miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 28 El movimiento revolucionario (411)

Desde el comienzo del conflicto en el 431, el pueblo ateniense había demostrado una notable unidad a lo largo de veinte años tanto de guerra abierta como de guerra fría. A pesar del terrible sufrimiento causado por la pérdida del libre uso de sus granjas y casas en el campo —por la necesidad de concentrarse en el centro urbano—, por la epidemia devastadora y, finalmente, por las espantosas pérdidas en Sicilia, Atenas había conseguido evitar golpes de Estado y enfrentamientos armados entre facciones, algo realmente asombroso si tenemos en cuenta que había transcurrido un siglo desde la expulsión de la tiranía de la ciudad. La sorprendente recuperación del control ateniense del mar tras el desastre siciliano podía haber augurado la reparación de los efectos de una campaña mal concebida y la reincorporación de ciudades perdidas para el Imperio, así como un aumento de la esperanza de conseguir la victoria en la guerra, pero la entrada de Persia en el conflicto oscureció esas perspectivas. En el año 411, las fuerzas hostiles a la democracia ateniense, durante largo tiempo dormidas, aprovecharon la inminente amenaza persa y de las ambiciones de Alcibíades para atacar al régimen.
Irónicamente, en el año 411 se celebraba el centenario de la liberación de Atenas de la tiranía, un hecho que sería seguido no mucho después por el establecimiento de la primera democracia del mundo. En aquel tiempo, Atenas se había desarrollado próspera y poderosa, y su gente había llegado a considerar la democracia como la constitución natural y normal de la ciudad. El modelo democrático todavía era raro entre las ciudades griegas, la mayoría de las cuales estaban gobernadas por pequeñas o grandes oligarquías. Los atenienses de clase alta aceptaban la democracia, y participaban en la lucha por el liderazgo, o se mantenían al margen, aunque casi todos los más destacados políticos atenienses hasta la Guerra del Peloponeso eran de origen noble.
LA TRADICIÓN ARISTOCRÁTICA

Sin embargo, algunos aristócratas nunca abandonaron su desprecio por el gobierno popular, un prejuicio que tenía hondas raíces en la tradición griega. En la épica de Homero, eran los nobles quienes tomaban las decisiones y daban órdenes, mientras los hombres del pueblo conocían su sitio y les obedecían. En el siglo VI, el poeta Teognis de Megara escribió con amargura como un aristócrata cuyo mundo había sido derribado por los cambios políticos y sociales, manteniendo sus ideas una gran influencia sobre los enemigos de la democracia hasta bien entrado el siglo IV. Teognis dividía la humanidad en dos mitades en función del nacimiento: el bueno y noble, y el malo y vil. Debido a que sólo el noble poseía criterio nome) y reverencia (aidos), sólo él era capaz de moderación, autocontrol y justicia. La masa del pueblo no poseía estas virtudes y era, por consiguiente, desvergonzada y arrogante. Además, las buenas cualidades no podían ser enseñadas: «Es más fácil engendrar y criar a un hombre que poner buen sentido en él. Nadie ha descubierto nunca la manera de hacer sabio a un loco o bueno a un mal hombre (…) Si algo así fuera posible, el hijo de un hombre bueno nunca sería malo, ya que él obedecería al buen consejo. Pero nunca conseguirás hacer al mal hombre bueno mediante la enseñanza» (Teognis, 429-438).
Las opiniones del poeta tebano Píndaro, que vivió pasada la mitad del siglo V, fueron también muy estimadas por los atenienses de clase alta. Su mensaje reflejaba el de Teognis: los nacidos nobles eran inherentemente superiores a la masa del pueblo, tanto intelectual como moralmente, y la diferencia no podía ser eliminada mediante la educación.
 El esplendor que corre por la sangre tiene mucho peso
Un hombre puede aprender y, sin embargo,
ver oscuramente, inclinarse hacia un lado
y luego hacia el otro, caminar siempre
sobre pies inseguros, con su mente inacabada y
alimentada con los restos de mil virtudes.
(Nemeas, III, 40-4).

Sólo el sabio por nacimiento puede entender:
 Hay muchas afiladas saetas
en la aljaba
debajo de mi codo.
Hablan para los que entienden;
la mayoría de los hombres necesitan intérpretes.
El sabio conoce muchas cosas en su sangre;
el vulgar es enseñado.
Ellos dirán cualquier cosa. Harán ruido como cuervos
contra la sagrada ave de Zeus.
(Olímpicas, II, 83-88).

Para mentes educadas en ideas como éstas, la democracia era insensata hacia el mejor de los casos y podía, también, derivar en algo injusto e inmoral. La Constitución de los atenienses —un panfleto escrito hacia el 420 por un autor desconocido llamado a menudo «el viejo oligarca [10]»— revela el descontento que algunos sintieron en Atenas durante la guerra. «En cuanto a la Constitución de los atenienses, no los alabo por haberla elegido, porque al escogerla han dado lo mejor al pueblo vulgar (poneroi) más que a los buenos (chrestoi).» Ellos usan la suerte para cargos que son seguros y pagan un salario, pero dejan los oficios peligrosos de generales y oficiales de caballería a la elección de «los hombres mejor cualificados» (Constitución de los atenienses I, 1-3).
Lo que hombres como «el viejo oligarca» querían para su Estado era la eunomía, el nombre que los espartanos daban a su constitución y que Píndaro había aplicado a la oligarquía de Corinto. Bajo una constitución como ésa, los hombres mejores y mejor cualificados hacen las leyes, y los buenos castigan al malo; los buenos «no permitirán que los locos se sienten en el Consejo o hablen en la Asamblea. Pero como resultado de estas buenas medidas el pueblo, desde luego, caerá en la servidumbre» (I, 9). El autor está seguro de que las masas lucharán para preservar la democracia, «un gobierno malo» (kakonomía), porque es ventajoso para ellos, «y cualquiera que sin pertenecer al pueblo prefiera vivir en una ciudad bajo gobierno democrático a vivir en una gobernada por la oligarquía se ha preparado a sí mismo para ser inmoral, sabiendo bien que es más fácil para una mala persona pasar desapercibida en una ciudad bajo gobierno democrático que en una bajo gobierno oligárquico» (II, 19). Por consiguiente, no es sorprendente que hombres que suscribieron tales pensamientos consideraran el derribo de la democracia nada menos que como una obligación moral.
LA DEMOCRACIA Y LA GUERRA

Durante la Guerra del Peloponeso, las objeciones a la democracia se habían convertido en algo de orden tanto práctico como filosófico. El interminable conflicto, el sufrimiento y las privaciones, el fracaso de cada uno de los planes emprendidos para alcanzar una victoria definitiva, y, por encima de todo, el desastre ateniense en Sicilia, eran asuntos de los que fácilmente se podía culpar al régimen y a los hombres que lo dirigían. La falta de líderes políticos de origen noble, que fueran fuertes y respetados, como Cimón y Pericles, también contribuyó a socavar una de las barreras que actuaba como protección de la democracia frente a sus críticos. En el año 411, el vacío de liderazgo pareció haber incrementado el poder de las hetairíai, las asociaciones de ciudadanos, que tenían un papel muy importante en la política ateniense, especialmente entre los enemigos de la democracia. Sus miembros, y otros ciudadanos con propiedades, habían estado soportando cargas financieras sin precedentes en apoyo de la guerra. Los contribuyentes se habían reducido, sin embargo, durante su curso, cayendo desde quizá veinticinco mil varones adultos antes del conflicto hasta unos nueve mil, aproximadamente, bien entrada la guerra.
Hacia el año 411, muchos atenienses —y no sólo los oligarcas— habían empezado a considerar algún tipo de restricción de la práctica democrática, quizás incluso un cambio de régimen, en un intento por contribuir al esfuerzo de guerra. El iniciador de esta conspiración, sin embargo, fue el exiliado Alcibíades, que se movía motivado, como siempre, no por cuestiones ideológicas, sino por su propio interés. Él había comprendido sagazmente que la seguridad que le proporcionaba Tisafernes era transitoria, y sólo era una cuestión de tiempo que sus intereses divergieran. Dado que el regreso a la Esparta del rey Agis estaba fuera de cuestión, Alcibíades se preparó para usar su momentánea influencia con Tisafernes para obtener un regreso seguro a Atenas.
Su primer paso fue establecer comunicación con «los más importantes hombres entre [los atenienses]» —presumiblemente los generales, trierarcas y otras personas de influencia— en Samos, pidiéndoles que hablaran de él «a los mejores ciudadanos» (VIII, 47, 2). Ellos debían informar a los atenienses acerca del regreso de Alcibíades, así como de que traería con él el apoyo del sátrapa, siempre que aceptaran reemplazar la democracia por una oligarquía. El plan funcionó «porque los militares atenienses en Samos se dieron cuenta de que él tenía influencia con Tisafernes» (VIII, 47, 2), y empezaron las conversaciones con él a través de emisarios. En una importante afirmación, raramente subrayada, Tucídides pone la iniciativa de la conspiración oligárquica en manos de los líderes atenienses: «Pero incluso más que la influencia y las promesas de Alcibíades, por su propio acuerdo, los trierarcas y los hombres más destacados entre los atenienses que se encontraban en Samos estaban ávidos por destruir la democracia» (VIII, 47, 2).
En este caso, Tucídides debe necesariamente estar equivocado al atribuir tales motivos a todos los líderes atenienses que estaban en Samos, ya que el único trierarca cuyo nombre nos es conocido, Trasibulo, el hijo de Lico de Esteiria, nunca fue enemigo de la democracia. Desde el comienzo, cuando el pueblo samio conoció la existencia de un complot oligárquico para derrocar su democracia, llamaron a Trasibulo, entre otros, ya «que parecía estar siempre en contra de los conspiradores» (VIII, 73, 4). Trasibulo y sus colegas se unieron en la defensa de la democracia samia y aplastaron el levantamiento oligárquico. Obligaron a todos los militares a prestar juramento de lealtad a la democracia, y el ejército completamente democrático depuso a sus generales y eligió a otros, democráticos y de confianza, en su lugar, entre ellos Trasibulo. Pasó el resto de la guerra como un leal líder democrático, y después del conflicto fue el héroe que resistió y finalmente derrocó a la oligarquía de los Treinta Tiranos impuesta por Esparta, y restauró la democracia en Atenas. Si Tucídides está equivocado o mal informado sobre los motivos en este caso, puede estarlo igualmente para otros asuntos, por lo que no deberíamos aceptar simplemente sus opiniones sin que sean cuestionadas, sino examinar cada caso según sus propios méritos.
TRASIBULO Y LOS MODERADOS

Sorprendentemente, y a pesar de sus convicciones democráticas, Trasibulo fue uno de los que, en Samos, favoreció el regreso de Alcibíades al bando ateniense. Otros como él, sin embargo, podían también haber dado la bienvenida a la reincorporación del renegado sin que por ello fueran hostiles al régimen democrático. Desde el comienzo, los líderes de Samos se dividieron al menos en dos grupos. Uno fue el de Trasibulo, de quien Tucídides afirma: «Él siempre sostuvo la misma opinión, la de que deberían volver a llamar a Alcibíades» (VIII, 81, 1). Esto significa, sin embargo, que a finales del 412 este demócrata de toda la vida estaba deseando aceptar limitaciones a la democracia, al menos temporalmente, ya que Alcibíades no podría ser rehabilitado mientras el gobierno vigente en ese momento en Atenas estuviera en el poder. Al principio, el propio Alcibíades habló abiertamente de su apoyo a la oligarquía, pero Trasibulo y otros verdaderos demócratas probablemente le obligaron a moderar lo que decía, ya que cuando se encontró con la delegación de Samos era evidente que había cambiado su manera de hablar, prometiendo acercar a Tisafernes a una alianza con Atenas «si los atenienses no estaban gobernados por una democracia» (VIII, 48, 1). El cambio sutil en el lenguaje fue, sin duda, una concesión a hombres como Trasibulo, que estaban dispuestos a alterar la Constitución, como habían hecho antes con el sistema del probuloi, pero no a cambiar a un régimen oligárquico.
Después de persuadir a las fuerzas atenienses con base en Samos para que concedieran inmunidad a Alcibíades en cuanto a los cargos que había sobre él y le nombraran general, el propio Trasibulo navegó hacia el campamento de Tisafernes con el objeto de recoger a Alcibíades, ya que como Tucídides explica: «Él trajo a Alcibíades de vuelta a Samos, convencido de que la única seguridad para Atenas radicaba en apartar a Tisafernes de los peloponesios y traerlo a su lado» (VIII, 81, 1). Trasibulo creía que, si la alianza persa con Esparta permanecía intacta, Atenas estaba perdida. Para ganar la guerra debía convencer a Persia, y sólo Alcibíades podía llevar a cabo esa tarea.
Las restricciones a la democracia que eran aceptables para Trasibulo pueden ser discernidas de aquellas propuestas que Alcibíades hizo en Samos a los atenienses en el verano del año 411, después de que los oligarcas más recalcitrantes hubieran rechazado al renegado como «inapropiado» para participar en una oligarquía. Fue en ese momento cuando propuso la disolución del Consejo de los Cuatrocientos, que se había hecho con el poder oligárquico por la fuerza, así como la restauración del viejo Consejo democrático de los Quinientos. También hizo una propuesta para que terminara la remuneración por servicios públicos, lo que efectivamente excluiría a los atenienses pobres del ejercicio de los cargos, y solicitó que se restaurara la Constitución de los Cinco Mil, que restringía la plena y activa ciudadanía a hombres de la clase hoplítica o superior.
En ese momento crucial, Trasibulo debía de haber estado deseando aceptar esas condiciones, aunque no el reducido gobierno de los Cuatrocientos. La categoría en que más cómodamente puede ser encajado es la tradicional designación de «moderado», un término que en el año 411 era indicio de un hombre que ponía la victoria como su más alta prioridad, incluso si ello significaba renunciar a ciertos compromisos de la democracia popular de Atenas.
LOS VERDADEROS OLIGARCAS

Sin embargo, otros que participaron en las conversaciones con Alcibíades eran verdaderos adversarios de cualquier tipo de democracia, y pretendían reemplazarla permanentemente por alguna forma de gobierno oligárquico. Dos miembros de esta conspiración eran Frínico y Pisandro, que habían sido demagogos previamente. Pocos años después de la guerra, un orador ateniense les acusaría de ayudar a establecer la oligarquía porque temían un castigo tras los muchos agravios que habían cometido contra el pueblo ateniense. Sin embargo, no podemos estar seguros de hasta qué punto las consideraciones personales arrastraron a estos políticos democráticos populares a una conspiración oligárquica.
En cualquier caso, ellos no pretendían traer de vuelta a Alcibíades para ganar la guerra. Frínico se resistía totalmente a que volviera y «se mostraba, mucho más que los otros, el más proclive a la oligarquía…, Una vez que se puso a la tarea, se reveló a sí mismo como el más capaz» (VIII, 68, 3). Pisandro se revolvió rápidamente contra Alcibíades, convirtiéndose en un líder oligárquico de los más violentos y obcecados. Llegó a promover la moción para el establecimiento de la oligarquía de los Cuatrocientos, y mantuvo un papel destacado en el derrocamiento de regímenes democráticos a lo largo del Imperio y en la propia Atenas; tras la caída de la oligarquía, se pasó a los espartanos.
Cuando los «trierarcas y los hombres más importantes» en Samos enviaron representantes a Alcibíades, Pisandro y Trasibulo fueron probablemente miembros de la delegación. En su encuentro, Alcibíades les prometió llevar a Tisafernes y al Gran Rey hacia el lado ateniense «si ellos no mantenían la democracia, ya que al obrar así el Rey tendría una mayor confianza en ellos» (VIII, 48, 1). Alcibíades utilizó sus palabras con habilidad para satisfacer las dudas de los moderados: «No mantener la democracia» podía ser interpretado de una manera que sería aceptable tanto para moderados como para oligarcas, mientras que «reemplazar la democracia por una oligarquía» no hubiera tenido la misma acogida.
El siguiente paso para los líderes políticos era incluir a «los más adecuados» en un régimen político que funcionara, tras la prestación de un juramento. Este grupo probablemente incluía hoplitas que habían participado en la campaña de Mileto, pero la presencia de Trasibulo entre ellos indicaba que no se trataba meramente de una conspiración oligárquica. El nuevo grupo convocó a los atenienses que estaban en Samos «y abiertamente les dijo que el Gran Rey sería su amigo y les proporcionaría dinero si recibían de nuevo a Alcibíades y no se gobernaban por una democracia» (VIII, 48, 2). Si el hombre corriente no comprendió que la verdadera intención de algunos de aquellos hombres era establecer una oligarquía cerrada y permanente, tampoco lo hicieron algunas de las personas comprometidas en los cambios, tales como Trasibulo.
«La multitud —término que utiliza Tucídides para referirse a la asamblea de soldados y marineros—, molesta al principio por lo que había sido hecho, permaneció en silencio debido a las esperanzadoras perspectivas de recibir una paga del Rey» (VIII, 48, 3). Sin embargo, ésta es una injusta caracterización de los soldados y marineros atenienses. Al igual que en su explicación del entusiasmo popular por la campaña siciliana del año 415, Tucídides introduce la simple avaricia como el único motivo, aunque existían seguramente sentimientos y consideraciones mucho más complejos. En los años 412 y 411, la verdadera supervivencia de estos hombres, como la de sus familias y la de su ciudad, estaban en juego e incluso, más allá de eso, su comportamiento en los años siguientes demostró repetidamente su patriotismo y su devoción por la democracia ateniense.
FRÍNICO CONTRA ALCIBÍADES

Cuando llegó el momento de decidir formalmente el asunto, en una reunión de líderes, todos estaban ya dispuestos a aceptar a Alcibíades… todos excepto Frínico, que rechazaba la idea de que aquel o cualquier otro pudiera traer a los persas al lado ateniense, al tiempo que se oponía a la consideración de que el abandono de la democracia ayudaría a preservar el Imperio. Argumentaba contra la primacía de la confrontación entre las clases, y quería evitar a toda costa disputas internas sobre las formas constitucionales, declarándose a favor de la abrumadora importancia del amor a la independencia. Ninguno de los aliados, avisaba, «querría ser esclavizado ni por una oligarquía ni por una democracia, sino seguir siendo libres bajo cualquiera de estos sistemas» (VIII, 48, 5).
Más allá de estas consideraciones, Frínico insistió en que Alcibíades no podía ser considerado como un hombre de confianza. Las disposiciones constitucionales no significaban nada para él; todo lo que le preocupaba era un regreso seguro a Atenas. Su regreso a la ciudad provocaría una guerra civil y la ruina de Atenas, por lo que no debía ser aceptado. Incluso frente a tales argumentos, los líderes atenienses estaban tan completamente desesperados por encontrar alguna manera de cambiar la fortuna de su ciudad, que acabaron aceptando las propuestas de Alcibíades.
Frínico se encontraba ahora en un gran peligro, porque cuando las noticias de su oposición alcanzaran a su adversario, Alcibíades se tomaría su revancha. Desesperado, Frínico concibió un plan para evitar el regreso de Alcibíades y protegerse a sí mismo. Los estudiosos no han llegado a entender bien los complicados acontecimientos que siguieron, y dado que no hay certeza alguna acerca de ellos, lo que sigue es tan sólo un intento de reconstrucción. El comportamiento de Frínico a lo largo de este episodio puede entenderse mejor como la expresión de una fuerte y duradera enemistad; sólo desde esta perspectiva su decisión de hablar contra la rehabilitación de Alcibíades, incluso sin tener apoyos, adquiere consistencia. Cuando fracasó en persuadir a los atenienses reunidos en Simios, escribió una carta al navarca espartano Astíoco en Mileto, sin tener en cuenta las consecuencias si era descubierto; en ella informaba del complot para traer de vuelta a Alcibíades, así como de la promesa del renegado de conseguir el apoyo de Tisafernes y de los persas para los atenienses. Desconociendo que Alcibíades no estaba ya en el campamento espartano, asumió que Astíoco lo arrestaría inmediatamente, poniendo así fin al complot. Aunque Astíoco ya no podía obrar así, tampoco podía ignorar el aviso y permitir que el complot triunfase.
Su solución fue la de llevar la carta a Tisafernes, en Magnesia, y exponerle el asunto del complot. El sátrapa debió de quedar estupefacto, ya que seguramente no había llegado a ningún tipo de acuerdo con Alcibíades. El traidor se encontró entonces en una situación muy comprometida: su alianza con el sátrapa corría serio peligro.
Enfurecido, Alcibíades escribió a Samos informando a sus amigos de la carta de Frínico y pidiendo que fuera ejecutado. Frínico, que había confiado en que Astíoco acabara con Alcibíades y con el complot de un solo golpe, y que no revelara el contenido de su carta, envió otra misiva al navarca espartano, indicándole cómo podía derrotar a los atenienses en Samos. Los estudiosos modernos encuentran difícil de creer que pudiera haber cometido la locura de enviar una segunda carta después de que Astíoco hubiera traicionado su confianza con la primera, pero las circunstancias en este último caso eran diferentes. Sin darse cuenta, la primera misiva había incluido una petición imposible de cumplir, ya que Alcibíades había partido y no podía ser arrestado. La segunda carta, sin embargo, ofrecía al navarca una oportunidad que no sólo era claramente posible, sino que prometía conducirle a una gran victoria; una que podía poner fin a la guerra de un solo golpe. Al parecer, Alcibíades no era el único político ateniense con grandes ambiciones personales y con notable capacidad de adaptación, preparado para traicionar a su ciudad con tal de asegurar su propia seguridad y promover su carrera.

No obstante, el siempre prudente Astíoco temía una trampa, y con la intención de abortar la conspiración que pretendía convencer a Persia para cambiar de bando, proporcionó la información de la segunda carta tanto a Alcibíades como a Tisafernes. Mientras tanto, llegó a conocimiento de Frínico que, una vez más, el contenido de su carta había sido revelado, y puso en marcha la trampa que Astíoco más podía temer, al avisar a los atenienses acerca de un inminente ataque, un ataque que él mismo había provocado. Cuando el propio Alcibíades envió, a continuación, una carta a los atenienses que estaban en Samos para avisarles de la traición de Frínico y para informarles también del planeado asalto, no fue creído, «pues era un hombre que no consideraban de confianza» (VIII, 51, 3). El ladino renegado ateniense había sido superado por un impostor más inteligente. En lugar de hacer daño a Frínico, la carta de Alcibíades confirmó la veracidad del aviso, de tal modo que todo el asunto reforzó su posición, al menos en ese momento, al tiempo que incrementaba la desconfianza hacia Alcibíades en la base ateniense. También consiguió provocar una brecha entre Tisafernes y Alcibíades, y destruyó cualquier oportunidad que tuviera de mantener sus promesas a los líderes atenienses de Samos. El fracaso de sus negociaciones con Tisafernes acabó con el interés de los conspiradores oligárquicos por Alcibíades, que decidieron concentrar sus esfuerzos en el establecimiento de un nuevo tratado entre Esparta y Persia. El primer intento para derrocar la democracia en Atenas había fracasado.

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