miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso El regreso de Alcibíades (409-408) ATENAS INTENTA DESPEJAR LOS ESTRECHOS

Cuando los refuerzos atenienses de Trásilo llegaron finalmente al Helesponto, a finales del año 409, sus tropas no fueron admitidas de buena gana por las tropas atenienses allí instaladas. Alcibíades intentó unificar ambas fuerzas, pero los veteranos de las batallas de los estrechos se negaron a permitir que los hombres de Trásilo, que llegaban sin conocer la derrota y la humillación, se integraran entre sus filas. No obstante, los dos generales hicieron avanzar sus tropas hacia Lámpsaco, en la parte asiática del Helesponto, una base bien situada para lanzar incursiones contra Farnabazo, así como para atacar la principal base espartana en Abido. Contando con sus fuerzas de tierra y con su incontestada marina, podían seguir la línea de la costa y amenazar al enemigo por tierra y por mar. Durante el invierno del 409-408, los atenienses fortificaron Lámpsaco, para más tarde lanzar un ataque contra Abido.
Trásilo tomó treinta barcos y desembarcó cerca de la ciudad. Farnabazo llegó al rescate con su infantería y caballería, pero Alcibíades ya estaba en camino por tierra con la caballería ateniense y ciento veinte hoplitas. Este último había calculado su llegada para sorprender a Farnabazo cuando el sátrapa estuviera enfrentándose con las tropas de Trásilo. Los atenienses derrotaron por completo a los persas, erigieron un trofeo de la victoria, y se dedicaron a saquear el territorio de Farnabazo, con lo que consiguieron un abundante botín. La rápida reacción de Farnabazo, sin embargo, había salvado Abido, que permaneció en manos espartanas, por lo que la victoria puede considerarse como un fracaso estratégico. Aun así, el triunfo consiguió cerrar las heridas y disensiones en el seno del ejército ateniense: «Las dos partes estaban ahora unidas, y regresaron al campamento juntas con mutua buena voluntad y alegría» (Plutarco, Alcibíades, XXIX, 2).
En la primavera del 408, los atenienses partieron para expulsar al enemigo del Bósforo y conseguir un acceso libre al mar Negro, avanzando primero contra Calcedonia, en el lado asiático (Véase mapa[50a]), cuyas defensas habían sido mejoradas por Clearco cerca de dos años antes. La guarnición espartana en esa ciudad estaba bajo el mando de Hipócrates, el harmoste o gobernador. Desde su base en Crisópolis, Terámenes inició la devastación del territorio calcedonio, viendo reforzada su posición con la llegada de Alcibíades y Trásilo con una flota de, quizá, ciento noventa barcos.
Para empezar su asedio de la ciudad amurallada de Calcedonia, los atenienses construyeron su propia empalizada desde el Bósforo al mar de Mármara. Esta acción dejó encerrados a los calcedonios en un triángulo, con el ejército ateniense y la empalizada de madera entre ellos y los persas. Con la flota ateniense controlando el mar, su envolvimiento fue completo. El ejército espartano hizo una salida para luchar, ante lo cual Trásilo marchó hacia ellos con sus hoplitas. La empalizada impidió que la infantería y la caballería de Farnabazo pudieran intervenir en la lucha. En ese momento, Alcibíades llevó su caballería y un pequeño contingente de hoplitas al combate, tras permitir que éste se prolongara durante algún tiempo, y logró romper finalmente la resistencia espartana. Hipócrates fue muerto, pero sus tropas huyeron a la ciudad, cerraron sus puertas y se aprestaron a la defensa. Una vez más, los atenienses fracasaron en la difícil tarea de tomar una ciudad por un medio diferente al asedio. Alcibíades partió en busca de dinero por las costas del Helesponto, dejando la campaña en manos de sus colegas.
Aunque estaban cercados por tierra y por mar, los defensores de Calcedonia no habían perdido completamente la esperanza de resistir, ya que Farnabazo disponía de una gran fuerza a una corta distancia de allí, con la cual todavía podía abrirse paso a través de la empalizada y desafiar a los atenienses desde la retaguardia. Esta situación pudo ser tenida en cuenta en la negociación de un tratado entre los generales atenienses y Farnabazo, que cerraron en los siguientes términos: los calcedonios pagarían a Atenas el mismo tributo que pagaban anteriormente, junto con los atrasos que se habían acumulado, mientras que Farnabazo pagaría a los atenienses veinte talentos y se comprometería a llevar a los embajadores de Atenas ante el Gran Rey. Los atenienses, a cambio, prometerían no atacar a los calcedonios y no realizar incursiones en el territorio de Farnabazo hasta que los embajadores regresaran.
Este acuerdo, a diferencia de los establecidos con las ciudades sometidas que eran recuperadas, dejaba a los atenienses fuera de Calcedonia, pero les recompensaba con su tributo, los atrasos y una suma que equivalía a una indemnización que pagaría Farnabazo en nombre de la ciudad. Esto proveía a los atenienses de un dinero desesperadamente necesario, además de que prometía más rentas en el futuro, los libraba del coste de un asedio y los dejaba en libertad para ir contra Bizancio. Sin embargo, el acuerdo era temporal; sólo se mantendría en vigor hasta que las negociaciones con el Gran Rey acabaran. También permitía a Farnabazo quedarse con la ciudad sin tener que enfrentarse a un asedio y a una batalla que él prefería evitar. Las negociaciones podían hacer innecesaria una lucha posterior, y en todo caso otros acontecimientos podían evitar una victoria ateniense. Mientras tanto, el sátrapa mantenía Calcedonia, que era digna de la entrega de veinte talentos y de la firma de un extraño compromiso.
Aunque este acuerdo especial dejaba a Calcedonia en manos enemigas, la estrategia ateniense exigía la recuperación de todas las ciudades costeras en los estrechos. Por consiguiente, Alcibíades se encargó de reunir fondos y tropas tracias de la península de Gallípoli, para atacar inmediatamente Selimbria, en la costa norte de la Propóntide. Para evitar un asedio o un asalto, conspiró con un grupo proateniense del interior de la ciudad, que le abrió las puertas de la misma por la noche. Ofreció a los selimbrios condiciones favorables, al tiempo que imponía una estricta disciplina para hacerles ver que estaban vigilados. Ningún daño fue hecho a la ciudad o a sus habitantes; los atenienses se limitaron a colocar allí una guarnición y a recaudar algún dinero. Fue una acción muy hábil por su parte, que ahorró tiempo, recursos y vidas, y que, además, consiguió el objetivo que se proponía. Ésta era la clase de guerra en la que Alcibíades destacaba.
Al este de Selimbria estaba Bizancio, la ciudad clave que debía ser capturada para liberar el paso del Bósforo y la ruta al mar Negro. Alcibíades avanzó rápidamente para reunirse con Terámenes y Trásilo, que habían ido allí desde Calcedonia. A pesar del dominio ateniense del mar, de disponer de considerables fuerzas terrestres, así como de fondos adecuados para mantener a esas fuerzas, iban a descubrir de nuevo que tomar una poderosa ciudad amurallada como Bizancio no era una tarea sencilla. Los atenienses repitieron su estrategia de construir una empalizada para separar la ciudad del área interior circundante, mientras que la flota se encargaba de prevenir cualquier acceso a la ciudad desde el mar. Clearco, un duro harmoste espartano, se encargaba de la defensa de la ciudad. Con él estaba un cuerpo de periecos y unos pocos neodamodes, contingentes de Megara y Beocia, y un cuerpo de mercenarios; él era el único espartano.
Cuando el asalto ateniense sobre la ciudad fracasó, Clearco confió la defensa de Bizancio a sus subordinados y se dirigió a ver a Farnabazo, en ese momento en la costa asiática del Bósforo, con objeto de recoger la paga para sus tropas. También tenía la intención de reunir una flota que mantuviera a los atenienses fuera de Bizancio, atacando a sus aliados en los estrechos. Sin embargo, la situación en Bizancio era mucho peor de lo que Clearco había supuesto. Sus habitantes estaban hambrientos, mientras que él había demostrado claramente que era un gobernador acorde a lo que podía esperarse del modelo de comportamiento espartano, duro y arrogante. Su actitud había acabado por encolerizar a numerosos bizantinos influyentes que acabaron por unirse a Alcibíades en una conspiración. Al prometerles la misma benevolencia que había mostrado en Selimbria, les persuadió de que permitieran a los atenienses entrar en la ciudad en una noche cuya fecha fue acordada. Extendió, a continuación, un falso rumor acerca de una misión ateniense en Jonia, y se alejó de la ciudad como si realmente fuera a partir en la tarde del día prefijado.
Cuando cayó la noche, el ejército regresó sigilosamente hacia los muros de Bizancio, mientras la flota entraba en el puerto para atacar a los barcos peloponesios amarrados allí. Cuando los defensores dejaron sus puestos para socorrerlos, dejando gran parte de la ciudad desprotegida, los conspiradores bizantinos permitieron que las tropas de Alcibíades y Terámenes, que esperaban el momento oportuno, entraran en la ciudad, para lo cual habían dispuesto escalas sobre los muros, que en ese momento ya no estaban vigilados. Sin embargo, los bizantinos leales a su ciudad lucharon tan bravamente que Alcibíades promulgó una declaración en la que les garantizaba su seguridad. Esta garantía convenció a los ciudadanos a revolverse contra el ejército peloponesio, cuyos integrantes cayeron, en su mayoría, luchando. Los atenienses cumplieron su palabra, restaurando a Bizancio como un aliado ateniense, sin enviar al exilio ni matar a ninguno de sus habitantes. La ciudad recuperó su autonomía, hasta el punto de que el gobernador y la guarnición peloponesia no fueron sustituidos por ningún destacamento ateniense, sino por bizantinos. Los prisioneros peloponesios tampoco fueron ejecutados, sino que fueron desarmados y llevados a Atenas para ser juzgados. Todas estas medidas significaban el comienzo de una nueva política de justicia y conciliación, adoptadas como un medio de recuperar el Imperio.
LAS NEGOCIACIONES ATENIENSES CON PERSIA

La voluntad ateniense de hacer concesiones importantes en Calcedonia sugiere un nuevo elemento en sus planes para ganar la guerra. Si habían rechazado la oferta de paz espartana era, en parte, porque esperaban separarla de Persia, y al regresar con fuerza al Helesponto tenían realmente una oportunidad de conseguir ese objetivo. Había llegado el momento de comprobar las intenciones persas y de hablar con el Gran Rey en persona. Las constantes derrotas y la pérdida de un gran número de barcos sin resultados positivos podían haberlo persuadido de lo caro y fútil de su política en ese momento. Además, la oferta unilateral de paz espartana era una flagrante trasgresión del tratado con Persia. Si las negociaciones tenían éxito, el Gran Rey aceptaría retirar el apoyo a los espartanos, que serían incapaces de luchar en el mar y se verían obligados a firmar la paz en condiciones nada favorables.
El punto débil de esta estrategia era que los objetivos particulares de cada parte estaban en conflicto directo. Ambos querían el control de las ciudades de Asia Menor y los ingresos que ellas proporcionaban. El compromiso temporal al que se llegó en Calcedonia no podía servir como modelo para un pacto permanente; y de hecho, se hace difícil imaginar los contenidos que un acuerdo aceptable debería haber comprendido. No obstante, los atenienses pensaban que valía la pena intentarlo. Por otra parte, habían recibido informes sobre una embajada espartana liderada por Beocio hacia Susa, y se habían propuesto frustrarla. En cualquier caso, tenían poco que perder en el intento.
Tras la batalla de Calcedonia, Farnabazo invitó a los atenienses a enviar embajadores, que él mismo escoltaría a Susa, para que hablaran ante el Gran Rey. El sátrapa y la embajada hicieron lentamente su camino, ya que a comienzos del invierno tan sólo habían alcanzado Gordio, en Frigia, donde permanecerían hasta la primavera. Después reanudaron su viaje hacia Susa, si bien pronto se encontraron con la embajada espartana guiada por Beocio, que regresaba de un favorable encuentro con el rey Darío II. Los espartanos les comunicaron que habían obtenido todo lo que querían y lo probaron al presentar a Ciro, el hijo del Gran Rey, que había venido «a ponerse al frente de todos los pueblos de la costa y a luchar junto a los espartanos» (Jenofonte, Helénicas, I, 4, 3). Esto puso fin a las esperanzas atenienses de llegar a un acuerdo con Persia, por lo que tendría que ponerse en marcha un plan alternativo.
ALCIBÍADES REGRESA

En la primavera del 407, los victoriosos generales atenienses ya habían partido del Helesponto hacia Atenas, pero aún desconocían las decepcionantes noticias de la embajada a Persia. La captura de Bizancio había liberado los estrechos de puertos enemigos, a excepción de Abido. Aunque la mayoría de los soldados y marineros atenienses habían estado fuera de Atenas durante años, ninguno estaba tan impaciente por regresar como Alcibíades, ya que éste era el momento que había buscado durante tanto tiempo. Sus complicadas maniobras desde que huyera a Esparta en el año 415 habían provocado que tanto los territorios de Esparta y de sus aliados como el Imperio persa fueran inseguros para él. Para preservar su propia seguridad y promover sus ambiciones, tenía que regresar a Atenas y consolidar su carrera pública en lo militar y en lo político.
Sin embargo, incluso su regreso a la cabeza de una flota victoriosa no le garantizaba una completa seguridad. Había ido a Samos como resultado de un golpe político, y había sido la flota estacionada allí la que le había asignado su primer mando militar, y no una elección regular en Atenas. Además, su regreso del exilio había sido acordado con los Cinco Mil, por lo que podía ocurrir que su vuelta no fuera del agrado de la democracia restaurada. Atenas todavía estaba llena de sus enemigos con diferentes opiniones políticas: demócratas que no le perdonaban sus difamaciones contra el gobierno popular y que estaban recelosos de su ambición, conservadores religiosos, patriotas que no habían olvidado su traición, así como otros políticos ambiciosos que temían competir con él. Alcibíades también necesitaba estar en guardia contra ataques y acusaciones que podían llevarle a una condena a muerte u obligarle a un peligroso exilio de nuevo. Su mejor defensa era sin duda el éxito militar, que le proporcionaba popularidad política. Sin embargo, después de la victoria de Abido y del gran triunfo de Cícico —que se le atribuía a él principalmente—, no se había decidido a regresar inmediatamente a Atenas. Quizá pretendía estar seguro de que ningún otro general le eclipsaría en su ausencia, y, aunque las destacadas acciones en Selimbria y en Bizancio sólo podían obrar en su favor, el acontecimiento decisivo que le dio confianza para regresar fue probablemente la ceremonia que selló el acuerdo en Calcedonia. Allí los generales y el sátrapa prestaron los usuales juramentos, pero Farnabazo rehusó considerar este tratado válido sin el juramento de Alcibíades, lo que proporcionó al ateniense la ocasión de presumir de la consideración que aún le tenían los persas. Por consiguiente, hizo que el sátrapa prestara el juramento de nuevo en iguales términos que él mismo, y al obrar así elevó su posición en un momento en que los atenienses estaban buscando el apoyo de Farnabazo para sus próximas negociaciones con Darío. En la primavera del 407, Alcibíades tenía toda la apariencia de ser, no sólo un gran general que había reavivado la fortuna de Atenas, sino también el único hombre que disponía del poder de privar a Esparta de la ayuda persa y, por lo tanto, de ganar la guerra. Ahora era el momento de regresar a Atenas.
Los atenienses dejaron una flota para vigilar los estrechos, lo que permitió igualmente el regreso de Trásilo y Terámenes. En su viaje de regreso, las fuerzas atenienses se aprovecharon de su dominio del mar para recuperar el control de muchos de los territorios perdidos. Trasibulo se hizo con la costa de Tracia, cuyas áreas más importantes eran la gran isla de Tasos y la poderosa ciudad de Abdera. Mientras tanto, Alcibíades, que había sido el primero en partir, se había dirigido hacia Samos y luego al sur hacia Caria, donde consiguió reunir cien talentos antes de regresar a la isla. Desde allí fue a Giteo, la principal base naval espartana en Laconia, donde pudo ver a los espartanos construyendo barcos, pero no llevó a cabo acción alguna contra ellos. ¿Por qué retrasaba de esa forma su regreso triunfal a Atenas?
El motivo estaba claro: quería averiguar «qué pensaba la ciudad [Atenas] acerca de él y de su regreso» (Jenofonte, Helénicas, I, 4, 11). Y esta explicación puede aplicarse igualmente a todo su comportamiento desde que partiera del Helesponto. Básicamente, su intención era esperar a que se produjeran las elecciones al generalato en el verano del 407. Los resultados sólo pudieron haber sido alentadores para él, desde el momento en que entre los componentes del nuevo cuerpo administrativo, cuyos nombres conocemos, se incluía el de su más ferviente partidario, Trasibulo, así como los de otros de sus simpatizantes, pero ninguno de sus enemigos. A pesar de todo, Alcibíades actuaba con cautela. Legalmente, él debía ser condenado, y también maldecido por las más solemnes ceremonias religiosas, hasta el punto de que una estela que llevaba inscrita su condena y una maldición contra él permanecía erigida en la Acrópolis. Incluso después de que echara anclas en el Pireo, insistió en permanecer a bordo «por miedo a sus enemigos. Desde la cubierta de su barco, comprobó si sus amigos estaban allí. Cuando vio a su primo Euripólemo, hijo de Peisianax, y a otros familiares y amigos con él, accedió a desembarcar y subió a la ciudad, acompañado por un grupo de hombres dispuestos a defenderlo contra cualquier ataque que pudiera producirse» (Jenofonte, Helénicas, I, 4, 18-19). Sin embargo, no fue necesaria protección alguna, ya que la gran multitud que se había reunido en la orilla saludaba y voceaba sus felicitaciones. Cuando desembarcó, la multitud corrió a su lado aclamándolo y coronándolo con guirnaldas en honor a su victoria. Hubo mucha discusión acerca del alto coste de su ausencia, y muchos insistían en que se habría ganado Sicilia si Alcibíades hubiera sido dejado a cargo de esa misión. Había sacado a Atenas de una situación desesperada, y «no sólo había restaurado su dominio del mar, sino que incluso había traído la victoria sobre el enemigo en tierra en todas partes» (Plutarco, Alcibíades, XXXII, 4-5).
Esta cálida recepción, sin embargo, no le evitó tener que presentarse ante el Consejo y la Asamblea para ofrecer una defensa formal contra las antiguas acusaciones que había contra él. Se declaró inocente del cargo de sacrilegio por el que había sido acusado, y se quejó de sus desgracias. Con mucho tacto, no culpó ni a individuos particulares ni al pueblo en general por ellas, sino que las atribuyó sólo a su propia mala suerte y a una especie de malvado demonio personal que lo angustiaba. Después pasó a tratar las grandes perspectivas de futuro, minimizando las esperanzas del enemigo, e hizo que los atenienses recuperaran su confianza como había hecho en tiempos anteriores.
Alcibíades consiguió un éxito incondicional. Nadie recordó sus problemas pasados o se opuso a nada de lo que él y sus partidarios habían propuesto. Los atenienses le absolvieron de todos los cargos, le devolvieron las propiedades que le habían sido confiscadas, ordenaron a los sacerdotes que revocaran las maldiciones que habían invocado contra él, y lanzaron finalmente la estela, que llevaba inscrita su sentencia y otras acusaciones contra él, al mar.
El pueblo votó a favor de que se le concedieran coronas doradas y le hicieron general en jefe (strategós autokrátor) con mando sobre tierra y mar.
Sin embargo, incluso en ese momento, en la cúspide de su popularidad, no todo iría bien. Teodoro, gran sacerdote de los misterios, obedeció la orden y revocó la maldición sólo a regañadientes, argumentando que: «No invocaré mal alguno contra él, si nada malo hizo a la ciudad» (Plutarco, Alcibíades, XXXIII, 3). Sin duda, esta reserva reflejaba la continua sospecha y la mala voluntad de algunos atenienses. En el 407 representaban una pequeña minoría, pero actuaban como un recordatorio de que Alcibíades tan sólo mantendría su posición mientras tuviera éxito. Algunos incluso consideraron un portento nefasto el hecho de que hubiera regresado a Atenas en el día de la ceremonia llamada Plinteria, en la que los vestidos de la estatua de madera de Atenea Polias eran quitados y lavados, y su imagen ocultada de la vista. Aquél era considerado como el día más desafortunado del año para emprender grandes acciones. Plutarco nos dice que parecía como si la diosa no hubiera deseado dar la bienvenida a Alcibíades de una manera amistosa, sino más bien esconderse de él y rechazarlo. Jenofonte nos cuenta que el hecho de que llegara en aquel día impresionó a algunos ciudadanos, que consideraron el asunto como un mal presagio tanto para él como para la ciudad. Aunque realmente sólo unos pocos atenienses se dieron cuenta de la coincidencia, los enemigos de Alcibíades la memorizaron para usarlo en el futuro. Nosotros constatamos la ironía del hecho de que, después de tomarse tantas precauciones para su regreso, hubiera olvidado ese sagrado día. Su viejo rival, Nicias, nunca hubiera cometido un error como ése. Alcibíades pudo haber tomado su primer paso importante tras su regreso precisamente haciendo frente a esta impresión negativa. El festival relacionado con los misterios eleusinos era, quizás, el evento más solemne e impresionante del calendario religioso ateniense. Tradicionalmente, cada año una procesión sagrada recorría los veintidós kilómetros hasta Eleusis, en la frontera noroccidental del Ática, cuando los iniciados en los misterios eleusinos llevaban los objetos sagrados de Deméter, acompañados por la imagen de Iaco, bajo la forma de una joven deidad masculina que llevaba una antorcha y asistía a las diosas Deméter y Perséfone. Los iniciados llevaban coronas de mirto, los sacerdotes iban con ropas engalanadas, y coros de flautistas, tañedores de liras y corifeos entonaban el himno. Sin embargo, desde hacía algunos años, la presencia de un fuerte espartano en Decelia había impedido la celebración de las procesiones y en el 413 los iniciados se vieron obligados a hacer el viaje por mar sin el esplendor y pompa habituales.

Alcibíades, con su agudo sentido para los gestos espectaculares, reconoció la oportunidad de poner un punto final a su problema religioso con un sencillo y audaz golpe. Después de consultar a los sacerdotes más destacados, se dispuso a tomar parte en la gran procesión a la manera tradicional. Protegido por sus guardaespaldas y por una guardia armada, escoltó a los celebrantes a lo largo de la ruta sagrada. Este espectáculo, entendido como un acto de piedad, ayudó a desbaratar las sospechas religiosas contra él; como una demostración de audacia y valor militar, contribuyó a justificar los poderes extraordinarios que habían sido votados para él, al tiempo que elevaba el espíritu del ejército ateniense; políticamente fue un golpe maestro. Ninguna acción propagandística de las que llevaron a cabo Alcibíades y Nicias en el pasado puede compararse a ésta, ni en oportunidad ni en el efecto conseguido. Alcibíades había regresado, culminando su venganza.

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