miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 4 Decisiones bélicas (432)

ESPARTA OPTA POR LA GUERRA

La promesa de invadir el Ática realizada por los éforos espartanos a los habitantes de Potidea se llevó a cabo en secreto y no fue ratificada por la Asamblea espartana. No obstante, cuando los potideatas emprendieron su rebelión en la primavera de 432, Esparta no cumplió con su parte. Ni el rey ni la mayoría de ciudadanos estaban preparados para entrar en guerra, a pesar de que una facción muy influyente deseaba dirigir su ardor guerrero contra Atenas. El contingente ateniense enviado para evitar el alzamiento de Potidea era insuficiente, y además llegó demasiado tarde para servir de algo. Por su parte, los corintios no se atrevieron a enviar una expedición oficial en ayuda de los rebeldes, lo que habría supuesto una violación formal del Tratado. En cambio, organizaron un cuerpo de «voluntarios» con una fuerza de mercenarios corintios y peloponesios capitaneados por un general corintio. Durante ese tiempo, los atenienses sellaron la paz con Macedonia para disponer de más hombres y utilizarlos contra Potidea, a la vez que enviaron refuerzos adicionales desde Atenas. Hacia el verano del año 432, una gran fuerza de soldados y trirremes cercó la ciudad y dio comienzo a un sitio que costaría vastas sumas de dinero y se prolongaría más allá de dos años.
Con Potidea sitiada y la amarga protesta de los megareos, motivada por el embargo ateniense, los corintios dejaron de ser la única parte enfrentada con Atenas [5]. Así pues, alentaron a las otras ciudades-estado agraviadas, para presionar a los espartanos. Finalmente, en julio de 432, los éforos convocaron la Asamblea espartana e invitaron a sus aliados con alegaciones contra Atenas para que fueran a Esparta a discutirlas. Ésta es la única ocasión conocida en que se invitó a los aliados a dirigirse a la Asamblea espartana en vez de a la Liga del Peloponeso. Que recurrieran a este procedimiento infrecuente demuestra la renuencia a luchar que todavía albergaban los espartanos en el verano del año 432.
Aunque, entre todos los participantes, los más ofendidos eran los megareos, los corintios demostraron ser los más efectivos. Intentaron persuadir a los espartanos de que su política tradicional de prudencia y reticencia a la lucha era desastrosa frente al poder dinámico de Atenas; su argumentación quedó subrayada con su esbozo de la clara distinción entre la personalidad de ambos pueblos:
Son rápidos e innovadores a la hora de formular planes y ponerlos en acción, mientras que vosotros conserváis lo que tenéis, no inventáis nada nuevo y, cuando actuáis, ni siquiera completáis lo requerido. Una vez más, muestran audacia más allá de sus fuerzas, arrostran peligros por encima de la razón y conservan viva la esperanza en la hora del peligro; vosotros, mientras, actuáis por debajo de lo que vuestro poder os permitiría, desconfiáis hasta de vuestros razonamientos más certeros y pensáis que cualquier riesgo os superará…
Sólo en ellos coinciden las expectativas y su consecución porque, una vez planeado algo, se afanan por conseguirlo con celeridad. Así pasan la vida entera entre peligros… porque consideran que una tranquilidad ociosa es un desastre peor que la actividad más acerba… Está en su naturaleza no disfrutar de la ociosidad ni permitirles a los demás disfrutar de ella (I, 70, 2-9).
Aunque resulten efectivas en una polémica, ambas caras de esta comparación no son sino exageraciones. Los espartanos difícilmente hubieran podido crear su propia gran alianza y la que llevó a los griegos a vencer a los persas si hubieran sido tan mansos como se les retrataba. Igualmente, Atenas había actuado en concordancia con la letra y el espíritu del Tratado de los Treinta Años, como tácitamente reconocían los corintios cuando contuvieron a sus aliados durante la rebelión lamia. El comportamiento discutible de los atenienses durante el último año había sido meramente una reacción contra las recientes acciones llevadas a cabo por Corinto, acciones de las que éstos hablaron lo menos posible. Los corintios pusieron fin a su alocución con una amenaza: los espartanos debían acudir en ayuda de Potidea y de todos los demás aliados, e invadir el Ática; pues, «de no hacerlo así, traicionaríais a vuestros amigos y gentes de vuestra estirpe ante sus peores enemigos o nos empujaríais a acogernos a otra alianza» (I, 71, 4). La amenaza carecía de contenido —no había otra alianza a la que acogerse—, pero como el modo de vida espartano y su seguridad descansaban en la integridad de la coalición, la sola idea de una defección general causó la alarma.
El siguiente en hablar fue un miembro de una delegación ateniense, quien, según dice Tucídides, «se dio el caso de que estaba presente por haber acudido en razón de otros asuntos» (I, 72, 1). No se nos cuenta qué «asuntos» podían ser éstos, y parece claro que fue un mero pretexto para que los atenienses pudieran exponer sus puntos de vista. Pericles y sus conciudadanos no quisieron enviar un portavoz oficial para responder a las quejas ante la Asamblea espartana, gesto éste que habría concedido a los espartanos el derecho de juzgar el comportamiento de Atenas, en vez de obligarla a someter las acusaciones al sistema del arbitraje, como así requería el Tratado. Los atenienses quisieron, sin embargo, evitar que Esparta se rindiera a las razones de sus aliados, defender el hecho de que Atenas había logrado su poder de manera justa y demostrar que tal poder era formidable. El orador atribuyó el crecimiento del Imperio ateniense a una serie de necesidades impuestas a instancia del miedo, del honor y del interés razonable (motivos que los espartanos entenderían bien). El tono del ateniense no fue conciliatorio, sino formal, y en su conclusión insistió en que las partes se adhirieran a la letra precisa del Tratado: la presentación de todas las disputas a arbitraje. Sin embargo, si los espartanos rehusaban, «tratarían de vengarse de aquellos que empezasen la guerra, y de ellos si la encabezaban» (I, 78, 5).
¿Fue realmente este discurso una provocación deliberada, dirigida a enemistarse con los espartanos, a hacerles violar sus juramentos e iniciar una guerra? Esta opinión da por hecho que la única forma de buscar la paz es a través del intento de apaciguar la cólera, explicar las diferencias con generosidad y hacer concesiones. A veces, no obstante, la mejor forma de evitar una guerra es por medio de la disuasión, transmitiendo un mensaje de fuerza, confianza y determinación. Ésta puede ser una táctica especialmente efectiva si deja una vía de escape honorable a la otra parte, como la ofrecida por la cláusula del arbitraje a los espartanos. En todo caso, el mejor de los testigos contemporáneos nos dice que, para los atenienses, la guerra no era todavía un objetivo: «Querían dejar patente el poder de su ciudad, ofrecer un recordatorio a los ancianos de lo que ya sabían y, a los jóvenes, de aquello que ignoraban, con la idea de que, con sus argumentos, los espartanos se inclinarían a favor de la paz, y no de la guerra» (I, 72, 1).
La estrategia ateniense parecía especialmente prudente, dado que los reyes de Esparta ejercían tradicionalmente mucha influencia a la hora de decidir asuntos relativos a la guerra o la paz; en el año 432, el único monarca espartano en activo era Arquidamo, amigo personal de Pericles, «un hombre con una gran reputación de sabio y prudente» (I, 79, 2), quien pronto dejaría ver su oposición al conflicto armado.
Los espartanos se retiraron a deliberar tras el discurso del extranjero. Aunque la Asamblea se mostró hostil y confiaba en que se podría vencer fácilmente a Atenas con un enfrentamiento breve, el rey Arquidamo sostuvo todo lo contrario. La fuerza de Atenas, insistió, era mayor a la que Esparta estaba acostumbrada a hacer frente, y de una clase muy distinta. Una ciudad amurallada poseedora de amplios recursos económicos, un imperio naval con control de los mares, presentaría una batalla muy diferente a aquellas en las que los espartanos habían participado. Arquidamo temía, y así lo afirmó, «que nuestros vástagos heredarán la contienda» (I, 81, 6).
Sin embargo, en la Asamblea se respiraba un ambiente tan polémico, que Arquidamo no podía simplemente recomendar la oferta ateniense; en vez de eso, propuso una alternativa moderada: los espartanos debían limitarse a registrar una reclamación oficial y, al mismo tiempo, debían prepararse para la clase de guerra a la que tendrían que hacer frente si el debate fracasaba, y buscar barcos entre las filas bárbaras (en especial, los persas) y entre los demás griegos. Si los atenienses cedían, no tendrían que emprender ninguna acción. Si no, en dos o tres años ya tendrían tiempo de combatirlos, cuando Esparta estuviera mejor preparada.
Como cabe suponer, el plan del monarca fue mal recibido por los corintios, por las otras partes demandantes y por aquellos espartanos que estaban deseosos de entrar en acción. Cualquier posibilidad de salvar Potidea, pensaban, requería de una acción rápida. Los corintios, en particular, no querían una resolución conciliatoria, sino más bien carta blanca para aplastar a Corcira de una vez por todas; asimismo, deseaban vengarse de Atenas, e incluso la eventual destrucción del Imperio ateniense, posición ésta con la que se mostraban de acuerdo los espartanos partidarios de la guerra. Sumados a una visión parcial de los acontecimientos de los últimos cincuenta años, los asuntos de Corcira, Potidea y Megara parecían confirmar para la gran mayoría de los espartanos la versión corintia de la arrogancia ateniense y el peligro que su creciente poder representaba. La respuesta breve y categórica del belicoso éforo Estenelaidas fue prototípica:
No comprendo el largo discurso de los atenienses. Profieren alabanzas de sí mismos sin negar los agravios causados a nuestros aliados y al Peloponeso… Otros podrán tener mucho dinero, naves y caballería, pero nosotros tenemos buenos aliados, que no debemos entregar a traición a los atenienses. Tampoco tendríamos que someternos a juicios públicos o discursos, pues el daño no nos lo han hecho de palabra. Por el contrario, tendríamos que vengarnos rápidamente con todas nuestras fuerzas. Que nadie os venga a decir que nosotros, los agraviados, debemos tomar tiempo para reflexionar, porque los que deben recapacitar son los que planean las ofensas. Votad, pues, por la guerra, espartanos, según nuestras dignas costumbres. No dejéis que los atenienses se hagan más fuertes y no traicionéis a vuestros aliados. Marchemos contra aquellos que nos ultrajan, y esperemos tener a los dioses de nuestra parte (I, 86).
Con la excusa de que no podía determinar qué facción era la más aceptada y el «deseo de empujarlos a la guerra a través de la demostración directa de su opinión», el éforo llamó a la votación. Cuando se hizo el recuento, una vasta mayoría votó que los atenienses habían quebrantado la paz; de hecho, era un voto a favor de la guerra.
¿Por qué decidieron los espartanos lanzarse a lo que podría ser un largo y difícil conflicto contra un oponente excepcionalmente poderoso, si no se enfrentaban a ninguna amenaza inminente ni alcanzarían beneficios tangibles, y si ni siquiera habían sufrido daños directos? ¿Qué factor había minado la mayoría conservadora espartana, guiada por Arquidamo, un monarca prudente y respetado, y normalmente favorable a la paz? Tucídides opina que los espartanos votaron por la lucha no tanto por estar convencidos de los argumentos de sus aliados, sino «por miedo a que los atenienses se hicieran aún más fuertes, pues veían que la mayor parte de Grecia ya estaba en sus manos» (I, 88). Su explicación general del origen de la guerra fue la siguiente: «Según creo, la razón más cierta, y de la que menos se ha hablado, es que el auge de Atenas se presentaba como objeto del temor espartano: ello les obligó a ir a la guerra» (I, 23, 6).
Sin embargo, los hechos demuestran que el poder ateniense no se había acrecentado durante los doce años transcurridos entre la paz y la batalla de Síbota, como tampoco había sido agresiva su política exterior, hecho ya reconocido por los propios corintios en el año 440. El único aumento del poderío ateniense se había producido en el 433 como resultado de su alianza con Corcira, alcanzada tras la iniciativa corintia tomada contra el consejo de Esparta. En ese caso, había quedado patente que los atenienses habían actuado con recelo y a la defensiva, en su intento por impedir que los corintios causaran un cambio aún mayor en el equilibrio de poderes.
Pero los pueblos en crisis actúan también movidos por el temor de futuras amenazas. Tal fue el caso de los espartanos, cuyo estado de alarma aumentó al parecerles que «la supremacía de los atenienses crecía a las claras y comenzaba a entrometerse con los aliados. Así pues, la situación se hizo insoportable y los espartanos decidieron entrar en acción con toda su fuerza para destruir, si todavía podían, el poder de Atenas, e iniciar la guerra» (I, 118, 2). Las tres versiones de la explicación de Tucídides justifican el análisis de los motivos fundamentales que gobernaban las relaciones entre las distintas ciudades-estado: temor, honor y beneficios. El interés más profundo de los espartanos les obligaba a mantener la integridad de la Liga del Peloponeso y su propio liderazgo dentro de ella. Su mayor preocupación era que el poder y la influencia crecientes de los atenienses les permitirían continuar importunando a los aliados de Esparta, hasta el punto de hacerles abandonar la Liga del Peloponeso para buscar su propia defensa, con lo que se disolvería la Liga y la hegemonía espartana. El honor de los espartanos, la concepción que tenían de ellos mismos, no sólo dependía del reconocimiento de su primacía, sino también del mantenimiento de su política distintiva, cuya integridad descansaba a su vez en los mismos factores. Por lo tanto, Esparta estaba dispuesta a exponerse a los grandes sacrificios derivados de la contienda a fin de salvaguardar una alianza creada precisamente para evitar ese peligro. El hacerlo significaba servir a los intereses de los aliados, aun a riesgo de que esos mismos intereses amenazaran su propia seguridad. No sería la última vez en la historia que el líder de una alianza es arrastrado por aliados menores a adoptar políticas que no habría elegido por sí mismo.
Los éforos siguieron los dictados de la Asamblea y convocaron un encuentro de la Alianza Espartana para emitir un voto formal sobre la guerra. Los aliados, entre los que faltaron algunos, no se reunieron hasta agosto; presumiblemente, los que permanecieron en sus ciudades no estaban de acuerdo con su propósito. De entre los que asistieron, una mayoría (aunque no tan grande como la descrita por Tucídides en la Asamblea espartana) votó a favor de la guerra. Por lo tanto, no todos los aliados llegaron a la conclusión de que la guerra era inevitable o justa; no todos juzgaron que la empresa sería fácil o tendría éxito, ni pensaron que era necesaria.
Los espartanos y sus aliados podrían haber lanzado una invasión en ese momento y haber cumplido su promesa a los potideatas con sólo unos meses de retraso. Los preparativos para una invasión de este tipo eran simples, y no habrían necesitado más que unas pocas semanas; además, septiembre y octubre habrían proporcionado unas condiciones meteorológicas favorables para presentar batalla o para arrasar las poblaciones, en caso de que los atenienses rehuyeran la lucha. Aunque las cosechas de grano de Atenas ya se habían recolectado, todavía había tiempo de infligir daños serios a sus vides, olivos y a las granjas situadas en las afueras de la ciudad. Si los atenienses buscaban un compromiso, tal como esperaban los espartanos, una invasión en septiembre los incentivaría en gran manera.
Sin embargo, los espartanos y sus aliados no emprendieron acciones militares durante casi un año. En este lapso de tiempo, enviaron tres misiones diplomáticas a Atenas, de entre las cuales al menos una parece haber entrañado un esfuerzo sincero para evitar la guerra. La larga espera anterior al comienzo de las hostilidades y el continuo intento por negociar sugieren que los argumentos sobrios y prudentes de Arquidamo, una vez extinguida la emoción del debate, habían surtido efecto y habían devuelto el ánimo de Esparta a su habitual conservadurismo. Quizás aún estaba a tiempo de impedir la contienda.
LA DECISIÓN DE COMBATIR DE LOS ATENIENSES

La primera misión espartana en Atenas, probablemente a finales de agosto, solicitó que los atenienses «acabaran con la maldición de la diosa», en referencia a una acto sacrílego cometido dos siglos atrás por un miembro de la familia de Pericles por línea materna, con la que éste se hallaba muy vinculado. Los espartanos tenían la esperanza de que con este incidente se le culparía de los problemas de Atenas y quedaría desacreditado, ya que «era el hombre más poderoso de su tiempo y el líder de su comunidad; se oponía en todo a los espartanos y no permitía concesiones, sino que empujaba a su pueblo a la guerra» (1, 127, 3). De hecho, Pericles siempre se había opuesto a cualquier concesión sin arbitraje previo; cuando los espartanos y sus aliados votaron por la guerra, rechazó seguir negociando al considerarla como una mera maniobra táctica con el propósito de minar la resolución de los atenienses.
La respuesta labrada por Pericles pedía a cambio que los espartanos pagaran no por una, sino por dos antiguas faltas religiosas y expulsaran a las partes responsables. El primer sacrilegio se refería a la matanza de un grupo de ilotas que habían buscado refugio en un templo, además de llamar la atención sobre el hecho de que los espartanos, que hacían la guerra con la consigna de «libertad para los griegos», gobernaban despóticamente sobre un gran número de ellos en su propio territorio. El segundo traía a colación las acciones de un monarca espartano que había tiranizado a sus compatriotas antes de pasarse traicioneramente a los persas.
Los espartanos enviaron nuevas misiones diplomáticas con la tarea de realizar algunas peticiones, aunque finalmente optaron por sólo una: «Proclamaron pública y claramente que, si los atenienses derogaban el decreto de Megara, no habría guerra» (I, 139, 1). El abandono de su postura anterior indica claramente un cambio del clima político espartano desde la votación de la guerra. Plutarco afirma que Arquidamo «intentó calmar las quejas de los aliados pacíficamente para suavizar su enfado» (Pericles, XXIX, 5), pero ni el rey ni sus opositores tenían una posición de poder. Arquidamo, aparentemente, tenía apoyos suficientes para forzar una continuación de las negociaciones, pero sus adversarios continuarían solicitando concesiones no sometidas a arbitraje. Así pues, el compromiso de Corinto pasaba por seguir rechazando el arbitraje, pero los requerimientos de Atenas habían quedado reducidos precisamente a ello.
Esta condición supondría por tanto traicionar los intereses corintios y, apoyando a los megareos, los espartanos demostrarían su poderío y su fiabilidad como líderes de la Alianza, además de aislar a Corinto. Si bajo estas circunstancias, los corintios amenazaban con segregarse, tanto Arquidamo como la gran mayoría de los espartanos estaban dispuestos a permitírselo. Esparta, incluso arriesgando su propia seguridad, estaba haciendo un gran esfuerzo por evitar la guerra; ahora, la decisión quedaba en manos de Atenas, a la que se solicitaba tan sólo que retirara el decreto de Megara.
La oferta espartana llegó a convencer a muchos atenienses, que cuestionaron la sensatez de que la ciudad entrara en guerra por tal decreto, el cual era en origen una simple maniobra táctica y por el que, sin duda alguna, no valía la pena luchar. Sin embargo, Pericles se mantuvo firme e insistió en el arbitraje que requería el Tratado, aunque tampoco pudo ignorar la presión de dar una respuesta conciliadora. Ésta vino de la mano de un decreto formal, enviado como defensa de la actuación ateniense a Megara y a Esparta, y que recogía las acusaciones oficiales que ostensiblemente habían provocado el embargo. «Pericles propuso un decreto que contenía la justificación razonable y humana de su política», dice Plutarco (Pericles, XXX, 3). El líder ateniense explicó su rechazo a rescindir el embargo haciendo referencia a una ley ateniense, oscura y obsoleta, que prohibía retirar la tabla que contenía el decreto. Los espartanos respondieron sagazmente: «No la retires, pues; ponla boca abajo, porque no hay ley que lo prohíba» (Pericles, XXX, 1-3). Pero Pericles se aferró a su línea y conservó la mayoría.
Finalmente, los espartanos enviaron un ultimátum: «Deseamos la paz, y habrá paz si dais autonomía a los griegos» (I, 139, 3). Esto equivalía a solicitar la disolución del Imperio ateniense; aunque lo que Pericles prefería era que la discusión en la Asamblea de Atenas se ciñera estrictamente a este requerimiento, inaceptable a todas luces, sus adversarios pudieron establecer los términos del debate. Los atenienses «decidieron dar una respuesta tras haber deliberado cada aspecto de una vez por todas». Muchos tomaron la palabra: unos, con el razonamiento de que la guerra era necesaria; otros, alegando que «el decreto no debía ser un obstáculo para la paz, y por tanto debía ser derogado» (I, 139, 4).
La defensa que hizo Pericles de su línea política, que descansaba públicamente en lo que podía parecer un tecnicismo legal, albergaba en realidad un fundamento mucho más racional. Los espartanos rechazaban sistemáticamente someterse al arbitraje, tal como el Tratado requería, y buscaban en cambio imponer su planteamiento por medio de la amenaza o la fuerza. «Quieren solventar las diferencias a través de la guerra y no de la discusión. Y ahora han venido aquí no ya a presentar sus reclamaciones, sino a darnos órdenes… Tan sólo un rechazo llano y manifiesto de sus demandas les dejará claro que deben tratarnos como iguales» (I, 140, 2, 5). Pericles estaba dispuesto a ceder en un punto específico; si los espartanos se sometían al arbitraje en la causa de Corinto, él estaría obligado a aceptar su decisión. No obstante, lo que no podía permitir era la interferencia directa de los espartanos en los asuntos del Imperio ateniense en Potidea y Egina o con las políticas comerciales e imperiales representadas por el decreto de Megara. De hecho, una concesión así supondría que la hegemonía de Atenas en el Egeo y el control de su Imperio necesitaban del permiso espartano. Si los atenienses cedían ahora bajo las amenazas de Esparta, abandonarían sus demandas de igualdad y quedarían expuestos a futuros chantajes. Pericles expresó cuidadosamente este peligro en su discurso ante la Asamblea:
Que ninguno de vosotros piense que vais a la guerra por un motivo carente de importancia (que no deroguemos el decreto megárico, cuya revocación esgrimen como la ocasión de evitar la contienda) y que nadie se sienta culpable por ir a la lucha por una nimiedad, porque esta nimiedad contiene la confirmación y la prueba de vuestra resolución. Si cedéis ahora a sus pretensiones, inmediatamente os exigirán mayores concesiones, puesto que la primera la habréis hecho por miedo (I, 140, 4-5).
Para muchos espartanos, así como para algunos atenienses, debió de ser difícil entender por qué un decreto insignificante merecía tal grado de compromiso militar. ¿Estaba justificada la posición de Atenas? Los agravios actuales sólo eran importantes en cuanto que estaban relacionados con las discrepancias entre las dos partes; la petición innegociable de Esparta no conllevaba en sí misma nada que fuese relevante material o estratégicamente. Si los atenienses hubieran retirado el decreto de Megara, la crisis probablemente se hubiera evitado; así pues, las circunstancias habrían alimentado la continuación de la paz. La traición de Esparta a Corinto habría conducido a un enfriamiento entre ambos Estados, e incluso a una ruptura lo bastante seria como para haber distraído a los espartanos de su conflicto con Atenas. Podrían haber surgido más problemas en el Peloponeso, como ya había sucedido en el pasado. Cuanto más tiempo se pudiera prolongar la paz, mayor sería la oportunidad de que todo permaneciera dentro del statu quo.
Por su parte, una de las facciones de Esparta, con una antigüedad de más de medio siglo e implacablemente hostil al imperio, seguía mostrándose suspicaz hacia los atenienses. Una concesión por parte ateniense quizás habría calmado por un tiempo ala mayoría de los espartanos, pero los enemigos de Atenas nunca dejarían de formar una fuerza perniciosa. En el año 431, el acatamiento de los deseos de Esparta sólo habría fomentado su intransigencia, además de haber asegurado casi con toda seguridad un enfrentamiento futuro.
Para Pericles, estas consideraciones eran primordiales, pero su decisión descansaba en la estrategia que había formulado para entrar en guerra. La estrategia no es sólo cuestión de planificación militar, como puede serlo la táctica. Los pueblos y sus líderes recurren a las guerras para conseguir metas que no han logrado por otros medios, y formulan sus planteamientos con la creencia de que alcanzarán esos fines mediante la fuerza de las armas. Sin embargo, antes del inicio de la contienda, con otro tipo de estrategias podrían haber obtenido efectos diferentes en las propias decisiones que o conducirían a la conflagración o la evitarían. Durante la crisis de 432431, tanto Atenas como Esparta optaron por caminos que, sin darse cuenta, llevaban inevitablemente a la lucha.
El patrón bélico habitual entre los Estados griegos era que una falange marchara sobre territorio enemigo, donde le salía al encuentro la falange contraria. Los dos ejércitos chocaban y, en el transcurso de un solo día, todo quedaba decidido. Como las fuerzas de Esparta superaban en buen número a las de Atenas, los espartanos se mostraban confiados, y con razón, si los atenienses les atacaban a la manera clásica; lo que sin lugar a dudas harían, pensaba la mayoría de Esparta. Si elegían un curso de acción diferente, los espartanos estaban seguros de que en un año, o dos, o incluso tres, el saqueo del territorio ático traería la batalla decisiva que buscaban o la rendición de Atenas. Al principio de la guerra, los espartanos, en la misma medida que el resto de los griegos, estaban convencidos de que esta estrategia ofensiva garantizaba una victoria rápida y segura. Si hubieran pensado que tendrían que combatir en una guerra con resultado incierto, larga, difícil y costosa, como Arquidamo y los atenienses les advertían, tal vez habrían actuado de forma diferente.
No obstante, Pericles diseñó una novedosa estrategia, que fue posible gracias al carácter único y a la importancia del poder de los atenienses. Su armada les permitía gobernar un imperio, y éste les procuraba unos ingresos con los que podían sostener su supremacía marítima y obtener cualquier tipo de mercancía necesaria a través del comercio o de la compra. Aunque las tierras y las cosechas del Ática eran vulnerables ante un ataque, Pericles había convertido la propia Atenas prácticamente en una isla por medio de la construcción de los Muros Largos, los cuales conectaban la ciudad con su puerto y base naval del Pireo. En la fase en que se encontraba la maquinaria bélica griega de sitio, la defensa de las murallas las hacía inexpugnables; así pues, si los atenienses elegían replegarse en el interior de su ciudad, podían permanecer a salvo, y los espartanos nunca podrían llegar a ellos ni derrotarlos.
La estrategia de Pericles, que Atenas estuvo utilizando hasta su muerte, era fundamentalmente defensiva, aunque también contenía algunos elementos ofensivos limitados. Pericles estaba convencido de que «si los atenienses permanecían tranquilos, dedicaban sus esfuerzos a la marina, y no trataban de ampliar su imperio durante la guerra ni ponían en peligro la ciudad, ellos serían los vencedores» (II, 65, 7). Por lo tanto, rechazarían la lucha en tierra, abandonarían sus campos y se refugiarían tras los muros mientras los espartanos devastaban sus tierras sin resultado. Entretanto, la armada ateniense lanzaría una serie de ataques sobre las costas del Peloponeso que no estarían destinados a infligir un daño serio, sino a acosar y a hostigar al enemigo para darle a probar la desmicción que los atenienses podían provocar si así lo deseaban. La intención era demostrar, tanto a Esparta como a sus aliados, que no tenían recursos para vencer a Atenas, a la vez que los agotaban, no en lo físico o lo material, sino psicológicamente. Las divisiones naturales en la organización poco definida de la Alianza espartana, tales como la existente entre los Estados costeros, más vulnerables, y los del interior, mucho más seguros, les costaría muchas discrepancias. Pronto quedaría patente que los peloponesios no podían vencer, y por tanto se negociaría la paz. La facción belicista espartana, desacreditada a conciencia, perdería fuerza a favor de los grupos razonables que habían preservado la paz desde el año 445. Atenas podría esperar entonces una era de paz fundamentada firmemente en el conocimiento de su enemiga de que era incapaz de lograr una victoria.
Este plan casaba mejor con el carácter de Atenas que la tradicional confrontación entre las falanges de infantería; no obstante, también contenía serios defectos, que acabarían contribuyendo al fracaso de la estrategia diplomática disuasoria de Pericles. El primer punto débil era básicamente su falta de credibilidad. Los acontecimientos demostrarían que Pericles era capaz de persuadir a los atenienses para que adoptasen su plan y mantenerlo tanto tiempo como durara su liderazgo, pero pocos espartanos, o incluso pocos griegos, creerían en su viabilidad hasta que lo vieran puesto en práctica. Los atenienses, por ejemplo, tendrían que soportar insultos y acusaciones de cobardía lanzados por el enemigo tras sus muros. Esto representaría una violación del conjunto de la experiencia cultural griega y de su tradición heroica, que situaba el valor en el combate por encima del resto de virtudes. Además, un gran número de atenienses vivía en el campo y debería contemplar con pasividad, tras la protección de las murallas, cómo el enemigo destruía sus cosechas, dañaba sus árboles y viñas, y saqueaba y quemaba sus hogares. Ningún ciudadano que tuviera la posibilidad de resistirse habría podido desear eso; poco más de una década atrás, los atenienses habrían salido a luchar antes que permitir una devastación de tal calibre.
La segunda debilidad del plan era que sería difícil convencer a los atenienses de ir a la guerra con una estrategia así, y aún sería más complicado mantener su compromiso una vez estallara la contienda. Cuando los espartanos invadieron el territorio, los atenienses se sintieron «abatidos y molestos por tener que abandonar los hogares y templos que siempre habían sido suyos, reliquias ancestrales de regímenes pasados, y encarar un cambio en su modo de vida, pues no era sino su propia ciudad lo que se abandonaba» (II, 16, 2). Cuando los invasores se acercaron a Atenas, muchos ciudadanos, especialmente los jóvenes, insistieron en combatir y se revolvieron llenos de ira contra Pericles, «porque, al no conducirles a la batalla, le creían culpable de cuanto les pasaba» (II, 21, 3). Finalmente, Pericles se vio obligado a utilizar su gran influencia para evitar la reunión de la Asamblea, «con el temor de que, si llegaban a reunirse, cometerían un error al actuar movidos por la rabia, no por la razón» (II, 22, 1).
Salvo Pericles, nadie hubiera podido convencer a los atenienses para que adoptaran un plan así y se ciñeran a él. Ya estaba en la sesentena, no obstante, y si la crisis no pasaba pronto o volvía a estallar tras su muerte, no sería posible continuar con una estrategia así; la alternativa significaría la derrota casi segura. Estos pensamientos pudieron hacer más intransigente la diplomacia de Pericles.
El plan ateniense todavía tenía otro punto flaco. A primera vista, la propuesta se mostraba especialmente conveniente: puesto que Atenas tenía fines defensivos, también debía adoptar una estrategia defensiva. Sin embargo, como el fin más deseable era evitar la guerra por medios disuasorios, el plan defensivo no era el más adecuado. El objetivo de la disuasión es crear en el enemigo tal temor, que le obligue a rechazar la batalla; pero poco tuvieron que temer los espartanos con la estrategia que les presentó Pericles. Si, por ejemplo, Atenas rehusaba combatir, el único coste para los espartanos sería hacer el esfuerzo de desplazarse al Ática por unos meses, durante los cuales arrasarían y destruirían todo lo que pudieran. Si los atenienses se trasladaban al Peloponeso, poco desgaste podrían causar, a no ser que levantaran fortificaciones y se quedaran durante un considerable período de tiempo. Si construían fuertes alejados de la costa, sus tropas podrían ser cercadas y morirían de hambre; si lo hacían en el litoral, se les podría aislar, lo que les impediría causar un daño serio. Nada de esto representaría un deterioro costoso o doloroso para Esparta. Las personas más perspicaces debieron de haber visto que, con el paso del tiempo, los atenienses podrían haber dañado al menos las ciudades costeras con incursiones e interferencias dañinas en el comercio; a su vez, la incapacidad de Esparta para protegerlos habría erosionado su liderazgo en la Alianza, lo que habría alentado defecciones peligrosas. Pero no eran muchos los atenienses que podían imaginarse esa posibilidad en un futuro próximo que parecía tan poco prometedor.
Aun así, si los atenienses hubieran sido capaces de diseñar un plan ofensivo adecuado y prever su desenlace, tal vez no habrían entrado en guerra, pero esa opción no tenía cabida en los planes de Pericles. Sin una gran ofensiva obvia y creíble, la estrategia de la disuasión quedaba coja y condenada al fracaso.
Si hubiera creído que necesitaba una ofensiva mayor para evitar la guerra, Pericles no habría impuesto el decreto de Megara o lo habría retirado, tal como habían solicitado los espartanos, a pesar de que con ello hubiera aceptado el coste de riesgos futuros. No obstante, Pericles confiaba en que su estrategia defensiva tendría éxito, así que se mantuvo firme en ella. Incluso llegó a convencer a los atenienses de que adoptaran su propio discurso en la respuesta que finalmente darían a los espartanos: «No actuarían al dictado de sus órdenes, pero sí estarían dispuestos a someterse a un arbitraje a partir de la igualdad recíproca, según el Tratado» (I, 145, 1).


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