lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro primero: II Cultura y educación de la nobleza homérica.

(30) para completar e ilustrar la explicación de la areté —el concepto central de la educación griega— trazaremos una imagen de la vida de la nobleza griega primitiva, tal como nos la ofrecen los poemas "homéricos". Ello confirmará los resultados a que hemos llegado en las investigaciones anteriores.
No es posible actualmente considerar la Ilíada y la Odisea —fuen­tes de la historia primitiva de Grecia— como una unidad, es decir, como obra de un solo poeta, aunque en la práctica sigamos hablando de Homero,  tal como  lo  hicieron   originariamente los  antiguos,  in­cluyendo bajo este nombre múltiples poemas épicos.   El hecho de que la  Grecia clásica,   exenta de sentido histórico, separara  ambos  poe­mas de aquella masa, considerándolos como superiores desde un pun­to de vista exclusivamente artístico y declarara a los demás indignos de Homero, no afecta a nuestro juicio científico ni puede considerarse como una tradición en el sentido propio de la palabra.   Desde el pun­to de vista histórico, la Ilíada es un poema mucho más antiguo.   La Odisea refleja un estudio muy posterior de la historia de la cultura. Previa  esta determinación,  resulta un problema de la mayor impor­tancia  llegar  a la  fijación  del  siglo  a  que pertenecen  una   y   otra. La fuente  fundamental para llegar   a la   solución  de  este problema se halla en los poemas mismos.   A pesar de toda la sagacidad con­sagrada al asunto, reina en ello la  mayor inseguridad.   Las  excava­ciones de los últimos cincuenta años han enriquecido,  sin  duda de un modo fundamental, nuestro conocimiento de la Antigüedad griega, especialmente  en lo  que se refiere al problema de la  raíz histórica de la tradición heroica, y nos han proporcionado soluciones precisas. No por ello hemos dado un paso en la fijación de la época precisa de nuestros poemas.   Varios siglos  separan su aparición del nacimiento de las sagas.
El instrumento fundamental para la fijación de las fechas sigue siendo el análisis de los poemas mismos. Pero este análisis no se dirigió originariamente a este fin, sino que fundándose en la antigua tradición, según la cual los poemas en su estado actual corresponden a una redacción relativamente tardía, forjaba conjeturas sobre su estado precedente en forma de cantos separados e independientes. Tal era la clave del problema. Debemos principalmente a Willamowitz haber puesto en relación los análisis realizados primitivamente, con un criterio exclusivamente lógico y artístico, con nuestros conocimien­tos históricos relativos a la cultura griega primitiva. El problema fundamental consiste actualmente en saber si debemos limitarnos a considerar la Ilíada y la Odisea como un todo y resignarnos a dejar (31) el problema sin solución, o si debemos realizar el esfuerzo de distin­guir hipotéticamente, dentro de la epopeya, capas correspondientes a edades y a caracteres distintos.[1] Ello no tiene nada que ver con la exigencia, legítima y aún no plenamente realizada, de valorar los poe­mas antes que nada como un todo artístico. Sigue en pie el problema de la importancia y el valor de Homero como poeta. Pero no es, por ejemplo, posible considerar la Odisea como una imagen de la vida de la nobleza primitiva si sus partes más importantes proceden de la mitad del siglo VI, tal como lo creen actualmente importantes hombres de ciencia.[2] Ante este problema no es posible una simple evasión escéptica. Es preciso, o bien refutarlo de un modo razonado, o recono­cerlo con todas sus consecuencias.
No puedo, naturalmente, ofrecer aquí un análisis personal de la cuestión. Pero creo haber demostrado que el primer canto de la Odisea —que la crítica, desde Kirchhoff, ha considerado como una de las últimas elaboraciones de la epopeya— era ya considerado como obra de Homero por Solón, y aun, con toda verosimilitud, antes de su arcontado (594), es decir, en el siglo VII, por lo menos.[3] Wilamowitz ha debido aceptar, en sus últimos trabajos, que el pro­digioso movimiento espiritual de los siglos VII y VI no ha ejercido influencia alguna sobre la Odisea, lo cual no es fácil explicar ni aun con su indicación de que los últimos poemas rapsódicos son eruditos y alejados de la vida.[4] De otra parte, el racionalismo ético y reli­gioso, que domina la totalidad de la Odisea en su forma actual, debe ser mucho más antiguo en Jonia, pues al comienzo del siglo VI nace ya la filosofía natural milesia, para la cual no ofrecen un fondo adecuado el estado social y geográfico que se revela en la Odisea.[5] Me parece indudable que la Odisea, en lo esencial, debió de existir ya en tiempos de Hesíodo. Por otro lado, tengo la persuasión de que los análisis filológicos han realizado descubrimientos fundamen­tales sobre el nacimiento de la gran épica, cuya legitimidad es pre­ciso mantener, aunque la capacidad de nuestra fantasía constructiva y de nuestra lógica crítica no llegue nunca a resolver de un modo (32) completo   el misterio.   El deseo  comprensible de   los  investigadores de querer saber más de lo que realmente podemos saber, ha llevado consigo con frecuencia el descrédito injustificado de la investigación en cuanto tal.   Actualmente, cuando un libro habla todavía, como lo hacemos en éste, de capas más primitivas en la Ilíada, es preciso que ofrezca nuevos fundamentos.   Creo poderlos dar, aunque no en este lugar.  Aunque la Ilíada en su conjunto ofrezca una impresión de ma­yor antigüedad que la Odisea, ello no  supone, necesariamente, que haya nacido en su forma actual, como gran epopeya, en una época muy alejada de la Odisea en su forma definitiva.  La Ilíada, en aque­lla forma, fue naturalmente el gran modelo de toda la  épica poste­rior.   Pero los rasgos de la gran épica se fijan en una época deter­minada y se inscriben más bien en otro material.   Por lo demás, es un prejuicio originario del romanticismo, y de su peculiar concepción de la  poesía  popular,  considerar  a  la   poesía  épica  más primitiva como superior  desde el  punto de vista artístico.   En este prejuicio contra las "redacciones" que aparecen al final de la evolución de la épica y en la subestimación  poética que de ello  resulta, sin  tratar de comprender su sentido artístico, se funda en gran parte la típica desconfianza  del  "hombre de  entendimiento sano" contra la  crítica y el escepticismo que, como siempre, destilan de las contradicciones entre los resultados  de la investigación.   Pero  esta desconfianza no puede tener la última palabra en un problema tan decisivo, en que la ciencia misma es preciso que   revise constantemente sus propios fundamentos, aun cuando nos hallemos tan lejos de nuestro fin como lo estuvo la crítica por largo tiempo.
El más antiguo de ambos poemas nos muestra el absoluto pre­dominio del estado de guerra, tal como debió de ser en el tiempo de las grandes emigraciones de las estirpes griegas. La Ilíada nos habla de un mundo situado en una época en que domina de modo exclusivo el espíritu heroico de la areté y encarna aquel ideal en todos sus héroes. Junta, en una unidad ideal indisoluble, la imagen tradicional de los antiguos héroes, trasmitida por las sagas e incor­porada a los cantos, y las tradiciones vivas de la aristocracia de su tiempo, que conoce ya una vida organizada en la ciudad, como lo demuestran ante todo las pinturas de Héctor y los troyanos. El va­liente es siempre el noble, el hombre de rango. La lucha y la victoria son su más alta distinción y el contenido propio de su vida. La Ilíada describe sobre todo este tipo de existencia. A ello obliga su material. La Odisea halla raras ocasiones de describir la conducta de los héroes en la lucha. Pero si algo resulta definitivamente esta­blecido sobre el origen de la epopeya, es el hecho de que los más antiguos cantos heroicos celebraban las luchas y los hechos de los héroes y que la Ilíada tomó sus materiales de canciones y tradiciones de este género. Ya en su material se halla el sello de su mayor antigüedad. Los héroes de la Ilíada, que se revelan en su gusto por (33) la guerra y en su aspiración al honor como auténticos representan­tes de su clase, son, sin embargo, en el resto de su conducta, ante todo grandes señores con todas sus preeminencias, pero también con todas sus imprescindibles debilidades. No es posible imaginarlos vi­viendo en paz. Pertenecen al campo de batalla. Aparte de ello, los vemos sólo en las pausas de la lucha, en sus comidas, en sus sacrifi­cios o en sus consejos.
La Odisea nos ofrece otra imagen. El motivo del retorno del héroe, el nostos, que se une de un modo tan natural a la guerra de Troya, conduce a la representación intuitiva y a la tierna descrip­ción de su vida en la paz. Estos cantos son en sí mismos antiquísi­mos. Cuando la Odisea pinta la existencia del héroe tras la guerra, sus viajes de aventuras y su vida familiar y casera, con su familia y amigos, toma su inspiración de la vida real de los nobles de su tiempo y la proyecta con ingenua vivacidad a una época más primi­tiva. Así, es nuestra fuente principal para el conocimiento del estado de la antigua cultura aristocrática. Pertenece a los jonios, en cuya tierra surgió, pero podemos considerarla como típica por lo que nos interesa. Se ve claramente que sus descripciones no pertenecen a la tradición de los viejos cantos heroicos, sino que descansan en la ob­servación directa y realista de cosas contemporáneas. El material de estas escenas domésticas no se halla en lo más mínimo en la tradición épica. Ésta se refiere a los héroes mismos y a sus hechos, no a la pacífica descripción de acaecimientos ordinarios. La introducción de estos nuevos elementos no resulta del nuevo material, sino que la elec­ción misma del material resultó del gusto de una edad más contem­plativa y dada al goce pacífico.
El hecho de que la Odisea observe y represente en su conjunto una clase —la de los señores nobles—, con sus palacios y caseríos, representa un progreso en la observación artística de la vida y sus problemas. La épica se convierte en novela. Aunque la imagen del mundo en la Odisea, en su periferia, nos conduzca a la fantasía aventurera de los poetas y a las sagas heroicas y aun al reino de lo fabuloso y maravilloso, su descripción de las relaciones familiares nos acerca tanto más poderosamente a la realidad. Verdad es que no faltan en ella rasgos maravillosos —como la descripción del re­gio esplendor del palacio de Menelao o de la casa de los reyes fea-cios, en contraste con la rústica simplicidad de la casa señorial de Odiseo—, inspirados, evidentemente, en los antiguos recuerdos del fausto y el amor al arte de los grandes señores y los poderosos reinos de la antigüedad micénica, si no en modelos orientales contemporá­neos. Sin embargo, se distingue claramente, por su realismo vital, la imagen de la nobleza que nos da la Odisea de la que nos da la Ilíada. Como hemos dicho, la nobleza de la Ilíada es, en su mayor parte, una imagen ideal de la fantasía, creada con el auxilio de rasgos trasmitidos por la tradición de los antiguos cantos heroicos. Es dominada en su (34) totalidad  por  el  punto de vista que determinó la forma de aquella tradición,  es decir, la admiración  por la sobrehumana areté de los héroes de la Antigüedad.   Sólo unos pocos rasgos realistas y políti­cos, como la escena de Tersites, revelan el tiempo relativamente tar­dío del nacimiento de la Ilíada en su forma actual.   En ella Tersites, el   "atrevido",   adopta   ante  los   nobles   más   preeminentes   un   tono despectivo.   Tersites es la única caricatura realmente maliciosa en la totalidad de la   obra de Homero.    Pero  todo  revela  que  los nobles conservaban  todavía   su sitial  cuando se  inician  estos primeros ata­ques de una nueva edad.   Verdad  es que en la  Odisea faltan seme­jantes rasgos aislados de innovación política.   La comunidad de Itaca se rige, en ausencia del rey, mediante una asamblea del pueblo, di­rigida por los nobles, y la ciudad de los feacios es la fiel pintura de una ciudad jonia bajo el dominio de un rey.   Pero es evidente que la nobleza es para el poeta un problema social y humano  que con­sidera desde una cierta distancia.[6]   Esto le capacita para pintarla como un todo objetivamente, con aquella cálida simpatía por el valor de la conciencia y la educación de los verdaderos nobles  que,  a pesar de la aguda crítica de los malos representantes de la clase, hace su tes­timonio tan indispensable para nosotros.
La nobleza de la  Odisea es   una clase cerrada,   con fuerte con­ciencia de sus privilegios, de su dominio y de sus finas costumbres y modos de vivir.   En lugar de las grandiosas pasiones de las imá­genes sobrehumanas y los trágicos destinos de la Ilíada, hallamos en el nuevo poema un gran número de figuras de un formato más hu­mano.   Tienen todos algo humano y amable;  en sus discursos y ex­periencias domina lo   que la retórica  posterior denomina   ethos.   El trato entre los hombres tiene algo altamente civilizado.   Así lo vemos en la discreta y segura presentación de Nausica ante la sorprendente aparición   de   Odiseo,   desnudo,   náufrago   e   implorando   protección, en  el  comportamiento de Telémaco con   su   huésped  Mentes,  en   el palacio de Néstor y Menelao, en la casa de Alcinoo, en la hospita­laria   acogida al   famoso  extranjero y en  la   indescriptible  y   cortés despedida de Odiseo al separarse  de Alcinoo y su esposa, así como en   el encuentro  del viejo  porquerizo   Eumeo  con   su  antiguo  amo, transformado en mendigo, y en su conducta con Telémaco, el joven hijo  de  su señor.   La auténtica  educación interior   de estas escenas se destaca sobre la corrección de formas que se revela en otras oca­siones y representa una  sociedad en  la cual las maneras  y  la con­ducta distinguidas son tenidas en la más alta estimación.   Incluso las formas  del trato  entre Telémaco  y los altaneros y  violentos preten­dientes son, a pesar del mutuo odio, de una irreprochable educación. Nobles  o vulgares, todos  los miembros   de esta  sociedad  conservan (35) su sello común de decoro en todas las situaciones. La vergonzosa conducta de los pretendientes es constantemente estigmatizada como una ignominia para ellos y para su clase. Nadie puede contemplarla sin indignación y es, a la postre, severamente expiada. Pero al lado de palabras condenatorias para su temeridad y violencia, se habla de los nobles, ilustres, valientes pretendientes. A pesar de todo siguen siendo, para el poeta, señores preeminentes. Su castigo es muy duro porque su ofensa es doblemente grave. Y aun cuando su delito es una negra mancha para el honor de su rango, lo eclipsan la brillante y auténtica distinción de las figuras principales, rodeadas de toda la simpatía imaginable. Los pretendientes no cambian el juicio común favorable a los nobles. El poeta está de corazón con los hombres que representan la elevación de su cultura y costumbres y sigue paso a paso sus huellas. Su continua exaltación de sus cualidades tiene, sin duda alguna, un designio educador. Lo que nos dice de ellos es para él un valor en sí. No es milieu indiferente, sino que constituye una parte esencial de la superioridad de sus héroes. Su forma de vida es inseparable de su conducta y maneras y les otorga una dig­nidad especial que se muestra mediante sus nobles y grandes hechos y por su irreprochable actitud ante la felicidad y la miseria ajenas. Su destino privilegiado se halla en armonía con el orden divino del mundo y los dioses les confieren su protección. Un valor puramente humano irradia constantemente de la nobleza de su vida.
Presuposiciones de la cultura aristocrática son la vida sedentaria, la posesión de bienes y la tradición.[7] Estas tres características hacen posible la trasmisión de las formas de vida de padres a hijos. A ellas es preciso añadir una "educación" distinguida, una formación consciente de los jóvenes de acuerdo con los imperativos de las cos­tumbres cortesanas. A pesar de que en la Odisea se da un sentido humano respecto a las personas ordinarias y hasta con los mendigos, aun cuando falte la orgullosa y aguda separación entre los nobles y los hombres del pueblo, y existe la patriarcal proximidad entre los señores y los criados, no es posible imaginar una educación y formación consciente fuera de la clase privilegiada. La educación, considerada como la formación de la personalidad humana mediante el consejo constante y la dirección espiritual, es una característica típica de la nobleza de todos los tiempos y pueblos. Sólo esta clase puede aspirar a la formación de la personalidad humana en su tota­lidad; lo cual no puede lograrse sin el cultivo consciente de determi­nadas cualidades fundamentales. No es suficiente el crecimiento, aná­logo al de las plantas, de acuerdo con los usos y costumbres de los antepasados. El rango y el dominio preeminente de los nobles exige la obligación de estructurar sus miembros durante su temprana edad de acuerdo con los ideales válidos dentro de su círculo. Aquí la (36) educación se convierte por primera vez en formación, es decir, en mo­delación del hombre completo de acuerdo con un tipo fijo. La im­portancia de un tipo de esta naturaleza para la formación del hombre estuvo siempre presente en la mente de los griegos. En toda cultura noble juega esta idea un papel decisivo, lo mismo si se trata del kaloj ka)gaqo/j de los griegos, que de la cortesía de la Edad Media caballeresca, que de la fisonomía social del siglo XVIII tal como nos la ofrecen los retratos convencionales de la época.
La más alta medida de todo valor, en la personalidad humana, sigue siendo en la Odisea el ideal heredado de la destreza guerrera. Pero se añade ahora la alta estimación de  las virtudes espirituales y sociales destacadas con predilección en la Odisea.   Su héroe es el hombre al cual nunca falta el consejo inteligente y que encuentra para cada ocasión la palabra adecuada.  Halla su honor en su destreza, con el ingenio de su inteligencia que, en la lucha por la vida y en el retorno  a su casa, ante los enemigos  más poderosos y los peligros que le acechaban, sale siempre triunfante.   Este carácter, no exento de objeciones entre los griegos y especialmente entre las estirpes de la Grecia peninsular, no es la creación individual de un poeta.   Siglos enteros han cooperado a su formación.   De ahí sus frecuentes contra­dicciones.[8]   La figura   del aventurero astuto  y  rico en   recursos  es creación de la época de los viajes marítimos de los jonios.   La ne­cesidad de glorificar su figura heroica lo pone en conexión con el ciclo   de los poemas troyanos y especialmente con aquellos  que se refieren a la destrucción de  Ilion.   Los rasgos más  cortesanos, que la Odisea continuamente admite, dependen del medio social, de deci­siva importancia para el poema que nos ocupa.   Los otros personajes se destacan también menos por sus cualidades heroicas que por sus cualidades humanas.   Lo espiritual es vigorosamente destacado.   Telémaco es, con frecuencia, llamado razonable o inteligente; la mujer de Menelao dice que  a éste no le  falta excelencia alguna ni en el espíritu ni en la figura.   De Nausica se dice que no yerra nunca en la inteligencia de los pensamientos justos.   Penélope habla con pru­dencia e inteligencia.
Es preciso decir aquí algunas palabras sobre la importancia de los elementos femeninos en la vieja cultura aristocrática. La areté propia de la mujer es la hermosura. Esto resulta tan evidente como la valoración del hombre por sus excelencias corporales y espiri­tuales. El culto de la belleza femenina corresponde al tipo de cultura cortesana de todas las edades caballerescas. Pero la mujer no apa­rece sólo como objeto de la solicitud erótica del hombre, como Helena o Penélope, sino también en su constante posición social y jurídica de señora de la casa. Sus virtudes, en este respecto, son el sentido de la modestia y la destreza en el gobierno de la casa. Penélope es muy (37) alabada por su estricta moralidad y sus cualidades caseras. Aun la pura belleza de Helena, que ha traído ya tantas desventuras sobre Troya, basta para que los ancianos de Troya, ante su sola presencia, se desarmen y atribuyan a los dioses todas sus culpas. En la Odisea aparece Helena, vuelta entretanto a Esparta con su primer marido, como el prototipo de gran dama, modelo de distinguida elegancia y de formas sociales y representación soberanas. Lleva la dirección en el trato con el huésped que empieza con la graciosa referencia a su sorprendente parecido familiar aun antes de que el joven Telemaco le haya sido presentado. Esto revela su superior maestría en el arte. La rueca, sin la cual no es posible concebir a la mujer casera, y que sus sirvientas colocan ante ella cuando entra y toma asiento en la sala de los hombres, es de plata y el huso de oro. Ambos son sólo atributos decorativos de la gran dama.
La posición social de la mujer no ha tenido nunca después, entre los griegos, un lugar tan alto como en el periodo de la caballería homérica. areté, la esposa del príncipe feacio, es honrada por la gente como una divinidad. Basta su presencia para acabar sus dispu­tas, y determina las decisiones de su marido mediante su intercesión o su consejo. Cuando Odiseo quiere conseguir la ayuda de los feacios para su retorno a Itaca, por consejo de Nausica, no se dirige primeramente a su padre, el rey, sino que se abraza suplicante a las rodillas de la reina, pues su benevolencia es decisiva para la obten­ción de su súplica. Penélope, desamparada y desvalida, se mueve entre el tropel de los imprudentes pretendientes con una seguridad que revela su convicción de que será tratada con el respeto debido a su persona y a su condición de mujer. La cortesía con que tratan los señores a las mujeres de su condición es producto de una cultura antigua y de una alta educación social. La mujer es atendida y honrada no sólo como un ser útil, como ocurre en el estadio cam­pesino que nos describe Hesíodo, no sólo como madre de los hijos legítimos, como entre la burguesía griega de los tiempos posteriores, sino, sobre todo y principalmente, porque en una estirpe orgullosa de caballeros la mujer puede ser la madre de una generación ilus­tre. Es la mantenedora y custodia de las más altas costumbres y tra­diciones.
Esta su dignidad espiritual influye también en la conducta eró­tica del hombre. En el primer canto de la Odisea, que representa en todo un pensamiento moral más finamente desarrollado que las partes más viejas de la epopeya, hallamos un rasgo de la relación intersexual digno de ser observado. Cuando Euriclea, la vieja sir­vienta de confianza de la casa, ilumina con la antorcha al joven Telémaco en su paso hacia el dormitorio, cuenta el poeta brevemente y en tono épico la historia de su vida. El viejo Laertes la adquirió por un precio excepcionalmente alto cuando era una muchacha joven y bella. La tuvo en su casa durante toda su vida y la honró como (38) a su noble esposa, pero en atención a la suya propia no compartió nunca con ella el lecho.
La Ilíada contiene ideas mucho más naturales. Cuando Agamemnón decide llevar a su tierra a Criseida, caída como botín de guerra, y declara ante la asamblea que la prefiere a Clitemnestra, porque no le es inferior ni en presencia ni en estatura ni en prudencia y lina­je, es posible que ello sea producto del carácter particular de Agamemnón —ya los antiguos comentadores observaron que toda la areté de la mujer es aquí descrita en un solo verso—, pero la imperiosa manera con que procede el hombre, por encima de toda consideración, no es algo aislado en el curso de la Ilíada. Amintor, el padre de Fénix, disputa con su hijo acerca de su amante, por la cual aban­dona a su esposa, y el hijo, incitado por su propia madre, corteja a aquélla y se la sustrae. No se trata de costumbres de guerreros embrutecidos. Ello ocurre en tiempo de paz.
Frente a ello, las ideas de la Odisea se hallan siempre en un plano más alto. La más alta ternura e íntimo refinamiento de los senti­mientos de un hombre que el destino pone ante una mujer, se ma­nifiesta en el maravilloso diálogo de Odiseo y Nausica, del hombre lleno de experiencia con la muchacha joven e ingenua. Aquí se des­cribe la cultura interior por su valor propio, así como en la cuidadosa descripción que hace el poeta de los jardines reales o de la arqui­tectura de la casa de Alcinoo o en la complacencia con que se detiene en el raro y melancólico paisaje de la apartada isla de la ninfa Ca-lipso. Esta íntima y profunda civilización es producto del influjo educador de la mujer en una sociedad rudamente masculina, violenta y guerrera. En la más alta, íntima y personal relación del héroe con su diosa Palas Atenea que le guía en sus caminos y nunca le aban­dona, halla su más hermosa expresión el poder espiritual de inspira­ción y guía de la mujer.
Por lo demás, no debemos limitarnos a sacar conclusiones sobre el estado de la cultura y la educación en aquellas capas sociales sobre la base de descripciones ocasionales de la épica; el cuadro que esbozan los poemas homéricos de la cultura de los nobles com­prende también vivaces descripciones de la educación usual en aque­llos círculos. Es preciso tomar para esto las partes más recientes de la Ilíada conjuntamente con la Odisea. Así como el interés por lo ético se acentúa fuertemente en las últimas partes de la epopeya, también se limita el interés consciente por los problemas de la edu­cación en las partes más recientes. En este respecto nuestra fuente principal es, al lado de la "Telemaquia", el noveno canto de la Ilíada. La idea de colocar la figura del anciano Fénix, como educador y maestro, al lado de la figura del joven héroe Aquiles, ofrece una de las más hermosas escenas del poema, aun cuando la invención en sí tiene indudablemente un origen secundario. Resulta, en efecto, difícil representarse a los héroes de la Ilíada de otro modo que en (39) el campo de batalla y en su figura madura y acabada. Pocos lectores de la Ilíada se formularán la pregunta de cómo aquellos héroes cre­cieron y se desarrollaron y por qué caminos los habrá conducido la sabiduría de sus mayores y maestros desde los días de su infancia hasta el término de su madurez heroica. Las primitivas sagas perma­necieron completamente alejadas de este punto de vista. Pero con el inagotable interés por los árboles genealógicos de los héroes, del cual surgió un nuevo género de poesía épica, se reveló el influjo de las concepciones feudales en la inclinación a ofrecer historias detalladas de la juventud de los héroes y a ocuparse de su educación y de sus maestros.
El maestro por excelencia de los héroes es, en aquel tiempo, el prudente centauro Quirón, que vivía en los desfiladeros selváticos y frondosos de las montañas de Pelión en Tesalia. Dice la tradición que una larga serie de famosos héroes fueron sus discípulos, y que Peleo, abandonado por Tetis, le confió la custodia de su hijo Aqui­les. En los tiempos primitivos su nombre fue unido a un poema didáctico de estilo épico (Xi/rwnoj u(poqh~kai) que contenía la sabidu­ría pedagógica en una serie de sentencias en verso, probablemente derivadas, en su contenido, de las tradiciones aristocráticas. Sus doc­trinas se dirigían, al parecer, a Aquiles. Debió de contener ya mucha filosofía popular cuando la Antigüedad atribuyó el poema a Hesíodo. El par de versos, que se ha conservado no permite, por desgracia, ningún juicio seguro sobre él. Pero el hecho de que Píndaro,[9] haga referencias a él, dice mucho sobre su relación con la ética aristocrá­tica. El mismo Píndaro, que representa una concepción nueva y más profunda de la relación de la educación con las disposiciones natu­rales del hombre y que concede escasa importancia a la pura ense­ñanza en la formación de la areté heroica, debe confesar repetida­mente, por su piadosa fe en la tradición de las sagas, que los más grandes hombres de la Antigüedad debieron recibir la enseñanza de sus mayores impregnados del amor al heroísmo. A veces lo concede simplemente, a veces se resiste a reconocerlo; en todo caso ha hallado su conocimiento en una tradición firmemente establecida y evidente­mente más antigua que la Ilíada. Aunque el poeta del canto noveno pone a Fénix, en lugar de Quirón, como educador de Aquiles, en otro pasaje de la Ilíada, Patroclo es invitado a proporcionar a un guerrero herido un remedio que ha aprendido de Aquiles y que éste aprendió algún día de Quirón, el más justo de los centauros.[10] Ver­dad es que la enseñanza se limita aquí a la medicina —Quirón fue también, como es sabido, el maestro de Asclepio. Pero Píndaro lo menciona también como educador de Aquiles en la caza y en las altas artes caballerescas y es evidente que ésta fue la concepción originaria. El poeta de la "Embajada a Aquiles" no pudo utilizar (40) al tosco centauro como mediador, al lado de Áyax y Odiseo, pues sólo podía parecer como educador de un héroe, un héroe caballeresco. El cambio debió de fundarse en la experiencia de la vida del poeta, pues no se separaría sin necesidad de la tradición de las sagas. Como sustituto de Quirón se escogió a Fénix, que era vasallo de Peleo y príncipe de los dolopeos.
La crítica ha formulado serias dudas sobre la originalidad del discurso de Fénix en la embajada y, en general, sobre la figura de éste, que no aparece en ningún otro lugar de la Ilíada. Y existen, en efecto, huellas indubitables que demuestran que debe de haber existido una forma más primitiva de la escena en la cual Odiseo y Áyax fueron los dos únicos mensajeros enviados por el ejército de Aquiles. Pero no es posible intentar reconstruir aquella forma me­diante la simple supresión de la gran amonestación de Fénix, como lo hacen siempre tales restauraciones aun donde, como aquí, son tan obvias. En la forma actual del poema la figura del educador se halla en íntima conexión con los otros dos mensajeros. Como hemos indicado,[11] en su ideal educador, Áyax personifica la acción, Odiseo la palabra. Sólo se unen ambas en Aquiles, que realiza en sí la verdadera armonía del más alto vigor espiritual y activo. Quien to­cara el discurso de Fénix no podría detenerse ante los discursos de los otros dos y destruiría la estructura artística total del canto.
Pero no sólo a esta consecuencia conduce la crítica ad absurdum, sino que el supuesto motivo por el cual se admite la inclusión del discurso de Fénix descansa en el completo desconocimiento del desig­nio poético del conjunto.   El discurso del anciano es, en efecto, extra­ordinariamente largo, comprende  más de cien versos  y culmina en la narración de la cólera de Meleagro que, para el lector superficial, parece   bastarse a sí   misma.   Se pudo creer que el poeta   sacó el motivo de la cólera de Aquiles de un poema más antiguo sobre la có­lera de Meleagro y que  quiso aquí   citar su fuente,  haciendo una alusión literaria a la manera helenística y dar una especie de resu­men de aquel  poema.   Lo mismo si existía, en el tiempo del  naci­miento de este canto, una elaboración poética de la saga de Meleagro que si la recibió el poeta de una tradición oral, el discurso de Fénix es el modelo de una protréptica locución del educador a su discípulo y la larga y lenta narración de la cólera de Meleagro y de sus funes­tas consecuencias  es un paradigma mítico, como otros muchos que se hallan en los discursos de la Ilíada y de la Odisea.   El empleo de los paradigmas o ejemplos es típico en todas las formas y variedades de discursos didácticos.[12]   Nadie con mejores títulos que el anciano educador, cuya fidelidad y afecto a Aquiles ninguno podía descono­cer, para  aducir  el ejemplo  admonitor  de   Meleagro.   Fénix  podía pronunciar verdades que Odiseo no hubiera podido decir.   En su boca, (41) este intento extremo de doblegar la inquebrantable voluntad del héroe y de traerlo a razón, adquiere su más grave e íntimo vigor: deja aparecer, en el caso de su fracaso, la trágica culminación de la acción como consecuencia de la inflexible negativa de Aquiles.
En parte alguna de la Ilíada es Homero, en tan alta medida, el maestro y guía de la tragedia, como lo denominó Platón. Así lo sin­tieron ya los antiguos. La estructura de la Ilíada toma, así, un matiz ético y educador y la forma del ejemplo pone de relieve el aspecto fundamental del caso: la acción constructiva de la némesis[13] sobre la conciencia. Todo lector siente y comparte íntimamente, en toda su gravedad, la definitiva decisión del héroe, de la cual depende el des­tino de los griegos, el de su mejor amigo Patroclo y, en último tér­mino, su propio destino. El acaecimiento se convierte necesariamente en un problema general. En el ejemplo de Meleagro se adivina la importancia decisiva del pensamiento religioso de até para el poeta de la Ilíada, tal como se nos ofrece actualmente. Con la alegoría moral de las litai, las suplicantes, y del endurecimiento del corazón humano, resplandece este pensamiento como un rayo impío y amena­zador en una nube tenebrosa.
La idea en su totalidad es de la mayor importancia para la his­toria de la educación griega. Nos permite descubrir, de una vez, lo característico de la antigua educación aristocrática. Peleo entrega a su hijo Aquiles, que carece de toda experiencia en el arte de la palabra y en la conducta guerrera, a su leal vasallo y se lo da como compañero en el campo y en la corte real y éste imprime en su conciencia un alto ideal de conducta humana trasmitido por la tra­dición. Tal función recae sobre Fénix por sus largos años de con­ducta fiel para con Aquiles. No es sino la prosecución de una amis­tad paternal lo que unió al anciano con el héroe desde su más tierna infancia. Con conmovedoras palabras le recuerda los tiempos de la niñez, cuando a las horas de las comidas le tenía en sus rodillas y él no quería estar con nadie más, cómo le preparaba y le cortaba la comida y le daba a beber de su propio vino y cómo, con fre­cuencia, devolvía el vino y le mojaba el frente del vestido. Fénix estuvo con él y lo consideró como su hijo cuando le fueron rehu­sados los hijos por el trágico juramento de su padre Amintor. Así pudo esperar en su edad avanzada hallar su protector en el joven héroe. Pero, además de esta función de ayo y de amigo paternal, es Fénix el guía de Aquiles en el sentido más profundo de la educación ética. La tradición de las antiguas sagas nos ofrece ejemplos vivos de esta educación, no sólo ejemplares de sobrehumano vigor y esfuer­zo, sino también hombres en cuya sangre fluye la corriente viva de la experiencia cada vez más profunda de una antigua dignidad cada día renovada.
(42) El poeta es evidentemente un admirador de la alta educación que halla su pintura en la figura de Fénix; pero, al mismo tiempo, encuen­tra  el destino de Aquiles, que ha sido  formado de acuerdo  con el más  alto modelo  de  la virtud humana, un grave problema.    Contra la poderosa fuerza irracional del hado ciego, de la diosa Até, todo el arte de la educación humana, todo consejo razonable, resulta impo­tente.   Pero el poeta encarna también, en fuerzas divinas que se ocu­pan amistosamente de los hombres, los ruegos  y  argumentos   de la razón.    Verdad es que son siempre lentas  y tardías tras los ligeros pies de Até, pero reparan siempre, al fin, los daños que ha causado. Es preciso honrarlas, como hijas de Zeus, cuando se acercan, y oírlas, porque ayudan amistosamente a los hombres.   Quien  las   rechaza   y obstinadamente las resiste, cae en manos de Até y expía su culpa con los males que le inflige.   Esta vivida y concreta representación reli­giosa,   todavía  exenta   de   toda  abstracción   relativa  a  los  demonios buenos y malos y a su lucha desigual para llegar a la conquista del corazón humano, expresa el íntimo conflicto entre las pasiones ciegas y la más  clara  intelección,  considerado como el auténtico problema de toda educación en el más profundo sentido de la palabra.   No hay que  relacionar  esto  en modo  alguno  con   el   concepto   moderno  de decisión libre, ni con la idea, correlativa, de culpa.   La antigua con­cepción es mucho más amplia y, por lo mismo, más trágica.   El pro­blema de la imputación no es aquí decisivo, como lo será en el co­mienzo de la Odisea.[14]   Pero la ingenua alegría de la educación de la antigua nobleza empieza aquí, en los más viejos y bellos documen­tos, a tomar conciencia de los problemas relativos a los límites de toda educación humana.
La contrafigura del rebelde Pelida se halla en Telémaco, de cuya educación nos da cuenta el poeta en el primer libro de la Odisea. Mientras que Aquiles lanza al viento las doctrinas de Fénix y se pre­cipita a la perdición, Telémaco presta atención a las advertencias de la diosa, encubierta en la figura del amigo y huésped de su padre, Mentes. Pero las palabras de Mentes le dicen lo mismo que le ad­vierten las voces de su propio corazón. Telémaco es el prototipo del joven dócil, al cual el consejo de un amigo experimentado, gozosa­mente aceptado, conduce a la acción y a la gloria. En los siguien­tes cantos, Atenea, de la cual procede siempre —en el sentir de Homero— la inspiración divina para las acciones afortunadas, aparece a su vez en la figura de otro amigo, Mentor, y acompaña a Telémaco en su viaje a Pilos y Esparta. Esta invención procede, evidentemente, de la costumbre según la cual los jóvenes de la nobleza preeminente iban acompañados en sus viajes de un ayo o mayordomo. Mentor si­gue con ojo vigilante todos los pasos de su protegido y le ayuda, en todo momento, con sus consejos y sus advertencias. Le instruye sobre (43) las formas de una conducta social adecuada siempre que se siente íntimamente inseguro en situaciones nuevas y difíciles. Le enseña cómo debe dirigirse a los preeminentes y ancianos señores Néstor y Menelao y cómo debe formularles su ruego para estar seguro del éxito. La bella relación de Telémaco con Mentor, cuyo nombre ha servido desde el Telémaco de Fénelon para designar al viejo amigo protector, maes­tro y guía, se funda en el desarrollo del motivo pedagógico[15] que domina toda la "Telemaquia" y que todavía ahora hemos de conside­rar con la mayor atención. Parece claro que no era sólo la intención del poeta mostrarnos unas cuantas escenas de los medios cortesanos. El alma de esta encantadora narración humana es el problema, que con clara conciencia plantea el poeta, de convertir al hijo de Odiseo en un hombre superior, apto para realizar acciones juiciosas y coro­nadas por el éxito. Nadie puede leer el poema sin tener la impresión de un propósito pedagógico deliberado y consciente, aunque muchas partes no muestren traza alguna de él. Esta impresión deriva del he­cho de que, paralelamente a la acción exterior de Telémaco, se des­arrolla el aspecto universal y aun prototípico de los sucesos íntimos y espirituales que constituyen su propio y auténtico fin.
Un problema decisivo se suscita al análisis crítico del nacimiento de la Odisea. ¿Fue la "Telemaquia" un poema originariamente inde­pendiente o se halló, desde un principio, incluido en la epopeya tal como lo hallamos hoy? Incluso si alguna vez ha habido un poema consagrado a Telémaco, sólo es posible llegar a la plena comprensión de esta parte de la Odisea a la luz de los intereses de una época que pudiera sentir como actual la situación de aquel joven y compartir con vigor sus problemas pedagógicos, constituida de tal modo que pudiera dar libre curso a la elaboración de aquellas ideas. De otra parte, el nacimiento de Telémaco, la situación de su patria y los nom­bres de sus padres no ofrecían un núcleo suficiente de hechos con­cretos a la fantasía creadora. Pero el motivo tiene su propia lógica y el poeta lo desarrolla de acuerdo con ella. En el conjunto de la Odisea constituye una bella invención compuesta de dos partes sepa­radas: Odiseo, alejado y retenido en la isla de la amorosa ninfa, rodeada por el mar, y su hijo inactivo, esperándole en el hogar aban­donado. Ambos se ponen al mismo tiempo en movimiento para reunirse al fin y asistir al retorno del héroe. El medio que pinta el poeta es la sede del noble caballero. Al comienzo, Telémaco es un joven desamparado ante la inclemencia de los pretendientes de su madre. Contempla resignado la conducta insolente de éstos sin la ener­gía necesaria para tomar una decisión que acabe con ella. Suave, dócil e inhábil, no es capaz de desmentir su ingénita distinción ante los verdugos de su casa, ni mucho menos de mantener enérgicamente sus derechos. Este joven pasivo, amable, sensible, doliente y sin (44) esperanza, hubiera sido un aliado inútil para la lucha ruda y decisiva y para la venganza de Odiseo, a su retorno al hogar, y éste hubiera debido oponerse a los pretendientes sin ayuda alguna. Atenea lo con­vierte en el compañero de lucha, valeroso, decidido y osado.
Contra la afirmación de una consciente formación pedagógica de la figura de Telémaco, en los cuatro primeros cantos de la Odisea, se ha objetado que la poesía griega no ofrece representación alguna del desarrollo de un carácter.[16]   Ciertamente no es la Odisea una no­vela pedagógica  moderna, y el cambio  en el  carácter de  Telémaco no puede ser  considerado como un desarrollo en el sentido actual. En aquel tiempo sólo podía ser explicado como  obra de la inspira­ción divina.   Pero la inspiración no ocurre, como es frecuente en la epopeya, de un modo puramente mecánico, mediante el mandato  de un dios o simplemente en sueños.   No actúa como un influjo mágico, sino como instrumento  natural  de la  gracia divina,   que ejerce un influjo consciente sobre la voluntad y el intelecto del joven, destina­do, en el futuro, a una misión heroica.   No se necesita más que un impulso exterior para suscitar en Telémaco la íntima y necesaria dis­posición hacia la iniciativa y la acción.  La acción conjunta de distin­tos factores, el íntimo impulso que no halla por sí mismo el camino de la acción, ni se pone por sí mismo en movimiento, el buen na­tural de Telémaco, la ayuda y el favor divinos y el momento decisivo de la resolución, se destacan y matizan con la mayor finura.   Todo ello  revela  la profunda inteligencia del poeta del problema que se ha planteado.   La técnica épica le  permite reunir en la  unidad  de una sola acción la intervención divina y el influjo natural educador, haciendo que Atenea hable a Telémaco en la figura del viejo amigo y huésped, Mentes.   Este procedimiento acerca la invención al senti­miento natural humano, de tal modo que todavía hoy se nos aparece en su íntima verosimilitud.   Nos parece natural la acción liberadora de las fuerzas juveniles realizada por todo acto verdaderamente educa­dor y la conversión de la sorda sujeción en actividad libre y gozosa. Todo ello es un ímpetu divino, un  milagro natural.   Así como Homero considera el fracaso del educador, en su última y más difícil tarea de doblegar la orientación que el destino ha impuesto a Aquiles, como  una acción adversa de los demonios, reconoce y venera pia­dosamente, en la transformación de Telémaco de un joven indeciso en un verdadero héroe, la obra de una charis, de la gracia divina. La conciencia y la acción educadora de los griegos en sus más altos momentos es plenamente consciente de este elemento imponderable.  Lo  (45) hallaremos de nuevo, de la manera más clara, en los dos grandes aris­tócratas Píndaro y Platón.
La misma Atenea señala el discurso que, en la figura de Mentes, dirige a Telémaco, en el canto primero de la Odisea, como una amo­nestación educadora.[17] Deja madurar en Telémaco la resolución de tomar la justicia por su mano, de enfrentarse abiertamente con los pretendientes y hacerlos responsables de su conducta ante la publici­dad del agora y de pedir ayuda para su plan de averiguar el paradero de su perdido padre. Fracasado su intento ante la asamblea, decide, por un súbito cambio, lleno de consecuencias, abordar el problema con sus propias manos y emprender secretamente el peligroso viaje, por cuyas experiencias llegará a ser un hombre. En esta Telemachou paideia no falta ningún rasgo esencial: ni los consejos de un viejo amigo experimentado; ni el influjo delicado y sensible de la madre temerosa y llena de cuidado por su único hijo y a la cual no será conveniente consultar en el momento decisivo, porque no sería capaz de comprender la súbita elevación de su hijo, largo tiempo mimado, sino más bien de frenarlo con sus temores; ni la imagen ejemplar de su padre perdido, que actúa como un factor capital; ni el viaje al extranjero, a través de cortes amigas, donde entabla conocimiento con nuevos hombres y nuevas relaciones; ni el consejo alentador y la benévola confianza de hombres importantes que le prestan su ayuda y entre los cuales halla nuevos amigos y bienhechores; ni la pruden­cia protectora, en fin, de una fuerza divina que le allana el camino, le tiende benignamente la mano y no permite que perezca en el pe­ligro. Con la más cálida simpatía pinta el poeta su íntima confusión cuando en una pequeña isla, Telémaco, educado en la simplicidad de la nobleza rural, entra por primera vez en el gran mundo, para él desconocido, y es huésped de grandes señores. Y en el interés que todos toman por él, dondequiera que vaya, se muestra que, aun en las más difíciles e insospechadas situaciones, no abandonan al inex­perto joven los beneficios de sus buenas costumbres y de su educación y que el nombre de su padre le allana el camino.
En un punto es preciso insistir, porque es de la mayor importan­cia para la comprensión de la estructura espiritual del ideal peda­gógico de la nobleza. Se trata de la significación pedagógica del ejemplo. En los tiempos primitivos, cuando no existe una recopilación de leyes ni un pensamiento ético sistematizado, aparte unos pocos preceptos religiosos y la sabiduría proverbial, trasmitida oralmente de generación en generación, nada tan eficaz, para guía de la propia acción, como el ejemplo y el modelo. Al lado del influjo inmediato del contorno y especialmente de la casa paterna, que se muestra tan poderoso en la Odisea en las dos figuras de Telémaco y de Nausica, se halla la enorme riqueza de ejemplos famosos trasmitidos por la tradición (46) de las sagas.   Les corresponde acaso, en la estructura  social del mundo arcaico, un lugar análogo al que tiene entre nosotros la historia,   incluyendo   la  historia   bíblica.    Las  sagas   contienen   todo el tesoro de bienes espirituales que constituyen la herencia y el ali­mento  de   toda  nueva  generación.    El   educador   de   Aquiles,  en   la Ilíada,   evoca en su  gran  amonestación  el   ejemplo   aleccionador de la cólera de Meleagro.   Del mismo modo, no falta en la  educación de Telémaco el ejemplo alentador adecuado al caso.   El modelo es, en este caso, Orestes, que venga a   su padre en  Egisto  y  Clitemnestra. Se trataba también, en este caso, de un episodio de la gran tragedia, rica en ejemplos particulares, del retorno del héroe.   Agamemnón fue muerto inmediatamente después de su retorno de Troya.   Odiseo per­maneció veinte años alejado de  su hogar.   Esta distancia de tiempo fue suficiente al poeta para poder situar el acto de Orestes y su per­manencia en Fócida antes del comienzo de la acción de la Odisea.   El hecho era reciente, pero la fama  de Orestes se había extendido ya por toda la tierra y Atenea lo refiere a Telémaco con palabras encen­didas.   Así como, en general, los  ejemplos  de las  sagas ganan en autoridad con su antigüedad venerable —Fénix,   en su discurso[18]  a Aquiles, evoca la autoridad de los tiempos antiguos y de sus héroes— en el caso de Orestes y Telémaco, por el contrario, lo impresionante del ejemplo consiste en la semejanza de ambas situaciones tan próxi­mas en el tiempo.
El poeta concede evidentemente la mayor importancia  al motivo del ejemplo.   "No debes vivir ya como un niño, dice Atenea a Telé­maco, tienes demasiada edad para ello.   ¿No has oído el alto honor que ha merecido Orestes, en el mundo entero, por el hecho de haber matado al pérfido asesino  Egisto, que mató  a su padre?   También tú, amigo mío —veo que eres  bello y  gallardo—, tienes  la fuerza suficiente para  que  un  día  las   nuevas  generaciones  te   ensalcen."[19] Sin el ejemplo carecería la enseñanza de Atenea de la fuerza de con­vicción que descansa  en él.   Y  en el  difícil caso del empleo de la fuerza, la  evocación de un modelo   ilustre es  doblemente necesaria para impresionar al tierno joven.   Ya en la Asamblea de los dioses, hace explicar el poeta a Zeus mismo el problema de la recompensa moral, tomando  como ejemplo a Egisto y Orestes.[20]   Así evita toda posibilidad de escrúpulo moral aun para la conciencia más sensible, cuando posteriormente se refiere  Atenea al mismo caso.   La  impor­tancia capital del ejemplo aparece de nuevo en el curso ulterior de la acción.   Así, en el discurso de Néstor a Telémaco,[21] donde el vene­rable anciano interrumpe su  narración, relativa  al destino de  Aga­memnón y su casa, para proponer a Orestes, como modelo, a Telé­maco;   y   éste  le   contesta  exclamando:   "Con   razón  tomó   Orestes venganza y los  aqueos esparcirán su gloria por  el  mundo  entero y (47) será cantada por las futuras generaciones. ¡ Cuándo los dioses me otorgarán la fuerza necesaria para tomar venganza de los pretendien­tes por sus vergonzosas transgresiones!" El mismo ejemplo se repite al final de la narración de Néstor.[22] Y al final de cada una de las dos partes principales de su largo discurso, lo refiere, de un modo expreso y con marcado acento, al caso de Telémaco.
Esta repetición es naturalmente intencionada. La evocación del ejemplo de los famosos héroes y de los sagas forma, para el poeta, parte constitutiva de toda ética y educación aristocráticas. Habremos de insistir en el valor de este hecho para el conocimiento esencial de los poemas épicos y de su raíz en la estructura de la sociedad ar­caica. Pero aun para los griegos de los siglos posteriores, tienen los paradigmas su significación, como categoría fundamental de la vida y del pensamiento.[23] Basta recordar el uso de los ejemplos mí­ticos en Píndaro, elemento esencial de sus cantos triunfales. Sería erróneo interpretar ese uso, que se extiende a la totalidad de la poesía griega y a una parte de su prosa, como un simple recurso estilístico.[24] Se halla en íntima conexión con la esencia de la ética aristocrática, y originariamente conservaba, aun en la poesía, su significación pe­dagógica. En Píndaro, aparece con constancia el verdadero sentido de los paradigmas míticos. Y si se considera que, en último término, la estructura íntima del pensamiento de Platón es, en su totalidad, paradigmática y que caracteriza a sus ideas como "paradigmas fun­dados en lo que es", resultará perfectamente claro el origen de esta forma de pensamiento. Se verá también que la idea filosófica de "bien", o más estrictamente del a)gaqo/n, este "modelo" de validez universal, procede directamente de la idea de modelo de la ética de la areté, propia de la antigua nobleza. El desarrollo de las for­mas espirituales de la educación noble, reflejada en Homero, hasta la filosofía de Platón, a través de Píndaro, es absolutamente orgánica, permanente y necesaria. No es una "evolución" en el sentido semi-naturalista que acostumbra emplear la investigación histórica, sino un desarrollo esencial de una forma originaria del espíritu griego, que permanece idéntico a sí mismo, en su estructura fundamental, a través de todas las fases de su historia.



[1] 1  La expresa propensión  a renunciar por  completo al análisis  de Homero  se manifiesta en trabajos recientes como el de F. dornseiff, Archaische Mythenerzahlung   (Berlín, 1933)   y F. jacoby, "Die geistige Physiognomie der Odyssee", Die Antike, vol. 9, 159.
[2] 2  E.  schwartz, Die  Odyssee   (Munich,   1924),  p.   294,  y wilamowitz, Die Heimkehr   des   Odysseus   (Berlín,   1927),   especialmente   pp.   171 ss.    "Quien   en cuestión  de lenguaje,  religión  o costumbres mezcla la  Ilíada y la  Odisea, quien las separa con Aristarco como νεώτερον, no merece que se le tome en  cuenta."
[3] 3  Ver  mi   ensayo   Solons Eunomie,  Sitz.  Berl.  Akad.,  1926,  pp.   73 ss.    Tam­bién  F. jacoby  (ob. cit., p.  160), aporta meros argumentos que nos llevan a un terminus ante quem más alto todavía.
[4] 4  wilamowitz, ob. cit., p. 178.
[5] 5  wilamowitz,  ob.  cit.,   p.   182,   supone   (contra   su  opinión   en  Homerische Untersuchungen, p. 27)  que la "Telemaquia" nace en la península y habla de un "círculo   cultural   corintio".   No  me   convencen   sus  razones   (en   contra  jacoby, ob. cit., p. 161).
[6] 6 Los rapsodas no pertenecían, probablemente, a la clase noble. En la lírica, la elegía y el yambo, encontramos, por el contrario, a menudo, poetas aristócra­tas (wllamowitz, ob. cit., p. 175).
[7] 7 Falta una investigación especial sobre el desarrollo de la relación entre pro­piedad y areté. En la Odisea encontraría materiales preciosos.
[8] 8 Cf. wilamowitz, ob. cit., p. 183.
[9] 9 Pyth., VI, 19 ss.
[10] 10 Λ, 830-832.
[11] 11  Ver supra, p. 24.
[12] 12  Ver infra, pp. 46 y 52. Ya los antiguos intérpretes indican esto.
[13] 13 I 523.
[14] 14 Ver infra, pp. 46 y 64.
[15] 15 E. schwartz, Die Odyssee (Munich, 1924), p. 253, nos refiere de manera muy expresiva el elemento pedagógico en la "Telemaquia".
[16] 16 Así wilamowitz, ob. cit., pero ver R. pfeiffer, DLZ. 1928, 2368. Me parece que se trata menos de la norma divina de la educación aristocrática que de la conducción divina en la vida y obras personales de Telémaco. Cuyo sen­tido especial, en este caso pedagógico, no es puesto en duda por el hecho de que Atenea intervenga también constantemente en la Odisea, siendo "además" un mero medio de la técnica épica, como dice F. jacoby, ob. cit., p. 169, contra Pfeiffer. Lo divino actúa en la vida en formas muy diferentes.
[17] 17 α  279  u(poti/qesqai,   verbo  de u(poqh~kai,   que  es la  palabra  propia  para "discurso  instructivo";  cf.  P.  friedlaender,  Hermes 48   (1913), 571.
[18] 18 I 524-27.
[19] 19 α 298.               
[20] 20 α 32-47.               
[21] 21  g195-200.
[22] 22  γ 306-316.
[23] 23  Me propongo estudiar la evolución histórica de esta forma mental en una investigación aparte.
[24] 24  Robert oehler estudia esto  en  la  primitiva poesía griega, Mythologische Exempla in der älteren griechischen Dichtung, Diss. Basilea, 1925.  Partió de una sugestión  del libro  de G. W.  nitzsch, Sagenpoesie der  Griechen  (1852), pero no ha  reparado bastante en  la conexión  de  la aparición  del estilo  con los pa­radigmas de la vieja ética aristocrática.

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