaloso —dijo— que el Rey todavía reclamara el gobierno de todo el territorio que él y sus antepasados habían gobernado en el pasado, ya que eso significaría que todas las islas serían de nuevo esclavizadas por él, así como Tesalia, Lócride y todo el territorio hasta Beocia; en lugar de libertad, los espartanos traerían a los griegos subyugación al Imperio persa.» A menos que el acuerdo fuera mejorado, advirtió, «los espartanos no continuarían de su parte, ni él solicitaría apoyo bajo tales términos» (VIII, 43, 3-4).
Es difícil atribuir el airado tono de Licas únicamente a un ultrajado amor por la libertad griega, ya que él pronto tomaría parte en la negociación de un tercer tratado que concedía a Persia las ciudades griegas de Asia, para anunciar más tarde a los infelices milesios que ellos «y todas las otras ciudades en la tierra del Rey deberían someterse, dentro de unos términos razonables» (VIII, 84, 5). Quizá pensaba que los primeros negociadores habían sido intimidados o demasiado flexibles, y que una posición más dura proporcionaría mejores resultados, incluyendo un lenguaje menos embarazoso para «los libertadores de Grecia» acerca de la posición en la que iban a quedar las ciudades griegas, así como términos más claros y mejores en cuanto al apoyo financiero. Si esperaba eso, quedó finalmente decepcionado, ya que Tisafernes simplemente abandonó airado la reunión. Era consciente de que los espartanos lo necesitaban a él más que él a ellos, y desde luego podía permitirse esperar hasta que los lacedemonios entendieran eso.
Otra explicación para el comportamiento de Licas puede ser encontrada en las cartas que traía de Esparta, las cuales instruían a los oficiales a desplazar el escenario de la guerra desde Jonia al Helesponto, de la satrapía de Tisafernes a la de Farnabazo, el cual podía ser un socio más agradable. Quizá Licas deseaba que Farnabazo tuviera conocimiento del curso de sus discusiones con Tisafernes, un hecho que podía servir como aviso útil al sátrapa cuando los espartanos entraran en un nuevo teatro de operaciones.
REBELIÓN EN RODAS

Sin embargo, una oportunidad inesperada retrasó la partida hacia el norte. Hasta Cnido llegó un grupo de oligarcas procedentes de Rodas con el objeto de persuadir a los líderes espartanos para que apoyaran una rebelión de las ciudades democráticas contra Atenas, a fin de que instalaran oligarquías, y desviasen los ricos recursos y abundante potencial humano de la isla en favor del bando peloponesio.
Los espartanos aceptaron rápidamente, confiando en que esta afluencia potencial de riqueza y hombres les capacitara para sostener su flota sin tener que volver a solicitar dinero de Tisafernes. Con noventa y cuatro barcos, navegaron hacia Camiro, en la costa occidental de la isla, tomando la ciudad por sorpresa. Junto con Lindo y Yaliso, Rodas se pasó a los peloponesios en enero del 411.
Fue entonces cuando el fracaso ateniense de capturar Mileto pasó su factura, ya que cuando los atenienses alcanzaron Rodas desde Samos, era demasiado tarde para evitar la rebelión. Frínico había afirmado que los atenienses serían capaces de «combatir más adelante (…) habiéndose preparado adecuadamente y con tiempo» (VIII, 27, 2), pero los acontecimientos en Rodas demostraron lo equivocado que estaba. Los setenta y cinco trirremes atenienses permanecieron frente a la costa de la isla, retando a los noventa y cuatro barcos espartanos a que salieran al mar y lucharan, pero los espartanos rehusaron, varando sus barcos en la costa rodia a mediados de enero, y no volvieron a colocarlos sobre el agua hasta bien entrada la siguiente primavera.
Sin duda molestos por el alto coste de la decisión de no haberse enfrentado a la flota peloponesia en Mileto el año anterior, los atenienses destituyeron a Frínico y a Escirónides, a los que reemplazaron por León y Diomedonte. Los nuevos generales atacaron inmediatamente Rodas mientras los barcos peloponesios permanecían varados en la playa, derrotaron a un ejército rodio, y después partieron hacia Calce, una isla cercana, desde la que continuaron lanzando incursiones y mantuvieron a los peloponesios bajo vigilancia.
En ese momento, desde Quíos, Pedárito envió una petición de ayuda a los estancados espartanos de Rodas. Los trabajos de fortificación atenienses en Delfino habían sido completados, explicó, y a menos que toda la flota peloponesia viniera rápidamente, la isla estaría perdida. Mientras esperaba su llegada, el mismo Pedárito atacó la fortaleza ateniense con sus mercenarios y los quiotas, y consiguieron capturar unos pocos barcos varados en la playa, pero los atenienses lanzaron un exitoso contraataque, consiguiendo matarle durante la acción. Los quiotas «quedaron más bloqueados incluso de lo que lo estaban antes por tierra y por mar, y se declaró una gran hambruna allí» (VIII, 56, 1).
Los oficiales espartanos en Rodas no podían ignorar la petición de Quíos una vez más, y estaban preparados para acudir a su rescate, a pesar de la existencia de otra petición de ayuda de gran urgencia. Una rebelión había estallado en Eubea, alentada por la captura beocia de Oropo, justo al otro lado del estrecho, y los rebeldes habían solicitado la ayuda de la flota peloponesia. Ninguna revuelta podía ser más amenazadora para los atenienses, a pesar de lo cual la armada peloponesia de Rodas ignoró la llamada de ayuda de Eubea y partió para Quíos en marzo. Durante su avance, vieron a la flota ateniense que se desplazaba desde Calce hacia el norte, pero los barcos de Atenas no estaban interesados en luchar en ese momento y continuaron hacia Samos. Sin embargo, incluso la simple visión de la flota ateniense en el horizonte bastó para enviar a los espartanos de vuelta a Mileto, «viendo que ya no era posible para ellos facilitar la ayuda a Quíos sin una batalla naval» (VIII, 60, 3).
LA IMPORTANCIA DE EUBEA

Las acciones de ambos lados en este asunto requieren una explicación. Los espartanos, después de haber varado sus barcos en Rodas durante todo el invierno por miedo a la flota ateniense, navegaban ahora al norte para dirigirse a Quíos. Sin embargo, al primer golpe de vista del enemigo, los espartanos buscaron refugio en puerto. Por otra parte, los atenienses habían ido a Calce específicamente para sorprender a los espartanos en el mar y forzarles a una batalla. Aun así, cuando la oportunidad se presentó, la dejaron pasar.
La explicación a este comportamiento está en la importancia de Eubea para cada bando. Eubea era vital para Atenas; cuando toda la isla entró en rebelión a finales de año «cundió el pánico entre los atenienses. Porque ni el desastre de Sicilia, aunque pareció grande en su tiempo, ni otro acontecimiento alguno les había aterrorizado antes así» (VIII, 96, 1). Debido a que Eubea «era de más valor para ellos que el Ática» (VIII, 96, 2), el primer impulso de los oficiales de la marina ateniense en el Egeo debió de haber sido navegar de inmediato hacia la isla para defenderla, incluso aunque esta acción dejara libre a la gran flota espartana en Rodas para promover nuevas rebeliones, rescatar Quíos, amenazar Samos y Lesbos, y avanzar hacia el Helesponto y la vital línea de suministro ateniense. En lugar de obrar así, navegaron hacia Samos, desde donde serían capaces de moverse con rapidez hacia Eubea o interceptar a la flota espartana. El motivo de que ellos no buscaran un enfrentamiento con los espartanos cuando avanzaban hacia el norte radica en el hecho de que su deseo era alcanzar Samos tan rápidamente como fuera posible, por si eran reclamados hacia Eubea de inmediato.
Por su parte, los espartanos, que habían sido informados acerca de Oropo y la rebelión de Eubea, confiaban en que los atenienses navegaran hacia allí de inmediato, dejando libre la ruta del norte y, por consiguiente, posibilitando la liberación de Quíos. Pero cuando vieron la flota ateniense de camino, abandonaron la idea de socorrer Quíos y decidieron no arriesgarse, regresando a su base principal en Mileto, ya que esa ruta había quedado libre para ellos.
Mientras tanto, los acontecimientos desarrollados en el Egeo habían hecho cambiar la valoración de la situación por parte de Tisafernes. Se había apartado de Esparta porque parecía ser la más fuerte de las dos potencias, y su estrategia había sido el desgaste de ambos bandos. El duro lenguaje de Licas también podía haber provocado que los atenienses aparecieran como una alternativa atractiva para el sátrapa, pero los acontecimientos del invierno habían probado que sus cálculos estaban equivocados: los atenienses, aunque menores en número, controlaban el mar de nuevo, y la flota espartana estaba claramente temerosa de luchar. Tisafernes ya no parecía preocupado por una victoria espartana, pero sí por lo que su desesperación podía llevarles a hacer. El dinero que los espartanos habían recogido en Rodas sería insuficiente para mantener a las tripulaciones de los barcos espartanos durante un mes, y mucho menos para los ochenta días que ya llevaban allí. Cuando sus fondos se agotaran, a Tisafernes le preocupaba que los espartanos «se vieran obligados a aceptar una batalla naval y perdieran, o que sus barcos se vaciaran por deserción y que los atenienses alcanzaran sus objetivos sin su ayuda; pero más allá de eso, lo que más temía era que devastaran el territorio en busca de sustento» (VIII, 57, 1). A él le interesaba que la flota espartana permaneciera bajo su control en Mileto, donde podían defender ese importante puerto estratégico de un ataque ateniense y donde él podía supervisar sus actividades.
UN NUEVO TRATADO CON PERSIA

Los espartanos estaban impacientes por llegar a una reconciliación. Las conversaciones persas con los atenienses habían aumentado alarmantemente, el dinero empezaba a escasear, y los acontecimientos del invierno demostraban que cualquier oportunidad que ellos hubieran tenido de batir a los atenienses en el mar dependía de una mayor asistencia de los persas. Los líderes espartanos, por consiguiente, negociaron un nuevo tratado con Tisafernes en Cauno durante el mes de febrero. Al igual que los acuerdos anteriores, contenía una cláusula de no-agresión y una referencia al apoyo financiero persa, así como un compromiso de continuar la guerra y hacer la paz en común, si bien las diferencias en esta versión más reciente eran cruciales. Iba a ser un tratado formal que requeriría la ratificación de ambos gobiernos. El rey Darío en persona sin duda se mostró muy complacido con la primera cláusula, que decía: «Todo el territorio del Rey que está en Asia pertenecerá al Rey, y acerca de su propio territorio el Rey puede decidir lo que él quiera» (VIII, 58, 2). A pesar de toda la magnificencia de esta afirmación, se abandonaba toda referencia a las tierras no asiáticas incluidas en acuerdos anteriores, una concesión a las quejas expuestas por Licas. No podía haber duda, sin embargo, acerca de la afirmación de Darío de su dominio indiscutido de Asia.
Uno de los elementos más importantes que distingue este acuerdo de los anteriores es su referencia al uso de los «barcos del rey» (VIII, 58, 5). En las versiones anteriores, se asumía que los espartanos y sus aliados serían los que lucharían, mientras que el Gran Rey tendría tan sólo obligaciones financieras. En el nuevo acuerdo, sin embargo, es la marina de Darío la que asume la carga de las expectativas para conseguir un éxito militar. Sus representantes ahora se mostraban de acuerdo sólo en mantener las fuerzas peloponesias hasta que llegaran los barcos del Gran Rey; tras lo cual esas fuerzas podían quedarse a sus propias expensas, o recibir dinero de Tisafernes, no como una concesión, sino como un préstamo que debería ser devuelto al final del conflicto, quedando claro que esa guerra iba a ser sufragada por ambas partes en común.
El saldo de los enfrentamientos en combate entre los barcos griegos y los persas era poco alentador para estos últimos, que, de hecho, nunca habían puesto en juego una flota propia. Sin embargo, cualesquiera que fueran sus capacidades, la firme promesa de un refuerzo como ése fue el factor más importante para persuadir a Licas, tanto como a otros lideres espartanos, de que diera su consentimiento a un acuerdo que no era sustancialmente mejor que aquel que él había denunciado con tanta vehemencia.
Incluso la renuncia persa a sus reclamaciones de territorios fuera de Asia podía considerarse de poca importancia práctica, ya que ese objetivo nunca fue perseguido seriamente. Sin embargo, ahora los espartanos abandonaban formalmente a los griegos de Asia y su propio papel como liberadores; una concesión profundamente embarazosa en el nuevo tratado. Nunca hubieran aceptado semejante condición, a menos que el fracaso de las campañas emprendidas desde que había tenido lugar el desastre siciliano les hubiera convencido de que no podían ganar la guerra de ninguna otra manera.
LOS ESPARTANOS EN EL HELESPONTO

Aunque ninguna flota persa llegara a aparecer, el dinero persa reactivó la iniciativa espartana, y las noticias de la reconciliación parecieron ganar el apoyo de algunos griegos de Asia Menor. Convencidos de que los espartanos no podían retar a Atenas en el mar, iban a tomar el único camino viable: enviarían un ejército bajo el mando del general Dercílidas por tierra hacia el Helesponto. Su primer objetivo fue la colonia milesia de Abido, en el lado asiático, pero una vez alcanzados los estrechos, confiaban en provocar rebeliones en toda la región y amenazar con cortar el comercio y el suministro de alimento de Atenas. Por último, la presencia de un ejército peloponesio en el Helesponto forzaría a los atenienses a traer su flota al norte desde el Egeo, dejando al resto del Imperio abierto a la revuelta.
Dercílidas alcanzó el Helesponto en mayo del 411, y rápidamente incitó levantamientos en Abido y en la cercana Lámpsaco (Véase mapa[47a]). El general ateniense Estrombíquides tomó veinticuatro barcos, algunos de los cuales eran transportes de hoplitas, y recuperó Lámpsaco pero fue incapaz de hacerse con Abido. En Sesto, en el lado europeo, estableció «una fortaleza y un puesto de vigilancia que dominaba todo el Helesponto» (VIII, 62, 3), aunque no pudo desalojar a los espartanos de su punto de apoyo en esa vital ruta marítima.
La nueva estrategia espartana pronto tuvo un efecto en el teatro de guerra del Egeo. Algún tiempo antes, los espartanos habían enviado a Leon, un oficial del ejército, para que reemplazara a Pedarito como gobernador de Quíos. Con doce barcos procedentes de Mileto se había unido a veinticuatro trirremes quiotas para formar una flota de treinta y seis embarcaciones. Frente a ella, los atenienses habían enviado treinta y dos barcos, pero algunos de ellos eran simples transportes de tropas, inútiles en una batalla naval. Aunque las fuerzas peloponesias se impusieron al principio, fueron incapaces de conseguir una victoria decisiva antes de que llegara la oscuridad. El bloqueo continuó, pero los peloponesios y sus aliados se habían demostrado por fin que podían hacer mucho más que mantenerse en una batalla naval.

Estrombíquides fue forzado entonces a llevar la mejor parte de la flota ateniense al Helesponto, dejando detrás tan sólo ocho barcos para vigilar el mar alrededor de Quíos. Esto dio a Astíoco el coraje para dirigir sus barcos, pasando cerca de Samos, hacia Quíos. Desde allí, con más de cien barcos de guerra —procedentes tanto de Quíos como de Mileto— se dirigió a Samos e invitó a los atenienses a luchar por el dominio del mar. Su renovado coraje se encontró con una aparente renuencia por parte del enemigo, ya que los atenienses rehusaron el enfrentamiento. Tucídides explica que no salieron contra Astíoco porque «sospechaban unos de otros» (VIII, 63, 2), refiriéndose a un conflicto interno que recientemente había estallado en Atenas, dividiendo a sus ciudadanos en facciones hostiles y poniendo la supervivencia de la ciudad en serio peligro. Repentinamente la situación se había invertido: Atenas había perdido el control del mar, así como la iniciativa en la guerra, y estaba desgarrada por un conflicto civil.

No hay comentarios:

Publicar un comentario