miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 13 La ofensiva ateniense: Megara y Delio (424)




El gran éxito de Cleón en Esfacteria le llevó a ser elegido general en la primavera del año 424, junto con Demóstenes y Lámaco, otros dos líderes de carácter agresivo. También fueron escogidos Nicias, Nicóstrato, Autocles y Tucídides, hijo de ()loro, que un día escribiría el relato de la guerra; todos ellos eran opuestos a la línea política de Cleón. Aunque los atenienses estaban a punto de poner en marcha la campaña más audaz de toda la contienda, esto no se reflejó en un cambio de alineamiento de los generales, sino más bien en el hecho de que, alentados por las recientes victorias, la gran mayoría de los atenienses se mostraba ahora dispuesta a perseguir una estrategia más beligerante.
CITERA Y TIREA

A principios de mayo, la troika de moderados —Nicias, Nicóstrato y Autocles— tomaron sesenta naves, dos mil hoplitas, efectivos de caballería y algunas tropas aliadas para hacerse con la isla de Citera, justo frente al extremo sureste de Lacedemonia (Véase mapa[26a]). Modelada por los ejemplos de Pilos y Metana, la invasión era parte de una nueva estrategia que abogaba por emplazar fortalezas en el Peloponeso. Gracias a ellas, los atenienses podrían dañar, hostigar, desanimar y desmoralizar al enemigo. Citera era el centro de la defensa de la costa peloponesia y la base del comercio de Esparta con Egipto, desde donde se abastecían de grano y otros artículos. Si la isla caía bajo control ateniense, el comercio podría quedar interrumpido. A su vez, Citera serviría no sólo como trampolín para atacar el Peloponeso, sino como otro puerto más en la ruta hacia el oeste.
Con diez embarcaciones y un batallón de hoplitas, Nicias tomó rápidamente la ciudad costera de Escandea, mientras la fuerza principal marchó directamente a la ciudad de Citera, en el interior, y empujó al enemigo hasta su parte alta. Nicias convenció a los citereos para que se rindieran y les ofreció unos términos muy generosos: permitiría que los habitantes permanecieran en la isla y mantuvieran sus tierras a cambio de un tributo anual de cuatro talentos y la instalación de una base militar ateniense.
La caída de Citera golpeó a los espartanos casi tan duramente como las pérdidas de Pilos y los soldados de Esfacteria. Su reacción fue enviar destacamentos para proteger distintos puntos del Peloponeso y, por primera vez, organizar una división de caballería de cuatrocientos hombres, así como un cuerpo de arqueros. Tucídides describe su ánimo vívidamente:
Llevaban una estrecha vigilancia por temor a que hubiera una revolución contra el orden establecido, dado el enorme e inesperado revés que habían sufrido en Esfacteria, y con Pilos y Citera en manos enemigas. Por todas partes nuevas pérdidas desafiaban sus previsiones (…).
Rompiendo con sus costumbres bélicas, se volvieron más cautelosos en asuntos militares desde que combatían en el mar; además, luchaban contra los atenienses, para los que no intentar una empresa era siempre sinónimo de pérdida respecto a lo que habían esperado alcanzar. A la vez, la gran cantidad de desgracias imprevistas, sucedidas en tan poco tiempo, causaron un enorme terror, y les daba miedo que volviera a ocurrirles una calamidad como la de Esfacteria. Por eso les faltaba valor para el combate. Creían que les saldría mal todo lo que intentaran, pues habían perdido la seguridad en sí mismos por no estar acostumbrados al fracaso (IV, 55).
Los atenienses atacaron después Tirea, en una zona fronteriza que había sido durante mucho tiempo fuente de problemas entre Esparta y Argos (la Alsacia-Lorena del Peloponeso, como algunos historiadores la han descrito). Los espartanos habían entregado la población a los eginetas, que habían sido expulsados de su propia isla por los atenienses al principio de la guerra; y juntos estaban construyendo un fortín cerca del mar, cuando la flota ateniense hizo su aparición. Hubieran podido evitar su amarre con un poco de determinación, pero la moral de los espartanos no estuvo a la altura de la tarea. Sin encontrar oposición, los atenienses marcharon directamente a Tirea, incendiaron la ciudad y se hicieron con el botín, matando a muchos eginetas y haciendo un gran número de prisioneros, algunos refugiados de Citera entre ellos. Por razones de seguridad, a los citereos se los diseminó por las islas del Egeo, pero los eginetas fueron ejecutados «a causa de su antigua y eterna enemistad» (IV, 57, 5). Otra atrocidad más que añadir a una larga lista, a medida que la guerra intensificaba antiguos odios.
DECEPCIÓN EN SICILIA

Los atenienses no habían tenido tanto éxito en Sicilia, donde la pérdida de Mesina y el cerco de Regio les había dejado sin bases en ambas partes del estrecho (finalmente recuperarían Regio, aunque Mesina quedaría en manos enemigas). En el año 425, no lucharon más en la isla, sino que dejaron que los griegos siciliotas pelearan entre ellos sin llegar a interferir. Cuando Sófocles y Eurimedonte llegaron a Sicilia, encontraron a los aliados desgastados por el conflicto y reacios a creer que los atenienses poseían la voluntad y la capacidad de luchar por sus intereses mientras estuviesen ocupados en sus propias luchas continentales. En el año 424, Gela, aliada de Siracusa, y Camarina, aliada de Atenas, hicieron la paz por separado. Después, las dos invitaron al resto de ciudades sicilianas a Gela para que alcanzasen un acuerdo común. Un congreso diplomático de este tipo es una rara excepción en la historia griega. Dirigiéndose a los allí reunidos, Hermócrates de Siracusa dijo no hablar en nombre de los intereses de su propia ciudad, sino por boca de toda Sicilia, y acusó a Atenas, con todo su poder, de albergar malas intenciones contra ellos. Los griegos siciliotas debían, manifestó con urgencia, abandonar el conflicto entre dorios y jonios, que sólo los convertía en presa fácil para los extranjeros. Por el contrario, presentó el panorama de una nación greco-siciliana unida, con una paz duradera que incluyese a todas las ciudades griegas de la isla: una Sicilia para los siciliotas.
Somos, generalmente hablando, vecinos, y juntos habitamos una única tierra rodeada por el mar y respondemos a un mismo nombre, siciliotas. Yo creo que, llegado el caso, iremos a la guerra y volveremos a reconciliarnos de nuevo por medio de conversaciones entre nosotros.
Pero si somos sensatos, cuando otros vengan aquí actuaremos juntos para expulsarlos, pues el daño que sufre uno supone un peligro para todos. En lo sucesivo, no deberíamos llamar a extranjeros como aliados o mediadores. Si así lo hacemos, no privaremos a Sicilia, ahora, de dos ventajas: librarnos de los atenienses y de nuestras luchas civiles. De cara al futuro, conviviremos en un país libre y menos expuesto a las ambiciones ajenas (IV, 64, 3-5).
El discurso de Hermócrates se ha juzgado a menudo como ejemplo de sinceridad y altruismo, una súplica en nombre del bien común, pero hay razones que ponen en tela de juicio sus motivaciones. Siracusa, a fin de cuentas, saldría beneficiada si las ciudades griegas más débiles de Sicilia acordaban no solicitar la ayuda de las potencias de la Grecia continental. Además, en el año 424 Atenas representaba una gran amenaza para la ciudad-estado más agresiva y poderosa de la isla, Siracusa. El comportamiento posterior de Hermócrates también proyecta dudas sobre su sinceridad. En el año 415 instó a los siracusanos a que buscaran ayuda contra la invasión ateniense no sólo en las ciudades griegas de Corinto y Esparta, sino incluso en Cartago; también suplicó a los siciliotas que se unieran a la guerra que los peloponesios mantenían contra Atenas, a pesar de que los atenienses ya habían sido expulsados de Sicilia.
Sin embargo, en el 424, los siciliotas en Gela, cansados de combatir, quedaron convencidos por la elocuencia de Hermócrates, a la que se sumaban las muestras de buena fe de los siracusanos al ceder Morgantina a los camarineos, y accedieron a hacer las paces con el statu quo como base. Los aliados informaron a los atenienses y les invitaron a unirse al pacto. Sin base en Sicilia, con unos aliados renuentes a la lucha y fuerzas insuficientes para conquistar la isla, los atenienses aceptaron la paz y volvieron a casa.
Sus generales podían haberse conformado con este resultado, pues la misión había tenido como objetivo ayudar a los aliados de Atenas, evitar que Siracusa controlara toda Sicilia y, tal vez, investigar la posibilidad de ganancias futuras. Podría considerarse que con el Congreso de Gela se habían conseguido todos estos propósitos. A su vuelta a Atenas, no obstante, no tardaron en acusarlos de haber aceptado sobornos para retirarse cuando habían podido sojuzgar toda Sicilia. Tales acusaciones recaían a menudo sobre comandantes fracasados o sobre aquellos cuyo triunfo no había sido tan completo como se esperaba. Bien es cierto que los generales podían haber aceptado obsequios de sus amigos siciliotas, pero no hay pruebas de soborno. Sin embargo, todos fueron condenados: Sófocles y Pitodoro, al destierro, y Eurimedonte, a pagar una multa. Tucídides explica la condena de la siguiente forma: «De esta manera, gracias a la fortuna que [los atenienses] disfrutaban entonces, no esperaban que nada se les pusiese en contra, sino que podrían lograrlo todo, lo posible y lo imposible, con medios o sin ellos. Ello se debía al increíble éxito de la mayoría de sus empresas, lo que servía de base a su confianza» (IV, 65, 4).
En el año 424, tras las victorias de Pilos y Esfacteria, Metana y Citera, los atenienses albergaban mayores esperanzas que antes y, posiblemente, tendieron hacia un optimismo excesivo, aunque sin duda tenían razones para estar descontentos con la actuación de sus generales. Después de todo, la primera expedición a Sicilia del año 427 había evitado el triunfo de Siracusa, capturado Mesina y obtenido el apoyo de los griegos siciliotas y de los sículos nativos del lugar. Se llegó a generar tanto entusiasmo entre los isleños, que enviaron una misión a Atenas para solicitar ayuda adicional. No es difícil entender que, en el año 424, los atenienses podían llegar con facilidad a la conclusión de que, con cuarenta barcos más, la guerra en la isla habría podido acabar grata y rápidamente. Podemos, pues, imaginar su sorpresa cuando los generales anunciaron que el conflicto había terminado basándose en el «Sicilia para los siciliotas» —al fin de cuentas, el eslogan de la clase política aristocrática de Siracusa— y que, de hecho, habían sido los aliados los que les habían despedido. Los atenienses tenían motivos para sospechar que el lema de Hermócrates bien podría esconder el de «Sicilia para los siracusanos», y temer una isla unida en el seno de una ciudad-estado doria en buenas relaciones con el enemigo. También se les puede excusar por creer que una Sicilia casi conquistada con una expedición de veinte barcos no debería haber sido perdida por una de sesenta.
De hecho, Sófocles, Eurimedonte y Pitodoro no habían mostrado demasiada iniciativa y habían conseguido muy poco. Tras su retraso en Pilos, habían permitido que la flota espartana de Corcira se colara entre ellos, además de haber llegado tarde a la isla en una misión importante al haberse visto forzados a un bloqueo que había durado todo el verano. Si hubieran estado en guardia, habrían arribado a tiempo de marcar la diferencia. En tales circunstancias, cualquiera puede sentirse obligado a despedir a sus oficiales. En este caso, no obstante, la respuesta ateniense se antoja más razonable que excesiva.
EL ASALTO A MEGARA

En el verano del año 424, Atenas abandonó la estrategia de Pericles casi por completo conforme iba emprendiendo acciones de agresión contra sus vecinos, con la intención de privar a los espartanos de ciertos aliados cruciales, pero también llevó a cabo acciones cuyo fin último era el de proteger el Ática contra las invasiones. En julio, intentaron tomar el control de Megara y poner fin a la amenaza de los ataques desde el Peloponeso. Nadie había sufrido tanto durante la guerra como los megareos. El Decreto de Megara impuesto por Atenas había destruido su comercio en el Egeo y, año tras año, la marina ateniense se dedicaba a saquear su territorio a conciencia. La captura por parte de los atenienses de Minoa en el año 427, que hizo imposible que los barcos salieran del puerto de Nisea hacia el golfo Sarónico, había estrechado la soga aún más. Las penurias posteriores trajeron la lucha entre las facciones, y el grupo democrático envió al destierro al régimen oligárquico radical. Alarmados ante el nuevo liderazgo, Esparta y sus principales aliados oligárquicos emplazaron un destacamento propio en Nisea para controlar a los megareos, mientras que a los desterrados se les envió a Platea. Un año después, estos mismos oligarcas abandonaron Platea y tomaron el control en Pegas, el puerto occidental de Megara en el golfo de Corinto, desde donde cortaron el último acceso de Megara al mar (Véase mapa[27a]). Hacia el 424, sus habitantes sólo podían obtener alimentos y demás suministros por tierra desde el Peloponeso, a través de Corinto, pero como a los aliados no les gustaban los demócratas megareos y sospechaban de ellos, no se mostraron demasiado cooperativos.
Enfrentadas a tanta presión, las gentes de Megara llamaron a los desterrados de Pegas con la esperanza de acabar con los ataques y recuperar el uso del puerto occidental. Los líderes de la facción democrática, entretanto, ante el temor de que este retorno restaurara la oligarquía y les condujera a ellos mismos a la muerte o el exilio, no dudaron en conspirar para entregar la ciudad a Atenas. Junto con los generales Hipócrates y Demóstenes, planearon que los atenienses ocuparían los largos muros que unían Megara con Nisea, con lo que la ciudad quedaría fuera del alcance del destacamento espartano; entonces, los demócratas rendirían la ciudad a traición. Si el plan tenía éxito, Megara entraría en la Liga ateniense, lo que pondría fin a las invasiones anuales, al embargo comercial y al bloqueo. Con la ayuda de los atenienses, los megareos podrían acabar también con los oligarcas de Pegas, reclamar ambos puertos y recuperar la prosperidad de antaño; guarnecerían la frontera meridional y mantendrían a los peloponesios fuera de la Megáride.
Para los líderes democráticos, que ahora se hallaban en una situación peligrosa, las ventajas de este plan eran mayores que sus consideraciones negativas, aunque muchos megareos no eran de la misma opinión. La enemistad entre megareos y atenienses se remontaba, como mínimo, al siglo El matrimonio de conveniencia iniciado entre ellos en la Primera Guerra del Peloponeso había concluido con la matanza de una guarnición ateniense a manos de los megareos, y los años de entreguerras habían quedado marcados por disputas fronterizas, acusaciones de asesinatos sacrílegos y la imposición del Decreto de Megara. La alianza con un enemigo amargamente odiado, por muy oportuna que fuera, era todavía un concepto demasiado impopular para que las gentes de Megara lo aceptasen. Así pues, la facción democrática no podía proponer un cambio de alianzas en público, sino tan sólo conspirar en secreto con los atenienses.
El plan ateniense para hacerse con Nisea era difícil y arriesgado. Hipócrates navegó de noche desde Minoa con seiscientos hoplitas, y se refugió en una cala próxima a los muros. Simultáneamente, Demóstenes llegó por tierra a través de Eleusis con algunas tropas plateos de infantería ligera y un número reducido de hoplitas atenienses, y se emboscó en Enialio, un poco más cerca de Nisea. Su éxito dependía del secreto y la sorpresa; «aquella noche nadie supo nada, excepto los que tenían la obligación de saberlo» (IV, 67, 2).
A su vez, los demócratas megareos se prepararon para cumplir con su cometido en el triple ataque a los muros. Los peloponesios les permitían cada noche abrir las puertas de Nisea y transportar un pequeño barco sobre un carro, que sería utilizado aparentemente contra los navíos atenienses, y volverlo a traer luego a la ciudad. En la noche acordada, dejarían que los atenienses atravesaran los muros por esa misma puerta.
Así pues, los megareos asesinaron a los guardias y Demóstenes entró con sus hombres en la ciudad a través de la puerta de Nisea. Al amanecer, los atenienses controlaban los largos muros y, en el momento convenido, cuatro mil hoplitas y seiscientos hombres a caballo llegarían para asegurar la posición.
Incluso llegados a este punto, los demócratas megareos no sugirieron en público un cambio de alianzas, sino que tuvieron que utilizar un terrible ardid ante sus compatriotas para conseguir sus fines: propusieron guiar a los megareos fuera de la ciudad y atacar al ejército ateniense, que sin embargo se encontraba a la espera; los traidores se marcarían de forma especial para que los atenienses los reconocieran y los evitaran durante el combate; los demás serían masacrados a menos que se rindieran. Sin embargo, la traición resultó demasiado para uno de los conspiradores, que traicionó el plan contándoselo a los oligarcas. Éstos, a su vez, convencieron a la población de que mantuviera las puertas cerradas. Si los demócratas hubieran conseguido abrir las entradas, la ciudad habría caído bajo el control de los atenienses antes de que Esparta pudiera enviar su ejército.
Aun así, los atenienses todavía hubieran podido forzar la rendición de Megara, pero se lo impidió la desafortunada aparición de Brásidas, que estaba reuniendo tropas con otros fines cerca de Corinto y Sición cuando se enteró de los acontecimientos de Megara. Envió primero aviso a Beocia para que enviasen refuerzos. Estas tropas se unirían a su ejército, compuesto por tres mil ochocientos combatientes aliados y unos centenares de sus propios soldados, con los que esperaba salvar Nisea. Cuando se dio cuenta de que era demasiado tarde para lograrlo, se puso al mando de trescientos hombres para intentar el rescate de Megara.
No obstante, los megareos se mostraron reacios a admitirlo. Los demócratas sabían que los espartanos les destruirían y restaurarían a los oligarcas desterrados, mientras que los amigos de estos últimos temían que la llegada de los espartanos haría estallar una guerra civil, lo que daría a Atenas la oportunidad de hacerse con la ciudad. Ambos bandos preferían esperar el resultado de la batalla, seguros como estaban de que se iba a producir, entre los ejércitos ateniense y peloponesio.
Los beocios eran sabedores de que el control ateniense de la Megáride les dejaría aislados del Peloponeso e indefensos frente a cualquier ataque; por lo tanto, enviaron a Brásidas dos mil doscientos hoplitas y seiscientos efectivos de caballería. No más de cinco mil hoplitas atenienses se veían desafiados ahora por unos seis mil enemigos. En vez de provocar un choque con los megareos, los atenienses prefirieron esperar su momento en Nisea. También Brásidas decidió esperar, pues pensó que su posición le otorgaría la ventaja si los atenienses atacaban y que la misma presencia de sus tropas les desanimaría y les obligaría a retirarse para salvar la ciudad sin presentar batalla, y así fue. Los atenienses se hicieron fuertes tras los muros de Nisea, mientras que Brásidas volvía a Megara, donde esta vez sí se le permitió entrar. Admitido el fracaso, los atenienses dejaron un destacamento en Nisea y volvieron al Ática. En Megara, los demócratas, denunciados como traidores, huyeron de la ciudad, y los oligarcas desterrados ocuparon de nuevo el poder con el propósito de tomarse la revancha. Condenaron a tantos enemigos como hallaron en la ciudad, y establecieron un régimen intolerante que limitó el poder político a unos pocos. De ahora en adelante, Megara sería una fiel aliada de Esparta y, aún más, una acérrima enemiga de Atenas.
LA INVASIÓN ATENIENSE DE BEOCIA

A principios de agosto, los atenienses emprendieron una operación audaz y complicada contra Beocia con características similares a las del anterior ataque a Megara, lo que induce a pensar que las dos iniciativas fueron planeadas a la vez como elementos de una operación mayor, dirigida a cambiar el curso de la contienda. El fracaso de Megara, sin embargo, no hizo que Demóstenes e Hipócrates abandonasen su intento de llevar acabo la segunda parte de sus planes.
En Beocia, los líderes democráticos de muchas poblaciones habían estado intrigando con los atenienses para que sus facciones alcanzasen el poder. Tanto Demóstenes como Hipócrates colaboraron con ellos encantados. En el oeste, los demócratas rendirían Queronea y Sifas (puerto de la región de Tespias), a los atenienses. En el este, los atenienses ocuparían el santuario de Apolo en Delio, justo al otro lado de la frontera ateniense (Véase mapa [28a]). Como en Megara, el éxito requería ataques simultáneos para evitar que los beocios concentraran sus tropas en Delio contra el grueso del ejército ateniense. Una vez más, el secreto era vital para ganar Sifas y Queronea a traición. Se esperaba que la toma simultánea de estos tres emplazamientos debilitase la determinación de Tebas y causase rebeliones democráticas antitebanas por toda Beocia. En el peor de los casos, Atenas obtendría tres fortalezas en la frontera beocia para las expediciones de saqueo, y para refugio donde emplazar a los desterrados. Con esta visión menos optimista, el plan era parte de la nueva estrategia que tan buenos resultados estaba dando ya en Lacedemonia: el emplazamiento de bases fortificadas en territorio enemigo. Con el tiempo, la presión de los tres bastiones atenienses podría hacer capitular a los beocios.
Los atenienses iban a necesitar un gran ejército para la ofensiva principal contra Delio, y otro más pequeño para presentarse en Sifas. El envío masivo de tropas pondría en peligro a más soldados de los que Atenas podía arriesgar, pero Demóstenes esperaba reclutar hombres entre los aliados del noroeste. No obstante, el tiempo necesario para reunirlos incrementaría la amenaza de que la operación dejara de ser un secreto; aun así, tendrían que asumir el riesgo. Demóstenes zarpó con cuarenta barcos hacia el noroeste, reunió las tropas que necesitaba y aguardó la fecha fijada para el ataque a Sifas. Pasaron tres meses entre su salida de Atenas y su aparición en Sifas, probablemente el tiempo que necesitaban los demócratas beocios para prepararse.
Cuando el ejército de Demóstenes alcanzó finalmente el puerto de Sifas a principios de noviembre, todo había salido mal. Entre los rebeldes, algunos traidores habían revelado el plan a los beocios y éstos enviaron tropas para ocupar tanto Sifas como Queronea. Si la sincronización del doble ataque hubiera sido perfecta, en el este el asalto de Hipócrates a Delio hubiera podido hacer que las tropas beocias se batiesen en retirada; pero hubo en todo ello un error de cálculo, porque Demóstenes llegó antes a Sifas, lo que dejó el camino libre a los beocios para concentrarse en él. Demóstenes no podía forzar su camino a través de tierras bien defendidas, y la parte del plan concerniente al oeste fue un fracaso.
Hipócrates contaba en Delio con unos siete mil hoplitas, más de diez mil metecos (residentes extranjeros) y otros aliados extranjeros, así como con un gran número de atenienses que había ido para ayudar a levantar el fuerte. El ejército estaba presente sólo para disuadir a cualquier fuerza beocia que los pusiera en peligro mientras construían la fortaleza; luego se podría defender con un simple destacamento. Demóstenes e Hipócrates nunca tuvieron intención de arriesgarse en una batalla contra un ejército de las mismas dimensiones.
Al apoderarse de la zona, los atenienses habían ocupado la tierra sagrada del santuario del dios Apolo, una violación grave de las convenciones griegas. La infracción representaba una más de las transgresiones de las costumbres que caracterizaron esta prolongada y sangrienta guerra «moderna».
DELIO

Sin que los beocios pudieran evitarlo, Hipócrates completó el fuerte en tres días y se preparó para volver tranquilamente a casa con su ejército porque no sabía lo que estaba pasando en el oeste. El grueso de sus tropas tomó la ruta sur, directa a Atenas, mientras los hoplitas acamparon a poco más de un kilómetro de la ciudad para esperar a su general, que estaba completando algunas disposiciones finales en Delio. Entretanto, los beocios se habían congregado en Tanagra, a pocos kilómetros de distancia, con siete mil hoplitas (una fuerza equiparable a la de los atenienses), diez mil efectivos de infantería ligera, mil de caballería y quinientos peltastas. Aunque el ejército beocio era más poderoso, y la nueva fortaleza ateniense quedaba en suelo beocio, nueve de los beotarcas, los magistrados de la liga federal de Beocia, votaron en contra del combate; los únicos dos que se mostraron a favor de la batalla eran tebanos.
Sin embargo, Pagondas, hijo de Eóladas, el comandante del ejército, un aristócrata distinguido de más de sesenta años, se dio cuenta de que los atenienses eran vulnerables, y convenció a los beocios para que se quedasen y combatieran. En las batallas de los hoplitas griegos, el ejército que defendía su terreno ganaba casi tres de cada cuatro veces, porque los soldados-granjeros que componían las falanges luchaban con más fiereza si defendían sus tierras y hogares que en el caso de una lucha ofensiva. Ambos generales tomaron nota de esta tendencia en los discursos previos a la batalla. Pagondas rogó a sus hombres que hicieran cuanto pudieran, a pesar de que las tropas enemigas se estuvieran retirando a su territorio. Normalmente, la libertad venía a significar salvaguardar la tierra propia; pero, si se batallaba contra los atenienses, «que buscan someter a las gentes vecinas y lejanas, ¿qué podemos hacer sino luchar hasta el más amargo de los finales?» (IV, 92, 4). En cambio, Hipócrates les dijo a sus atenienses que no tuviesen miedo de combatir en territorio extranjero. En realidad, explicó, la contienda era en defensa de Atenas, y explicó en detalle el objetivo estratégico de la campaña: «Si ganamos, los peloponesios, sin la caballería beocia, jamás volverán a invadir el Ática y, en un solo combate, conquistaremos este territorio y liberaremos el nuestro» (IV, 95, 2).
Las palabras de Pagondas ponen de relieve el excepcional carácter de la batalla de Delio. No era la típica refriega por cuestiones fronterizas, sino una lucha hasta «el más amargo de los finales»; en definitiva, aniquilar al ejército ateniense y parar una guerra mayor, de la que Delio sólo era una parte. Pagondas ocupó una posición protegida por un alto, y dispuso sus fuerzas con ingenio y originalidad. A cada lado, colocó la caballería y las tropas de infantería ligera para contrarrestar cualquier avance desde los flancos. A la derecha de la falange hoplita, concentró al contingente tebano hasta un fondo de veinticinco, cuando el habitual era el de ocho, mientras los hoplitas de las otras ciudades se alineaban a voluntad, probablemente de la manera acostumbrada. Éste es el primer uso documentado de tal fondo en el lateral de una falange hoplita, una táctica que Epaminondas de Tebas y Filipo y Alejandro de Macedonia cultivarían con éxito devastador un siglo más tarde. Mientras el flanco derecho beocio derrotaría casi con toda seguridad la izquierda del enemigo, éste, dispuesto en formación de a ocho, cubría un frente de mayor longitud, ya que el número de hoplitas era el mismo, con lo que podría plantear la amenaza de un ataque lateral. Así pues, el éxito de los beocios dependía de una victoria rápida de los tebanos en la derecha, que indudablemente conduciría a una gran victoria. Al mismo tiempo, para escapar de la derrota, la caballería y la infantería ligera del flanco izquierdo tendrían que evitar que los atenienses les rodearan. Los tebanos también contaban con trescientos hoplitas de élite, especialmente entrenados y de las clases más adineradas. Ésta es la primera vez que se tiene constancia de la preparación exclusiva de lo que podríamos llamar un cuerpo profesional, en contraposición a la milicia popular que integraba la falange común, y prueba la creciente complejidad de la guerra griega, que se aceleró durante la Guerra del Peloponeso y pronto sería imitada por otras ciudades-estado.
Cuando Pagondas comenzó a bajar con sus tropas, Hipócrates sólo había llegado con su discurso hasta la mitad de la línea, pues tenía que repetirlo muchas veces para que todos lo oyeran. Situado en el ala derecha de su ejército, el ateniense rápidamente se dio cuenta de que podía superar el flanco izquierdo de la falange enemiga. También debió de percatarse de que los barrancos a cada lado del campo de batalla entorpecerían las acometidas de la caballería y la infantería ligera de los flancos, fuerza ante la que estaba en inferioridad; por lo tanto, ordenó a sus hombres que cargaran contra el enemigo colina arriba.
Los atenienses de la derecha no tardaron en derrotar el ala izquierda beocia, sostenida por hombres de Tespias, Tanagra y Orcómeno. Al otro lado del campo de batalla, los tebanos estaban haciéndolo mal, porque sus aguerridos oponentes atenienses cedían terreno muy lentamente, paso a paso, en vez de quebrarse y huir. Éste fue el momento de mayor peligro para los beocios, y de esperanza para los atenienses, pues si no cambiaban las cosas, el ala derecha ateniense envolvería las líneas beocias antes de que, a la derecha, los de Tebas pudieran hacer lo mismo a los atenienses. Por consiguiente, los tebanos quedarían atrapados en un movimiento de tenaza, con el ejército beocio aplastado y, quizá, destruido.
En este punto, Pagondas hizo gala de un genio táctico que dio la vuelta a la batalla. Envió dos escuadrones de caballería del ala derecha a rodear la colina por detrás, por donde los atenienses no los verían. Reaparecieron tras los victoriosos atenienses, que pensaron que un ejército nuevo había llegado para atacarles por la retaguardia. Esto rompió el espíritu de la carga ateniense y dio tiempo a los tebanos para quebrantar y aplastar a sus adversarios. El ejército ateniense era ahora una muchedumbre a la fuga, hostigada por la persecución de los beocios y la caballería lócrida. Sólo con la llegada de la noche se evitó una masacre mayor. Cuando los atenienses pudieron retirar a sus muertos tras largas y dificultosas negociaciones, descubrieron que habían perdido, además de multitud de tropas de infantería y de civiles, casi mil hoplitas, entre los que se encontraba el general Hipócrates: las peores pérdidas en la Guerra de los Diez Años. Para destruir la fortaleza atenienses de Delio, los beocios construyeron catapultas y lanzaron proyectiles incendiarios contra los muros para expulsar a sus defensores; esta guerra sin precedentes iba a fomentar el desarrollo de nuevas tecnologías para solucionar problemas bélicos.
Pocas batallas clásicas fueron tan famosas en la Antigüedad como la de Delio, sobre todo porque Sócrates como hoplita y Alcibíades en la caballería lucharon en ella. En el campo de batalla, la brillantez de Pagondas fue inigualable, y sus innovaciones estratégicas se adelantaron en mucho a su tiempo. El combate también tuvo repercusiones militares. El fracaso de los atenienses para excluir a Beocia de la contienda alentó a la Liga espartana a resistir, en un momento en que la victoria había parecido imposible. Mientras, en Atenas, la derrota y las numerosas bajas dañaron a la facción belicista y ayudaron a aquellos que estaban a favor de la paz negociada. Existen voces críticas que han condenado a los atenienses por la estrategia que desencadenó el desastre de Delio; algunos, por su agresividad, tan alejada de las prácticas de Pericles; y otros, por haber optado por un ataque tortuoso y lleno de complicaciones en vez de por uno directo. En el año 424, sin embargo, la estrategia de Pericles había demostrado ser inviable y se hacía del todo inevitable buscar otra nueva; la estrategia de forzar una batalla acordada tampoco habría sido la mejor idea para un ejército inferior al enemigo, tanto en número como en disposición moral.

La decisión ateniense de intentar terminar con Beocia como enemiga queda justificada y, dada su inferioridad respecto a la coalición enemiga de hoplitas, caballería e infantería ligera, tenían razón en confiar en la sorpresa y en la táctica de divide y vencerás. Además, el plan original entrañaba muy pocos riesgos. Demóstenes no habría desembarcado en Sifas de no ser porque los rebeldes demócratas le habían permitido hacerlo sin demasiado peligro, y tampoco se había tenido intención de combatir con un gran ejército en Delio o en ninguna otra parte. Si algo salía mal en esas tierras, el camino de vuelta a casa seguía siendo seguro. Incluso con el secreto al descubierto y sin conseguir la sincronización necesaria, en Delio no habría sucedido ningún desastre si Hipócrates se hubiera retirado, en vez de quedarse para luchar. Con un poco de suerte, la campaña podría haber producido una victoria importante; pero, en el año 424, tras una extraordinaria serie de triunfos, la suerte comenzaba a volverse en contra de Atenas.

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