miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 37 La caída final de Atenas (405-404)

A pesar de todas sus desgracias después de la batalla, los atenienses habían conseguido una gran victoria en las Arginusas, mientras que la flota espartana había sufrido un duro revés. Aunque habían conservado noventa trirremes, no disponían de dinero para el pago de las tripulaciones, por lo que el único camino para escapar del hambre tanto para marineros como para soldados era alquilar sus servicios como agricultores en los campos de Quíos. Su pobreza les llevó a tal grado de desesperación, que algunos de ellos planearon un ataque a la capital de la isla, aunque se tratara de un aliado de Esparta. Por el momento, los aterrorizados quiotas aceptaron mantener las tropas, pero sin el dinero persa los lacedemonios no podrían continuar la guerra en el Egeo. En Esparta, muchos estaban completamente descorazonados al conocer la noticia de que la derrota se había producido a manos de una fuerza ateniense tan inexperta. Además, los espartanos que opinaban como Calicrátidas consideraban la colaboración con los persas contra otros griegos como una desgracia, mientras que los oponentes políticos de Lisandro temían su regreso al mando, así como sus ambiciones personales.
UNA NUEVA OFERTA ESPARTANA DE PAZ

Por todos estos motivos, los espartanos buscaron de nuevo la paz, esta vez con la oferta de evacuar Decelia y de que cada bando mantuviera los territorios que tenía en ese momento. Para los atenienses representaba una oferta mucho mejor que la que habían rechazado después de la batalla de Cícico. Aunque Atenas había perdido Pilos en el 410-409, los espartanos estaban deseosos de abandonar su fortificación en el Ática sin exigir un quid pro quo. Desde el 410, habían sido obligados a ceder el control de Bizancio y Calcedonia, con lo que los atenienses habían vuelto a ganar la libre navegación en el Bósforo, así como acceso al mar Negro y a los importantes suministros de grano de sus costas. En este momento, las únicas posesiones de importancia que mantenía Esparta eran Abido, en el Helesponto, la importante isla de Quíos, frente a la costa de Jonia, y Cime, Focea y Éfeso, destacadas ciudades en territorio continental. Aunque la oferta de paz no ofrecía a los atenienses todo lo que hubieran querido, la mejora de las condiciones desde Cícico era considerable. Pero también era atractiva desde otro punto de vista. Si Esparta decidía seguir luchando con un renovado apoyo por parte de Persia, podría restaurar con rapidez su superioridad numérica en el mar, además de continuar ganando remeros del enemigo gracias a la paga superior que ofrecían. A pesar de que la victoria ateniense en las Arginusas fue, sin duda, gloriosa, también fue, en cierto sentido, un acontecimiento casi milagroso, por lo que una reanudación de la guerra agotaría pronto sus recursos. Por el contrario, la paz permitiría a los atenienses establecer una cierta seguridad en su Imperio, así como recaudar los tributos y rellenar las arcas de la ciudad. Del mismo modo, la retirada espartana de Decelia permitiría que los agricultores atenienses regresaran a sus campos y empezaran a producir cosechas de nuevo.
A pesar de todas estas tentaciones, Atenas rechazó la oferta de Esparta. Aristóteles, entre otros escritores antiguos, culpó a la imprudente insensatez que debía esperarse de una democracia, y especialmente al «demagogo» Cleofonte, que «impidió la paz; entró en la Asamblea bebido y llevando la coraza militar, y dijo que no aceptaría nunca un acuerdo de paz a menos que los espartanos entregaran todas las ciudades» (Constitución de los atenienses, 34, 1). Ésta es, claramente, una versión parcial de los acontecimientos, pero, con independencia de su veracidad, el hecho innegable es que una mayoría de los miles de ciudadanos atenienses presentes rechazaron el acuerdo de paz. La explicación más probable para tal rechazo es su constante desconfianza hacia los espartanos después de que éstos faltaran a su palabra durante la Paz de Nicias: ni los juramentos para establecer la paz, ni los juramentos de ratificación de un tratado de alianza eran suficiente garantía para que los peloponesios mantuvieran su palabra. En el 406, los atenienses temían que el enemigo utilizara la paz, una vez más, como una mera tregua, proporcionándoles así tiempo para reagruparse, recuperarse de la derrota y negociar de nuevo con los persas para obtener fondos con los que sufragar una renovada guerra hasta la victoria. Los atenienses consideraban más seguro seguir presionando hasta obtener una victoria total mientras los espartanos estuvieran debilitados y descorazonados, y aprovechando que ahora las relaciones que mantenían con Persia no eran buenas.
EL REGRESO DE LISANDRO

Sin embargo, el problema con ese plan era que Ciro seguía siendo sátrapa y estaba determinado a usar las fuerzas espartanas para sus propios propósitos, y que Lisandro esperaba el momento propicio para unirse a él como colaborador. De hecho, durante el invierno del 406-405, los aliados de Esparta en el Egeo y en la costa asiática se reunieron en Éfeso. Desde la derrota de Esparta en las Arginusas, habían estado sufriendo continuos e impunes ataques por parte de los atenienses, razón por la cual, junto con los emisarios de Ciro, solicitaron a los espartanos que Lisandro fuera restituido en el mando. Aunque dos obstáculos se alzaban en contra de esta petición —concretamente, la política y la constitución espartanas—, ambos fueron pasados por alto, ya que la victoria ateniense, la derrota de Calicrátidas y el rechazo ateniense a la oferta de paz no dejaron otra opción. Si la guerra iba a continuar, las sugerencias de los aliados de Esparta, ya fueran griegos o persas, no podían ser rechazadas. Cualquier oposición hacia el ambicioso Lisandro debía dejar paso a la necesidad del momento, incluyendo ciertas restricciones constitucionales. Ya que la ley establecía que un hombre no sirviera como navarca más de una vez en su vida, los espartanos nombraron a Araco como navarca nominal y a Lisandro como su secretario (epistoleus) y segundo navarca. Todos entendieron que esto no era más que una ficción legal.
El brillante genio de la guerra naval espartana entró de inmediato en acción, y ordenó que los barcos de la flota se reunieran en la vieja base de Éfeso, disponiendo además que fueran construidos nuevos trirremes. Rápidamente solicitó una audiencia con Ciro para obtener el dinero que necesitaban tan desesperadamente.
Aunque el príncipe persa permanecía sinceramente unido a Lisandro, no tuvo más remedio que informarle de que todo el dinero del Gran Rey había sido gastado, junto con una buena parte del suyo personal. Sin embargo, prometió que continuaría apoyándole con sus propios recursos, incluso si el Gran Rey se negara, y ratificó sus palabras mediante la entrega de una importante suma en ese mismo encuentro.
Ciro necesitaba el apoyo de Lisandro, no sólo para sus futuras ambiciones, sino también como una solución para los problemas que tenía en ese momento. El asesinato de sus primos reales, instigado por él, había provocado las quejas de sus padres, y Darío había respondido ordenándole que regresara a Susa.
El joven príncipe no tenía más opción que obedecer, y como no podía confiar en ningún persa para gobernar en su ausencia, tomó una atrevida medida: convocó a Lisandro en Sardes para nombrarlo sátrapa en su lugar en esa provincia del Imperio persa. Le dejó todo el dinero disponible y le concedió el derecho a recaudar todo el tributo asignado a la provincia. Ciro confiaba más en la lealtad que en la prudencia del espartano, razón por la cual le pidió que no atacara a los atenienses hasta que él hubiera regresado. Esta petición fue bien aceptada por Lisandro, debido a que su flota sería numéricamente inferior por algunos meses todavía, y necesitaba tiempo para hacer que las tripulaciones de sus barcos volvieran a alcanzar su alto nivel de entrenamiento.
En ausencia de Ciro, los objetivos personales de Lisandro le llevaron a intentar anular la influencia del fallecido Calicrátidas, que había despertado poderosos sentimientos panhelénicos y antipersas, lo que había contribuido a minar el apoyo político en favor de Lisandro entre los griegos de la región. Éste era especialmente el caso de Mileto, donde un gobierno democrático, claramente hostil a él, mantenía el poder. La primera acción de Lisandro fue intentar acabar con ese obstáculo. Sin embargo, debido a que la ciudad permanecía leal a Esparta, no podía atacarla sin más, por lo que recurrió a la estratagema y al engaño, que siempre formarían parte de su arsenal político. Aunque en público pronunció palabras de aprobación acerca del final de los enfrentamientos entre las facciones de Mileto, privadamente alentó a sus partidarios para que se rebelaran contra la democracia. Los conspiradores recurrieron al asesinato político, llegando a matar a trescientos cuarenta oponentes en sus propias casas y en el mercado, y a expulsar a otros mil de la ciudad. En lugar de la democracia, impusieron a su propia facción a la cabeza de una oligarquía que se iba a mostrar dependiente y ferozmente leal… no a Esparta, sino a Lisandro. Su campaña de Mileto fue un adelanto de los métodos que iba a emplear en el futuro. Ante los críticos de sus métodos traicioneros, el hombre que se jactaba de engañar a «los jóvenes con los dados y a los hombres con juramentos» se justificó fríamente observando que «donde la piel del león no llega, debe llegar la del zorro» (Plutarco, Lisandro, VII, 4; VIII, 4).
Para alcanzar Mileto, Lisandro se había visto obligado a navegar hacia el sur, pasando cerca de la flota ateniense en Samos. Sabiendo que las tripulaciones de los barcos lacedemonios todavía no estaban en plena forma, los atenienses, que sobrepasaban en número a los barcos espartanos, deberían haber mantenido la alerta para cualquier ocasión que se presentara de una nueva batalla en el mar; sin embargo, no hicieron el menor esfuerzo de interceptar a Lisandro. Sus dudas a la hora de actuar formaban parte del legado de la ejecución y exilio de los generales que habían obtenido la victoria de las Arginusas, ya que los nuevos generales eran menos expertos y carecían de la confianza de haber conseguido una victoria. Ningún líder había emergido de entre ellos; la mayoría se comportó con timidez y desconfianza, sobre todo al recordar el destino de sus predecesores.
Su cautela fue muy costosa para Atenas, ya que, al salir de Mileto, Lisandro cambió pronto la situación estratégica a su favor. En la provincia de Caña y en Rodas asaltó las ciudades aliadas de Atenas, matando a los hombres y esclavizando a las mujeres y a los niños. Estos fueron actos de terror deliberado, llevados a cabo con objeto de desalentar cualquier resistencia por parte de otros aliados atenienses. Su política era exactamente la opuesta a la de Calicrátidas; no iba a haber panhelenismo. Las líneas de batalla no estaban trazadas, entre griegos y persas, sino entre amigos y enemigos de Lisandro. Incluso así, la guerra tenía que ser ganada en los estrechos, por lo que la superior fuerza naval ateniense de Samos que vigilaba la ruta debía ser burlada. Para conseguir este propósito, se dirigió hacia el oeste por el Egeo, tomando islas y llevando a cabo incursiones en Egina y Salamina, en las aguas territoriales atenienses, para, finalmente, desembarcar en la propia Ática. Incluso los mandos atenienses más temerosos no podían permitir que tales ataques permanecieran impunes, por lo que la flota partió en persecución de los espartanos. Lisandro los despistó, dirigiéndose por el Egeo hacia el sur, a Rodas. Desde allí, se apresuró hacia el norte, siguiendo la costa; sin peligro alguno pasó cerca de Samos, de donde la flota ateniense había partido, y acabó por dirigirse al Helesponto, «para impedir la salida de los barcos mercantes y atacar las ciudades que se habían rebelado contra los espartanos» (Jenofonte, Helénicas, II, 1, 17). Una poderosa flota espartana, bajo el mando de un brillante y audaz jefe, amenazaba, una vez más, la línea de aprovisionamiento ateniense.
LA BATALLA DE EGOSPÓTAMOS

Desde su base en Abido (Véase mapa[53a]), Lisandro reunió un ejército, lo puso bajo el mando del espartano Torax, y atacó la ciudad de Lámpsaco por tierra y por mar, tomándola al asalto. Este éxito puso a los espartanos en el umbral de la Propóntide, abriendo el camino a Bizancio y Calcedonia, al control del Bósforo y al estrangulamiento del comercio ateniense con el mar Negro. Los atenienses eran conscientes de que todos sus logros en Cinosema, Cícico y las Arginusas serían inútiles, y que incluso la propia supervivencia de Atenas estaría en juego a menos que Lisandro pudiera ser obligado a luchar y fuera definitivamente derrotado. Por consiguiente, se dirigieron a su base de Sesto, desde donde hicieron avanzar la flota unos veinte kilómetros por el Helesponto, hasta llegar a un lugar conocido como Egospótamos, situado a unos cinco kilómetros enfrente de Lámpsaco, al otro lado del estrecho.
La decisión de situar allí a la flota ateniense fue controvertida desde el comienzo, ya que el área contenía una sola playa, sin un puerto adecuado. La pequeña ciudad cercana no era capaz de proporcionar suficiente comida y bebida para los aproximadamente treinta y seis mil hombres de los barcos, por lo que para obtener suministros los atenienses tuvieron que dividirse y dispersar sus fuerzas para cubrir las casi cuarenta kilómetros del viaje de ida y vuelta hasta su base principal en Sesto. ¿Por qué simplemente no hicieron de Sesto su base y evitaron ese gran riesgo? Debemos buscar la respuesta en las necesidades estratégicas a las que debían enfrentarse. Su primer objetivo era localizar a Lisandro e impedir que navegara por la Propóntide hacia el Bósforo; el segundo era provocar una batalla tan pronto como fuera posible antes de que el dinero se agotara. Evidentemente, el primer objetivo sería imposible de alcanzar desde una base situada a veinte kilómetros de la de Lisandro, mientras que el segundo sería algo muy difícil de llevar a cabo desde esa distancia, y algo también mucho más peligroso. Para provocar a la flota espartana en Lámpsaco desde Sesto, los atenienses habrían tenido que remar contra corriente y, por tanto, contra el viento dominante, lo que significaría que llegarían al lugar de la batalla cansados y vulnerables ante un enemigo descansado. Pero, aunque estas razones justifican la elección de su base por parte de los atenienses, no pueden esgrimirse para defender su conducta en el resto de la campaña.
Seis generales atenienses dirigían las fuerzas en Egospótamos. Al igual que en las Arginusas, no había un mando supremo, con lo que los generales ocupaban el mando en orden rotativo cada día. Sin embargo, a diferencia de los mandos en las Arginusas, fracasaron a la hora de modelar una estrategia brillante y original, y simplemente llevaron a cabo el planteamiento obvio de mover su flota al puerto de Lámpsaco cada mañana y provocar a Lisandro para que saliera a luchar. Desconocemos el número preciso de trirremes de ambos bandos, pero los espartanos contaban al parecer con el mismo número de barcos que sus oponentes. Durante cuatro días, su comandante en jefe mantuvo su flota en el puerto. El tiempo pasaba, y los atenienses parecían no encontrar la forma de hacer que Lisandro aceptara el combate.
Fue en ese momento cuando Alcibíades hizo una reaparición teatral. Al parecer había estado viviendo en el exilio en la tierra que poseía en la península de Gallípoli, y desde su fortaleza había podido observar el punto muerto al que se había llegado. Cabalgó hacia el campamento ateniense y ofreció allí su consejo y asistencia. Urgió a los generales a que trasladaran su base a Sestos por razones obvias, al tiempo que anunció que dos reyes tracios le habían prometido un ejército con el que ganar la guerra. El consejo, como hemos visto, era menos útil de lo que él creía, pero la llegada de tropas de tierra hubiera sido algo muy valioso. Si los atenienses podían tomar Lámpsaco por tierra, Lisandro se vería obligado a intentar abrirse camino fuera del puerto contra una flota ateniense en una posición más fuerte, y en un tiempo y lugar elegidos por ellos. Bajo esas condiciones, la derrota espartana estaría asegurada y, con la costa en manos hostiles, la flota espartana sería destruida como lo había sido en Cícico.
Sin embargo, los generales atenienses tenían buenas razones para dudar de que las fuerzas prometidas por Alcibíades aparecieran, ya que sabían que similares promesas hechas en el pasado no habían sido cumplidas más tarde. Además, Alcibíades también había expuesto condiciones inaceptables a cambio de su ayuda, entre ellas participar del mando de las fuerzas atenienses. Sin duda, cuestionaron sus motivos, sospechando «un deseo de llevar a cabo una gran hazaña por su patria, gracias a sus propios esfuerzos, y a través de esas acciones restablecer en el pueblo el anterior afecto que tenía por él» (Diodoro, XIII, 105, 3). Cualesquiera que fueran sus inclinaciones, ningún general ateniense habría osado compartir el mando con un exiliado condenado por el pueblo; y mucho menos estarían dispuestos a aceptar la propuesta de un hombre como Alcibíades, ya que temían que «si eran derrotados, de ellos sería la culpa, mientras que el mérito de una victoria iría para Alcibíades (Diodoro, XIII, 105, 4)». En lugar de aceptar su sugerencia, le dijeron que «ellos eran los generales ahora, y no él» (Plutarco, Alcibíades, XXXVII, 2) y le ordenaron que se marchara. Entonces, regresaron a la táctica anterior, pero el retraso y la inactividad tuvieron un efecto muy perjudicial sobre la disciplina y la moral. Los hombres se hicieron descuidados, partiendo en búsqueda de agua y comida tan pronto como los barcos tocaban la playa, sin tomar precauciones por su seguridad, mientras que sus oficiales tampoco les encomendaban tareas. La situación era difícil. Mantener el nivel de competencia de las tripulaciones no habría sido fácil en ningún caso, si bien la timidez de los generales contribuía a exacerbar el problema.
En el quinto día, la rotación del mando hizo que éste recayera en Filocles, que parecía tener un plan para poner fin al punto muerto en el que estaban y obligar al enemigo a entrar en combate. Con treinta barcos navegó en dirección a Sestos, dejando órdenes a los capitanes del resto de la flota para que le siguieran en un tiempo convenido. Su intención parece que fue la de persuadir a Lisandro de que los atenienses se habían cansado finalmente de mantener una posición inútil en Egospótamos, y que se estaban retirando a su base principal corriente abajo. Confiaba en que la tentación de perseguir a un destacamento lo suficientemente pequeño como para ser derrotado fácilmente, pero bastante grande como para ser un digno objetivo, fuera irresistible para los espartanos. De hecho, el propio Lisandro había intentado algo parecido en Notio, cuando atacó la escuadra de Antíoco, y en aquella ocasión obtuvo una gran victoria cuando el resto de la flota ateniense vino a su rescate. Quizá Filocles había tomado nota de esa estratagema y planeado utilizarla en Egospótamos. Esta vez el destacamento avanzado sería un señuelo deliberado, y la fuerza principal estaría preparada para abalanzarse sobre Lisandro cuando éste mordiera el anzuelo.
El plan parecía muy prometedor, pero requería de un mando de confianza, de mucha disciplina, de la cadencia adecuada y de una perfecta coordinación entre las escuadras para conseguir el éxito. Sin embargo, en ese día, la flota ateniense estaba muy pobremente equipada de esas cualidades. Por el contrario, la flota enemiga estaba bien entrenada, y bajo el mando de un solo líder que confiaba, y con razón, en su talento. Lisandro sabía que, al final, los atenienses habrían decidido, o bien retirarse, o bien emplear alguna clase de truco para obligarle a una batalla, y él estaba preparado para ambas contingencias, por lo que pacientemente mantuvo a la flota enemiga bajo una estrecha vigilancia, encargándose de que su flota estuviera en buenas condiciones, alerta y preparada, así como cuidadosamente dispuesta para la lucha cuando se presentara la oportunidad. Tan pronto como vio la salida de Filocles, actuó rápidamente y logró aislar a la escuadra ateniense antes de que fuera capaz de avanzar más, corriente abajo. Contando con fuerzas superiores, envolvió a Filocles, derrotó completamente a su unidad, y se dirigió después hacia la principal fuerza ateniense que estaba detrás de él. Sus movimientos eran demasiado rápidos para los atenienses, cuya coordinación había fallado. El plan ateniense preveía que los barcos de Lisandro darían caza a los de Filocles en la parte inferior del estrecho, dejando su retaguardia convenientemente expuesta. Pero en lugar de encontrarse con eso, los atenienses en Egospótamos se quedaron aturdidos al ver a lo que quedaba de la escuadra de Filocles huyendo hacia ellos con la victoriosa flota de Lisandro detrás en ardiente persecución. El pánico y la parálisis se extendieron entre los atenienses, y muchos trirremes fueron capturados en la playa sin sus tripulaciones.
La confusión de los atenienses alentó a Lisandro para desembarcar un destacamento de soldados bajo el mando de Eteónico, que tomó el campamento enemigo, mientras sus propias naves victoriosas estaban ya ocupadas en arrastrar las varadas naves atenienses. Los aturdidos atenienses no habían organizado fuerza terrestre alguna para resistir un ataque enemigo, por lo que acabaron corriendo en todas direcciones, con la mayoría huyendo hacia Sesto para salvar sus vidas. De la gran flota ateniense, todos los barcos excepto diez fueron capturados o hundidos. Lisandro había anulado por completo el resultado de Cícico; en cambio, los derrotados atenienses no contaban ahora con aliados que les ayudaran a restaurar su fortuna y, con sus propias arcas vacías, no podían permitirse construir otra flota. Los atenienses acababan de perder la guerra.
LAS CONSECUENCIAS DE LA BATALLA

Después de enviar rápidamente a Esparta la noticia de su gran victoria, Lisandro mantuvo en Lámpsaco a cerca de tres o cuatro mil prisioneros atenienses, que constituían aproximadamente una décima parte de la fuerza enemiga. A pesar de su previa dureza hacia los enemigos denotados, no podemos asegurar, si es que la decisión era únicamente suya, que ordenara matar o esclavizar a los prisioneros. Sus pasadas atrocidades no parece que hubieran sido cometidas en el calor del momento, sino que eran, más bien, el resultado de una fría decisión. Aun así, como ya hemos visto, podía llegar a ser clemente cuando eso convenía a sus propósitos.
Sin embargo, la decisión descansaba realmente en mentes menos calculadoras, ya que los vengativos aliados exigieron la aplicación de la pena de muerte. Durante el curso de una guerra como ésta, que se había prolongado a lo largo de más de un cuarto de siglo, ciudades como Corinto, Megara y Egina habían visto su tierra devastada, su comercio interrumpido, su economía arruinada y su prosperidad y estatus disminuidos permanentemente. Habían sufrido bajas en el combate, además de haber sido sometidas a un trato cruel, lo que se había incrementado a medida que la lucha avanzaba. Las atrocidades cometidas por ambas partes habían ido aumentando terriblemente, si bien las masacres atenienses y la esclavización de las poblaciones de ciudades como Escione y Melos eran especialmente bien conocidas; pero los vencedores comúnmente tienden a excusar, si no a olvidar, sus propios excesos, incluso cuando están encolerizados por las terribles acciones que les había tocado padecer. Sin embargo, era muy reciente la decisión de los atenienses que, encolerizados con los desertores de su flota, habían votado cortar la mano derecha de cada cautivo. De la misma forma, Filocles había ordenado que las tripulaciones de dos barcos enemigos capturados fueran arrojadas por la borda. Con tales acciones frescas en la memoria, los espartanos y sus aliados votaron por ejecutar a todos los prisioneros atenienses.
Jenofonte, que probablemente estaba presente, nos informa de cómo Atenas recibió la noticia de la derrota de Egospótamos:
La Páralo [una de las dos naves usadas para misiones especiales] llegó a Atenas por la noche y anunció el desastre, y un gemido se extendió desde el Pireo, a través de los Muros Largos, hasta la ciudad, con cada hombre dando la noticia a otro, por lo que esa noche nadie durmió. Lloraban, no sólo por los hombres que habían muerto, sino también por ellos mismos, pensando que sufrirían la clase de destino que ellos habían impuesto a los melios, colonos de los espartanos, después de que fueran sometidos por asedio, y a los histieos, a los escioneos, a los toroneos, a los eginetas y a muchos otros entre los griegos. (Helénicas, II, 2, 3)
El trato dispensado a los prisioneros de Egospótamos les convenció seguramente de que la rendición les traería a ellos la muerte, la esclavitud o el exilio, por lo que decidieron resistir. La Asamblea votó tomar todas las medidas posibles para defender la ciudad, y los atenienses se prepararon para el inevitable asedio.
En los estrechos, Lisandro pronto se hizo con el control de la situación, por lo que no se produjeron nuevas masacres. Al contrario, ofreció condiciones razonables a las ciudades aliadas de Atenas, que se rindieron sin luchar. Incluso permitió que guarniciones y oficiales atenienses partieran en paz, con la única condición de que se dirigieran a Atenas. Este último gesto, aunque aparentemente benévolo, era, en realidad, un astuto movimiento táctico: Lisandro sabía que Atenas era demasiado fuerte para ser tomada al asalto; la única opción era someterla por asedio, por lo que le convenía que hubiera en la ciudad tanta gente hambrienta como fuera posible, con objeto de reducir el tiempo que pudiera resistir. Para conseguir este propósito, colocó guarniciones en Bizancio y Calcedonia, en ambos lados del Bósforo, y decretó la pena de muerte para cualquiera que llevara grano a Atenas.
Sus planes para estas dos ciudades establecieron el modelo del sistema que iba a aplicar en todas las que iban a quedar bajo su control. Colocó guarniciones en ellas bajo oficiales llamados «harmostes», no «sobre la base del origen aristocrático o por la riqueza de esos hombres, sino que puso el control de los asuntos en manos de los miembros de su facción política y de aquéllos conectados a él por medio de una relación personal, otorgándoles el poder de distribuir recompensas y castigos» (Plutarco, Lisandro, XIII, 14). Por todas partes reemplazó los gobiernos democráticos por oligarquías de sus propios partidarios, que a menudo estaban formadas por grupos de diez hombres conocidos como «decarguías», cuyos miembros eran muy cercanos a él. Antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo, el «libertador de los griegos» estaba recaudando tributos de las ciudades que estaban bajo su control, y el gobierno espartano ratificaba esta manera de actuar.
A continuación, Lisandro navegó por el Egeo, haciéndose con el control de las ciudades del Imperio ateniense. Samos fue la única en resistir; allí, la facción democrática en el poder, fieramente leal a Atenas, mató a los opositores aristocráticos y se preparó para resistir el asedio espartano. Lisandro dejó cuarenta barcos para controlar la situación, y se dirigió con unos ciento cincuenta navíos hacia el Ática. En el camino, devolvió a sus islas a los melios y a los eginetas, que habían sido previamente expulsados por los atenienses. Lisandro no ponía objeciones a la hora de asumir el papel de libertador, siempre que esto no dañara sus propios objetivos.
EL DESTINO DE ATENAS

En octubre del 405, Lisandro llegó finalmente al Ática, donde encontró a todo el ejército peloponesio en el recinto de la Academia, justo fuera de las murallas de Atenas. En lugar de avanzar con los usuales dos tercios del contingente militar de cada ciudad, Agis había partido de Decelia con todas sus fuerzas, y el rey Pausanias había guiado al resto del ejército del Peloponeso. Era la primera vez, en más de un siglo, que ambos reyes espartanos estaban en campaña simultáneamente. Su intención era intimidar aún más a los atemorizados atenienses para obtener de ellos una rendición inmediata, pero incluso con esa muestra de fuerza, sin precedentes, no lo consiguieron.
Algunos atenienses, al menos, debían de estar impulsados tanto por la esperanza como por el miedo de las consecuencias de la rendición. Aunque sus enemigos estaban unidos en su odio hacia el Imperio ateniense, no todos tenían los mismos objetivos. Las ambiciones tebanas y espartanas, por ejemplo, habían chocado durante la guerra. Mientras una completa destrucción de Atenas sería conveniente para los tebanos, que eran sus vecinos inmediatos y que podían esperar extenderse en el espacio vacío que se creara, Esparta no se beneficiaría de una expansión del poder de su ambicioso aliado. Por su parte, los espartanos podían ver una ventaja en ofrecer mejores términos a los atenienses, aunque, en cualquier caso, no iba a ser cosa de una sola mente el decidir cómo iba a ser tratado su vencido enemigo. Lisandro perseguía una política ambiciosa cuyo objetivo era el de tomar el Imperio ateniense bajo el control de un espartano. No está muy claro lo que Agis podía pensar de todo ello, pero Pausanias, como antes su padre, Plistoanactes, pronto revelaría su preferencia por una política mucho más conservadora que confinaría las actividades de los espartanos al Peloponeso y buscaría establecer relaciones cómodas con una Atenas desposeída de su poder y de su Imperio. La influencia natural del rey podía imponerse, al final, sobre el prestigio temporal de Lisandro, y un acuerdo más favorable con Atenas podía ser establecido. Por consiguiente, los atenienses se prepararon para resistir tanto como pudieran.
Cuando los espartanos vieron que no se produciría una rendición inmediata, enviaron al ejército de Pausanias de vuelta a Esparta, mientras Lisandro tomaba el grueso de la flota y se dirigía a Samos, aunque dejando allí los suficientes barcos para que el bloqueo de Atenas fuera efectivo. No mucho tiempo antes de que se produjeran estas dos acciones, se convocó una reunión de los espartanos y sus aliados para discutir el destino de Atenas. Era probable que tanto Tebas como Corinto sugirieran su destrucción, una propuesta que apoyarían Agis y Lisandro «por su propia iniciativa, sin la aprobación de la Asamblea espartana» (Pausanias, III, 8, 6; el escritor del siglo II d. C., no el rey espartano). Los atenienses, quizás aterrorizados por informes recibidos acerca de esta decisión, enviaron una propuesta al rey Agis, que se había retirado a Decelia, con la oferta de unirse a la Liga espartana siempre que pudieran mantener sus murallas y el Pireo. Aunque bajo tales términos renunciaban a reclamar su imperio perdido, Agis respondió negando su autoridad para negociar la paz, y les dijo que presentaran el asunto en Esparta. Evidentemente, él no quería comprometerse a aceptar condiciones tan benévolas.
Cuando los atenienses enviaron embajadores a Esparta para discutir el asunto, los éforos no les permitieron entrar en la ciudad; en vez de eso los recibieron en Selasia, en la frontera de Laconia, donde les pidieron que expusieran sus propuestas. Al escuchar los términos que los atenienses habían sugerido a Agis, los rechazaron sin discusión y ordenaron a los embajadores «que regresaran desde allí mismo, y que si ellos querían la paz, regresaran con una propuesta mejor» (Jenofonte, Helénicas, II, 2, 13). Al menos, dijeron, los atenienses deberían aceptar destruir los Muros Largos a lo largo de más de un kilómetro y medio, haciendo indefendible, así, la ciudad. Ésta era una perspectiva aterradora, porque significaría que Atenas perdería su acceso al mar y podría ser sometida al hambre por asedio en cualquier momento en que los espartanos lo llevaran a cabo.
El rechazo de los espartanos a discutir los términos que llevaron los atenienses fue, en sí mismo, un terrible golpe, ya que durante el tiempo necesario para conducir una negociación muchos atenienses morirían de hambre. Un hombre llamado Arquéstrato se alzó en el Consejo ateniense y propuso la aceptación de las condiciones espartanas, pero, incluso en el desesperado estado en que se encontraban, los atenienses no le escucharon. Ordenaron encarcelar a Arquéstrato por haber hecho una propuesta como ésa, y aprobaron la moción de Cleofonte que prohibía cualquier sugerencia similar en el futuro. Una reacción tan extrema sólo podía ser producto de la desconfianza, porque los atenienses creían firmemente que, a pesar de lo que los espartanos pudieran decir o jurar, los matarían o los esclavizarían si les daban la mínima oportunidad.
TERÁMENES NEGOCIA LA PAZ

Sin embargo, ni siquiera Cleofonte podía posponer las negociaciones de paz para siempre. Después de un corto intervalo, la presión de la hambruna llegó a ser intolerable. En ese momento, Terámenes —el hombre que había tomado parte en la iniciativa de salvar a Atenas de la derrota en el 411, y que había actuado para derribar a los Cuatrocientos cuando estaban a punto de entregar la ciudad a los espartanos— se enfrentó de nuevo al peligro en un intento de conjurar el desastre. Su intervención fue la que se podía esperar de un moderado: se basaba en el rechazo de las posiciones extremas de aceptar las condiciones de Esparta o negarse rotundamente a negociar. Propuso buscar a Lisandro para conocer realmente las intenciones de los espartanos, principalmente si era su propósito destruir a Atenas y a su gente. Al mismo tiempo, dijo a la Asamblea que había descubierto «algo de gran valor» (Lisias, XIII, 9) para Atenas, pidiendo al pueblo que le concediera plenos poderes para negociar la paz. Cuando fue presionado para que revelara qué era eso tan valioso, declinó contestar y sólo pidió que confiaran en él. Los atenienses debieron de comprender que mantener el secreto era algo fundamental para que su negociador pudiese tener una oportunidad de conseguir el éxito, y, en ese momento, estaban impacientes por conseguir un acuerdo, si es que alguno podía ser conseguido; por ese motivo, aprobaron la moción de Terámenes.
Encontró a Lisandro en Samos y permaneció allí con él durante, al menos, tres meses. A su regreso, a comienzos de marzo del 404, justificó su larga ausencia afirmando que el espartano le había mantenido allí contra su voluntad, para después despedirlo con el mismo mensaje que Agis había dado antes a los atenienses: que él no tenía poder para discutir términos de paz; para eso, los atenienses debían acudir a los éforos en Esparta. Esta explicación es muy poco plausible, e incluso los escritores antiguos no la creyeron. Por el contrario, algunos de ellos afirman que Terámenes decidió permanecer allí tanto tiempo como estuvo para hacer que los atenienses estuvieran tan hambrientos que aceptaran cualquier paz que los espartanos ofrecieran. Sin embargo, la razón y la evidencia obligan a rechazar esta explicación; la ausencia de Terámenes prolongaba la resistencia, ya que los atenienses sin duda se mostrarían menos inclinados a aceptar los términos de paz espartanos mientras su enviado estuviera intentando conseguir unas condiciones mejores. Para apresurar el proceso, Terámenes tan sólo necesitaba regresar con la noticia de que los espartanos no tenían la intención de destruir Atenas, pero que Lisandro continuaba insistiendo en los términos establecidos. Además, si los atenienses hubieran considerado que él había pasado tanto tiempo con Lisandro, mientras el pueblo sufría, para volver con las manos vacías, difícilmente le hubieran elegido para encabezar una nueva embajada a Esparta con objeto de negociar la paz. Sin duda debió de convencer a los atenienses de haber conseguido un progreso significativo en las largas discusiones con Lisandro y de que, por lo tanto, estaba en una mejor posición para conseguir la paz.
Éste, en cualquier caso, fue el resultado, ya que, en última instancia, los espartanos aceptaron un acuerdo que dejaba a Atenas intacta, y a su pueblo con la garantía de que se respetaría su vida y su libertad, e incluso su independencia. ¿Cómo consiguió Terámenes convencer a Lisandro para que abandonara su anterior y firme decisión de destruir Atenas, y qué era eso «de gran valor» que Terámenes afirmaba haber descubierto? Los escritores antiguos no lo dicen, pero es posible llevar a cabo alguna especulación razonable. Terámenes esperaba salvar lo que pudiera de la situación, pero sin duda tenía muy claro que Atenas debía renunciar a su Imperio, a su flota y a sus murallas, porque Esparta no aceptaría nada por debajo de eso. Sus objetivos eran salvar la ciudad, a su gente y su libertad, así como todo el grado de independencia que fuera posible. Las largas discusiones con Lisandro fueron necesarias para conseguir esos objetivos, mientras Lisandro intentaba contener los argumentos de la facción que perseguía la destrucción de Atenas.
Los más fervientes de ese grupo eran los tebanos y los corintios. Fue un tebano, Erianto, quien formalmente propuso que «la ciudad fuera arrasada y su territorio dejado para pasto de ovejas» (Plutarco, Lisandro, XV, 2). Probablemente, Terámenes no tuvo dificultad alguna en persuadir a Lisandro de que arrasar Atenas dejaría su territorio como presa para su ambicioso, y cada vez más poderoso, rival del norte. No sería del interés de Esparta o de Lisandro el contribuir al crecimiento de un Estado que había ocasionado a Esparta frecuentes problemas durante la guerra, que había crecido en tamaño e influencia durante la misma y que, además, estaba en ese momento bajo el control de una facción hostil a Esparta, que ya estaba reclamando una participación más grande en el botín de guerra. Sería más inteligente, señalaba Terámenes, mantener a una Atenas amistosa y nada amenazadora, como un Estado de contención y un límite a las ambiciones tebanas.
Para la Atenas de posguerra, Lisandro hubiera preferido una fuerte oligarquía, integrada exclusivamente por sus más cercanos partidarios, quizás una decarquía apoyada por una guarnición, como en el anterior Imperio ateniense. ¿Qué argumentos podía ofrecerle Terámenes para persuadirle de que se concediera un cierto grado de autonomía a la ciudad? Como solía ocurrir, los éxitos de Lisandro y los honores extraordinarios que varias ciudades le habían concedido le habían hecho objeto de preocupación y recelo por parte de los reyes espartanos y de otras destacadas figuras. «Él fue el primer griego al que las ciudades elevaron altares y presentaron sacrificios como si se tratara de un dios» (Plutarco, Lisandro, XVIII, 3); los oligarcas samios, después de ser restaurados, por ejemplo, cambiaron el nombre de su festival de Herea por el de Lisandreia. Los dos reyes espartanos pronto mostrarían su hostilidad a las pretensiones de Lisandro, y socavarían el régimen que éste pretendía imponer a los atenienses. Esa antipatía debía de ser anterior, ya que Terámenes pudo razonablemente argumentar que el establecimiento de una cerrada oligarquía, descaradamente bajo control de Lisandro, daría lugar a una oposición unificada de los reyes y de otros que se oponían a los planes del ambicioso espartano. Además, un régimen de esa naturaleza contrariaría en alto grado a los atenienses, acostumbrados a la democracia por más de un siglo, y podía conducirles a una violenta resistencia. Sería más lógico y más seguro establecer un régimen más amplio y más moderado.
Quizá Terámenes tuviera otro as escondido, ese «algo de gran valor» que había mencionado a los atenienses. Un elemento fundamental que sostenía el poder de Lisandro era su estrecha relación con el príncipe persa Ciro, con quien contaba para obtener asistencia financiera, militar y política. Había sido la ayuda de Ciro la que había posibilitado la victoria y elevado a Lisandro a su nivel de prestigio más alto, pero la propia posición de Ciro estaba en peligro en ese momento. Convocado a Susa, encontró a su padre, Darío II, en su lecho de muerte. Su desaparición llevaría al trono al hostil hermano mayor de Ciro con el título de Artajerjes II, quien, como mínimo, retiraría a Ciro de su control del territorio occidental y, con ello, le desposeería de su capacidad de apoyar a Lisandro. Todo ello podía conducir a un cambio de la situación, ya que el nuevo rey podía volver a la anterior política de intentar evitar que una sola potencia predominara entre los griegos, y eso le podía llevar a apoyar a Atenas en vez de a Esparta. Aunque su respaldo no podría evitar el resultado de la guerra, sí podía lograr que Atenas resistiera detrás de sus murallas hasta que se consiguieran unas mejores condiciones, y también alentar a los oponentes espartanos de Lisandro a socavar su posición. Era claramente del interés de Lisandro, argumentaba Terámenes, promover una paz razonable e instalar un régimen amistoso en Atenas antes de que muriera Darío y las noticias alcanzaran Grecia.
Estas especulaciones explicarían la razón por la cual Terámenes pudo regresar a Atenas a comienzos de marzo con las noticias de que Lisandro estaba dispuesto a apoyar una paz aceptable, y también cuál había sido la causa de que los atenienses le eligieran como cabeza de la comisión que debía negociar la paz con Esparta. Lisandro también envió un mensaje a los éforos con objeto de informarles de su reunión con Terámenes. Su informe oficial afirmaba que le había dado al ateniense la misma respuesta que Agis había dado antes que él: la decisión descansaba en las manos de los éforos y de los ciudadanos de Esparta. Sin embargo, de manera oficiosa, debió de informarles también de su cambio de opinión. Ciertamente, esa opinión acabó por triunfar sin oposición de los reyes o de los éforos, que parecían competir retóricamente para describir sus nobles motivaciones. Los términos de paz que ofrecieron fueron lo siguientes: los Muros Largos y las murallas del Pireo serían derribados; Lisandro decidiría cuántos barcos podía tener Atenas (aunque el número, desde luego, sería muy reducido); los atenienses renunciarían a todas las ciudades que controlaban, pero mantendrían el control del Ática; deberían permitir el regreso de todos los exiliados (la mayoría de ellos oligarcas simpatizantes de Esparta); los atenienses se gobernarían por su Constitución ancestral (lo que esto significaba no quedaba del todo claro, y acabaría convirtiéndose en objeto de feroces discusiones), y, por último, los atenienses iban a tener los mismos amigos y enemigos que los espartanos, y los seguirían hacia donde ellos pudieran conducirles, lo que suponía, de hecho, dejar la política exterior ateniense en manos espartanas.
Estos términos pueden parecer duros, pero no tanto si los consideramos a la luz del hecho de que los atenienses habían temido que los espartanos rechazaran cualquier acuerdo, con la excepción de la rendición incondicional y la destrucción de Atenas y de su gente o, al menos, su esclavización. Sin embargo, cuando Terámenes informó de los términos ofrecidos, algunos de sus conciudadanos los rechazaron. Los principales oponentes eran demócratas intransigentes como Cleofonte, que sabían que la capitulación supondría el final de la democracia, y que el regreso de los encolerizados oligarcas del exilio conduciría a la muerte de los líderes democráticos. Tan amenazadora era su influencia, que los defensores de la paz creyeron que, los que así obstaculizaban el acuerdo, debían ser apartados; cuando Terámenes regresó a Atenas, se encontró con que Cleofonte había sido juzgado y ejecutado. Pero incluso entonces, atenienses influyentes continuaron quejándose a Terámenes. Como reacción, los que apoyaban la paz, ahora en mayoría, presentaron cargos contra los líderes disidentes y lograron encarcelarlos. Al día siguiente del regreso de Terámenes, se reunieron para considerar la propuesta de paz espartana, y aunque hasta cerca del final algunos votaron en contra, la gran mayoría votó aceptarla.
En ese día de marzo del año 404, poco más de veintisiete años después de su comienzo, la gran guerra entre Atenas y Esparta llegó a su final. Durante ese mismo mes, Lisandro llegó para hacer cumplir los términos de paz. Los exiliados que le acompañaban esperaban que esto diera inicio a una nueva era en la historia de Atenas. Los aliados de Esparta, cubiertos con coronas de flores, danzaban y se regocijaban. «Con gran celo se pusieron a derribar las murallas al son de la música de las flautistas, pensando que ese día era el inicio de la libertad para los griegos» (Jenofonte, Helénicas, II, 2, 23).

La predicción de Arquidamo de que los espartanos del 431 dejarían la guerra como herencia a sus hijos se había hecho realidad, pero se hubiera quedado boquiabierto si hubiera sabido que el conflicto iba a terminar con una gran victoria naval de los espartanos, en alianza con los «bárbaros», que había estado tan orgulloso de derrotar en el 479. Las predicciones de Pericles para el desarrollo de la guerra hacía mucho tiempo que se habían mostrado erróneas. Nadie, de hecho, habría podido prever un conflicto tan largo, tan amargo, tan costoso y tan destructivo: había acabado con la vida y las propiedades de muchos hombres, y con muchas de las antiguas tradiciones e instituciones de los griegos. La guerra, como dice Tucídides, es un maestro violento, y ninguna guerra griega había sido nunca tan brutal como aquélla. La fina capa de civilización que permite a los seres humanos vivir decentemente y alcanzar sus más altas posibilidades se hizo pedazos, arrojando a los combatientes a excesos de crueldad y vicio, de los que los seres humanos sólo son capaces en sus peores momentos. El propósito declarado de los vencedores, la liberación de los griegos, se convirtió en una burla, incluso antes de que la guerra hubiera terminado, mientras que la paz que siguió fue de corta duración. Fue, como Tucídides la llamó, «el desastre más grande que afectó a los griegos, y a una buena parte de los bárbaros, e incluso, podría decirse, a la mayor parte de la Humanidad» (I, 1, 2). Si realmente fue la más grande de las guerras griegas, fue también la más terrible de las tragedias griegas.

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