miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Los sitiadores sitiados (414-413) ESPARTA RETOMA LA OFENSIVA

Mientras los atenienses asumían los acontecimientos de Sicilia, Esparta se preparaba para poner fin a la precariedad creada por una paz artificial. Un par de cambios importantes del statu quo los convencieron para reanudar la guerra con una invasión del Ática y la construcción de una fortificación permanente en territorio ateniense. El primero de estos cambios fue la inversión del equilibrio estratégico en Sicilia, donde en aquellos momentos parecía que los atenienses encajarían una derrota frente a los de Siracusa. En vez de liberar a la gran armada de cumplir con su misión dentro de sus fronteras, los atenienses se habían concentrado en la campaña siciliana, lo que sin duda consumiría en tierra extraña las fuerzas del ejército de Atenas. El segundo acontecimiento crucial fue la decisión ateniense de lanzar incursiones sobre el territorio espartano como represalia. Atenas había venido perpetrando acciones en el Peloponeso durante algún tiempo, aunque siempre había evitado atacar la misma Laconia. Aun así, los espartanos decidieron no considerar tales ataques como un incumplimiento de los términos de la paz; sin embargo, los atenienses atacaron las costas de Laconia en el verano del año 414, lo que alteró la situación radicalmente. Sus incursiones «violaban el tratado con los espartanos del modo más flagrante» (VI, 105, 1), y liberaban a los espartanos del sentimiento de culpabilidad que les había perseguido desde los inicios de la contienda. Los de Esparta sabían bien que la lucha había comenzado cuando los aliados tebanos incumplieron la tregua con su ataque a Platea, que se habían equivocado al rehusar someterse al arbitraje en el 432-431, y que habían hecho pedazos sus juramentos e invalidado el Tratado de los Treinta Años. «Por todo esto, mantenían la creencia de haberse merecido sus fracasos, y se explicaban así el desastre de Pilos y todos los demás contratiempos sufridos» (VII, 18, 2).
Ahora, sin embargo, era Atenas la que había roto el Tratado e incumplido sus promesas de manera deshonrosa. Durante los años anteriores, cuando los atenienses luchaban en el Peloponeso junto con sus aliados, habían sido los espartanos los que habían pedido solucionar sus diferencias por medio del arbitraje; en aquel momento, fueron los atenienses los que se negaron repetidamente a aceptarlo, escarmentados por las continuas transgresiones del Tratado por parte de Esparta. «Esta vez los espartanos llegaron a la conclusión de que se habían cambiado las tornas, y que los atenienses cometían ahora las mismas violaciones del tratado que habían perpetrado ellos antes. Así pues, se mostraron decididos a entrar en guerra» (VII, 18, 3).
LA FORTIFICACIÓN DE DECELIA

A principios del mes de marzo del 413, el rey Agis decidió saquear el Ática, e inició la fortificación de un campamento en la colina que domina la llanura de la población de Decelia, a unos 18 kilómetros en dirección nornordeste de Atenas y a la misma distancia de Beocia. Con ello se logró ejercer una presión sin precedentes sobre los atenienses, ya que mientras las anteriores incursiones sólo habían durado de dos a cinco semanas al año, en lo sucesivo no podrían acceder a sus casas y campos. «Atenas, en vez de una ciudad, parecía una fortaleza» (VII, 28, 1). Reclutas de todas las edades hacían turnos noche y día para dar aviso de un posible ataque espartano, situación que continuaría tanto en invierno como en verano durante el resto de la contienda. La caballería hacía escaramuzas cada día para mantener a raya a los espartanos, con lo que cansaba a sus hombres y dejaba lisiados a muchos caballos. Con la urgencia de defender su propia ciudad, no podían batallar en Sicilia, donde se les echaba de mucho menos.
En múltiples y destacables sentidos, la ocupación de Decelia era comparable a la actuación ateniense en Pilos. Durante el primer año, por ejemplo, desertaron unos veinte mil esclavos, muchos de los cuales habían huido de las minas de plata de Laurio, cuyos beneficios pronto dejarían de disfrutar los atenienses. El ganado y los animales de carga también formaban parte del saqueo peloponesio. Los tebanos, que se habían unido a los espartanos en el saqueo del Ática, fueron los aliados más oportunistas y diligentes a la hora de apropiarse de los bienes atenienses. Un historiador del siglo IV relata que «se hicieron con los prisioneros y con el botín de guerra a bajo precio y, como vivían en territorio vecino, se llevaron a sus hogares todos los materiales de construcción del Ática, empezando por las maderas y los azulejos de las casas» (Hellenica Oxyrhynchia, XII, 3).
En Decelia, los espartanos también habían bloqueado el paso terrestre a Eubea por Oropo. Desde el comienzo de la guerra, la mayor parte de la cabaña ateniense se había alimentado en los pastos de Eubea, desde donde recibía suministros esenciales y que era además punto de partida importante de algunas de sus exportaciones. La ocupación de Decelia les obligaba a enviar y recibir cualquier cosa a través de una larga travesía marítima alrededor del cabo Sunio, una alternativa mucho más costosa. Todo lo anterior contribuyó a poner a Atenas bajo una presión extraordinaria.
La atrocidad más horrible que trajo la guerra fue la escasez latente de fondos. Conforme reunían refuerzos destinados a Sicilia, los atenienses trajeron un cuerpo de infantería ligera de Tracia; pero los mil trescientos mercenarios, muy diestros con las dagas, llegaron tarde a Atenas para tomar parte en la campaña. Para ahorrarse el dinero, se les envió de vuelta bajo la dirección del comandante ateniense Diítrefes, al que se le dio orden de utilizarlos en su regreso para infligir todo el daño que pudieran. Una mañana, al amanecer, atacaron la pequeña población beocia de Micaleso, cuyos habitantes se hallaban indefensos. «Los tracios cayeron sobre Micaleso, saquearon hogares y templos, y asesinaron a sus habitantes sin distinción de edad. Mataban a todo aquel que se encontraban, incluso mujeres y niños, y animales también. Todo lo que veían con vida» (VII, 29, 4). También asaltaron una escuela, y «a los niños, que acababan de entrar, los pasaron a todos a cuchillo» (VII, 29, 5).
REFUERZOS PARA AMBOS EJÉRCITOS

Mientras los atenienses se preparaban para fortalecer su posición en Sicilia, el triunfo de Gilipo acabó convenciendo a los peloponesios para que enviasen refuerzos adicionales a la isla. Planeaban expedir tres contingentes: uno, compuesto por seiscientos ilotas y neodamodes al mando del general espartiata Écrito; un segundo, con trescientos beocios con sus propios mandos, partiría del sur del cabo Tenaro y pondría rumbo a mar abierto. La tercera fuerza, compuesta por setecientos mercenarios hoplitas de Corinto, Sición y Arcadia, navegaría hacia el oeste escoltada por un convoy de veinticinco trirremes corintios a través del golfo de Corinto, pasando por la base ateniense de Naupacto.
Entretanto, Eurimedonte siguió adelante con la recogida de fondos y con la creación de una pequeña fuerza en Atenas, mientras Demóstenes equipaba la principal armada de refuerzo. Con él y con Caricles al mando, zarparon dos flotas del Pireo a principios de la primavera del 413; no se dirigieron directamente a Sicilia, sino a atacar Laconia con la ayuda de los argivos. Su objetivo fundamental era un cabo frente a la isla de Citera, fondear allí y fortificar su istmo. La intención era convertirla en lo que Pilos era en el oeste (un enclave al que los ilotas pudieran huir y desde donde pudieran asaltar Laconia), pero la nueva base resultó estar demasiado lejos de Mesenia como para alentar las deserciones. Los atenienses jamás llegaron a lanzar un ataque desde este enclave, y al año siguiente lo abandonaron.
Caricles volvió a Atenas, pero Demóstenes condujo su flota por la línea costera rumbo a Sicilia con la idea de causar problemas a los corintios y reclutar aliados por el camino. En Acarnania, se entrevistó con Eurimedonte, que había vuelto para informarle de los reveses atenienses y de la necesidad de acelerar los refuerzos. Sin embargo, antes de que pudieran zarpar, Conón, el almirante ateniense de Naupacto, llegó con la queja de que sólo tenía dieciocho trirremes, por lo que no podía abordar un convoy corintio de veinticinco. Con el tiempo, Conón llegó a ser considerado como uno de los mejores almirantes griegos; así pues, sus dudas sugieren que las naves de Naupacto estaban tripuladas por marineros y timoneles deficientes, porque los mejores ya se encontraban en Sicilia o de camino a ella. Para reforzar su flota, Demóstenes y Eurimedonte le enviaron sus mejores embarcaciones, antes de poner rumbo rápidamente a Sicilia.
LA CAPTURA DE PLEMIRIO

Aunque Gilipo había conseguido una serie de victorias relevantes, la perspectiva de la nueva llegada de las tropas atenienses a Sicilia amenazaba con empañar todos sus triunfos previos. A los siracusanos, que estaban costeando los servicios de más de setecientos soldados extranjeros, se les acababa el dinero; el bloqueo ateniense, aunque imperfecto, había logrado reducir los ingresos de sus ciudadanos y paralizar el comercio, cuyos aranceles decrecientes estaban destinados al tesoro público. A esto había que sumar el coste de la construcción, equipamiento y tripulación de los barcos de guerra, factores que se convirtieron en una carga enorme para Siracusa, que carecía de un imperio que le proporcionase los fondos necesarios con que pagar una flota, y a quien sus aliados no le ofrecían dinero. La llegada de refuerzos frescos de Atenas, pues, bien podía conducir a los de Siracusa a reconsiderar la rendición.
Así pues, Gilipo se desplazó rápidamente contra Plemirio, el punto más vulnerable de los atenienses, con la intención de planear un ataque naval como señuelo para disfrazar el verdadero ataque a la base enemiga por tierra. Para convencer a los siracusanos de que llevaran a cabo un asalto naval, aun como distracción, contra los temibles atenienses, contó con la ayuda de Hermócrates, que seguía siendo una figura poderosa incluso sin estar en activo. La elocuencia de Hermócrates persuadió a los siracusianos, que se embarcaron con gran entusiasmo. Gilipo, protegido por la oscuridad de la noche, condujo su ejército hasta Plemirio, mientras que ochenta trirremes siracusanos hacían lo propio desde diferentes puntos de la costa.
La armada ateniense reaccionó con celeridad: sesenta embarcaciones se hicieron a la mar, las cuales combatieron al enemigo hasta un punto muerto a pesar de ser superadas en número. Sin embargo, la situación del ejército ateniense en tierra firme era muy diferente: la infantería, que ignoraba el avance enemigo, contemplaba desde las orillas la batalla marítima. Al romper las primeras luces, Gilipo lanzó un ataque sobre los fortines, mal defendidos, y se hizo con los tres, aunque muchos atenienses lograron ponerse a salvo. Entretanto, la superioridad naval de los atenienses se hacía valer por sí misma y los navíos siracusanos caían uno tras otro, lo que «proclamaba el triunfo de los atenienses» (VII, 23, 3). Los atenienses hundieron once naves y sólo perdieron tres: la supremacía en el mar había sido recobrada. Sin embargo, habían sufrido muchas bajas, a las que había que sumar la confiscación de los víveres de los fortines y los suministros navieros (el velamen y los aparejos de unos cuarenta trirremes, así como tres embarcaciones al completo, varadas en la orilla). El coste estratégico de la toma de Plemirio fue aún mayor. Los atenienses no podían seguir llevándose allí sus suministros y «su pérdida traería consigo el desconcierto y la desmoralización del ejército» (VII, 24, 3).
Como Estado amigo, los siracusanos dieron noticia de su victoria a Esparta y solicitaron que siguiera perseverando en su guerra contra Atenas incluso con mayor vigor; a su vez, enviaron una flota a Italia para cortar los suministros que venían de Atenas. También se hizo correr la voz de la caída de Plemirio por toda Sicilia gracias a los embajadores de Corinto, Esparta y Ambracia, los cuales dotaban de credibilidad las afirmaciones. El esfuerzo se vio coronado con éxito, porque «casi toda Sicilia…, incluso los que antes se habían mantenido al margen como meros espectadores, se les unían ahora y venían a socorrer a los siracusanos en contra de los atenienses» (VII, 33, 1-2).
LA BATALLA DEL PUERTO GRANDE

Los siracusanos reclutaron un contingente de griegos sicilianos para marchar contra Atenas en Siracusa. Pero Nicias se las arregló para tenderles una emboscada antes de que llegaran muy lejos, lo que frustró las esperanzas siracusanas de atacar a los atenienses por tierra antes de la llegada de los refuerzos. Así pues, Siracusa necesitaba una victoria marítima, y las noticias que llegaban del golfo de Corinto aumentaron sus ansias de triunfo. Dífilo, el nuevo comandante ateniense de Naupacto, tenía en su poder treinta y tres embarcaciones; Poliantes, el mando corintio, treinta. Para reducir la gran ventaja de la experiencia y la pericia habituales en los atenienses, Poliantes llevó a cabo una pequeña pero importante alteración del diseño de sus trirremes para poder ejecutar una táctica novedosa. En la proa de cada navío colocó una epotis, una plancha que sobresalía por cada costado desde la que poder arrojar el ancla como en la zapata de los navíos actuales. La epotis iba montada en el extremo del balancín, que estaba unido a la borda en cada lateral de la embarcación y sobre la que se fijaban los ganchos para las palas de los remeros superiores.
Los trirremes evitaban chocar de frente durante el curso normal de las batallas porque esa acción podía dañar a ambos navíos, de manera que no siempre traía ventajas para uno solo de los dos bandos. Poliantes, sin embargo, reforzó mucho la epotis para poder chocar contra los barcos atenienses y destrozarlos por medio de los ganchos laterales de los remos, cuando éstos, más frágiles, vinieran frontalmente. La maniobra de Poliantes causó el hundimiento de tres embarcaciones corintias pero dejó a siete navíos atenienses fuera de combate. El resultado no fue concluyente, ya que ambos bandos ofrecieron igualmente trofeos a la victoria; no obstante, el triunfo estratégico fue a parar a manos de los peloponesios. Los atenienses no habían conseguido destruir las fuerzas enemigas: su capacidad para proteger los envíos de tropas y mercancías había llegado a su fin. Por primera vez, una flota peloponesia había combatido contra la armada ateniense, numéricamente superior, y la lucha había quedado en tablas. En mar abierto, un enemigo preparado podría superar esta nueva táctica, pero en aguas restringidas podía seguir siendo útil si pillaban desprevenido al enemigo.
La victoria del golfo de Corinto alentó a los siracusanos a desafiar de nuevo a la flota ateniense como parte de la planificación de un complicado ataque por mar y tierra. Los barcos de Siracusa utilizaron entonces zapatas más gruesas, sujetas por barras fijas dentro y fuera del casco. En el angosto espacio del puerto de Siracusa, a los atenienses no les sería fácil romper la línea defensiva siciliana (diekplous) ni rodearla (periplous), así que la táctica de hacer chocar las barras atravesadas contra los ligeros trirremes atenienses prometía aportar nuevos triunfos. Los siracusanos, al controlar el terreno de los alrededores del Puerto Grande (a excepción de una pequeña línea costera entre los muros atenienses y Ortigia y Plemirio), dominaban sus accesos (Véase mapa[44a]); por lo tanto, una derrota ateniense podría tornarse en un gran desastre, ya que los barcos que huyeran de allí no podrían escapar ni por mar ni por tierra. Aunque los atenienses ya habían conocido en el golfo de Corinto la eficacia de los ataques frontales peloponesios, la confianza en su propia superioridad y el desdén frente a la poca capacidad de sus enemigos eran tales que pensaron que no se trataba de una táctica planificada, sino más bien de movimientos involuntarios causados por la ineficacia peloponesia con el timón.
En su contrapartida terrestre, el plan de Gilipo consistía en marchar con un ejército sobre la fortificación ateniense que encaraba la ciudad, mientras las tropas siracusanas del destacamento del Olimpeio, los hoplitas, la caballería y los contingentes de infantería ligera atacaban el lado opuesto. Esto hizo que los atenienses centraran su atención en la defensa de los muros, lo que les haría quedar sin protección para enfrentarse a la flota de Siracusa, que no tardaría en caer sobre ellos. Algunos corrieron hasta una de las fortificaciones, los demás hacia la otra, y los menos se apresuraron a armar la flota. Aun así, todavía pudieron botar setenta y cinco barcos contra los ochenta del enemigo. La primera jornada de la batalla no llegó a favorecer a ningún bando. Al día siguiente no hubo combate, y Nicias aprovechó la calma para preparar el próximo enfrentamiento. Los atenienses habían construido una empalizada en la arena bajo el agua, a cierta distancia de la orilla, para proteger los navíos varados. Con la idea de facilitar la defensa de los barcos al salir de la batalla, Nicias emplazó una embarcación de carga delante de cada entrada de la empalizada, separadas éstas por unos setenta metros. Cada barco llevaba una estructura armada con plomos pesados con la forma de un delfín.
La grúa podía dejar caer los «delfines» sobre los barcos enemigos perseguidores y hundirlos o dejarlos inservibles.
Al tercer día, los siracusanos se lanzaron de nuevo al ataque. La batalla se convirtió en una larga escaramuza, que se prolongó hasta que se retiraron a comer y descansar en la playa, donde los mercaderes habían montado tenderetes para abastecer a los guerreros hambrientos. Por su parte, los atenienses se dirigieron a la orilla con la convicción de que había concluido la lucha por ese día; sin embargo, mientras sus soldados se reponían, los siracusanos atacaron por sorpresa y los atenienses, estupefactos, apenas pudieron hacerse al mar con sus naves. Los comandantes se dieron cuenta de que, debido a que estaban siempre embarcados, sus soldados se agotarían pronto y estarían en desventaja frente a los siracusanos, más descansados. Pero la huida en aguas cerradas frente a un enemigo alineado no era tarea fácil ni segura; de todas maneras, jamás se había oído la mera idea de que los almirantes atenienses optasen por rehuir la batalla con un enemigo igualado en número; así pues, se dio orden de atacar de inmediato.
Los siracusanos se enfrentaban a los atenienses cargando proa contra proa y con algunos trucos nuevos: llenaron las cubiertas con lanzadores de jabalina y a otros muchos los embarcaron en pequeños botes, que colocaron bajo los remos de los trirremes áticos lo que dejó fuera de combate a muchos remeros. Sus tácticas heterodoxas, junto con la condición física dispar de ambos bandos, dieron la victoria a los siracusanos; los atenienses sólo pudieron escapar al desastre poniéndose a salvo tras la empalizada y los mercaderes. Incansables, dos de las embarcaciones de Siracusa que se lanzaron en su persecución quedaron destruidas por sus «delfines». Se hundieron siete navíos atenienses y muchos quedaron en un estado lamentable; un gran número de marineros de Atenas encontró la muerte durante el enfrentamiento o cayó prisionero. Los siracusanos tomaron el control del Puerto Grande y erigieron un trofeo a la victoria. Ahora estaban convencidos de superar a los atenienses en el mar, pronto los derrotarían también en tierra; así que se dedicaron a ultimar los preparativos de un nuevo ataque en ambos frentes.
LA SEGUNDO FLOTA ATENIENSE: EL PLAN DE DEMÓSTENES

Tras la batalla del puerto, el júbilo de los siracusanos fue más bien breve, porque los refuerzos de Demóstenes y Eurimedonte no tardaron en llegar en medio de un gran despliegue, el cual servía a un doble propósito militar y psicológico. La armada «iba engalanada con mucho artificio; la decoración de las armas y las insignias de los trirremes (…) pretendía causar el pavor del enemigo» (Plutarco, Nicias, XXI, 1). El nuevo ejército, casi igual en volumen que el de la expedición original, consistía en sesenta y tres naves, armadas con unos cinco mil hoplitas, multitud de lanzadores de jabalina, tiradores de honda, remeros y sus correspondientes suministros. Estos vastos refuerzos, enviados incluso a pesar de que los espartanos dominaban el Ática desde su fortín de Decelia, sorprendieron e intimidaron a los habitantes de Siracusa, que comenzaron a pensar si pondrían fin alguna vez al peligro que acechaba su ciudad.
Demóstenes, que había estudiado con detenimiento la campaña ateniense y su dirección hasta la fecha, determinó que un asalto rápido seguido de un asedio habría causado la rendición de Siracusa antes de que ésta pidiese ayuda al Peloponeso. Con su claridad y su valor característicos, planeó poner remedio al error con rapidez. «Con la certeza de que en ese momento causaba el mayor temor al enemigo, quiso sacar partido de su miedo lo más rápidamente posible», y atacar de inmediato (VII, 42, 3).
A la espera de que su flota bloquearía la ciudad por mar, la misión crucial era tomar el contramuro siracusano de las Epípolas, porque no dejaba completar el cerco de la ciudad por tierra. A pesar de que el formidable general espartano Gilipo guardaba el acceso a la cima de las Epípolas, Demóstenes se preparó para correr el riesgo. Era preferible la derrota a malgastar los recursos de Atenas y arriesgar a sus hombres. Si conseguía hacerse con el control de las Epípolas, derrotaría a Siracusa, lo que abriría la posibilidad de controlar toda la isla; en caso de fracasar, la expedición marcharía a casa y presentaría batalla en otro momento. En cualquier caso, la guerra en Sicilia tenía que acabar con el menor coste posible para la expedición.
EL ASALTO NOCTURNO A LAS EPÍPOLAS

El primer ataque directo sobre el contramuro siracusano no tuvo éxito, lo que venía a demostrar que cualquier asalto a plena luz del día estaría condenado al fracaso. Demóstenes, sin dejarse amedrentar e incluso de manera ingeniosa, ideó un ataque nocturno. A primeros de agosto, a través de la oscuridad de la noche y antes de que asomara la luna, se puso a la cabeza de un contingente de diez mil hoplitas y otros tantos peltastas hacia el paso del Eurielo, en el confín oeste de la meseta. Allí pillaron por sorpresa al destacamento siracusano y tomaron su fortín. Los que pudieron escapar extendieron la noticia de que los atenienses estaban en la meseta, y la guardia de élite de Siracusa que llegó al rescate fue aplastada rápidamente. Los atenienses se apresuraron a sacar ventaja de su triunfo: una avanzadilla despejaba el camino, mientras un segundo batallón corría velozmente hacia el contramuro. Los siracusanos que lo guardaban huyeron, y los atenienses pudieron capturar y derribar algunas de sus partes.
Las tropas de Gilipo, aturdidas por esta táctica temeraria e inesperada, intentaron detener a los asaltantes atenienses, pero éstos les hicieron retroceder y continuaron su marcha hacia el lado este de las Epípolas. Deseosos de aprovechar el factor sorpresa, los propios atenienses rompieron su orden, y un regimiento de hoplitas beocios les hizo huir en desbandada. Éste fue el punto de inflexión de la batalla, puesto que cuando las fuerzas atenienses se vieron obligadas a retroceder hacia el oeste se inició la confusión. Bajo la pálida luz de la luna, la avanzadilla ateniense no podía distinguir si los soldados que corrían eran amigos o enemigos. Parece ser que este problema surgió porque los generales no emplazaron en el paso a nadie que dirigiera sus movimientos. Según llegaban a la meseta, las diferentes compañías se iban encontrando con que algunas fuerzas atenienses avanzaban en dirección este sin detenerse, mientras que otras se batían en retirada hacia el Eurielo, e incluso algunas de las que acababan de subir a través del paso no entraban en acción; a las tropas que acababan de alcanzar la meseta nadie les decía a qué grupo debían unirse.
Los siracusanos se sumaron al caos entre griterío y celebraciones. A medida que intuían su victoria y la de sus aliados, dorios también, hicieron valer la costumbre común de entonar un peán. Su grito de guerra resonando en la oscuridad atemorizó a los atenienses. Aunque sus propias tropas era principalmente jónicas, también se incluían grandes contingentes de dorios, como los argivos y los corcireos, que comenzaron a su vez a cantar sus propios peanes, imposibles de diferenciar de los del enemigo, lo que incrementó aún más el terror de los atenienses e hizo más difícil la distinción entre aliados y enemigos. «Al caer en la confusión, finalmente se atacaron unos a otros en diferentes puntos del campo de batalla, amigos contra amigos, compatriota contra compatriota; no sólo les venció el miedo, sino que se pelearon entre ellos hasta el punto que sólo se les pudo detener tras muchas dificultades» (VII, 44, 7).
Ningún ateniense estaba tan familiarizado con la meseta como los siracusanos; de hecho, los soldados que habían llegado con Demóstenes y Eurimedonte ni siquiera la conocían. En medio de la oscuridad, conforme la victoria se trocaba en derrota, el avance en retirada y finalmente en desbandada, su desconocimiento del terreno resultó desastroso. Al intentar huir, muchos atenienses se despeñaron saltando por los acantilados, mientras que otros debieron de correr la misma suerte de forma accidental. Las tropas veteranas del ejército de Nicias lograron ponerse a salvo al encontrar su camino hasta el campamento, pero los nuevos refuerzos siguieron allí hasta el alba, momento en que la caballería siracusana les dio caza y los mató. El resultado fue la mayor catástrofe sufrida hasta el momento por Atenas: habían muerto entre dos mil o dos mil quinientos hombres. La esperanza de una victoria rápida en Siracusa quedaba a todas luces descartada.
¿RETIRADA O PERMANENCIA?

Tras el triunfo, mientras los siracusanos se dispusieron a reclutar alianzas adicionales para asaltar las fortificaciones atenienses y conseguir así la victoria final, la moral de los de Atenas se hundía cada vez más. Además de la derrota, al estar acampados con el verano siciliano ya avanzado en tierras pantanosas, sufrieron la malaria y la disentería. «La situación les parecía el colmo de la desesperación» (VII, 47, 2). Demóstenes se inclinó por volver a Atenas mientras mantuvieran la superioridad naval. «Dijo que sería más útil para Atenas llevar a cabo una guerra contra un enemigo que construía una fortificación en su propio territorio que contra Siracusa, que ya no sería fácil de dominar. Además, tampoco era correcto gastar grandes sumas de dinero con la continuación de un sitio sin propósito» (VII, 47, 4). Era un consejo sabio, porque había quedado claro y patente que no había forma de tomar el contramuro siracusano de las Epípolas, ni posibilidades de completar el cerco con éxito, ya que tampoco podían llegar los refuerzos.
Por lo tanto, Demóstenes tuvo que enmudecer cuando el comandante en jefe reiteró su negativa. Nicias, que en privado se mostraba indeciso, sabía que los atenienses estaban en peligro, pero no quería tomar en firme la decisión de retirarse por miedo a que el enemigo se enterase y les cortase la retirada. Gracias a sus informantes particulares, Nicias también sabía que el enemigo estaba sufriendo igual o más que sus tropas, ya que la superioridad de la flota ateniense también podía evitar la llegada de suministros por mar a Siracusa. Su mejor baza provenía de las noticias de que un grupúsculo de siracusanos continuaba presionando a favor de rendirse a Atenas; éstos mantenían contactos con Nicias y le siguieron implorando que no cediera terreno.
Sin embargo, estas razones no resultaban lo bastante convincentes. Aun con las rutas marítimas bloqueadas, Siracusa podía obtener mercancías por tierra; por otra parte, las expectativas de que se produjese una traición dentro de la propia población eran ya entonces una quimera. Los que querían rendirse carecían de los apoyos necesarios y, tras las recientes victorias siracusanas, no era probable que sumasen más. Finalmente, la llegada de Góngilo y Gilipo puso fin a la posibilidad de la capitulación.
En el debate que se producía entre los generales atenienses, Nicias dejó de lado sus propias dudas e hizo hincapié en permanecer en la isla. Su principal argumento apuntaba a contrarrestar las consideraciones financieras de peso esgrimidas por Demóstenes. La situación de los siracusanos, afirmaba, era todavía más desesperada; el coste de la marina y de los muchos mercenarios que habían empleado había consumido ya unos dos mil talentos de sus arcas y les exigía continuar gastando. Pronto se quedarían sin fondos para mantener un ejército de mercenarios.
No hay duda de que los siracusanos se estaban quedando sin dinero, pero sus triunfos habían aumentado el crédito de Siracusa en todos los sentidos, y los aliados y otros muchos se animaron a prestarle lo que fuera necesario para conseguir el éxito total. Además, aún contaban con las ricas reservas productivas que ofrecía su territorio, que podían aprovecharse por medio de impuestos en caso de emergencia. A no ser que Siracusa quedase bloqueada por tierra y por mar, podría resistir indefinidamente; y, en ese momento, la amenaza de rodearla y encerrarla se había desvanecido por completo.
Nicias descubrió sus verdaderos motivos en lo que le quedaba de discurso: temía que, una vez de vuelta en Atenas, sus soldados se rebelarían en su contra y convencerían a la Asamblea de que él era el único culpable, ya que «sus generales habían sido sobornados para traicionarlos y ordenar la retirada. De cualquier forma, él mismo, como conocía el carácter de los atenienses, no deseaba que se le condenase a muerte injustamente, acusado de manera vergonzosa por algún ateniense, sino que, si debía elegir, prefería correr riesgos y afrontar su destino a manos del enemigo» (VII, 48, 4).
Aunque Demóstenes y Eurimedonte se opusieron a la decisión de Nicias, los votos de los otros dos hombres elegidos para asistir a Nicias, Menandro y Eutidemo, fueron a parar a su prestigioso comandante, con lo que quedaron en minoría. Con el apoyo de ambos, Nicias también logró rechazar el compromiso propuesto por los dos primeros, en el que se apremiaba a que se retiraran como mínimo de las zonas pantanosas de los alrededores de Siracusa hacia las posiciones de Tapso o Catania, más seguras y saludables, desde las que podrían lanzar ataques sobre los campos de Sicilia y vivir de la tierra. Si abandonaban el puerto de Siracusa, podrían combatir también en mar abierto, donde las nuevas tácticas de los siracusanos no surtirían efecto, mientras que su mayor pericia y experiencia significarían una ventaja. El rechazo obstinado de Nicias a este plan podía estar motivado por el temor de que, si el ejército se embarcaba y dejaba atrás el puerto, sería imposible hacer que permaneciesen en Sicilia por más tiempo.
Entretanto, Gilipo había estado reclutando un gran ejército de sicilianos, al que había añadido, entre hilotas y neodamodes, seiscientos hoplitas peloponesios. Éstos, a pesar de los retrasos por las tormentas, llegaron a Sicilia a tiempo para tomar parte en el próximo asalto contra los atenienses. Como la malaria causada por la insalubridad de los pantanos no paraba de mermar las fuerzas atenienses, tanto moral como numéricamente, incluso Nicias suavizó su postura frente a una posible retirada. Sólo requirió que no se celebrase una votación abierta para discutirla, por no poner al enemigo sobre aviso. Por lo tanto, todavía existía una vía de escape cuando el destino, los dioses o la suerte entraron en escena.
EL ECLIPSE

En la noche del 27 de agosto del año 413, entre las 9 h. 41' y las 10 h. 30' de la noche, hubo un eclipse total de luna. El miedo se apoderó del ejército ateniense, muy dado a la superstición, y los soldados interpretaron el hecho como un aviso divino en contra de que zarpasen inmediatamente. Nicias consultó a un adivino, que recomendó a los atenienses que esperasen «tres veces nueve días» (VII, 50, 4) antes de partir. No obstante, incluso para tanta superstición, esta interpretación del eclipse no era la única posible. Filócoro, un historiador y adivino del siglo III a. C., ofreció una lectura muy diferente: «El signo no era desfavorable para unos hombres a punto de huir, sino, por el contrario, favorable» (Plutarco, Nicias, XXIII, 5). Un comandante con deseos de escapar podría haber sacado partido o concebido una interpretación así, pero Nicias aceptó sin cuestionamientos que la profecía trataba de un mal augurio con la confianza de que la intervención divina vendría a confirmar su juicio. Así pues, «rehusó discutir por más tiempo la cuestión de su partida hasta que pasasen los nueve días tres veces, como habían recomendado los adivinos» (VII, 50, 4).
Algunos desertores filtraron noticias sobre el debate y la decisión de prolongar su estancia, e informaron a los siracusanos de que los atenienses planeaban poner rumbo a Atenas pero que, debido al eclipse lunar, se retrasarían. Para evitar que huyesen, los siracusanos decidieron forzar de inmediato otra batalla marítima en el puerto. Mientras los atenienses obedecían con paciencia los presagios, los siracusanos entrenaban a sus tripulaciones en táctica naval. Pero la primera escaramuza se efectuaría por tierra, cuando una avanzadilla hizo salir a una compañía de hoplitas atenienses, junto con la caballería, para acabar después con ellos y forzar la retirada. Al día siguiente, se produjo el asalto principal: conforme el ejército ponía cerco a los muros atenienses, la marina siracusana hizo a la mar setenta y seis trirremes con la base ateniense como claro objetivo. Por su lado, los atenienses hicieron frente al ataque con ochenta y seis embarcaciones.
La superioridad numérica de la fuerza ateniense hizo posible que los barcos de Eurimedonte situados en el flanco derecho sobrepasaran el ala izquierda de los de Siracusa, por lo que dio órdenes de ejecutar una maniobra circular envolvente, el periplous. Comenzó hacia el sur, por el final de la bahía frente a Dascón, pero parece que no pudo coger la máxima velocidad al estar demasiado cerca de la orilla. Antes de que pudiera rodear a la línea enemiga, los siracusanos consiguieron romper la línea de los navíos de Menandro, situados en el centro. Llegado ese punto, el almirante corintio Pitén tomó la decisión de no perseguir a los atenienses que huían, sino virar en dirección sur y apoyar el ataque contra Eurimedonte. Los siracusanos obligaron a retroceder al flanco derecho ateniense hasta la orilla, destruyeron siete de las naves y mataron a Eurimedonte. Éste fue el punto sin retorno de la batalla: la flota ateniense era aplastada y arrinconada contra la costa, y cuando los soldados atenienses desembarcaron se vieron fuera del perímetro del recinto fortificado y alejados de la protección de sus muros. Gilipo dio muerte a algunos hombres conforme varaban sus navíos o nadaban para alcanzar la costa, y la marinería siracusana pasó a ocupar los trirremes abandonados. Cuando las tropas de Gilipo intentaron invadir el campamento ateniense, apareció por sorpresa un destacamento de los aliados etruscos, quienes, ayudados por los propios atenienses, pudieron salvar la gran mayoría de los navíos. Aun así, se perdieron dieciocho trirremes con sus tripulaciones.
Los siracusanos levantaron trofeos para dejar constancia de sus victorias terrestres y navales; y también los atenienses, que tenían derecho por haber hecho retroceder a Gilipo en el muro marítimo, aunque más bien resultó ser un gesto digno de lástima. Las tropas atenienses, engrandecidas tras la llegada de los refuerzos, habían sufrido derrotas de primer orden en el mar y en tierra. Tucídides se mantuvo en la creencia de que los atenienses habían equivocado sus cálculos en dos ámbitos: subestimar el poderío de Siracusa tanto en la esfera naval como en la caballería, y pasar por alto el hecho de que era una democracia, cuya unidad sería más difícil de minar. Dada la complicada situación de Atenas, no sería justo culpar a la Asamblea que votó enviar el gran contingente de la expedición y sus refuerzos, porque en ambos casos siguieron los consejos de Nicias. También es erróneo hacer responsables de la segunda votación a los atenienses, porque no hay evidencias de que confiasen en la revolución interna o la traición para rendir Siracusa. Era una idea original de Nicias, quien, al retrasar el cerco de la ciudad y perseguir la victoria por medio de la traición, mucho después de que ésta fuera posible, culpabilizó a los atenienses. Éstos finalmente eran conscientes de que la victoria no llegaría nunca. «Ya antes no sabían qué hacer, pero ahora, que tanto ellos como su escuadra habían sido derrotados, lo que jamás habían imaginado, menos todavía» (VII, 55, 2). En aquellos momentos, todo lo que se podía proponer era la huida.


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