lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro cuarto: El conflicto de los ideales de cultura en el siglo IV:Jenofonte el caballero y el soldado ideales.

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ENTRE LOS escritores del círculo socrático —si dejamos a un lado el genio de Platón, que descollaba por encima de todo y cuya obra literaria fue conservada por su escuela— sólo un hombre aislado del grupo, Jenofonte, ha llegado a nosotros a través de numerosos es­critos. En cambio, los discípulos como Antístenes, Esquines y Aristipo, preocupados solamente por imitar las diatribas morales de su maestro, apenas representan para nosotros más que meros nombres. Y esto no es una simple jugada del azar. Por la variedad de sus inte­reses, por su forma de exposición y por lo vital de su personalidad, atractiva aun en lo que tiene de limitado, Jenofonte ha sido siempre un favorito del público lector. El clasicismo de la baja Antigüedad le consideraba con razón como uno de los representantes caracterís­ticos de la charis ateniense.[1] Aunque no se le lea directamente, como se hace hasta hoy en nuestras escuelas, por la transparente sencillez de su lenguaje, viendo en él el primer prosista griego; aunque se le juzgue simplemente a través de la lectura de los grandes autores de su siglo, de un Tucídides, un Platón o un Demóstenes, se tiene la sensa­ción de que era la encarnación más pura de su tiempo. Y muchas cosas que podrían parecemos hoy espiritualmente triviales a pesar del encanto de su forma, toman un aspecto distinto.

Pero ni siquiera un Jenofonte puede, a pesar de su carácter bur­gués tan bien cimentado y de su claridad, ser considerado sencilla­mente como la expresión típica de su época. También él era un hombre aparte, con un destino peculiar, fruto consecuente de su modo interior de ser, a la par que de su actitud ante el mundo circundante. Jenofonte, que había nacido en uno de los demos atenienses, el mismo de que descendía Isócrates, pasó por las mismas desdichadas expe­riencias que éste y Platón en la última década de la guerra del Peloponeso, que fue la época en que se hizo hombre. Se sintió atraído por Sócrates, como tantos jóvenes de su generación, y aun cuando no llegó a contarse entre sus discípulos en sentido estricto, fue tan profunda la impresión que aquel hombre dejó en él, que a su vuelta del servicio militar en el ejército de Ciro elevó al querido maestro, en sus obras, más de un monumento perdurable. No fue Sócrates, sin embargo, quien selló el destino de su vida, sino su ardiente incli­nación a la guerra y a la aventura, que le empujó al círculo mágico 952 de que era centro la figura romántica de aquel príncipe rebelde de los persas, llevándole a enrolarse bajo las banderas de su ejército de mercenarios griegos.[2] Esta actuación, que él nos relata en el más brillante de sus libros, la Anábasis o Expedición de Ciro, le puso en contacto muy sospechoso con las influencias políticas de Esparta.[3] y hubo de pagar las inapreciables experiencias militares, etnográficas y geográficas adquiridas durante su campaña asiática con el extrañamien­to de su ciudad natal.[4] En su Anábasis nos habla de la finca campes­tre de Escilo, situada en la región agraria de Elis, en el noroeste del Peloponeso. que los espartanos le regalaron y donde encontró su segunda patria.[5] Disfrutó allí de algunas décadas tranquilas, consa­gradas a la vida rústica, al cuidado de su finca y a los ocios lite­rarios. Ea afición a las variadas actividades del agricultor es, con el recuerdo de Sócrates y la inclinación a todo lo histórico y militar, una de las características principales de la personalidad de Jenofonte y también uno de los rasgos más importantes de su obra de escritor. La amarga experiencia política de su democracia natal le empujaba in­teriormente a tomar contacto con Esparta y a trabar un conocimiento más estrecho con los hombres dirigentes y las situaciones internas de este estado, que por aquel entonces ejercía un imperio casi ilimitado sobre Grecia; fue esto lo que le impulsó a su estudio sobre el estado de los lacedemonios y a su panegírico de Agesilao. Al mismo tiempo, extendió en su Historia de Grecia el horizonte de su interés político a toda la historia de su tiempo y recogió en la Ciropedia sus im­presiones persas. Jenofonte permaneció alejado de la patria durante las décadas del nuevo auge ateniense bajo la segunda liga marítima; no fue llamado de nuevo a su ciudad hasta la época de la decadencia de esta liga, la última gran creación política de Atenas, época en que procuró contribuir con algunos pequeños escritos de carácter prác­tico a la obra de reconstrucción del ejército y la economía. Poco después del fin de la guerra de la confederación (355), se pierden las huellas de nuestro escritor. Tenía a la sazón más de setenta años y lo más probable es que no sobreviviese a aquella época. Su vida abarca, pues, sobre poco más o menos, el mismo periodo que la de Platón.

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Jenofonte figura, como indican las vicisitudes de su accidentada vida, entre los hombres que ya no podían sentirse encuadrados dentro del orden tradicional de su polis, sino que iban alejándose interior­mente de él a través de los acontecimientos por ellos vividos. El exilio, que sin duda no había esperado, hizo que este abismo fuese, en un principio, infranqueable. Abandonó Atenas en el momento en que la confusión interior y la hecatombe exterior del imperio sub­siguientes a las guerras perdidas empujaban a la juventud a la deses­peración. Tomó en sus manos la dirección de su propia vida. Al redactar su escrito de defensa de Sócrates, que ahora figura como el libro primero a la cabeza de sus Memorables, escritas mucho más tarde —probablemente con motivo de la polémica literaria provocada a fines de la década del noventa por el libelo difamatorio del sofista Polícrates contra Sócrates y los socráticos—,[6] su incorporación al círculo de los defensores de Sócrates obedecía a una razón más bien política: al deseo de demostrar desde el destierro que Sócrates no debía ser identificado con las tendencias de un Alcibíades o de un Critias,[7] que la competencia de las escuelas nuevas por aquel enton­ces pretendía atribuirle como discípulos suyos, para desacreditar de este modo, como sospechoso de espíritu antidemocrático, cuanto tu­viese alguna relación con Sócrates.[8] A esto no se habían atrevido siquiera los acusadores del maestro, en su proceso. También para Je­nofonte era peligroso verse clasificado de una vez para siempre en esta categoría, suponiendo que abrigase el propósito de retornar al­gún día a su patria.[9] Este escrito, en el que debe verse una especie de manifiesto independiente contra la acusación política de Sócrates por Polícrates, permite llegar realmente a la conclusión de que su autor, en el momento de redactarlo, seguía pensando aún en el retor­no a Atenas.[10] La posterior incorporación de este folleto, actual en su tiempo, a la extensa obra de las Memorables,[11] puede ponerse así en relación con una situación paralela: con la época en que Jeno­fonte es llamado de nuevo a su patria en la década del cincuenta del siglo IV, pues ahora aquel escrito cobraba nueva actualidad, como prueba del estado permanente de espíritu de su autor ante su ciudad patria. Al rendir un homenaje a la absoluta lealtad política de Sócrates, 954 Jenofonte atestiguaba también su propia lealtad política a la democracia ateniense, que muchos ponían en tela de juicio.[12]

Una gran parte de sus actividades como escritor se condensa en la década del cincuenta.[13] Indudablemente, el retorno a su ciudad patria sirvió de nuevo de incentivo a su productividad. Es lo más probable que fuese entonces cuando diese cima a su Historia de Gre­cia, que termina con la batalla de Mantinea (362) y en la que intenta esclarecer a posteriori la bancarrota del sistema espartano, tan ad­mirado por él.[14] También su obra sobre el estado de los lacedemonios corresponde al periodo posterior al derrumbamiento de la hegemonía espartana, como indica la consideración final de esta obra sobre Es­parta en el pasado y en el presente.[15] La alianza entre Atenas y Esparta desde comienzos de la década del sesenta vuelve a acercarle a Atenas, que por fin le llama a su seno. En la quinta década del siglo IV, al derrumbarse también Atenas y deshacerse la segunda liga marítima, el infortunio nacional provoca una nueva intensidad edu­cativa en las obras posteriores de Platón y de Isócrates, en las Leyes, el Areopagítico y el Discurso sobre la paz.[16] Jenofonte aporta a este movimiento, con cuyas ideas se siente vinculado interiormente, sus Memorables y otros escritos de menor extensión.[17] Entre sus últimas 955 obras, nacidas después de la vuelta del destierro, figuran con toda seguridad su escrito sobre los deberes de un buen caudillo de caba­llería, el Hipparchicus, en el que se hace referencia expresa a las ne­cesidades de Atenas, la obra sobre el caballo y el jinete, relacionada con la anterior[18] y el folleto de política económica sobre las rentas, suponiendo que sea auténtico, como hoy parece admitirse de un modo casi general.[19] En este periodo parece que debiera situarse también, preferentemente, su escrito sobre la caza, consagrado por entero al problema de la paideia real, puesto que se manifiesta con violencia contra la cultura puramente retórica y sofística.[20] Es una obra que encaja con dificultad en la quietud campestre e idílica de Escilo, donde ha pretendido encuadrarse por razón de su contenido. La experiencia que en ella se pone a contribución se remonta, naturalmente, a aquella época. Pero la obra a que nos referimos corresponde ya a la vida y a las actividades literarias de Atenas.

A través de toda la obra de Jenofonte como escritor resalta de un modo más o menos acusado el rasgo educativo consciente. No es sólo un tributo rendido por el autor a su época, sino una manifesta­ción espontánea de su propia naturaleza. Hasta en el relato aventu­rero de su participación en la retirada de los diez mil griegos se contiene mucho que es directamente instructivo. Se trata de enseñar al lector cómo se debe hablar y actuar en ciertas situaciones de la vida. Al igual que los griegos en una situación extremadamente an­gustiosa, cercados por amenazadoras tribus bárbaras y ejércitos ene­migos, el lector debe aprender a descubrir y desarrollar la areté dentro de sí mismo. Se destaca abiertamente lo que hay de ejemplar en mu­chas figuras y acciones, sin hablar de los conocimientos y capacidades materiales que se abren paso audazmente, sobre todo en el terreno militar. Sin embargo, el lector se siente más impresionado que por la tendencia conscientemente educativa de la obra, por la emoción vivida de las peripecias del autor y de sus camaradas en una situación como aquélla, angustiosa y desesperada, aun para soldados impávidos y fo­gueados en la guerra. Nada más lejos del modo de Jenofonte que la actitud de simple espectador ante la propia valentía y la propia pericia.

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Éstas le ganan nuestras simpatías, sobre todo teniendo en cuenta que un episodio como aquél, en que diez mil griegos, abriéndose paso por sus propios medios desde las tierras del Eufrates hasta las costas del Mar Negro, entre combates y peligros sin cuento y consiguiendo sal­varse después de perder a sus oficiales, es el único rayo de luz que brilla en medio del panorama sombrío y desesperado de la historia grie­ga de aquel tiempo.

Lo que más profundamente conmueve al lector no es el modo como Jenofonte pretende influir sobre él, sino la impresión perdurable que deja en su espíritu el mundo de los pueblos extraños. Esta impresión se refleja en cada página y, sobre todo, en su pintura imparcial de los nobles persas y de sus virtudes varoniles, cuyo sentido y significación para Jenofonte se revelan con toda claridad cuando se las proyecta so­bre el fondo idealizante de la Ciropedia. Es cierto que esta nota no domina todo el cuadro, sino que se combina con la repulsión tan pro­funda que suscita en el autor la felonía de aquellos representantes dege­nerados del régimen persa imperante, con quienes tenían que tratar los griegos. Pero no habría sido necesario el testimonio de su Oikonómikos, en que nos asegura que si el joven Ciro hubiese vivido más tiempo habría llegado a ser un monarca tan grande como su famoso antece­sor,[21] para hacernos comprender con qué ojos debemos considerar el retrato que de él traza en la Anábasis.[22] Es un retrato pintado por la mano de un admirador entusiasta, que no sólo deplora la trágica suerte heroica del hijo del rey caído en la lucha, sino que ve brillante­mente reencarnada en él la areté de los antiguos persas. Al final de la Ciropedia, Jenofonte atribuye las causas de la decadencia del poder de los persas a la relajada moral reinante en la corte de Artajerjes Mnemón, aquel mismo rey a quien su hermano Ciro intentó derrocar del trono.[23] Si la sublevación hubiese triunfado, Ciro habría traído un renacimiento de los antiguos ideales persas, aliados a las mejores fuerzas del helenismo[24] y tal vez la historia del mundo habría tomado otro rum­bo. La imagen que Jenofonte traza de la personalidad de Ciro en la Anábasis, después de relatar su heroica muerte en la batalla de Cunaxa, es un paradigma perfecto de la más alta kalokagathía.[25] Es un modelo que debe estimular a la imitación y demuestra a los griegos que la verdadera virtud varonil y la nobleza en el modo de pensar y de obrar no constituyen un privilegio de la raza griega como tal. Aunque en Jenofonte se trasluzca constantemente el orgullo nacional y la fe en la superioridad de la cultura y el talento griegos, está muy lejos de pensar que la verdadera areté sea un regalo de los dioses depositado 957 en la cuna de cualquier filisteo helénico. En su pintura de los mejores persas se destaca por todas partes la impresión que despertara en él su trato con los representantes más destacados de aquella nación: la impresión de que la auténtica kalokagathía constituye siempre, en el mundo entero, algo muy raro, la flor suprema de la forma y la cultura humanas, que sólo se da de un modo completo en las criaturas más no­bles de una raza.

La mentalidad griega del siglo iv, llevada por su tendencia majes­tuosa, aunque con frecuencia poco real ya, a exigir que todos los seres humanos participasen por igual de la areté, reconociéndoles al mismo tiempo plena igualdad de derechos civiles, se hallaba ante el peligro de perder de vista aquella verdad. De modo indudable. Jenofonte veía con­firmado constantemente por la experiencia el hecho de que el griego me­dio era superior al bárbaro medio, por su capacidad de iniciativa y su sentido de la propia responsabilidad. La grandeza de los persas es­triba, sin embargo, en haber sabido crear una selección de una cultura y una formación humana gigantescas. Este hecho no podía pasar des­apercibido para la mirada imparcial del griego, sobre todo si se tiene en cuenta que los pensadores griegos de aquella época, un Platón y un Isócrates, en sus teorías sobre la educación y la cultura, presentaban con toda claridad el problema de la selección como el problema cardinal de toda cultura. El contacto con una raza extraña y con su estilo de vida, fue, pues, para Jenofonte la revelación de las premisas tácitas de toda cultura superior, desconocidas con harta frecuencia por los educadores idealistas. Aquellos persas nobles tenían también su paideia o algo análogo a ella,[26] y por tenerla se mostraban tan sensibles para las supremas realizaciones del helenismo.[27] En la imagen de Ciro tra­zada por Jenofonte aparecen íntimamente asociados la helenofilia y la alta areté persa. Ciro es el Alejandro de los persas, que sólo difiere 958   del de Macedonia por su tyché. La lanza que lo traspasó podía haber derribado también a Alejandro.[28] A no ser por esta lanzada, la historia del helenismo habría comenzado con Ciro y habría tomado distinto rumbo.[29] La Anábasis de Jenofonte pasó a ser, sin embargo, el libro que, manteniendo vivo en el recuerdo de los griegos del siglo IV la re­tirada de los diez mil, alentaba en ellos la conciencia de que todo jefe griego capaz podía conseguir lo que habría llegado a realizar aquel cuerpo de mercenarios griegos bajo el mando de Ciro, si éste no hu­biese sido muerto. Desde entonces, los griegos supusieron que el reino de los persas estaba a su merced. Jenofonte convenció de esto a todos los pensadores de su tiempo, como Isócrates, Aristóteles y Demóstenes.[30] La Anábasis ponía en primer plano, al mismo tiempo, y plan­teaba por primera vez como un problema, la posibilidad de una fe­cundación de la cultura persa-oriental por la griega, al señalar la paideia del príncipe persa como factor de política cultural.[31]

La cultura griega, por su contenido espiritual y por su forma, aporta a cualquier otra élite lo que ésta no posee por sí misma, pero con ello la ayuda precisamente a desarrollarse. Para Jenofonte, Ciro no es un representante degenerado de la cultura a la moda griega, sino el tipo más puro y más excelente del persa.[32] Este punto de vista ar­moniza bastante bien con el de Sócrates, cuando dice que muchos grie­gos no participaban para nada en la paideia helénica y que, en cambio, los mejores representantes de otras naciones se hallaban, en muchos aspectos, dominados por ella.[33] La posibilidad y las condiciones de una influencia de la cultura griega por encima de los linderos de la propia raza fueron atisbadas, aunque no claramente percibidas, por es­tos griegos. Comprendieron que el camino consistía en articular la cultura helénica con lo mejor que hubiese en lo peculiar de cada pue­blo. Esto hace que Jenofonte adquiera la conciencia de que el pueblo caballeresco de los persas, "enemigo jurado" de los griegos, presenta 959 en cuanto a la estructura de su paideia de la nobleza una gran afinidad con la alta estima en que los antiguos helenos tenían la kalokagathía. Además, el paralelo repercute sobre un ideal griego y hace que los rasgos de la aristocracia persa se fundan en su imagen de la areté he­lénica. De otro modo, no habría podido surgir un libro como la Ciropedia, que presenta a los griegos el ideal de la verdadera virtud de un monarca, encarnado en la persona de un rey persa.

Esta obra, en cuyo título figura la palabra paideia, es decepcio­nante desde nuestro punto de vista, en el sentido de que sólo en su co­mienzo trata realmente de la "educación de Ciro".[34] No estamos ante una novela cultural de la Antigüedad, sino ante una biografía comple­ta, aunque fuertemente novelada, del rey que fundó el imperio persa. Esta obra es, sin embargo, paideia, pues su designio instructivo se trasluce claramente en cada página. Ciro es el prototipo del monarca que, tanto por las cualidades de su carácter como por su conducta cer­tera, va conquistando y consolidando paso a paso su posición de po­der.[35] El solo hecho de que los griegos del siglo IV pudieran entusias­marse con semejante figura demuestra cómo habían cambiado los tiempos, y una prueba todavía más elocuente de ello es el hecho de que el autor de esta obra fuese un ateniense. Entramos en la era de la educación de los príncipes. El relato de los hechos y del ascenso de un monarca famoso en la historia era uno de los caminos conducentes a este fin. Platón e Isócrates lo persiguen por otros derroteros: uno, a través de su disciplina dialéctica; otro, mediante una recopilación de máximas y reflexiones en torno a los deberes del príncipe.[36] A Jeno­fonte le interesa, en cambio, destacar las virtudes de su héroe como soldado. Virtudes que ilumina tanto en el aspecto moral como en el aspecto técnico-militar, adornándolas con rasgos sacados de la propia experiencia del autor. El soldado es en el fondo, para Jenofonte, el verdadero hombre, vigoroso y lozano, valiente y firme, disciplinado no 960 sólo en la lucha contra los elementos y contra el enemigo, sino también contra sí mismo y sus propias flaquezas. Es el único hombre libre e independiente, en medio de un mundo en que no existe un estado bien cimentado ni un régimen de seguridad civil. El ideal jenofóntico del soldado no es el del caudillo arrogante que se vuelve frívolamente de espaldas a la ley y a la tradición y resuelve todas las dificultades con la espada en la mano. Su Ciro es al propio tiempo el prototipo de la justicia y su poder descansa sobre el amor de sus amigos y la confianza de sus pueblos.[37] El guerrero de Jenofonte es el hombre que confía lisa y llanamente en Dios. En su obra sobre los deberes del caudillo de caballería hay un pasaje en que dice que si algún lector se asom­bra de que todos sus actos comiencen "con Dios", es que nunca se ha visto obligado a vivir en constante peligro.[38] Pero, además, la misión del soldado es, para él, la alta escuela del hombre verdaderamente no­ble. La unión del guerrero y el monarca en la persona de Ciro le pa­rece una idea absolutamente natural.[39]

La educación de los persas llama la atención de Jenofonte precisa­mente porque ve en ella esta alta escuela de virtud y de nobleza, cuyo relato entreteje con la biografía de su héroe. Lo más probable es que Sócrates no fue el primero que encauzó su preocupación hacia este problema, pues hacía ya largo tiempo que los círculos de la ''sociedad" de Atenas y de diversos sitios se hallaban vivamente interesados por el régimen político y la educación de otros pueblos.[40] Jenofonte apor­taba acerca de Persia nuevas noticias recogidas directamente por él a través de la experiencia o del conocimiento; tal vez hasta entonces no se habría iluminado jamás con luz viva este aspecto de la vida persa.

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No quiere esto decir que sus datos acerca de ello fuesen tampoco muy detallados. Considera, sin embargo, la educación persa superior a la de los griegos.[41] Al emitir este juicio, ve la educación griega a tra­vés de la imagen que de ella traza Platón. El único estado donde exis­te una preocupación pública por la juventud es Esparta, que Jenofonte no menciona en esta obra y cuya situación no podía equiparar a la de Grecia.[42] Aquí, cada individuo cría a sus hijos como se le antoja. Ya adultos, la ley los toma de la mano y les impone sus preceptos. Peto su educación los hace poco aptos para responder a esa obediencia ante la ley de que los estados griegos se sienten tan orgullosos y a la que llaman justicia. Los persas, en cambio, inician su acción tutelar en edad temprana e instruyen a la infancia en la justicia, del mismo modo que los padres griegos enseñan a sus hijos a deletrear.[43]

La sede de su educación es la "plaza libre" delante del palacio real, rodeada también de los otros edificios públicos. De este lugar se ha­llan desterrados el comercio y la granjería, para que su tráfago no se mezcle con la "eucosmía de la gente culta".[44] El contraste con lo que su­cedía en Atenas y en Grecia es patente. Aquí, la plaza y los aledaños de los edificios públicos veíanse cercados de puestos comerciales y llenos del trajín ruidoso y agitado de los negocios.[45] Esta localización hace que la paideia de los persas se sienta, desde el primer momento, fuerte­mente vinculada a la comunidad e incluso situada en el centro de la estructura política. Los directores de la educación de la infancia salen de las filas de los viejos, seleccionados como los más aptos para esta función, mientras que los educadores de los jóvenes capaces de empu­ñar las armas, de los "efebos", son representantes distinguidos de los hombres de edad madura.[46] Los muchachos tienen, como en Grecia los adultos, una especie de tribunal ante el que pueden ventilar sus demandas y sus querellas, contra los rateros, los ladrones y los autores de actos de violencia, de fraude o de injurias.[47] Los autores de un desafuero son castigados disciplinariamente, pero también quienes acu­sen a inocentes. Jenofonte destaca como nota peculiar de los persas el grave castigo con que sancionan la ingratitud. Ésta es considerada como la raíz de todo impudor y, por tanto, de todo mal.[48] Esto nos recuerda la importancia que Platón e Isócrates atribuían en la educa­ción de la juventud y en el aseguramiento de todo régimen social al aidos, al sentimiento del honor y del pudor.[49] Para Jenofonte el verdadero 962 principio de toda educación entre los persas es el ejemplo.   El ejemplo enseña a los jóvenes a acatar sumisamente el supremo precep­to, la obediencia, pues ve cómo los mayores cumplen continua y pun­tualmente el mismo deber.[50]

El régimen de vida de los muchachos es el más sencillo que puede imaginarse. Traen de su casa a la escuela un trozo de pan y una ensalada, así como un cacharro para recoger agua y beber, y comen todos juntos, bajo la vigilancia del maestro. Este sistema de educa­ción llega hasta los 16 o 17 años; a esa edad, el joven ingresa en el cuerpo de los efebos, en que permanece durante diez años. Je­nofonte tributa grandes elogios al deber de servir en el ejército desde temprana edad, pues la edad juvenil requiere cuidados especialmente atentos. El servicio militar es la escuela de la disciplina. Las uni­dades armadas se hallan constantemente a disposición de las auto­ridades y dan guardia al rey en sus excursiones periódicas de caza. Estas cacerías se celebran varias veces al mes.[51] La alta estimación en que se tiene el noble ejercicio de la caza constituye, según Jeno­fonte, un signo de salud del sistema persa. Nuestro autor ensalza las virtudes de esta práctica, en que el hombre se endurece, y las concibe, lo mismo aquí que en su obra sobre el estado de los lacedemonios y en el Cinegético, como uno de los elementos esenciales de toda buena paideia.[52] A este cuadro de la cultura persa, formado por el cuidado de la justicia y el desarrollo del hombre en la guerra y en la caza, añade Jenofonte, en el Oikonómikos, como tercer factor, el cuidado de la agricultura.[53] El sistema social aparece dividido en las cuatro clases de edad: los muchachos, los efebos, los hombres y los ancianos. Sólo ingresan en la clase de los efebos los muchachos cuyos padres disponen de recursos para enviar a sus hijos a esta es­cuela de kalokagathía, en vez de ponerlos a trabajar, y los únicos que alcanzan el rango de adultos (τέλειοι) y luego la dignidad de an­cianos (γεραίτεροι) son los efebos que coronan su tiempo completo de servicio.[54] Estas cuatro categorías forman la élite del pueblo persa, sobre la que descansa todo el sistema político del estado, pues a través de ellas gobierna el rey al país. Todo esto tenía que antojársele muy extraño al público griego, exceptuando tal vez al de Es­parta, que encontraría sin duda ciertos rasgos afines al sistema persa en las instituciones de su propio estado.[55] Al lector moderno esto 963 le recordará las escuelas de cadetes de los estados militares del tipo del antiguo estado prusiano, llamadas a suministrar su material hu­mano al ejército y a formar a sus pupilos a tono con ello desde la edad infantil. Y el paralelo no deja de tener su justificación, si se tiene en cuenta que la base social de ambos sistemas era la misma. Era una base de tipo feudal, y aunque Jenofonte entienda que el lina­je es sustituido aquí por la norma de la independencia financiera de los padres del niño que se trata de educar,[56] lo más probable es que esta categoría coincidiese en lo esencial con la nobleza terrateniente del estado persa.

Las tendencias aristocrático-guerreras de Jenofonte, que dentro de Grecia encuentran su paralelo más cercano en Esparta, se trazan un segundo modelo en este cuadro peculiar de la educación persa. Cabe preguntarse si la idea en que se basa la Ciropedia era pura­mente teórica o si estaba en el ánimo de su autor abogar prácti­camente por la difusión y la realización de este ideal. Aunque Jeno­fonte fuese historiador, no es probable que adoptase, en aquella época, una actitud puramente histórica ante problemas como éstos. No puede uno menos que pensar que esta obra fue concebida por su autor en un momento en que Esparta se hallaba todavía en la cúspide de su poder y que un escritor refugiado como Jenofonte, que propendía interiormente hacia el sistema espartano, se proponía con ella estimular en los círculos cultos de su pueblo, a la luz del ejem­plar gemelo persa, la comprensión para el auténtico espíritu de un estado guerrero. No es otra, en efecto, la finalidad que persigue con su obra sobre el estado espartano. Sin embargo, la consideración final con que el autor cierra ambas obras nos obliga a desechar toda intención de propaganda directa. En el prólogo a su Ciropedia se vuelve resueltamente de espaldas ante los persas de su tiempo y ex­plica las razones de su decadencia.[57] Y la misma actitud adopta ante la Esparta de sus días, al final de su obra sobre el estado de los lacedemonios.[58] No lo habría hecho así, indudablemente, en vida del rey Agesilao, al que ensalzó en una apología escrita a raíz de su muerte (360) como la encarnación de la auténtica virtud espartana. Las alusiones a la historia de la época parecen situar la terminación de ambas obras en los últimos años de la vida de Jenofonte, cuando ya no podía hablarse de la hegemonía de Esparta.[59] Pero, aun dejando 964 a un lado todos los datos políticos actuales, es evidente que un hombre de sus ideas no podía sentir la tentación de elevar en estas obras un monumento al espíritu que presidía la educación de los persas. Su libro se esfuerza repetidas veces en salir al paso a la posible objeción de que trata de preconizar el régimen oriental y el despotismo bárbaro, para lo cual establece una distinción entre los persas reblandecidos de su tiempo y aquel pueblo de caballeros y guerreros que fundara el imperio. La exuberante vida oriental que muchos consideran como típica de Persia es, para él, característica de Media.[60] Fue ésta la razón principal de que el imperio medo cayese en manos de los persas, tan pronto como éstos adquirieron la conciencia de su propia superioridad. Este pueblo persa, el de los tiempos de Ciro, no era un pueblo de esclavos, sino de hombres libres e iguales en derechos,[61] y mientras Ciro empuñó el cetro, este espíritu vivió inquebrantable en las instituciones del nuevo estado. Fueron sus sucesores quienes renegaron de él, acelerando de este modo la decadencia de su pueblo.[62] Jenofonte ve en la paideia de los persas el último vestigio y el auténtico exponente de su primitiva areté. Y aunque el pueblo persa de sus días hubiese degenerado, lo considera digno de perdurar en la memoria de los hombres, con el re­cuerdo del fundador del imperio y de su pasada grandeza.

El ensayo de Jenofonte La constitución de los lacedemonios, cons­tituye el paralelo inmediato de la Ciropedia. Aunque en ella no se expone la historia de un solo hombre, sino que se traza la pintura de un estado, ambos libros son comparables entre sí, por comenzar con la paideia, destacando así en primer plano el punto de vista especial desde el que abordan el tema. Es cierto que la educación, considerada en sentido estricto, sólo ocupa los primeros capítulos de ambas obras, pero el autor la considera como la base del estado persa y del estado espartano, a la cual se remite constantemente.[63] Y las demás instituciones de ambos pueblos presentan de un modo igual­mente acusado el sello de un único sistema educativo, aplicado conse­cuentemente, siempre y cuando que hagamos también extensiva la 965 palabra educación a la  dirección  de la vida de los adultos imperante en estos estados.

La idea espartana de la suprema virtud cívica ha sido deducida por nosotros de los documentos más antiguos que poseemos: las poe­sías de Tirteo (supra, pp. 92 ss.). Este autor pertenece a la época de la guerra de Mesenia, en que este ideal varonil espartano se abrió paso bajo el empuje de la necesidad exterior, al choque con concep­ciones tradicionales de carácter más aristocrático. Era la idea de que la suprema contribución del ciudadano al bien de la colectividad con­sistía en la defensa de su patria y de que sus derechos dentro del estado no debían ajustarse a ningún privilegio de linaje o de fortuna, sino a su conducta en el cumplimiento de este deber supremo. Y esta concepción fundamental acerca de las relaciones entre el individuo y la colectividad se mantuvo siempre indemne en una comunidad como la espartana, obligada a defenderse en todo momento con las armas en la mano y a velar por su existencia en un estado de guerra permanente. A lo largo de los siglos fue surgiendo de ella y estruc­turándose un sistema peculiar de vida civil. No estamos informados acerca de las diversas etapas de su desarrollo. En los tiempos de Jenofonte y de Platón, y mucho antes seguramente, este cosmos es­partano aparecía ya ante los ojos del mundo como una formación plasmada. Es, sin embargo, al interés de estos pensadores y escri­tores por la paideia de los espartanos, exclusivamente, al que debemos el que se haya conservado algún conocimiento de Esparta digno de mención.[64] Los demás griegos veían con asombro cómo todas las ins­tituciones de Esparta tendían a un solo fin: hacer de los ciudadanos los mejores guerreros del mundo. Aquéllos comprendían muy bien que este objetivo no podía alcanzarse solamente a fuerza de adiestra­miento técnico, sino que suponía una formación interior del hombre, la cual databa ya de la más temprana infancia: no era una forma­ción puramente militar, sino una formación política y moral en el más amplio sentido, aunque antagónica a todo lo que los griegos entendían por tal. En toda Grecia había, al lado de los amigos de la democracia ateniense, partidarios convencidos del espíritu espar­tano. Platón no es, ni mucho menos, exponente típico de los se­gundos, pues adopta una actitud crítica ante el ideal espartano como tal. Sólo admira la consecuencia con que la idea normativa penetra en Esparta todas las esferas de la vida civil y la conciencia de la importancia que tiene la educación para la estructuración del espíritu colectivo.[65] No es Platón, sino Jenofonte, el verdadero representante 966 de aquellos filoláconos que existían, sobre todo, en los círculos aris­tocráticos de Grecia.

Su crítica de la democracia ateniense de su tiempo, tal como se manifiesta abiertamente en las Memorables, a pesar de su lealtad cívica hacia su ciudad-patria, le llevaba a admirar en Esparta, la adversaria política de Atenas, muchas cosas que consideraba como la solución, inspirada por la sabiduría consciente, de ciertos proble­mas fundamentales no resueltos en el estado ateniense. Todos los ma­les de la democracia de su tiempo brotaban, al parecer, de una sola fuente: el exagerado impulso de propia afirmación del individuo, que no parecía reconocer deberes, sino solamente derechos del ciudadano y veía en ello justo la esencia de la libertad que el estado debía garantizarle. Quien, como Jenofonte, profesaba el ideal del solda­do que hemos visto, era natural que considerase especialmente de­plorable esta falta de disciplina consciente de su responsabilidad. Su pensamiento político no partía de los postulados ideales del individuo, sino de las condiciones externas impuestas por la existencia de la colectividad. La falta de capacidad y de voluntad defensiva de los ciu­dadanos atenienses, que destacaban también constantemente otros crí­ticos contemporáneos suyos como Platón, Isócrates y Demóstenes, tenía que parecerle a un hombre como él una frivolidad pueril e inconcebible, llamada a acarrear en breve plazo, en medio de un mundo de enemigos y de envidiosos, la pérdida de la famosa libertad de que tanto se enorgullecería la democracia ateniense. Indudable­mente, la disciplina espartana no era el fruto de la libre decisión de una mayoría cívica. Formaba parte del armazón legislativo funda­mental del estado, en que Jenofonte veía la obra genial de un solo hombre, de la figura semimítica de Licurgo.[66] Las condiciones his­tóricas propias de la larga subsistencia, en Esparta, del régimen primitivo de una vida de campamento guerrero, la coexistencia de varias razas dentro de un mismo estado, una raza dominante y otra dominada, y la perduración de un estado de guerra casi siempre la­tente entre ambas a lo largo de muchos siglos, no eran, indudable­mente, hechos ignorados de Jenofonte, pero no los menciona, sino que concibe más bien el cosmos espartano como una obra de arte política estática, cuya originalidad ensalza y cuya imitación por otros considera apetecible.[67] Evidentemente, no se imaginaría esta imita­ción como una copia servil de todas las instituciones, pero los escritos de Platón sobre el estado son el mejor comentario a lo que la men­talidad griega entendía por imitación. Los griegos propendían menos que nosotros a considerar en su individualidad única una creación consecuente de por sí, aunque regida por las condiciones de su esencia, 967 y en cuanto se veían en el trance de tener que reconocer las virtudes de un sistema, cualesquiera que ellas fuesen, pugnaban por imitar lo que les parecía bueno y útil. Esparta es, para Jenofonte, la realización de todo un estado de aquel ideal del soldado que él había conocido en la vida libre del campamento, en la campaña de Ciro.

A Jenofonte no se le oculta lo que hay de paradójico en el tipo de vida y en el sistema de educación de los espartanos, desde el punto de vista del individualismo corriente de su tiempo y de su conciencia de la libertad.[68] Procura presentar su adhesión a las ins­tituciones de Licurgo, como lo hace repetidas veces, bajo la forma cauta de dejar que el lector reflexivo decida por sí mismo si el legis­lador espartano, con sus medidas, benefició o no a su pueblo. Debía suponer necesariamente que la opinión de sus lectores se dividiría y que muchos encontrarían demasiado caro el precio pagado por aque­llos beneficios.[69] Pero, evidentemente, contaba también en gran medida con la aquiescencia de sus contemporáneos y no sólo, induda­blemente, en las ciudades y los estados en que se reputaban superfluos los intereses literarios como los que su libro presupone, cosa que ocurriría tal vez en la misma Esparta.[70] No se trataba, ni mucho menos, de un problema puramente ideológico. Se ha dicho de Jeno­fonte, por la extemporaneidad de su ideal en medio de un mundo circundante democrático ilustrado, que era un romántico, pero este escritor no era un poeta, sino un hombre práctico. Aparte de su primitiva simpatía de soldado por Esparta, estaban también en juego, sin duda alguna, sus convicciones políticas como agrario. Sentía aversión por el hombre de la ciudad y por la vida urbana y veía claro que los intentos de solución del problema social que partían del proletariado de las ciudades eran inaplicables a la tierra y a los agricultores. El hecho de que durante las décadas en que vivió dedi­cado a la agricultura en aquellos remotos parajes de Elis, no dejase de participar en las luchas políticas que tampoco allí faltaban, de­muestra un conocimiento exacto de las condiciones de los partidos existentes en aquella comarca, de que habría de dar pruebas en los libros posteriores de su Helénica. Refiere estos problemas con rela­tiva extensión y como testigo ocular, indudablemente.[71] En aquellas luchas sociales se cruzaban las influencias aristocráticas de Esparta y las tendencias democráticas de Arcadia, y Jenofonte tuvo ocasión de estudiar unas y otras en sus efectos. Para el Peloponeso agrario, el movimiento democrático alimentado allí por Tebas después de la 968 derrota de Esparta en Leuctra, constituía algo relativamente nuevo, pues aquellas tierras llevaban ya varios siglos firmemente atadas a la dirección de Esparta. Los elementos conservadores seguían mante­niéndose al lado de Esparta, aun después que Mesenia y Arcadia lograron desprenderse de este sistema político. La influencia de la nueva expansión arcadia no era vista con buenos ojos en Elis. Jeno­fonte consideraba como un hecho afortunado el que Atenas, atemo­rizada ante el súbito ascenso de Tebas, se aliase a la humillada Es­parta. Esto hacía que el lector ateniense, sobre todo después de haber visto a las tropas de Atenas luchando repetidas veces al lado de las de Esparta contra los tebanos, fuese más asequible al análisis sereno, aunque no exento de crítica, de las instituciones espartanas y no hacía recaer sospechas políticas sobre el autor, como habría sucedido antes sin ningún género de duda.[72]

Los detalles de la educación espartana, de la llamada agoge, son demasiado conocidos para que necesitemos transcribirlos aquí de la obra de Jenofonte. Las características esenciales del sistema son: la tendencia a velar desde muy temprano por la educación de hijos sanos ya antes de la concepción y durante ésta y el embarazo, la selección racial y la eugenesia; el ejercicio de la educación por medio de los órganos del estado y no, como en otras ciudades, por medio de los padres y de los esclavos, a quienes era entregado el niño para su vigilancia; la institución del paidónomo como suprema autoridad educativa del estado, el encuadramiento de los muchachos y de los jó­venes, separados de ellos, en formaciones militares; la vigilancia que cada clase ejerce sobre sí misma por medio de su hombre de más confianza; el endurecimiento del cuerpo mediante el vestido y la ali­mentación adecuados y, finalmente, la extensión de la educación por parte del estado a los primeros años de la edad madura. Hoy muchas de estas cosas nos parecen exageradas o sencillamente primitivas, pero los filósofos atenienses reconocían como sano el principio en que es­tas medidas se inspiraban: el principio según el cual el estado o la ciudad se hacían cargo de la educación y la ejercían por medio de ex­pertos públicamente designados y, al incorporarlo a sus proyectos de estado ideal, lo hicieron triunfar en casi todo el mundo.[73] El postulado de la educación como función pública constituye la verdadera aporta­ción de Esparta a la historia de la cultura, una aportación cuya importancia 969 no sería posible exagerar. La segunda pieza fundamental del sistema espartano es el servicio militar de los varones jóvenes, con­siderado como parte esencial de la educación. Este régimen estaba mucho más desarrollado en Esparta que en los estados democráticos de Grecia y se prolongaba después de la juventud por medio de las sisitias y los ejercicios militares de los hombres de edad avanzada. Como hemos visto, también estas normas fueron recogidas por Platón en su sistema.

La derrota inferida en Leuctra al ejército espartano, reputado in­vencible, representó un golpe mortal para el sistema de este estado y tuvo que sacudir profundamente las ideas de Jenofonte. Al final de su obra sobre el estado de los lacedemonios acusa a la Esparta de su tiempo de avaricia, sensualidad y afán de dominación, apuntando que ha perdido su hegemonía.[74] En su Historia de Grecia, con la que no sólo pretende continuar exteriormente la obra de Tucídides, pues además de ello lo imita en el esfuerzo por comprender la necesidad de lo que acaece, critica severamente las faltas cometidas por los espartanos mientras ejercieron la hegemonía sobre Grecia. Su men­talidad religiosa sólo acierta a explicarse aquella trágica caída desde tan gran altura como la obra de una némesis divina. Es la venganza contra el hecho de haber estirado demasiado la cuerda. Al llegar a este momento, se revela que su sentimiento de admiración no era obs­táculo a que se siguiese sintiendo todavía lo bastante ateniense para abrigar cierta extrañeza ante la rígida dominación espartana. Esto no le impidió, ciertamente, escribir su obra sobre la paideia espar­tana ya después de producirse la caída de Esparta, pero le hizo adoptar ante el tema la misma actitud condicional que en la Ciropedia. Esta prevención es precisamente lo que consideramos como altamente educador en el estudio consagrado a la educación. En este mismo sentido debemos ensamblar dentro del gran edificio de la paideia griega su obra histórica titulada la Helénica. Las enseñanzas que de ella se desprenden no son inmanentes a los hechos mismos, como ocurre en la obra de su antecesor, cuya talla era incompa­rablemente mayor que la suya. Es su autor quien las proclama con absoluta sinceridad subjetiva y con celo religioso. La caída de Es­parta fue, con el resultado de la guerra del Peloponeso, con la caída de Atenas, la gran experiencia histórica de su vida, que trazó los derroteros a su fe moral en un orden mundial divino basado en la justicia.[75]

Los escritos socráticos de Jenofonte, los recuerdos del maestro y los diálogos, forman entre sus obras un grupo aparte cuya conexión 970 con el problema educativo no necesitamos razonar expresamente. Fue Sócrates quien imprimió al elemento ético y discursivo, que ya de suyo se contenía en el carácter de Jenofonte, el impulso más fuerte para su desarrollo.[76] Las Memorables han sido valoradas ya más arriba como fuente histórica para nuestro conocimiento de Sócrates y no podemos examinarlas aquí, ni siquiera como espejo de las ideas de Jenofonte acerca de la paideia.[77] La crítica de su valor como fuente histórica lleva implícito también el conocimiento del espíritu jenofontiano que en ellos palpita. Tiene un gran encanto ver cómo el autor pinta a Sócrates como representante de sus propias ideas favoritas, con el fin de hacerlo en potencia el educador de la épo­ca de la restauración ateniense, en que Jenofonte confiaba.[78] En sus Memorables, el maestro aparece actuando como consejero militar y experto de oficiales de caballería y de enseñanza de materias tác­ticas o confiesa al pesimista joven Pericles, el mismo que compartió el mando en la batalla de las Arginusas, su fe en el futuro de Atenas, en su capacidad para sobreponerse al rápido descenso de la estrella guerrera ateniense, siempre y cuando que supiese implantar una rí­gida disciplina militar y volviese a rodear de respeto la autoridad moral del Areópago.[79] Estas ideas, tomadas del arsenal del partido conservador, corresponden, evidentemente, a la época en que Isócrates abogaba también en público a favor de ellas,[80] es decir, al periodo de decadencia de la segunda liga marítima, que, naturalmente, su­gería el recuerdo del proceso paralelo de descomposición interior de Atenas en la última fase de la guerra del Peloponeso. La libertad soberana con que Jenofonte presenta la figura de Sócrates corno in­térprete de sus propias concepciones es más patente aún en el Oikonómikos, diálogo que merece especial consideración aquí, pues amplía la imagen de conjunto de los ideales educativos del autor en un aspecto esencial para él: el de las relaciones entre la cultura y la agricultura.

El paralelo con la agricultura había servido no pocas veces de base a los sofistas en su teoría de la educación.[81] Pero, aunque con ello se reconociese el cultivo del campo y la recolección de sus frutos como el comienzo de toda cultura, la cultura sofística no dejó de ser nunca, indudablemente, un producto urbano. Los tiempos en que Hesíodo había podido hacer de la vida rural y de sus leyes el punto de partida de su ética de los Erga quedaban ya muy lejos y la polis había asumido la dirección del mundo cultural. "Rural" e "inculto" eran, en tiempos de Jenofonte, conceptos sinónimos[82] y se consideraba 971 punto menos que imposible restituir a las actividades del labrador su antigua dignidad. Jenofonte, que aun siendo hijo de la ciudad se sentía inclinado por la vocación y por el destino a la carrera de agri­cultor, hubo de verse situado ante el problema de establecer un víncu­lo interno entre el duro trabajo profesional del que sacaba su sus­tento y su formación literaria. Fue así como adquirió un carácter agudo, por vez primera en la literatura, la cuestión de la ciudad y el campo. Es verdad que ya la antigua comedia ática había toca­do el problema, pero sólo para poner de relieve la incompatibilidad entre las necesidades de la vida patriarcal en el campo y la cultura de tipo moderno preconizada por los sofistas.[83] En el Oikonómikos de Jenofonte palpita un nuevo espíritu. El mundo campesino tiene ya conciencia de su valor independiente y se siente capaz de representar un papel no desdeñable en el mundo de la cultura. Este amor por el campo se halla tan alejado de aquella bucólica sentimental de los poetas idílicos helénicos como el espíritu burlesco y rústico de las es­cenas campesinas de un Aristófanes. Se siente seguro de sí mismo, sin exagerar la importancia de su mundo, y aunque no pretenderemos generalizar el fenómeno del agricultor entregado a tareas literarias, es innegable que la obra de Jenofonte a que nos estaremos refiriendo ve en el campo la raíz perenne de toda humanidad. Este ámbito de vida se despliega, sereno y apacible, detrás del primer plano, nervio­so y dinámico, pero angosto, en que se mueven los afanes culturales de las ciudades. La vitalidad y la firmeza de sustentación del ideal educativo de Sócrates se acreditan, por otra parte, por el hecho de que fuese capaz de penetrar en aquellas órbitas situadas al otro lado de los muros de la ciudad y que Sócrates, como hombre inseparable­mente apegado a la ciudad que era, jamás había pisado, pues no podía hablar con los árboles.[84]

El diálogo sobre la esencia de la "economía", con que se inicia la obra, lleva a Sócrates y Critóbulo al tema del cultivo de la tierra (γεωργία), cuya exposición ocupa la parte principal del libro. Cri­tóbulo muestra el deseo de que Sócrates le diga qué tipos de acti­vidad práctica y de saber son los más hermosos y los que mejor cuadran a un ciudadano libre.[85] Los dos interlocutores convienen fácilmente en que las profesiones que los griegos llaman banales no son las más adecuadas para ese fin, aparte de que en casi ningún estado son tenidas en alta estima. Estas profesiones debilitan el cuer­po por su régimen sedentario, perjudicial para la salud, y embotan el espíritu.[86] Sócrates recomienda la profesión de agricultor y revela 972 en el transcurso de! diálogo unos conocimientos tan asombrosos en esta materia, que Jenofonte se cree en el caso de razonar esto de un modo especial. Para justificar el interés por la agricultura en general y presentarla como un tipo de actividad acreedora al respeto social. Sócrates se remite al ejemplo de los reyes persas, que sólo conside­raban digna de asociarse a sus deberes de soldado una afición: el cultivo de la tierra, las actividades del labrador y del jardinero.[87] Jenofonte se apoya, al decir esto, naturalmente, en su conocimiento directo de las condiciones de vida reinantes en Persia. Sin embargo, puestos en boca de Sócrates, resultan un tanto sorprendentes los de­talles que da sobre los maravillosos parques de Ciro.[88] Jenofonte añade a esto un recuerdo personal del caudillo militar espartano Lisandro, quien con motivo de su visita a Sardes fue conducido por Ciro a través de sus jardines y oyó de labios del propio rey que éste trabajaba todos los días en ellos, habiendo plantado por su mano todos los árboles y bosquecillos del parque y trazado sus medidas. Lisandro se lo había contado a un amigo en Megara, a cuya casa fue invitado y que, a su vez, lo puso en conocimiento de Sócrates.[89] Esta clara ficción quiere dar a entender, indudablemente, que el autor, poniendo palabras de su cosecha en boca del maestro, como suele hacer también Platón, lo había sabido directamente por Lisandro. Jenofonte le habría sido presentado, quizá, como el valiente oficial que acaudilló a los diez mil griegos, en su retirada de Asia. Los dos eran amigos de Ciro y a nadie podía haber alegrado más Li­sandro, con sus recuerdos del héroe caído, que a Jenofonte. Para él, que también hubo de consagrarse más tarde a la agricultura, aque­lla asociación de la carrera de soldado con el amor por el cultivo de la tierra,[90] en el régimen de vida del príncipe, constituía una nueva razón para reverenciar la tradición persa.

Menos fácil era, para Jenofonte, razonar los conocimientos espe­ciales de Sócrates en materia agrícola. Sale del paso haciéndole relatar una conversación con un individuo relevante de los círculos de los terratenientes, al que da el nombre de Iscómaco. El propio Sócrates dice de él que ha oído ensalzarlo en todas partes como la personificación de la verdadera kalokagathía. Respondiendo a una pregunta de Critóbulo sobre lo que es este compendio de toda ver­dadera virtud y honorabilidad, que todo el mundo ostenta en los labios, pero del que muy pocos tienen una idea clara, a Sócrates no se le ocurre nada mejor que trazar una pintura de este hombre, a quien conoció.[91] La voz cantante en la conversación transcrita la lleva, 973 naturalmente, Iscómaco; Sócrates se limita a formular las preguntas certeras, para hacer hablar a su interlocutor. El exponente de la au­téntica kalokagathía que aquí se nos presenta es, sencillamente, la vida de un buen agricultor, que ejerce su profesión con verdadero gozo y con una idea clara de lo que es y que, además, tiene el cora­zón en su sitio. La experiencia vivida por Jenofonte se combina en este cuadro con su ideal profesional y humano de tal modo que no es difícil reconocer en la figura de Iscómaco el autorretrato del autor, elevado al plano de la poesía. Es indudable que Jenofonte no tuvo nunca la pretensión de ser en realidad semejante dechado de perfección. Los persas nobles sabían asociar el tipo del soldado con el del agricultor, y a lo largo de todo este diálogo vemos cómo el autor establece una afinidad entre el valor educativo de la profesión agrícola y de la del soldado. Esto es lo que alienta detrás del nombre de su agricultor ideal. En esta asociación de las virtudes y el con­cepto del deber del guerrero y del agricultor reside el ideal cultural de Jenofonte.

En el Oikonómikos se habla mucho de paideia. El éxito económico se presenta aquí como el resultado de una acertada educación no sólo del agricultor mismo, sino también de su mujer y de sus obreros, sobre todo de la administradora y del inspector.[92] Por eso Jeno­fonte considera que una de las funciones fundamentales del agricultor consiste en su misión educativa, y hay razones para suponer que es precisamente aquí donde se manifiesta su propia concepción de cuál debe ser la actuación de un terrateniente. Lo más importante de todo es, para él, la educación de la esposa del agricultor,[93] a la que pinta como el personaje principal, como la reina de la colmena.[94] Tratándose de una muchacha inexperta de quince años, a la que su ma­rido saca de la casa de su madre para convertirla en dueña y señora de su hacienda,[95] la pedagogía marital, de que Iscómaco se siente no poco orgulloso, tiene una misión importante que cumplir.[96] Esta pe­dagogía consiste en hacer ver a la joven esposa, que todo lo espera de la pericia superior y la personalidad de su marido,[97] que también 974 ella tiene deberes propios que cumplir, y en acostumbrarla a encon­trar la alegría y el valor necesarios para abordar con lozanía su nueva y difícil misión. En una hacienda agrícola encajaría mal el tipo pasivo del ama de casa de la ciudad que, secundada por su servidumbre, atiende al cuidado fácil de regentar su pequeña casa con arreglo a una rutina invariable, dedicando las horas libres a vestirse, arreglarse y charlar con las amigas. La imagen de la mujer griega no sería completa, faltarían en ella muchos de sus rasgos más hermosos, si Jenofonte no nos expusiera en esta obra la trayectoria cultural de una mujer de posición social dominante en el campo. Lo que llamamos emancipación y cultura de la mujer en aquella época se limitan casi siempre a las figuras femeninas intelectualmente ilus­tradas y razonadoras de las tragedias de Eurípides.[98] Pero entre los dos extremos, el de la sabia Melanipa y el de la mujer media ate­niense, circunscrita de un modo artificial a lo más indispensable, se alza el ideal de la mujer que sabe pensar y obrar por su cuenta en un radio propio de acción de gran amplitud, tal como lo conoce y lo pinta Jenofonte, basándose en las mejores tradiciones de la cultura rural. Por su parte, difícilmente podría hacer otra cosa que añadir sus reflexiones conscientes acerca de la misión que esta heren­cia cultural llevaba implícita. Pues el contenido educativo que de por sí se encerraba en este tipo de educación era tan antiguo como la misma economía rural.

La mujer es, en Jenofonte, la verdadera auxiliar de su marido.[99] Es la dueña y señora de la casa. El marido tiene el mando sobre los obreros que trabajan en el campo y es responsable de todo lo que viene de allí a la casa. Ella se cuida de que todo el personal en­cuentre sustento y acomodo. A su cargo corre la crianza y educa­ción de los hijos, la vigilancia de las bodegas y las cocinas, la ela­boración del pan y el hilado de la lana. Todo está ordenado así por la naturaleza y por Dios, quienes han dispuesto que el hombre y la mujer desempeñen actividades distintas.[100] Para velar por los fru­tos de la tierra es más adecuada el alma temerosa de la mujer que el valor del hombre, el cual es indispensable, en cambio, para cuidar de que en el trabajo del campo no se cometan faltas ni desafueros.[101] El amor por los niños y la devoción abnegada para cuidarlos es algo innato al alma de la mujer.[102] El hombre es más capaz de soportar el calor y el frío, de recorrer caminos largos y penosos o de defender el terruño con las armas en la mano.[103] La mujer distribuye el trabajo entre la servidumbre y vigila su ejecución. Vela 975 por el sustento de los criados y es el médico de los enfermos en la hacienda.[104]  Enseña a las obreras incultas a hilar y las inicia en las otras artes caseras, ganándose para sus fines la simpatía de la ad­ministradora.[105] Pero a lo que mayor atención dedica Iscómaco es a educar a la mujer en el amor por el orden, cosa de gran importancia en las grandes haciendas.[106] El detalle con que nos describe la dis­posición de los locales y la clasificación de los distintos tipos de menaje de cocina y de mesa y de las ropas destinadas al uso diario y a las fiestas, nos brinda una pintura única en su género de la orde­nación de la economía doméstica en las casas de campo de Grecia.[107] Por último, esta paideia femenina contiene unas cuantas normas sobre el cuidado de la salud y la belleza de la mujer del agricultor. También en este aspecto establece Iscómaco una línea divisoria entre el ideal de la mujer del hacendado y la moda de las ciudades. Trata de con­vencer a su joven esposa de que los afeites y los polvos son contra­rios al pudor femenino y despertar en ella el deseo de brillar con la belleza de la verdadera lozanía y de la elasticidad de su cuerpo, que el movimiento constante a que la obliga su misión, puede prestarle más fácilmente que a cualquier mujer de la ciudad.[108] Jenofonte entra a examinar en términos parecidos lo referente a la educación de los miembros más importantes que forman el organismo agrícola. La administradora debe ser educada en las virtudes de la fidelidad y la honradez, el amor por el orden y la capacidad de disposición; [109] el inspector, en la sumisión y la lealtad abnegada hacia los dueños de la hacienda, en la diligencia y en la capacidad para dirigir a otros.[110] Si el hacendado quiere cultivar en él el interés incansable por la hacienda confiada a sus cuidados, debe ante todo predicar con el ejemplo.[111] No debe desmayar en su misión, aunque sus tie­rras, la agricultura y la ganadería, le produzcan un rendimiento muy abundante. Deberá madrugar, recorrer sus campos sin cansarse[112] y no dejar que nada escape a su mirada.[113] Los conocimientos en la materia que sus actividades presuponen son más sencillos que los de muchas otras artes,[114] pero la misión del agricultor requiere, además del orden propio del soldado, otra virtud propia de este oficio: las dotes de caudillaje y de mando. Si la presencia personal del hacendado 976 no hace que los obreros pongan voluntariamente en tensión sus músculos y trabajen con un ritmo más preciso y más armónico, es que el dueño carece de la capacidad indispensable para el des­empeño de su misión, cualidad de la que depende todo el éxito y sin la cual no puede ocupar dentro de su órbita la posición de un verda­dero rey.[115]

El ideal de cultura del kaloskagathos agrario, expuesto en el Oikonómikos, debe complementarse con la obra de Jenofonte sobre la caza, el Cinegético.[116] No se trata, ni mucho menos, de un estudio pura­mente social sobre un campo de las actividades humanas, que exija, en medio de una civilización cada vez más dominada por la técnica. una recopilación pedagógica de sus normas. Es verdad que, en ciertos respectos, no puede negarse que también en el opúsculo de Jenofonte a que nos referimos, en el que se destaca extraordinariamente el aspecto pericial, se acusa esta tendencia, pero la mira que su autor se traza es más alta. Sabe como apasionado cazador que es, el valor que este ejercicio tiene para todo su modo de concebir la vida y para toda su personalidad.[117] La alta estima en que tenía la caza se nos revela también en su obra sobre el estado de los lacedemonios.[118] Y en la Ciropedia forma parte de la paideia de los persas.[119] También Platón, en sus Leyes, asigna a la instrucción de la caza un lugar en su legislación educativa. Esta sección figura al final, después de las leyes sobre la enseñanza matemático-astronómica, entreverada de un modo desmadejado y muy distante de las normas sobre la gimna­sia y la instrucción del soldado. Esto permite tal vez llegar a la conclusión de que se trata de una adición posterior a la redacción de la obra.[120] Tal vez fuese precisamente la aparición de la obra de Jenofonte lo que llamó la atención de Platón hacia esta laguna de su sistema educativo. En todo caso, la publicación del Cinegético coin­cide, sobre poco más o menos, con los años en que Platón trabajaba en las Leyes.[121]



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Permítasenos una pequeña digresión sobre las Leyes de Platón. En esta consideración final de su legislación educativa se ve situado ante el problema de si debe reconocer o no la caza como una forma legítima de la paideia. Esta disquisición parece presuponer ya la existencia de un estudio literario sobre la caza por el estilo de la obra de Jenofonte, y Platón se siente bastante inclinado a dar su pleno asentimiento a la tesis de quienes preconizan la alta importancia del arte cinegético para la educación del carácter.[122] Mas, para poder hacerlo, se ve obligado a depurar el concepto de la caza (θήρα), que abarca las más diversas acepciones, de todo lo que, a juicio suyo, no merece este nombre.[123] Platón no se decide, en absoluto, a reconocer como paideia todo lo que en su tiempo se llamaba caza. No quiere, sin embargo, establecer ninguna ley acerca de esto y se limita, como hace con tanta frecuencia en las Leyes, a entreverar alabanzas y cen­suras en lo tocante a ciertas clases de caza.[124] Condena severamente toda suerte de pesca con red y con anzuelo y también la caza de aves, por entender que no robustece el carácter del hombre.[125] Sólo autoriza, pues, la caza de animales cuadrúpedos, y además siempre que se practique abiertamente y en pleno día, no por la noche o valiéndose de redes o trampas.[126] La caza debe acosarse a caballo o con la jauría, de modo que el cazador tenga que desplegar algún esfuerzo físico para conseguir su objeto. El código cinegético de Platón es más severo todavía que el de Jenofonte, por la prohibición de redes y de trampas. El segundo no admite tampoco la pesca ni la caza de aves. Jenofonte da preceptos muy detallados en lo to­cante al adiestramiento y empleo de perros de caza. El hecho de que el autor no indique que la caza debe hacerse a caballo, ha querido aducirse como argumento para probar el carácter apócrifo del Cine­gético, ya que ése era el modo como todos los atenienses distinguidos practicaban este ejercicio. Además, la omisión del caballo tenía que parecer más extraña todavía tratándose de un devoto del arte hípica, como Jenofonte.[127] Pero, aun prescindiendo de que esta obra no tra­ta, ni mucho menos, de describir el modo como cazaba el propio Jenofonte, sino de comunicar a amplios círculos de lectores el entu­siasmo por el arte cinegética, sería demasiado peligroso para nosotros establecer normas acerca de lo que el hacendado de Escilo debía con­siderar suficientemente noble o no, o pretender a priori que coinci­diese con las teorías de Platón. El que quisiera y dispusiese, además, 978 de los recursos necesarios, podría emplear caballo. Cómo debía cabalgar no tenía por qué enseñárselo el arte cinegética, sino el arte hípica, de la que Jenofonte trata en una obra especial. Lo que sí debe figurar incuestionablemente en un libro sobre la caza es el modo de amaestrar a los perros. Y la experiencia de Jenofonte en este arte la recoge en su Cinegético con innumerables detalles llenos de encan­to, que le caracterizan como un gran conocedor y amigo de estos animales.

Es el mismo Jenofonte quien pretende haber aportado con su obra una contribución al debate sobre la paideia de su tiempo. En la introducción dice que la caza es una invención de la pareja de dioses gemelos Apolo y Artemisa, quienes la traspasaron al centauro Quirón, para premiar así su carácter justiciero.[128] La tradición an­tigua presenta a Quirón como el educador de los dioses por antono­masia, sobre todo de Aquiles.[129] Píndaro relata cómo el primero de los héroes griegos aprendió la caza bajo los cuidados de Quirón.[130] Jenofonte se remite a este precedente mítico, siguiendo la moda de la retórica sofística, y ello le permite personificar ya en el antiguo centauro la íntima asociación entre la caza y la educación del hombre para la kalokagathía, destacándola así como algo primario. Enumera una larga lista de héroes famosos de la prehistoria que pasaron por la escuela de la paideia de Quirón.[131] Todos ellos deben su formación en la suprema areté al cultivo "del arte cinegética y de los demás aspectos de la paideia", como se pone de relieve en detalle y con especiales consideraciones a propósito de cada uno de los héroes.[132] Es la mejor prueba de que esta lista de héroes no procede en bloque de la verdadera tradición mítica o poética, sino de que fue formada por el propio Jenofonte, valiéndose de su conocimiento de la histo­ria de los héroes, para corroborar su tesis de que la caza figuraba entre las bases de la auténtica paideia ya desde los comienzos de la época heroica de Grecia. Se da, pues, cuenta de que al reivindicar el reconocimiento de la caza como medio y camino para la formación de la personalidad, va contra la corriente del desarrollo de su propia época y es esto precisamente lo que presta interés a su pequeña obra, llena de gracia. No podemos entrar aquí en los detalles técnicos de su contenido. Su encanto radica en la rica experiencia de cazador que nos habla en sus páginas. Ocupa el lugar central de la obra, naturalmente, la caza de la liebre, a la que está dedicada la parte fundamental del libro.[133] Además se examinan, como manifestaciones helénicas, la caza mayor y la caza del jabalí, mientras que, según 979 el testimonio de Jenofonte, la caza de fieras como el león, el leo­pardo, la pantera y el oso sólo se practicaba, por aquel tiempo, en Macedonia, en el Asia Menor y en el interior de Asia.[134]

Permítasenos que enlacemos aquí del modo más íntimo las pala­bras finales del Cinegético con la introducción, pues en ellas vuelve a colocarse en primer plano, expresamente, la conexión de esta obra con el problema de la paideia.[135] Al final de su libro, el autor se pronuncia en contra de los prejuicios de la sofística, en contra del ideal de una cultura humana por medio de la simple palabra.[136] Su pauta es. aquí como siempre, en primer término, una pauta ética; lo que le preocupa es la educación del carácter. La base de esta educación es la salud del cuerpo. La caza hace al hombre vigoroso, aguza su ojo y su oído y le precave contra la vejez prematura.[137] Es la mejor escuela para la guerra, pues habitúa al cazador a recorrer caminos penosos cargado con sus armas, a soportar las penalidades del mal tiempo y a pernoctar al aire libre.[138] Le enseña a despreciar los placeres viles y, como toda "educación en la verdad", le educa en el dominio de sí mismo y en la virtud de la justicia.[139] El autor 980  no nos dice a qué quiere referirse con esto, pero es evidente que alude al imperio de la disciplina, que es la virtud más estimada por él, y a este adiestramiento exigido por la realidad misma es a lo que él llama "educación en la verdad". Esto da a la idea socrática un giro práctico y realista. Toda la obra se halla presidida por la gran importancia que se da al ponos, a la fatiga y al esfuerzo, sin los que ningún hombre puede alcanzar una educación verdade­ra.[140] Los historiadores de la filosofía atribuyen esto a la influencia del moralista Antístenes, que interpretó en este sentido el mensaje de Sócrates. Sin embargo, Jenofonte era por naturaleza un hombre aman­te de las penalidades y el esfuerzo, habituado a poner en tensión sus fuerzas siempre que fuese necesario. Si alguna vez habla por propia convicción, es precisamente aquí. El ponos es el elemento educativo en el arte de la caza; sobre él descansaba la alta areté de aquellos antiguos héroes formados en la escuela de Quirón.[141] Las obras en que los sofistas inician a la juventud carecen de verdadero contenido (γνώμαι) y sólo los habitúan a cosas banales.[142] De esta simiente no puede surgir nunca, a juicio de Jenofonte, la auténtica kalokagathía. Confiesa que sólo habla como profano, pero su experiencia le dice que el hombre sólo puede aprender el bien de la misma naturaleza; a lo sumo, de otros hombres que sepan o puedan practicar algo real­mente bueno y útil.[143] La cultura moderna busca su grandeza en palabras artificiosas. Jenofonte declara no entender nada de seme­jante cosa.[144] Para él, la verdadera savia de la areté no son las pala­bras (o)no/mata), sino el contenido (gnw=mai) y las ideas (νοήματα).[145] No quiere rechazar con esto toda la verdadera aspiración de cultura (φιλοσοφία), sino solamente a los sofistas, englobando en esta palabra a todos aquellos que sólo "se ocupan de palabras".[146] Un buen cazador 981 es también el hombre mejor educado para la vida de la colecti­vidad.[147] El egoísmo y la codicia se avienen mal con el espíritu cinegé­tico. Jenofonte quiere que sus compañeros de caza sean hombres fres­cos de espíritu y piadosos; siendo así, está seguro de que la obra del cazador es grata a los dioses.[148]




[1] 1 Cf. la obra de Karl muenscher, Xenophon in der griechisch-römischen Literatur (Leipzig, 1920), especialmente el cap. iv. "Xenophon in der griechi-schen Literatur der Kaiserzeit", en que el autor precisa de un modo detallado y con ayuda de un inagotable material histórico la posición de Jenofonte en el pe­riodo del aticismo.

[2] 2  Relatado en jenofonte., Anábasis, III, 1, 4 s.

[3] 3  jen., An., iii, 1. 5. sólo destaca el  hecho de que desde la guerra del Pelo­poneso,   en   la   que   Ciro   había   apoyado   a   Esparta   contra   Atenas,   existía   un estado de hostilidad entre Atenas y Ciro.   Pero al  volver de la campaña de Asia se  unió  directamente  a   los  espartanos   que  luchaban  al   mando  de   Agesilao   en pro  de la  libertad  de los griegos del  Asia Menor y retornó a  Grecia con  el  rey (An.,   v,   3,  6).    Jenofonte   subraya   que   regresó   "por   Beoda",   lo   cual   quiere dar  a  entender,  sin   duda,   que   tomó   parte  en   la   batalla   de   Coronea  de   parte de  los   espartanos.   Sobre  el   paso  de  Jenofonte  al  bando   político  de  los  espar­tanos,  Cf.  la  ponderada  critica   de  Alfred   croiset,   Xénophon,   son   carectère  et son talent (París, 1873), pp. 118ss.

[4] 4  jen., An., vii, 7, 57; v, 3, 7.                                     

[5] 5 An., v, 3, 7-13.

[6] 6 Cf. supra, p. 397.

[7] 7 Cf. jen., Mem., i, 2, 12 ss.

[8] 8  isócrates, Busiris, 5.

[9] 9  Cf. los esfuerzos de Isócrates para eximirse a sí mismo o eximir a su discípulo Timoteo   del   reproche   de   sentimientos   antidemocráticos,   misodemia,   en   Areop., 57 y Antíd., 131 (supra, pp. 912 s., 929 ss.).

[10] 10  Terminus  post  quem de la  aparición   de  la  obra  de  Polícrates contra  Só­crates  es  el  año  393,  puesto  que  según   Favorino,  en  diógenes  laercio,  ii, 39, mencionaba la reconstrucción de las largas murallas por Conon.   Jenofonte había regresado con Agesilao del Asia Menor a Grecia en el año 391  (Cf. supra, p. 952).

[11] 11  Cf. supra, p. 397.

[12] 12  La incorporación  de esta obra a las  Memorables se asemeja  a lo que  hoy llamamos una nueva "edición".

[13] 12a Si Jenofonte regresó ya para siempre o volvió a residir durante algún tiempo en Corinto, donde se instaló por algunos años después de abandonar Escilo, es cosa que probablemente no podrá llegar a saberse nunca con segu­ridad.

[14] 13  Naturalmente, Jenofonte  trabajaría  en su Helénica ya desde antes del  año 362.   Se  comprende fácilmente  que considerase  como  remate  adecuado  la  nueva prueba  de   la  debilidad   espartana  que  fue  la  batalla  de  Mantinea,  pues  en   su obra se describía  primero el  aupe  de  Esparta  hasta convertirse  en  una  potencia de  primer  orden  y  luego  su  decadencia.   Con  este  tema  nos  encontramos   tam­bién en Isócrates y en otros autores contemporáneos como la experiencia política más  importante y   como  paralelo  que  debe  servir  de  advertencia  al  presente  en cuanto a la caída de la primera república ática.   Es lo que da a la obra de his­toria de Jenofonte su unidad interna.

[15] 14  Sobre la  separación  del  final, por  la que abogan  algunos especialistas, Cf. infra, p. 963, n. 56.

[16] l5 Todas estas obras corresponden a la década del cincuenta. También el Crítias de Platón y su imagen ideal de Atenas debe interpretarse partiendo de este ambiente espiritual.
[17] 16 Un capítulo como la conversación de Sócrates con Pericles el Mozo, Mem., iii, 5, en que se parte del supuesto de que el enemigo principal de Atenas son los tebanos y se propone a los atenienses (¡en medio de la guerra del Peloponeso!) como modelo de la antigua areté espartana, sólo puede concebirse redactado en la época en que Atenas y Esparta eran aliados contra Tebas, des­pués de iniciarse el nuevo auge de este estado, es decir, en las décadas del sesenta o del cincuenta del siglo iv. En la época que se simula en la conver­sación, pero antes de la batalla de las Arginusas, no existía peligro alguno de invasión beocia de Ática. En cambio, Cf. las normas que se dan en el Hipparchicus de Jenofonte, vii, 2 ss., para el caso de una invasión de los beocios. El capítulo de las Memorables corresponde a la misma época en que estas medidas para la defensa de Atenas contra una invasión beocia tenían un valor de ac­tualidad.
[18] 17  El  Hipparchicus   no  da  sus   instrucciones  para   todo  el   mundo,  sino   para mejorar  la   instrucción  de  la caballería  ateniense.   El  autor  tiene  presente  como su  misión  el  caso  de   la  defensa  de  Ática   contra  una   invasión   de   los   beocios. Cf.   vii,   1-4.    Atenas   debe   esforzarse   por   oponer   a   los   excelentes   ejércitos   de hoplitas  tebanos  una  infantería  ática  que  no  desmerezca  y a  los jinetes  beocios una  caballería  superior.    A   la   situación   ateniense  se   refiere   también   el   escrito Sobre el arte de la equitación;  Cf. c. 1.   En la línea final esta obra se remite  al Hipparchicus.
[19] 18  En   v,  9,  se  menciona   el  abandono  en  la   Guerra  Sagrada   del   templo  de Delfos por  los focenses, aue lo habían  retenido  durante largo  tiempo.   Este  dato nos sitúa ya en la segunda mitad  de la década del cincuenta.

[20] 19  Cf. Cinegético, xiii.

[21] 20  Oik., iv, 18.   Cf. An., i, 9, 1.

[22] 21  An., i, 9.

[23] 22  Cira., viii, 8.   Cf. especialmente viii, 8, 12.

[24] 23 Contraste entre la paideia de los antiguos persas y el lujo "médico" de los persas actuales: Cirop., viii, 8, 15.

[25] 24 Cf. Ivo bruns, Das literarische Porträt der Griechen, pp. 142 ss.

[26] 25  Sobre la paideia de Ciro el Joven  Cf. An., I, 9, 2-6.   Jenofonte la describe tanto para caracterizar a su héroe como para caracterizarse a sí misino.   Cf. infra, pp. 958 s.   El ingenuo relato de la nobleza de los persas en Cirop., i, 2, 16, era tal vez el más adecuado para dar una idea de lo que un griego culto del tiempo de   Platón  consideraba noble  en  aquel  pueblo.   Entre  los  persas  teníase  por  in­correcto escupir, sonarse la nariz y ventosear.   También era una incorrección  ser visto cuando se iba a cierto sitio a hacer sus necesidades.   La explicación médico-dietética   que  Jenofonte  hace   seguir y  el   realismo  de  todo   este  pasaje  demues­tran  que todos estos detalles estaban tomados de los Pérsica del médico Ctesias, que  ejerció en la corte del rey  Artajerjes y que  aparece citado en  la Anábasis, i, 8, 27.

[27] 26  Sobre   las  ideas  panhelénicas   de  Ciro  y  la  alta  estima   en   que   tenia   la cultura griega, Cf.  su  alocución  a las tropas  griegas en  An.,   i, 7,  3.   Jenofonte le hace  sentir en  esta  obra que había traído  a los  priegos a esta  campana  por­que  los  consideraba   infinitamente  superiores  a  los  bárbaros.    Aquí.  Ciro   deriva la  superioridad   moral  y   guerrera   de  los   griegos   de   su   libertad.    Los   pueblos sometidos por los persas quedaron, al mismo tiempo, reducidos a esclavitud.   Esto no  afecta,  naturalmente,  al  sentimiento  de  amor  propio  de  Ciro   como  miembro de la  nación   dominante  del  imperio  persa.   Que  los  persas  de  aquel   tiempo  no podían librar sus guerras sin la intelectualidad y las virtudes militares de los griegos, lo dice en Cirop., viii, 8, 26.


[28] 27   Cf. An., i, 8, 27.   Alejandro  profesaba la misma idea  que Ciro acerca de la  valentía  personal del  caudillo, idea que los griegos  del siglo  iv consideraban romántica.   Se exponía al peligro sin miramiento  alguno y resultaba herido con frecuencia.

[29] 28   Movido   por   la   clara  conciencia  del   paralelo   histórico  existente  entre  la campaña  de Alejandro y la de Ciro, Arriano dio a  su historia  del conquistador macedonio el título de Anábasis de Alejandro.   Cf. arriano, An., i, 12, 3-4.

[30] 29  isócrates,  Paneg.,   145.   demóste.nes,  Simonas, 9  y 32.   Sobre Jasón  de Feres y su plan de acabar con el imperio persa, Cf. isócrates, FU., 119.   En esta serie deben incluirse también, seguramente, y no en último lugar, los propios Fi-lipo y Alejandro.   Pero carecemos de datos acerca de esto.

[31] 30  Cf. supra, p. 957, n. 25.   Alejandro trató de mezclar la sangre y la cultura griegas y persas mediante el matrimonio de la nobleza de ambos pueblos.

[32] 31   Cf. An., i, 9.

[33] 32   Paneg., 50.   Cf. supra, p. 865.

[34] 33   Cf.   las  palabras  de  Jenofonte  para  describir   el  carácter  de  Ciro   en   los aspectos  que  le   interesaban,  en   Cirop.,  i,   1,  6:  ti/j pot'  w)\n gnea\n kai\ poi/an tina\ fu/sin e)/xwn kai\ poi/a| tini\ paideuqei\j paidei/a| tosou=ton dih/negken ei)j to\

a)/rxein a)nqew/pwn.   Una   importancia  tan  grande  como  la  que  aquí  se  atribuye a la paideia para los persas se la asigna Jenofonte en el sistema espartano:  Cons­titución   de  los  lacedemonios,   ii.   Sin   embargo,  la  exposición   de  la  paideia   de Ciro se limitaba esencialmente al capítulo segundo  del libro primero de la Ciropedia.   También la Anábasis toma su título del primer capítulo de la obra, a pesar de que la parte principal de ella se consagra a relatar la retirada de los griegos, es  decir, la  katábasis.   No  escasean  los  ejemplos de  esta  clase  de  títulos  en  la literatura antigua.

[35] 33a El título de la obra se justifica también en el sentido de que se habla constantemente de la paideia de los persas y de su areté como la fuerza creadora a que debe sus orígenes el imperio persa. Los pasajes en apoyo de esto son dema­siado numerosos para citarlos aquí. También al transferir el poder a sus sucesores y herederos destaca Ciro como título jurídico la paideia recibida por él y trasmi­tida a sus hijos (viii, 7, 10).

[36] 34   Cf. los capítulos iv y ix de este libro.

[37] 35 El amor por la justicia es inculcado desde muy temprano por la paideia persa a todo el mundo: Cirop., i, 2. 6; Cf. también la conversación de Ciro, siendo muchacho, con su madre médica, i, 3, 16. Acerca de su padre persa, leemos en i. 3, 18: me/tron au)tw=| ou)x h( yuxh/, a)ll' o( no/moj e)sti/n - yuxh/, que significa veleidades subjetivas, por oposición a la objetividad de las normas de la ley.

[38] 36 Hipparchicus. ix, 8.

[39] 37 Con pericles, su "primer ciudadano" ( Prw=toj a)nh/r ). Atenas forjó un gobernante que era a la par estadista y estratego. Este mismo ideal rige tam­bién para los dos adversarios Alcibíades y Nicias. El último que logró reunir ambas cualidades fue Timoteo. Desde entonces, tendieron a separarse cada vez más. Jenofonte no considera como la mejor preparación para la misión de go­bernar la carrera de político, sino la educación del soldado. También Isócrates y, sobre todo. Platón, destacan con enérgicos trazos, en su paideia del regente, el factor militar. Sin embargo, el tipo de gobernante de Jenofonte, basado exclusivamente en las virtudes del soldado, no predomina hasta llegar a la época helenística. Muchas de estas personalidades gobernantes asociaban las cualidades del soldado a una formación científica.

[40] 38 Critias, como demuestran los fragmentos de su Constitución de los espar­tanos, obra escrita en prosa, consagró su atención, en sus estudios sobre la vida política de otros estados, al problema de la educación. Acerca de Tesalia podía informar por experiencia propia.

[41] 39  Cirop., l, 2, 2-3 (principio).

[42] 39a En Const. de los laced., x, 4, Jenofonte ensalza la educación de la juven­tud espartana a cargo del estado en términos semejantes a como lo hace aquí con respecto a la juventud persa.

[43] 40  Cirop., ι, 2, 6.                                                                   

[44] 41 Cirop., i, 2, 3-4.
[45] 42 Cf. demóstenes, Cor., 169.                                               

[46] 43 Cirop., i, 2, 5.

[47] 44  Cirop., i, 2, 6.

[48] 45   Cirop., I, 2, 7.

[49] 46 Cf. supra, p. 432 n. 119;  pp. 743, 911 s.

[50] 47 Cirop., i, 2, 8.

[51] 48 Cirop., i, 2, 8-9. También isócrates, Areop., 43 y 50, postula la necesidad de velar mejor por los efebos y los jóvenes.

[52] 49 Cirop., i, 2, 10. Cf. Const., de los laced., iv, 7; vi, 34. Sobre el Cine­gético, Cf. infra, pp. 978 ss.

[53] 50 Oik., iv, 4ss.                                              

[54] 51 Cirop., i, 2, 12 (final)-13.

[55] 52 Pero a los ciudadanos con plenitud de derechos de Esparta tenía por fuerza que parecerles extraño el hecho de que hasta el rey de los persas y la alta nobleza se entregasen celosamente a la agricultura. En Esparta, estos tra­bajos, como cualquier otra ocupación profesional, eran considerados banales. Cf.Const. de los laced., vii, 1. Jenofonte, que aquí no coincide con su ideal espar­tano, señala expresamente, en Oik., IV, 3, esta oposición entre Esparta y Persia.


[56] 53  Cirop., i, 2, 15.

[57] 54  Cirop., viii, 8.                                             

[58] 55 Const. de los  laced., xiv.

[59] 56 Algunos especialistas consideran como una adición posterior de Jenofonte o atribuyen incluso a otro autor el final de la Ciropedia y de la Constitución de los lacedemonios, en el que Jenofonte acusa a los espartanos y a los per­sas de su tiempo, respectivamente, de haber abandonado su propio ideal. Pero sería raro que en ambas obras se hubiese introducido exactamente la misma modificación a posteriori. Lejos de ello, las consideraciones finales de ambas obras se apoyan mutuamente por el contraste que establecen entre el estado de cosas vigente en otro tiempo y la decadencia imperante en tiempo del autor. La característica palabra "ahora" no aparece sólo en la consideración final de la Ciropedia, sino también en otros pasajes de la obra. Cf. 1, 3, 2; I, 4, 27; II, 4, 20; III, 3, 26; iv, 2, 8; iv, 3, 2; iv, 3, 23; VII, 1, 37; viii, 2, 4; viii, 2, 7; viii, 4, 5; viii, 6, 16. Y si los capítulos finales de ambas obras son auténticos y proceden del autor, como yo no dudo, habrá que situar la terminación de la Ciropedia y de la Constitución de los lacedemonios en la última década de la vida de Jenofonte. El acontecimiento más reciente que menciona jenofonte en Cirop., viii, 8, 4, es la entrega del sátrapa rebelde Ariobarzanes al gran rey por su propio hijo (año 360).


[60] 57   Cirop., i, 3, 2s5.; viii, 3, 1; νiii, 8, 15.

[61] 58   Cirop., vii. 5, 85.
[62] 59 Cirop., νiii, 8, 1-2.

[63] 60 Cf. supra, p. 959, n. 33a.

[64] 61 Cf. supra, pp. 86 ss., bajo el título "El ideal espartano del siglo iv y la tradición".

[65] 62 Cf. platón, Leyes, 626 A (Cf. infra, cap. x). En términos análogos a éstos admira el autor oligárquico de la obra titulada Constitución de los atenien ses, que ha llegado a nosotros atribuida a Jenofonte, la asombrosa consecuencia del sistema democrático en todos sus detalles, sin pronunciarse en cuanto al fon­do del asunto.

[66] 63  Const. de los laced., i, 2; ii, 2; ii, 13, etcétera.

[67] 64  Cf.  ibid.,  i,  2, sobre  el  carácter original   de  la  reforma  del  estado  por Licurgo;  y ix, i;  x,  1; x, 4;  xi,  1 y otros pasajes sobre el carácter admirable de las  instituciones espartanas.   Nadie las  imita,  pero todos las alaban:  x, 8.

[68] 65  El autor subraya repetidas veces que las instituciones espartanas son dia-metralmente opuestas a las de los demás estados griegos.   Cf. I, 3-4;  ii, 1-2;  ii, 13; iii, 2; vi, 1; vii, 1, etcétera.

[69] 66  Cf. Const. de los laced., i, 10; ii, 14.

[70] 67  No  por ello  sería  recibido   por los  espartanos el  libro  de  Jenofonte,  en el que se contenía una eficaz defensa del sistema espartano.

[71] 68  Cf., por ej., Helénica, vii, 4. 15 ss.

[72] 68a Este giro de la política ateniense se expone muy detalladamente en Helé­nica, vii, 1. El envío de cuerpos auxiliares atenienses para Esparta o sus con­federados se menciona siempre de un modo expreso en la misma obra y en la que trata de los ingresos del estado.

[73] 69 Cf. además de la República y las Leyes de platón, en las que se recoge este principio, principalmente la manifestación de aristóteles en la Ética nico-maquea, x, 10, 1180 a 25: "El estado espartano es el único en que el legislador vela por la educación y el régimen de vida de los hombres; en la mayoría de los estados, estas cosas se desdeñan totalmente y cada cual vive como mejor le pa­rece, gobernando al modo ciclópeo sobre las mujeres y los niños."

[74] 70  Const.  de los  laced., xiv,   6:  los espartanos  son   ahora  tan   poco  queridos en Grecia, que los demás griegos hacen un frente común para impedir que resur­ja su dominación.

[75] 71   Referencias  a  la  intervención  del  poder divino  en  los acontecimientos his­tóricos: Helénica, vi, 4, 3, y vii, 5, 12-13.

[76] 72 Cf. el capítulo sobre Sócrates, supra, pp. 389 ss.

[77] 73   La  aportación  de  las  Memorables  al   problema  de   la  paideia   consiste  en la exposición de la paideia de Sócrates, que Jenofonte hace en esta obra.

[78] 74   Cf. supra, pp. 428 s.                                           

[79] 75 Cf. supra, p. 954, n.  16.
[80] 76 Cf. supra, p. 905.                                                                  

[81] 77 supra, p. 285.

[82] 78 La  palabra  a)groi=koj se convierte  en el  término  más usual  para  designar la incultura.   Cf.  aristóteles, Retorica, iii,  7,  1408 a  32,  donde  se contrapone a la palabra πεπαιδευμένος. De un modo más específico, la Ética nicomaquea, ii, 7, 1108 a 26, presenta la palabra como lo opuesto a la destreza (en el trato social), a la eu)trapeli/a. teofrasto, Caracteres, IV, traza una descripción del tipo del a)groi=koj.


[83] 79   Cf. sobre Los comilones (daitaleis)  de Aristófanes, supra, pp. 335 ss.

[84] 80  platón, Fedro, 230 D.                                         

[85] 81 jenofonte, Oik., iv, 1.
[86] 82 Oik., iv, 2-3.

[87] 83 Oik., iv,  4 s.

[88] 84 Oik., iv,  6, 8-12; 14ss.                                                  

[89] 85 Oik., iv, 20-25.

[90] 86 Oik., iv,  4. Cf. también, sobre la combinación de ambas actividades en la vida de los  reyes persas, iv, 12. Para Jenofonte, el ejercicio de la agricul­tura no es sólo aumento de la casa (oi)kou au)/chsij) y ejercicio físico (sw/matoj a)/skhsij), sino  también placer (h(dupa/qeia). Cf. Oik., v, 1 ss.

[91] 87 Oik., iv,   12-17.

[92] 88  Podríamos añadir a esto lo que en la obra Sobre el arte de la equitación ( Peri\ i(ppikh=j, 5), dice Jenofonte acerca  de la  paideia  del mozo de silla.   La idea  de   la  educación,  en   su   cruzada  triunfal  del  siglo   IV,  no  se  detiene   ante ningún  terreno.   Claro está que aquí  sólo se trata de un  problema de expresión. Es instructivo  observar que  por la misma  época en  que  espíritus  selectos como Platón o  Isócrates dan  a  la  palabra paideia  un relieve  espiritual  extraordinario, en  otros círculos esta palabra  empieza ya  a adquirir un matiz  trivial.   En  Oik., vii, 12, habla Jenofonte de la educación de los niños como problema, pero sólo por  medio  de  breves  alusiones.   No  forma  parte  de  la  estructura   de la  paideia económica, de que se trata en esta obra.

[93] 89  Oik., vii, 4.                        

[94] 90 Oik., vii, 32.                        

[95] 91 Oik., vii, 5.

[96] 92 Cuando la mujer joven entra en el matrimonio es ya πεπαιδευμένη en el arte de hilar la lana y de cocinar, Oik., vii, 6. Su madre no la ha enseñado sino a mostrar un retraimiento pudoroso (swfronei=n).

[97] 93 Oik., vii, 14. La mujer no espera llegar a ser la colaboradora (sumpra=cai) de su marido.

[98] 94   Cf.   Ivo   Bruns,    '"Frauenmanzipation   in   Athen",   en   sus   Vorträge   und Aufsätze (Munich, 1905), que valora también lo que el Oikonómikos de Jenofonte representa en  este aspecto.

[99] 95  Cf.  las ideas de Jenofonte sobre  la cooperación entre el hombre y la  mu­jer, aplicada al régimen doméstico rural, en Oik., vii, 18 ss.

[100] 96 Oik., vii, 21-22.   Cf. todo el pasaje siguiente.

[101] 97 Oik., vii, 23-25.                    

[102] 98 Oik., vii, 24.                    

[103] 99 Qik., vii, 23.

[104] 100 Oik.. vii. 32-37.                                                    

[105] 101 Oik., vii, 41.

[106] 102 Oik., vii.                                                                 

[107] 103 Oik., ix.

[108] 104 Oik., X. 
[109] 105 Oik., ix, 11-13.

[110] 106  Cf.  Oik.,  xii, 4 ss.   hasta  xiv,  sobre  la  paideia  del  inspector  de  la  ha­cienda.    Por παιδεύειν  no  debe  entenderse   aquí  tanto  el  entrenamiento  técnico como  la  verdadera  educación  del  hombre   que   posee  por  naturalza  las  cualida­des necesarias para inspeccionar a  los obreros.   Uno  de los objetivos  fundamen­tales de esta educación consiste en capacitar al hombre para dirigir a otros   (Cf. xiii, 4).   Debe ser verdaderamente fiel a su señor, procurar servir del mejor modo sus  intereses en el modo de dirigir a los obreros, y además conocer concienzuda­mente su oficio (xv, 1).

[111] 107   Oik., xii, 17-18.                                                                 

[112] 107a Oik., xi, 14.

[113] 108  Oik., xii, 20.                                                          

[114] 109 Oik., xv, 10; xvi, 1.

[115] 110 Oik., xxi, 10.

[116] 111 Esta obra se considera ahora casi por todo el mundo como apócrifa. Claro está que esto no disminuiría en lo más mínimo el valor que tiene para la historia de la paideia, el cual no obedece precisamente al nombre del autor. Pero, de ser esto cierto, nos privaría de la exposición de uno de los elementos esenciales del ideal jenofontiano de la cultura. Cf. las razones que a mi juicio hablan en contra del carácter apócrito de esta obra, infra, p. 979, n. 130.

[117] 112  La parte fundamental del Cinegético  (caps. Π-xi)   tiene un carácter pura­mente técnico.   La introducción de la obra  (i)  y el final   (xii-xiii)   se consagran a estudiar la importancia de la personalidad del hombre.

[118] 113  Const. de los laced., iv, 7; vi, 3-4.

[119] 114  Cirop., i, 2, 9-11.   A esto corresponde el  modo de  destacar  a través de toda la obra la importancia de la caza en la vida de Ciro el Viejo y de los persas. Cf. también el relato del amor por la caza en la estampa de Ciro el Joven   en An., i, 9, 6.

[120] 115 platón, Leyes, 823 Β hasta el final del libro séptimo.
[121]  l16 Sobre la fecha del Cinegético, Cf. supra, pp. 954 s.

[122] 117 Cf. las palabras finales del libro séptimo de las Leyes y 823 D.
[123] 118 Leyes, 823 B-C.

[124] 119  Cf. en general, sobre esta forma de enseñanza, Leyes, 823 A;   en su  apli­cación  al caso de la caza, 823 C y D, donde se prevé  también la forma poética del elogio de la caza.

[125] 120  Leyes, 823 D-E.                                                              

[126] 121 Leyes, 824 A.
[127] 122 Cf. L.  radermacher, Rheinisches  Museum, li  (1896), pp.  596 ss., y lii (1897), pp.  13 ss., donde se pretende probar que el  Cinegético es una obra apó­crifa.


[128] 123  Cineg., i, 1.

[129] 124   Cf. sobre la figura mítica de Quirón en la antigua tradición de la paideia, supra, pp. 39 ss.

[130] 125   Sobre Quirón  como educador de los héroes en Píndaro, Cf. supra, pp. 39 y 208.

[131] 126 Cineg., 1, 2.       

[132] 127 Cineg., i, 5 ss.       

[133] 128 Cineg., ii-viii.

[134] 129 Cineg.,   ix,  caza  mayor;   x,  jabalí;   XI,  fieras.   Jenofonte   conocía  por ex­periencia propia brillantes detalles sobre la caza en el Asia.

[135] 130  Cineg.,   xii-xiii.    Eduard   norden,   Die   antike   Kunstprosa,   t.   I,   p.   431, dedica un  apéndice  especial al  problema  del  estilo  del  preámbulo  al  Cinegético de  Jenofonte.    Este   autor  se   halla  influido,   indudablemente,   por  las   investiga­ciones de Radermacher (Cf. supra, p. 977, n. 122), quien había puesto de relieve, con  acierto,   que  el   preámbulo  tenía  un   estilo  distinto  al  del  resto  de  la  obra. Caracterizaba el estilo del preámbulo como "asiánico",  por cuya razón estilística entendía  que  la  obra no   podía   ser  anterior al  siglo  III  a.  c.    La obra  aparece citada en  la  relación  de los escritos de Jenofonte por Diógenes  Laercio, la cual se  remonta  a  los  trabajos  de  catalogación   (πίνακες)   de  los  filólogos   alejandri­nos  del siglo  iii   a.  c.   Norden  subraya  con  razón  la  inseguridad  de las razones puramente  estilísticas,  y aunque  no  se  atreve  a considerar tampoco  a  Jenofonte como  el  autor  de  la  obra,  pone  de  manifiesto  acertadamente  que  la  lucha  por la verdadera paideia, a que este escrito pretende ser una contribución, no cuadra mejor   en   ningún   siglo   que  en   el   de   Jenofonte.    Por   otra   parte,   cree   que   el estilo   del   preámbulo   sólo   puede   ser   atribuido   a   la   llamada   segunda   sofística del   Imperio   romano,  por  cuya   razón   lo   considera   como   una   adición   posterior a la obra.   Esta tesis  se estrella  contra  el hecho de  que el  preámbulo es  citado expresamente  al comienzo de la parte final del Cineg., xii, 18, cosa  que Norden no  tuvo   en  cuenta.   La obra  forma  una  unidad   indivisible.    El  preámbulo  y  el final sirven  para encuadrar la parte fundamental, puramente técnica, de la obra dentro  de la discusión  del  siglo IV  sobre la  paideia y para  analizar el valor de la caza  para la  educación  del hombre.   Siente uno  repugnancia  a  contradecir a un   especialista   como   Norden   en   materia   de   estilo,   pero   es   indudable   que   el preámbulo  no  difiere  sustancialmente  de  otros   pasajes   semejantes  de   las obras de Jenofonte, estilizados de un modo retórico.   Es éste un problema que me pro­pongo analizar más a fondo en otro lugar.

[136] 131   Cineg., xiii, 3 y 6.                                                       

[137] 132 Cineg., xii, 1.

[138] 133  Cineg., xii, 2-6: Cf. Anth. Pal, xiv, 17.

[139] 134   Cineg., xii, 7-8:  to\ e)n th=| a)lhqei/a| paideu/esqai  se  contrapone   a  la  pai-deia puramente verbal  imperante en  la  actualidad,  tal  como se  describe en  xiii la educación de los sofistas.   Allí donde la realidad de la vida  (a)lh/qeiase acer­ca al hombre, le va formando a fuerza de trabajos y fatigas  (πόνος).

[140] 135  Cineg., xii, 15, 16, 17, 18; xiii, 10, 13, 14, 22, etcétera.  Las palabras πόνος y παίδευσις se emplean en xii, 18, como sinónimos.

[141] 136  Cineg., xii, 18.  Cf. i, 1 ss.                                          

[142] 137 Cineg., xiii, 1-3.

[143] 138   Cineg.,  ΧΙΠ,  4.    Es  interesante  ver  que   también   en   materia   de   paideia existen  ahora  expertos  y   profanos   ( i)diw=tai),  y   también  que  el  profano  ejerce aquí  su  crítica con  mayor  vigor que  en  ningún otro   campo.   Jenofonte  subraya también  su carácter de  profano  al final  de la obra Sobre  el arte de la equita­ción, xii, 14.

[144] 139   La  sencillez  de  que  se  jacta  el  autor,  al   escribir  i)/swj ou)=n toi=j me\n o)no/masin ou) sesofisme/nwj le/gw. ou)de\ ga\r zhtw= tou=to no debe tomarse dema­siado al pie de la letra.   Los recursos estilísticos de que hace gala en el preám­bulo y en el final de su obra para aparecer como un escritor completamente "sen­cillo" no son nada desdeñables.

[145] 140  Cineg., xiii, 5.   Esto nos recuerda a Teognis, 60, quien reprocha a la gente inculta de su tiempo el no poseer ningunas gnw=mai   (Cf. supra, p.  191).

[146] 141   Cineg.,  xiii,  6:   "Muchos  otros  censuran   también   a  los   actuales  sofistas (tou\j nu=n sofista/j),  es  decir,   no  a  los  que  aspiran  a   una  verdadera   cultu­ra  (tou\j filoso/fouj), el que  su sabiduría consiste  en palabras y no en pensa­mientos".   La antítesis, que vuelve a presentarse en XIII, 1, 8, 9.  Jenofonte, aunque hace constar que es un profano, hace causa común  con los "filósofos".

[147] 142 Cineg., xii, 9, 10, 15; xiii, 11 s., 17.

[148] 143 Cineg., xiii, 15-18.   Cf. otro epilogo piadoso semejante a éste en el Hipparchicus.

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