lunes, 25 de diciembre de 2017

Jenofonte .-La expedición de los diez mil Anábasis Libro quinto.

LIBRO QUINTO

I

[En los libros precedentes se ha visto lo que hicieron los griegos en su expedición con Ciro y en marcha hacia el mar que se llama Ponto Euxino, y asimismo cómo llegaron a la ciudad de Trapezunte e hicieron los sacrificios que habían prometido ofrecer cuando llegasen a tierra amiga.]

Después de esto se reunieron a deliberar sobre el camino que les quedaba. León, de Turio, se levantó el primero y habló en estos términos: «Yo, compañeros, estoy ya cansado de plegar los bagajes, de marchar, de correr, de llevar las armas, de ir formado, de hacer centinela y de combatir. Sólo deseo, libre de todos estos trabajos, puesto que hemos llegado al mar, hacer el resto del camino embarcado y llegar a Grecia tendido y durmiendo como Odiseo.» Al oír esto, los soldados gritaron que estaba muy bien dicho, y se levantó otro que dijo lo mismo, así como todos los que les sucedieron. Entonces se levantó Quirísofo y dijo: «Anxibio, que manda una flota, es amigo mío, camaradas. Si me enviáis a él creo que podré volver con trirremes y barcos suficientes para transportarnos. Puesto que vosotros queréis ir por mar, esperad a que yo venga; volveré en seguida.» Al oír, esto se alegraron mucho los soldados y decidieron que Quirísofo partiera en un barco cuanto antes.
Entonces se levantó Jenofonte y dijo así: «Quirísofo, marcha, pues, en busca de barcos; mientras tanto, nosotros permaneceremos aquí. Voy, por consiguiente, a deciros todo lo que a mi parecer conviene que hagamos en este tiempo. Ante todo, debemos procurarnos los víveres tomándolos de tierra enemiga, pues los que nos venden no son suficientes y sólo unos pocos tienen recursos bastantes para comprarlos. Y como la tierra es enemiga, corremos el peligro de perder mucha gente si vais sin cuidado ni precaución a buscar los víveres. Me parece, pues, que debemos organizar expediciones a distancia para buscar los víveres, pero sin ir a la ventura, a fin de que no sufráis ningún percance. Y nosotros tendremos cuidado de esto.» Se acordó así.
«Escuchad, además, esto: algunos de vosotros saldrán en busca de botín. Me parece, pues, mejor que el que piense salir nos lo diga de antemano para que sepamos el número de los que salen y de los que se quedan y estemos preparados para lo que pueda ocurrir. Si hubiese que marchar en auxilio de alguno, sabremos dónde es preciso acudir, y si alguno emprende sin experiencia alguna empresa, le ayudaremos con nuestro consejo, procurando saber las fuerzas con que tendrá que hacerse.» Acordóse asimismo esto.
«Considerad también lo siguiente —continuó Jenofonte—: los enemigos, por su parte, tienen las manos libres para entregarse al pillaje y con razón nos tienen emboscados, puesto que nosotros nos hemos apoderado de lo suyo, y ellos ocupan posiciones que nos dominan. Me parece, pues, conveniente que establezcamos centinelas todo alrededor del ejército. Y si formando turnos vigilamos atentos, los enemigos tendrán menos probabilidades de sorprendernos. Ved, además, esto: si estuviésemos seguros de que Quirísofo volverá con suficientes embarcaciones, holgaría lo que voy a deciros. Ahora bien; puesto que esto es dudoso, me parece que debemos aquí mismo aprovisionarnos de navíos. Si vuelve trayéndolos él también, dispondremos de mayor número para nuestra marcha, y si no los trae, utilizaremos los que reunamos. Veo que con frecuencia pasan naves por delante de esta costa. Podemos, pues, pedir a los trapezuntios navíos largos,[1] y trayendo con ellos a la costa las embarcaciones que pasen, guardarlas después de quitarles los timones hasta que tengamos un número suficiente. De este modo no nos faltarán seguramente los medios que necesitamos para embarcar. Considerad si no es de justicia que alimentemos de un fondo común a los que traigamos en las naves todo el tiempo que permaneciesen aquí a causa de nosotros, y que convengamos con ellos una suma como precio del pasaje, de suerte que al hacernos ellos tal beneficio no dejen también de beneficiarse.» Acordóse también esto.
«Me parece, por último —dijo—, que si esto no se realiza y no conseguimos naves suficientes debemos ordenar a las ciudades de la costa que arreglen los caminos que, según se dice, se hallan en mal estado. Y de seguro obedecerán, tanto por miedo como por querer desembarazarse de nosotros.»
Entonces se pusieron todos a gritar que no había que ir por tierra. Y él, viendo tal locura, sin poner a votación este punto, persuadió a las ciudades que reparasen voluntariamente los caminos, diciéndoles que si éstos estaban bien se verían libres más pronto de los soldados. Los trapezuntios les dieron un pentécoro,[2] de cuyo mando encargóse el laconio Dexipo, perieco. Pero éste, sin preocuparse de reunir embarcaciones, se escapó huyendo con su navío fuera del Ponto Euxino. Más tarde recibió su merecido, pues cuando intrigaba en Tracia cerca de Seutes murió a manos del lacedemonio Nicandro. Por su parte, los griegos tomaron un triacóntero[3] y pusieron en él como jefe al ateniense Polícrates, el cual condujo al campamento todas las embarcaciones que pudo coger. La carga que iba en ellas fue sacada fuera y puesta bajo la vigilancia de guardia para que estuviera segura, y los barcos los utilizaron para el transporte. Mientras tanto, salían los griegos en busca de botín, y unos lo conseguían y otros no. Cleéneto, que partió con su propia compañía y con la de otro contra un lugar difícil, pereció él mismo y otros muchos que le acompañaban.


II

Como ya no era posible conseguir víveres de manera que se pudiese volver en el mismo día al campamento, Jenofonte, tomando unos guías de los trapezuntios, condujo contra los drilas a la mitad del ejército, dejando a la otra mitad para guarda del campamento, pues los colcos, expulsados de sus viviendas, se habían reunido en gran número y estaban colocados sobre las alturas. Los trapezuntios, por su parte, no guiaban por donde hubiera sido fácil conseguir los víveres —en esos puntos eran amigos suyos—, sino que llevaron con gusto a los griegos contra los drilas, que les habían hecho daño, y a una comarca montañosa y áspera cuyos habitantes eran los más belicosos del Ponto. Cuando los griegos llegaron a las tierras altas, los drilas, según iban retirándose, quemaban todos los lugares fáciles de tomar. Así es que no se podía coger nada, como no fuese algún cerdo, buey o algún otro animal huido de las llamas. Pero había un lugar que era la metrópoli de aquellos pueblos y en él se concentraron todos. Rodeaba a este lugar un barranco muy profundo y los caminos para subir a él eran muy difíciles. Los peltastas, que se habían adelantado corriendo cinco o seis estadios de los hoplitas, atravesaron el barranco y, viendo numeroso ganado y otras muchas cosas, atacaron la posición. Con ellos iban también muchos doríferos[4] que habían salido en busca de víveres, de suerte que pasaron el barranco más de mil hombres. Pero como viesen que era inútil pretender tomar la posición combatiendo, pues la rodeaba un ancho foso con una empalizada sobre el borde elevado y muchas torres de madera, intentaron retirarse. Entonces los enemigos se les echaron encima. Y no pudiendo escapar, porque la bajada desde la posición al barranco tenía que hacerse uno a uno, mandaron aviso a Jenofonte, que iba al frente de los hoplitas. El enviado dijo: «El lugar está lleno de muchas cosas. Pero ni podemos tomarlo, pues es muy fuerte, ni nos es fácil retirarnos. Los contrarios salen y nos combaten, y el camino es muy dificultoso.»
Al oír esto Jenofonte avanzó hasta el barranco y ordenando a los hoplitas que pusiesen las armas en tierra lo pasó él con los capitanes y examinó si sería mejor retirar a los que ya habían pasado o hacer que lo cruzasen los hoplitas para intentar el asalto de la posición. Parecía que la retirada habría de costar muchos hombres, y los capitanes pensaban que se podía tomar la posición. Jenofonte, animado por las señales favorables de las víctimas, fue también de este parecer: los adivinos habían declarado que habría combate, pero que tendría buen éxito. Entonces envió a los capitanes para que con los hoplitas pasasen el barranco, y él permaneció allí, haciendo que se retirasen todos los peltastas y sin dejar que nadie disparase. Cuando llegaron los hoplitas ordenó que cada capitán formase su compañía de la manera que creyese más conveniente para el combate. Allí estaban, en efecto, juntos los capitanes que durante toda la expedición habían rivalizado en arrojo. Ellos hicieron como se les mandaba y Jenofonte ordenó a los peltastas que avanzasen con la mano en la correa del dardo para lanzarlo a la primera señal y a los arqueros que llevaren dispuestos los arcos para dispararlos a la primer señal. Mandó también a los gimnetas que tuviesen sus sacos llenos de piedras, y encargó de todo esto a hombres de su confianza.
Cuando todo estuvo dispuesto, formados los capitanes, los tenientes y todos los que no se consideraban menos que éstos, viéndose los unos a los otros (pues para adaptarse al terreno formaban una especie de media luna), entonando el peán y al oír la señal de la trompeta, los hoplitas se lanzaron a la carrera entre gritos a Enialo, mientras llovían sobre la plaza flechas, dardos y piedras, disparadas unas con hondas y más aún con las manos. Algunos hasta lanzaron fuego. Bajo tal cantidad de proyectiles los enemigos abandonaron la empalizada y las torres. Tanto que Agasias de Estinfalia, dejando sus armas y quedándose sólo con la túnica, subió y ayudó a subir a otro, y en seguida se encaramó otro más; la plaza estaba, pues, tomada, al parecer.
Entonces los peltastas y los psilos entraron corriendo y se pusieron a saquear lo que cada cual pudo. Pero Jenofonte, poniéndose en la puerta cerraba el paso a todos los hoplitas que podía, pues en unas alturas fortificadas se veían más enemigos. No había pasado mucho tiempo cuando oyóse un gran vocerío en el interior y aparecieron huyendo los soldados, unos con lo que habían pillado y alguno también herido. Y empujándose todos para salir, se produjo una gran confusión en las puertas. Interrogados los fugitivos dijeron que había en el interior una ciudadela y numerosos enemigos que saliendo de ella estaban atacando a la tropa que se encontraba dentro. Entonces Jenofonte mandó al heraldo Tolmides proclamase que entraran todos los que quisieran coger algo. Muchos se arrojaron dentro y vencieron a los que habían salido, encerrándoles de nuevo en la ciudadela. Todo lo que estaba fuera de ésta fue pillado y se lo llevaron los griegos. Por su parte, los hoplitas formaron con las armas en tierra, unos cerca de la empalizada y otros en el camino que conducía a la ciudadela. Y Jenofonte examinaba con los capitanes si sería posible tomarla. Sólo así se podía estar seguro, pues en caso contrario la retirada parecía muy difícil. Pero de este examen sacaron el convencimiento de que la plaza era inexpugnable.
Entonces se pusieron a preparar la retirada. Cada soldado arrancaba los palos de la empalizada que tenía delante. Se envió por delante a toda la gente inútil y a los que iban cargados, dejando sólo el grueso de los hoplitas escogidos entre los que inspiraban más confianza. Pero apenas empezaron a retirarse se les echó encima corriendo una multitud de enemigos armados con escudos de mimbre, lanzas, grebas y cascos paflagonios. Otros subían a las casas de un lado y otro de la calle que conducía a la ciudadela. De suerte que ni siquiera había seguridad para perseguirlos por la puerta que conducía a la ciudadela. Y desde arriba arrojaban grandes maderos, de modo que era tan difícil estarse quieto como retirarse. Y la noche que se echaba encima se presentaba temerosa.
En este apuro se hallaban combatiendo cuando una divinidad vino a ofrecerles el medio de salvarse. De repente se incendió una de las casas de la derecha, sin que se sepa quién le prendió fuego. La casa se vino a tierra y en seguida huyeron los enemigos que ocupaban las de la derecha. Jenofonte, aprovechando esta lección que el azar le daba, dio orden de que prendiesen también fuego a las casas de la izquierda, y como eran de madera no tardaron en arder. Los enemigos que las ocupaban huyeron también. Sólo los que se hallaban enfrente seguían molestando y era evidente que atacarían a los griegos no bien éstos emprendiesen la retirada y el descenso. Entonces Jenofonte ordenó a todos los que se hallaban fuera del alcance de las flechas que trajesen leña y la arrojasen entre ellos y los enemigos. Cuando se hubo reunido bastante le prendieron fuego; también incendiaron las casas que se hallaban junto al foso para dar que hacer al enemigo. De este modo se retiraron con trabajo de la posición poniendo fuego entre ellos y los enemigos. Toda la ciudad ardió: las casas, las torres, la empalizada y todo lo demás, excepto la ciudadela.
Al día siguiente los griegos se retiraron llevando los víveres, y como temían la bajada a Trapezunte, que era por un camino pendiente y estrecho, hicieron una falsa emboscada. Un misio que tenía por nombre el mismo de su nación, escogiendo diez cretenses se colocó en una espesura y fingió que quería ocultarse de los enemigos; pero procurando que sus escudos, que eran de bronce, dejasen percibir sus destellos de cuando en cuando. Los enemigos, al ver esto, tomaron miedo como si fuese una emboscada. Y mientras tanto fue bajando el ejército. Cuando pareció que éste se había ya alejado bastante se dio señal al misio para que escapase con todas sus fuerzas: él se puso en pie y echó a correr con los demás. Los cretenses, temiendo, según dijeron, que los alcanzasen los enemigos, se arrojaron desde el camino a un bosque y rodando por los repliegues de éste consiguieron salvarse. Pero el misio, que siguió huyendo por el camino, pidió socorro. Acudieron en su auxilio y se lo llevaron herido. Los que habían venido en ayuda se retiraron dando cara al enemigo y bajo los disparos de éste, a los cuales respondían con sus flechas algunos cretenses. De este modo llegaron al campamento sanos y salvos.




III

Como ni Quirísofo venía ni se contaba con naves suficientes y no había manera de conseguir más víveres, pareció que lo más conveniente sería partir. Se embarcó en las naves a los enfermos, los mayores de cuarenta años, los niños y toda la impedimenta que no era necesario conservar, y se dispuso que Filesio y Soféneto, los de más edad entre los generales, embarcasen también y cuidasen de la expedición. Los demás se pusieron en marcha por tierra: el camino estaba arreglado. A los tres días de marcha llegaron a Cerasunte, ciudad junto al mar, colonia de los sinopenses, en el territorio de la Cólquide. Permanecieron en ella diez días y se hizo una revista en armas y un recuento, resultando ocho mil seiscientos hombres. Estos eran los salvados entre los diez mil aproximadamente del principio. Los demás habían perecido, unos en lucha con el enemigo, otros a causa de la nieve y alguno por enfermedad.
Entonces repartieron también el dinero que se había obtenido de la venta de los prisioneros, separando el diezmo para Apolo y para la Ártemis de Éfeso. De este diezmo recibió cada general una parte para emplearla en honor de los dioses. La correspondiente a Quirísofo fue entregada a Neón, de Asina. Jenofonte con la parte de Apolo consagró a este dios una ofrenda en el tesoro de los atenienses en Delfos, poniendo en ella su nombre y el de Próxeno, el que había muerto con Clearco; Próxeno era huésped suyo. La parte de Ártemis, cuando regresó de Asia con Agesilao en la expedición contra los beocios, se la dejó a Megabizo, intendente de Ártemis, pues pensaba que su vida podría correr peligro. Y convino con Megabizo que si él volvía salvo de la empresa le devolvería la suma, y si le ocurría algo le haría con ella a Ártemis la ofrenda que creyese más grata a la diosa.
Más tarde, desterrado Jenofonte de su patria, y cuando vivía en Escilunte merced a la hospitalidad de los lacedemonios, llegó Megabizo a Olimpia para presenciar los juegos y le devolvió el depósito. Y Jenofonte compró un terreno que consagró a Ártemis en el sitio designado por el oráculo de Apolo. Daba la casualidad que por este terreno corría un río llamado Selinunte, como el que bordea el templo de Ártemis en Éfeso. En uno y otro hay peces y conchas. En el terreno de Escilunte se encuentra toda clase de caza que pueda desearse. Con el dinero sagrado construyó, además, un altar y un templo, y en lo sucesivo con el diezmo de los frutos de este campo hacían sacrificios a la diosa, fiesta en la cual participaban todos los ciudadanos de Escilunte y los hombres y mujeres de las cercanías. La diosa proporcionaba a los concurrentes (que estaban en tiendas) harina de cebada, panes, vinos, golosinas y una parte de las víctimas cebadas en los pastos sagrados. Pues los hijos de Jenofonte y los de otros ciudadanos hacían para esta fiesta una caza en la cual tomaba también parte todo el que quería. Y cogían, ya del terreno sagrado, ya de la Foloa, jabalíes, corzos y ciervos.
Está situado este terreno en el punto por donde se va de Lacedemonia a Olimpia, y dista como unos veinte estadios del templo de Zeus en esta ciudad. Hay en el recinto sagrado una pradera y montañas llenas de árboles donde se pueden criar puercos, cabras y vacas, de suerte que también las caballerías de los que van a la fiesta encuentran pasto en abundancia. Alrededor del templo mismo ha sido plantado un vergel de árboles frutales que dan toda clase de frutas excelentes. El templo se parece en pequeño al de Éfeso y la estatua de la diosa es semejante a la de Éfeso, salvo que ésta es de oro y la de Escilunte está hecha de madera de ciprés. Junto al templo hay una columna con la siguiente inscripción: «Este lugar está consagrado a Ártemis. El que lo posea y recoja sus frutos debe ofrecerle el diezmo todos los años y con el resto sostener el templo. Si alguien no lo hace así; la diosa se lo tendrá en cuenta.»


IV

De Cerasunte salieron en los navíos los antes embarcados; los otros marcharon por tierra. Llegados a los límites de los mesinecos les enviaron como embajador a Timesíteo, de Trapezunte, próxeno[5] de aquella gente, para preguntarles si al atravesar los griegos la comarca consideraríanlos como amigos o como enemigos. Ellos respondieron que no les dejarían pasar; confiaban en sus plazas. Entonces dijo Timesíteo que los mesinecos que habitan más lejos eran enemigos de éstos. Acordóse, pues, llamarlos y proponerles una alianza contra los otros. Enviado Timesíteo, vino con los jefes. Cuando éstos hubieron llegado reuniéronse ellos y los generales de los griegos, y dijo Jenofonte, sirviéndole de intérprete Timesíteo: «Mesinecos: nosotros queremos regresar a Grecia por tierra; no tenemos naves y nos lo impiden estos que, según hemos oído son enemigos vuestros. Si os parece podéis aliaros con nosotros, vengaros de las ofensas que os hayan hecho y sujetarlos a vuestro dominio para lo sucesivo. Si dejáis escapar esta ocasión será difícil que encontréis otra vez una fuerza tan considerable que se alíe con vosotros.» A esto respondió el jefe de los mesinecos que ellos también deseaban y aceptaban la alianza. «Veamos, pues —dijo Jenofonte—, en qué nos utilizaréis si entramos en alianza con vosotros y si estaréis en situación de ayudarnos a seguir nuestro camino.» «Podemos —respondieron ellos— atacar a los enemigos por el otro lado y enviaros de aquí hombres que combatan con vosotros y os guíen.»
Después de dar y recibir prendas sobre esto, los jefes se marcharon. Al día siguiente volvieron con trescientas barcas hechas de una sola pieza. En cada una de ellas iban tres hombres, de los cuales desembarcaron dos y se pusieron en formación; el otro quedó en la barca. Los de las barcas se fueron en ellas. Los otros formaron de este modo: se pusieron en dos filas de ciento puestas una enfrente de la otra como en los coros. Llevaban escudos de mimbre recubiertos de pieles blancas de buey con su pelo, de forma semejante a una hoja de hiedra, y en la diestra jabalinas de unos seis pies terminadas por delante en una punta de hierro y por detrás en una bola. Iban vestidos con túnicas cortas que no les llegaban a la rodilla, pero muy gruesas, como la tela de lino con que se envuelve la ropa de cama. Cubrían la cabeza con cascos de cuero parecidos a los paflagónicos, con un penacho en el medio, y que en conjunto se parecía a una tiara. Iban también armados con hachas de hierro. Uno de ellos preludió y todos los demás se pusieron en marcha cantando a compás. Así atravesaron las filas de los griegos formados en armas y se dirigieron derechos contra el enemigo en dirección a un lugar que parecía el más a propósito para el ataque. Este punto estaba situado delante de la ciudad que ellos denominaban su metrópoli, construida en el punto más elevado del país de los mesinecos. Por la posesión de esta ciudad era la guerra, pues los que la ocupaban parecían dominar a los demás mesinecos. Ellos decían que los otros no la tenían con justicia, pues siendo posesión común de todos se habían apoderado de ella por ambición.
Les seguían también algunos griegos, no por orden de los generales, sino simplemente en busca del botín. El enemigo les dejó avanzar sin moverse. Pero, cuando llegaron cerca de la posición a que se dirigían, se les echó encima corriendo, los puso en fuga y matando a muchos de los bárbaros y a algunos griegos de los que les acompañaban fue persiguiéndoles hasta que descubrió al ejército de los griegos que acudía en ayuda. Entonces dieron vuelta y se retiraron. Y cortando las cabezas de los cadáveres se las mostraban a los griegos y a sus compatriotas enemigos, mientras danzaban al compás de un cierto canto. Los griegos se apesadumbraron mucho, pues sus aliados habían envalentonado al enemigo y los griegos que en gran número les acompañaron también habían huido, cosa no ocurrida en toda la expedición.
Jenofonte entonces reunió a todos los griegos y les dijo: «Soldados: no os desaniméis por lo ocurrido. Las ventajas que de ello obtenemos no son menores que el daño. En primer lugar habéis visto que los mesinecos que deben guiarnos están realmente en guerra con los que son nuestros enemigos. Por otra parte, los griegos que abandonaron nuestras filas y creyeron que con los bárbaros podrían conseguir lo mismo que con nosotros, han pagado su engaño. Así que, en adelante, se apartaran menos de nuestro ejército. Ahora es menester que vosotros ha-gáis de suerte que los bárbaros amigos nuestros vean que sois superiores a ellos y a los enemigos; que no combaten ya con gente desorganizada, sino con hombres muy diferentes.»
Así permanecieron durante aquel día. Al siguiente hicieron sacrificios, y las señales de las víctimas resultaron favorables. Después de haber comido formóse el ejército en columnas de compañía. Los bárbaros fueron puestos del mismo modo a la izquierda. Y en este orden avanzaron llevando a los arqueros en el intervalo de las compañías y un poco adelantados del frente de los hoplitas, pues los más ligeros de los enemigos se adelantaban corriendo y arrojando piedras. Y los arqueros y peltastas se encargaban de rechazarlos. Los demás siguieron al paso, primero con dirección al lugar desde el cual los bárbaros y los griegos que les acompañaban habían sido puestos en fuga el día anterior: en él se hallaban formados los enemigos. A los peltastas les hicieron frente los bárbaros y vinieron a las manos con ellos. Pero al acercarse los hoplitas echaron a correr. Los peltastas fueron persiguiéndoles cuesta arriba en dirección a la metrópoli, mientras los hoplitas les seguían formados en batalla. Cuando llegaron arriba, junto a las casas de la metrópoli, los enemigos, reunidos, volvieron a entablar combate, lanzando sus jabalinas y tratando de rechazar a los griegos con unas picas largas y gruesas como apenas podría sostenerlas un hombre. Pero al ver que los griegos no cedían, sino que avanzaban contra ellos, huyeron todos, abandonando el lugar. Sólo el rey, que habitaba una torre de madera edificada en la cima donde vive, y es guardado a expensas de la comunidad, se negó a salir, como había hecho el del primer puesto tomado, y ambos perecieron quemados en las torres.
Los griegos saquearon el lugar y encontraron en las casas grandes depósitos de panes amontonados como allí era costumbre tradicional, según los mesinecos, y trigo guardado con la espiga. La mayor parte de este grano era espelta. También hallaron ánforas con lonchas de delfín salado y vasos llenos de grasa de delfín, que usan los mesinecos como los griegos el aceite. En los graneros había muchas nueces muy grandes sin intersticio. Estas nueces cocidas les servían de pan. Encontróse también vino que puro parecía agrio por su aspereza, pero que mezclado con agua resultaba fragante y agradable.
Después de comer los griegos continuaron su marcha, abandonando el lugar a los mesinecos, sus aliados. De todos los demás lugares enemigos que encontraron, los más accesibles fueron abandonados y los otros se entregaron voluntariamente. La mayoría de estos lugares estaba dispuesto en esta forma: distaban las ciudades entre sí como ochenta estadios, y de una a otra podían oírse los mesinecos cuando gritaban. De tal modo alternan en el país valles profundos y alturas elevadas. Cuando llegaron en su marcha a las tierras de los mesinecos, les mostraron niños de familias ricas cebados con nueces cocidas. Estaban tan gordos que poco les faltaba para igualar el grueso con el alto, y eran de carnes tiernas y muy blancas. Tenían las espaldas pintadas y por delante unos tatuajes en forma de flores. Querían cohabitar a la vista de todos con las cortesanas que iban en el ejército: tal es la costumbre entre ellos. Todos los hombres y las mujeres son allí blancos. Los griegos decían que éste era el pueblo más bárbaro que habían encontrado, aquel cuyas costumbres diferían más de las griegas. Hacían en público lo que otros en secreto y a solas se conducían como si estuviesen entre gente; hablaban consigo mismos, reían y se ponían a bailar en cualquier sitio que se encontrasen como si alguien pudiese verlos


V

A través de esta comarca, ya por tierras amigas, ya por enemigas, anduvieron los griegos ocho jornadas y llegaron al país de los cálibes. Éstos eran pocos y estaban sometidos a los mesinecos. La mayor parte de ellos vivían extrayendo mineral de hierro. Desde este punto llegaron al país de los tibarenos. Esta comarca era mucho más llana, con plazas junto al mar menos difíciles. Los generales deseaban atacar estas plazas para que el ejército obtuviese algún provecho. Así es que no aceptaron los presentes de hospitalidad enviados por los tibarenos. Y mandándoles esperar lo que se acordase sobre ello, hicieron sacrificios. Pero después de haber inmolado muchas víctimas todos los adivinos estuvieron conformes en decir que los dioses no aprobaban de ningún modo la guerra. Entonces aceptaron los presentes y atravesando como amigos aquella comarca llegaron en dos días a Cotiora, ciudad griega, colonia de los sinopenses y situada en el país de los tibarenos.[6]
Allí permanecieron cuarenta y cinco días. Durante ellos ofrecieron sacrificios a los dioses. Se hicieron procesiones por las diferentes razas de los griegos según las costumbres de cada una y se celebraron concursos gimnásticos. Los víveres los tomaban, ya de la Paflagonia, ya de las aldeas de los cotioritas, porque éstos no se prestaban a vendérselos, ni quisieron admitir a los enfermos dentro de sus murallas.
En esto llegaron embajadores de Sinope, temerosos tanto por la ciudad de los cotioritas, que era colonia de ellos y les pagaba tributo, como por su territorio, el cual, según habían oído, los griegos estaban devastando. Llegados al campamento, habló en nombre de todos ellos Hecatónimo, que gozaba fama de elocuente: «Soldados —dijo—, la ciudad de Sinope nos ha enviado a nosotros para que os alabemos, porque siendo griegos habéis vencido a los bárbaros, y para que os felicitemos por haber llegado sanos y salvos después de tantos y tan formidables trances, según hemos oído. Y siendo nosotros griegos, como lo sois vosotros, esperamos que sólo beneficios habréis de hacernos, nunca daño, pues que tampoco nosotros os hemos provocado con ningún agravio. Ahora bien: los cotioritas son una de nuestras colonias y la tierra que poseen se la dimos nosotros quitándosela a los bárbaros, por lo cual nos pagan un tributo fijo, como lo hacen también los habitantes de Cerasunte y Trapezunte; de suerte que el mal que a éstos hagáis lo tendrá la ciudad de Sinope como hecho a ella misma. Y hemos oído que habéis entrado en la ciudad por fuerza, que se han alojado en sus casas algunos de vosotros y que tomáis por fuerza de sus campos lo que necesitáis en vez de obtenerlo por buenas razones. Esto no nos parece bien. Si lo continuáis haciendo nos veremos obligados a hacer amistad con Corilas, con los paflagonios o con cualquier otro pueblo que podamos.»
Entonces se levantó Jenofonte y, en nombre de todo el ejército dijo: «Nosotros, sinopenses, hemos llegado aquí satisfechos de haber conseguido salvar nuestras vidas y nuestras armas. Era imposible conducir riquezas y al mismo tiempo combatir con el enemigo. Y ahora, llegados a las ciudades griegas, en Trapezunte, donde se prestaron a vendernos, compramos lo necesario y correspondimos a sus atenciones y a los presentes que nos ofrecieron. Y si alguno era amigo de esta ciudad nos absteníamos de causarle ningún perjuicio; en cambio, a sus enemigos les hicimos todo el daño que pudimos, guiados por ellos mismos. Preguntadles cómo nos portamos con ellos: aquí están los guías que por amistad nos dieron. Pero, si llegamos a un sitio y no nos venden, ya sea tierra de los bárbaros, ya de los griegos, tomamos lo que nos hace falta, no por licencia, sino por necesidad. Así hemos hecho la guerra a los carducos, taocos y caldeos, gente muy temible y que no son súbditos del rey, porque era preciso tomar lo necesario, ya que no querían vendérnoslo. En cambio, a los macrones, que se prestaron a ello en la medida de sus recursos, los hemos tenido por amigos y nada les tomamos por fuerza. A los cotioritas, que decís ser colonos vuestros, si algo les cogimos ellos tienen la culpa. No se han conducido con nosotros como amigos, sino que cerrando sus puertas ni querían recibirnos dentro ni nos ofrecían mercado fuera. Y echaban la culpa de esto a vuestro harmosta.[7] Nos reprocháis, además, que entrando por la fuerza algunos se alojan en sus casas. Nosotros les pedimos que recibiesen a nuestros enfermos, y como no abrían las puertas entramos por donde el sitio lo permitía, pero sin hacer violencia alguna salvo que los enfermos están alojados en las casas viviendo de sus propios recursos. Si hemos puesto guardias en las puertas es para que nuestros enfermos no estén a la merced de vuestro harmosta, sino que podamos llevárnoslos cuando queramos. Los demás, como veis, acampamos al aire libre en nuestro orden, dispuestos a devolver el bien y a vengar el mal que se nos haga. En cuanto a tus amenazas de que si os parece haréis alianza con Corilas y los paflagones contra nosotros, si la necesidad nos obliga combatiremos con ellos y vosotros, pues ya hemos hecho la guerra a pueblos más numerosos. Y también nosotros, si nos parece, haremos amistad con el paflagonio. Hemos oído que desean vuestra ciudad y los lugares de la costa y procuraremos ganarlos para nosotros ayudándoles a realizar sus deseos.»
A todo esto los compañeros de Hecatónimo daban claras muestras de estar disgustados de lo que éste había dicho, y adelantándose uno de ellos dijo que no habían venido para provocar la guerra, sino para mostrar que eran amigos. «Y si vais a Sinope os recibiremos allí con presentes de hospitalidad, y ordenaremos a estos cotioritas os den lo que puedan. Ya vemos que es verdad todo lo que decís.»
Después de esto los cotioritas enviaron presentes. Por su parte, los generales de los griegos tuvieron con los embajadores de los sinopenses todas las atenciones de la hospitalidad y hablaron con ellos amistosamente sobre asuntos diversos, entre ellos de la marcha futura, informándose unos y otros de lo que necesitaban.


VI

Así terminó aquel día. Al siguiente reunieron los generales a los soldados y decidieron someter a deliberación el asunto de la marcha futura, llamando también a los sinopenses. Si era preciso hacerla por tierra, parecía que éstos habían de ser útiles, pues conocían la Paflagonia, y si por mar, también era forzoso contar con los sinopepses; sólo ellos parecían en situación de dar al ejército el número de naves que necesitaban. Llamaron, pues, a los embajadores a la deliberación y les rogaron que, puesto que eran griegos, el mejor modo de recibir a unos compatriotas era mostrarles benevolencia y darles los mejores consejos.
Y levantándose Hecatónimo, disculpóse primero de haber dicho que harían amistad con los paflagones; su intención no había sido decir que harían guerra a los griegos, sino que, siéndoles posible tener por amigos a los bárbaros, preferirían a los griegos. Como le invitasen a decir su opinión, después de haber invocado a los dioses, habló en esta forma: «¡Que si os aconsejo lo que me parece más conveniente me suceda toda suerte de prosperidad! ¡Que me ocurra lo contrario si no lo hago! ¡Este consejo me parece más conveniente si no lo hago! Este consejo me parece ser el que suelen llamar sagrado. Pues, si los hechos muestran que os he aconsejado bien, serán muchos los que me elogien, y si mal, muchos también los que me maldigan. Bien sé que si vais por mar tendremos muchas más molestias, porque nosotros debemos proporcionaros las naves. En cambio, si marcháis por tierra, a vosotros os tocará combatir. Con todo, he de decir lo que sé: conozco por experiencia el país y las fuerzas de los paflagones. Esta comarca tiene las dos cosas: las llanuras más bellas y las montañas más elevadas. Y, en primer término, sé por dónde tenéis forzosamente que entrar. No hay otro camino que un desfiladero con elevadas montañas a derecha e izquierda. Dueños de estas alturas, un puñado de hombres puede dominar el paso y todos los hombres juntos no podrían atravesarlo. Estoy dispuesto a mostrarlo si queréis enviar a alguien conmigo. Después sé que hay llanuras y una caballería que los bárbaros mismos consideran superior a toda la caballería del rey. Y en estas mismas circunstancias no acudieron al llamamiento que el rey les dirigió, pues el que los manda se cree demasiado para eso. Pero suponiendo que podáis burlar al enemigo en el paso de las montañas o adelantárosle a ocuparlas, suponiendo que en el llano venzáis no sólo a su caballería, sino también a su infantería, que suma más de ciento veinte mil hombres, en seguida os encontraréis con los ríos, primero con el Termodonte, de tres pletros de anchura, y que, a mi parecer, es difícil de pasar, sobre todo teniendo enemigos numerosos delante y perseguidos por otros no menos numerosos a la espalda. Después viene el Iris, también de tres pletros; después el Halis, con anchura no menor de dos estadios, el cual no podréis atravesar sin naves. ¿Y quién será el que os las proporcione? También es invadeable el Partenio, al cual llegaréis si conseguís atravesar el Halis. Pienso, por consiguiente, que la marcha por tierra es para vosotros, no ya difícil, sino completamente imposible. En cambio, por mar podéis ir embarcados desde aquí a Sinope y de Sinope a Heraclea. Desde Heraclea no existe dificultad ni por tierra ni por mar; en Heraclea hay gran abundancia de buques.»
Así habló Hecatónimo. Unos sospechaban que había dicho esto por su amistad con Corilas, del cual era próxeno;[8] otros, que el deseo de conseguir una recompensa le había movido a dar este consejo. También había quienes sospechaban que lo había hecho temeroso de que, yendo por tierra, hicieran daños en el país de los sinopenses. Los griegos votaron, pues, que se iría por mar. Entonces dijo Jenofonte: «Sinopenses: los soldados se han decidido por el camino que vosotros les aconsejáis. Pero ha de ser de este modo: si vienen las naves suficientes para que no se quede en tierra ni un solo hombre, nos embarcaremos; pero, si unos han de marcharse y otros permanecer aquí no subiremos a bordo. Bien sabemos que mientras seamos fuertes podremos salvarnos y tener lo necesario; pero no bien nuestros enemigos nos vean débiles estaremos en la situación de los esclavos.» Oído esto, los sinopenses los invitaron a que enviaran diputados. Y ellos enviaron a Calímaco, de Arcadia; Aristón, de Atenas, y Samola, de Aquea, los cuales partieron.
En este tiempo, Jenofonte, viendo los numerosos ho-plitas de los griegos, los numerosos peltastas, los arqueros, los honderos y unos jinetes tan aguerridos; viendo, además, que se hallaban en el Ponto, donde no era empresa de poco coste reunir fuerza tan considerable, le pareció que sería glorioso ganar para la Grecia un nuevo territorio fundando una ciudad. Y le pareció también que podría ser una gran ciudad, dado el número de las tropas y teniendo en cuenta los pueblos vecinos del Ponto. Con este objeto, antes de hablar de ello con nadie, llamó a Silano, de Ambracia, adivino de Ciro, y celebró un sacrificio. Pero éste, temiendo se realizase la cosa y se quedara por allí el ejército, hizo correr la voz de que Jenofonte quería fijar allí a los griegos, fundar una ciudad y hacerse famoso y prepotente. Silano quería volver cuanto antes a Grecia pues había conseguido salvar los daricos que le dio Ciro cuando acertó en predecirle los diez días después de haber hecho sacrificios.
Cuando oyeron esto los soldados a unos les pareció bien el quedarse pero a la mayoría no. Timasión, de Dárdano, y Torax, de Beocia, dijeron a unos mercaderes de Heraclea y Sinope allí presentes que si no daban una soldada al ejército, de suerte que pudiesen tener víveres al ir embarcados, se corría el peligro de que permaneciese en el Ponto una fuerza tan considerable. «El pensamiento de Jenofonte, al cual procura atraernos, es decir de repente al ejército cuando vengan las naves: “Soldados: vemos que vuestra situación es difícil, tanto para procurarnos los víveres necesarios durante la navegación como para ser útiles a los vuestros cuando regreséis a la patria. Si queréis, se puede elegir un sitio entre todas las tierras que rodean el Ponto y apoderarnos de él. Y el que quiera puede volver a Grecia, y el que no, quedarse allí. Tenéis naves suficientes para caer repentinamente sobre el punto que os parezca”.»
Los mercaderes, oído esto, se lo comunicaron a sus ciudades. Timasión envió con ellos a Eurímaco, de Dárdano, y a Torax, de Beocia, para que dijesen lo mismo. Los sinopenses y los heracleotas, enterados de ello, mandaron mensajeros a Timasión prometiéndole dinero para que procurase que el ejército saliera embarcado del Ponto. Timasión oyó con gusto este ofrecimiento y, reunidos los soldados, les habló así: «Soldados: no pensemos en quedarnos; nada debe ser para nosotros preferible a Grecia. He oído que algunos hacen sacrificios con este propósito sin deciros nada a vosotros. Yo os prometo que si salimos de aquí embarcados os daré de soldada a cada uno un ciciceno por mes a partir de la luna nueva. Os conduciré además a la Tróade, de donde estoy desterrado, y allí podéis contar con mi ciudad natal, pues sin duda me recibirán gustosos. También os llevaré a sitios donde podáis ganar grandes riquezas. Conozco muy bien la Eólide, la Frigia, la Tróade y todo el gobierno de Farnabazo, parte por ser mi país y parte por haber acompañado en sus campañas a Clearco y Dercilidas.»
En seguida se levantó Torax, de Beocia, que le disputaba el mando a Jenofonte, y dijo que si salían del Ponto tendrían a su disposición el Quersoneso, comarca bella y opulenta, en la cual podrían quedarse los que quisieran, y los que no, volver a la patria. Era ridículo, habiendo tantas y tan fértiles tierras en Grecia, ponerse a buscar por las de los bárbaros. «Hasta que lleguéis allí, yo, como Timasión, os prometo la soldada.» Decía esto sabiendo lo prometido a Timasión por los heracleotas y los sinopenses para que se marchasen en las naves. Mientras tanto, Jenofonte guardaba silencio. Pero levantándose Filesio y Licón, ambos de Acaya, dijeron que sería cosa fuerte que Jenofonte anduviese persuadiendo en particular que se quedasen e hiciesen sacrificios sobre ello, y, en cambio, nada dijera en público sobre el asunto. De suerte que se vio obligado Jenofonte a levantarse y decir lo siguiente: «Yo, soldados, según veis, hago sacrificios cuantas veces puedo, tanto por vosotros como por mí mismo, a fin de decir, pensar y hacer lo que ha de resultar más glorioso y conveniente para vosotros y para mí. Y ahora había consultado a las víctimas acerca de esto mismo, si sería mejor adelantarme y hablaros del asunto para ponerlo en práctica o si no debía tocar la cosa. Silano el adivino me respondió que lo más importante, las señales, eran propicias; sabía que no me faltaba experiencia, por hallarme siempre presente en los sacrificios. Pero me dijo también que aparecían engaños y emboscadas contra mí; bien conocía él su intención de calumniarme con vosotros. Echó, pues, a correr la especie de que yo pensaba poner en práctica esto en seguida sin convenceros a vosotros. Yo, ciertamente, como os veía en trance apurado, buscaba el modo de que os apoderaseis de una ciudad, y entonces el que quisiera se marchase por mar al momento, y el que no, cuando, habiendo adquirido riquezas suficientes, pudiese ser útil a los suyos. Pero puesto que, como veo, los heracleotas y los sinopenses os han enviado naves para embarcaros, y hay quienes os ofrecen una soldada a partir de la luna nueva, me parece muy bien que, puestos en salvo donde queremos, recibáis un sueldo por la feliz travesía. Así es que yo desisto de mi pensamiento y creo deben también desistir cuantos a mí se acercaron diciendo que era preciso hacer esto. Porque, a mi parecer, mientras permanezcáis juntos y en gran número seréis respetados y tendréis lo necesario: con la victoria va el coger los bienes de los vencidos. Pero si os dispersáis, si dividís vuestras fuerzas, ni podréis conseguir víveres ni escapar bien parados. Estoy, pues, conforme con vosotros en que debemos irnos a Grecia; pero que, si alguno fuera sorprendido quedándose atrás antes de llegar todo el ejército a lugar seguro, debemos someterlo a juicio como culpable. Y el que piense lo mismo que levante la mano.» La levantaron todos.
Silano se puso a gritar e intentó decir que era justo dejar irse al que quisiera. Pero los soldados no lo sufrieron y le amenazaron con que si le sorprendían procurando escapar le impondrían un castigo. Poco después, cuando los heracleotas supieron que el ejército había resuelto marchase y que al mismo Jenofonte se debía la proposición del acuerdo, enviaron las naves, pero no cumplieron su palabra en cuanto al dinero prometido a Timasión y Torax. Con esto los que prometieron la soldada estaban aterrorizados por miedo al ejército. Y reuniendo a los demás generales que habían tenido conocimiento de sus anteriores pasos (todos, excepto Neón, de Asina, que ocupaba el lugar de Quirísofo, pues éste aún no había vuelto), fueron a verse con Jenofonte, y le dijeron que estaban arrepentidos; que, puesto había buques, pensaban que lo mejor era irse en ellos al Fasis y apoderarse de la tierra de los fasianos, donde reinaba a la sazón un nieto de Eeto. Jenofonte les respondió que él no diría nada de esto al ejército: «Reunidlo vosotros, si queréis —dijo—, y decídselo.» Entonces Timasión, de Dárdano, fue de opinión que no se convocara a la tropa, sino que cada uno procurase primero convencer a sus propios capitanes. Y separándose lo hicieron así.


VII

Los soldados se enteraron de lo que ocurría. Y Neón fue diciendo que Jenofonte, después de haber convencido a los demás generales, tenía el propósito de engañar a los soldados y de volverles al Fasis. Al oír esto, los soldados lo tomaron a mal, y aquí y allí surgieron reuniones y corrillos. (Era muy de temer que ocurriese algo como lo sucedido a los heraldos de los colcos y a los inspectores de los víveres: cuantos no pudieron huir al mar fueron lapidados.) Cuando lo advirtió Jenofonte, le pareció necesario convocar cuanto antes una reunión pública, sin dejar que los soldados se reuniesen espontáneamente, y ordenó al heraldo que la convocase. Ellos, al oír al heraldo, acudieron corriendo con gran diligencia. Entonces Jenofonte, sin acusar a los generales de haber ido a buscarle, habló de esta manera:
«Oigo, soldados, que me acusan de querer conduciros al Fasis con engaños. Oídme, pues, por los dioses, y si aparezco culpable no debo salir de aquí sin el condigno castigo. Pero si, por el contrario, resultan culpables los que me calumnian debéis tratarlos como se merecen. Vosotros —continuó diciendo— sabéis ciertamente por dónde se levanta el sol y por dónde se oculta, y que si uno ha de ir a Grecia tiene que marchar hacia Occidente; pero si se quiere llegar a los países bárbaros es preciso dirigirse en sentido contrario, al Oriente. ¿Cómo podría nadie engañaros hasta el punto de haceros creer que el sol se levanta por donde se pone o se pone por donde se levanta? Además, sabéis que el viento Norte conduce fuera del Ponto, y, en cambio, el Sur conduce más adentro, hacia el Fasis. ¿Cómo es posible que alguien os haga embarcar engañados cuando sopla el viento Sur? Pero supongamos que os hago subir a las naves cuando haya calma. Yo iré en un solo buque y vosotros, por lo menos, en cien. ¿Cómo os forzaría a navegar conmigo contra vuestra voluntad u os conduciría engañados? Pero supongamos también, que con mis engaños y embaucamientos os hago llegar al Fasis y que desembarcamos en aquel país: ciertamente os daréis cuenta de que no estáis en Grecia. Y yo, el engañador, seré uno solo, mientras vosotros, los engañados, seréis cerca de diez mil provistos de armas. ¿Cómo un hombre que tales cosas imaginase para sí mismo y para vosotros dejaría de ser castigado? Pero éstas son conversaciones de hombres de poco seso, envidiosos de mí porque soy honrado por vosotros. Y ciertamente no tienen razón de envidiarme. ¿A quién de ellos le impido yo hablar, si tiene algo bueno que deciros; combatir, si alguno quiere combatir por vosotros, o por él mismo, o velar atento por vuestra salvación? ¿En qué me opongo yo a los jefes que vosotros queráis elegir? Estoy pronto a ceder el mando; que otro se lo tome; solamente veamos si os reporta algún beneficio. Pero ya he dicho lo bastante sobre esto. Si alguno se cree engañado o piensa que otros lo han sido que hable y lo muestre. Cuando ya consideréis suficientemente tratado este asunto, no os separéis antes de que os hable de una cosa que veo comenzar en el ejército. Si este mal se extiende y llega adonde parece ha de llegar, tiempo es que deliberemos sobre nosotros mismos, a fin de que no aparezcamos como los peores y los más cobardes de los hombres ante los dioses y ante los humanos, ante los amigos y ante los enemigos.»
Al oír esto los soldados se maravillaron de qué podría ser y le excitaron a que hablase. Él entonces prosiguió de nuevo: «Ya sabéis que había en las montañas algunas aldeas de los bárbaros que eran amigas de los cerasuntios. De ellas bajaban algunos habitantes y nos vendían víctimas y de lo demás que tenían. Me parece también que algunos de vosotros fueron a la más próxima de estas aldeas y después de hacer sus compras se volvieron. El capitán Cleáreto, sabedor de que esta aldea era pequeña y mal guardada por creerse amiga, marchó contra ellos por la noche con intención de saquearla, sin decir nada a ninguno de nosotros. Tenía intención, si se apoderaba de la aldea, de no volver al ejército, de embarcarse a bordo de un buque en el cual sus compañeros de tienda recorrían la costa y, cargando en él todo cuanto cogiese, salir del Ponto. Sus compañeros del buque convinieron en ello, según acabo de saber. Llamando, pues, a todos los que pudo seducir, los llevó contra la aldea. Pero, habiéndole sorprendido el día en el camino, las gentes del lugar se reunieron y, colocándose en posiciones elevadas, los atacaron con proyectiles y de cerca, matando a Cleáreto y a muchos de los otros. Algunos de ellos se refugiaron en Cerasunte. Esto ocurría el mismo día en que partíamos a pie para llegar aquí. De los que debían seguir por mar quedaban aún algunos en Cerasunte, que no habían levado anclas. Después de esto, según dicen los cerasuntios, llegaron de la aldea tres hombres de los más ancianos con deseo de presentarse a nuestra asamblea. Y como no nos encontraron, dijeron a los cerasuntios que les maravillaba por qué habíamos tenido la idea de atacarles. Pero al decirles los cerasuntios, según han dicho, que el ataque no había sido acordado por el ejército, ellos se alegraron, y pensaban venir aquí por mar para contarnos lo ocurrido e invitarnos a recoger los muertos y enterrarlos. Algunos de los griegos que habían huido se encontraban aún en Cerasunte, y, sabiendo a dónde iban los bárbaros, se atre-vieron a atacarlos con piedras y excitaron a otros a que hicieran lo mismo. Y murieron lapidados los tres hombres, los tres embajadores. Ocurrido esto, los cerasuntios vienen a nosotros y nos cuentan el suceso; y nosotros los generales, al oírlo, nos dolimos del hecho y tratamos con los cerasuntios sobre la manera de dar sepultura a los cadáveres de los griegos. Estábamos, pues, sentados fuera del campamento, cuando de repente oímos un gran tumulto: “¡Pega!, ¡pega!” “¡Tira!, ¡tira!” Y en seguida vimos muchos hombres que venían corriendo con piedras en las manos y otros que las recogían. Los cerasuntios, que habían visto lo ocurrido en su ciudad, huyeron espantados hacia las naves y hasta, ¡por Zeus!, algunos de nosotros sintieron miedo. Yo, entonces, me salí al encuentro de los alborotadores y pregunté qué pasaba. Algunos no lo sabían; pero, sin embargo, llevaban piedras en las manos. Pero, por fin, tropecé con uno enterado, y éste me dijo que los agoránomos[9] se conducían mal con ellos. En esto, alguien que vio al agoránomo Zelarco retirándose hacia el mar lanzó un grito, y los demás, como si hubiese aparecido un jabalí o un ciervo, se lanzaron sobre Zelarco. Los cerasuntios, al verlos hacia donde ellos estaban, creyendo indudable que iban contra ellos, echaron a correr y se arrojaron al mar. Con ellos se arrojaron también algunos de los nuestros, y se ahogaron todos los que no sabían nadar. ¿Qué os parece de ellos? No nos habían hecho daño, pero temían se hubiese apoderado de nosotros una especie de rabia como la de los perros. Si esto sigue ocurriendo, considerad cuál será la situación del ejército. Vosotros todos reunidos no seréis dueños ni de hacer la guerra a quien queráis o de ponerle término, sino que cualquiera podrá a su capricho llevar al ejército donde se le antoje. Y si viniesen a nosotros embajadores para pedirnos la paz o para cualquier otro asunto, los matarán sin dejaros escuchar las razones de las que han venido a tratar con vosotros. Además, aquellos que vosotros todos habéis elegido por jefes no tendrán autoridad alguna. El primero a quien se le ocurra elegirse general y gritar: “¡Pega!, ¡pega!” podrá matar a cualquier jefe o a cualquier simple soldado de entre vosotros, sin sujetarse a proceso, con tal que encuentre quienes le sigan, como ahora ha ocurrido. Considerad lo que os han hecho estos que se han elegido generales a sí mismos. Zelarco, el agoránomo, si es que os ha hecho algún daño, se va por mar sin ser castigado; si es inocente, huye del ejército temiendo se le mate injustamente y sin juzgarle. Y los que han lapidado a los embajadores han hecho que sólo vosotros, entre todos los griegos, no podáis ir seguros a Cerasunte como no sea por la fuerza. Los muertos, que antes quienes los mataron nos invitaban a enterrar, no hay seguridad para recogerlos ni aun con un heraldo. ¿Quién querrá ir como heraldo después de haber dado muerte a otros heraldos? Pero nosotros hemos suplicado a los cerasuntios que los entierren. Si esto está bien, declaradlo, a fin de que, para prevenirse, cada uno se ponga en guardia y procure acampar en lugares fuertes y elevados. Pero si os parece que tales cosas son propias de fieras y no de hombres, ved la manera de ponerles un término. De otra suerte, ¡por Zeus!, ¿cómo podrán ser nuestros sacrificios gratos a los dioses si hacemos obras impías? ¿Cómo lucharemos contra nuestros enemigos si nos matamos los unos a los otros? ¿Qué ciudad nos recibirá como amigos si ve en nosotros tal indisciplina? ¿Quién osará traernos víveres si se nos ve cometer tales faltas en las cosas más graves? Las alabanzas de que nos creemos merecedores, ¿quién podrá dárnoslas si nos con-ducimos de esta forma? Estoy seguro que nosotros mismos calificaríamos de malvados a los que hicieran tales cosas.»
Entonces se levantaron todos diciendo que debían ser castigados los que habían iniciado tales sucesos y que, en adelante, no debían permitirse semejantes desórdenes, y si alguien intentaba hacerlo se le diese muerte; que los generales instruyesen proceso a todos, examinando cuantas faltas se podían haber cometido desde la muerte de Ciro: nombraron por jueces a los capitanes. A propuesta de Jenofonte, apoyado por el consejo de los adivinos, decidióse purificar el ejército. Y se hizo la purificación.


VIII

También se decidió que los generales se sometiesen a juicio por sus actos durante todo el tiempo pasado. Verificado el juicio, Filesio y Janticles tuvieron que pagar veinte minas que faltaban del dinero de la marina confiado a su custodia, y Soféneto diez minas porque, habiendo sido elegido jefe, se había descuidado. A Jenofonte algunos le acusaban diciendo que les había pegado y que los trataba con violencia. Jenofonte invitó al primero de estos acusadores a que dijese dónde había sido pegado. Él respondió: «En un sitio donde nos moríamos de frío y había muchísima nieve.» Jenofonte le replicó: «Si ha-ciendo tanto frío como dices, faltando los víveres, cuando el vino no podía ni olerse, rendidos muchos de nosotros por la fatiga y seguidos por los enemigos; si en tales circunstancias me he mostrado violento, confieso que soy más colérico que los asnos, a los cuales dicen que su misma cólera no les deja sentir el cansancio. Pero, con todo, dinos —continuó— por qué causa fuiste pegado. ¿Es que te pedí algo y al no dármele te pegué? ¿Es que te exigí me restituyeses algo? ¿Me peleaba contigo por algún guapo chico o es que estaba borracho?» El otro dijo que no era nada de esto, y Jenofonte le preguntó si iba entonces entre los hoplitas. «No», respondió. «¿Con los peltastas?» Dijo que tampoco, sino que conducía una mula por encargo de sus compañeros de tienda; pero que era hombre libre. Entonces Jenofonte, reconociéndole, le preguntó: «¿Acaso eres tú aquel que conducía un enfermo?» «Sí, ¡por Zeus! Tú me habías obligado a ello echando por tierra los bagajes de mis compañeros.» «Pero he aquí lo que yo hice —dijo Jenofonte—: repartí la carga entre otros soldados para que la llevaran y les encargué que me la entregaran, y cuando la hube recibido de nuevo en buen estado, te la devolví cuando tú me presentaste mi hombre. Pero escuchar cómo pasó la cosa vale la pena. Un hombre se quedaba rezagado porque ya no podía andar. Yo no lo conocía; para mí era sólo uno de los nuestros, y te obligué a conducirlo para que no pereciese; pues, según creo, los enemigos nos seguían de cerca.» El hombre convino en ello.
«Y después, mandando por delante —continuó Jenofonte—, te encuentro de nuevo, cuando avanzaba con la retaguardia, abriendo una fosa como para enterrar al hombre. Me detuve y te alabé la acción. Pero, estando nosotros allí, el hombre dobló la pierna y todos los presentes gritaron que vivía. Tú dijiste: “¡Que viva mientras quiera! No seré yo quien lo lleve.” Y entonces fue cuando te pegué, dices verdad, porque me dabas la impresión de saber que aún vivía.» «Bueno —replicó el quejoso—: ¿acaso dejó de morirse por eso, después que te lo presenté?» «Y nosotros también —dijo Jenofonte— moriremos todos; ¿pero nos han de enterrar vivos por eso?»
Todo el mundo se puso entonces a gritar que no le había golpeado lo bastante. Jenofonte invitó en seguida a los otros a que dijesen por qué les había pegado. Pero, como ninguno se levantase, él dijo: «Yo, soldados, confieso haber golpeado a algunos para castigar su indisciplina. A estos hombres les parecía que nosotros los salvábamos yendo formados en buen orden y combatiendo con los enemigos donde preciso fuere, mientras ellos abandonaban las filas con el deseo de saquear y tener más que nosotros. De haber hecho todos lo mismo, todos hubiéramos perecido. También he golpeado, obligándole a marchar, a algún soldado flojo que no quería levantarse, abandonándose a merced del enemigo. Cuando hacía mucho frío, yo mismo esperando a algunos que plegaban sus bagajes, después de haber permanecido sentado mucho tiempo, he visto que me costaba trabajo levantarme y estirar las piernas. Por propia experiencia, pues, cuando veía a otro sentado y perezoso le hacía ponerse en marcha, porque el movimiento y la energía daban un cierto calor y flexibilidad, mientras que el estar sentado y en reposo hacía, según pude ver, que la sangre se helase y se pudriesen los dedos de los pies, como sabéis muchos de vosotros por haberlo pasado. Quizá he golpeado con el puño a algún otro que se quedaba atrás por abandono y estorbaba la marcha de vosotros los de vanguardia y de nosotros los de atrás, pero era para que los enemigos no le golpearan con la lanza. Y ahora, una vez salvados, si yo les he hecho algo pueden pedir justicia contra mí. Pero, si hubiesen caído en manos de los enemigos, ¿de qué hubieran podido pedir justicia, por grande que fuese la injuria? Mis razones son sencillas. Si he castigado a alguno por su bien, debo sufrir la pena que deben los padres a sus hijos o los maestros a sus discípulos. También los médicos queman y cortan en bien del enfermo. Pero, si creéis que yo he hecho esto por violencia, considerad que ahora, gracias a los dioses, tengo más confianza que entonces, que me siento más atrevido que entonces, que bebo más vino, y, sin embargo, a nadie pego y es que os veo ya en el puerto. Pero, cuando hay tempestad y cuando la mar se levanta en grandes olas, ¿no veis que por sólo una señal con la cabeza se encoleriza el timonel con los de la proa y el piloto con los de la popa? Es que en tales circunstancias la falta más pequeña basta para perderlo todo. Y que les pegué justamente, vosotros mismos lo habéis declarado; junto a mí estabais, no con piedras de voto, sino con espadas, y habríais podido socorrerlos si hubieseis querido. Pero, ¡por Zeus!, ni los socorristeis a ellos ni me ayudasteis a castigar a los indisciplinados. De suerte que, dejándoles conducirse insolentemente, ha-béis autorizado a estos cobardes. Pues si miráis bien encontraréis que los que entonces eran más cobardes son ahora los más insolentes. Brisco, el luchador tesalo, luchaba entonces por no llevar escudo, diciendo que estaba enfermo; y ahora, por lo que oigo, ha despojado a multitud de cotioritas. Si sois cuerdos haréis con él lo contrario de lo que se hace con los perros. A los perros malos se les ata durante el día y se les deja sueltos por la noche; a él, si sois cuerdos, lo ataréis durante el día y lo dejaréis suelto durante la noche. Pero ciertamente —continuó diciendo— me maravilla que os acordéis de todo aquello en que haya podido molestaros y que no lo paséis en silencio, y, en cambio, si he socorrido a alguno cuando hacía frío, si lo he defendido contra el enemigo o si le he favorecido estando enfermo o necesitado, nadie se acuer-da de estas cosas, como que tampoco os acordáis de las ocasiones en que he alabado al que se portaba bien o he honrado, según yo podía, a los bravos. Y es, sin embargo, bello y justo, es piadoso y más agradable acordarse del bien antes que del mal.»
A estas palabras se levantaron todos recordando las cosas pasadas. Y el asunto se arregló de buena manera.



[1] Navíos de guerra.
[2] Navío de cincuenta remos.
[3] Navío de treinta remos.
[4] Soldados armados con lanzas.
[5] Especie de cónsul.
[6] «Hasta este punto el ejército había marchado por tierra. El camino recorrido desde la batalla junto a Babilonia hasta Cotiora sumaba seiscientas veinte parasangas o dieciocho mil estadios, recorridos en ciento veintidós jornadas y en ocho meses.» (Interpolación en el texto original.)
[7] Gobernador.
[8] Es decir, su representante oficial en Sinope.
[9] Inspectores del mercado.

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