sábado, 20 de enero de 2018

GRAHAM SHIPLEYEL MUNDO GRIEGO DESPUÉS DE ALEJANDRO 323-30 a.C. CRONOLOGÍA

Finales del siglo IV a.C.
338 Batalla de Queronea: Filipo II de Macedonia derrota a los griegos del sur, funda liga de Corinto
336 Asesinato de Filipo; Alejandro III (Magno)
334 Alejandro invade Asia
331 Fundación de Alejandría. Agis III de Esparta encabeza revuelta de los griegos.
330 Asesinato de Darío III, rey de Persia
324 Decreto de los exiliados de Alejandro
323 Muerte de Alejandro
-Ptolomeo se convierte en sátrapa de Egipto
-Estallido de la guerra lámica (revuelta griega)
322 Batalla de Cranón: Antipatro derrota a los griegos del sur
321 Conferencia de Triparadisos: Antipatro nombrado regente
319 Muerte de Antipatro. Poliperconte se convierte en regente
-Ptolomeo invade Siria y Fenicia
317 Poliperconte proclama la libertad griega
-Demetrio Falereo convertido en gobernante de Atenas
-Asesinato de Filipo III Amadeo
316 Casandro expulsa a Poliperconte, ejecuta a Olimpia, funda Casandrea y
Tesalónica, reconstruye Tebas
-Eumenes ejecutado por Antígono
315 Antígono expulsa a Seleuco de Babilonia
-Declaración de Tiro: Antígono Monoftalmo proclama la libertad griega
-Ptolomeo proclama la libertad griega
315-314 Antígono funda la liga de los insulares
313 Alejandría se convierte en capital de Egipto
312 Batalla de Gaza: Ptolomeo y Seleuco derrotan a Demetrio, hijo de Antígono
-Se inicia la era seléucida
311 Paz entre Antígono, Ptolomeo, Lisímaco, Casandro: Seleuco confirmado en sus posesiones asiáticas
310 Asesinato de Alejando IV
308 (o 305) Comienza la guerra de Seleuco contra Chandragupta (hasta 303)
307 Se hace voluntaria la efebía ateniense
-Demetrio, hijo de Antígono, libera Atenas y derroca a Demetrio Falero
307-304     Casandro sitia Atenas
306 Batalla naval de Salamina (Chipre): Antigono (I) y Demetrio (I) derrotan a Ptolomeo y se convierten en reyes Pirro se convierte en rey del Épiro
305/304 Demetrio fracasa en el sitio de Rodas, pero consigue el apodo de Poliorcetes (el expugnador)
-Ptolomeo, Lisimaco, Casandro y Seleuco se convierten en reyes
304 Demetrio levanta el sitio de Atenas
302 Antígono y Demetrio reviven la liga de Corinto
c. 302 Filetairo se convierte en gobernador de Pérgamo en representación de Lisimaco
301 Batalla de Ipsos: muerte de Antigono I
Siglo III a.C.
300/299 Fundación de Seleucia-Pieria y Antioquía
c. 300-295 Gobierno de Lacares en Atenas
298 (o 297) Muerte de Casandro
c. 297 Fundación del reino de Pontos
297-295 Demetrio I sitia Atenas
295 Se instala en El Pireo una guarnición macedonia
294 Demetrio I arrebata Macedonia a Alejandro y Antípatro, hijos de Casandro
-Antíoco se convierte en corregente con Seleuco I
293 Fundación de Demetrias
291 (o 290) Demetrio vuelve a Atenas
288/287 Demetrio I es expulsado de Macedonia por Lisimaco y Pirro, rey del Épiro 287 (o 286) Atenas se subleva por Demetrio
286 Demetrio capturado por Seleuco
285 Ptolomeo II Filadelfo se convierte en corregente en Egipto
283 Muertes de Demetrio I, Ptolomeo I
-Comienza la era pergamena
281 Batalla de Curupedio: muerte de Lisimaco
-Asesinato de Seleuco; Ptolomeo Cerauno se convierte en gobernante de Macedonia
280 Pirro invade Italia
-Muerte de Ptolomeo Cerauno
-Refundación de la liga aquea
-280/279 Guerra en Siria entre Antíoco I y Ptolomeo II
-Los gálatas rechazados en Grecia central
279 Festival de Tolomea inaugurado en Alejandría
278/277 Los gálatas invaden el Asia Menor
277 Antigono II Gónatas derrota a los gálatas y se apodera de Macedonia
275 Pirro vencido por los romanos
c. 275 Arsínoe II llega al correinado de Egipto
c. 274-271 Primera» guerra siria (Egipto consigue avances)
272 Pirro invade Laconia, muere en Argos
271/270 Procesión de Ptolomeo II en Alejandría
268 Muerte de Arsínoe II
268/267 (o 265/264) Inicio de la guerra cremonidea (griegos del sur contra Macedonia)
263/262 (o 262/261) Antigono Gónatas captura Atenas
260-c. 253 Segunda guerra siria (indecisa)
260… ¿Batalla de Cos?
259/258 «Leyes de renta» de Ptolomeo II
c. 255 Capadocia se separa del imperio seléucida
251 Los sicionios, dirigidos por Aratos, expulsan al tirano macedonio; Sición se une a la liga aquea
c. 250 La Bactriana se separa del imperio seléucida; las satrapías orientales pasan a manos de los partos
c. 249 Entre 249 y 245, Alejandro (general macedonio en Corinto) se rebela
c. 246 ¿Batalla de Andros?
246-241 Tercera guerra siria (guerra de Laodicea) (Ptolomeo III Eurgetes se apodera de ciudades en el Asia Menor)
245 Aratos se convierte en general de la liga aquea
-Antígono Gónatas toma Corinto
c. 244 Accesión al trono de Agís IV de Esparta
243  Aratos expulsa a los macedonios de Corinto
241 Ejecución de Agis
c. 240 Átalo I asume el título de rey
240/239 Estalla la guerra entre Seleuco II y su hermano Antíoco Hierax
c. 239/238-229 «La guerra de Demetrio» (Atenas contra Demetrio II de Macedonia)
236 Paz entre Seleuco y Hierax
235 Megalópolis se une a la liga aquea
c. 235 Ascensión de Cleómenes III de Esparta
230-227 Seleuco II intenta conquistar a los partos
229 Primera guerra iliria: acción romana contra la reina Teuta Se subleva Atenas; liberación de El Pireo
227 Golpe de Cleómenes II de Esparta; la liga aquea declara la guerra a Esparta
227/226 Terremoto en Rodas
226-223 Átalo I de Pérgamo toma el control del oeste de Asia Menor
223 Sube al trono Antíoco III
223/222 Antíoco III se apodera de territorio de Pérgamo
222 Batalla de Selasia: los aqueos y Antígono III Dosón de Macedonia derrotan a Cleómenes
221 Suben al trono Ptolomeo IV y Filipo V
220 Acayo se proclama rey de Asia
221-217 Guerra «social» de Filipo V contra los «aliados» (Etolia, Esparta, Elis)
219 Segunda guerra iliria: los romanos contra Demetrio y Scerdileda.
-Muerte de Cleómenes en Egipto
219-217 Cuarta guerra siria
218 Aníbal invade Italia
217 Batalla de Rafia: Egipto rechaza a Antíoco III
216-213 Guerra de Antíoco III contra Acayo
215 Tratado de Filipo V con Aníbal
214-205 Primera guerra macedónica
212 (o 211) Tratado de Roma con los etolios contra Filipo
212-205/204 «Anábasis» de Antíoco III: recobra las satrapías orientales (temporalmente)
c. 210 Egina vendida a Átalo I
207 Muerte de Macánidas; asciende al trono Nabis en Esparta
205 Paz de Fenice
204 Antíoco toma el resto del territorio de Pérgamo
202-201 Campaña de Filipo V en el Egeo
202-200 Quinta guerra siria (Egipto se apodera de parte de Siria)
200 Los romanos y Átalo defienden Atenas y El Pireo contra Filipo
Siglo II a.C.
200-197 Segunda guerra macedónica
200 Filipo V de Macedonia invade Ática
197 Batalla de Cinocéfalos: Roma derrota a Filipo V
196 Flamimo proclama la libertad griega en los juegos ístmicos de Corinto
195 Guerra de Roma contra Nabis
192 Etolios atacan Esparta, asesinan a Nabis
-Filopoimen, general de la liga aquea, derrota a Esparta
-Esparta incorporada a la liga aquea
191-188 «Guerra siria» de los romanos contra Antíoco III
c. 190 Entre 191 y 188, los atenienses se alían a Roma
189 Batalla de Magnesia: los romanos derrotan a Antíoco
188 Paz de Apamea divide el Asia Menor entre Rodas y Pérgamo
-Abolición de la antiquísima constitución de Esparta
c. 187-183 Guerra de Eumenes de Pérgamo contra Prusias I de Bitinia
184/183 El senado romano establece ley sobre Esparta
183 Mesene se alza contra la liga aquea
183-179 Guerra de Eumenes contra Pontos 182
-Asesinato de Filopoimen
-Licortas recobra Mesene para la liga aquea
181/180 El emisario aqueo Calícrates exhorta al senado a apoyar a sus aliados
179 Perseo se convierte en rey de Macedonia
175 Jasón asume el sumo sacerdocio en Jerusalén
172 Eumenes denuncia a Perseo en Roma
172-168 Tercera guerra macedónica
169-168 Sexta guerra siria: Antíoco invade Egipto
168 Batalla de Pidna: Roma derrota a Perseo
-Q. Popilio Laenas fuerza a Antíoco a abandonar la invasión de Egipt0
167 Macedonia es dividida en cuatro repúblicas
-Deportación a Roma de rehenes aqueos (entre ellos Polibio)
-Roma convierte Délos en un puerto franco y lo da a Atenas
c. 167 Menelao ungido sumo sacerdote en Jerusalén
166/165 Procesión de Antíoco IV en Dafne
c. 166/165 Los macabeos dirigen la rebelión judía contra Antíoco IV
164 Tratado entre Rodas y Roma
163 Lisias, regente para Antíoco V, restablece los privilegios judíos
160/159 Átalo II se convierte en corregente en Pérgamo
156-154 Guerra entre Prusias de Bitinia y Átalo
155 Ptolomeo lega Egipto a los romanos (no aplicado)
155-153 Guerra de los piratas cretenses contra Rodas
152 Roma da apoyo a Alejandro Balas
-Jonatán ungido sumo sacerdote en Jerusalén
150 Regreso de los rehenes aqueos a Grecia
150-145 Los Seléucidas pierden Media ante Mitrídates I Arsaces de Partia
149 Revuelta macedónica dirigida por Andrisco contra Roma
-Átalo de Pérgamo y Nicomedes destronan a Prusias de Bitinia
148 Derrota de Andrisco
146 Revuelta de los aqueos; Mumio saquea Corinto; la liga desmembrada
-Macedonia se convierte en una provincia romana
145 Ptolomeo VIII y Demetrio II Nicator de Siria derrotan a Alejandro Balas
143 Simón es ungido sumo sacerdote en Jerusalén
142 Diodotos Trifón se proclama rey de Siria
142 (o 141) Roma reconoce la independencia de Jerusalén
139/138 Trifón derrotado por Antíoco VII
135 Juan Hircano ungido sumo sacerdote en Jerusalén
134 Antíoco VIII recaptura Jerusalén
133 Átalo III muere, dejando Pérgamo al pueblo romano
132-130 Rebelión de Aristonico
131 Expedición oriental de Antioco VII
129 Muerte de Antíoco VII mientras guerreaba con los partos. Judea recobra su independencia
129-126 M. Aquilio organiza la provincia de Asia
124 Fin de la guerra civil entre Ptolomeo VIII, Cleopatra II y Cleopatra III
118 Decreto de amnistía de Ptolomeo y las Cleopatras
c. 113 Mitrídates VI de Ponto se hace con el poder
108-107 Mitrídates divide Paflagonia con Nicomedes de Bitinia
102-100 Guerra de Marco Antonio contra los piratas cilicios
101 (o antes) Mitrídates conquista Capadocia (temporalmente)
Siglo I a. C
96 Comagene (Asia Menor) se separa de los Seléucidas
-Ptolomeno Apión (hijo ilegítimo de Ptolomeo VIII) lega Cirene a Roma. Ptolomeo X Alejandro I lega Egipto y Chipre a Roma
89 Se inicia la guerra contra Mitrídates
88 Mitrídates organiza la masacre de romanos en Asia
-Atenas abandona a Roma, apoya a Mitrídates; Ateneo se convierte en general de los hoplitas; Aristeo se convierte en «tirano»
87-85 Sila asedia y después saquea Atenas
84/83 El último monarca seléucida, Filipo II, derrocado por los Antíocos; el reino entregado a Tigranes de Armenia
83-82  Segunda guerra contra Mitrídates. Campañas de L. Murena en Asia
80 Los romanos imponen a Ptolomeo XI, que es linchado
75/74 Los romanos anexionan Cirene
75 (o 74) Nicomedes de Bitinia entrega su reino a Roma
74 Campañas de Marco Antonio contra los piratas
73-63 Tercera guerra contra Mitrídates
71 Mitrídates prisionero de Tigranes en Armenia
70 Lúculo reorganiza el Asia Menor
69 Batalla de Tigranocerta; Lúculo restaura brevemente la dinastía seléucida al entronizar a Antíoco XIII
68 Campaña de Quinto Mételo contra los piratas cretenses
67 Batalla de Zela: Mitrídates derrota a Lúculo
-Pompeyo comanda contra los piratas
66 Pompeyo derrota a Mitrídates
65-64, 62 Pompeyo reorganiza el oriente
64 Siria convertida en provincia romana
63 Suicidio de Mitrídates
-Pompeyo toma Jerusalén
-Pompeyo liquida a la dinastía seléucida
57 Ptolomeo XII Auletes se refugia en Roma
55 Gabinio restaura a Ptolomeo XII
c. 55 Bactriana cae en poder de invasores orientales
53 Batalla de Carrhae: Craso derrotado y muerto por los partos
51 Los partos invaden Siria
49 Estallido de las guerras civiles romanas
48 Batalla de Farsalia: César derrota a Pompeyo que huye a Egipto donde es asesinado
-Guerra de César en Egipto, relación con Cleopatra VII
47 Batalla de Zela: César derrota a Farnaces del Ponto
-Nace Cesarión
45 Los partos invaden Siria
44 Asesinato de Julio César; Bruto se marcha a Grecia
42 Batallas de Filipos
41 Marco Antonio en Asia y Egipto
31 Batalla de Actium: Octavio derrota a Marco Antonio y Cleopatra VII de Egipto
30 Muerte de Marco Antonio y Cleopatra; Egipto convertido en una provincia
Romana
27 Octavio asume el título de Augusto
-Creación de la provincia de Acaya
25 Creación de la provincia de Galacia
22-10 Augusto en Grecia y Asia
6 Creación de la provincia de Judea
Siglo I d.C. y después
17 Creación de la provincia de Capadocia. Anexión de Comagme
64-65 Reino del Ponto agregado a Galacia
66 (o 67) Nerón proclama la libertad griega
-Revuelta judía
7 Nerón en Olimpia
70 Tito destruye el templo de Jerusalén
116 Adriano agrega Frigia a la provincia de Asia
124,128 Adriano en los misterios de Eleusis
131-132 Última visita de Adriano a Atenas
132-135 Rebelión judía bajo Bar-Kochva
143 Consulado de Herodes Ático
267 Heruli invade Grecia; Dexipo defiende Atenas

Penélope y Ulises

Dando la espalda a la multitud que formaban sus preten­dientes reunidos, Penélope tejía, con la mirada perdida en el mar. A veces, un largo suspiro se escapaba de su pecho. Pensa­ba en Ulises, su esposo, que había partido veinte años atrás, y se sorprendía a veces diciendo:
—Dime, ¿cuándo volverás...?
A menudo, se dirigía así al que seguía amando, prolongando indefinidamente el eco de su presencia.
—¡Penélope —le dijo de pronto Eurímaco—, debes elegir a uno de nosotros! A esta altura, Ulises debe estar muerto, lo sabes perfectamente.
Penélope no creía ni una palabra. Diez años antes, se había enterado de que, gracias a la astucia de su marido, la ciudad de Troya, por fin, había sido tomada y devastada.
Pero a sus ojos, no habría verdadera victoria hasta el regreso de su marido.
—¡Ítaca precisa un rey! ¿Cuándo te decidirás a volver a casarte?
—¿Debo repetírtelo, Eurímaco? —respondió suavemente—. Me casaré recién cuando haya terminado mi labor.
—¡Hace tres años que estás tejiendo esa mortaja! —refunfuñó Antínoo, otro príncipe de la isla—. ¡Me parece que tejes de mane­ra muy lenta!
Tejer una mortaja era un trabajo sagrado. Además, ésta estaba destinada a Laertes, padre de Ulises, que era muy anciano.
Pérfido, Eurímaco agregó:
—Sí, tu labor avanza mal, Penélope. Según mi parecer, deberías apurarte, pues los días de Laertes están contados.
Penélope se estremeció sin atreverse a replicar. Día a día, los pretendientes al trono se inquietaban. En cuanto a su hijo Telémaco, había partido en busca de su padre. Sola, Penélope tenía cada vez mayor dificultad en contener la impaciencia de todos esos nobles que querían desposarla para tomar el poder. Fiel a Ulises, la reina había perdido la juventud, pero no las esperanzas. Se retiró a sus aposentos sin dirigir siquiera una mirada hacia esos hombres codiciosos.



El alba estaba aún lejos cuando Penélope se levantó. Dejó su dormitorio con pasos sigilosos y llegó a la gran sala del palacio. Acercándose a la mortaja, tiró del hilo que sobresalía y comenzó a destejer lo que había hecho el día anterior. Esta es la razón por la cual su labor no avanzaba: ¡desde hacía muchos meses, Penélo­pe deshacía cada noche el trabajo de todo el día!
De repente oyó un ruido, se dio vuelta y reconoció a una sirvienta que, asombrada, observaba la maniobra de su ama.
—¡Espera! —exclamó Penélope—. ¡No te vayas, voy a explicarte!;
Pero la muchacha había desaparecido. Y cuando Penélope, a la mañana, entró en la sala del palacio, fue recibida por cien miradas severas o burlonas. Furioso, Eurímaco exclamó:
—Penélope, ¡has estado burlándote de nosotros! ¡Tu sirvienta nos explicó la estratagema! —agregó, señalando la mortaja—. Esta vez, ya no te escaparás por medio de una traición. ¡Hoy te casarás con uno de nosotros!

En un rincón de la habitación, varios pretendientes se hallaban cómodamente sentados. Otros habían traído toneles y habían comenzado a beber el vino del rey. Los más atrevidos ya daban órdenes a los domésticos como si el palacio les perteneciera. Penélope comprendió que estaba perdida: si no elegía un marido, esos nobles iban a enfrentarse y a vaciar el palacio. Entre ellos, Eurímaco, el más rico y poderoso, tenía la arrogancia del que está seguro de ser elegido.

—Ah, Ulises —murmuró Penélope desesperada—, ¿cuándo volverás?
—Pronto —le susurró al oído una voz familiar.
El muchacho que acababa de unirse a la reina no era Ulises... ¡sino Telémaco! Su hijo único estaba por fin ahí. Penélope se arrojó a sus brazos. Los pretendientes permanecieron un mo­mento desconcertados por esa irrupción inesperada. El hijo de Ulises había crecido en fuerza y en belleza; su regreso contraria­ba los proyectos de cien pretendientes. Pero Eurímaco, lleno de altanería, dijo:
—Y bien, Telémaco, ¿has encontrado a tu padre?
—No. Pero estoy seguro de que está vivo. Y sé que estará aquí dentro de poco.
—Vaya —agregó Antínoo observando a Telémaco—, tienes pelo en el mentón, ahora... ¿Qué dices, Penélope?
La madre de Telémaco aprobó temblando. Todos sabían que antes de partir, Ulises había dicho a su mujer: "Si no vuelvo, es­pera para casarte otra vez a que nuestro hijo tenga barba".
Esta vez, Penélope no tenía más razones para retroceder. Pero elegir un protector le resultaba odioso. Y entre esos hombres que detestaba, ninguno era mejor que otro. Cuando estaba por con­testar, un sirviente y un mendigo se presentaron:
—¡Eumeo! —exclamó Penélope sonriendo—. Entra, ¡eres bienvenido!
Eumeo era el porquerizo del palacio. Se inclinó y señaló al hombre que lo acompañaba. Era un mendigo harapiento, mayor y aún más sucio que él.
—Gran reina —dijo Eumeo—, este viajero pide hospitalidad.
—Ven, buen hombre —dijo Penélope extendiéndole la mano al desconocido—. Come, bebe y descansa: en mi palacio estás en tu casa.
—Este palacio —interrumpió Eurímaco— pertenecerá a partir de ahora al hombre con el que te cases. ¡Ahora te instamos a elegirlo!
Los cien pretendientes reunidos aprobaron, amenazadores. Y mientras se retomaba la conversación, a Penélope le intrigaba el comportamiento del viejo perro de su esposo: el animal, que hoy estaba ciego y casi inválido, había dejado a rastras su rincón, cerca­no al trono vacío del rey; cuando llegó a los pies del mendigo, alzó la cabeza, gimió con debilidad y lamió las manos del viajero, que lo estaba acariciando. Después de eso, el perro, que parecía sonreír, ex­haló su último suspiro, acurrucado en los brazos de aquel.
—¡Maldito pulgoso, sal de aquí! —le espetó Eurímaco.
—No —ordenó Penélope, asaltada por un presentimiento—. Euriclea, trae una vasija con agua tibia y lávale los pies a nues­tro huésped.
Euriclea era la sirvienta más anciana del palacio. Había sido la nodriza de Ulises. Se apresuró a obedecer a su ama, que no hacía más que respetar las tradiciones de la hospitalidad.
Antes de ir a sentarse, el mendigo se inclinó al oído de Pené­lope para susurrarle:
—¡Di que te casarás con aquel que sepa tensar el arco de tu esposo!
Estupefacta, Penélope miró al desconocido junto al que Euriclea se afanaba. No, era demasiado viejo y demasiado feo para ser su marido disfrazado. Sin embargo, ese era su estilo, introducirse de incógnito para confundir a sus enemigos.
Alzando nuevamente la cabeza, Penélope, perturbada, repitió palabra por palabra:
—De acuerdo: me casaré... ¡con el que sepa tensar el arco de mi esposo!
Sorprendidos, los pretendientes se consultaron con la mirada. El primero, Eurímaco, reaccionó:
—¿Nos lanzas un desafío? ¿Y si veinte de nosotros lo lograran?
—En tal caso —replicó Telémaco—, mi madre organizaría un concurso de tiro y se casaría con el vencedor.
Penélope miró a su hijo. No estaba en su carácter tomar inicia­tivas tales. La ausencia y la experiencia, sin duda, lo habían hecho madurar. En ese instante, la vieja nodriza de Ulises dio un grito; acababa de descubrir una cicatriz en la rodilla del mendigo.
—Oh, es una vieja herida —dijo este—, ya no me duele.
Telémaco ya estaba regresando con el enorme arco de su pa­dre y varias aljabas llenas de flechas. Iba acompañado por Filecio, un fiel servidor que cargaba una docena de hachas.
—¡Seré el primero en probarlo! —decretó Eurímaco.
Tomó la cuerda y la tensó tan fuerte, que su rostro enrojeció.
—No insistas —se burló Antínoo—. ¡La madera ni siquiera se ha doblado!
Tomó a su vez el arco y trató de tensarlo. Sin éxito.
—Dámelo —dijo otro pretendiente empujando a sus compañeros.
Fracasó como los dos primeros. Pasaron las horas. Y cuando cayó la noche, ninguno había podido lanzar una flecha. Fue en­tonces cuando se alzó la voz del viejo mendigo:
—¿Tal vez hay que ablandar ese arco? ¿Me permiten?
Antes de que alguno pensara en interponerse, Telémaco exten­dió el arma al desconocido y empujó a Penélope hacia la puerta.
—Madre —le murmuró—, será mejor que partas.
Quiso protestar. Pero con una señal de su hijo, Filecio la obligó a dejar la sala; una vez afuera, Penélope oyó que trababan la puerta. Pensativa, regresó a sus aposentos. De repente, vio en la habitación de su hijo decenas de espadas y de lanzas apiladas.
—Pero... ¡son las armas de mis pretendientes! ¿Quién ha orde­nado que las junten aquí? ¿Y por qué?
Provenientes de la sala del palacio, un inmenso clamor y gri­tos de espanto le respondieron. Entonces, una loca esperanza invadió su corazón...
¡Delante de los pretendientes anonadados, el viejo mendigo acababa de tensar, sin esfuerzo, el gran arco de Ulises! Aprove­chando su sorpresa, Telémaco, por su parte, había fijado en forma de estrella las doce hachas en el muro, superponiendo los agujeros que perforaban el extremo de cada mango. El ori­ficio único que ofrecían se había vuelto así el centro de un pe­queño blanco.
Telémaco exclamó:
—¡Recuerden! ¡Sólo mi padre podía tensar su arco! ¡Y nadie más que él pudo nunca alcanzar un objetivo tan pequeño!
Sin turbarse, el mendigo apuntó... y tiró. La flecha atravesó la estancia y fue a clavarse en el centro del blanco. Surgió un grito, que se multiplicó, en el que se adivinaban el estupor y el temor:
—¡Es Ulises!
—No puede sino ser él. Sin embargo, ¡es imposible!
Entonces, el mendigo se arrancó los harapos de una vez.
—¡Sí! —tronó—. Soy yo, Ulises, ¡el amo de esta isla y de este palacio! Esta mañana, los feacios me han dejado en la playa de Ítaca. Y gracias a Atenea, que supo envejecerme y disfrazarme, helos aquí a ustedes engañados. ¿Codiciaban a mi esposa? ¿Bus­caban suplantarme?
—¿Quién te contó esas mentiras? —dijo Eurímaco, haciendo muecas.
—¡Eumeo, mi fiel porquerizo! Sin reconocerme, me ha recibi­do. Gracias a él, supe del engaño que tramaban. Con su ayuda y la de mi hijo, ninguno de ustedes se me escapará.
Eurímaco hizo un gesto para huir. Pero el bravo Filecio cuidaba la puerta, que estaba trabada. Antínoo, por su parte, quiso tomar su espada. Pero al igual que los otros pretendientes, comprendió que estaba desarmado. Entonces, se lanzó hacia las hachas. Una flecha le atravesó la garganta y lo detuvo en su impulso. Ulises ya estaba apuntando a otro, mientras gritaba:
—¡Telémaco, Filecio, Eumeo... apártense!



A la noche, Penélope se sobresaltó: había un desconocido en el umbral de su habitación. Se levantó, se acercó al hombre e intentó identificarlo a la luz de la luna.
—Bien, Penélope —murmuró—, ¿no me reconoces?
Temblando de pies a cabeza, no se animaba a comprender. El viajero iba acompañado por Telémaco y Euriclea.
—¡Es él, ama! —le aseguró la nodriza en un sollozo.
—Es él —le confirmó Telémaco—. ¿Madre, aún dudas?
Dudaba. No quería creer en esa felicidad demasiado grande que barría de golpe tantas tristezas acumuladas.
—Vaya —susurró Ulises, con un nudo en la garganta—, sólo dos se­res me han reconocido: mi perro, que me esperó para morir; y mi nodriza, que identificó la herida de la rodilla que antaño me hizo un jabalí. ¿Pero tú, Penélope, mi propia esposa, no me reconoces?
No. Ese Ulises que había surgido hoy le parecía más extraño que el fantasma familiar con el cual conversaba y cuyo recuerdo había cultivado.
—¡Atenea, ilumíname! —imploró.
La diosa lo oyó: de un golpe, Ulises fue vestido con un rico manto, y su rostro cobró el brillo y la belleza de los héroes.
—Para probarte que no se trata de un engaño de los dioses —agregó él—, voy a darte la prueba de que soy tu esposo: ¿ves nuestro lecho? ¿Qué otra persona sino yo podría describirlo con precisión?
Lo hizo, y con tales detalles que Penélope, enseguida, se arrojó entre sus brazos.
—Ulises —balbuceaba entre lágrimas, sin dejar de palpar el rostro amado—. ¡Ulises, por fin, eres tú! Sí, has regresado...
—Veinte años más tarde —concluyó él—. Y después de cuántos viajes...
—Yo —le respondió ella—, no he salido de la isla de Ítaca. ¡Sin embargo, tengo la impresión de ser una náufraga que está errando desde hace veinte años y da por fin con tierra firme!
Se abrazaron. Telémaco y Euriclea dejaron el dormitorio en puntas de pie. Y Atenea, en su bondad, prolongó indefinidamente la noche del reencuentro de los esposos.



A la mañana, cuando volvieron a la sala del trono, ya no que­daban rastros de la masacre de la víspera. Penélope vio entonces, abandonada en un rincón, su labor inconclusa. Se acordó de los años pasados en la espera de su esposo y suspiró.
—¿Qué es? —preguntó el rey de Ítaca palpando el tejido.
—Una tela que estaba hilando... para pasar el tiempo.
Tiró del hilo. Y era como si Penélope volviera atrás, como si se borraran, acelerados, la impaciencia, la espera y los años. Pron­to no quedó nada de la labor tantas veces recomenzada. Sólo un recuerdo agudo y doloroso.
—¿Qué importa ahora? —dijo suspirando.
Sí: la mortaja del viejo Laertes podía esperar. Ulises, Penélope y él vivirían aún mucho, mucho tiempo más.


El caballo de Troya

De espaldas a los muros de la inaccesible ciudad de Troya, Ulises pensaba, con la mirada perdida en el mar cercano...
Pensaba en Ítaca, la isla ahora lejana de la que era rey; pensa­ba en Penélope, su esposa, que había dejado allá, y en su hijo, Telémaco, que debía haber crecido mucho.
—¡Diez años! —murmuró dominando su tristeza—. Hace diez años que partí. Diez años perdidos sitiando una ciudad. Y todo esto para hacer honor a una promesa y para obligar a Paris a de­volver a la bella Helena a su esposo Menelao...
¡Cuántas víctimas durante esa interminable guerra que seguía enfrentando a los troyanos con los griegos! Los mejores habían perecido: Héctor, el campeón de Troya, y el héroe griego, Aquiles. El mismo Paris había sucumbido a una flecha envenenada. Pero Helena quedó prisionera. Y la ciudad aún no se rendía.
—Sin embargo —declaró una voz cerca de Ulises—, la guerra va a terminar pronto, y Troya será destruida. Sí: los oráculos son precisos.
Ulises reconoció a Calcante, el viejo adivino. Y cuando iba a replicarle con una ironía, una idea loca le pasó por la cabeza.
—¿Estás rumiando alguna astucia, verdad, Ulises? —preguntó el anciano.
El rey de Ítaca asintió, antes de agregar con fastidio:
—¿Cómo adivinas mis pensamientos antes de que los exprese?
—Olvidas —respondió Calcante— que ese es mi trabajo. Y todos sabemos que, de nosotros, tú eres el más astuto. ¡Habla!
—No. Primero debo reflexionar; luego, presentaré mi proyecto a nuestros aliados.
Aquella misma noche, el rey Agamenón reunió a todos los jefes de Grecia que estaban sitiando Troya. Ulises, entonces, les declaró:
—Esta es mi idea: vamos a construir un inmenso caballo de madera...
—¿Un caballo? —exclamó Agamenón, que esperaba un plan de batalla menos extravagante.
—Sí. Un caballo tan grande que nos permitirá meter en sus entrañas, en secreto, a un centenar de nuestros guerreros más va­lientes. Mientras tanto, desmontaremos nuestras tiendas y nos dirigiremos a nuestras naves. Es necesario que los troyanos vean nuestros navíos alejarse de la costa.
Uno de los compañeros de Ulises, que se llamaba Sinón, exclamó, escandalizado:
—¡Estás loco! Entonces, ¿quieres levantar el sitio?
—Espera Sinón: ¡olvidas el centenar de griegos disimulados dentro del caballo! Por otra parte, uno de nosotros permanecerá cerca de la estatua. Después de nuestra partida, será capturado por los troyanos. Esto es lo que el espía les dirá: hartos del sitio, los griegos regresaron a sus patrias. Para que Atenea les sea favorable, le han construido este caballo...
—¿Atenea? —se sorprendió Agamenón—. ¡Pero Atenea es la protectora de nuestros enemigos! ¡Tiene su estatua en Troya, el Paladión!
—Justamente: ¡nuestros enemigos creerán que queremos congraciarnos! —explicó Ulises. Estoy seguro de que, para no ofender a Atenea, los troyanos harán entrar en la ciudad ese caballo que le está dedicado a ella.
—¡Ya veo! —admitió Agamenón—. ¿Quieres, pues, arrojar nuestros mejores hombres en la boca del lobo?
—No. Quiero, por el contrario, que nos abran el corral. Pues este caballo será tan gigantesco que no podrá pasar por ninguna de las puertas de la ciudad: ¡los troyanos deberán derribar los muros para hacerlo entrar!
—¿Crees que se arriesgarán a eso? —preguntó el rey.
—Sí, si están convencidos de que hemos levantado campamento, ¡y si ven desaparecer nuestras naves en el horizonte! En realidad, és­tas llegarán hasta la isla de Tenes, que está cerca de aquí. Una vez que el caballo haya entrado en la ciudad, nuestro espía, a la noche, en el momento en que lo crea propicio, encenderá un fuego sobre las murallas. Nuestros ejércitos desembarcarán antes del alba y pe­netrarán en la ciudad.
Epeo, el carpintero que había construido las barracas, se levantó para clamar:
—¡Esta estratagema me gusta! Construir un caballo así me parece po­sible: el monte Ida, que está cerca de aquí, abunda en robles centenarios.
—En cuanto a mí —agregó el valiente Sinón—, ¡me gustaría ser el que se queda cerca del caballo! Engañaré a los troyanos: una vez que la estatua gigante esté instalada en la ciudad, ¡haré salir de sus entrañas a los que estarán escondidos!
—Es arriesgado —murmuró Agamenón, acariciando su barba—. Los troyanos pueden matarte, Sinón. También es posible que nunca hagan entrar ese caballo, o que descubran muy rápida­mente a los que se encuentran en su interior.
—¡Por supuesto! ¿Pero no están cansados de esta guerra? ¿Y no tienen prisa por regresar a sus casas?
Le respondieron gritos unánimes: ese sitio había durado de­masiado. A los ojos de los griegos, todos los riesgos valían más que prolongar la espera.



Desde lo alto de las murallas de su ciudad, el rey Príamo, estupe­facto, observaba a sus enemigos: estaban quemando las barracas de sus campamentos, plegando sus tiendas y dirigiéndose a sus naves.
—¡Los griegos se van! —se asombró—. ¡Levantan el sitio!
—Padre, no te fíes. Es una artimaña, te llevará a la derrota...
Casandra, la profetisa de la ciudad, estaba lejos de compartir el optimismo de su padre. ¡Ay! Nadie tenía fe en sus predicciones.
Casandra era tan bella que había seducido al mismo Apolo. Le había dicho: "Te pertenecería con gusto, pero concédeme antes el don de la profecía". Apolo había consentido. Una vez obtenido el don, Casandra rechazó al dios burlándose de él. Como pensaba que era indigno quitarle lo que le había dado, Apolo declaró:
—De acuerdo... Sabrás leer el futuro, Casandra, ¡pero nadie jamás creerá en tus predicciones!
—Es una artimaña, padre, lo sé, lo siento...
—Vamos, Casandra, no digas tonterías: si los griegos quisieran regresar, ¡no estarían destruyendo esas barracas que les llevó tan­to tiempo construir! Mira, varias naves ya están en el mar.
—Padre, ¿recuerdas lo que predije cuando Paris regresó aquí con la bella Helena, hace ya diez años?
—¡Sí! Recuerdo que rompiste el velo de oro de tu tocado... Te arrancaste los cabellos y lloraste profetizando la pérdida de nuestra ciudad. Te equivocaste: ¡hemos aguantado el sitio y ganamos! Ca­sandra —agregó Príamo—, mis ojos están demasiado gastados para ver lo que los griegos están construyendo en la costa. ¿Qué es?
—Parece una estatua —dijo Casandra—. Una gran estatua de madera.



Tres días más tarde, los troyanos debieron rendirse a la eviden­cia: ¡los griegos habían partido! Desde lo alto de las murallas, no se distinguía sino la llanura desierta donde tantos hombres habían caído y, allá, en el mar, las últimas velas de los navíos enemigos. En la playa, el extraño monumento que los griegos habían aban­donado intrigaba al rey Príamo, que declaró:
—¡Vamos a ver qué es!
Por primera vez en diez años, fueron abiertas las puertas de la ciudad.
Cuando los troyanos descubrieron en la orilla del mar un sun­tuoso caballo de madera más alto que un templo, no pudieron contener su sorpresa y su admiración.
—¡Príamo! —gritó un troyano que se había aventurado debajo del animal. ¡Acabamos de encontrar a un guerrero griego atado a una de las patas!
Corrieron a desatar al desconocido y lo presionaron con preguntas. Pero el hombre se negaba a responder.
—¡Que le corten la nariz y las orejas!
Torturado, el desafortunado griego terminó confesando.
—Me llamo Sinón. ¡Sí, nuestras naves han partido! Gracias a los consejos del adivino Calcante, los griegos han construido es­ta ofrenda a Atenea para que la diosa les perdone la ofensa hecha a su ciudad. Para obtener un mar favorable, Ulises quiso ahogar­me e inmolarme a Poseidón. Pero me escapé y me refugié bajo la estatua. Para no disgustar a Atenea, a quien le pedía protección, Ulises se conformó con atarme allí.
—¡Una ofrenda a Atenea! —exclamó Príamo, maravillado.
—¿La dejaremos en la playa, expuesta al viento y a la lluvia? —preguntaron varios troyanos.
—¡Sí! —dijo Casandra, estremecida—. Aún más: quemaremos esta ofrenda impía. Es un regalo envenenado que nos han deja­do nuestros enemigos.
—¡Cállate! —respondió el rey a su hija—. ¡Que se construya una plataforma! ¡Que traigan rodillos! ¡Que conduzcan este caballo a nuestra ciudad, cerca del templo edificado en honor de la diosa!
Fue un trabajo más largo y difícil de lo previsto. Pero una no­che, el caballo fue por fin conducido triunfalmente a la ciudad, ante los troyanos reunidos sobre las murallas. Ay, las puertas eran demasiado estrechas para que pasara. Después de echar una mi­rada a la llanura desierta, Príamo ordenó:
—¡Que se derribe uno de los muros de la ciudad!
—¡Padre —predijo su hija temblando—, veo a nuestra ciudad en llamas, veo miles de cadáveres cubriendo sus calles!
Nadie escuchaba a Casandra: los troyanos estaban subyugados por ese caballo espléndido y monstruoso a la vez, con las orejas levantadas y los ojos incrustados de piedras preciosas.
El animal fue empujado hasta el templo de Atenea, donde se inició una gran fiesta que reunió a todos los troyanos sobrevivientes: la guerra había terminado, los griegos habían partido, ¡y ese caballo llegaba justo para celebrar una victoria que ya ninguno esperaba!
Nadie se preocupaba por Sinón, que había sido perdonado.
Deslizándose entre los festejantes, el espía griego llegó a las mu­rallas desiertas; construyó una gran pira y, antes de encenderla, esperó que los troyanos cayeran, ebrios de danzas y de vino.
¡Con el correr de las horas, en el interior del caballo, Ulises y sus compañeros comprendían que su estratagema se convertía en éxito! Habían oído el ruido de las murallas abatidas, los gritos de alegría y de victoria de los troyanos y, luego, el clamor de la fies­ta que, ahora, se había callado. De repente, una voz de mujer surgió bajo los pies de los guerreros silenciosos:
—Ah, queridos compatriotas, ¿por qué me han abandonado? Esposo mío, ahora, ¿dónde estás? ¿Sabes que, después de la muer­te de Paris, Deífobo, su propio hermano, me forzó a compartir su lecho? Y tú, valiente Ulises, ¿también te has ido?
Era la bella Helena. Menelao se disponía a responderle, pero Ulises le tapó la boca con la mano. Durante un tiempo, Helena gimió debajo del caballo. Luego, su voz se alejó. Pero apareció otra:
—¿Ulises? ¿Diómedes? ¿Ayax? ¿Neoptólemo? ¿Menelao? ¡Soy Sinón! ¡Los troyanos están descansando! Hace varias horas encendí la señal. Se acerca el alba... Rápido, ¡salgan!
De inmediato, en el interior de la estatua, Epeo sacó las trabas que soportaban el pecho. La pared vaciló. Ulises hizo caer unas cuerdas. Y cien guerreros armados salieron uno a uno desde las entrañas del caballo. Al mismo tiempo, las naves griegas, eran empujadas por un viento favorable, desembarcaron en la playa. Los ejércitos de Agamenón se lanzaron hacia la Troya abierta. Mien­tras los griegos que surgieron del caballo invadían la ciudad dormida, Ulises lanzaba gritos de victoria.
Los troyanos apenas tuvieron tiempo para comprender pasaba: la mayoría murió en cuanto se despertó. Los más valientes, todavía no repuestos de la fiesta nocturna, no opusieron más que una resistencia irrisoria. Los menos temerarios se salvaron sólo porque huyeron.
Mientras por las calles, como por un arroyo, corría la sangre los troyanos degollados, Neoptólemo, hijo de Aquiles, descubrió a Príamo arrodillado frente al altar de Zeus. Sin piedad, degolló al rey. Más lejos, Menelao encontró a Helena en la habitación de Deífobo, hermano de Paris. Lo mató de una estocada antes de arrojarse hacia su esposa, al fin reencontrada. Áyax, al entrar en el templo, encon­tró a la bella Casandra al pie de la estatua de Atenea.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Hace tanto tiempo que te quería para mí!
Mientras la hija de Príamo era privada de su honra, la diosa de piedra, según cuentan, desvió la cabeza.



Cuando se levantó el día, no quedaba de Troya más que las ruinas; lo que no había sido destruido, terminaba de quemarse. Los griegos ya cargaban sus naves con el botín de la ciudad devastada. Ulises, fren­te al asombroso caballo que había traído la victoria, debió apartarse de repente: una mujer de una inmensa belleza pasaba indiferente a la matanza que indirectamente había provocado. Era Helena. Los guerreros, mudos de admiración, se detenían para contemplarla.
Ulises sintió una extraña amargura.
—¡Vamos! —dijo de pronto a sus hombres, que estaban subiendo a la nave—. ¡Esta vez, la guerra ha terminado, regresemos a nuestra buena isla de Ítaca!
Agregó para sí: "¡Y junto a Penélope, mi querida esposa, que hace diez años que me está esperando".
¡Ay, Ulises ignoraba que estaba lejos de regresar a su patria! Los dioses decidieron otra cosa: habrían de pasar otros diez años antes de que regresara. El tiempo de una larga odisea1.
'

La caída de Troya es tema de una hermosa tragedia de Eurípi­des llamada Las troyanas.


1 Las más célebres aventuras de Ulises comienzan aquí. Son relatadas por Homero en La Odisea, palabra griega {odysseus) que significa "viaje accidentado".

La cólera de Aquiles

Diez años... ¡Pronto se cumplirán diez años desde que los griegos, bajo el mando de Agamenón, iniciaron el sitio a la ciudad de Troya! De todos los combatientes, Aquiles es el más valiente. Na­da más normal: ¡su padre desciende de Zeus en persona y su madre, la diosa Tetis, tiene por antepasado al dios del océano!
Pero esa noche, el valiente Aquiles regresa extenuado y desani­mado: Troya parece imposible de tomar y, para colmo, la peste, que se ha declarado hace poco, ataca sin perdón a los griegos.
Cuando entra en su tienda, ve a su mejor amigo, Patroclo, que lo está esperando.
—¡Ah, fiel Patroclo! —exclama abriendo sus brazos—. Ni siquie­ra te vi en el fuego de la batalla... Espera: voy a saludar a Briseida y soy todo tuyo.
Briseida es una esclava troyana de la que Aquiles se apoderó, después del asalto de la semana anterior, tras el reparto habitual del botín. La joven prisionera le había lanzado una mirada supli­cante, y Aquiles sucumbió ante su encanto. Briseida misma no parecía indiferente a su nuevo amo.
Aquiles aparta la cortina, pero la habitación de Briseida está vacía. ¿Acaso la bella esclava huyó? Imposible: Briseida lo ama, Aquiles pondría las manos en el fuego. ¡Y, además, los griegos es­tán rodeando los muros de la ciudad! Confuso, Patroclo da un paso hacia su amigo:
—¡Y sí, Briseida ha partido, Aquiles! Venía a avisarte. Agame­nón, nuestro rey, ha ordenado que la tomaran...
—¿Cómo? ¿Se ha atrevido?
Empalidece y aprieta los puños. Aquiles tiene grandes cualidades: es, lejos, el guerrero más peleador y más rápido. ¿No lo han apodado Aquiles de pies ligeros? ¡Sin su presencia, los griegos tendrían que haber abandonado el sitio cien veces y deberían haber regresado a su patria! Por otra parte, un oráculo predijo que la guerra de Troya no podría ser ganada sin él... Pero tiene también algunos defectos: es impulsivo, colérico, muy, muy susceptible.
—Déjame explicarte —dijo Patroclo en tono conciliador—, ¿Te acuerdas de Criseida?
—¿Quieres hablar de la esclava con que Agamenón se quedó cuando distribuimos el botín?
—Ella misma. El padre de Criseida, un sacerdote, quiso recuperar a su hija. A pesar del enorme rescate que ofreció, Agamenón se ha negado.
—¡Ha hecho bien!
—El problema —prosiguió Patroclo suspirando—, es que ese sacerdote, para vengarse, ha suscitado sobre nosotros la cólera Apolo. ¡Esa es la razón de la peste que diezma a nuestras filas! Va a cesar, pues Agamenón entregó a Criseida a su padre esta mañana. Pero el rey quiso reemplazar a su esclava perdida. Y ordenó que vinieran a buscar a Briseida.
Lejos de calmar a Aquiles, esta explicación aumenta su cólera. Apartando a su amigo Patroclo, se precipita fuera de la tienda, en unos pocos pasos, alcanza el campamento del rey. Se encuentran allí todos los reyes de las islas y de las ciudades de Grecia. Aquiles empuja a Menelao, a Ulises y a tres soldados que no se apartan lo bastante rápido.
—¡Agamenón! —clama plantándose ante él con las piernas separadas—. ¡Esta vez es demasiado! ¿Con qué derecho me quitas esclava que he elegido para mí? ¿Olvidas que tú lo has hecho antes que yo? ¿Y que, además de Criseida, te has atribuido un botín diez veces mayor del que dejaste a tus más prestigiosos guerreros?
Un anciano de larga barba blanca se interpone. Es Calcante, el adivino.
—Aquiles —murmura—, yo recomendé al rey devolver a Criseida. Los oráculos son implacables: ¡era la única manera de calmar n Apolo y de terminar con la peste que nos diezma!
—No pongo en duda tu oráculo, Calcante —masculla Aquiles—. ¿Pero por qué Agamenón me ha sacado a Briseida? Después de cada combate, siempre sucede lo mismo: ¡el rey se sirve primero, y a sus anchas! ¡No deja más que cosas sin valor a los que com­baten en la primera línea!
Agamenón empalidece. Dominando su irritación, saca pecho y lanza a su mejor soldado:
—¿Olvidas, Aquiles, que le estás hablando a tu rey?
—¡Un rey! ¿Eres digno de eso, Agamenón, que no sabes más que dar órdenes y apartarte de los combates? Es sobre todo des­pués de la batalla cuando te vemos, ¡para el reparto del botín!
—¡Me estás insultando, Aquiles!
—No. ¡Tú me has ofendido robándome a Briseida! ¡Exijo que me devuelvas a esa esclava, me corresponde por derecho!
—¡De ninguna manera! ¿Te atreverías a desafiar a tu rey, Aquiles?
Agamenón no tiene tiempo de terminar la frase: Aquiles saca su espada... cuando se le aparece la diosa Atenea.
—¡Cálmate, ardiente Aquiles! —le murmura en tono conciliador—. Tienes otros medios para vengarte del rey sin matarlo, créeme.
La visión se desvanece. Aquiles, que es el único que ha visto a la diosa, guarda su espada.
—¡Bien! —decide con voz firme—. Quédate con Briseida. Pero sabe que, a partir de ahora, no me involucraré más en los com­bates. Después de todo, ¿qué me importa esa famosa Helena que Paris ha secuestrado a tu hermano? ¡Los troyanos nunca me han hecho nada a mí!
Y delante de Menelao, esposo de Helena, que le arroja una mirada estupefacta a Agamenón, Aquiles gira los talones y se va.
Una vez en su tienda, no puede contener las lágrimas. Sí: Aquiles llora, tanto de despecho como de rabia. Pues a la pérdida de Briseida se suma la humillación de haber sido desposeído de ella delante de todos sus compañeros. ¡Eso no puede perdonárselo al rey!



Al día siguiente, por la noche, Patroclo se dirige a visitar Aquiles que, en todo el día, no se movió de su tienda: tiene ma­la cara.
—Estoy extenuado —suspira el amigo de Aquiles desplomándose sobre una silla—. Hoy perdimos muchos hombres. ¡Tu valor nos ha hecho mucha falta! Cuando los troyanos constataron que tú no participabas en el combate, su ardor recrudeció.
Aquiles no responde. Para que la ciudad de Troya sea tomada todos saben que su presencia o su acción son indispensables. Espera que Agamenón, privado de su mejor guerrero, termine por devolverle a Briseida. ¿Y quién sabe si hasta viene a suplicarle que se reintegre en el combate?
Pero Aquiles se acuerda también de una predicción funesta: el adivino Calcante le ha revelado a su madre que, si se dirigía a Troya, ¡moriría allí poco tiempo después que Héctor, hijo de Príamo y el más célebre de los guerreros troyanos! Para desviar el destino, Tetis, la madre de Aquiles, usó miles de artimañas: para volverle inmortal, hundió a su hijo en la laguna Estigia. Pero no pudo sumergirlo totalmente y el talón por el cual lo sostenía quedó como el único punto vulnerable de su cuerpo. Luego, Tetis disfrazó a su hijo de mujer y lo envió a la isla de Esciro para protegerlo. Pero Ulises logró encontrar a Aquiles y conducirlo hasta Troya.
—¡Ah, Patroclo! —suspira Aquiles—. ¿Qué vine a hacer aquí? ¡Cómo me arrepiento de no haberme quedado en Tesalia! En mi patria habría podido llevar la vida tranquila de un boyero...
A la semana siguiente, Patroclo entra lleno de alegría en tienda de Aquiles para anunciarle:
—¡Listo! ¡Se aproxima el fin de la guerra! ¡Paris y Menelao van a enfrentarse mañana en un combate singular! ¡El que gane quedará con Helena y el campamento del perdedor deberá someterse a las leyes del vencedor!
—¿Por qué no? —gruñe Aquiles, tan sorprendido como de­cepcionado.
En efecto, su chantaje queda así malogrado. Si el oráculo ha dicho la verdad, ¡la derrota de los griegos es segura! Sin embargo, a la noche siguiente, clamores, gritos y el ruido de las espadas em­pujan a Aquiles a dejar su tienda: ante los muros de Troya, los ejércitos enemigos se enfrentan con ensañamiento.
—El duelo fue postergado —explica Patroclo—. ¡Esos troyanos traidores rompieron la tregua y la guerra ha recomenzado!
En ese instante llega otro guerrero griego. Al reconocer a Ulises, Aquiles se levanta para saludarlo.
—Entra, amigo mío —le dice—. Me disponía a cenar. ¡Antes de revelarme qué te trae aquí, ven a compartir un poco de carne y vino!
Aquiles admira a Ulises, pero aprendió a desconfiar de él, pues ese héroe, célebre por sus engaños, no vino con toda seguridad a hacerle una visita de cortesía. Una vez terminada la cena, Ulises declara:
—El rey me envía ante ti para invitarte a retomar el combate...
—¡De ninguna manera! —responde Aquiles, bostezando mien­tras se tira en su cama.
—No seas obstinado. Agamenón por fin pide perdón: acepta devolverte a Briseida. A eso le suma diez talentos de oro, doce caballos, siete esclavos y se compromete, si Troya es tomada, a dejarte cargar de oro todas tus naves. ¿Qué dices?
—Demasiado tarde, Ulises, es inútil: ya no quiero pelear.
Uniendo el gesto a la palabra, Aquiles da la espalda a su visita.
—Sí —explica Patroclo, suspirando—, su cólera no se ha calma­do. Aquiles ha decidido poner mala cara.



Algunos días más tarde, Patroclo tiene una cara tan triste que, al entrar en la tienda de Aquiles, éste le pregunta:
—¿Tan malas son acaso las noticias?
—¡Sí! ¿No oyes los estertores de nuestros guerreros agonizando a algunos pasos de aquí? Ay, vamos a perder la guerra. Oh, Aquiles —agrega Patroclo señalando, en un rincón de la tienda, la armadura y el casco de su amigo—, ¿me autorizarías a combatir hoy portando tus armas?
—¡Por supuesto! Lo que es mío te pertenece. ¿Pero por qué?
—Así vestido, sembraré el terror entre los troyanos: al ver tu armadura, creerán que has retomado el combate.
—Ve... ¡pero te ruego que seas prudente! —responde Aquiles mientras abraza a su amigo.
Durante la tarde, la larga siesta del héroe es interrumpida: un guerrero griego entra en su tienda. Está exhausto y anegado en lágrimas.
—¡Aquiles! —gime—. ¡La desgracia se abatió sobre nosotros! ¡Patroclo ha muerto! ¡Héctor, el más intrépido de los troyanos, lo atravesó con su lanza! Incluso, lo ha despojado de tu armadura. Nuestros enemigos se disputan su cuerpo.
Con estas palabras, Aquiles se levanta para gritar a los dioses su dolor. Se mesa los cabellos, rueda por el suelo y se cubre el rostro con tierra. Solloza a la vez que gime:
—¡Patroclo, mi hermano, mi único amigo de verdad!
Muerto. Patroclo ha muerto. El sufrimiento que experimenta Aquiles duplica su cólera; desvía entonces su furor:
—¡Maldito Héctor! ¿Dónde está? Ah, Patroclo, ¡Juro vengarme. No asistiré a tus funerales sin antes haber matado a Héctor con mis propias manos!
Loco de dolor, Aquiles se arma de prisa y se precipita fuera de su tienda. Marcha hacia los muros de la ciudad sitiada y lanza tres veces un grito tan furioso que los troyanos, estupefactos, tiemblan de espanto en las murallas. Los caballos mismos relinchan de terror. Muy rápidamente, los griegos aprovechan esta confusión: alcanzan a tomar el cuerpo de Patroclo mientras Aquiles arroja sobre una docena de enemigos a los que ensarta. Cuando sucumbe el número trece, oye, cerca de sí, una voz que gime:
—Polidoro... ¡Acabas de matar a mi hermano Polidoro!
Aquiles se da vuelta hacia el troyano que se lamenta: ¡es Héctor en persona! Por un segundo, los dos campeones se enfrentan con la mirada. Y la predicción, una última vez, aflora en la cabeza de Aquiles: "Morirás poco después que Héctor". Así, vengando a Patroclo, Aquiles apurará su propio fin. ¡No importa! ¡Con un grito de furor, ataca al asesino de su amigo, que huye!
Tres veces los adversarios dan la vuelta a la ciudad, sin detenerse más que para intercambiar terribles estocadas. Agotado, Héctor se detiene en seco. Arroja su lanza, que Aquiles evita. ¡Entonces divisa la yugular en la armadura de su enemigo, ajusta si estocada y hunde allí su espada! Héctor, con la garganta atravesada, se derrumba y expira.
Desoyendo los gritos de desesperación de los troyanos que siguieron el combate desde las murallas de la ciudad, Aquiles despoja al cadáver de su armadura. Ata a Héctor por los pies un carro, da un latigazo a los caballos y, tres veces, da la vuelta a la ciudad arrastrando el cuerpo por el polvo. Luego lo abandona en el suelo, cerca de su tienda.
—¡Que sea presa de los buitres y de los chacales! —ordena.
Abandonado el cadáver sin sepultura, el alma del difunto no tendrá nunca reposo. El héroe se vuelve entonces hacia el cuerpo de Patroclo que los griegos, mientras tanto, han colocado en una pira1 fúnebre.
—¡Ahora, vete, Patroclo! —murmura, conteniendo un sollozo ¡Alcanza en paz el reino de Hades!
He aquí Troya privada de su mejor combatiente. Pero la venganza de Aquiles es amarga, pues tiene el gusto de su propia muerte.





Durante la noche, un ruido sospechoso hace saltar a Aquiles de su cama. No tiene tiempo de tomar su espada: unas manos temblo­rosas ya están rodeando sus rodillas. ¡A la luz de la luna, el héroe, estupefacto, reconoce a Príamo, padre de Héctor! ¿Cómo logró este anciano dejar la sitiada Troya e infiltrarse hasta aquí?
—¡Aquiles! —gime Príamo—. Vengo a implorarte. Tenía cincuen­ta hijos. Casi todos han perecido en esta guerra interminable. ¡Y has matado a Héctor, mi hijo preferido! Te lo suplico, devuélve­me su cuerpo.
Frente a la desesperación y al coraje de ese anciano que se atre­ve a arrojarse a los pies de su peor enemigo, Aquiles se encuentra desconcertado.
—Te he traído regalos costosísimos —agrega Príamo, sollozando.
—Levántate —responde el héroe, emocionado hasta las lágrimas.
Entonces, dejando su tienda, va a recoger el cadáver de Héc­tor para devolvérselo él mismo a su padre, y agrega:
—Estás agotado, Príamo. Ven, pues, a beber y a comer. Quéda­te aquí y duerme sin temor. Te prometo que regresarás a Troya cuando el alba, con el cuerpo de tu hijo, sin ser molestado.



La pira funeraria de Patroclo no llegará a ser encendida: al día siguiente, después de la partida de Príamo, y mientras Aquiles lanza un terrible asalto contra los muros de Troya, el raptor de Helena, Paris en persona, se desliza fuera de la ciudad, sin duda gracias a los consejos de Apolo, su dios protector. Ve a Aquiles que está corriendo y, con su arco, despide una flecha que va a cla­varse... ¡exactamente en el pie del guerrero!
Aquiles, cuyo talón está perforado, cae. Arranca la flecha, ve que la sangre sigue fluyendo y comprende que su vida se va con ella. El oráculo ha dicho la verdad.
—¡Patroclo, me reuniré contigo! —grita antes de exhalar un último suspiro.
Aquiles muere. Ahora que su destino se ha cumplido, Troya podrá caer, tal como el oráculo lo predijo. ¿Pero cómo? ¿Por medio de qué artimaña? Pues Aquiles ha muerto, y Troya sigue en pie...
Los griegos disputaron a los troyanos el cadáver del gran Aquiles y lo condujeron a su tienda. La bella Briseida inundó de lágrimas el cuerpo de un amo que no tuvo tiempo de querer. Ella misma encendió la pira sobre la que yacían los cadáveres de los dos fieles amigos. Como lo requería la costumbre, cortó las largas trenzas de su cabello para arrojarlas entre las llamas.
Una vez que las cenizas de Aquiles, mezcladas con las de Patroclo, fueron recogidas, los griegos las encerraron en una misma urna, que enterraron en la cima de una colina.



Hoy, los pasajeros de los navíos que atraviesan el antiguo Helesponto pueden, todavía, ver esta colina2. La urna ya no existe y las cenizas, desde hace mucho tiempo, se han mezclado con ruinas de Troya... Una ciudad que el poeta Homero llamaba Ilión, y que Ulises habría de tomar por medio de una asombrosa artimaña.











Este es el tema principal de La Ilíada. Siglos después, Aquiles y Ulises reaparecerán en la célebre obra de Dante Alighieri La Divina Comedia.






1 Una pira era una hoguera donde se quemaban los cadáveres.

2 En la actualidad, es el estrecho de los Dardanelos, que une el mar Egeo con el mar de Mármara