lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro primero: I Nobleza y "arete"

(19) la educación es una función tan natural y universal de la comunidad humana, que por su misma evidencia tarda mucho tiempo en llegar a la plena conciencia de aquellos que la reciben y la practican. Así, su primer rastro en la tradición literaria es relativamente tardío. Su contenido es en todos los pueblos aproximadamente el mismo y es, al mismo tiempo, moral y práctico. Tal fue también entre los griegos. Reviste en parte la forma de mandamientos, tales como: honra a los dioses, honra a tu padre y a tu madre, respeta a los extranjeros; en parte, consiste en una serie de preceptos sobre la moralidad externa y en reglas de prudencia para la vida, trasmitidas oralmente a través de los siglos; en parte, en la comunicación de conocimientos y habi­lidades profesionales, cuyo conjunto, en la medida en que es trasmisible, designaron los griegos con la palabra techné. Los preceptos elementales de la recta conducta respecto a los dioses, los padres y los extraños, fueron incorporados más tarde a las leyes escritas de los estados sin que se distinguiera en ellas de un modo fundamental entre la moral y el derecho. El rico tesoro de la sabiduría popular, mez­clado con primitivas reglas de conducta y preceptos de prudencia arraigados en supersticiones populares, llegó, por primera vez, a la luz del día a través de una antiquísima tradición oral, en la poesía rural gnómica de Hesíodo. Las reglas de las artes y oficios resis­tían, naturalmente, en virtud de su propia naturaleza, a la exposición escrita de sus secretos, como lo pone de manifiesto, por ejemplo, en lo que respecta a la profesión médica, la colección de los escritos hipocráticos.
De la educación, en este sentido, se distingue la formación del hombre, mediante la creación de un tipo ideal íntimamente coherente y claramente determinado. La educación no es posible sin que se ofrezca al espíritu una imagen del hombre tal como debe ser. En ella la utilidad es indiferente o, por lo menos, no es esencial. Lo funda­mental en ella es καλόν, es decir, la belleza, en el sentido normativo de la imagen, imagen anhelada, del ideal. El contraste entre estos dos aspectos de la educación puede perseguirse a través de la histo­ria. Es parte fundamental de la naturaleza humana. No importan las palabras con que los designemos. Pero es fácil ver que cuando em­pleamos las expresiones educación y formación o cultura para desig­nar estos sentidos históricamente distintos, la educación y la cultura tienen raíces diversas. La cultura se ofrece en la forma entera del hombre, en su conducta y comportamiento externo y en su apostura interna. Ni una ni otra nacen del azar, sino que son producto de una disciplina consciente. Platón la comparó ya con el adiestramiento de (20) los perros de raza noble. Al principio esta educación se hallaba re­servada sólo a una pequeña clase de la sociedad, a la de los nobles. El kalos kagathos griego de los tiempos clásicos revela este origen de un modo tan claro como el gentleman inglés. Ambas palabras pro­ceden del tipo de la aristocracia caballeresca. Pero desde el momento en que la sociedad burguesa dominante adoptó aquellas formas, la idea que las inspira se convirtió en un bien universal y en una norma para todos.
Es un hecho fundamental de la historia de la cultura que toda alta cultura surge de la diferenciación de las clases sociales, la cual se origina, a su vez, en la diferencia de valor espiritual y corporal de los individuos. Incluso donde la diferenciación por la educación y la cultura conduce a la formación de castas rígidas, el principio de la he­rencia que domina en ellas es corregido y compensado por la as­censión de nuevas fuerzas procedentes del pueblo. E incluso cuando un cambio violento arruina o destruye a las clases dominantes, se forma rápidamente, por la naturaleza misma de las cosas, una clase directora que se constituye en nueva aristocracia. La nobleza es la fuente del proceso espiritual mediante el cual nace y se desarrolla la cultura de una nación. La historia de la formación griega —el acaecimiento de la estructuración de la personalidad nacional del he­lenismo, de tan alta importancia para el mundo entero— empieza en el mundo aristocrático de la Grecia primitiva con el nacimiento de un ideal definido de hombre superior, al cual aspira la selección de la raza. Puesto que la más antigua tradición escrita nos muestra una cultura aristocrática que se levanta sobre la masa popular, es preciso que la consideración histórica tome en ella su punto de partida. Toda cultura posterior, por muy alto que se levante, y aunque cambie su contenido, conserva claro el sello de su origen. La educación no es otra cosa que la forma aristocrática, progresivamente espiritualizada, de una nación.
No es posible tomar la historia de la palabra paideia como hilo conductor para estudiar el origen de la educación griega, como a pri­mera vista pudiera parecer, puesto que esta palabra no aparece hasta el siglo V.[1] Ello es, sin duda, sólo un azar de la tradición. Es posi­ble que si descubriéramos nuevas fuentes pudiéramos comprobar usos más antiguos. Pero, evidentemente, no ganaríamos nada con ello, pues los ejemplos más antiguos muestran claramente que todavía al prin­cipio del siglo ν significaba simplemente la "crianza de los niños"; nada parecido al alto sentido que tomó más tarde y que es el único que nos interesa aquí. El tema esencial de la historia de la educación griega es más bien el concepto de areté, que se remonta a los tiempos más antiguos. El castellano actual no ofrece un equivalente exacto de la palabra. La palabra "virtud" en su acepción no atenuada por el (21) uso puramente moral, como expresión del más alto ideal caballeresco unido a una conducta cortesana y selecta y el heroísmo guerrero, ex­presaría acaso el sentido de la palabra griega. Este hecho nos indica de un modo suficiente dónde hay que buscar su origen. Su raíz se halla en las concepciones fundamentales de la nobleza caballeresca. En el concepto de la arete se concentra el ideal educador de este periodo en su forma más pura.
El más antiguo testimonio de la antigua cultura aristocrática he­lénica es Homero, si designamos con este nombre las dos grandes epopeyas: la Ilíada y la Odisea. Es para nosotros, al mismo tiempo, la fuente histórica de la vida de aquel tiempo y la expresión poética permanente de sus ideales. Es preciso considerarlo desde ambos pun­tos de vista. En primer lugar hemos de formar en él nuestra imagen del mundo aristocrático, e investigar después cómo el ideal del hom­bre adquiere forma en los poemas homéricos y cómo su estrecha es­fera de validez originaria se ensancha y se convierte en una fuerza educadora de una amplitud mucho mayor. La marcha de la historia de la educación se hace patente, en primer lugar, mediante la consi­deración de conjunto del fluctuante desarrollo histórico de la vida y del esfuerzo artístico para eternizar las normas ideales en que halla su más alta acuñación el genio creador de cada época.
El concepto de arete es usado con frecuencia por Homero, así como en los siglos posteriores, en su más amplio sentido, no sólo para designar la excelencia humana, sino también la superioridad de seres no humanos, como la fuerza de los dioses o el valor y la rapi­dez de los caballos nobles.[2] El hombre ordinario, en cambio, no tiene arete, y si el esclavo procede acaso de una raza de alta estirpe, le quita Zeus la mitad de su arete y no es ya el mismo que era.[3] La arete es el atributo propio de la nobleza. Los griegos consideraron siempre la destreza y la fuerza sobresalientes como el supuesto evi­dente de toda posición dominante. Señorío y arete se hallaban in­separablemente unidos. La raíz de la palabra es la misma que la de a)/ristoj, el superlativo de distinguido y selecto, el cual en plural era constantemente usado para designar la nobleza. Era natural para el griego, que valoraba el hombre por sus aptitudes,[4] considerar al mundo (22) en general desde el mismo punto de vista. En ello se funda el empleo de la palabra en el reino de las cosas no humanas, así como el enriquecimiento y la ampliación del sentido del concepto en el cur­so del desarrollo posterior. Pues es posible pensar distintas medidas para la valoración de la aptitud de un hombre según sea la tarea que debe cumplir. Sólo alguna vez, en los últimos libros, entiende Homero por arete las cualidades morales o espirituales.[5] En general de­signa, de acuerdo con la modalidad de pensamiento de los tiempos primitivos, la fuerza y la destreza de los guerreros o de los luchadores, y ante todo el valor heroico considerado no en nuestro sentido de la acción moral y separada de la fuerza, sino íntimamente unido.
No es verosímil que la palabra arete tuviera, en el uso vivo del lenguaje, al nacimiento de ambas epopeyas, sólo la estrecha signifi­cación dominante en Homero. Ya la epopeya reconoce, al lado de la arete, otras medidas de valor. Así, la Odisea ensalza, sobre todo en su héroe principal, por encima del valor, que pasa a un lugar secundario, la prudencia y la astucia. Bajo el concepto de arete es preciso comprender otras excelencias además de la fuerza denodada, como lo muestra, además de las excepciones mencionadas, la poesía de los tiempos más viejos. La significación de la palabra en el len­guaje ordinario penetra evidentemente en el estilo de la poesía. Pero la arete, como expresión de la fuerza y el valor heroicos, se hallaba fuertemente enraizada en el lenguaje tradicional de la poesía heroica y esta significación debía permanecer allí por largo tiempo. Es na­tural que en la edad guerrera de las grandes migraciones el valor del hombre fuera apreciado ante todo por aquellas cualidades y de ello hallamos analogías en otros pueblos. También el adjetivo a)gaqo/j, que corresponde al sustantivo arete, aunque proceda de otra raíz, lle­vaba consigo la combinación de nobleza y bravura militar. Significa a veces noble, a veces valiente o hábil; no tiene apenas nunca el sen­tido posterior de "bueno" como no tiene arete el de virtud moral. Esta significación antigua se mantiene aun en tiempos posteriores en expresiones formales tales como "murió como un héroe esforzado".[6] En este sentido se halla con frecuencia usado en inscripciones sepul­crales y en relatos de batallas. No obstante, todas las palabras de este grupo[7] tienen en Homero, a pesar del predominio de su significación (23) guerrera, un sentido "ético" más general. Ambas derivan de la misma raíz: designan al hombre de calidad, para el cual, lo mismo en la vida privada que en la guerra, rigen determinadas normas de conducta, ajenas al común de los hombres. Así, el código de la no­bleza caballeresca tiene una doble influencia en la educación griega. La ética posterior de la ciudad heredó de ella, como una de las más altas virtudes, la exigencia del valor, cuya ulterior designación, "hombría", recuerda de un modo claro la identificación homérica del valor con la arete humana. De otra parte, los más altos mandamien­tos de una conducta selecta proceden de aquella fuente. Como tales, valen mucho menos determinadas obligaciones, en el sentido de la mo­ral burguesa, que una liberalidad abierta a todos y una grandeza en el porte total de la vida.
Característica esencial del noble es en Homero el sentido del de­ber.   Se le aplica una medida rigurosa y tiene el orgullo de ello.   La fuerza educadora de la nobleza se halla en el hecho de despertar el sentimiento  del  deber frente al ideal, que  se sitúa así siempre  ante los ojos de los individuos.  A este sentimiento puede apelar cualquiera. Su violación despierta  en los demás  el sentimiento   de  la   némesis, estrechamente vinculado a aquél.   Ambos son, en Homero, conceptos constitutivos del ideal ético de la aristocracia.   El orgullo de la no­bleza,  fundado en una larga serie de progenitores ilustres, se halla acompañado del conocimiento de que esta preeminencia  sólo  puede ser conservada mediante las virtudes por las cuales ha sido conquis­tada.   El nombre de aristoi conviene a un grupo numeroso.   Pero, en este grupo, que se levanta por encima de la masa, hay una lucha para aspirar al premio de la arete.   La lucha y la victoria son en el con­cepto caballeresco la verdadera prueba del fuego de la virtud huma­na.   No significan simplemente el vencimiento físico  del  adversario, sino el mantenimiento de la arete conquistada en el rudo dominio de la naturaleza.   La palabra aristeia, empleada más tarde para los com­bates singulares de los grandes héroes épicos, corresponde plenamente a aquella concepción.   Su esfuerzo y su vida entera es una lucha in­cesante para la supremacía entre sus pares, una carrera para alcanzar el primer premio.   De ahí el goce inagotable en la narración poética de tales aristeiai.   Incluso en la paz se muestra el placer de la lucha, ocasión de manifestarse en pruebas y juegos de varonil arete.   Así lo vemos en la Ilíada, en los juegos realizados en una corta  pausa de la guerra en honor de Patroclo muerto.   Esta rivalidad acuñó como lema de la caballería el verso citado por los educadores de todos los tiempos; [8] ai)e\n a)risteu/ein kai\ u(pei/roxon e)/mmenai a)/llwny abando­nado por el igualitarismo de la novísima sabiduría pedagógica.
En esta sentencia condensó el poeta de un modo breve y certero (24) la conciencia pedagógica de la nobleza. Cuando Glauco se enfrenta con Diómedes en el campo de batalla y quiere mostrarse como su digno adversario, enumera, a la manera de Homero, a sus ilustres antepasados y continúa: "Hipóloco me engendró, de él tengo mi pro­sapia. Cuando me mandó a Troya me advirtió con insistencia que luchara siempre para alcanzar el precio de la más alta virtud humana y que fuera siempre, entre todos, el primero." No puede expresarse de un modo más bello cómo el sentimiento de la noble emulación in­flamaba a la juventud heroica. Para el poeta del libro once de la Ilíada era ya este verso una palabra alada. A la salida de Aquiles hay una escena de despedida muy análoga en la cual su padre Peleo le hace la misma advertencia.[9]
En otro respecto es también la Ilíada testimonio de la alta con­ciencia educadora de la nobleza griega primitiva. Muestra cómo el viejo concepto guerrero de la arete no era suficiente para los poetas nuevos, sino que traía una nueva imagen del hombre perfecto para la cual, al lado de la acción, estaba la nobleza del espíritu, y sólo en la unión de ambas se hallaba el verdadero fin. Y es de la mayor importancia que este ideal sea expresado por el viejo Fénix, el edu­cador de Aquiles, héroe prototípico de los griegos. En una hora de­cisiva recuerda al joven el fin para el cual ha sido educado:
"Para ambas cosas, para pronunciar palabras y para realizar ac­ciones."
No en vano los griegos posteriores vieron ya en estos versos la más vieja formulación del ideal griego de educación, en su esfuerzo para abrazar lo humano en su totalidad.[10] Fue a menudo citado, en un periodo de cultura refinada y retórica, para elogiar la alegría de la acción de los tiempos heroicos y oponerla al presente, pobre en actos y rico en palabras. Pero puede también ser citado, a la inversa, para demostrar la prestancia espiritual de la antigua cultura aristo­crática. El dominio de la palabra significa la soberanía del espíritu. Fénix pronuncia la sentencia en la recepción de la legación de los jefes griegos por el colérico Aquiles. El poeta le opone a Odiseo, maestro de la palabra, y Áyax, el hombre de acción. Mediante este contraste pone de relieve, del modo más claro, el ideal de la más noble educación, personificado en el más noble de los héroes, Aquiles, educado por Fénix, mediador y tercer miembro de la embajada. De ahí resulta de un modo claro que la palabra arete, que equivalió en su acepción originaria y tradicional a destreza guerrera, no halló obs­táculo para transformarse en el concepto de la nobleza, que se forma de acuerdo con sus más altas exigencias espirituales, tal como ocurrió en la ulterior evolución de su significado.
(25) Íntimamente vinculado con la arete se halla el honor. En los pri­meros tiempos era inseparable de la habilidad y el mérito. Según la bella explicación de Aristóteles,[11] el honor es la expresión natural de la idea todavía no consciente para llegar al ideal de la arete, al cual aspira. "Es notorio que los hombres aspiran al honor para asegurar su propio valor, su arete. Aspiran así a ser honrados por las gentes juiciosas que los conocen y a causa de su propio y real valer. Así reconocen el valor mismo como lo más alto." Mientras el pensamien­to filosófico posterior sitúa la medida en la propia intimidad y en­seña a considerar el honor como el reflejo del valor interno en el espejo de la estimación social, el hombre homérico adquiere exclusi­vamente conciencia de su valor por el reconocimiento de la sociedad a que pertenece. Era un producto de su clase y mide su propia arete por la opinión que merece a sus semejantes. El hombre filosófico de los tiempos posteriores puede prescindir del reconocimiento exterior, aunque —de acuerdo también con Aristóteles— no puede serle del todo indiferente.
Para Homero y el mundo de la nobleza de su tiempo la negación del honor era, en cambio, la mayor tragedia humana. Los héroes se trataban entre sí con constante respeto y honra. En ello descansaba su orden social entero. La sed de honor era en ellos simplemente insa­ciable, sin que ello fuera una peculiaridad moral característica de los individuos. Es natural y se da por supuesto que los más grandes héroes y los príncipes más poderosos demandan un honor cada vez más alto. Nadie teme en la Antigüedad reclamar el honor debido a un servicio prestado. La exigencia de recompensa es para ellos un pun­to de vista subalterno y en modo alguno decisivo. El elogio y la reprobación (έπαινος y ψόγος) son la fuente del honor y el deshonor. Pero el elogio y la censura fueron considerados por la ética filosófica de los tiempos posteriores como el hecho fundamental de la vida social, mediante el cual se manifiesta la existencia de una medida de valor en la comunidad de los hombres.[12] Es difícil, para un hom­bre moderno, representarse la absoluta publicidad de la conciencia entre los griegos. En verdad, entre los griegos no hay concepto al­guno parecido a nuestra conciencia personal. Sin embargo, el cono­cimiento de aquel hecho es la presuposición indispensable para la difícil inteligencia del concepto del honor y su significación en la An­tigüedad. El afán de distinguirse y la aspiración al honor y a la aprobación aparecen al sentimiento cristiano como vanidad pecami­nosa de la persona. Los griegos vieron en ella la aspiración de la persona a lo ideal y sobrepersonal, donde el valor empieza. En cier­to modo es posible afirmar que la arete heroica se perfecciona sólo con la muerte física del héroe. Se halla en el hombre mortal, es más, es el hombre mortal mismo. Pero se perpetúa en su fama, es decir, (26) en la imagen de su areté, aun después de la muerte, tal como le acompañó y lo dirigió en la vida. Incluso los dioses reclaman su honor y se complacen en el culto que glorifica sus hechos y castigan celosamente toda violación de su honor. Los dioses de Homero son, por decirlo así, una sociedad inmortal de nobles. Y la esencia de la piedad y el culto griegos se expresan en el hecho de honrar a la di­vinidad. Ser piadoso significa "honrar lo divino". Honrar a los dio­ses y a los hombres por causa de su areté es propio del hombre primitivo.
Así se comprende el trágico conflicto de Aquiles en la Iliada.   Su indignación contra los griegos y su negativa a prestarles auxilio no procede  de  una   ambición  individual  excesiva.    La   grandeza  de  su afán  de honra corresponde a la grandeza  del héroe  y es natural a los ojos del griego.   Ofendido este héroe en su honor se conmueve en sus mismos  fundamentos la  alianza de los héroes aqueos contra Troya.   Quien atenta a la areté ajena pierde en suma el sentido mis­mo de la areté.   El amor a la patria, que solventaría hoy la dificul­tad, era ajeno a los antiguos nobles.   Ágamemnón sólo puede apelar a su poder soberano por un acto despótico, pues aquel poder no es tampoco admitido por el sentimiento aristocrático que lo reconoce sólo como primus ínter pares.   En el sentimiento de Aquiles, ante la nega­ción del honor que se le debe por sus  hechos,   se mezcla  también este sentimiento  de opresión  despótica.   Pero esto no es lo  primor­dial.   La verdadera gravedad de la ofensiva es el hecho de haber de­negado el honor de una areté prominente.[13]   El segundo gran ejemplo de las trágicas consecuencias del honor   ofendido es Áyax, el   más grande de los héroes aqueos, después de Aquiles.  Las armas del caído Aquiles son otorgadas a Odiseo a pesar de los merecimientos superio­res de aquél.   La tragedia de Áyax termina en la locura y el suicidio. La cólera de Aquiles  pone al ejército de  los   griegos al borde del abismo.   Es un problema grave para Homero si es posible reparar el honor ofendido.   Verdad es que Fénix aconseja a Aquiles no tender en exceso el arco y aceptar el presente de Ágamemnón, como signo de reconciliación a causa de la aflicción de sus compañeros.  Pero que el Aquiles de la tradición originaria no rechaza la reconciliación por terquedad solamente, lo vemos   en   el ejemplo de Áyax   que,  en el infierno, no contesta a las palabras compasivas de su antiguo enemi­go y se vuelve silenciosamente "hacia las otras sombras en el oscuro reino de la muerte".[14]  Tetis suplica a Zeus: "Ayúdame y honra a mi hijo, cuya vida heroica fue tan breve.   Ágamemnón le arrebató el ho­nor.   Hónrale,  ¡oh, Olímpico!"   Y el más alto dios,   en atención a Aquiles, permitió que los aqueos, privados de su ayuda, sucumbieran en la lucha y reconocieran, así, con cuánta injusticia habían privado de su honor al más grande de sus héroes.
(27) El afán de honor no es ya considerado por los griegos de los tiempos posteriores como un concepto meritorio. Corresponde mejor a la ambición tal como nosotros la entendemos. Sin embargo, aun en la época de la democracia, hallamos con frecuencia el reconoci­miento y la justificación de aquel afán, lo mismo en la política de los estados que en la relación entre los individuos. Nada tan instructivo para la íntima comprensión de la elegancia moral de este pensamien­to como la descripción del megalopsychos, del hombre magnánimo, en la Ética de Aristóteles.[15] El pensamiento ético de Platón y de Aris­tóteles se funda en muchos puntos, en la ética aristocrática de la Grecia arcaica. Ello requeriría una interpretación histórica detallada. La filosofía sublima y universaliza los conceptos tomados en su ori­ginaria limitación. Pero, con ello, se confirma y precisa su verdad permanente y su idealidad indestructible. El pensamiento del siglo IV es naturalmente más diferenciado que el de los tiempos homéricos y no podemos esperar hallar sus ideas ni aun sus equivalentes precisos en Homero ni en la epopeya. Pero Aristóteles, como los griegos de todos los tiempos, tiene con frecuencia los ojos fijos en Homero y desarrolla sus conceptos de acuerdo con su modelo. Ello demuestra que se halla mucho más cerca que nosotros de comprender íntima­mente el pensamiento de la Grecia antigua.
El reconocimiento de la soberbia o de la magnanimidad como una virtud ética resulta extraño a primera vista para un hombre de nues­tro tiempo. Más notable parece aún que Aristóteles viera en ella no una virtud independiente, como las demás, sino una virtud que las presupone todas y "no es, en algún modo, sino su más alto orna­mento". Sólo podemos comprenderlo justamente si reconocemos que el filósofo ha asignado un lugar a la soberbia areté de la antigua ética aristocrática en su análisis de la conciencia moral. En otra oca­sión[16] dice, incluso, que Aquiles y Áyax son el modelo de esta cua­lidad. La soberbia no es, por sí misma, un valor moral. Es incluso ridicula si no se halla encuadrada por la plenitud de la areté, aquella unidad suprema de todas las excelencias, tal como lo hacen Platón y Aristóteles sin temor, al usar el concepto de kalokagathía. Pero el pensamiento ético de los grandes filósofos atenienses permanece fiel a su origen aristocrático al reconocer que la areté sólo puede hallar su verdadera perfección en las almas selectas. El reconocimiento de la grandeza de alma como la más alta expresión de la personalidad espiritual y ética se funda en Aristóteles, así como en Homero, en la dignidad de la areté.[17]  "El honor es el premio de la areté; es el tributo pagado a la destreza." La soberbia resulta, así, la sublimación (28) de la areté. Pero de ello resulta también que la soberbia y la magna­nimidad es lo más difícil para el hombre.
Aquí aprehendemos la fundamental significación de la primitiva ética aristocrática para la formación del hombre griego. El pensamien­to griego sobre el hombre y su areté se revela, de pronto, como en la unidad de su desarrollo histórico. A pesar de todos los cambios y en­riquecimientos que experimenta en el curso de los siglos siguientes, mantiene siempre la forma que ha recibido de la antigua ética aristo­crática. En este concepto de la areté se funda el carácter aristocrático del ideal de la educación entre los griegos.
Vamos a perseguir todavía aquí algunos de sus últimos motivos. Para ello puede ser también Aristóteles nuestro guía. Aristóteles mues­tra el esfuerzo humano hacia la perfección de la areté como producto de un amor propio elevado a su más alta nobleza, la φιλαυτία. Ello no es un mero capricho de la especulación abstracta —si ello fuera así, su comparación con la areté de los griegos primitivos sería sin duda errónea. Aristóteles, al defender y adherirse con especial predilec­ción a un ideal de amor propio, plenamente justificado, en consciente contraposición con el juicio común en su siglo, ilustrado y "altruista", descubre una de las raíces originarias del pensamiento moral de los griegos. Su alta estimación del amor propio, así como su valoración del anhelo de honor y de la soberbia, proceden del ahondamiento filosófico lleno de fecundidad en las intuiciones fundamentales de la ética aristocrática. Entiéndase bien que el "yo" no es el sujeto físico, sino el más alto ideal del hombre que es capaz de forjar nuestro espíritu y que todo noble aspira a realizar en sí mismo. Sólo el más alto amor a este yo en el cual se halla implícita la más alta areté es capaz "de apropiarse la belleza". Esta frase es tan genuinamente griega que es difícil traducirla a un idioma moderno. Aspirar a la "belleza" (que para los griegos significa al mismo tiempo nobleza y selección) y apropiársela, significa no perder ocasión alguna de con­quistar el premio de la más alta areté.
¿Qué significa para Aristóteles esta "belleza"? Nuestro pensa­miento se vuelve de pronto hacia el refinado culto a la personalidad de los tiempos posteriores, hacia la característica aspiración del hu­manismo del siglo XVIII a la libre formación ética y el enriqueci­miento espiritual de la propia personalidad. Pero las mismas palabras de Aristóteles muestran de un modo indubitable que lo que tiene ante los ojos son, por el contrario, ante todo, las acciones del más alto heroísmo moral. Quien se estima a sí mismo debe ser infatigable en la defensa de sus amigos, sacrificarse en honor de su patria, aban­donar gustoso dinero, bienes y honores para "apropiarse la belleza". La curiosa frase se repite con insistencia y ello muestra hasta qué punto, para Aristóteles, la más alta entrega a un ideal es la prueba de un amor propio enaltecido. "Quien se sienta impregnado de la propia estimación preferirá vivir brevemente en el más alto goce (29) que una larga existencia en indolente reposo; preferirá vivir un año sólo por un fin noble, que una larga vida por nada; preferirá cum­plir una sola acción grande y magnífica, a una serie de pequeñeces insignificantes."
En estas palabras se revela lo más peculiar y original del senti­miento de la vida de los griegos: el heroísmo. En él nos sentimos esencialmente vinculados a ellos. Son la clave para la inteligencia de la historia griega y para llegar a la comprensión psicológica de esta breve pero incomparable y magnífica aristeia. En la fórmula "apro­piarse la belleza", se halla expresado con claridad única el íntimo motivo de la areté helénica. Ello distingue, ya en los tiempos de la nobleza homérica, la heroicidad griega del simple desprecio salvaje de la muerte. Es la subordinación de lo físico a una más alta "be­lleza". Mediante el trueque de esta belleza por la vida, halla el im­pulso natural del hombre a la propia afirmación su cumplimiento más alto en la propia entrega. El discurso de Diótima, en el Simpo­sio de Platón, sitúa en el mismo plano el sacrificio de dinero y bienes, la resolución de los grandes héroes de la Antigüedad en el esfuerzo, la lucha y la muerte para alcanzar el premio de una gloria perdurable y la lucha de los poetas y los legisladores para dejar a la posteridad creaciones inmortales de su espíritu. Y ambos se ex­plican por el poderoso impulso anhelante del hombre mortal hacia la propia inmortalidad. Constituyen el fundamento metafísico de las paradojas de la ambición humana y del afán de honor.[18] También Aristóteles conecta de un modo expreso, en el himno que se ha con­servado a la areté de su amigo Hermias —el príncipe de Atarneo, que murió por fidelidad a su ideal filosófico y moral—, su concepto filosófico de la areté con la areté de Homero y con los modelos de Aquiles y Áyax.[19] Y es evidente que muchos rasgos, mediante los cuales describe la propia estimación, son tomados de la figura de Aqui­les. Entre ambos grandes filósofos y los poemas de Homero, se ex­tiende la no interrumpida serie de testimonios de la vida perdurable de la idea de la areté, propia de los tiempos primeros de Grecia.



[1] 1 El pasaje más antiguo esquilo, Los siete, 18. La palabra significa aquí toda­vía lo mismo que trofh/.
[2] 2  Areté del caballo Ψ 276, 374, también en platón, Rep., 335 B, donde se habla de la arete de los perros y los caballos.  En 353 B, se habla de la areté del ojo.  Areté de los dioses, I 498.
[3] 3  r 322.
[4] 4 Los griegos comprendían por arete, sobre todo, una fuerza, una capacidad. A veces la definen directamente. El vigor y la salud son arete del cuerpo. Sa­gacidad y penetración, arete del espíritu. Es difícil compaginar estos hechos con la explicación subjetiva ahora usual que hace derivar la palabra de αρέσκω "complacer" (ver M. hoffmann, Die ethische Terminologie bei Homer, Hesiod und den alten Elegikern und lambographen, Tubinga, 1914, p. 92). Es verdad que arete lleva a menudo el sentido de reconocimiento social, y viene a significar entonces "respeto", "prestigio". Pero esto es secundario y se debe al fuerte con­tacto social de todas las valoraciones del hombre en los primeros tiempos. Originariamente la palabra ha designado un valor objetivo del calificado en ella.   Sig­nifica una fuerza que le es propia, que constituye su perfección.
[5] 5  Así O 641 ss. vemos que el buen juicio y la habilidad corporal y guerrera se designan  con   el  concepto  colectivo  "toda  clase   de   aretai".   Es  característico que en la Odisea, que es posterior, se emplee algunas veces arete en este amplio sentido.
[6] 6  a)nh\r a)gaqo/j geno/menoj a)pe/qane.
[7] 7  Junto a a)gaqo/j se emplea, en este sentido, sobre todo e)sqlo/j; kako/j sig­nifica  lo contrario.   El lenguaje  de  Teognis y  de Píndaro  muestra cómo  estas palabras   más   tarde   siguen   especialmente   adheridas   a   la   aristocracia,   aunque cambiando su sentido paralelamente al desarrollo general de la cultura.   Sin em­bargo, esta limitación de la arete en la aristocracia, natural en la época homérica, no se podía mantener ya más si se tiene en cuenta que la nueva acuñación de los viejos ideales partió de sitio bien distinto.
[8] 8 Ζ 208.
[9] 9 Λ 784.
[10] 10 Así la fuente griega de cicerón, De or., 3, 57, donde el verso (I, 443), es citado en este sentido. Todo el pasaje es muy interesante como primer intento de una historia de la educación.
[11] 11  aristóteles, Et. nic., A 3, 1095 b 26.
[12] 12  aristóteles, Et. nic., Γ I, 1109 b 30.
[13] 13 A 412, Β 239-240, I 110, 116, Π 59, pasaje principal I 315-322.
[14] 14  λ 543 ss.
[15] 15 aristóteles, Et. nic., Δ 7-9, ver mi ensayo: "Der Grossgesinnte", Die Antike, vol. 7, pp. 97 ss.
[16] 16 aristóteles, Anal, post., Β 13, 97 b 15.
[17] 17 aristóteles, Et. nic., Δ 7, 1123 b 35.
[18] 18 platón, Simp., 209 C.
[19] 19 Ver mi Aristóteles (Berlín, 1923; trad. esp. FCE, México, 1946; citamos de acuerdo con esta edición), p. 140.

No hay comentarios:

Publicar un comentario