miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 10 Terror y aventura (427)


La respuesta ateniense a la rebelión de Mitilene era reflejo del nuevo espíritu de agresión que comenzaba a cuestionar las antiguas posiciones moderadas, heredadas de Pericles. Dos generales alcanzaron el poder tras las elecciones del año 427, Eurimedonte y Demóstenes, y no tardarían en combinar la audacia con la política. Incluso los moderados sentían la necesidad de pasar a la ofensiva, aunque con ciertas reservas. En el verano de 427, Nicias se apoderó de la pequeña isla de Minoa, frente a las costas de Megara, y se dedicó a fortificar sus defensas para endurecer el bloqueo.
EL DESTINO DE PLATEA

Sin embargo, casi simultáneamente al ataque sobre Minoa, los defensores de Platea depusieron las armas. Los espartanos hubieran podido arrasar las fortificaciones, protegidas únicamente por un pequeño número de soldados famélicos, pero dieron orden de que la ciudad no fuera tomada al asalto. Su lógica era que, «si alguna vez se llegaba a un acuerdo con Atenas y convenían en devolverse las plazas conquistadas durante el conflicto, Esparta podría quedarse con Platea, ya que ésta se habría entregado voluntariamente» (III, 52, 2).
La preocupación mostrada por estos legalismos sofistas revela que los espartanos ya estaban considerando hacia el año 427 la posibilidad de una paz negociada. La resistencia de Atenas para sobrevivir a la peste y la facilidad con la que había sofocado la insurrección de su Imperio, sumadas a la incapacidad de Esparta para conquistar los mares, eran realidades que empezaban a tener su peso. Aun así, no estaban preparados para conformarse con una simple victoria absoluta.
Para lograr la rendición de Platea, los espartanos prometieron que la guarnición tendría un juicio justo, presidido por cinco magistrados espartanos; sin embargo, lo que impartieron fue una justicia de farsa. No se presentó acusación alguna contra los plateos; tan sólo se les preguntó si habían prestado servicio durante la contienda a los espartanos o a sus aliados. Los habitantes de Platea explicaron sus argumentos con tamaña convicción que pusieron a los interrogadores en evidencia. Así pues, los tebanos, temerosos de que Esparta pudiera transigir, se vieron en la necesidad de contestar con un gran discurso. Los jueces espartanos repitieron entonces a los plateos la misma pregunta, a la que cada uno, por supuesto, respondió con una negativa. Por consiguiente, no menos de doscientos plateos y veinticinco atenienses fueron sentenciados a muerte, y las mujeres que permanecían en la ciudad fueron vendidas como esclavas. Los espartanos actuaron en todo momento movidos por su propio interés: «El comportamiento inflexible de los lacedemonios hacia Platea estaba enteramente condicionado por los tebanos, pues creían que éstos les serían de utilidad en la guerra que acababa de comenzar» (III, 68, 4). De hecho, los espartanos se preparaban para un enfrentamiento prolongado, en el que el poder de Beocia se iba a convertir en un factor mucho más decisivo que una reputación de ser justos y honorables.
Finalmente, los espartanos devolvieron Platea a los tebanos, y éstos destruyeron toda la población hasta los cimientos. Las tierras de la ciudad se dieron en arrendamiento por un plazo de diez años a tebanos escogidos y, alrededor del año 421, en Tebas se hablaba de la ciudad como parte integrante del territorio propio. Platea había sido borrada del mapa, y los atenienses todavía no habían dado muestras de querer intervenir. Los dos hechos eran inevitables. La ciudad era insostenible estratégicamente y, sin embargo, los atenienses tenían motivos para sentirse violentados, incluso avergonzados, a causa de su destino. Platea, aliada fiel, podría haberse rendido tras el ataque en buenos términos si los atenienses no la hubieran ligado a la Alianza con promesas de ayuda. A los supervivientes de Platea se les garantizó el singular privilegio de la ciudadanía ateniense. Una compensación a todas luces inadecuada en comparación con la desaparición de su patria.
GUERRA CIVIL EN CORCIRA

En Corcira, mientras tanto, aliada de Atenas en el oeste, se presentó un nuevo peligro: las intensas luchas políticas amenazaban con llevar al poder a los enemigos de Atenas y causar la pérdida de la gran armada de la isla. Los problemas se iniciaron con el regreso a Corcira de doscientos cincuenta prisioneros, capturados en el año 433 por los corintios en la batalla de Síbota. Los corintios trataron bien a los cautivos y, con ello, su lealtad quedó asegurada. A principios de 427, los enviaron de vuelta a casa con la intención de que socavaran la política y el gobierno de su tierra, en un momento en que entre los espartanos anidaba la esperanza de que la rebelión general de los aliados de Atenas tendría pronto lugar.
En Corcira nadie sabía que estos hombres se habían convertido en agentes al servicio de una potencia extranjera contra su propio Estado; para justificar su regreso, explicaron que se había pagado como rescate la increíble suma de ochocientos talentos. Una vez liberados, pidieron que se pusiera fin a la Alianza con Atenas y se retornara a la tradicional neutralidad, ocultando su intención de incorporar Corcira a la Liga espartana. A pesar de sus esfuerzos, la Asamblea democrática corcirea se inclinó por una vía intermedia: reafirmó la alianza defensiva con Atenas, pero también optó por ser «amiga de los peloponesios, como en el pasado» (III, 70, 2).
El voto, no obstante, fue una victoria para los conspiradores oligárquicos, el primer paso para separar Corcira de Atenas. A continuación, Pitias, uno de los líderes democráticos vinculado a Atenas, fue acusado de intentar esclavizar a la población en favor de los atenienses. No obstante, el ciudadano corcireo medio no veía que la alianza con Atenas equivaliera a traición, y Pitias quedó absuelto. A su vez, éste se querelló con cinco de sus acusadores por cargos de supuesta violación religiosa. Incapaces de afrontar las enormes multas impuestas, los acusados buscaron refugio en los templos.
Los oligarcas, atemorizados porque un Pitias victorioso utilizara su triunfo para presionar a favor de una alianza total con Atenas, tanto ofensiva como defensiva, recurrieron al asesinato y al tenor como medios para impedirlo. Armados con dagas, irrumpieron en una reunión del Consejo y dieron muerte a Pitias y a otros seis. Unos pocos compañeros demócratas lograron escapar en un trirreme ateniense que todavía estaba anclado en el puerto. El barco zarpó enseguida rumbo a Atenas, donde los refugiados contarían su historia en busca de reparación.
En esta atmósfera de tenor, los asesinos convocaron la Asamblea, aunque los corcireos siguieron negándose a cambiar de bando. A su vez, los instigadores sólo se atrevieron a proponer la neutralidad, e incluso esto únicamente se pudo aprobar bajo coacción. Ante el temor de un ataque ateniense, los oligarcas enviaron una embajada a Atenas para que asegurarles que los sucesos de Corcira no iban dirigidos en contra de los intereses atenienses. Sin embargo, los atenienses no quedaron convencidos y arrestaron a los enviados por rebeldía. La delegación de Atenas estaba pensada para ganar tiempo, mientras los oligarcas negociaban con Esparta y, alentados por la perspectiva del apoyo espartano, denotaron a los habitantes en una batalla campal, aunque ni siquiera así pudieron aniquilar a los opositores democráticos. Los demócratas tomaron la acrópolis y otros montes de la localidad, así como la salida al mar, mientras que los oligarcas se hicieron con la zona del mercado y la parte terrestre del puerto. Al día siguiente, ambas partes buscaron apoyos al ofrecerse a liberar a los esclavos; la mayoría se unieron a los demócratas, pero los oligarcas contrataron a ochocientos mercenarios del continente, y la guerra civil se adueñó de Corcira.
Dos días después, en el segundo enfrentamiento, los demócratas dieron la vuelta a los acontecimientos, y los oligarcas sólo consiguieron ponerse a salvo mediante la huida. Al día siguiente, el comandante de las fuerzas atenienses en Naupacto alcanzó Corcira con doce barcos y quinientos hoplitas. Nicóstrato se comportó con gran moderación y no castigó a la facción perdedora, simplemente solicitó una alianza ofensiva y defensiva total, para que Atenas quedara segura con la isla. Los únicos oligarcas que fueron a juicio fueron los diez considerados culpables de incitar a la insurrección. Al resto de corcireos se les animó a hacer las paces entre ellos.
Las pasiones en Corcira, no obstante, estaban ahora tan inflamadas que una solución moderada iba a resultar imposible. Los diez hombres acusados se dieron a la fuga. Los líderes democráticos convencieron a Nicóstrato para que dejase cinco navíos atenienses a cambio de cinco de los suyos, tripulados por oligarcas de su elección, sus propios enemigos personales. Los oligarcas seleccionados, ante el temor de que serían enviados a Atenas para afrontar un terrible destino, también buscaron refugio en los recintos sagrados y, aunque Nicóstrato trató de asegurarles que no correrían peligro, su decisión permaneció inamovible. Como respuesta, los demócratas se dispusieron a matar a todos los oligarcas, pero Nicóstrato evitó que se precipitasen.
Llegados a este punto, los peloponesios entraron en juego. Los cuarenta barcos comandados por Álcidas, que se habían retrasado de vuelta a casa en el Egeo, se encontraron con trece naves aliadas en Cilene y, junto a Brásidas como symboulos (consejero), se aprestaron a poner rumbo a Corcira antes de que la flota ateniense arribase. En contra del consejo de los atenienses, los demócratas corcireos se enfrentaron a esta fuerza con sesenta navíos, todos ellos escasos de disciplina y en mal estado. Los peloponesios se impusieron con facilidad, pero los doce barcos atenienses en Corcira evitaron que sacasen partido de la victoria, y no tuvieron más remedio que volver al continente con las naves capturadas. A la mañana siguiente, Brásidas pidió a Álcidas que atacaran la ciudad aprovechando que sus habitantes estaban confusos y asustados, pero el cauteloso navarca rechazó la ofensiva. La demora resultaría vital: de Léucade llegaron noticias de una armada ateniense de sesenta barcos, capitaneada por Eurimedonte, hijo de Tucles, y los peloponesios se dieron a la fuga.
Sin el control de Nicóstrato, los demócratas dieron rienda suelta a la ira y al odio, poderosas motivaciones en una guerra fratricida. Las ejecuciones políticas degeneraron en simples asesinatos; se mataba por venganza personal o por dinero; la maldad y el sacrilegio fueron moneda común. «Los padres asesinaban a sus hijos, los hombres eran arrastrados fuera de los templos y se les asesinaba allí mismo, algunos perecieron tras ser emparedados en el templo de Dioniso» (III, 81, 5). Estos horrores dieron a Tucídides la oportunidad de retratar las terribles consecuencias del conflicto civil en tiempos de guerra, y pocos pasajes de esta grandiosa historia están tan llenos de sabiduría oscura y profética como éstos.
Estas atrocidades, nos relata, sólo fueron las primeras entre las muchas causadas por la serie de guerras civiles a las que dio lugar la gran guerra. En cada una de las ciudades, los demócratas recurrirían a los atenienses en busca de ayuda contra sus enemigos, a la vez que los oligarcas esperaban lo mismo de Esparta. «En tiempos de paz, no habían tenido pretextos ni deseos de hacerlo, pero como los dos oponentes se hallaban en guerra, cada facción de las diferentes ciudades encontraba fácil llamar a unos u otros como aliados, si querían derrocar el régimen local» (III, 82, 1). «Sucedieron multitud de cosas terribles por culpa de las facciones», comenta Tucídides, «tal como sucede y seguirá sucediendo mientras la naturaleza humana siga siendo la misma» (III, 82, 2). En épocas de paz y prosperidad, las naciones y sus gentes se comportan de forma razonable porque el tejido del bienestar material y la seguridad que separan la civilización de la barbarie brutal no se han marchitado, ni sus gentes se han visto reducidas a la brutal necesidad. «No obstante, la guerra, que arranca a la gente de la satisfacción fácil de las necesidades diarias, es una maestra violenta que hace encajar su disposición a las circunstancias» (III, 82, 2).
La pertenencia y la lealtad a los partidos acabaron por verse como las virtudes más altas; con ello no sólo se consiguió ensombrecer a las demás, sino justificar el abandono de los frenos que supone la moral tradicional. El fanatismo y la intención traicionera por conspirar a favor de la destrucción del enemigo a sus espaldas estaban consideradas igualmente admirables: rechazar cualquiera de éstas era deteriorar la unidad del partido por miedo al enemigo. Los juramentos perdieron sentido y se convirtieron en utensilios del engaño.
Este estado de terror se originó como consecuencia de la codicia personal, la ambición y el deseo de poder que emergen comúnmente una vez ha estallado la guerra de facciones. Mientras, los líderes facciosos adoptaban hermosas consignas —en un caso, «igualdad política para la gente» y, en el otro, «el gobierno moderado de los mejores»— y recurrían a cualquier artimaña funesta a su alcance, incluso eliminar a los que no pertenecían a ningún partido, «bien porque no les apoyaban en la lucha o porque su mera supervivencia era blanco de envidias» (III, 82, 8). Este nuevo tipo de maldad se extendió a través de las varias ciudades-estado del mundo helénico de la mano de las revoluciones. «Por lo general, se impusieron los individuos más ignorantes, porque, conscientes de su debilidad y de la inteligencia de sus adversarios, temían quedar por debajo en los debates y ser sorprendidos por la habilidad intelectual de aquéllos, por lo que se lanzaron a actuar con audacia. Los más listos, en cambio, despectivos y confiados en su capacidad de anticipación, pensaron que no había necesidad de tomar medida activa alguna sobre aquello que se podía obtener con la razón» (III, 83, 3-4).
En agudo contraste con la contención mostrada por Nicóstrato, su predecesor en Corcira, el general ateniense Eurimedonte, no emprendió acción alguna durante siete días, lo que permitió que continuara la matanza. Aparentemente, estaba en consonancia con Cleón y deploraba una moderación que fomentaba la rebelión y parecía ineficiente. Su aparición como comandante en Corcira desvela que ya se había puesto en marcha el recién elegido Consejo de generales; así mismo, el comportamiento que mantuvo sugiere que un nuevo espíritu iba ganando terreno en Atenas.
LA PRIMERA EXPEDICIÓN ATENIENSE A SICILIA

El mismo espíritu ayudó a convencer a los atenienses en septiembre de que enviasen una expedición de veinte naves a Sicilia, lejos de anteriores escenarios bélicos, con Laques y Caréades al mando. Las gentes de Leontino, una ciudad en la parte oriental de la isla con la que Atenas mantenía una vieja alianza, denunciaron que Siracusa, la principal ciudad de la región, les había atacado como parte de una campaña para dominar toda Sicilia. El conflicto se extendió rápidamente por toda la isla y a través del estrecho hasta Italia. Los opositores se mostraban divididos, en parte por sus diferencias étnicas: los dorios, y también los peloponesios, apoyaban a los siracusanos, mientras que los jonios y los atenienses estaban contra ellos. Los leontinos, ante la derrota inminente, solicitaron la ayuda de los aliados atenienses.
¿Por qué iban a enviar los atenienses, que ya estaban ocupados en una guerra de supervivencia, una expedición a un lugar tan remoto y, en apariencia, irrelevante para su estrategia bélica? Tucídides explica que sus verdaderas intenciones eran «impedir la importación de trigo siciliano al Peloponeso y probar que podían hacerse con el control de los asuntos de la isla» (III, 86, 4).
Comúnmente se atribuye a Cleón y su entorno, los llamados «radicales» o «demócratas» o la facción belicista, el protagonismo de haber fomentado la expedición, pero la realidad sugiere otra cosa. No hay referencia alguna a que la cuestión provocase un debate entre facciones, como los que sellaron el destino de Mitilene en el año 427 o los que culminaron con la alianza de Corcira en el 433. Los comandantes no eran «halcones» como Eurimedonte o Demóstenes; Laques, amigo de Nicias, era uno de ellos. La expedición, pues, debió de tropezar con muy poca oposición.
No debemos pasar por alto un hecho obvio: los atenienses fueron a Sicilia en el año 427, en primer lugar, porque así se lo habían solicitado; y, en segundo, porque se dieron cuenta de que la cuestión siciliana podía convertirse en algo serio. Al principio de la guerra, los peloponesios habían hablado de conseguir una gran flota en Sicilia, lo que podía representar una gran amenaza para Atenas en caso de materializarse. Así mismo, si a los siracusanos, colonos de los corintios, se les permitía conquistar otras poblaciones griegas de la isla, también podrían proporcionar una ayuda determinante a su metrópoli y, en general, a toda la causa peloponesia. No había ningún ciudadano en Atenas que no viera el peligro. El deseo de impedir que el grano alcanzase el Peloponeso era un paso más en la estrategia bélica, reflejo de las condiciones cambiantes. Hasta cierto punto, la duración y la severidad de los saqueos espartanos en el Ática dependían de los suministros de trigo de los invasores; la pérdida de las cosechas sicilianas podría minimizar las próximas invasiones. En este sentido, el bloqueo del comercio de cereales por medio del envío de ayuda militar a los aliados occidentales cobraba sentido.
Sin embargo, cualquier intento de sojuzgar Sicilia habría ido abiertamente en contra de los consejos de Pericles de no expandir el Imperio en tiempos de guerra. Para no faltar a la verdad, cabe señalar que entre los atenienses había algunos expansionistas insensatos que no podían evitar mirar al oeste como una posible área de conquista, pero no hay pruebas de que Cleón estuviera de su parte o buscase la invasión por sí misma. Él, y otros hombres como Demóstenes y Eurimedonte, querían obtener el control de Sicilia para impedir el transporte de cereales al Peloponeso y evitar así que una Sicilia controlada por los siracusanos ayudara al enemigo; aunque, posiblemente, también buscaran algo más que la mera restauración del statu quo. Una intervención ateniense seguida de una retirada permitiría que Siracusa volviera a intentar hacerse con el poder en la isla, tal vez en un momento en el que los atenienses no podrían evitarlo. La intención de «poner los asuntos de Sicilia bajo control» sólo podía significar la predominancia de Atenas y, quizás, el establecimiento de un campamento y una base naval para evitar problemas futuros.
Veinte naves se hicieron a la mar justo antes del rebrote de la peste. Su misión inauguraba una nueva realidad política en Atenas. Los acontecimientos habían situado a los radicales en una posición de poder desde la que podían condicionar, e incluso determinar, las actuaciones políticas, mientras que los moderados no podían oponer resistencia alguna a las propuestas de sus adversarios.
En Sicilia, los atenienses tuvieron un éxito extraordinario a pesar del pequeño tamaño de sus fuerzas. Leontinos, al ser una población interior, no podía utilizarse como base naval, por lo que Laques y Caréades se establecieron en la ciudad amiga de Regio, justo al otro lado de Mesina (Véase mapa[23a]). Los atenienses intentaban apoderarse del estrecho para dificultar la ruta habitual del transporte de grano de Sicilia al Peloponeso. El plan era hacerse con Mesina y convertirla en el punto de reunión de los griegos siciliotas, en especial los jonios, y los sículos, isleños hostiles a Siracusa. Con el apoyo de las tropas locales, los atenienses esperaban negociar con los siracusanos para conseguir una alianza con la ciudad. De no ser así, combatirían, y al menos una victoria impediría la dominación de Siracusa sobre toda la isla.
Los primeros intentos, sin embargo, ofrecieron resultados inesperados. Nada más llegar a Regio, los atenienses dividieron sus efectivos en dos escuadrones para explorar la costa siciliana y evaluar el sentimiento de los lugareños. Laques bordeó la zona sur cerca de Camarina, y Caréades se aventuró por la costa oriental de Siracusa, donde encontró la muerte en un encuentro con la flota del lugar. La estrategia de los atenienses se basaba en el control del mar, en especial de las aguas próximas al estrecho de Mesina, así que Laques atacó a los aliados siracusanos en las islas Eolias (Lípari), en el lado oeste del estrecho, pero los habitantes de las islas no rindieron su territorio.
Estos y otros fracasos cayeron en el olvido en el momento en que Laques se hizo con Mesina, lo que colocó el estrecho bajo control ateniense, alentó las deserciones en Siracusa y amenazó las posiciones tomadas por ésta. Muchos isleños sículos, sometidos anteriormente por los siracusanos, se pasaron al lado de Atenas. Con su apoyo, Laques logró mantener la ofensiva, derrotar a los lócridos y atacar Himera, aunque no pudo capturarla.
Los logros de Laques no eran insignificantes. Evitó que los siracusanos conquistaran Leontino, se apoderó de Mesina y del estrecho, consiguió ganar para Atenas a muchos ciudadanos de Siracusa y comenzó a hostigar la región que la rodeaba. En el mar, los atenienses no tuvieron rival, porque los siracusanos temían luchar contra la flotilla enemiga. Eran plenamente conscientes del peligro en que se hallaban, al ver que «el lugar [Mesina] controlaba el acceso a Sicilia, con el temor de que la utilizarían más adelante como base desde donde atacar con una fuerza mayor» (IV, 1, 2). Por consiguiente, empezaron a aumentar el tamaño de su flota para enfrentarse a la de los atenienses.

En respuesta, los generales atenienses pidieron refuerzos a Atenas, y la Asamblea envió cuarenta barcos más con tres comandantes, «porque pensaban que con ello darían término a la guerra con prontitud y, en parte, porque querían procurar entrenamiento a la flota» (III, 115, 4). Pitodoro se embarcó de inmediato con unas pocas naves para relevar a Laques, mientras Sófocles y Eurimedonte le siguieron con el grueso de la marina. La nueva armada se hacía a la mar albergando grandes esperanzas.

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