lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro primero: V La educación del estado en Esparta.

(84) la "polis" como forma de cultura y sus tipos
la cultura griega alcanza por primera vez su forma clásica en la estructura social de la vida de la polis. Verdad es que la sociedad aristocrática y la vida campesina no se hallan enteramente desligadas de la polis. Las formas de vida feudal y campesina aparecen en la historia más antigua de la polis y persisten aún en sus últimos esta­dios. Pero la dirección espiritual pertenece a la vida ciudadana. In­cluso cuando se funda de un modo total o parcial en los principios aristocráticos o agrarios, la polis representa un nuevo principio, una forma más firme y más completa de vida social, mucho más signifi­cativa, para los griegos, que otra alguna. Aun entre nosotros se con­servan vivas las palabras "política" y "político", derivadas de la polis, que nos recuerdan que con la polis griega surgió, por primera vez, lo que nosotros denominamos estado —aun cuando la palabra griega pueda traducirse lo mismo por estado que por ciudad. Para los siglos que median entre el fin del periodo patriarcal y la funda­ción del Imperio macedónico por Alejandro, el estado equivale a la polis. Aunque existen, ya en el periodo clásico, formaciones estatales de mayor extensión territorial, se trata siempre de confederaciones de ciudades-estado más o menos independientes. La polis es el centro dominante a partir del cual se organiza históricamente el periodo más importante de la evolución griega. Se halla, por tanto, en el cen­tro de toda consideración histórica.
Podríamos renunciar, desde luego, a la comprensión de la histo­ria de los griegos si, de acuerdo con las divisiones habituales de la materia, abandonáramos el estado a los historiadores "políticos" y a los investigadores del derecho público y nos limitáramos al contenido de la vida espiritual. Es posible escribir una historia de la cultura alemana, durante un largo periodo, sin aludir para nada a la polí­tica. Sólo en los tiempos modernos se sitúa en el centro. De ahí que, durante largo tiempo, se haya estudiado también a los griegos y a su cultura, predominantemente, desde un punto de vista estético. Pero esto es una grave dislocación del centro de gravedad. Sólo en la polis es posible hallar aquello que abraza todas las esferas de la vida espiritual y humana y determina de un modo decisivo la forma de su construcción. Todas las ramas de la actividad espiritual, en el periodo primitivo de la cultura griega, brotan inmediatamente de la raíz unitaria de la vida en comunidad. Podríamos compararlo tam­bién con una multitud de arroyos y ríos que desembocan en un único mar —la vida de la comunidad— de la cual reciben orientaciones y (85) límites y se sumergen de nuevo en sus fuentes a través de canales invisibles y subterráneos. Describir la ciudad griega equivale a des­cribir la vida de los griegos en su totalidad. Aunque esto, práctica­mente, es un ideal irrealizable, por lo menos en la forma usual de la narración histórica como una serie lineal de hechos que se desarro­llan en el tiempo, es de la mayor fecundidad, para todas y cada una de sus esferas, la consideración de aquella unidad. La polis es el mar­co social para la historia de la cultura helénica. En él hemos de situar todas las obras de la "literatura" hasta el fin del periodo ático.
No puede ser, naturalmente, nuestro propósito, entrar en la infi­nita multiplicidad de las manifestaciones de la vida y las constituciones políticas que han reunido, en el curso del último siglo, los historiado­res del estado antiguo. Nos es preciso limitarnos a la consideración de las particularidades más importantes de los distintos estados para llegar a una representación intuitiva de su realidad social. Es de la mayor importancia, para nuestro objeto, ver cómo el espíritu de la polis griega halló su expresión, primero, en la poesía y, luego, en la prosa, y determinó de un modo perdurable el carácter de la nación. Nos limitaremos, por tanto, a unos pocos tipos capitales y representativos. Ya Platón, al tratar de trazar en las Leyes el esque­ma del pensamiento político y pedagógico de la antigüedad helénica, parte de los poetas, y llega a la determinación de dos formas funda­mentales que parecen representar la totalidad de la cultura política de su pueblo: el estado militar espartano y el estado jurídico originario de Jonia. Hemos de considerar, por tanto, estos dos tipos, con especial cuidado.
Hallamos aquí la diferencia diametral del espíritu griego, el hecho originario de la vida histórica de aquel pueblo. Este hecho es de una importancia fundamental no sólo para la comprensión del estado griego, sino también para la de la estructura de su vida espiritual. Es más: sólo es posible comprender la esencia peculiar de la cultura griega si atendemos a esta multiplicidad de formas, lo mismo en la agudeza de su oposición que en la armonía que, en último término, la supera y la concuerda. Los caracteres raciales carecen de impor­tancia en el estudio de la cultura noble de los jonios y de las circunstancias de la vida campesina de los beocios, tales como las pin­tan Homero y Hesíodo, puesto que no es posible compararlas con otras estirpes contemporáneas. La mezcla de diversos dialectos, que se manifiesta en el lenguaje de la epopeya, demuestra que la creación artística de la poesía homérica es el producto de la colaboración de distintas razas y pueblos en la elaboración del lenguaje, el estilo y el metro de los poemas. Sería, empero, una empresa inútil y vana tratar de deducir de estas huellas diferencias relativas a su condición Y naturaleza espiritual. Jamás podrá la investigación histórica des­prender de nuestro Homero cantos enteros que muestren en unidad un matiz de los dialectos eolios. Las peculiaridades del espíritu dórico (86) y jónico se muestran, en cambio, de un modo preciso en las formas de la vida ciudadana y en la fisonomía espiritual de la polis. Ambos tipos confluyen en la Atenas de los siglos V y IV. Mientras que la vida real del estado ateniense recibe el influjo decisivo del ideal jónico, vive en la esfera espiritual, por el influjo aristocrático de la filosofía ática, la idea espartana de una regeneración; y en el ideal de cultura de Platón se funde, en una unidad más alta, con la idea fundamental, jónica y ática, de un estado de derecho, despojada de su forma de­mocrática.

EL  IDEAL   ESPARTANO  DEL  SIGLO   IV   Y   LA   TRADICIÓN


Esparta no tiene lugar independiente ni en la historia de la filo­sofía ni en la del arte. La raza jónica, por ejemplo, juega un papel dirigente en el desarrollo de la conciencia filosófica y ética. En vano se buscaría un nombre espartano entre los moralistas y filósofos grie­gos. Esparta halla, en cambio, un lugar preponderante en la historia de la educación. La más característica creación de Esparta es su estado, y el estado representa aquí, por primera vez, una fuerza pe­dagógica en el sentido más amplio de la palabra.
Desgraciadamente, las fuentes para el conocimiento de este notable organismo son, en parte, oscuras. Por fortuna, la idea central que penetra todos los detalles de la educación espartana se revela de un modo claro y seguro en todos los poemas que nos han sido trasmiti­dos con el nombre de Tirteo. Gracias a esta poderosa revelación ha podido ser separada de su origen histórico y ejercer un influjo per­manente en la posteridad. Pero, a diferencia de Homero y Hesíodo, en la elegía de Tirteo. tal como corresponde a la esencia de esa poesía de puro pensamiento, hallamos sólo la formación de un ideal. No nos hallamos en condiciones de esclarecer, a partir de ella, el subsuelo histórico en el cual se desarrolló este ideal. Nos es forzoso, por tanto, acudir a otras fuentes.
Nuestro testimonio fundamental, la Constitución de los lacedemonios de Jenofonte, es producto del romanticismo, en parte filosófico, en parte político del siglo IV a. c., que vio en el estado espartano una especie de revelación política primordial. Sólo podemos reconstruir en parte la ''Constitución de los lacedemonios" de Aristóteles, hoy perdida, gracias a los pormenores que se conservan en los artículos de Léxicos posteriores que aprovecharon sus ricos materiales. Su tendencia era, sin duda alguna, la misma que se revela en las apreciaciones sobre el estado espartano del segundo libro de la Política, es decir, la crítica sobriedad del juicio, en contraposición a la apoteosis de Esparta, usual entre los filósofos. La admiración de Jenofonte se fundaba todavía en el conocimiento de Esparta por íntima experiencia personal. Mien­tras que el encanto romántico que se revela en la biografía de Li-curso. de Plutarco, descansa sólo en un saber adquirido en antiguas (87) fuentes literarias de muy diverso valor. Al valorar estos testimonios es preciso tener presente que surgieron de la reacción consciente o inconsciente contra la moderna cultura del siglo IV. Veían en la feliz situación de la antigua Esparta, muchas veces de un modo anacró­nico, la victoria sobre vicios de su propio tiempo y la solución de problemas que, en verdad, no existían para el "sabio Licurgo". Es, ante todo, imposible determinar de un modo preciso la antigüedad de la organización de Esparta en tiempo de Jenofonte y Agesilao. La única garantía de su origen antiguo es la reputación de rígido conser­vadurismo que ha convertido a los lacedemonios en el ideal de todos los aristócratas y en la abominación de todos los demócratas del mun­do entero. Pero Esparta evoluciona también, y aun en tiempos poste­riores ofrece innovaciones en su educación.
La creencia de que la educación espartana haya sido un adiestra­miento militar unilateral procede de la Política de Aristóteles. Esta idea era ya conocida por Platón y, en relación con ella, traza en las Leyes el espíritu del estado de Licurgo. Debemos tratar de compren­der aquella crítica en relación con el tiempo en que fue formulada. Después de la victoria en la guerra del Peloponeso, alcanzó Esparta la hegemonía indiscutible en Grecia. Al cabo de tres décadas la per­dió, tras la catástrofe de Leuctra. La admiración por su eunomia, mantenida durante siglos, sufrió un rudo golpe. El desvío de los griegos hacia el opresor se hizo general desde el momento que se apoderó de Esparta el ansia de dominio y perdió el antiguo sentido de la disciplina y la educación. El dinero, antes apenas conocido en Esparta, entró a torrentes en el país y se "descubrió" un viejo orácu­lo según el cual la codicia y sólo la codicia arruinaría a Esparta. En esta época, dominada por una política de expansión, fría y calcula­dora, el estilo de Lisandro, en que los lacedemonios se habían apode­rado despóticamente de las acrópolis de casi todas las ciudades grie­gas y habían sido destruidas todas las libertades políticas de las lla­madas ciudades autónomas, la antigua disciplina espartana apareció involuntariamente a la luz del uso maquiavélico que Esparta hacía de ella.
Sabemos demasiado poco de la antigua Esparta para comprender con seguridad su espíritu. Los nuevos intentos de demostrar que la forma clásica del estado espartano, el cosmos "de Licurgo", es una creación de una época relativamente avanzada, no son más que hipó­tesis. Karl Otfried Müller, el genial fundador de la historia de las ciudades helénicas —que empapado de la grandeza moral de los do­rios la contrapuso con la mayor claridad al culto tradicional de Ate­nas—, interpretó, por el contrario, probablemente con razón, al antiguo militarismo espartano como la continuación de un estado antiquísimo de la civilización doria. Los laconios lo habrían conservado desde la época de las grandes migraciones y de la primera ocupación del territorio. La migración dórica, de la cual los griegos conservaron (88) siempre un recuerdo imborrable, es el último de los movimientos de pueblos, probablemente originarios de la Europa central, que, par­tiendo de la península balcánica, penetraron en Grecia y por su mez­cla con los pobladores de otras razas mediterráneas, desde antiguo instaladas allí, constituyeron el pueblo griego que nos ofrece la his­toria. El tipo peculiar de los invasores se mantuvo en Esparta con la mayor pureza. La raza dórica proporcionó a Píndaro su ideal de hombre rubio, de alta estirpe, tal como se representaba no sólo al Menelao homérico, sino también al héroe Aquiles, y, en general, a todos los "helenos de rubios cabellos" de la Antigüedad heroica.
Lo primero que hay que advertir es que los espartanos sólo for­maban una  pequeña clase dominante,  de formación tardía,  entre la población  laconia.    Bajo  su  dominio  se  hallaba  una  clase  popular, libre, trabajadora y  campesina, los periecos, y los siervos ilotas, una masa  sometida, casi  privada de todo derecho.   Los antiguos relatos concernientes a Esparta nos ofrecen la imagen de un pueblo que vivía de un modo permanente en un campamento militar.   Este carácter de­pendía mucho  más de la constitución interna de la comunidad que de un afán de conquista.   Los dos reyes de los heráclidas, sin poder político en la época histórica y que sólo recobraban su  importancia originaria en  el  campo de batalla, constituyen una  supervivencia de los antiguos reyes de los ejércitos del tiempo de las invasiones dóricas y acaso del hecho de que dos hordas proclamaban conjuntamente a sus dos caudillos. La asamblea popular espartana no es otra cosa que la antigua comunidad guerrera.   No hay en ella debate alguno.   Se limi­tan  a  votar  sí   o  no   ante   una   proposición  precisa  del  consejo  de los ancianos.   Éste tiene el derecho de disolver la asamblea y puede rechazar sus propuestas salidas de votación con resultado desfavorable. El  eforato es la autoridad  más poderosa del estado  y  reduce a un mínimo  el poder político  de la  realeza.   Su organización  representa un poder moderador en el conflicto de fuerzas entre los señores y el pueblo.   Otorga  al pueblo un mínimo de derechos y conserva el ca­rácter autoritario de la vida pública tradicional.   Es significativo que el  eforato sea la   única  institución no   atribuida  a  la legislación de Licurgo.
Esta pretendida legislación es lo contrario de lo que los griegos solían entender por legislación. No es una codificación de leyes particu­lares civiles y públicas, sino el nomos, en el sentido originario de la palabra: una tradición oral, dotada de validez, de la cual sólo unas cuantas leyes fundamentales y solemnes —las llamadas rhetra— fueron fijadas en forma escrita. Entre éstas se hallan las relativas a las facultades de las asambleas populares que nos ofrece Plutarco.[1] Las fuentes antiguas no consideran este rasgo como un residuo de un estadio primitivo. Lo consideran, por el contrario, en contraposición (89) con la manía legisladora de la democracia del siglo IV, como obra de la sabiduría previsora de Licurgo que, como Sócrates y Platón, otor­gaba mayor importancia a la fuerza de la educación y a la formación de la conciencia ciudadana que a las prescripciones escritas. Cierto es que cuanta mayor importancia se concede a la educación y a la tradición oral, menor es la constricción mecánica y externa de la ley sobre todos los pormenores de la vida. Sin embargo, la figura del gran estadista y pedagogo Licurgo es una interpretación idealizadora de la vida de Esparta, desde el punto de vista de los ideales educado­res de la filosofía posterior.
Los tratadistas filosóficos, al compararla con el estado desdichado de la democracia ática degenerada, fueron conducidos a considerar las instituciones espartanas como la invención consciente de un legisla­dor genial. Se vio en la vida de los espartanos, en sus comidas co­lectivas, en su organización guerrera, instalada en tiendas de cam­paña, en el predominio de la vida pública sobre la privada, en la estructuración estatal de los jóvenes de ambos sexos y, finalmente, en la estricta separación entre la población campesina e industrial de los "plebeyos" y el señorío libre, que se consagraba sólo a los deberes ciudadanos, a las prácticas guerreras y a la caza, la realización cons­ciente de un ideal de educación análogo al que propone Platón en su República. En verdad, para Platón, así como para otros teóri­cos posteriores de la educación, fue Esparta, en muchos aspectos, el modelo, aunque alentara en ellos un espíritu completamente nuevo. El gran problema social de toda la educación posterior fue la supera­ción del individualismo y la formación de los hombres de acuerdo con normas obligatorias de la comunidad. El estado espartano, con su rigurosa autoridad, apareció como la solución práctica de este pro­blema. En este respecto, ocupó el pensamiento de Platón durante toda su vida. También Plutarco, profundamente impregnado del pen­samiento pedagógico de Platón, volvió constantemente sobre este pun­to.[2] "La educación se extendía hasta los adultos. Ninguno era libre ni podía vivir como quería. En la ciudad, como en un campamento, cada cual tenía reglamentadas sus ocupaciones y su género de vida en relación con las necesidades del estado y todos eran conscientes de que no se pertenecían a sí mismos, sino a la patria." En otro lugar escribe: "Licurgo habituaba a los ciudadanos a no tener ni el deseo ni la aptitud para llevar una vida particular. Los llevaba, por el contrario, a consagrarse a la comunidad y a congregarse en torno a su señor, liberándolos del culto al propio yo para que pertenecieran enteramente a la patria." [3]
Desde el punto de vista, cada vez más individualista, de la Atenas posterior a Péneles, era Esparta un fenómeno difícil de comprender. Poco crédito debemos conceder a las interpretaciones filosóficas de (90) las cosas espartanas. En cambio, la observación de los hechos es, por regla general, exacta. Lo que a los ojos de Platón o de Jenofonte era la obra de un genio educador, poderoso y plenamente conscien­te, era. en realidad, la sobrevivencia de un estadio más simple y más primitivo en el desarrollo de la vida social, caracterizado por una fuerte trabazón racial y un débil desarrollo de la individualidad. Lar­gos siglos cooperaron a la formación de Esparta. Sólo excepcionalmente conocemos la participación de una personalidad individual en el proceso de su nacimiento. Así, los nombres de Teopompo y Polidoro se hallan vinculados a determinados cambios de la organización del estado. No hay duda alguna sobre la existencia histórica de Li­curgo. Pero no podemos decir si, como originariamente se creyó, contribuyó simplemente a uno de aquellos cambios, o si. como se pensó más tarde, es preciso atribuir a su nombre la creación del estado espartano en su totalidad. Lo único seguro es que la tradi­ción de una "constitución de Licurgo" es mítica.
La tradición procede de una época para la cual el cosmos espar­tano era un sistema consciente y consecuente y que creía a priori que el más alto fin del estado era la paideia, es decir, la estructura­ción sistemática y por principios de la vida individual, de acuerdo con normas absolutas. Constantemente se recuerda la aprobación dei­fica de la "constitución de Licurgo", en oposición a la ley puramente humana de la democracia y su relatividad. Todas las fuentes que poseemos tienden a ofrecer la disciplina espartana como la educación ideal. Para los hombres del siglo IV, la posibilidad de la educación de­pendía, en último término, del problema de alcanzar una norma ab­soluta para la acción humana. En Esparta este problema se halla resuelto. El orden reinante tenía un fundamento religioso, puesto que había sido sancionado o recomendado por el mismo dios deifico. Así, la tradición entera sobre Esparta y la constitución de Licurgo se ha formado de acuerdo con una teoría posterior sobre el estado y la educación. Es, en este sentido, poco histórica. Para comprenderla en su justa significación es preciso tener en cuenta que surgió en la época más floreciente de la especulación griega sobre la esencia y los fundamentos de la paideia. Sin el ardiente interés por Esparta de aquel movimiento educador, no sabríamos nada de ella. Su sobre­vivencia, así como la conservación de los poemas de Tirteo, se debe a la importancia que mantuvo perennemente la idea de Esparta como miem­bro indispensable en la estructuración de la paideia griega posterior.
Si prescindimos de la deformación filosófica, ¿qué es lo que queda como figura histórica?
El ideal propuesto por Jenofonte contiene una riqueza tal de obser­vaciones personales que, si prescindimos de sus interpretaciones his­tóricas y pedagógicas, podemos alcanzar una imagen intuitiva de la Esparta real de su tiempo y de su educación estatal y guerrera, única en Grecia. Pero el origen de aquella Esparta permanece en la oscuridad (91) desde el momento que no podemos considerarla como un sis­tema unitario nacido de la sabiduría de Licurgo.   La crítica moderna ha puesto incluso en duda la existencia de Licurgo.   Pero aun si existió y fue el autor de la gran rhetra que Tirteo conoció ya en el siglo VII, nada adelantaríamos para llegar al conocimiento del origen de la edu­cación   espartana  tal como Jenofonte la  pinta.    La  participación  de todos los ciudadanos espartanos en la educación militar hace de ellos una especie de casta aristocrática.   Por lo  demás, muchos rasgos de esta educación recuerdan la formación de la antigua nobleza griega. Pero el  hecho  de que la haya extendido  a los que no son  nobles, demuestra que hubo una evolución, que modificó, en este sentido. el presunto dominio originario de los nobles.   Un régimen aristocrático pacífico,  como  el  de   otros  estados   griegos,  no  era  suficiente  para Esparta.   Había sometido a los mesenios, un pueblo amante de la li­bertad, y que, a pesar de los siglos, no podía habituarse a su escla­vitud, y tenía necesidad de mantener su dominio por la fuerza.   Esto sólo era posible mediante la organización de todos los ciudadanos es­partanos en una clase señorial armada, libre de las preocupaciones del trabajo.   La razón de este desarrollo se halla sin duda en las guerras del siglo VII y la lucha contemporánea del demos para alcanzar mayores derechos —que hallamos en Tirteo— puede haberla favorecido.  Los de­rechos ciudadanos de los espartanos se encontraron siempre vinculados a su calidad de guerreros.  Tirteo es para nosotros el primer testimonio del ideal político y guerrero que halló más tarde su realización en la totalidad de   la  educación  espartana.   Él mismo,  empero,  no  parece haber pensado más  que en   la  guerra.   Sus poemas  muestran  clara­mente que la educación espartana, tal como la conocieron los tiempos posteriores, no era algo acabado, sino que se hallaba en proceso  de formación.[4]
En relación con las guerras mesenias es también Tirteo nuestra única fuente, puesto que la crítica moderna ha demostrado que la tradición de los historiadores posteriores es total o predominantemente ficticia. El impulso de su inspiración poética fue suscitado por la gran sublevación de los mesenios, al cabo de tres generaciones de su primera sumisión. "Durante diecinueve años lucharon sin cesar, con corazón paciente, los padres de nuestros padres, armados de lanzas: el año vigésimo los enemigos abandonaron sus ricos campos y huye­ron a las altas montañas de Ithoma." Menciona también al viejo Teopompo, "nuestro rey, amado de los dioses, al cual debemos la conquista de Mesenia". Así se convirtió en el héroe nacional. Toma­mos estas palabras de citas del poeta trasmitidas por los historiado­res posteriores.[5] En otro fragmento describe de un modo realista la (92) servidumbre de los vencidos.[6] Su país, cuya fecundidad pinta reite­radamente Tirteo, había sido repartido entre los espartanos, y los an­tiguos poseedores, convertidos en sus siervos, llevaban una triste vida. "Como los asnos, se derrengaban bajo pesadas cargas y se veían obligados, por la dolorosa constricción de sus señores, a entregarles la mitad de los productos de sus campos." "Y cuando uno de los señores moría, ellos y sus mujeres debían asistir al entierro y profe­rir lamentos."
Este recuerdo de la situación anterior al actual movimiento de los mesenios se dirigía a levantar el valor de los héroes espartanos, me­diante el pensamiento  de su triunfo anterior y, al mismo tiempo, a atemorizarlos ante la imagen de la servidumbre que esperaba a los suyos, si sus enemigos, que tanto habían debido sufrir, llegaban a ser vencedores.   Uno  de   los   poemas   que se han   conservado  completos empieza así: "Sed dignos descendientes del nunca vencido Heracles, tened valor, Zeus no nos ha vuelto la espalda airado.   No temáis la fuerza  del enemigo ni huyáis.   Conocéis las obras del aflictivo Ares y tenéis experiencia de la guerra.   Conocéis la fuga y la persecución." [7] Con esto trata de levantar a un ejército abatido y desalentado.   Así, la antigua leyenda vio en Tirteo al salvador, enviado por el Apolo dei­fico a los espartanos, para que los guiara en el peligro.   Las tradicio­nes posteriores de la Antigüedad creyeron que fue general.   Un papiro recientemente descubierto, con amplios restos de un nuevo poema de Tirteo, contradice aquella opinión.   Habla en él el poeta en primera persona del plural e invita a los espartanos a prestar obediencia a sus caudillos.   Es un  largo poema escrito en su  totalidad en forma de futuro, en el cual la fantasía del poeta ofrece la visión de una batalla decisiva e inminente a la manera de las descripciones homéricas.   In­voca los nombres de las antiguas tribus espartanas, de los hileos, los dimaneos   y   los   panfilos,   que   figuraban  evidentemente  todavía  en las  formaciones del  ejército,  a  pesar  de que habían sido posterior­mente suprimidas y sustituidas por una nueva organización.   Habla, en  fin, de la lucha por la toma de una muralla y de un  sepulcro. Se trata evidentemente de un sitio.   No  es  posible sacar  del poema más que estos datos históricos concretos y aun los antiguos no hubie­ron de tener más amplias informaciones.

LLAMAMIENTO DE TIRTEO A LA "ARETÉ"


En las elegías de Tirteo pervive la voluntad política que hizo gran­de a Esparta. Ha creado en su poesía su imagen espiritual. Ella es la prueba vigorosa de su fuerza idealizadora, que se extendió mucho más allá de la existencia histórica del estado espartano y no se ha extinguido todavía. Por muy singular y limitada a determinadas circunstancias (93)  temporales que haya sido la forma de vida espartana, tal como nos ha sido conocida en los tiempos posteriores, la idea de Esparta que impregnó la existencia entera de sus ciudadanos e inspiró, con férrea consecuencia, la vida total de aquel estado, es algo impere­cedero, porque se halla profundamente arraigado en la naturaleza humana. Conserva su verdad y su valor a pesar de que su incorpo­ración al estilo de vida de aquel pueblo pueda aparecer a la posteridad como una realización unilateral y limitada. Ya a Platón le pareció unilateral la concepción espartana del ciudadano, sus designios y su educación. Pero reconoció también que la idea política que se halla inmortalizada en los versos de Tirteo, constituía uno de los funda­mentos permanentes de toda cultura ciudadana. Y en esta valoración no se hallaba solo. Expresaba, simplemente, el estado de espíritu de sus contemporáneos. Sin perjuicio de todas las reservas relativas a la verdadera Esparta de aquel tiempo y a su política, puede decirse que la idea espartana halló ya entre los griegos reconocimiento y aproba­ción. Verdad es que no todos vieron —como los filolaconianos que había en todas las ciudades— en el estado de Licurgo un ideal abso­luto. Pero la posición que otorgó Platón a Tirteo en su sistema peda­gógico y cultural, se convirtió en una adquisición definitiva de toda cultura posterior. Platón es el gran educador del tesoro espiritual de la nación. En su sistema se objetivan y se sitúan en sus justas rela­ciones las fuerzas de la vida espiritual griega. Después de él no cam­bia, en lo esencial, la ordenación por él establecida. Esparta ocupa en la cultura griega de los tiempos posteriores y en la posteridad en general, la posición que él le asigna.
Las elegías de Tirteo se hallan impregnadas de un ethos pedagó­gico de estilo grandioso. Las altas exigencias de patriotismo y volun­tad de sacrificio que propone a los ciudadanos se hallaban, sin duda, justificadas por las circunstancias en que fueron formuladas: el grave peligro en que se hallaba Esparta en las guerras mesenias. Pero no hubiera sido admirado en los tiempos posteriores como el testimonio supremo del espíritu ciudadano de Esparta, si no hubieran visto en él impreso el espíritu intemporal del estado espartano. Las normas que impone al pensamiento y a la acción de los individuos no nacen de la tensión y las exigencias que inevitablemente se siguen de la guerra. Son el fundamento del cosmos espartano en su totalidad. En parte alguna revela la poesía griega, de un modo tan claro, cómo la creación poética surge de la vida de la comunidad humana. Tirteo no es una individualidad poética en el sentido actual. Es la expresión del sentir universal. Revela la convicción cierta de todo ciudadano consciente. De ahí que se exprese con frecuencia en la primera per­sona del plural: "¡Luchemos!" "¡Muramos!" Y aun cuando dice "yo", no se trata de su yo subjetivo, mediante el cual dé libre expre­sión artística a su conciencia personal, ni tan siquiera del yo del caudillo —dado que Tirteo fue considerado como un general—, sino (94) del yo   universal,   "de  la voz pública de la   patria", como dijo  Demóstenes.[8]
La conciencia viva de la comunidad a la cual se dirige otorga a sus juicios sobre lo "digno" y lo "indigno"  la fuerza y la indiscutible necesidad que jamás hubiera adquirido el simple pathos personal. La íntima relación entre el individuo y la ciudad, incluso en un estado como el espartano, era en tiempo de paz. para el ciudadano medio, solamente latente. Pero en caso de peligro la idea de la totalidad se manifestaba súbitamente con la mayor fuerza. La dura necesidad de la larga y dudosa guerra que acababa de empezar, fue el fundamento férreo en que se cimentó el espartano. En aquel grave momento no necesitaba sólo militares y políticos de la mayor resolución. Tenía tam­bién necesidad de hallar una expresión adecuada para los nuevos va­lores humanos que se revelaban en la guerra. Heraldos de la areté habían sido, desde los tiempos primitivos, los poetas. Esta función le estaba reservada a Tirteo. Como vimos, la leyenda lo hizo enviado de Apolo. Así halla certera expresión el hecho maravilloso de que. en caso de necesidad, surge, de pronto, el guía espiritual adecuado. La nueva areté ciudadana, que las circunstancias exigen, halla por pri­mera vez su forma artística.
Desde el punto  de   vista  formal,  la  elegía  de  Tirteo  no  es  una creación original.   Los elementos  formales le eran dados.   La forma métrica de la elegía —el   dístico—  es indudablemente más   antigua. Sus orígenes son oscuros para nosotros y lo eran ya para los antiguos investigadores literarios.    Se   halla en conexión   con   el  metro  de la épica heroica y era, en aquellos tiempos, como ésta,  apta para servir de  vehículo a todos los contenidos.    La  elegía no posee  una  forma "interna" como  lo creyeron acaso los gramáticos antiguos.   Guiados por la evolución posterior del género y por una falsa etimología, qui­sieron reducir todas las   formas de la elegía  a  una  raíz  común:  el canto fúnebre.   Fuera del metro, que en los tiempos más antiguos no tenía un  nombre especial para distinguirlo de la epopeya,  la elegía sólo poseía un elemento constante: el hecho de hallarse dirigida a al­guien, a un individuo o a una multitud.   Es la expresión de una ínti­ma comunidad entre el que habla y aquellos a quienes se dirige.   Esto es decisivo para la esencia de la elegía.   En el caso de Tirteo se trata de la comunidad de los ciudadanos o  de la juventud espartana.    In­cluso el fragmento que comienza en un tono de apariencia más refle­xiva  ( frag. 9)  halla su culminación y su término en la forma de una exhortación;   se dirige a los miembros  de una comunidad que. como de costumbre, no determina de un modo preciso, sino que da por pre­supuesta.    Esta  forma   admonitoria  expresa  de   un modo claro  el ca­rácter educador de la elegía.   Esto tiene de común con la épica.   Sólo que la elegía, como la poesía didáctica de los Erga hesiódicos, se dirige (95) de un modo más directo y deliberado a una personalidad determinada. El contenido mítico de la epopeya actúa en un mundo ideal. Los dis­cursos de la elegía, dirigidos a personas reales, nos sitúan en la actua­lidad real del poeta.
Pero, aunque su contenido dependa de la vida de los hombres a los cuales habla, su expresión poética se atiene al estilo de la epopeya homérica. Viste un asunto contemporáneo con el lenguaje de la epo­peya. Pero el asunto de Tirteo era mucho más adecuado para ello que el de Hesíodo, pues nada más cercano a la epopeya que la lucha sangrienta y el heroísmo guerrero. Así no sólo pudo Tirteo tomar de Homero el material lingüístico, palabras determinadas y modalidades de expresión, sino que halló en las descripciones de batallas de la Ilíada y aun en sus discursos el modelo para sus alocuciones, desti­nadas a levantar el ánimo de los combatientes en momentos de peli­gro. No tenía más que separar aquellos fragmentos del trasfondo mítico que poseen en la epopeya y transportarlos a la actualidad vi­viente. Ya en la epopeya tienen las arengas una vigorosa acción protréptica. Homero parece hablar no sólo a los personajes épicos de que se trata, sino también a los oyentes. Así lo sintieron los espar­tanos. Tirteo no tuvo más que transferir el poderoso ethos que alienta en las escenas homéricas a la realidad de las guerras mesenias, para crear su elegía. Tanto mejor comprenderemos esta transferencia es­piritual si consideramos a Homero, como lo hacían en tiempos de Tirteo y de Hesíodo, ante todo como educador de los tiempos presen­tes y no sólo como narrador del pasado.
Tirteo, en sus elegías, se sentía, sin duda alguna, como un ver­dadero homérida. Pero lo que confiere a estos discursos a la nación espartana su verdadera grandeza no es su mayor o menor fidelidad a los modelos homéricos, ni en su conjunto ni en los detalles, sino la fuerza espiritual mediante la cual transporta las formas artísticas y los contenidos épicos al mundo actual. Por poco que parezca quedar de personal en Tirteo, si hacemos abstracción de su deuda al lengua­je, a los versos y a las ideas de Homero, su real originalidad aparece clara, desde nuestro punto de vista, si consideramos que tras las for­mas y los primitivos ideales heroicos se halla una autoridad moral y política completamente nueva, para la cual intenta una nueva acción educadora; la idea de una comunidad ciudadana que trasciende toda individualidad y para la cual todos viven y mueren. El ideal homé­rico de la areté heroica es transformado en el heroísmo del amor a la patria. El poeta aspira a que este espíritu impregne la vida de todos los ciudadanos. Quiere crear un pueblo, un estado de héroes. La muerte es bella cuando la sufre un héroe. Y se es un héroe cuando se cae por la patria. Esta idea confiere a su caída el sentido de una ofrenda de la propia persona en aras de un bien más alto.
El tercero de los poemas conservados manifiesta del modo más claro esta transformación de la areté. Hasta hace poco, por razones (96)                                     puramente formales, se le consideró como posterior y se negó que perteneciera a Tirteo. En otro lugar he dado la prueba evidente de su autenticidad.[9] En modo alguno puede ser considerado como per­teneciente a la época sofistica (siglo v). Evidentemente, Solón y Píndaro lo conocieron ya y Jenófanes, en el siglo VI, en uno de sus poemas que nos han llegado, maneja, elabora y transforma, sin duda alguna, varias de sus ideas capitales. Por otra parte, es evidente que Platón escogió esta elegía entre todos los poemas atribuidos a Tirteo como el que mejor caracteriza el espíritu de Esparta.[10] En él desarrolla el poeta, del modo más penetrante, la esencia de la areté espartana.
Alcanzamos   aquí   una   perspectiva   profunda   sobre  el   desarrollo histórico de este concepto desde Homero y sobre la íntima crisis que sufrió el antiguo  ideal del  hombre en el  periodo de crecimiento de la cultura ciudadana.   El poeta exalta la verdadera areté sobre cuales­quiera otros bienes que,  a juicio   de  sus  contemporáneos,   pudieran otorgar un valor y una consideración al hombre.   "No quisiera man­tener la memoria de un hombre ni hablar de él por la virtud de sus pies ni por la destreza en la lucha, aun cuando tuviera la grandeza y la fuerza de los cíclopes y venciera en  velocidad al tracio  Bóreas." Éstos son ejemplos eminentes de la areté agonal, que los caballeros, desde los tiempos de Homero, estimaban por encima de todo y que, en la última centuria, a consecuencia de los juegos olímpicos, habían sido considerados, aun para los luchadores ajenos a la nobleza, como la más alta medida de la realización humana.   Pero Tirteo añade to­davía otras virtudes de la antigua aristocracia: "Y aunque fuera más bello que Titonos y más rico que Midas y Ciniras y más regio que Pelops.   el  hijo   de   Tántalo,   y   tuviera   una   lengua   más   lisonjera que  Adrasto, ni quisiera honrarle,  aunque tuviera  todas  las  glorias del mundo, si no poseyera el valor guerrero.   No se halla bregado en la lucha si no es capaz de resistir la muerte sangrienta en la guerra y luchar cuerpo a cuerpo con su adversario.   Esto es areté —exclama el poeta, conmovido—, éste es el título más alto y más glorioso que puede alcanzar un joven entre los hombres.   Bueno es para la comu­nidad, para la ciudad y para el pueblo que el hombre se mantenga en pie ante los luchadores y ahuyente de su cabeza toda idea de fuga." No se diga que esto es retórica retardada.   Algo análogo hallamos ya en Solón.   Las raíces de las formas retóricas penetran profundamen­te en los tiempos primitivos.   La vivacidad de las repeticiones resulta del íntimo pathos con que es sentida la idea en que culmina la tota­lidad del poema:   ¿cuál es el verdadero valor del hombre?    La inu­sitada acumulación de vigorosas negaciones que llena la primera do­cena de versos y que lleva a su último grado la tensión del oyente, trae a la vista todas las ideas a las cuales se había concedido algún valor (97) y coloca en un mismo plano de inferioridad los más altos ideales de la antigua nobleza. Sin negarlos, empero, ni abolirlos totalmente, se revela entonces como el verdadero profeta del nuevo ideal, austero y severo, de la ciudadanía: sólo existe una medida de la verdadera areté: la ciudad y aquello que la favorece o la perjudica.
De ahí pasa, naturalmente, a la revelación de la "recompensa" que lleva consigo el sacrificio de sí mismo en honor de la polis, lo mismo si se cae en la lucha que si se vuelve triunfante. "Pero aquel que cae entre los luchadores y pierde la vida tan querida, cubre de gloria a su ciudad, a sus conciudadanos y a su padre, y atravesado el pecho, el escudo y la armadura, es llorado por todos, jóvenes y viejos; su doloroso recuerdo llena la ciudad entera y su tumba y sus hijos son honrados entre los hombres y los hijos de sus hijos y todo su linaje; jamás se extingue el honor de su nombre y, aun cuando yazga bajo la tierra, se hace inmortal." Nada es el honor de los héroes homéri­cos, por mucho que el cantor lo publique y se extienda sobre la faz de la tierra, ante el honor del simple guerrero espartano, tal como lo describe Tirteo, profundamente arraigado en la comunidad ciudadana del estado. La rigurosa comunidad, que aparece en la primera par­te del poema solamente como una exigencia, se revela aquí como aquello que otorga a los ciudadanos todos sus valores ideales. El ca­rácter ciudadano del concepto de la areté heroica resulta, en la se­gunda parte, del carácter ciudadano de la idea de la gloria heroica que, en la concepción épica, acompaña inseparablemente a aquélla. Garantía de ella es ahora la polis. El "nombre" del héroe es preser­vado con certeza de la fugacidad del presente por la vida perdurable de la comunidad.
Los griegos primitivos no conocieron la inmortalidad del "alma". Con la muerte corporal muere el hombre. La psyché de Homero sig­nifica más bien lo contrario, la imagen corporal del hombre mismo, que vaga en el Hades como una sombra: una pura nada. Pero si alguien, mediante la ofrenda de su vida, se eleva a un ser más alto, por encima de la mera existencia humana, le otorga la polis la in­mortalidad de su yo ideal, es decir, de su "nombre". Desde entonces la idea de la gloria heroica conservó para los griegos este matiz político. El hombre político alcanza su perfección mediante la peren­nidad de su memoria en la comunidad por la cual vivió o murió. Sólo el creciente menosprecio del estado, propio de los tiempos pos­teriores, y la progresiva valoración del alma individual, que alcanza su punto culminante con el cristianismo, hizo posible que los filóso­fos consideraran el desprecio de la gloria como una exigencia moral. Nada parecido se halla todavía en la concepción del estado de Demóstenes y Cicerón. Con la elegía de Tirteo comienza el desarrollo de la ética del estado. Así como preserva la memoria del héroe caído. realza la figura del guerrero vencedor. "Jóvenes y viejos, le honran, la vida le ofrece singularidad y distinción, nadie osa perjudicarle (98) u ofenderle. Cuando se hace viejo, infunde profundo respeto y don­dequiera que se presenta se le cede el lugar." En la estricta comunidad de la primitiva polis griega esto no son simplemente bellas palabras. Aquel estado es realmente pequeño, pero tiene en su esencia algo heroico y, al mismo tiempo, profundamente humano. Para los grie­gos, y aun para toda la Antigüedad, es el héroe la forma más alta de la humanidad.
El mismo estado que aparece aquí como la fuerza ideal que otorga un sentido a la vida de los ciudadanos, se ofrece en otro poema de Tirteo, como algo  amenazador y espantable.   Contrapone el poeta la muerte gloriosa en el campo de batalla con la vida   desventurada  y errante que constituye el destino inevitable del hombre que no cum­ple, en  la guerra, sus deberes ciudadanos y se ha visto obligado a abandonar su patria.   Va  errante por  el mundo con  su  padre y su madre, su mujer y sus hijos.   En su pobreza e indigencia, es un ex­traño   dondequiera   que  vaya   y   todos  lo   miran  con   ojos  hostiles. Deshonra su linaje y ultraja su noble figura y, dondequiera, le sigue la injusticia y el envilecimiento.   Es una pintura  incomparablemente vigorosa de la lógica inexorable  con  que exige el  estado los  bienes y la sangre de sus   miembros.   Con   el mismo   realismo  describe el poeta el honor  que confiere la patria a los  valientes  que el despia­dado destino de los prófugos en el destierro.   No establece diferencia alguna entre los que  hayan  sido desterrados por una necesidad ex­cepcional del estado porque huyeron ante el enemigo y los que aban­donaron voluntariamente el país para evitar el servicio  militar  y se hallan constreñidos a vivir en otra ciudad.   De la unión de estas dos descripciones, de la elevación  ideal y el poder brutal del estado, re­sulta  su naturaleza,  análoga a la   de los   dioses;  y   así lo sintieron siempre los griegos.   El fundamento del bien común   en   las nuevas virtudes  ciudadanas  no se  hallaba, para   el  pensamiento   griego, en un utilitarismo materialista, sino en el carácter religioso del concepto universal de la polis.   Frente a la areté de la epopeya, el nuevo ideal de la areté política es expresión de un cambio en la concepción reli­giosa.   La polis es la suma de todas las cosas humanas y divinas.
No puede sorprendernos que en otra elegía, muy famosa en la Antigüedad, la Eunomia, se nos muestre Tirteo como el mentor y el representante del orden político interior del estado. Se esfuerza en educar al pueblo de acuerdo con el principio fundamental de la "concepción" espartana tal como nos ha sido ya descrita en la prosa dórica de la antigua rhetra, que recoge Plutarco en su Vida de Li­curgo. Tirteo es el testimonio excepcional de la Antigüedad de este precioso documento histórico que parafrasea, en lo esencial, en su elegía.[11] Evidentemente el poeta se manifiesta siempre en su función (99) de educador del estado. En sus poemas se despliega la totalidad del cosmos espartano, en la guerra y en la paz. Esto nos interesa aquí más que los problemas históricos relativos a la constitución de estos dos poemas tan importantes para la historia de la antigua Esparta.
El pensamiento que impregna la Eunomia es de la mayor im­portancia, lo mismo para el conocimiento de la actitud personal de Tirteo que para el de su oposición al espíritu político de Jonia y de Atenas. Así como éstas jamás se sintieron ligadas por la autori­dad de la tradición o del mito, sino que se esforzaron por regular la distribución de los derechos políticos de acuerdo con un pensa­miento más o menos universal, social y justo, deriva Tirteo la eunomia espartana, a la manera antigua, del poder de los dioses y ve en este origen su inviolable y más alta garantía. "El mismo Zeus, el Crónida, el esposo de la coronada Hera, dio esta ciudad a los heráclidas. Junto con ellos abandonamos el ventoso Erineos y vinimos a la amplia isla de Pelops." Si consideramos este fragmento con el largo pasaje en que reproduce el poeta lo fundamental de la antigua rhetra, aparece claramente la vuelta a los orígenes míticos del estado espar­tano en la época de las primeras inmigraciones dóricas.
La rhetra delimita los derechos del pueblo frente al poder del rey y del consejo de los ancianos. Esta ley fundamental la deriva también Tirteo de la autoridad divina. Ha sido sancionada y aun ordenada por el oráculo de Apolo deifico. Cuando el pueblo, cons­ciente de su fuerza, tras de una guerra victoriosa, pero dura, exige de­rechos políticos como premio de sus sacrificios y se excede, acaso, en sus exigencias, le recordará Tirteo que sólo a los reyes —los "heráclidas"— debe el país su derecho. A ellos otorgó Zeus la ciudad, de acuerdo con el antiguo mito del estado, que considera la inmigración en el Peloponeso como el retorno de los heráclidas. Así, los reyes son el único vínculo legítimo entre el estado actual y el acto de do­nación divina que fundó el estado en el pasado. El oráculo deifico fundó, de un modo perenne, la posición legítima de los reyes.
La Eunomia de Tirteo intenta dar una interpretación auténtica al fundamento jurídico del cosmos espartano. Su construcción, deri­vada de un pensamiento, en parte racional y en parte mítico, da por supuesta la fuerte realeza de las guerras mesénicas. Como lo muestra su poema sobre las virtudes ciudadanas, Tirteo no fue, en Modo alguno, un reaccionario. Al intentar establecer una ética del estado frente a la ética de los nobles y propugnar la unión de todos los ciudadanos, considerados como guerreros, dentro del estado, apa­rece más bien como un revolucionario. Sin embargo, se halla lejos de la democracia. Como muestra la Eunomia, el pueblo es la comu­nidad del ejército. Vota SÍ o NO ante las proposiciones del consejo, pero no goza de la libertad de hablar. Fue probablemente difícil mantener este orden de cosas después de la guerra. Pero es evidente que las autoridades usaron de la autoridad popular, adquirida por (100)                                    Tirteo, como caudillo espiritual  de la guerra, para mantener el "or­den jurídico" ante las crecientes demandas del pueblo.
El Tirteo de la Eunomia pertenece a   Esparta.   El  Tirteo  de las elegías guerreras pertenece a la Grecia entera.   La imagen de un nue­vo heroísmo ciudadano que, a partir del peligro y de la guerra, pe­netró en las luchas  sociales de  un mundo menos   heroico, encendió el fuego de una nueva y auténtica  poesía.   Nacida  en un  momento de serio peligro para el destino del estado, adquirió un lugar firme al lado de los ideales de la epopeya homérica.   Poseemos otra elegía guerrera del poeta jónico Calinos de Éfeso, no muy anterior a Tirteo. Por su forma  y por su  contenido, invita  a una comparación  entre ambos poetas.  Su relación no es completamente clara y es posible que sean completamente independientes entre sí.   Calinos se dirige a sus conciudadanos para que resistan con valor a los enemigos; un frag­mento   de   otro  poema  permite  colegir  que  se  trata   de  las  hordas bárbaras de los cimerios que habían  invadido el Asia Menor y  pe­netraban ya en el reino de Lidia.   En la misma situación y en condiciones análogas, surge una creación poética del mismo orden.   En lo formal,   hallamos   en   Calinos   la   misma   dependencia   de   Homero   y la misma penetración de la forma épica en el espíritu de la comuni­dad ciudadana.
Pero lo que para los efesios y sus ciudadanos, exentos de sentido político, fue un arrebato excepcional, se convirtió en Esparta en una actitud permanente y devino la forma fundamental de su educación. Tirteo impregnó para siempre a la ciudadanía espartana de la nueva idea  de la comunidad y  del heroísmo que dio  al estado  espartano su sello histórico.   Su voz como educador, según la idea heroica del estado, traspasó pronto los límites de Esparta.   Dondequiera que en­tre los griegos se mantuvo la virilidad ciudadana y su exigencia por el estado y se honró la memoria de los héroes, fue Tirteo el poeta clásico  de la conciencia   '"espartana",   incluso en los   estados no es­partanos  y  aun   en  los   enemigos  de  Esparta,  como   Atenas.[12]    Sus versos resuenan en los epigramas funerarios del siglo V, en las tum­bas de los guerreros caídos y en las oraciones fúnebres públicas que se pronunciaban en  el  estado ateniense en  el siglo IV, en honor de sus muertos.   Eran recitados en los simposios al son de la flauta.   Los oradores áticos, como Licurgo, trataban  de imprimirlos en  el  cora­zón de los jóvenes como los poemas de Solón.   Para explicar la po­sición de los guerreros en  su estado ideal, Platón  toma por modelo a Tirteo,  cuando propugna   honrar a los  guerreros más alto  que  a los vencedores de Olimpia.[13]   En las Leyes  nos  dice que la  Esparta del siglo IV posee, en Tirteo. la más alta manifestación del espíritu del estado dórico, cuya finalidad se halla en la educación pública de los (101) ciudadanos, es decir, en la formación para la destreza guerrera. To­dos los espartanos se hallan "saciados" de su espíritu,[14] incluso los que tenían que habérselas con él, aun los no espartanos que, como él mismo, no consideraban que fuera definitiva y perfecta aquella concepción de la esencia del estado y de la más alta excelencia hu­mana.
La evolución no podía detenerse en Tirteo. Pero incluso cuando, en el transcurso del tiempo, se transformó, para los griegos, el espí­ritu de la verdadera areté, las ideas tan apasionadamente defendidas por Tirteo y la antigua forma que imprime en sus poemas a la ver­dadera virtud, impregnan las nuevas exigencias y los nuevos ideales. Es la verdadera idea griega de la "cultura". Una vez acuñada, la forma conserva su validez aun en ulteriores y más altos estados y todo lo nuevo es preciso que se contraste en ella. Así el filósofo Jenófanes de Colofón,[15] cien años más tarde que Tirteo, trata de transformar aquellas ideas y sostiene que sólo la fuerza espiritual ha de mantener el más alto rango en el estado; y Platón, continuando aquella evolución y en el estado ideal que propone en las Leyes, pone a la justicia al lado y por encima del valor.16 En este sentido reelabora la poesía de Tirteo para ponerla de acuerdo con el espíritu de aquel estado.
La crítica de Platón se dirige menos contra Tirteo que contra los excesos de fuerza del estado espartano contemporáneo, cuyo funda­mento halla en aquellos poemas guerreros. Ni aun sus más grandes admiradores podrían descubrir en aquella Esparta inflexible y uni­lateral resto alguno de espíritu musical y poético. En este sentido, son elocuentes el silencio de Jenofonte y los esfuerzos fallidos de Plutarco para llenar aquella laguna. No necesitamos hacer de esta falla una virtud. Afortunadamente, a pesar de lo fragmentario de nuestras tradiciones y documentos, podemos demostrar que la Es­parta antigua de los tiempos heroicos del siglo VII poseía una vida más rica y se hallaba completamente libre de la pobreza espiritual que nos ofrece de un modo tan vigoroso la imagen histórica de Es­parta. Aunque Tirteo otorga, con justicia, un valor más alto a la aptitud guerrera que a la formación gimnástica del cuerpo, la lista de los vencedores en los juegos olímpicos en los siglos VII y VI, sobre todo después de las guerras mesénicas, demuestra, por el predominio de los nombres espartanos sobre los de los otros estados participan­tes, el valor supremo que concedían a estas luchas pacíficas y civiles.
Aun en lo que respecta al arte y a la música no se opone la antigua Esparta a la vida alegre del resto de las ciudades griegas con el gesto de adusto rigor que fue considerado ulteriormente como lo esencial de la vida espartana. Las excavaciones han revelado la existencia de una arquitectura activa y animada, fuertemente influida (102) por los modelos de la Grecia oriental. Esto coincide con la introduc­ción de la elegía jónica por Tirteo. Al mismo tiempo, fue llamado el gran músico Terpandro de Lesbos, el inventor de la cítara de siete cuerdas, para dirigir el coro de las fiestas religiosas y organizarlo de acuerdo con el sentido de sus innovaciones. La Esparta de los tiem­pos posteriores adoptó rígidamente los módulos de Terpandro y con­sideró toda ulterior innovación como una revolución contra el estado. Pero esta misma rigidez muestra hasta qué punto la antigua Esparta consideró la educación musical como algo esencial para la formación del ethos humano en su totalidad. Fácil es imaginar el influjo de esta fuerza artística en una época en que pudo desarrollarse con la pleni­tud de su vitalidad originaria.
Los abundantes restos de poesías corales de Alemán, lírico sárdico ciudadano de Esparta, completan la imagen de la Esparta arcaica de manera perfecta. Debió de encontrar en su nueva patria ambiente propicio para el pleno desarrollo de sus actividades. El lenguaje y la forma de Tirteo son enteramente homéricos. Alemán introduce, con plena conciencia, el dialecto lacónico en la lírica coral. Sus ver­sos, escritos para los coros de muchachas espartanas, brotan del hu­mor penetrante y de la fuerza realista de la raza dórica, que sólo se manifiestan en rasgos singulares a través de la estilización homérica de las elegías de Tirteo. Las canciones de Alemán, en las cuales se menciona nominalmente a las muchachas del coro y se pregonan sus premios y sus pequeñas ambiciones y envidias, nos transportan, con análoga vivacidad y realismo, a las rivalidades de los agones musicales de la antigua Esparta y nos muestran que el espíritu de emulación en el sexo femenino no era inferior al de los hombres. En ellos se revela también, con la mayor claridad, que la condición de la mujer en la vida pública y privada de Esparta era mucho más libre que entre los jonios, influidos por las costumbres asiáticas, y que en Atenas, influida, a su vez, por los jonios. Este rasgo, como otras muchas peculiaridades de la raza dórica, en las costumbres y en el lenguaje, son un resto de los usos de la raza invasora y dominante, que se conservaron allí mucho más que en cualquier otro lugar de Grecia.



[1] 1  plutarco, Vida de Licurgo, 6.
[2] 2 plutarco, Lic., 24.
[3] 3 plutarco, Lic., 25.
[4] 4 La disciplina espartana, la agoge, no puede ser estudiada en este lugar, sino en el libro tercero, como ideal del movimiento educativo filolacónico del si­glo IV.
[5] 5 tirteo, frag. 4. Cito los fragmentos de los líricos griegos según la Anthología Lyrica Graeca, ed. E. Diehl (Leipzig, 1925).
[6] 6 tirteo, frag. 5.
[7] 7 tirteo, frag. 8.
[8] 8 demostenes, Or., 18, 170.
[9] 9 Ver   mi   trabajo  sobre   Tyrlaios   Über   die   wahre  Areté,  Sitz.   Berl.   Akad.. 1932, en el que las ideas de estos capítulos han sido  tratadas  fundamentalmente.
[10] 10 platón, Leyes, 629 A.
[11] 11 No creo sea fundada la duda que expresa Eduard meyer, Forschungen zur alten Geschichte, vol. I, p. 226, acerca de la autenticidad de la Eunomia tirtea.
[12] 12  Ver la historia de la influencia de Tirteo en la historia espiritual y política griega en mi trabajo mencionado, pp. 556-568.
[13] 13  platón, Rep., 465 D-466 A.
[14] 14 platón, Leyes, 629 B. 18 platón, Leyes, 660 E.
[15] 15 jenófanes, frag. 2 Diehl.

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