lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro primero: X Lucha y transformación de la nobleza.

( 181) hasta ahora hemos visto la influencia de la cultura jónica sobre la metrópoli y el occidente helénico sólo en la lucha política y religiosa de la Atenas de Solón, y en el duro choque de las ideas de Jenófanes con la religión popular y el ideal agonal del hombre de la aristocracia griega. Los enemigos de estas concepciones nos presen­tan a la capa social que las sustenta como estrecha y limitada, ro­busta, retrógrada y enemiga de la ciencia. Sin embargo, independien­temente de su fuerza externa, ofrecían una fuerte resistencia espiritual a la irrupción de lo nuevo. No es posible olvidar que la producción poética de la metrópoli, desde Solón, que era más abierto a las in­fluencias jónicas, nos ofrece en su totalidad el espectáculo de una reacción apasionada. Los dos principales representantes de este mo­vimiento de oposición, en el tránsito del siglo VI al siglo V, Píndaro de Tebas y Teognis de Megara, se hallan penetrados de una profunda conciencia de clase. Se dirigían al círculo de los señores hostiles y cerrados a las innovaciones políticas de los jonios. Pero esta aristo­cracia de Píndaro y de Teognis no duerme ya en una paz impertur­bable. Se siente invadida por las oleadas de los nuevos tiempos y le es preciso afirmarse en una lucha esforzada. En esta lucha por la existencia material y espiritual arraiga la profunda y radical concien­cia que adquieren los nobles de su propio valor originario. Ambos poetas la reflejan. A pesar de la diferencia individual de su espíritu y de la diversidad de su valor puramente artístico, es preciso consi­derarlos desde este punto de vista. A pesar de que Píndaro pertenece a la lírica coral y Teognis a la poesía gnómica, desde el punto de vista de la historia de la educación forman una unidad. En ellos se encarna el despertar de la conciencia aristocrática y el superior sen­timiento de su peculiar preeminencia y vocación, lo que con toda propiedad podemos denominar el ideal de la educación aristocrática en aquel tiempo.
Desde el punto de vista educativo, la nobleza metropolitana ad­quiere, mediante la formación consciente de un tipo superior de hom­bre, una superioridad enorme sobre los jonios y su aspiración a una formación interior, fundada en el individuo y la naturaleza. Este ethos consciente y educador es característico no sólo de Hesíodo, Tirteo y Solón, sino también de Píndaro y Teognis y se opone a la ingenua naturalidad con que irrumpe el espíritu, en todas sus formas, entre los jonios. La contraposición se acentúa con el choque de ambos mundos enemigos e inconciliables. Pero ésta no puede ser la única ni aun la principal causa de que los grandes representantes de la educación griega se hallen, casi sin excepción, entre las estirpes metropolitanas. (182) La larga duración en las regiones de la metrópoli del dominio de los nobles y de la cultura aristocrática, manantial de la más alta voluntad educadora de la nación, puede haber contribuido de un modo esencial a que nada nuevo pudiera prosperar en ella sin que se le opusiera lo tradicional, en la forma de un ideal preciso de una forma perfecta de lo humano. En el momento en que las concep­ciones feudales aparecen ante la polémica de Jenófanes, henchidas de orgullo espiritual, como una supervivencia del pasado, se despliega con Teognis y Píndaro una nueva y asombrosa fuerza moral y reli­giosa. No nos permiten nunca olvidar su condición y su estado social. Pero sus raíces penetran, a través de la capa superior en que se hallan, en una profundidad de lo humano que les preserva de todo envejecimiento. La fuerte energía espiritual con que se afirman no debe hacernos perder de vista que Píndaro y Teognis combaten por un mundo que está agonizando. Sus poemas no representan un renaci­miento de la nobleza en el orden exterior y político, sino la perenni­dad de sus ideas en el momento en que se hallaban en mayor riesgo gracias a las nuevas fuerzas del tiempo, y la incorporación de su vigor social y constructivo al patrimonio de la nación helénica.
Si poseemos hoy una imagen de la vida y las condiciones sociales de la nobleza griega en los siglos VI y V, lo debemos exclusivamente a la poesía. Lo que añaden las artes plásticas y las escasas tradicio­nes históricas que nos quedan, sirve sólo de muda ilustración a lo que los poetas nos han legado de su íntima esencia. Claro es que el testimonio de las artes plásticas, de la arquitectura y de la pintura de los vasos, es de la mayor importancia. Pero sólo puede ser inter­pretado a la luz de la poesía y como expresión de sus ideales. Sería necesario trazar la historia externa del desarrollo social de la época. Pero sólo poseemos claramente algunos fragmentos locales, algunas etapas fundamentales de lo ocurrido en unas pocas ciudades impor­tantes. Lo único que podemos seguir claramente es el desarrollo del espíritu griego tal como se manifiesta en los escritos que nos han legado. Y aun de ello hemos perdido mucho. Poseemos, en Teognis y Píndaro, dos representantes distintos, pero altamente representativos. El descubrimiento de la lírica coral de Baquílides, hasta ahora casi desconocida, muestra tan sólo que para nuestro objeto no es preciso salir de Píndaro. Empezaremos con Teognis porque es probablemen­te el más antiguo de ambos poetas. Ofrece además la ventaja de reve­larnos las difíciles circunstancias sociales en que se hallaba la nobleza de aquel tiempo, puesto que ellas se hallan en primer término en los poemas de Teognis, mientras que Píndaro nos ofrece más bien la cul­tura aristocrática desde el punto de vista de sus creencias religiosas y de sus más altos ideales de perfección humana.

LA TRADICIÓN DEL  LIBRO DE  TEOGNIS


(183) No es posible dejar de hablar de la tradición del libro de Teognis. Es un problema difícil y discutido. Es preciso, por tanto, fundamen­tar de un modo expreso la solución que hemos adoptado.[1] Por muy interesantes que estos temas filológicos sean en sí mismos, sólo los trataré con el detalle indispensable para que la comprensión de la tra­dición del poeta nos permita penetrar, al mismo tiempo, con profun­didad en aquellos fragmentos de la educación griega, íntimamente vinculados con el influjo posterior de Teognis.
La colección, que por una pura casualidad nos ha sido trasmitida con el nombre de Teognis, debió de haber existido ya, en lo esencial, en el siglo IV. La nueva investigación ha consagrado una considera­ble cantidad de fino y erudito trabajo al análisis de este raro libro. En su forma actual apenas debe de haber pasado por el fuego purificador de la crítica filológica alejandrina. Fue de uso corriente en los simposios de los siglos V y IV, hasta el momento en que esta im­portante rama de la vida "política" de los griegos fue gradualmente desapareciendo y después fue sólo leído y propagado como una cu­riosidad literaria. Ha sido luego referido al nombre de Teognis por­que un libro de este poeta sirvió de núcleo a un florilegio de sen­tencias y poemas de distintos poetas anteriores y posteriores (del siglo VII al V). Todos fueron cantados al son de la flauta en los banquetes. Las modificaciones y alteraciones del texto originario mues­tran cómo los más famosos versos eran alterados por los cantores. La selección no comprende poetas posteriores al siglo v, lo cual coin­cide con la época de la muerte política de la nobleza. Estos poemas sobrevivieron evidentemente, ante todo, en los círculos aristocráticos. No sólo los poemas de Teognis, sino muchos otros de la colección respiran un espíritu hostil al demos y en parte alguna podemos me­jor imaginarlos que en las hetairías atenienses del tiempo de Critias, de las cuales surgió el panfleto sobre la constitución de Atenas y a las cuales se hallaba, por nacimiento, íntimamente vinculado Platón. La íntima unión del simposio y eros, que nos muestra en su más alta forma en su Banquete (Simposio), se refleja también claramente en la historia de la colección de Teognis, puesto que el denominado libro segundo, que constituye en realidad un libro independiente, tiene por objeto el eros que se festejaba en aquellas ocasiones.
Afortunadamente, basta nuestra sensibilidad estilística y espiritual para separar y distinguir claramente los poemas de Teognis de los de los demás poetas de la colección. Muchos fragmentos podemos reconocerlos como versos de poetas conocidos cuyas obras poseemos. De otros debemos contentarnos con seguir con mayor o menor segu­ridad las huellas. El libro de Teognis se halla al comienzo y es fácil (184) distinguirlo de los fragmentos de otros poetas que lo siguen y se halla con ellos en una conexión muy superficial. No se trata de un poema orgánico, sino de una colección de sentencias. Sólo este carácter ha-permitido incorporar en los versos de Teognis los que le son extra­ños. Pero su colección de sentencias ofrece una íntima unidad. A pesar de la independencia externa de las sentencias se observa en ellas el progreso de una idea y tienen un proemio y una conclusión que las separan claramente de las que las siguen.[2] Aparte el incon­fundible tono de su ruda aristocracia, nos presta una valiosa ayuda para reconocer la autenticidad de este viejo libro de Teognis, la forma constantemente repetida de los discursos del poeta al amado joven a quien dirige su doctrina, Cirno, el hijo de Polipao, vastago de no­ble prosapia. Análogos discursos hallamos ya en el poema didáctico de Hesíodo a Perses, en los versos de los yámbicos y en la lírica de Safo y de Alceo. El hecho de exponer su doctrina en forma de sen­tencias le da ocasión para repetir con frecuencia la invocación a "Cirno" o al "hijo de Polipao", aunque no en todas las sentencias. La misma forma hallamos en la antigua poesía sentenciosa de los nórdicos. También en ellos se repite periódicamente el nombre de la persona a quien van dirigidos. El nombre de Cirno nos sirve como hilo conductor para destacar la obra auténtica de Teognis del resto de la colección.
No se halla, sin embargo, sólo en los poemas originarios y en la conclusión que constituye el fin del antiguo libro de sentencias, sino que lo encontramos también en las partes que se han añadido. Sólo que, así como se halla con suma frecuencia en el libro de sentencias de Teognis. en las demás aparece raramente y en lugares próximos en­tre sí. Por tanto, debemos aceptar que los lugares en que así apa­rece, cuando son auténticos, son acotaciones de lo que fue el libro originario y completo de Teognis. Y puesto que en parte son frag­mentos que hallamos también en el texto del antiguo libro de sen­tencias y no es posible que se encontraran repetidas en la misma colección de poemas, es evidente que la última parte de la colección constituía originariamente una selección independiente, que contenía fragmentos de Teognis al lado de los de otros poetas. Era un flori­legio recogido en la época en que Teognis se había convertido ya en un clásico, es decir, hacia el fin del siglo V ο al comienzo del siglo IV. Platón, en las Leyes, da testimonio de la existencia de semejantes an­tologías en las escuelas de aquel tiempo.[3] Debieron de ser usadas también en los simposios. Más tarde los diversos libros debieron de ser reunidos en la colección que ahora poseemos. El hecho de que nadie se diera la pena de evitar las repeticiones que antes hemos in­dicado, muestra claramente la rudeza con que se procedió. Así, debe­mos formarnos idea de Teognis no sólo por el libro conexo de las sentencias de Cirno, sino también por las sentencias esparcidas que (185) debemos añadir a la colección. En toda caso, el libro de sentencias a Cirno es el fundamento auténtico a que es preciso referir todo lo demás. Debemos estudiarlo, pues, de un modo más riguroso antes de plantearnos el problema de si otros fragmentos de la colección, además de los consagrados a Cirno, deben ser atribuidos también a Teognis.
Ante todo, ¿cómo sabemos que el libro de Cirno es un poema de Teognis? Su nombre hubiera podido desaparecer sin dejar hue­lla en esta u otra colección de poemas, como el de otros famosos poetas, si Teognis no hubiera empleado un artificio que lo salva del destino que lo amenazaba. Su nombre se halla eternizado en el proe­mio. Con ello no sólo se defiende contra el olvido, sino que imprime en su obra su peculiaridad o su marca o. como él mismo dice, su sello. Oigamos sus propias palabras: [4] "Cirno, he tenido la cuerda idea de estampar mi sello en mis versos, de tal modo, que jamás pueda nadie robarlos clandestinamente ni tomar lo bueno que se halla en ellos, por lo malo, sino que todos digan: éstos son los versos de Teognis de Megara, famoso entre todos los hombres. No puedo agra­dar a toda la gente de nuestra ciudad. No hay en ello maravilla alguna, hijo de Polipao, puesto que ni aun Zeus puede complacer a todos cuando envía lluvias o sequía."
La conciencia artística altamente desarrollada y la aspiración a conservar la propiedad espiritual que se manifiestan en estas palabras son un signo del tiempo, y lo encontramos también en las artes plás­ticas, donde los escultores y pintores de vasos escribían su nombre en sus obras. Este rasgo individualista es particularmente interesan­te en un aristócrata tradicionalista del tipo de Teognis, pues en él se muestra que el espíritu del tiempo le había afectado mucho más pro­fundamente de lo que él creía. De sus palabras se desprende incon­trovertiblemente que lo que pretendía con la impresión de su sello era la incorporación de su nombre a sus poemas. No era algo abso­lutamente nuevo mencionar el nombre del poeta al comienzo de la obra. Pero el ejemplo de Hesíodo en la Teogonía no había tenido ningún imitador y sólo un inmediato predecesor de Teognis, el poeta gnómico Focílides de Mileto, había utilizado este artificio para señalar la propiedad de sus sentencias, evidentemente porque el tipo de sus versos podía fácilmente convertirse en propiedad común en calidad de proverbios. Los famosos versos de Focílides y Teognis fueron men­cionados, en efecto, por los escritores posteriores como proverbios, sin citar el nombre del autor. Las sentencias de Focílides se hallaban todavía más expuestas a este peligro porque son proverbios sueltos exentos de íntima conexión. De ahí que el poeta pusiera su nombre en cada uno de ellos. El primer verso comienza siempre con las pa­labras: "También ésta es una sentencia de Focílides." Siguiendo su ejemplo, el tirano Hiparco, hijo de Pisístrato, cuando escribió sus sentencias (186) para colocarlas en los hermes de las carreteras áticas, las hizo comenzar con las palabras "Esto es de Hiparco", para seguir luego: "No engañes a tu amigo", o "Sigue siempre por el camino recto."[5] Teognis no tenía necesidad de tanto, pues, como hemos dicho, sus sentencias formaban un todo orgánico, que debía ser trasmitido como tal: era la sabiduría pedagógica heredada de la clase aristocrática. Como dice en el proemio y en el epílogo, Teognis esperaba que su libro se difundiera "entre todos los hombres, sobre toda la tierra y el mar". Para preservar el derecho de propiedad del libro y su con­tenido le bastaba, como a los autores de la nueva prosa literaria, men­cionar el nombre del autor al principio de la obra. Los autores ac­tuales no necesitan emplear este medio porque el nombre y el título de la obra constan en la portada. Esto no ocurría en el siglo VI antes de Jesucristo. La única solución era la que adoptaron Hecateo, Heródoto y Tucídides: empezar los libros con la mención de sus nom­bres y la consignación de sus propósitos. En los libros de medicina que nos han sido trasmitidos en las colecciones de Hipócrates no se sigue esta costumbre. De ahí que los autores de aquellos libros sigan siendo para nosotros un misterio. El artificio del "sello" no fue se­guido en la poesía con tanta constancia como en la prosa. Lo halla­mos sólo en los nomos para cítara del siglo v, en los cuales la palabra sello se convierte en la expresión técnica para designar el lugar en que consta el nombre del autor. No podemos decir si esta práctica fue tomada de Teognis.
En vista de las vicisitudes que ha sufrido el libro de Teognis a través de los tiempos, se ha pensado recientemente que no hubiera podido conseguir su designio más que estampando su sello en cada una de las sentencias y se ha querido considerar como sello la invo­cación a Cirno.[6] Si ello fuera así podríamos resolver el problema de su autenticidad de un golpe y por un criterio mecánico y objetivo. Mientras que si carecemos de semejante criterio, el problema adquiere una superior complejidad. Pero Teognis no podía prever las dificul­tades que encontrarían los eruditos después de dos milenios y medio, cuando sólo había de quedar un ejemplar de su libro. Ésta es nuestra situación ante el único manuscrito antiguo de que depende toda nues­tra tradición de Teognis. Esperaba que su libro llegara a todas las manos. Pero no era fácil que pudiera pensar en milenios. No podía calcular que su libro de sentencias al cabo de cien años pudiera ser ya compendiado sin piedad para uso de los simposios y reunido con los de otros autores desconocidos en un libro para cantar en los ban­quetes. Mucho menos podía sospechar que la incorporación de su nombre en el proemio de su libro, en lugar de protegerlo contra el robo espiritual, pudiera contribuir a hacer que se le considerara como (187) autor de todos los poemas anónimos reunidos con él en la colección. Debemos congratularnos, sin embargo, de que el sello de su nombre, puesto al principio de su poema, nos permita reconstruir su persona­lidad sumida en la masa de tantos bienes sin dueño. No sería posible hacer semejante cosa con ninguno de los demás poetas de la colección. Así que Teognis consiguió lo que se proponía.
No es posible, sin embargo, por razones internas, mantener la interpretación del sello únicamente en la forma de la invocación a Cirno. Cuanto mejor se penetra en el libro de Cirno, mejor apa­rece la imposibilidad de separar las sentencias consagradas a Cirno de las demás íntimamente vinculadas a ellas por la marcha de un pensamiento unitario. No podemos negar la inseguridad en que nos hallamos ante los poemas que carecen del nombre de Cirno, aunque se hallen en el antiguo libro de sentencias. En efecto, inmediatamente antes del epílogo, es decir, dentro de los versos que separan la obra de Teognis de las demás, aparece un fragmento de Solón. Pero este fragmento se destaca tan claramente del curso del pensamiento que, aunque no supiéramos ya de antemano que pertenece a Solón, podría­mos separarlo como un cuerpo extraño. Nada podemos alcanzar aquí, como en parte alguna, sin una crítica formal y de contenido, y aun el nombre de Cirno, especialmente fuera de los límites del libro de las sentencias, no es una absoluta garantía de autenticidad para nin­guno de los poemas.
Así, debemos formarnos nuestra idea de Teognis tomando por base en primer lugar el libro entero de las sentencias dedicadas a Cirno. En él aparece su figura de un modo perfectamente comprensible. Así hemos de tomar con las naturales limitaciones las sentencias dedica­das a Cirno esparcidas en el resto de la colección. Respecto a ellas la crítica se halla siempre en el aire, puesto que carecemos del con­texto originario que los garantice, lo cual disminuye gravemente su valor. Por lo que se refiere a los demás, no nos hallamos en condi­ciones de resolver, con los medios de que disponemos, si pertenecen a Teognis o no. Merecen especial mención un grupo de bellos poemas de algún poeta megárico, que parecen haber sido destacados del proe­mio de una colección de poemas independiente. Son atribuidos usual-mente a Teognis, y la jovialidad y el calor de simposio que revelan están estremecidos por los relámpagos de la tormenta persa que se avecina. Si pertenecen a Teognis, éste debe de haber vivido hasta 490 o 480. Las circunstancias políticas de Megara que describe el libro de Cirno no corresponde, por lo poco que sabemos, a este tiempo. Pertenecen más bien a la mitad del siglo VI. Y en este tiempo sitúa al poeta la antigua cronología científica (544). Desgraciadamente no nos hallamos en condiciones de comprobar este dato. Los poemas del tiempo de las guerras persas nos proporcionan escaso auxilio para fijarlos. Su espíritu es evidentemente distinto del que se revela en el libro de Cirno y, por la manera como lo utiliza, la admisión de un (188) segundo poeta megárico distinto de Teognis no parece tan desacertada como de ordinario se suele creer. Sin embargo, la base de los peque­ños contactos de estos poemas con el proemio de Teognis es dema­siado estrecha para poder fundar sobre ella una hipótesis segura.





LA  CODIFICACIÓN  DE LA TRADICIÓN PEDAGÓGICA ARISTOCRÁTICA


Desde el punto de vista de la forma, el libro de Teognis pertenece al mismo género que la sabiduría campesina de los Erga de Hesíodo y las sentencias de Focílides. Son u(poqh~kai, "enseñanzas."[7]  La pa­labra aparece al fin del proemio, inmediatamente antes del principio de las sentencias propiamente dichas: "Quiero enseñarte, Cirno, pues­to que me dirijo a ti como un amigo, aquello mismo que aprendí yo de los nobles cuando era un muchacho." Así, es esencial a su doctrina el hecho de que no nos ofrece las ideas individuales de Teog­nis, sino la tradición de su clase. El primer intento de verter en verso los preceptos de la antigua aristocracia es el poema antes citado "Las enseñanzas de Quirón" (ver supra, p. 39). Focílides nos ofrece reglas generales para la conducta práctica de la vida. La originalidad de Teog­nis aparece claramente en su contraposición a él y a Hesíodo. Quiere enseñar la educación entera de los nobles, aquellos preceptos sagra­dos que hasta ahora sólo han sido trasmitidos verbalmente de gene­ración en generación. Así, se halla en perfecta y consciente contra­posición con la tradición campesina codificada en los Erga de Hesíodo. El joven a quien se dirige se halla ligado con el poeta por los la­zos del eros. Éstos constituyen evidentemente, para el poeta, el pre­supuesto esencial de su relación educadora. Su unión debe ofrecer algo típico a los ojos de la clase a que ambos pertenecen. Es sig­nificativo que la primera vez que consideramos desde cerca la cultura de la nobleza dórica hallamos el eros masculino como un fenómeno de una importancia tan decisiva. No queremos entrar en la discusión de un problema tan debatido en nuestros días. No es nuestro propó­sito describir y estudiar el estado social por sí mismo. Es preciso sólo mostrar cómo este fenómeno tiene su lugar y su raíz en la vida del pueblo griego. Es preciso no olvidar que el eros del hombre hacia los jóvenes o los muchachos es un elemento esencial histórico en la constitución de la primitiva sociedad aristocrática, inseparable­mente vinculado a sus ideales morales y a su rango. Se ha hablado del amor dórico hacia los muchachos. La atribución se halla perfec­tamente justificada, pues aquella práctica ha sido siempre más o me­nos ajena al sentimiento popular de los jonios y de los áticos, como lo revela ante todo la comedia. Las formas de vida de las clases superiores se trasmiten naturalmente a la burguesía acaudalada. Así también el paidiko\j e)/rwj. Pero los poetas y los legisladores atenienses (189) que lo mencionan y lo elogian son principalmente nobles, desde Solón, en cuyos poemas el amor de los muchachos aparece al lado del de las mujeres y de los deportes nobles como los más altos bienes de la vida, hasta Platón. La nobleza helénica se halla siempre profunda­mente influida por los dorios. Ya en la Grecia misma y en los tiem­pos clásicos, este eros, a pesar de su amplia difusión, fue objeto de las más distinguidas apreciaciones. Ello se explica por su dependencia de determinadas condiciones sociales e históricas. Desde este punto de vista es fácil comprender que en amplios círculos de la vida griega esta forma de la erótica fuera considerada como una degradación, y en otras capas sociales obtuviera un amplio desarrollo y estuviera vinculada a las más altas concepciones sobre la perfección y la no­bleza humana.
Es fácil comprender cómo pudo surgir la franca admiración hacia una figura distinguida, una educación adecuada y un movimiento no­ble, en una raza de hombres que se había acostumbrado, desde tiem­pos inmemoriales, a considerar estos valores como la más alta preemi­nencia humana y se había esforzado, con sagrada gravedad, en una lucha incesante por llevar las fuerzas del cuerpo y del alma a su más alta perfección. Había en el amor hacia los portadores de aquellas cualidades un momento ideal: el amor de la areté. Los que se halla­ban vinculados al eros se sentían garantizados por un profundo sen­tido del honor contra toda baja acción y un alto impulso los elevaba a la realización de las acciones más nobles. El estado espartano, con plena conciencia, consideró al eros como un importante factor de su αγωγή. Υ la relación del amante con el amado podía ser compa­rada con la autoridad educadora de los padres hacia los hijos. Es más, en la edad en que el joven empieza a liberarse de la tradición y la autoridad familiar y llega a la madurez viril, la superaba incluso en muchos respectos. Nadie puede dudar de las numerosas afirma­ciones de esta fuerza educadora, cuya historia llega a su culminación en el Simposio de Platón. La doctrina de la nobleza de Teognis, que tiene su raíz en el mismo círculo de vida, nace íntegramente de este impulso educador, cuyo aspecto erótico olvidamos fácilmente por su apasionada gravedad moral. Al final de su libro lo manifiesta con triste amargura. "Te he dado alas con que puedas volar sobre tierras y mares. En todas las fiestas y banquetes te verás en la boca de la gente. Encantadores jóvenes cantarán tu nombre a la músi­ca de las flautas. Y aun después de tu descenso al Hades seguirás ca­minando por Helias y las islas y atravesarás el mar para ser cantado por los hombres futuros en tanto que permanezcan la tierra y el sol. Yo no valdré ya nada para ti y, como a un niño, me engañarás con palabras."
Durante largo tiempo, la severa eukosmia de estos banquetes aris­tocráticos, animados por el eros, no sufrió perturbación alguna. En los días de Teognis las cosas habían cambiado. Los poemas de Solón (190) nos han dado a conocer la lucha de los nobles para mantener su posición frente al creciente poder de las clases populares o frente a los tiranos. La nobleza aparece allí como un partido unilateral, cuya dirección política representa la mala administración y es causa de las exigencias ilimitadas y peligrosas para el estado, de la masa, largo tiempo oprimida. Ante este peligro surgió la ética del estado de So­lón que mediante su idea política trata de dominar los extremos y preservar al estado de la tiranía. La poesía de Teognis presupone también la lucha de clases. Al principio de sus sentencias se hallan varios grandes poemas que aclaran perfectamente la situación social. La primera es una elegía al estilo de Solón. El modelo del gran ate­niense domina en su tono, en su pensamiento y en su lenguaje.[8] Pero así como Solón, hijo asimismo de nobles, arraigado en su clase, reco­noce sus debilidades al lado de sus excelencias, Teognis hace exclu­sivamente responsables a los otros partidos del malestar y la injusticia que dominan en el estado. La situación de Megara había evoluciona­do, evidentemente, en perjuicio de la antigua nobleza acaudalada de la ciudad. Los caudillos conculcan el derecho, corrompen al pueblo, administran en su propio provecho y apetecen el acrecentamiento de su poder. Prevé el poeta que el estado, que se halla todavía en reposo, entrará en una guerra civil. Y el final de ella será la tiranía. La única posibilidad de salvación es la vuelta a la justa desigualdad y al do­minio de los nobles. Y ello se halla fuera de toda posibilidad.
Un segundo poema completa este cuadro sombrío.[9] "La ciudad es, en efecto, la misma, pero la gente se ha convertido en otra. Hom­bres que no tienen ninguna idea de lo que es la justicia y la ley, que cubrían sus muslos con burdos vestidos de piel de cabra y que vivían como salvajes fuera de la ciudad, son ahora, Cirno, las gentes pre­eminentes, y los que lo eran antes, son ahora pobres diablos. Es un espectáculo insoportable. Se burlan secretamente los unos de los otros y se engañan, y no conocen norma alguna de tradición. Cirno, bajo ningún pretexto conviertas a alguno de estos hombres en amigo tuyo. Sé amable cuando hables con ellos, pero no te asocies a ellos para ningún propósito serio. Es preciso que conozcas la idiosincrasia de esos picaros miserables y sepas que no es posible confiar en ellos. Esta sociedad sin salvación sólo ama el fraude, la perfidia y la im­postura."
Sería un error no ver que este documento de odio y menosprecio se halla también impregnado de un profundo resentimiento. Es pre­ciso considerarlo en conexión con la primera elegía para ver hasta qué punto la idea de Solón sobre la justicia, como raíz de todo orden social, ha sido interpretada desde el punto de vista unilateral de clase. Pero sería excesivo esperar del representante de la antigua nobleza caída el pleno reconocimiento de aquella justicia. Y un espectador imparcial debe reconocer que esta apelación de los ahora oprimidos (191) a la idea de la justicia confiere a la imagen que nos ofrece de la ciudad un pathos que en nada perjudica a su fuerza poética. El rea­lismo de su crítica, tomado de la poesía yámbica, dota a la forma de la elegía de nueva e íntima vivacidad. De mayor importancia que Solón es todavía, en su descripción de la injusticia dominante, el modelo de los Erga de Hesíodo, que ha influido evidentemente tam­bién en la estructuración del libro de Teognis en dos partes funda­mentales encuadradas entre un proemio y un epílogo. Esta similitud no es puramente formal. Procede también de la analogía de su situa­ción interna. Del mismo modo que Hesíodo funda su ética del tra­bajo en una doctrina general sacada de la experiencia personal del pleito del poeta con su hermano Perses, acerca de lo mío y de lo tuyo, de la cual surge la idea de la justicia, la doctrina de la nobleza de Teognis surge de su lucha espiritual contra la revolución social. La lamentación contra la conculcación de la justicia llena la primera parte del poema de Hesíodo así como del de Teognis. Y en ambos se desarrolla mediante una amplia serie de argumentaciones. El paralelo subsiste también en la segunda parte del libro de Teognis. Sus breves sentencias se hallan modeladas en la sabiduría sentenciosa de los Erga. La analogía no sufre perturbación alguna por el hecho de que hallemos en la segunda parte del libro de Teognis algunos largos fragmentos que amplíen la brevedad de las sentencias en la forma reflexiva de una corta elegía. Ambos poetas se hallan compelidos por el impulso personal y las necesidades del instante a formu­lar sus verdades en proposiciones de validez intemporal, de acuerdo con el estilo arcaico. La diferencia de valor artístico entre las diversas partes del poema se halla compensada, para nuestra sensibilidad mo­derna, por la fuerza de la intimidad personal y la intensidad de la emoción, tanto cuanto que es fácil incurrir en el error de no ver que esta expresión de los sentimientos íntimos apetece, más allá de la es­fera subjetiva, una norma general, y de tomar por confesiones y con­fidencias lo que aspiraba a ser un simple conocimiento.
La segunda elegía de la primera parte nos conduce ya a la colec­ción de sentencias propiamente dichas que constituyen el código de la ética aristocrática: la injusticia y la perfidia de la clase ahora dominante procede del hecho de que no posee medida[10] alguna para distinguir entre lo noble y lo innoble. Esto es lo que desea enseñar el poeta a Cirno: a distinguirse de la masa por su porte y maneras verdaderamente nobles. Sólo tiene la medida quien posee la tradición. Nos hallamos en unos tiempos en que es preciso conservarla en el mundo mediante su formulación en formas perennes. Es preciso eri­girse en conductor de los jóvenes bien dispuestos para que se convier­tan en verdaderos caballeros. Advierte el poeta que se evite el trato con los malos (κακοί, δειλοί). Este concepto concreto comprende a (192) todos los que no pertenecen a una estirpe noble, en oposición a los nobles (a)gaqoi/, e)sqloi/) que hallamos sólo entre los pares. Esta idea es una idea capital de su educación. La propone como axioma al anunciar su propósito de trasmitir la doctrina de sus predecesores y con ella comienza la parte del libro consagrada a las sentencias. Entre lo uno y lo otro se halla la parte política del libro. En ésta formula el fundamento de su exigencia: mantente entre los nobles, no te mezcles con la gente vulgar, pintando con negros colores la degradación de ésta. Su propia conducta explica lo que entiende por mantenerse en trato con los nobles, puesto que funda en lo recibido por la autoridad de los verdaderos nobles cuanto pretende enseñar a su discípulo.
No es nuestro propósito seguir en detalle el curso de las ideas de la parte del poema consagrada a las sentencias. Todas sus palabras y todas sus exigencias reciben su vigor y su urgencia peculiar del peligro inminente que se desprende de la pintura precedente del estado de las relaciones sociales. Comienza con una serie de gnomes, en los cuales previene contra la amistad con los malos e innobles, porque son falsos e infieles. Aconseja tener pocos amigos, hombres que no ten­gan dos caras, y en los cuales es posible confiar en el infortunio. Toda revolución crea en la sociedad una crisis de confianza. Los que tienen convicciones análogas se juntan estrechamente porque la trai­ción acecha por todas partes. Teognis mismo dice que, en tiempos de discordia política, un hombre seguro vale más que el oro. ¿ Es esto todavía la antigua ética aristocrática?
Verdad es que propuso como ejemplo las amistades ideales de Teseo y Peiritoo, de Aquiles y Patroclo y que la más alta estimación del buen ejemplo pertenece al estadio más antiguo de la educación aristocrática. Pero bajo la constricción de la situación desesperada de los nobles en el orden político, la antigua doctrina del alto valor de los buenos ejemplos y de la conducta noble, se convierte en el elogio de la hetairía política, en la ética del partido. Ello se sigue del lugar predominante que adquiere la exigencia de una justa elección de amis­tades y de la necesidad de una lealtad bien probada como primera condición de toda amistad. Es posible que el poeta lo haya aprendido de sus padres, puesto que la lucha de su clase tiene ya una larga historia. En todo caso, esta lucha ha tenido su influencia en la ética aristocrática. La dificultad de los tiempos trajo consigo la estrechez de los espíritus. Por muy distinta que aquella ética fuese de la nueva, superadora de las oposiciones sociales, introducida por Solón, no tu­vieron más remedio los nobles que insertarse de algún modo en el todo. Podían considerarse como un estado secreto sometido injusta­mente al estado y aspirar a la restauración de aquél. Pero si lo consideramos serenamente, lo cierto es que se han convertido en un simple partido que lucha por el poder y que en su esfuerzo se mantiene en íntima conexión y emplea el sentimiento innato de clase para evitar su entera destrucción. La antigua exigencia de una buena elección (193) de las amistades se convierte en exagerado exclusivismo político. Es una consecuencia de la debilidad de la nobleza. Sin embargo, es pre­ciso reconocer que la exigencia de fidelidad, aunque se refiera ante todo a la fidelidad política de clase, y la lealtad incondicionada. como fundamentos de la amistad, conservan, a pesar de todo, un alto valor moral. En ellas tiene sus raíces el espíritu de cuerpo que inspira jui­cios como éste: "Las nuevas gentes se ríen en secreto unas de otras y se engañan." Esta educación de clase no puede ser comparada con la elevación de la idea del estado de Solón. Sin embargo, no podemos dudar de la serenidad de su exigencia: para llegar a ser a)gaqo/j es preciso ser noble no sólo por el nacimiento, sino también por la conducta. Teognis considera la distinción como la fuerza de su clase, el último baluarte en su lucha por la existencia.
Lo dicho sobre la prescripción de una recta selección de amistades es una característica predominante en toda la educación de Teognis. Esta ética aristocrática es producto de las nuevas relaciones sociales. Sin embargo, esta conversión de la clase en un partido no debe ser comprendida en el sentido de una actividad estrictamente política. La nobleza se ha visto compelida a apretar sus filas en una actitud es­trictamente defensiva. No era posible que esta minoría venciera in­mediatamente en la vida pública. Teognis aconseja a su joven ami­go adaptarse exteriormente a las circunstancias existentes. "Ve por en medio del camino como yo lo hago." No se trata de la actitud heroica de Solón, equidistante de los dos extremos en lucha, sino de deslizarse, ofreciendo el menor blanco al riesgo personal. Es preci­so que Cirno tenga el espíritu astuto y sepa acomodarse a las circunstancias de la vida. Debe ser como el pólipo que toma el color de las rocas a que se adhiere y cambia constantemente de color. En la lucha con el demos es preciso un mimetismo protector. La difi­cultad moral de esta lucha es que por su naturaleza misma no es una lucha abierta. Pero Teognis cree que un hombre noble sigue siempre siendo noble. Es más, para el pueblo sin cabeza es una firme fortaleza, aunque reciba de ello escaso honor. No hay en ello contra­dicción alguna, sino que se sigue de la posición en que se halla la nobleza. Pero es evidente que no se trata ya aquí de la antigua ética aristocrática.
Nueva y fundamentalmente perturbadora es, sobre todo, la crisis del concepto de areté, íntimamente conectada con la raíz misma de la revolución política: la modificación esencial de la vida económica. La posición de la antigua aristocracia se fundaba en la posesión de propiedades rurales. Su prosperidad se vio afectada por la aparición de la moneda. No sabemos cuáles fueron las causas políticas conco­mitantes. En todo caso, en tiempo de Teognis, la nobleza se hallaba en parte empobrecida y una nueva clase de ricos plebeyos se había apoderado del poder político y gozaba de la consideración social. Este cambio de la situación económica afectó profundamente al concepto (194) de la areté, pues en ella se hallaba comprendida la estimación social y la posesión de bienes. Sin ella no era posible ejercer algunas cualidades esenciales específicas del hombre de calidad, como la libe­ralidad y la grandeza de ánimo. Incluso entre los simples campesinos era evidente que la riqueza llevaba consigo areté y consideración so­cial, según se desprende de las palabras de Hesíodo. Y la unión de ambos conceptos muestra que la estimación social y la posesión exte­rior se hallaban comprendidas en la primitiva areté.
La disolución de este concepto de la areté fue el resultado de la nueva ética social. Dondequiera que el antiguo concepto de la areté es atacado o alterado —como, sobre todo, en Tirteo y Solón—, se pone de manifiesto hasta qué punto se hallaba vinculado a la riqueza (o)/lboj, plou=toj) y cuán grave había de ser para ella la disolución de esta unidad. Tirteo afirma que la nueva areté política, que para los espartanos en lucha con los mesenios había de ser, ante todo, el valor de los soldados, tiene mucho más valor que la riqueza y que todos los bienes de la aristocracia. Para Solón, la más alta virtud política del nuevo estado de derecho era la justicia. Pero, como hijo de las antiguas concepciones, pedía a los dioses que le concedieran riquezas, si bien riquezas justas, y fundaba en ellas sus esperanzas de areté y de consideración social. La desigualdad de las riquezas no era para su concepción social algo contrario a la voluntad divina, puesto que además del dinero y las posesiones había otra riqueza: la posesión de miembros sanos y la alegría de la vida. Si hubiera tenido que escoger entre la areté y las riquezas hubiera dado preferencia a la primera. Nos daremos cuenta de lo revolucionario, positivo y fuerte de estas ideas si pensamos en Teognis, que no se cansa de lamentar y maldecir la pobreza y le atribuye un poder ilimitado sobre los hom­bres. Verdad es que, a pesar de todo, ha enseñado que hay valores superiores a toda posesión y exigió sacrificar a ellos voluntariamente toda riqueza. La experiencia de los odiados nuevos ricos le enseñó cuan fácilmente se compaginan y andan juntos el dinero y la vulga­ridad. Y no tiene más razón que dar razón a Solón cuando prefiere una pobreza justa. Aquí se ve perfectamente clara la transformación del antiguo concepto de la areté bajo la presión de las condiciones del tiempo. En Solón nace de la libertad interior.
Teognis ha sido profundamente influido por la concepción de So­lón relativa a las riquezas y a la areté. Así es preciso seguir paso a paso la influencia de la Eunomía de Solón sobre las elegías políticas de la primera parte y la de la gran elegía a las musas sobre los fragmentos que ahora analizamos. En ellos considera la relación del esfuerzo humano con la riqueza y el éxito desde el punto de vista de la justicia y de la ordenación divina del mundo. Teognis separa ambas partes del poema de Solón, haciendo de ellas dos poemas in­dependientes, y destruye con ello la profunda justificación de los man­datos de Dios que las reconcilia y las mantiene juntas en la concepción (195) de Solón.[11] No era capaz de un reconocimiento religioso de este género. El primer pensamiento de Solón, que reconoce la acción de Dios en el hecho de que los bienes injustos no conducen a una pros­peridad perdurable, despierta en Teognis reflexiones de índole mucho más subjetiva. Verdad es que se halla de acuerdo con Solón. Pero los hombres se dejan engañar fácilmente porque el castigo muchas veces se hace esperar largo tiempo. Se percibe aquí la impaciencia de quien espera la venganza divina contra sus enemigos y piensa que acaso no podrá verla personalmente.
En las variaciones libres de la segunda parte de la elegía de Solón, no percibe tampoco Teognis el problema que plantea el hecho de que, a pesar de esta severa justicia divina, cuya imagen ha trazado Solón en la primera parte, el esfuerzo hacia el bien fracase con tanta fre­cuencia sin que las faltas de los necios lleven consigo consecuencia alguna. Esta contradicción moral no suscita en él ninguna reflexión. No es capaz como Solón de considerar la cosa desde el punto de vista de la divinidad, para comprender, desde este alto punto de vista, la necesidad de una compensación sobreindividual en el caos de los esfuerzos y los deseos humanos. Las consideraciones de Solón sólo suscitan en Teognis un humor melancólico y resignado. Se halla pro­fundamente convencido, por sus propias experiencias, de que el hom­bre no es jamás responsable ni de sus éxitos ni de sus adversidades. No queda a los hombres otra cosa que entregarse a la voluntad de los dioses. En nada pueden contribuir a la determinación de su pro­pio destino. Incluso en la riqueza, el éxito y los honores, se halla el germen de la desdicha. No nos queda, por tanto, otro remedio que rogar a Tyché. ¡De qué sirve el dinero al hombre vulgar si no tiene recto el espíritu! Sólo puede precipitarlo en la perdición.
Lo único que queda, si prescindimos de las riquezas del hombre verdaderamente noble, es la riqueza interior, es decir, la areté, y ésta pocos la poseen. Se ha creído que Teognis no era capaz de "mora­lizar" en esta forma. Lo cierto es que cuanto dice en honor de la nobleza empobrecida procede del pensamiento de Solón. Tampoco es justo negar que pueda ser suya esta bella sentencia: "Toda virtud se halla contenida en la justicia y sólo es noble quien es justo." Pudo haber tomado el pensamiento de una persona ajena a la aristocracia, como Focílides. No podía apropiarse otro principio que aquel que la fuerza impulsiva de las masas había inscrito en su bandera y por cuya acción había sido sometido a ellas. Este principio se convertía en el arma de la primitiva clase dominante, ahora injustamente so­metida, pues ella sola conoció un día "la ley y el derecho" y era todavía ahora, en el sentir del poeta, la única mantenedora de la ver­dadera justicia. Verdad es que el ideal de la justicia se restringe y pasa de ser la verdadera virtud del estado a ser la virtud de una (196) clase.   Nada   tiene de  sorprendente  para   Teognis.   También  aquí el nuevo espíritu de la ética ciudadana vence a los antiguos ideales.
Quedaba, sin embargo, una última barrera: la inquebrantable creencia en la sangre. De ahí que exija el mantenimiento de su pu­reza como el más alto deber. Levanta su voz contra los insensatos y desleales compañeros de clase que creen poder levantar su fortuna caída mediante el matrimonio con las hijas de los plebeyos o dando sus hijas a los hijos de los nuevos ricos. "Para elegir los animales de casta, carneros, asnos o caballos, sólo atendemos a la superior no­bleza. Pero en tales uniones sacrificamos sin vacilar nuestra propia sangre. La riqueza mezcla las estirpes." [12] También este fuerte acen­to, puesto sobre la idea de la selección de las razas y las estirpes, es signo de que la ética de la nobleza ha entrado en un nuevo periodo. Se convierte en instrumento de una lucha consciente contra el poder nivelador del dinero y de la masa. Es natural que en Atenas, por ejemplo, donde era preciso resolver grandes problemas colectivos, los espíritus más profundos, aunque pertenecieran en su mayoría a la nobleza, no pudieran ponerse al servicio de la pura reacción. Solón se opuso ya a ello. Pero dondequiera que hubo un noble luchando por su existencia y por su idiosincrasia, halló en la sabiduría pedagó­gica de Teognis de Megara su espejo. Muchas de sus ideas revi­vieron en una etapa posterior, en la lucha de la burguesía contra el proletariado. Y, en último término, la validez de sus doctrinas se mantuvo o decayó con la existencia de una aristocracia que tuviera necesidad de mantenerse y justificarse, lo mismo si se fundaba en la sangre que en cualquier otra alta tradición. La idea, específicamente aristocrática, del mantenimiento de la raza, tuvo sobre todo su cultivo en la antigua Esparta y en los grandes educadores del estado del siglo IV. Lo trataremos con más detalle en el lugar correspondiente. Trascendió entonces los límites de una clase y se vinculó a la exi­gencia de una educación estatal de la totalidad del pueblo.

LA   FE  ARISTOCRÁTICA DE   PÍNDARO


Píndaro nos lleva de la ruda lucha de los nobles por mantener su posición social, sostenida más allá de los límites de Megara, a la heroica culminación de la antigua vida aristocrática. Hemos de olvi­dar los problemas de aquella cultura, tal como se manifiestan en Teognis, para traspasar los umbrales de un mundo más alto. Píndaro es la revelación de una grandeza y una belleza distantes, pero dignas de veneración y de honor. Nos muestra el ideal de la nobleza helé­nica en el momento de su más alta gloria, cuando todavía poseía la fuerza necesaria para hacer prevalecer el prestigio de los tiempos míticos sobre la vulgar y grave actualidad del siglo V y era todavía (197) capaz de atraer la mirada de la Grecia entera sobre las luchas de Olimpia y Delfos, de Nemea y el istmo de Corinto, y de hacer olvidar todas las oposiciones de linaje y de estado mediante el alto y unánime sentimiento de sus triunfos. Es preciso considerar la esencia de la antigua aristocracia griega desde este punto de vista para com­prender que su importancia en la formación del hombre griego no se limitó al afán de conservar las antiguas prerrogativas y prejuicios heredados ni a la reelaboración de una ética fundada en la propie­dad. El noble es el creador del alto ideal del hombre que se mani­fiesta todavía hoy ante los admiradores de la escultura de los periodos arcaico y clásico, con frecuencia más admirada que íntimamente com­prendida. La esencia de este hombre agonal que el arte nos revela en la vigorosa armonía de sus nobles formas, adquiere vida y habla en la poesía de Píndaro e influye todavía hoy, por su fuerza espiri­tual y su gravedad religiosa, con la misteriosa atracción de su poderío, como sólo es dado hacerlo a las creaciones únicas e inmutables del espíritu humano. Era el momento único e inimitable en que la fe de la antigua Grecia vio en este mundo, transfigurado y henchido de di­vinidad, y dentro de los límites de lo terrenal, la posibilidad de llegar a la "perfección" y de elevar la figura humana a la cumbre de la divinidad, y en que fue posible concebir la propia santificación me­diante la lucha de nuestra naturaleza mortal para acercarnos a aquel modelo de dioses en forma humana que los artistas ponían ante nues­tros ojos, de acuerdo con las leyes de aquella perfección.
La poesía de Píndaro es arcaica. Pero lo es en un sentido muy distinto de las obras de sus contemporáneos y aun de los poetas pre­clásicos más antiguos. Los yambos de Solón aparecen al lado de él como modernos en el lenguaje y el sentimiento. La variedad, la abun­dancia, la lógica y la severa amplitud de la poesía de Píndaro es sólo la vestimenta exterior y "acomodada a los tiempos" de una pro­funda, íntima antigüedad, fundada en la rigurosa sujeción de su ac­titud espiritual y en la peculiaridad de su forma histórica de vida. Cuando a partir de la "antigua" cultura de Jonia nos acercamos a Píndaro, tenemos la impresión de que se desploma la unidad de la evolución espiritual que, a partir de la epopeya de Homero, irradia en línea recta hacia la lírica individual y la filosofía natural de los jonios, y entramos en otro mundo. Aunque Hesíodo fue discípulo de Homero y del pensamiento jónico, al leerlo tenemos la impre­sión de que se abre súbitamente ante nuestra mirada una antigüedad enterrada en el suelo materno, bajo los fundamentos de la epopeya. Lo mismo, y aún más, nos hallamos ante Píndaro en un mundo del cual nada sabían los jonios del tiempo de Hecateo y Heráclito, mun­do que es, en muchos respectos, más antiguo que Homero y su cul­tura humana, en el cual aparecen ya los primeros resplandores de la primitiva constelación del pensamiento jonio. Pues por mucho que la fe aristocrática de Píndaro tenga de común con la epopeya, lo que en (198) Homero aparece ya casi sólo como un juego jovial, tiene para Píndaro la más grave seriedad. Ello depende, naturalmente, en parte, de la diferencia entre la poesía épica y los himnos pindáricos. Se trata, en la segunda, de mandamientos religiosos; en la primera, de una narración coloreada de la vida. Pero esta diferencia en la actitud poé­tica no se origina sólo en la forma y en el propósito externo del poema, sino de la íntima y profunda vinculación de Píndaro a la aristocracia que describe. Sólo porque pertenecía esencialmente a ella pudo ofrecernos la poderosa imagen de su ideal que hallamos en sus poemas.
La obra de Píndaro tuvo en la Antigüedad un volumen mucho mayor que la que ha llegado hasta nosotros. En los tiempos moder­nos un afortunado hallazgo realizado en Egipto nos ha dado una idea de su poesía religiosa hasta entonces perdida. Sobrepasa con mucho la masa de los himnos triunfales o epinicios, como después se los ha llamado, pero no es esencialmente distinta de ellos. También en los himnos a los vencedores en las luchas de Olimpia, Delfos, el istmo y Nemea, se revela el sentimiento religioso de los agones y la emula­ción sin ejemplo que se desarrolla en ellos constituye la culminación de la vida religiosa del mundo aristocrático.
El espíritu propio de la antigua gimnasia helénica, en el más amplio sentido de la palabra, se halla, desde los siglos más primitivos a que alcanza nuestra tradición, íntimamente vinculado a las fiestas de los dioses. Las fiestas olímpicas y posteriores tuvieron acaso su origen en los juegos funerarios celebrados en honor de Pelops en Olimpia, análogos a los que nos describe la Ilíada en honor de Patroclo. Sabido es que los juegos funerarios podían ser también cele­brados periódicamente, como los de Adrastro en Sicyon, aunque éstos tuvieran otro carácter. Semejantes fiestas pudieron haber sido cele­bradas tempranamente en honor del Zeus olímpico. Y el hallazgo de ofrendas con figuras de caballos en los más antiguos santuarios, per­mite colegir la existencia de carreras de carros en los más primitivos cultos de aquellos lugares, mucho tiempo antes de lo que la tradición relativa a los juegos olímpicos nos dice sobre el primer triunfo de Coroibos en las carreras a pie. En el curso de los siglos arcaicos se celebraban periódicamente otras tres fiestas agonales según el mo­delo de la que en tiempo de Píndaro se celebrara en Olimpia, pero ninguna de ellas alcanzó jamás la importancia de ésta. El desarrollo de las agonales, desde las simples carreras hasta los complicados pro­gramas que se reflejan en los himnos triunfales de Píndaro, fue di­vidido por la tradición posterior en etapas perfectamente establecidas. Pero el valor de estos datos no es indiscutible.
Pero no nos hemos de ocupar aquí de la historia de los juegos agonales ni del aspecto técnico de la gimnasia. Que las primitivas luchas eran originariamente propias de la aristocracia se desprende de la naturaleza de las cosas y es confirmado por la poesía. Ello es (199) una presuposición esencial de la concepción de Píndaro. Aunque en su tiempo las luchas gimnásticas habían dejado de ser un privilegio de clase, las antiguas estirpes tomaban una parte directiva en ellas. Tenían la ventaja que da la posesión de tiempo y medios para con­sagrarse a un largo entrenamiento. Entre los nobles no sólo era tra­dicional la más alta estimación de los juegos agonales, sino que habían heredado las cualidades corporales y anímicas necesarias para ellos. Sin embargo, con el tiempo los miembros de la burguesía fueron adquiriendo las mismas cualidades y llegaron a ser vencedores en las luchas. Sólo más tarde fue vencida por el atletismo profesional aque­lla raza de luchadores de alto rango formada en el esfuerzo perseve­rante y en una tradición inquebrantable, y sólo entonces hallaron un eco tardío, pero persistente, las lamentaciones de Jenófanes sobre la sobrestimación de la "fuerza corporal" bruta y ajena al espíritu. En el momento en que el espíritu se consideró como algo opuesto o aun enemigo del cuerpo, el ideal de la antigua agonística fue degrada­do sin esperanza de salvación y perdió su lugar predominante en la vida griega, aunque persistió como simple deporte durante largos siglos. Originariamente nada era más ajeno a él que el concepto puramente intelectual de la fuerza o eficiencia "corporal". La uni­dad de lo espiritual y lo corporal, irreparablemente perdida para nosotros, que admiramos en las obras maestras de la escultura griega, nos muestra el camino para llegar a la comprensión de la grandeza humana del ideal agonal, aunque la realidad no haya correspondido nunca a ella. No es fácil determinar hasta qué punto tenía razón Jenófanes. Pero el arte nos enseña lo bastante para comprender que no era un intérprete adecuado de aquel alto ideal, cuya incorporación a la imagen de la divinidad fue la tarea preeminente del arte religioso de la época.
Los himnos de Píndaro se hallan vinculados al más alto momento de la vida del hombre agonal, a las victorias de Olimpia o de las otras grandes luchas de la época. El poema presupone la victoria y se consagra a festejarla y es de ordinario cantado por un coro de jóvenes en el momento o poco después del retorno del vencedor. Esta vinculación de los cantos de victoria a su ocasión externa tiene un sentido religioso como en los himnos de los dioses. Esto no es algo obvio. Luego que en conexión con la epopeya ajena al culto se formó una poesía individual, mediante la cual trataba el hombre de dar expresión a sus sentimientos e ideas, apareció también en los himnos consagrados desde los tiempos más lejanos a la alabanza de los dio­ses y cantados en el culto, y paralelamente en los cantos de los héroes, un espíritu más libre. Esto introdujo múltiples cambios en su anti­gua forma convencional: o el poeta acogía sus propias ideas religio­sas y convertía así el canto en expresión de sus sentimientos personales o, como en la lírica jónica y eólica, empleaba los himnos y las ple­garias como meras formas para manifestar libremente los más profundos (200) sentimientos del yo humano frente a un "tú" sobrehumano. Un paso ulterior, que muestra el progreso del sentimiento individual, aun en la metrópoli, fue la transformación de los himnos al servicio de los dioses en cantos consagrados a la glorificación del hombre, que se realiza hacia el final del siglo VI. El hombre mismo se con­vierte en objeto de los himnos. Esto no era naturalmente posible más que con la divinización de los hombres que se realizó en los vence­dores olímpicos. Pero la secularización de los himnos es indubitable y llega a su plenitud con la "musa que proporciona dinero" del gran poeta contemporáneo Simónides de Julis en Ceos, que consagró su especialidad a los himnos a los vencedores, así como a otras clases de poesía profana de ocasión, y con su sobrino Baquílides, inferior en importancia, pero competidor suyo y de Píndaro.
Por primera vez en Píndaro, los himnos a los vencedores se con­vierten en una especie de poesía religiosa. Al aceptar su concepción aristocrática de los agones que luchan para llegar a la perfección de su humanidad, desde el punto de vista de una interpretación religiosa y ética de la vida, se convierte en el creador de una nueva lírica que penetra de un modo inaudito en lo más profundo de la existencia humana y parece elevarse hasta los más altos y misteriosos problemas de su destino. Y no hay poeta alguno que se mueva con la libertad soberana de este grave maestro consagrado a un nuevo arte religioso que se ha dado a sí mismo la ley de su libre sujeción. Sólo en esta forma tiene para él derecho a la existencia un himno consagrado a los vencedores humanos. Una vez que lo hubo arrebatado a sus in­ventores y se lo hubo apropiado mediante estas transformaciones esenciales, puede atreverse a sostener su convicción de que era el úni­co que comprendía la verdadera significación del noble objeto a que se consagraba. Esta transformación de los himnos triunfales le per­mite dar nueva validez a aquellos ideales en una época completamente distinta, y la nueva forma de canto alcanza su "verdadera naturaleza" al ser animada por la verdadera fe aristocrática. En su relación con el vencedor, lejos de sentir una dependencia, indigna de un poeta, o de ponerse al servicio de sus deseos como un artesano, desconoce el or­gullo espiritual de la condescendencia y se sitúa a la misma altura que el vencedor, sea éste rey, noble o simple ciudadano. El poeta y el vencedor se hallan, para Píndaro, íntimamente unidos, y renueva así, mediante esta relación inusitada en su tiempo, el sentido originario de los más antiguos cantores, consagrados a la glorificación de los grandes hechos.
Así, Píndaro devuelve a la poesía el espíritu heroico, del cual brotó en los tiempos primitivos, y la exalta, por encima de la mera narración de los acaecimientos o de la bella expresión de los propios sentimientos, hasta el elogio de lo ejemplar. La vinculación a la oca­sión cambiante, y en apariencia exterior y fortuita, es la mayor fuerza de su poesía. El vencedor reclama el canto. Esta idea normativa es (201) el fundamento de la poesía de Píndaro. Constantemente vuelve a ella "cuando descuelga la lira doria" y hace resonar sus cuerdas. Toda cosa tiene sed de otras; pero la victoria prefiere el canto, el compa­ñero más adecuado de las coronas y las virtudes varoniles. Afirma que alabar al noble es "la flor de la justicia". Es más, con frecuen­cia el canto es considerado como la "deuda que tiene el poeta para con el vencedor". La aretá —debemos escribir esta palabra en la severa forma y con la resonancia dórica del lenguaje pindárico—, la areté que triunfa en la victoria, no quiere "esconderse silenciosa bajo la tierra", demanda hacerse eterna en las palabras del poeta. Pín­daro es el verdadero poeta, a cuyo contacto todas las cosas de este mundo corriente y banal recobran como por arte de encantamiento el frescor y el sentido de su fuente originaria. "La palabra —dice en su canto al egineta Timasarco, vencedor en la lucha de muchachos— sobrevive a los hechos, cuando la lengua, con el éxito que otorgan las Carites, bebe de lo más profundo del corazón."
Conocemos poco de la antigua lírica coral para determinar con seguridad el lugar de Píndaro en el curso de su historia, pero parece que creó algo nuevo y no es posible "derivar" su poesía de ella. La elaboración de la epopeya y su conversión en lírica por la antigua poesía coral, que tomó la materia mítica de la poesía épica y la tras­puso en forma lírica, se mueve en un sentido opuesto al de Píndaro, aunque el lenguaje de éste le deba mucho. Podríamos hablar, más bien, de un renacimiento del espíritu heroico de la épica y de su au­téntica glorificación de los héroes en su lírica. No podía darse mayor contraste entre la libre expresión de lo individual en la poesía jónica y eólica, desde Arquíloco hasta Safo, que esta subordinación del poeta a un ideal social y religioso y la consagración casi sacerdotal del poeta, con el alma entera, al servicio de este heroísmo de la Antigüe­dad aún perviviente.
Esta concepción de Píndaro sobre la esencia de su poesía arroja también nueva luz sobre su forma. La explicación filológica de los himnos ha puesto mucha atención sobre este problema. Por primera Vez August Boeckh, en su gran edición de Píndaro, ha tratado de comprender al poeta mediante el pleno conocimiento de su situación histórica y de las íntimas intuiciones de su espíritu. Trató de hallar su idea rectora en la unidad oculta en el curso ideológico difícilmente abarcable de los cantos a los vencedores. Ello le llevó a la adopción de construcciones insostenibles. Wilamowitz y su generación abando­naron este camino y se consagraron con mayor acierto a comprobar la múltiple variedad que ofrecen los himnos a la consideración inme­diata. El progreso en la explicación del detalle de Píndaro ha sido debido, en parte, a esta resignación. Pero la obra de arte, conside­rada como un todo, sigue siendo un problema insoluble. Y en un poeta como Píndaro, cuyo arte se halla tan íntimamente vinculado con una tarea ideal única, es doblemente justificado preguntar si en (202) sus poemas hay una unidad de forma que sobrepase a la unidad de estilo. No existe, evidentemente, en el sentido de una rígida construc­ción esquemática. Pero el problema adquiere precisamente su más alto interés más allá de esta simple evidencia. Nadie puede creer hoy ya en una entrega genial y espontánea a los dictados de la fan­tasía, como se pensó en los tiempos del Sturm und Drang, atribuyendo a Píndaro lo que era propio de sus peculiares convicciones. Y cuan­do, todavía hoy, ante la forma total de los himnos pindáricos, se da in­conscientemente cabida a semejante interpretación, ello no está de acuerdo con la tendencia de las últimas generaciones a no fijarse sólo en la originalidad de su arte, sino cada vez más en su elemento técnico y profesional.
Si partimos de la conexión inseparable entre el vencedor y el poema, tal como la hemos establecido antes, se nos ofrecen diversas posibilidades, mediante las cuales la fantasía del poeta podía apode­rarse de su objeto. Podía descubrir las impresiones reales de la lucha o de las carreras de carros, la emoción de los espectadores, los re­molinos de polvo, el crujir de las ruedas, tal como lo hace Sófocles en la dramática descripción de las carreras de carros de Delfos, en Electra. Píndaro no parece haber prestado mucha atención a este aspecto de la lucha. Sólo la menciona en alusiones típicas y margi­nales. Piensa, sobre todo, en el esfuerzo de la lucha más que en la descripción de los fenómenos sensibles. La mirada del poeta se dirige sobre todo al hombre que ha alcanzado la victoria.[13] La victoria es para él la manifestación de la más alta aretá humana. Y este con­vencimiento es lo que determina la forma de sus poemas. Lo que más importa es, por tanto, tener plena conciencia de esta convicción, pues­to que aun para el poeta griego, y a pesar de su estricta sujeción a las reglas del género, la forma de su íntima intuición es, en último término, la raíz de su peculiar forma de exposición.
La propia conciencia poética de Píndaro ha de ser nuestro mejor guía. Se siente competidor de los escultores y de los arquitectos, y toma con frecuencia sus metáforas de su esfera. Recordando los ri­cos tesoros de las ciudades griegas depositados en el recinto sagrado de Delfos, sus poemas le aparecen como un tesoro de himnos. Con­sidera el grandioso proemio de sus cantos como una fachada ador­nada con columnatas. Y al comienzo del quinto canto nemeo, com­para su posición ante el vencedor que glorifica con la del escultor ante su obra. "No soy un escultor que crea sus obras inmóviles sobre su zócalo." Verdad que este "no soy" expresa el sentimiento de ser algo distinto. Pero lo que a continuación sigue muestra que se halla (203) convencido de que lo que crea no es algo menor, sino mayor. "Cami­na, dulce canción, desde Egina, sobre todos los navíos y pequeños botes, y anuncia que Piteas, el poderoso hijo de Lampón, ha conquis­tado en Nemea la corona del pancracio." La comparación era evidente, porque en tiempo de Píndaro sólo se hacían estatuas a los dioses o a los vencedores en las luchas atléticas. Pero la semejanza va más allá. Las esculturas de los vencedores en la plástica coetánea mues­tran la misma relación con la persona glorificada. No nos dan sus rasgos personales, sino el ideal de la forma humana tal como la ha conformado el entrenamiento para la lucha. No podía hallar Píndaro una mejor comparación para su arte. Tampoco tiene ante la vista al hombre individual. Celebra al portador de la más alta aretá. La ac­titud de ambos surge inmediatamente de la esencia de las Olimpiadas y de la concepción del hombre en que se funda. La misma compa­ración hallamos de nuevo, no sabemos si apoyándose conscientemente en Píndaro, en la República de Platón, cuando compara a Sócrates con un escultor, una vez que ha formado la imagen ideal de la areté del futuro filósofo gobernante. Y en otro lugar de la República, donde explica fundamentalmente el carácter del modelo ajeno a la realidad, compara la destreza idealizadora del filósofo con el arte del pintor, que no crea hombres reales, sino un ideal de la belleza.[14] Aquí se revela la profunda conexión, consciente ya para los griegos, entre el arte helénico, especialmente la escultura con sus estatuas de dioses y vencedores, y la acuñación de un altísimo ideal humano en la poesía pindárica y, más tarde, en la  filosofía  de Platón.   Uno   y   otros se aliaban impregnados del mismo espíritu.   Píndaro  es el escultor en su más alta potencia.   Forma, con sus vencedores, los auténticos mo­delos de la aretá.
La perfecta compenetración de Píndaro con su vocación sólo pue­de ser comprendida mediante su comparación con sus contemporá­neos, los poetas Simónides y Baquílides. La glorificación de la virtud humana era en ambos un accesorio convencional de los cantos al vencedor. Fuera de eso, Simónides se halla lleno de consideraciones personales que demuestran que, independientemente de esta ocasión, al comienzo del siglo V, la areté empezaba a convertirse en un pro­blema. Habla con bellas palabras de su extraordinaria rareza en esta tierra. Habita en las cumbres escarpadas e inaccesibles rodeada de un coro de ágiles ninfas. No todo mortal puede contemplarla sin que el sudor corra por su alma y penetre hasta lo más íntimo. Por pri­mera vez encontramos la palabra a)ndrei/a para expresar esta virtud humana, evidentemente todavía con una significación muy amplia. Es explicada en el célebre escolio de Simónides al noble Escopas de Tesalia. En él aparece un concepto de la areté que comprende a la (204) vez el cuerpo y el alma.[15] "Difícil es llegar a ser hombre de autén­tica areté, recto y sin falta, en las manos y en los pies y en el espí­ritu." El alto y consciente arte sobre el cual descansa su rigurosa y severa norma debió revelarse en estas palabras a los contemporáneos del poeta, que debían tener ya un nuevo y especial sentimiento acer­ca de él. Con esto podemos comprender ya el problema que suscita Simónides en sus escolios. El destino hunde a menudo al hombre en una desventura sin salida que no le permite alcanzar su perfección. Sólo la divinidad es perfecta. El hombre no puede serlo cuando los dedos del destino lo tocan. Sólo alcanzan la areté aquellos a quienes aman los dioses y les envían buena fortuna. De ahí que ensalce el poeta a todos aquellos que no se entregan voluntariamente a lo abyecto. "Cuando hallo, entre aquellos que alimenta la tierra, un hombre to­talmente irreprensible, me creo en el deber de proclamarlo entre vos­otros."
Simónides de Ceos es un testimonio de la más alta importancia para explicar un proceso espiritual, que se desarrolla de un modo creciente y persistente en la lírica jónica a partir de Arquíloco y que penetra en el corazón mismo de la ética aristocrática: la conciencia creciente y persistente de la dependencia del hombre, en todas sus acciones, en relación con el destino. Se halla de un modo explícito en los cantos a los vencedores de Simónides lo mismo que en los de Píndaro. En Simónides se cruzan múltiples y distintas corrientes de tradición: esto es lo que lo hace particularmente interesante. Se halla en la línea de las culturas jónica, eólica y dórica, y es el típico re­presentante de la cultura panhelénica que se desarrolla al final del siglo VI. Pero por lo mismo, y a pesar de ser insustituible para la historia del problema de la idea griega de la areté —en la interpre­tación que Sócrates en el Protágoras de Platón disputa con los sofistas acerca de sus escolios—, no es el pleno representante de la ética aristocrática, en el sentido de Píndaro. No es posible omitirlo en una historia de la concepción de la areté en el tiempo de Píndaro y Es­quilo. Sin embargo, no es posible decir que fuera para este gran artista otra cosa que el objeto inagotable de interesantes considera­ciones. Es el primer sofista. Para Píndaro, en cambio, es la areté no sólo la raíz de su fe, sino el principio creador de su forma poética. Los elementos conceptuales que acepta o rechaza se hallan determi­nados por su consagración a la gran tarea de cantar a los vencedores, como portadores de la areté. Más que en cualquier otra parte de la poesía griega, la comprensión de la forma artística de la intuición depende en Píndaro de las normas humanas que encarna. No es po­sible mostrar esto en detalle porque no entra en nuestros propósitos el análisis de la forma artística por sí misma.[16] Sin embargo, para (205) proseguir el análisis de la idea pindárica del hombre noble es preciso considerar con algún mayor detalle el problema de la forma de su poesía.
La noble percepción de la aretá se halla, para Píndaro, en íntima conexión con los hechos de los antepasados famosos. Considera siem­pre al vencedor a la luz de las orgullosas tradiciones de su estirpe. Hace honor a los antepasados de cuyo resplandor participa. No hay en esta referencia disminución alguna del servicio debido a los por­tadores actuales de tal herencia. Sólo es divina la aretá porque un dios o un héroe ha sido el antepasado de la familia que la posee. Su fuerza procede de él y se renueva constantemente en los individuos que constituyen la serie de las generaciones. No es posible conside­rarla, por tanto, desde un punto de vista puramente individual, pues la sangre divina es la que realiza todo lo grande. Así, toda glorifi­cación de un héroe desemboca rápidamente en Píndaro en el elogio de su sangre, de sus antepasados. El elogio tiene su lugar fijo en los epinicios. Mediante la entrada en este coro se sitúa al vencedor al lado de los dioses y de los héroes. "¿A qué dios, a qué héroe, a qué hombre ensalzaré?", así comienza el segundo poema olímpico. Al lado de Zeus, por el cual es sagrada Olimpia, al lado de Heracles, fundador de las Olimpíadas, sitúa a Terón, señor de Agrigento, ven­cedor en la carrera de carros de cuatro caballos, "mantenedor de la prez de la raza de su padre y de la noble resonancia de su nom­bre". Naturalmente no es posible proclamar siempre los bienes y la fortuna de la estirpe del héroe. La libertad humana y la profun­didad religiosa del poeta se ofrecen en todo su esplendor allí donde cae sobre las altas virtudes de los hombres la sombra de las mise­rias enviadas por los dioses. Quien vive y actúa, debe sufrir. Tal es la fe de Píndaro en un todo de acuerdo con las creencias griegas. La acción, en este sentido, se halla reservada a los grandes. Sólo de ellos es posible decir, con pleno sentido, que verdaderamente su­fren. Así el Aión ha otorgado a la familia de Terón y de su pa­dre, Pluto y Caris en premio a su auténtica virtud. Pero los ha envuelto también en culpas y pesadumbres. "El tiempo no puede des­hacer lo hecho. Pero puede, en parte, sobrevenir al olvido, Latha, cuando un demonio bueno interviene en su destino. La pesadumbre muere, a pesar de su tenaz repugnancia, dominada por la noble ale­gría, cuando la moira de Dios otorga la rica prosperidad de una felicidad más alta."
No sólo la felicidad y la fortuna de un linaje, sino también su aretá, es otorgada por los dioses. De ahí que sea un grave problema para Píndaro explicar cómo es posible que, tras una larga sucesión (206) de hombres famosos, desaparezca de pronto. Esto aparece como una inexplicable ruptura en la cadena de testimonios de la fuerza divina de una estirpe que une la actualidad del poeta con los tiempos he­roicos. Los nuevos tiempos, que no conocen ya la aretá de la sangre, han de haber reparado en estos representantes indignos de su linaje. En el sexto himno nemeo habla Píndaro de esta interrupción de la aretá humana. La raza de los hombres y la raza de los dioses se hallan profundamente separadas. Sin embargo, palpita en ambas la misma vida, pues ambas proceden de la misma madre tierra. Pero nuestra fuerza es muy diferente de la suya. La raza mortal es nada. El cielo, donde los dioses reinan, es un lugar imperturbable. Sin em­bargo, nos asemejamos a los dioses por nuestro espíritu y nuestra naturaleza, a pesar de la inseguridad de nuestro destino. Así demues­tra hoy Alcimidas, vencedor en la lucha de muchachos, que en su sangre palpita una fuerza análoga a la de los dioses. Parece desapa­recer en su padre. Pero reaparece en el padre de su padre, Praxídamas, gran vencedor en Olimpia, en el istmo y en Nemea. Terminó con sus victorias el oscuro olvido de su padre Socleides, hijo sin gloria de un padre con gloria. Ocurre como en los campos, que ora dan a los hombres su pan cotidiano, ora se lo rehúsan. Verdad es que el orden aristocrático descansa en la descendencia de representantes pro­minentes. Que en el crecimiento de las generaciones de una casa pueda darse una mala cosecha, una aforía, es para el pensamiento griego algo evidente. Es una idea que hallamos de nuevo en la Antigüedad tardía, cuando el autor de De lo sublime trata de investigar las causas de la desaparición de los grandes espíritus creadores en época de los epígonos.
Al celebrar la memoria de los antepasados, cuya acción sobre los vivientes no se limitaba en la metrópoli a ser un recuerdo personal, sino que mantenía con piadosa veneración al lado de las tumbas, nos ofrece toda una filosofía, llena de profundas reflexiones acerca de los servicios, las dichas y las penas de una humanidad bendecida, a través de las generaciones, con los más altos bienes de la tierra, provista de las más altas tradiciones. La historia de las familias nobles de su tiempo le proporcionaba abundante material para ello. Pero lo que le importaba de los pasados era el poderoso estímulo educador del ejemplo. La glorificación del pasado y su nobleza era desde Homero el rasgo fundamental de la educación aristocrática. Si el elogio de la aretá es la tarea preeminente del poeta, es evidente que éste es el educador, en el sentido más noble de la palabra. Pín­daro realiza esta misión con la más alta conciencia religiosa. En esto se distingue de los cantos impersonales de Homero. Sus héroes son hombres que viven y luchan en su tiempo. Pero los sitúa en el mundo de los mitos. Esto significa para Píndaro colocarlos en un mundo de modelos ideales, cuyo esplendor irradia sobre ellos y cuyo elogio debe moverlos a elevarse a semejante altura y despertar sus mejores fuerzas. (207) Esto da al empleo de los mitos su peculiar sentido y valor. La censura, tal como la ha practicado el gran Arquíloco en sus poe­mas, le parece innoble.[17] Se dice que sus detractores hicieron saber a Hierón, rey de Siracusa, que el poeta lo había denigrado. En la dedicatoria de su segundo canto pítico. Píndaro, consciente de sus deberes de gratitud, rechaza esta acusación. Pero aunque persiste en el elogio, muestra también al rey, que desde lo alto de su dignidad no ha de prestar oído a sus sugestiones, un modelo a imitar. Evita al señor la necesidad de ver algo más alto sobre sí, pero, como poeta. debe decirle cuál es su verdadero yo, ante el cual no debe nunca quedarse atrás. En este punto alcanza la idea del modelo de Píndaro su mayor profundidad. La sentencia "deviene lo que eres", ofrece la suma de su educación entera. Éste es el sentido de todos los mo­delos míticos que propone a los hombres. En ellos se muestra la imagen más alta de su propio ser. Una vez más se muestra patente cuan profunda es la conexión social, espiritual e histórica de esta paideia de los nobles con el espíritu educador de la filosofía de las ideas de Platón. En ella se halla enraizada y es, por otra parte, ajena a la filosofía natural de los jonios, con la cual la ha puesto en conexión, de un modo unilateral y casi exclusivo, la historia de la filosofía. En las introducciones a nuestras ediciones de Platón no se dice una palabra de Píndaro. En cambio, aparecen siempre en ellas, como una enfermedad eterna y en forma de incrustaciones ex­trañas, las materias primeras de los hilozoístas.
El elogio pindárico, tal como lo ejerce ante el rey Hierón, no requiere menos libertad de espíritu que la crítica, y obliga mucho más. Para aclarar lo dicho no hay más que tomar el ejemplo más sencillo del elogio educador de Píndaro: la sexta oda pítica. Está consagrada a Trasíbulo, hijo de Jenócrates, hermano del tirano Terón de Agrigento; es un joven venido a Delfos, para conducir el tiro de su padre en las carreras. Píndaro celebra su triunfo en un corto him­no en el cual elogia el amor filial de Trasíbulo. Para la antigua ética caballeresca es el deber más preeminente, después de la venera­ción a Zeus, el señor de los cielos. Quirón, el sabio centauro, proto­tipo de un educador de los tiempos heroicos, lo imprimió ya en la mente del pélida Aquiles, cuando lo tuvo a su cuidado. A la invoca­ción de esta venerable autoridad sigue la mención de Antíloco, hijo de Néstor, que en la guerra de Troya dio su vida por su anciano padre en lucha con Memnón, caudillo de los etíopes. "Entre los con­temporáneos, Trasíbulo es el que se ha acercado más a la norma de su padre." Aquí se pone en contacto el elogio de la virtud del hijo con el modelo mítico de Antíloco, cuyos hechos relata brevemente. De este modo, cada caso individual es referido al mito mediante el rico tesoro de paradigmas que posee la sabiduría del poeta. La compene­tración de lo actual con lo mítico se muestra como una fuerza idealizadora (208) y transfiguradora de primer orden. El poeta vive y se mueve enteramente en un mundo en el cual el mito es tan real como la realidad; y lo mismo si celebra el triunfo de un antiguo noble que el de algún tirano rápidamente encumbrado o el del hijo de un bur­gués sin ascendencia, los eleva al honor casi divino a que se han hecho acreedores mediante el contacto con la varita mágica de su sabi­duría sobre el alto sentido de estas cosas.
La conciencia educadora de Píndaro halla su modelo mítico en el filirida Quirón, el sabio centauro, maestro de los héroes. Lo hallamos también en el tercer poema nemeo, rico en ejemplos míticos. Tam­bién en él son ejemplo los antepasados del vencedor, Peleo, Telamón y Aquiles. El espíritu del poeta evoca al último en la cueva de Qui­rón, donde fue educado. ¿Pero es posible la educación en la creencia de que la aretá se halle en la sangre? Píndaro ha tomado repetida­mente posición ante este problema. En realidad, el problema fue ya suscitado por Homero en el canto de la Ilíada en que Aquiles es en­frentado con el educador Fénix en el momento decisivo, y la admo­nición de éste se muestra ineficaz ante el endurecido corazón del héroe. Sin embargo, allí se trata del problema de la posibilidad de torcer el carácter innato, mientras que en Píndaro aparece la moderna cuestión de si la verdadera virtud se puede enseñar o se halla en la sangre. No olvidemos que en Platón reaparece constantemente una cuestión análoga. Por primera vez se formula en la lucha entre la an­tigua concepción de la nobleza y el nuevo espíritu racional. Píndaro rompe el secreto y da su respuesta en el tercer canto nemeo:

La gloria sólo tiene su pleno valor
cuando es innata.  Quien sólo posee
lo que ha aprendido, es hombre oscuro e indeciso,
jamás avanza con pie certero.
Sólo cata
con inmaturo espíritu
mil cosas altas.

Aquiles asombra a Quirón al mostrarle, ya de muchacho, su espí­ritu noble, sin haber tenido jamás maestro alguno. Así lo anuncia el poema. El que, según Píndaro, lo sabe todo, dio también a aquella pregunta su justa respuesta. La educación sólo puede dar algo cuando existe la aretá, como en los esclarecidos discípulos de Quirón, Aquiles, Jasón y Asclepio, a los cuales el buen centauro "cuidó de dar todo lo útil y provechoso". En la plenitud de cada una de estas palabras se halla el fruto de un largo conocimiento sobre el problema. En ellas se muestra la actitud consciente y cerrada con que la nobleza defendía su posición en aquel tiempo de crisis.
El arte del poeta, como la aretá de las Olimpiadas, no puede enseñarse. Es, por su naturaleza, "sabiduría". Píndaro designa cons­tantemente el espíritu poético con la palabra σοφία. No es posible (209) traducirla con propiedad. Cada cual la siente como la sustancia mis­ma del espíritu y de la acción pindárica. Y ello varía con las inter­pretaciones. Quien lo considere como la pura inteligencia artística capaz de producir bellos poemas, lo interpretará en sentido estético. Homero denomina σοφός al carpintero, y todavía en el siglo ν la pala­bra podía significar la destreza técnica. Nadie puede dejar de sentir que cuando Píndaro la usa tiene un grave peso. En aquellos tiempos se había empleado ampliamente para designar un conocimiento, una comprensión de algo no habitual para el hombre del pueblo y ante lo cual éste se hallaba dispuesto a inclinarse. De este tipo era el saber poético de Jenófanes, que orgullosamente denomina "mi sabi­duría" a su revolucionaria crítica de las concepciones corrientes del mundo. Aquí se siente la imposibilidad de separar la forma de la idea. Ambas forman en su unidad la σοφία. Υ no podía ser de otro modo el arte de Píndaro, profundamente reflexivo. El "profeta de las musas" es el conocedor de la "verdad". La "saca del fondo del corazón". Juzga sobre el valor de los hombres y distingue los "verdaderos discursos" de las tradiciones míticas de aquellas que or­namenta la mentira. El portador de los divinos mensajes de las musas se sienta al lado de los reyes y de los grandes como entre sus iguales, en lo alto de la humanidad. No apetece el aplauso de la masa. "Séame permitido estar en trato con los nobles y agradarles." Así termina el segundo poema pítico al rey Hierón de Siracusa.
Pero aunque los "nobles" sean los grandes de la tierra, no por ello es el poeta cortesano. Sigue siendo "el hombre esencial, que se conduce del mejor modo bajo todos los regímenes, bajo la tiranía o cuando domina la horda insolente lo mismo que cuando defienden a la ciudad las personas de espíritu superior".[18] Sólo entre los nobles existe la sabiduría. Así su poesía es esotérica en el sentido más pro­fundo de la palabra. "Traigo bajo mis brazos las más veloces flechas, en su carcaj. Hablan sólo a los que entienden y necesitan siempre de intérprete. Sabio es aquel que sabe mucho en virtud de su propia sangre. Y ya pueden los doctos agitar desvergonzadamente, en coro, sus lenguas, para graznar en balde, como cuervos, al ave divina de Zeus." [19] Los "intérpretes" que necesitan sus cantos —las "flechas"— son las almas grandes capaces de participar en la esencia de la más alta intelección. No sólo en este lugar hallamos en Píndaro la imagen del águila. El tercer canto nemeo termina así: "Pero el águila es pronta entre todas las aves. Aprehende de pronto a lo lejos y agarra presa ensangrentada. Los cuervos graznan y se alimentan en lo bajo." El águila se convierte en el símbolo de su propia conciencia artística. No es una simple imagen, sino una cualidad metafísica del espíritu. Su esencia es vivir en lo alto, en las alturas inaccesibles, y Se mueve libre y sin freno en el reino del éter, mientras que los (210) graznantes cuervos buscan su sustento en lo bajo. El símbolo tiene su historia desde el contemporáneo Baquílides hasta el magnífico verso de Eurípides: "El éter todo se abre libre al vuelo del águila." En ella halla expresión la noble conciencia espiritual del poeta. Este tí­tulo de nobleza es para nosotros, en verdad, imperecedero. Tampoco aquí le abandona la fe en la aretá de la sangre. Así explica el abismo que siente entre la fuerza poética que lleva en la sangre, y el saber de "los que han aprendido" (μαθόντες). Sea cual fuere nuestra opi­nión sobre la doctrina de la nobleza de sangre, no es posible desco­nocer el abismo trazado por Píndaro entre la nobleza innata y todo saber y poder aprendido, porque la diferencia entre lo uno y lo otro se funda en la verdad y la razón. Ha pronunciado esta palabra a la entrada de la puerta que conduce a la época de la cultura griega en que habían de adquirir la enseñanza y el saber una extensión insospechada y la razón su mayor importancia.
Salimos con ello del mundo aristocrático que parece perderse gra­dualmente en el silencio y nos confiamos de nuevo al torrente de la historia que pasa sobre él cuando parecía detenerse. También Pín­daro se yergue sobre ese mundo —no por su opinión, pero sí por su acción— en los grandes poemas en que, ya reconocido como poeta de importancia panhelénica, celebra las victorias obtenidas en las carre­ras de carros por los poderosos tiranos de Sicilia, Terón y Hierón. Ennoblece en él los nuevos estados que han creado, adornándolos con la gloriosa magnificencia de sus ideales aristocráticos, y así ensalza su valor. Veremos acaso en ello un contrasentido histórico, aunque toda fuerza usurpada y sin ascendencia quiere adornarse con los pro­minentes arreos de la grandeza pasada. Píndaro mismo supera enor­memente en estos poemas los convencionalismos aristocráticos, y su voz personal no resuena en parte alguna de un modo tan inconfundi­ble como aquí. Ve en la educación de los reyes la última y más alta tarea de los poetas nobles en los nuevos tiempos. Como más tarde Platón, esperaba poder influir en ellos, inducirlos a realizar en el mun­do que empieza los anhelos políticos que le animaban y a poner un dique a la osadía de la masa. Así los hallamos como huésped en la brillante corte del vencedor de los cartagineses, Hierón de Siracusa, al lado de Simónides y Baquílides, los grandes entre "los que han aprendido", como más tarde a Platón en la corte de Dionisio, al lado de los sofistas Polixeno y Aristipo.
Sería interesante saber si los pasos de Píndaro se cruzaron con los de otro grande: Esquilo de Atenas, que visitó también a Hierón, cuando por segunda vez representó Los persas en Siracusa. Mientras tanto, el ejército del estado popular de Atenas, a los veinte años de su fundación, derrotó a los persas en Maratón y decidió en Salamina, mediante su flota, sus generales y el aliento de su espíritu político, el triunfo de la libertad de todos los griegos de Europa y del Asia Me­nor. La patria de Píndaro permaneció ausente de esta lucha nacional, (211) en una neutralidad ignominiosa. Si buscamos en sus cantos un eco del destino heroico que despertaba en la Hélade entera nuevas energías para el futuro, percibiremos sólo en el último poema ístmico la angustiosa expectación de un corazón profundamente escindido. Ha­bla sólo de la "piedra de Tántalo" que ha gravitado sobre la cabeza de Tebas y ha sido removida por un Dios clemente: pero no sabemos si se refiere al peligro persa o al odio de los vencedores griegos, cuya causa ha traicionado Tebas y cuya venganza amenazó destruir­la. No Píndaro, sino su gran rival, el polifacético Simónides, griego de las islas, se convirtió en el lírico clásico de las guerras persas. Con todo el esplendor y la flexibilidad de su estilo, capaz de adaptarse con maestría a todos los temas, aunque sin el calor de Píndaro. se consagró a escribir por encargo de las ciudades griegas los epitafios que habían de servir de inscripción en las tumbas de los héroes caí­dos. Nos parece ahora una desventura trágica que Píndaro haya sido relegado a segundo término, en este tiempo. Sin embargo, era la consecuencia necesaria de su actitud, puesto que persistía en el em­pleo de ponerse al servicio de otro tipo de heroicidad. Con todo, la Grecia victoriosa sintió en sus versos algo del espíritu de Salamina, y Atenas amó al poeta que exclamó con ditirámbico entusiasmo: "Oh, resplandeciente, coronada de violetas y famosa en los cantos, funda­mento de Helias, magnífica Atenas, ciudad divina." Sintió, sin duda, asegurada su pervivencia nacional en un mundo que le era íntima­mente ajeno. Sin embargo, llevaba profundamente en el corazón a la enemiga de Atenas, su hermana en estirpe Egina, la rica ciudad de los grandes navegantes, armadores y mercaderes. Pero el mundo a que pertenecía su corazón y al cual había glorificado se hallaba en franca decadencia. Parece ser una ley en la vida del espíritu que, cuando un tipo de vida llega a su término, halla fuerza necesaria para formular de un modo definitivo su ideal y alcanzar su conocimiento más profundo; como si de la muerte se destacara su aspecto inmortal. Así, la decadencia de la cultura noble griega produce a Píndaro; la del estado ciudadano a Platón y Demóstenes, y la jerarquía de la Igle­sia medieval, en el momento en que va a sobrepasar su culminación más alta, al Dante.



[1] 1 En las siguientes consideraciones nos referimos a R. reitzenstein, Epi-gramm und Skolion (1893) y a F. jacoby, Teognis, Sitz. Berl. Akad., 1931.
[2] 2 Versos 237-254.
[3] 3 platón, Leyes, 811 A.
[4] 4 Versos 19-23.
[5] 5  pseudo-platón, Hiparco, 228 C.
[6] 6  jacoby, ob.  cit.,  p. 31:  cf.  M.  pohlenz, Gött. Gel.  Nachr.,  1933.   No  he recibido esta obra hasta después de la composición de este capítulo.
[7] 7 En esta conexión se hallan  en P. friedlaender, Hermes 43   (1913), 572; cf. teognis, verso 27.
[8] 8 Versos 39-52.
[9] 9 Versos 53-68.
[10] 10 Verso 60 γνώμαι, propiamente, juicio de medida, o juicio regulador; con lo cual se refiere a los gnomes acuñados en la parte de las sentencias.
[11] 11 A la primera parte de la elegía de Solón a las musas (frag. 1) corresponde teognis, 197-208, a la segunda, teognis, 133-142.
[12] 12 Versos 183 ss.
[13] 13 wilamowitz, en su Pindaros (Berlín, 1922), p. 118, ha visto claramente la diferencia, aunque sólo alude a ella de pasada. Este hecho debe ser el punto de partida para llegar a la exacta comprensión de Píndaro, no sólo por lo que se refiere a la ética aristocrática, sino también en lo que concierne a su forma poética. Wilamowitz no ha sacado todas las consecuencias de esta verdad.
[14] 14 Sócrates comparado con un escultor: platón, Rep., 540 C, comp. también con 361 D; la comparación con el pintor de figuras ideales (παραδείγματα), 472 D.
[15] 15  simónides, frag. 37 y 4 Diehl.
[16] 16  Los   puntos  de   vista   expuestos  en   este  capítulo  lo   fueron   ya  haré   largo tiempo en  mis conferencias sobre la paideia.   Ellos sirvieron  de sugerencia a W. schadewaldt (Der Aufbau des pindarischen Epinikion, Halle, 1928) para reali­zar un fecundo análisis formal de los himnos. No analiza el uso de los mitos en Píndaro, pero su trabajo sirvió a su vez de sugerencia a L. illig en su diser­tación de Kiel: Zur Form der pindarischen Erzahlung (Berlín, 1932).
[17] 17 Pyth. II, 54.
[18] 18 Pyth. II, 86.
[19] 19 Οl. II, 83.

No hay comentarios:

Publicar un comentario