lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro segundo :Culminación del espíritu ático: Eurípides y su tiempo.

(303) la crisis del tiempo se manifiesta por primera vez en toda su am­plitud en la tragedia de Eurípides. Lo hemos separado de Sófocles por la sofística, pues en los dramas que se han conservado, y que pertenecen todos a sus últimos años, el "poeta de la ilustración grie­ga", como se le ha denominado, se halla impregnado de las ideas y del arte retórico de los sofistas. Pero aunque este punto de vista proyecte mucha luz sobre su obra, la sofística representa sólo un es­corzo limitado de su espíritu. Con el mismo derecho podríamos decir que la sofística sólo se hace plenamente comprensible sobre el tras-fondo espiritual que nos descubre la poesía de Eurípides. La sofística tiene una cabeza de Jano, una de cuyas caras es la de Sófocles y la otra la de Eurípides. El ideal del desarrollo armónico del alma hu­mana es común a los sofistas y a Sófocles. Se halla relacionado con el principio escultórico de su arte. En la oscilante inseguridad de sus principios morales revela la educación sofística su parentesco con el mundo escindido y contradictorio que se manifiesta en la poesía de Eurípides. Ambos poetas y la sofística, que se desarrolla entre ellos mirando a uno y a otro, no son representantes de dos épocas distintas. La diferencia de dos decenios que separa la fecha de su nacimiento, incluso en una época de rápido desarrollo como aquélla, no es sufi­ciente para señalar una diferencia de generación. Sólo la diferencia de sus naturalezas los determinó a representar el mismo mundo de modo tan diferente. Sófocles avanza sobre las escarpadas alturas de los tiempos. Eurípides es la revelación de la tragedia cultural que arruinó a la época. Esto señala su posición en la historia del espíritu y le otorga aquella incomparable compenetración que nos fuerza a considerar su arte como la expresión de su tiempo.
No hemos de describir por sí misma la sociedad que ofrecen a nuestra mirada y a la cual se dirigen los dramas de Eurípides. Las fuentes históricas, y sobre todo literarias, son, por primera vez, en este periodo sumamente ricas y el cuadro moral que nos permiten tra­zar exigiría un libro entero que un día debe ser escrito. La totalidad de la existencia humana, desde las nimiedades triviales de todos los días hasta las alturas de la vida social, en el arte y en el pensamiento, se despliega aquí abigarrada ante nosotros. La primera impresión es la de una riqueza enorme y de una fuerza vital, física y creadora acaso no alcanzada después en la historia. Así como la vida griega aun en el tiempo de la guerra de los persas se articulaba en estirpes, cuyos principales representantes se repartían la dirección espiritual, a partir de la época de Pericles se rompe esta relación y la prepon­derancia de Atenas se hace cada día más evidente. Jamás en su historia (304) las múltiples ramas del pueblo heleno —que sólo en época tardía se atribuyeron este nombre común— habían vivido una con­centración de fuerzas estatales, económicas y espirituales como la que produjo en la Acrópolis el maravilloso Partenón para honrar a la diosa Atenea, que fue considerada desde entonces como el alma divi­na de su estado y de su pueblo. Las victorias de Maratón y Salamina, aun después de la muerte de la mayoría de sus contemporáneos, se­guían actuando sobre el destino del estado. Sus hazañas, impresas en el espíritu de sus descendientes, los estimulaban a más altas rea­lizaciones. Bajo su signo, alcanzaron las generaciones actuales sus asombrosos éxitos y la irresistible extensión de su poderío y de su comercio. Con tenaz perseverancia, irresistible energía e inteligente y amplia visión, el estado popular y su poderío marítimo se benefi­ciaron de la fuerza contenida en tan gran herencia. Verdad es que el reconocimiento panhelénico de la misión histórica de Atenas no gozaba de un crédito inagotable, como lo muestra ya Heródoto: la Atenas de Pericles se veía obligada a reclamar con vigor y energía su pretensión histórica porque el resto de los pueblos helénicos no se la reconocían de buen grado. En los días en que escribió Heródoto, no mucho antes de la guerra del Peloponeso, que como un incendio gigante conmovió a todo el mundo helénico, la ideología que infor­maba la política de fuerza del imperialismo ateniense aspiraba cons­ciente o inconscientemente al dominio de Atenas sobre el resto de las ciudades libres de Hélade.
La tarea a que tuvo que consagrarse la generación de Pericles y sus herederos no puede compararse con la fuerza y el ímpetu reli­gioso de Esquilo. Se sentían, con razón, más bien sucesores de Temístocles, en el cual veían ya, aquellos tiempos heroicos, una figura esencialmente moderna. Sin embargo, en la realista sobriedad con que los nuevos tiempos perseguían su ideal, hallaron aquellos hombres que voluntariamente ofrecían sus bienes y su sangre por la grandeza de Atenas un pathos peculiar, en el cual se mezclaban y se realzaban recíprocamente el cálculo frío e interesado del éxito y el sentido abne­gado de la comunidad. El estado trataba de llevar a la convicción de los ciudadanos que sólo prosperan los individuos si la totalidad crece y se desarrolla. Así convertía el egoísmo natural en una de las fuerzas más poderosas de la conducta política. No podía, natural­mente, mantener esta creencia sino en tanto que las ganancias sobre­pasaran a los sacrificios. En tiempo de guerra era difícil mantener esta actitud, pues cuanto más duraba, menores eran los beneficios. El tiempo de Pericles se caracteriza por el predominio de los nego­cios, el cálculo y las empresas, en el dominio particular y en las más altas esferas públicas del estado. De otra parte, el sentimiento here­dado de la respetabilidad exterior tenía necesidad de mantener una apariencia de bien aun cuando el simple provecho y el goce fueran los verdaderos motivos de la acción. No en vano se originó en este (305) tiempo la distinción sofística entre lo que es bueno "según la ley" y lo que es bueno por la naturaleza. Y no había necesidad de recu­rrir a la teoría y a la reflexión filosófica para emplear esta distin­ción en la práctica en vista de un beneficio personal. Esta escisión artificial entre lo idealista y lo naturalista y el equívoco que llevaba consigo abrazaba en su totalidad la moral privada y pública de la época, desde una política de poder, exenta de escrúpulos, que invadía progresivamente las esferas del estado, hasta las mínimas manipula­ciones comerciales de los individuos. Cuanto mayor era la grandeza con que se manifestaba la época en todas sus empresas y la elastici­dad, la reflexión y el entusiasmo con que cada individuo se consa­graba a sus propias tareas y a las de la comunidad, con mayor in­tensidad se sentía el inaudito crecimiento de la mentira y la hipocresía a cuya costa se compraba aquel esplendor y la íntima inseguridad de una existencia a la cual se le exigían todos los esfuerzos para llegar al progreso exterior.
Largos años de guerra aceleraron de un modo siniestro la des­trucción de todos los fundamentos del pensamiento. Tucídides, el historiador de la tragedia del estado ateniense, considera la deca­dencia de su poderío únicamente como la consecuencia de la disolu­ción interna. No nos interesa aquí la guerra como fenómeno político. En este respecto la consideraremos más tarde, en nuestro estudio de Tucídides. Lo que nos interesa aquí es el diagnóstico del gran histo­riador respecto a la decadencia del organismo social, que se hacía cada vez más patente y se extendía cada vez más.[1] En su actitud puramente clínica, constituye ese análisis de la enfermedad un emo­cionante paralelo de la célebre descripción de la peste que en los primeros años de la guerra socavó la salud física y la resistencia del pueblo. Tucídides acrecienta nuestro interés en el proceso que des­cribe, de descomposición de la nación, por el horror de las luchas de los partidos, al dar por supuesto que este fenómeno no es algo único, sino que se repetirá constantemente, en tanto que la naturaleza humana sea la misma. Quisiéramos ofrecer su descripción, dentro de lo posible, con sus mismas palabras. En la paz se presta más fácil­mente oídos a la razón porque los hombres no se hallan constreñidos por necesidades apremiantes. La guerra, empero, limita extraordina­riamente a la masa a acomodar sus convicciones a las necesidades del momento. En el curso de las revoluciones que lleva consigo la guerra cambian bruscamente las opiniones y se suceden las conjuras y los actos de venganza, y el recuerdo de las revoluciones pasadas y de las pasiones que llevaron consigo aumenta la gravedad de los nue­vos trastornos.
En este respecto habla Tucídides de la trasmutación de los valo­res vigentes que se manifiesta en el cambio total de la significación de las palabras. Palabras que habían designado antiguamente los más (306) altos valores pasan a significar en el uso corriente ideas y acciones vergonzosas, y otras que expresaron cosas reprobables hacen carrera y llegan a designar los predicados más nobles. La temeridad insen­sata se considera ahora como valor y lealtad, la reserva prudente, como cobardía disfrazada con bellas palabras. La circunspección es el pretexto de la debilidad, la reflexión, falta de energía y de eficacia. La locura resuelta es considerada como signo de verdadera virilidad, la reflexión madura, como una hábil evasión. Cuanto más alto insulta e injuria uno, por tanto más leal se le tiene, y a quien se atreve a contradecirle pronto se le considera como sospechoso. La intriga sa­gaz es considerada como inteligencia política y el que es capaz de tramarla es el genio más alto. A aquel que prudentemente se esfuerza en no tener necesidad de apelar a estos medios se le achaca falta de espíritu de cuerpo y es acusado de miedo ante el enemigo. El paren­tesco de sangre es considerado como un vínculo más débil que la pertenencia a un partido. Así los compañeros del partido se hallan mejor dispuestos a la aventura sin freno. Semejantes asociaciones no se hallan de acuerdo para sostener las leyes existentes, sino para ir contra todo derecho y aumentar el poder y la riqueza personal. In­cluso los juramentos que unen a los miembros del mismo partido valen menos por su carácter sagrado que por la conciencia del crimen común. En parte alguna se da una chispa de lealtad y de confianza entre los hombres. Cuando los partidos contendientes se ven obliga­dos por el agotamiento o por circunstancias desfavorables a concluir pactos y a sellarlos con el juramento, cada cual sabe que esto es sólo un signo de debilidad y que no debe sentirse ligado por ello, sino que el enemigo utilizará sólo el juramento para reforzarse y aprove­chará la primera ocasión para acometer a su adversario incauto e inerme con mayor seguridad. Los caudillos, demócratas o aristocráti­cos, llevaban en la boca las grandes palabras de su partido, pero, en verdad, no luchaban por un alto ideal. El poderío, la codicia y el orgu­llo eran los únicos motivos de la acción, y aun cuando se invocaban los antiguos ideales políticos se trataba sólo de consignas verbales.
La descomposición de la sociedad era sólo la apariencia exterior de la íntima descomposición del hombre. Incluso la dureza de la guerra actúa de un modo completamente distinto en un pueblo ínti­mamente sano que en una nación cuyas medidas de valor se hallan descompuestas por el individualismo. Así, la formación estética e intelectual no alcanzó nunca un estadio más alto que en la Atenas de aquellos días. La tranquila persistencia de la evolución interior de Ática durante varias generaciones, la natural y originaria participa­ción de todos en las cosas espirituales, que se hallaban en el centro del interés público, crearon las más felices circunstancias para ello. Con la complicación de la vida, la agudeza espiritual de un pueblo ya de por sí extraordinariamente inteligente y sensible, dotado de la más delicada aptitud para la percepción de la belleza y de inagotable (307) capacidad para el goce de todos los juegos del intelecto, llegó a la plenitud de su desarrollo. Los modernos han de considerar forzosa­mente con incrédulo asombro las exigencias continuas que imponían los escritores de entonces a la capacidad de comprensión del término medio de los ciudadanos de Atenas. Pero no tenemos ninguna razón para dudar de la imagen que de ello nos da la comedia de aquel tiempo. Tenemos al pequeño burgués, Dikaiopolis, sentado en el tea­tro de Dionisos, mascando satisfecho su ajo, hablando ansioso consi­go mismo, desde antes de la salida del sol. Espera la aparición del nuevo coro de quién sabe qué frío y exagerado dramaturgo moderno, mientras su corazón añora ardientemente la tragedia de Esquilo, ahora pasada de moda. O pensemos en el dios Dionisos en la escena de Las ranas en que sentado a bordo del navío en que pre­tende haber tomado parte en la batalla naval de las Arginusas, tiene en las manos una edición del drama de Eurípides, Andrómeda, y lee indolentemente, pensando con añoranza en el poeta recientemente muerto, representa ya un tipo de público más "ele­vado'': un círculo de apasionados admiradores se reúne en torno del poeta tan duramente discutido por la crítica pública y sigue con aguda atención sus creaciones aun con independencia de la representación en el teatro.
Para poder aprehender y gozar las ingeniosas agudezas de la parodia literaria, en los breves instantes en que se deslizaban por la escena cómica, era preciso un número no pequeño de conocedo­res capaces de decir: he ahí el rey ciego Telefón de Eurípides, he ahí tal escena o tal otra. Y el agón de Esquilo y Eurípides en Las ranas de Aristófanes presupone un interés infatigable por estas cosas, puesto que se citan en él docenas de veces fragmentos de tragedias de ambos poetas y se da por supuesto que son conocidos por miles de espectadores de todos los círculos y de todas las clases sociales. Y aunque muchos detalles escaparan acaso al público más sencillo, es para nosotros esencial y maravilloso el hecho de que aquella multitud fuera capaz de reaccionar con tan fina sensibilidad ante los matices del estilo, sin lo cual no hubiera sido apta para interesarse ni para gozar de los efectos cómicos que resultaban de la comparación. Si se tratara de un ensayo único de este género, podríamos dudar de la existencia de estas aptitudes del gusto. Pero ello no es posible por­que la parodia es un recurso inagotable y predilecto de la escena cómica. ¿Dónde hallaríamos algo parecido en el teatro actual? Ver­dad es que ya entonces es posible distinguir claramente entre una cultura propia del pueblo entero y la de una élite espiritual y separar, lo mismo en la tragedia que en la comedia, las invenciones del poeta que se dirigen a la selección espiritual de las que se orientan hacia la masa del pueblo. Pero la amplitud y la popularidad de una cul­tura no erudita, sino simplemente vivida, y tal como se da en Atenas en la segunda mitad del siglo V y en el siglo IV, es algo único en la (308) historia y no hubiera sido posible acaso más que en los estrechos límites de una comunidad ciudadana en la cual el espíritu y la vida pública alcanzaron una tan perfecta compenetración.
La separación de la vida de la ciudad de Atenas, concentrada en el ágora, en el pnyx y en el teatro, de la del campo, dio lugar al concepto de lo rústico (a)groi=kon) en oposición al de lo ciudadano (a)stei=on), que se hizo equivalente de culto o educado. Aquí vemos, en toda su fuerza, el contraste entre la nueva educación ciudadana y burguesa y la antigua cultura noble fundada en gran parte en la propiedad rural. En la ciudad se celebraban además numerosos simposios que eran el lugar de reunión de la nueva sociedad burguesa masculina. La trasformación de los simposios, que no eran ya sim­plemente ocasión para la bebida, la exaltación y el recreo, sino foco de la más seria vida espiritual, bajo el dominio creciente de la poe­sía, muestra claramente el enorme cambio que se ha producido en la sociedad desde los tiempos aristocráticos. Su razón de ser es para la sociedad burguesa la nueva forma de la cultura. Ello se manifiesta en la elegía simpótica de aquellos decenios, impregnada de los pro­blemas del tiempo y coadyuvante en su proceso de intelectualización, y se halla reiteradamente confirmado por la comedia. La lucha a muerte entre la educación antigua y la nueva educación literaria y sofística, penetra los banquetes del tiempo de Eurípides y la señala como una época decisiva en la historia de la educación. Eurípides es la personalidad eminente en torno a la cual se reúnen los defenso­res de lo nuevo.
La vida de la Atenas de aquellos tiempos se desarrolla en medio de la multitud contradictoria de las más distintas fuerzas históricas y creadoras. La fuerza de la tradición, enraizada en las instituciones del estado, del culto y del derecho, se hallaba, por primera vez, ante un impulso que con inaudita fuerza trataba de llevar la libertad a los individuos de todas las clases, mediante la educación y la ilustración. Ni aun en Jonia se había visto algo parecido. Pues poco significaba, en suma, la ruda osadía emancipadora de unos poetas o pensadores individuales en medio de una ciudadanía que vivía dentro de las vías habituales, comparada con una atmósfera tan inquieta como la de Ate­nas, en la cual vivieron todos los gérmenes de aquellas críticas de lo tradicional y todo individuo reclamaba en lo espiritual una libertad de pensamiento y de palabra análoga a la que la democracia otorgaba a los ciudadanos en la asamblea popular. Esto era algo completa­mente extraño y alarmante para la esencia del antiguo estado, aun en su forma democrática, y hubo de producir necesariamente un cho­que entre esta libertad individualista no garantizada por ninguna institución y las fuerzas conservadoras del estado. Así se vio en el proceso contra Anaxágoras por impiedad o en ataques ocasionales contra los sofistas, cuyas doctrinas de ilustración eran en parte abier­tamente hostiles a la instrucción del estado. Pero, por lo general, el (309) estado era tolerante frente a todos los movimientos espirituales y aun se mostraba orgulloso de la nueva libertad de sus ciudadanos. No debemos olvidar que la democracia ática de aquellos tiempos y de los subsiguientes sirvió de modelo a Platón para su crítica de la constitución democrática y que la consideró, desde su punto de vista, como una anarquía intelectual y moral. Aun cuando algunos polí­ticos influyentes no disimularon su odio contra los sofistas corrup­tores de la juventud, ello no pasó ordinariamente más allá de los limites de un sentimiento privado.[2] La acusación contra el filósofo Anaxágoras se dirigía más bien contra su protector y partidario Pericles. La inclinación del hombre que por largos años rigió los des­tinos del estado ateniense, hacia la ilustración filosófica, representó un apoyo inquebrantable para la nueva libertad espiritual en los amplios dominios a que se extendía su poderío. Esta predilección por las cosas del espíritu, tan poco habitual en el resto de Grecia como en cualquiera otra parte del mundo antes o después, atrajo a Atenas toda la vida intelectual. Se repetía en mayor medida y espon­táneamente, lo que había ocurrido bajo la tiranía de los Pisistrátidas. El espíritu extranjero, originariamente meteco, adquirió derecho de ciudadanía. Pero esta vez no fueron los poetas los que entraron en Atenas; aunque tampoco faltaron, pues Atenas llevó la dirección indiscutible en todo lo referente a las musas. La decisiva fue la en­trada de los filósofos, sabios e intelectuales de todas clases.
Al lado del ya mencionado Anaxágoras de Clazomene, superior a todos los demás, y su discípulo Arquelao de Atenas, hallamos a los últimos representantes de la filosofía natural jónica al antiguo estilo como el no insignificante Diógenes de Apolonia, que sirvió de mode­lo a Aristófanes, en sus Nubes, para caracterizar a Sócrates. Así como Anaxágoras atribuyó por primera vez el origen del mundo, no al mero azar, sino al principio de una razón pensante, vinculó Diógenes al antiguo hilozoísmo con una moderna consideración teleológica del mundo. Hipón de Samos, al que Aristóteles atribuye tan sólo un rango secundario como pensador, mereció el honor de ser ridiculi­zado en los Panoptae del cómico Cratino. Platón siguió durante su juventud al discípulo de Heráclito, Cratilo. Los matemáticos y as­trónomos Metón y Euctemón participaron en la reforma del calen­dario que se realizó oficialmente en 432. Sobre todo el primero fue muy conocido en toda la ciudad y personificó al hombre de cien­cia abstracto. En este sentido es llevado a la escena en Las aves de Aristófanes. Aristófanes parece haber incorporado en su caricatura algunos de los rasgos de Hipódamo de Mileto.
Este reformador del plano de la ciudad que, de acuerdo con el ideal geométrico, reconstruyó la ciudad del puerto del Pireo median­te trazados rectangulares, poniéndolo así de acuerdo con los ideales racionalistas del estado, y es considerado con la mayor atención en (310) la Política de Aristóteles, es especialmente típico de su época, así como Metón y Euctemón. En ellos se muestra claramente cómo la racionalidad empieza a penetrar en la vida. También pertenece a este grupo el teórico de la música Damón, a quien oyó Sócrates. Platón en el Protágoras ha pintado con la superior maestría de su ironía, cómo la entrada y salida de los sofistas constituía un acon­tecimiento que producía una excitación febril en los círculos culti­vados de la ciudad. Es preciso vencer este sentimiento de supe­rioridad de la generación siguiente en relación con la ilustración sofística, si queremos llegar a comprender la admiración de la época anterior hacia aquellos hombres. Según Platón vienen también a Atenas, y dan allí conferencias, los dos eléatas Parménides y Zenón. Acaso sea esto sólo una invención poética para la escenificación del diálogo, como ocurre en otros muchos casos. Pero, en todo caso, no es algo inconcebible y contiene una verdad típica y esencial. No se habla de los que no vivieran en Atenas o no se dejaran ver con frecuencia allí. La mejor prueba es la irónica frase de Demócrito: "Fui a Atenas y nadie me conoció."[3] En la celebridad de algunos so­fistas había también mucho de moda pasajera; así su reputación de un día se hundió definitivamente desde el momento en que la his­toria posterior los colocó en su verdadero lugar. Pero el número de los grandes solitarios, como Demócrito, cuya patria no era Abdera, sino el mundo entero, era realmente corto. No es pura casualidad el hecho de que aquellos que supieron sustraerse a la atracción del centro espiritual, fueron puros investigadores. Pues durante un siglo entero, los espíritus vigorosos que habían de influir en primer tér­mino en la educación del pueblo griego surgieron sólo en Atenas.
¿Qué es lo que da a los grandes atenienses como Tucídides, Só­crates y Eurípides, propiamente coetáneos, un lugar tan preeminente en la historia de la nación, que todos los esfuerzos que acabamos de descubrir aparecen como meros puestos avanzados para la bata­lla decisiva? Mediante ellos el espíritu racional, cuyos gérmenes im­pregnaban el aire, toma posesión de las grandes fuerzas educadoras: el estado, la religión, la moral y la poesía. En la concepción histórica de Tucídides, el estado racional, en el instante mismo de su deca­dencia, realiza su última hazaña espiritual en que eterniza su esen­cia. Por ello el gran historiador permanece más limitado a su tiem­po que sus dos grandes conciudadanos. Su profundo conocimiento ha dicho acaso menos a la Grecia posterior que a nosotros, pues la repetición de la situación histórica, para la cual escribió su obra, no se produjo tan pronto como él hubiera podido pensar. Concluire­mos el estudio de este periodo, que aun en lo espiritual halla su fin con el hundimiento del imperio ático, con la consideración de sus esfuerzos para llegar a la comprensión del estado y de su destino. Só­crates no se consagró al problema del estado como la mayoría de (311) los mejores atenienses hasta aquel momento, sino al problema del hombre, de la vida en general. El problema fundamental de su tiem­po era la inquietud de la conciencia profundamente conmovida por las nuevas investigaciones y los cambios de la sensibilidad. Por muy inseparable que parezca de su tiempo, su figura pertenece ya al co­mienzo de una nueva época en que la filosofía se convierte en la ver­dadera guía de la cultura y de la educación. Eurípides es el último gran poeta griego en el sentido antiguo de la palabra. Pero tam­bién él se halla con un pie en otro ámbito distinto de aquel en que nació la tragedia griega. La Antigüedad lo ha denominado el filó­sofo de la escena. Pertenece, en realidad, a dos mundos. Lo situa­mos todavía en el mundo antiguo que estaba destinado a destruir, pero que resplandece una vez más en su obra con el más alto esplendor. La poesía toma todavía para sí un antiguo papel de guía. Pero abre el camino al nuevo espíritu que había de desplazarla de su lugar tra­dicional. Es una de aquellas grandes paradojas en que se complace la historia.
Al lado de Sófocles había todavía lugar para un nuevo tipo de tragedia. Entretanto había madurado una nueva generación apta para plantear nuevamente los problemas de los dramas de Esquilo desde un punto de vista completamente distinto. Aquellos proble­mas, que con Sófocles habían cedido el lugar a otras preocupacio­nes poéticas, reclaman de nuevo, con Eurípides, apasionadamente sus derechos. Parecía haber llegado el momento de plantear de nuevo el trágico proceso de las relaciones del hombre con la Divi­nidad. Ello ocurrió con el desarrollo de la nueva libertad de pensar, que sólo empezó a desenvolverse cuando Sófocles había traspasado ya la plenitud de su vida. Cuando se consideró con mirada fría y escrutadora el misterio de la existencia que los antepasados habían cubierto con el velo de la piedad, el poeta se vio obligado a aplicar las nuevas medidas a los antiguos problemas y acaeció como si se viera obligado a la gigantesca tarea de reelaborar cuanto había sido escrito hasta entonces. El mito, que había inspirado a los dos pri­meros grandes trágicos de Atenas y había animado desde un comien­zo toda poesía noble, constituía, con todos sus héroes, algo dado al poeta, de una vez para siempre. Aun el afán innovador de Eurípides no pudo pensar por un momento en apartarse del camino tra­zado. Haber esperado otra cosa de él significaría haber desfigurado en su esencia más profunda la antigua poesía griega, que se hallaba vinculada al mito y había de vivir o perecer con él. Pero el pensa­miento y el arte de Eurípides no permanecieron encerrados en esta esfera poética.
Entre uno y otra se interponía la realidad de la vida tal como la experimentaba su tiempo. Para determinar la actitud de esa épo­ca histórica y racional ante el mito es simbólico el hecho de que el historiador Tucídides sostuviera que la investigación de la verdad (312) significa nada menos que la destrucción del mito. El mismo es­píritu animaba a la investigación natural y a la medicina. Por pri­mera vez en Eurípides aparece como un deber elemental del arte la voluntad de traducir en sus obras la realidad tal como se da en la experiencia. Y puesto que halla el mito ante sí como una forma previamente dada, el poeta deja fluir a través de su cauce un nuevo sentido de la realidad. ¿No había ya adaptado Esquilo las antiguas sagas a las representaciones y a los anhelos de su tiempo? ¿No ha­bía humanizado Sófocles, por razones análogas, a los antiguos héroes? ¿Y la asombrosa renovación del mito, que aparecía ya muerto en la epopeya más tardía, en el drama de los últimos cien años, qué era sino la trasfusión de nueva sangre y vida al cuerpo espectral de aquel mundo largo tiempo exánime?
Sin embargo, cuando Eurípides se presentó para aspirar al premio de la tragedia con sus dramas elaborados con el más severo respeto a la forma mítica, no podía hacer creer a sus oyentes que la tendencia a la progresiva modernización de las figuras del mito en que se aven­turaba no era sino un nuevo estadio en un proceso de gradual evolu­ción. Se dieron cuenta de que se trataba de una temeridad revoluciona­ria. Así, sus contemporáneos se sintieron profundamente perturbados o se apartaron con apasionada aversión de él. Convenía evidentemente mejor a la conciencia griega la proyección del mito en un mundo fic­ticio e idealizado, convencional y estético, tal como lo hallamos en la lírica coral del siglo VI y los últimos tiempos de la epopeya, que su adaptación a la realidad común que, comparada con el mito, corres­pondía para el espíritu griego a lo que nosotros entendemos por pro­fano. Nada caracteriza de un modo tan preciso la tendencia naturalis­ta de los nuevos tiempos como el esfuerzo realizado por el arte para despojar al mito de su alejamiento y de su vaciedad corrigiendo su ejemplaridad mediante el contacto con la realidad vista y exenta de ilusiones. Esta tarea inaudita fue emprendida por Eurípides no a san­gre fría, sino con el apasionado aliento de una fuerte personalidad artística y con tenaz perseverancia contra largos años de fracasos y des­engaños, pues la mayoría del pueblo tardó mucho en prestar apoyo a su esfuerzo. Sin embargo, venció al fin y dominó no sólo la escena de Atenas, sino el mundo entero de habla griega.
No hemos de estudiar aquí cada una de las obras de Eurípides en particular ni realizar el análisis de su forma artística por sí mismo. Sólo tenemos que considerar las fuerzas que coadyuvaron a la forma­ción del nuevo arte. Prescindiremos de aquellas que se hallan condi­cionadas por la tradición. Verdad es que la cuidadosa consideración de estos elementos es la presuposición indispensable para llegar a la fina comprensión del proceso de su formación artística. La daremos, sin embargo, por supuesta y nos limitaremos a poner de relieve las tendencias dominantes que coadyuvaron en la armonía de cada una de sus obras. Como en toda la poesía griega verdaderamente viva, la (313) forma, en Eurípides, surge orgánicamente de un contenido determi­nado, es inseparable de él y se halla por él condicionada aun en la formación lingüística del idioma y en la estructura de las proposicio­nes. Los nuevos contenidos no sólo trasforman el mito, sino también el lenguaje poético y las formas tradicionales de la tragedia. No los disuelve arbitrariamente. Se inclina más bien a fijarlos en la rigidez de un esquematismo inconmovible. Las nuevas formas que contribu­yeron a la formación del drama de Eurípides son el realismo burgués, la retórica y la filosofía. Este cambio de estilo es de la más alta im­portancia para la historia del espíritu, pues en él se anuncia el futuro dominio de estas tres fuerzas decisivas en la formación del helenismo posterior. En cada escena se revela claramente que sus creaciones pre­suponen una atmósfera cultural y una sociedad determinada, a la cual se dirige el poeta. Ayuda, por otra parte, a la iluminación de la nueva forma humana que lucha por abrirse paso y la pone ante sus ojos como la forma ideal de su existencia; pues acaso como nunca en los tiempos anteriores, necesita aquella sociedad justificarse ante sí misma.
El aburguesamiento de la vida significa, para el tiempo de Eurípi­des, lo mismo que para nosotros la proletarización. A ella alude a menudo cuando en lugar de los héroes trágicos del pasado introduce en la escena mendigos desarrapados. Sus adversarios se dirigían pre­cisamente contra esta degradación de la alta poesía. Ya en la Medea, cuyo arte se halla más próximo a sus antecesores en lo temporal y en lo íntimo, advertimos este rasgo. Con el crecimiento de la libertad individual, política y espiritual se hace más perceptible el carácter pro­blemático de la sociedad humana y se siente sujeto por cadenas que le parecen artificiales. Trata de hallarles mitigación o salida por medio e la reflexión y la razón. Se discute el matrimonio. Las relaciones sexuales, que habían sido por largos siglos un noli me tangere de la convención, son llevadas a la luz pública. Se trata en ellas de una lucha como en cualquier relación de la naturaleza. ¿No domina aquí el derecho del más fuerte como siempre sobre la tierra? Así halla ya el poeta en la fábula de Jasón que abandona a Medea los sufrimien­tos de su tiempo, e introduce en ella problemas desconocidos para el mito original incorporándolos a la grandiosa plástica de la represen­tación.
Las mujeres de la Atenas de entonces no eran precisamente Medeas. Eran para ello demasiado toscas y oprimidas o demasiado cul­tivadas. De ahí que el poeta escoja a la bárbara Medea, que mata a sus hijos para ultrajar a su desleal marido, para mostrar la naturaleza elemental de la mujer, libre de las limitaciones de la moral griega. Jasón, que para la sensibilidad general de los griegos era un héroe sin tacha, aunque no ciertamente un marido fiel, se convierte en un cobarde oportunista. No obra por pasión, sino por frío cálculo. Ello era necesario para convertir a la parricida del mito en una figura trági­ca. El poeta le otorga toda su simpatía, en parte porque considera deplorable (314) el destino de la mujer, lo cual no resulta a la luz del mito, eclipsado por el resplandor del héroe masculino, cuyos hechos y fama son los únicos dignos de alabanza; pero sobre todo porque quiere el poeta hacer de Medea la heroína de la tragedia matrimonial burguesa, tal y como se manifiesta en la Atenas de entonces, aunque no en for­ma tan extrema. Su descubridor es Eurípides. En el conflicto entre el egoísmo sin límites del hombre y la pasión sin límites de la mujer, es Medea un auténtico drama de su tiempo. Las disputas, los impro­perios y los razonamientos de ambas partes son esencialmente burgue­ses. Jasón hace ostentación de prudencia y de generosidad. Medea hace reflexiones filosóficas sobre la posición social de la mujer, sobre la deshonrosa violencia de la entrega sexual a un hombre extraño, al cual es preciso seguir en el matrimonio y comprar mediante una rica dote. Y explica que el parto de los niños es mucho más peligroso y heroico que las hazañas de los héroes en la guerra.
Este arte sólo puede despertar en nosotros sentimientos contradic­torios. Pero es algo renovador en su tiempo y propio para mostrar lo nuevo en toda su fecundidad. En las piezas pertenecientes a los um­brales de la vejez no se contentó Eurípides con introducir los proble­mas burgueses en el material mítico; algunas veces aproximó la tra­gedia a la comedia. En Orestes, que no recuerda en nada a Esquilo o a Sófocles, Menelao y Helena, unidos de nuevo tras larga separación, vuelven de su viaje en el momento en que la pena por el asesinato de su madre sume a Orestes en una conmoción nerviosa ante la amenaza de ser linchado por la justicia popular. Orestes implora la ayuda de su tío. Menelao saca su bolsa de oro. Pero es demasiado cobarde para poner en juego su felicidad, penosamente recobrada, por su so­brino y su sobrina Electra, aunque se siente cordialmente apenado por ellos. Sobre todo porque su suegro, Tíndaro, el abuelo de Orestes y padre de la muerta Clitemnestra, está furioso y sediento de venganza. Esto completa el drama familiar. El pueblo movido por los agitado­res, a falta de una defensa adecuada, condena a muerte a Orestes y a Electra. Aparece entonces el fiel Pílades y jura matar a la famosa Helena para vengar a Orestes por la conducta de Menelao. Esto no ocu­rre, sin embargo, porque los dioses, que simpatizan con la heroína, la raptan y la llevan al cielo. En lugar de ella Orestes y Pílades quieren asesinar a su hija Hermione e incendiar su casa. Lo impide, sin embargo, la aparición de Apolo, como un deus ex machina, y la pieza termina felizmente. El intimidado Menelao recibe otra mujer y la doble pareja de Orestes y Hermione, Pílades y Electra, celebra una do­ble boda. El gusto refinado del tiempo gozaba de un modo particular con la mezcla de los géneros literarios y con las finas transiciones en­tre ellos. Esta transformación de la tragedia burguesa en la tragicomedia de Orestes recuerda una frase del poeta y político contempo­ráneo Critias, que decía que los hombres eran más atractivos cuando tenían algo de mujer y las mujeres cuando tenían algo de hombre.
(315) Pero las declamaciones de los héroes no heroicos de Eurípides traspa­san involuntariamente, para nosotros, los límites de lo cómico y son para los cómicos de su tiempo una fuente inagotable de risa. Compa­rado con la figura originaria del mito, este aburguesamiento, con su inteligencia vulgar, calculadora y disputadora, su afán pragmático de explicar, dudar y moralizar y su sentimiento desenfrenado, aparece como algo sorprendente.
La introducción de la retórica en la poesía es un fenómeno de con­secuencias no menos graves. Este camino debía conducir a la completa disolución de la poesía en la oratoria. En las teorías retóricas de los últimos tiempos de la Antigüedad la poesía aparece como una subdi­visión, una aplicación especial de la retórica. La poesía griega en­gendra, ya desde muy temprano, los elementos de la retórica. Pero sólo el tiempo de Eurípides halló la teoría de su aplicación a la nueva prosa artística. Así como en un comienzo la prosa tomó sus procedi­mientos de la poesía, más tarde la prosa reaccionó sobre la poesía. La aproximación del lenguaje poético de la tragedia al lenguaje de la vida ordinaria se halla en la misma línea que la transformación bur­guesa de los mitos. Los diálogos y los discursos de la tragedia nos muestran, al mismo tiempo que la formación en la elocuencia jurí­dica, la nueva aptitud en la aguda argumentación lógica. En ello se revela Eurípides como discípulo de la retórica mucho mejor que en el simple arte de la palabra y en las figuras. En todas partes hallamos la competencia de la tragedia con los torneos oratorios de los tribu­nales que tanto entusiasmaban a los atenienses. El torneo retórico se convertía, cada vez más, en uno de los atractivos capitales del teatro.
Aunque sabemos poco de los primeros tiempos de la retórica, los pocos restos que nos quedan de ella muestran claramente su conexión con la elocuencia poética de Eurípides. Los discursos de personajes míticos constituyen uno de los ejercicios más constantes de las escue­las retóricas, como lo muestra la defensa de Palamedes por Gorgias y su elogio de Helena. Se han conservado también otros modelos de semejantes declamaciones escolares de otros célebres sofistas. Un tor­neo retórico entre Áyax y Odiseo ante los jueces ha sido atribuido a Antístenes, y a Alcidamas una acusación de Odiseo contra Palamedes. Cuanto más aventurado era el tema, más adecuado era para demostrar el difícil arte que enseñaban los sofistas "de convertir la peor cosa en la mejor". Todas las tretas y sofismas de esta grandeza retórica se hallan también en la autodefensa de Helena,[4] que es acusada por Hecuba en Las troyanas de Eurípides o en el gran discurso de la nodriza en el Hipólito,[5] en el cual demuestra a su señora, Fedra, que no es injusto que una mujer casada conceda su amor a otro hombre si se halla conmovida en su corazón. Éstas son piezas de deliberado alarde abogadesco, cuya verbosidad sin escrúpulos suscita en los contemporáneos (316) al mismo tiempo admiración y repugnancia. No dependían sólo de la virtuosidad formal.
La retórica sofista trata de defender el derecho desde el punto de vista subjetivo del acusado con todos los procedimientos de persua­sión. La raíz común de la elocuencia griega y de la de los héroes trágicos de Eurípides es el incesante cambio del antiguo concepto de la culpa y de la responsabilidad, que se realizaba en aquel periodo bajo el influjo de la creciente individualización. El antiguo concepto de la culpa era completamente objetivo. Podía caer sobre un hom­bre una maldición o una mancha sin que interviniera para nada su conocimiento ni su voluntad. El demonio de la maldición caía sobre él por la voluntad de Dios. Ello no le libraba de las desdichadas consecuencias de su acción. Esquilo y Sófocles se hallan todavía im­pregnados de esta antigua idea religiosa, pero tratan de atenuarla, otorgando al hombre sobre el cual cae la maldición una participación más activa en la elaboración de su destino, sin modificar, empero, el concepto objetivo de la até. Sus personajes son "culpables" en el sen­tido de la maldición que pesa sobre ellos, pero son "inocentes" para nuestra concepción subjetiva. Su tragedia no era para ellos la tra­gedia del dolor inocente. Esto es cosa de Eurípides y procede de una época cuyo punto de vista es el del sujeto humano. El viejo Sófocles nos presenta a su Edipo en Colona defendiéndose contra el decreto de expulsión de los habitantes de su asilo, alegando su inocencia y afirmando que ha cometido sus crímenes de parricidio e incesto sin conocimiento ni voluntad. En este respecto algo ha aprendido de Eurípides. Pero su profunda concepción de la esencia de la tragedia de Edipo permanece intacta. Para Eurípides, en cambio, este proble­ma tiene una gravedad decisiva, y la apasionada conciencia subjetiva de la inocencia de sus héroes se manifiesta en amargas quejas contra la escandalosa injusticia del destino. Como sabemos, la subjetivación del problema de la responsabilidad jurídica en el derecho penal y en la defensa ante los tribunales en tiempo de Pericles, amenazaba con hacer desaparecer los límites entre la culpabilidad y la inocencia. Así, por ejemplo, las acciones realizadas bajo el influjo de la pasión no eran para muchos acciones libres. Esto penetra profundamente en la esfera de la poesía trágica. Así, la Helena de Eurípides analiza su adulterio considerándolo como realizado bajo la compulsión de la pa­sión erótica.[6] Esto pertenece también al capítulo de la invasión del arte por la retórica. Pero es algo completamente distinto de un artifi­cio formal.
Finalmente la filosofía. Todos los poetas griegos eran verdaderos filósofos, en el sentido de la inseparable unidad del pensamiento, el mito y la religión. No es, por tanto, algo inusitado el hecho de que Eurípides haga hablar a sus héroes y a sus coros el lenguaje de los  (317) gnomes. Pero, en realidad, se trata de algo completamente distinto. La filosofía, que había sido para los poetas primitivos algo en cierto modo subterráneo, emerge a la luz del día mediante la independencia del nou=j. El pensamiento racional penetra en todos los círculos de la existencia. Liberado de la poesía, se vuelve contra ella e intenta dominarla. Este acento agudamente intelectual suena en nuestros oídos en todos los discursos de los personajes de Eurípides. No hay que confundir con él el profundo tono creyente de los graves pensamien­tos de Esquilo ni aun cuando se halla atormentado por las más terribles dudas. Ésta es la primera impresión que nos producen las obras de Eurípides aun consideradas superficialmente. El éter de la atmósfera espiritual que respiran sus héroes es fino y sutil. Su sen­sible intelectualidad, que parece débil comparada con el vigor vital profundamente arraigado de Esquilo, se convierte en instrumento es­piritual de un arte trágico que necesita cimentar y aguijonear su apasionamiento subjetivo mediante una dialéctica febril. Pero aun prescindiendo de esto, el intelecto raciocinante es una necesidad vital para los hombres de Eurípides. Frente a esta comprobación, que cam­bia profundamente la estructura de la tragedia, es secundario el hecho de saber hasta qué punto compartía el poeta las ideas de sus perso­najes. Ya Platón defiende al poeta contra esta propensión de todos los tiempos y afirma que el poeta es como una fuente de la cual brota el agua que afluye a ella. Imita la realidad y sus personajes se contradicen sin que sepa cuál tiene la razón.[7] Pero aun cuando no sea posible llegar por este camino a la "concepción del mundo" del poeta, estos personajes intelectualizados ostentan una concordancia tan familiar en su fisonomía espiritual que constituyen un testimonio irre­cusable de la participación de estas fuerzas espirituales en la idiosin­crasia del poeta.
Contribuyeron a la formación de su carácter las más diversas con­cepciones de la naturaleza y de la vida humana de los pensadores contemporáneos y del pasado, y es de interés secundario saber si en tal o cual siguió a Anaxágoras o a Diógenes de Apolonia o a algún otro. ¿Tuvo alguna vez una firme concepción del mundo y, en caso afirmativo, fue algo más que una vinculación transitoria de su espí­ritu proteico? Este poeta, que lo conoció todo y al cual no fue ajena ninguna idea piadosa o frívola, que haya brotado jamás en cerebro humano, no pudo adscribirse a un dogma de ilustración y pudo poner en boca de Hécuba,[8] en un momento de desesperación, esta plegaria al éter: "Tú, portador de la tierra, que tienes tu sede sobre la tierra, quienquiera que seas, inaccesible a la pesquisa humana. Zeus, lo mis­mo si eres la ley del mundo que el espíritu del hombre, a ti dirijo mi súplica, puesto que andando senderos llenos de calma gobiernas (318) el destino de los hombres según la justicia." La mujer que clama así no cree ya en los antiguos dioses. Su corazón angustiado se dirige al fundamento originario y eterno del ser que la sutileza filosófica ha colocado en su lugar. En lo profundo de su sufrimiento, incapaz de renunciar a la exigencia humana de hallar un sentido al caos de la existencia, busca un refugio en la plegaria, como si en alguna parte del espacio universal hubiera un oído capaz de percibirla. ¿Quién sería capaz de concluir de ello que Eurípides tuvo una religión cós­mica y creyó en la justicia del curso del mundo? Innumerables dis­cursos de sus personajes testifican lo contrario de un modo tan decisivo y aún más, y nada parece tan claro como que la armonía entre las leyes cósmicas y las leyes morales se halla para él irreparablemen­te quebrantada. Ello no significa que está decidido a enseñar esta doctrina aunque en ocasiones sus personajes lo dicen sin reservas. Frente a estas estridentes disonancias se hallan las piezas en que, tras violentas quejas contra la divinidad, aparece ésta y lo conduce todo hacia una conclusión tolerable. No es aquí el defensor de las creen­cias tradicionales ni allí el profeta del apartamiento de Dios. La des­piadada crítica que dirigen los hombres contra los dioses es un motivo que acompaña siempre a la acción trágica, pero siempre algo acci­dental. Eurípides se halla en la línea que de las críticas de Jenófanes sobre los dioses de Homero y de Hesíodo conduce a Platón. La para­doja consiste en el hecho de que, así como estas críticas conducen a ambos filósofos a la negación del mito como algo irreal e inmoral, en Eurípides se mezclan constantemente con la representación del mito en el drama y perturban la ilusión dramática. Niega la existen­cia y el rango de los dioses, pero los introduce en la tragedia como fuerzas activas. Esto da a la acción de sus dramas una ambigüedad que oscila entre la más profunda seriedad y la frivolidad más jugue­tona.
Su crítica no alcanza sólo a los dioses, sino al mito entero en tanto que representa para los griegos un mundo de ejemplaridad ideal. Acaso no esté en la intención del Heracles destruir el antiguo ideal dórico de la autarquía humana. Pero es evidente que en Las troyanas oscurece todo el esplendor de los conquistadores griegos de Ilion y sus héroes, que eran el orgullo de la nación, son desenmascarados como hombres de brutal ambición y animados de simple furia des­tructora. Pero el mismo Eurípides ha encarnado en el Etéocles de Las fenicias el impulso demoníaco con toda la fuerza trágica que mueve al hombre señorial y en Andrómaca y en Las suplicantes, como poeta de las fiestas nacionales, se muestra muy otro que un pacifista ten­dencioso. No sin razón se ha considerado la tragedia de Eurípides como la sala de debates de todos los movimientos de su tiempo. Nada demuestra con mayor fuerza el carácter problemático de todas las cosas, para la conciencia de aquella generación, como esta disolu­ción de la vida y de la tradición entera en discusiones y argumentaciones (319) filosóficas en que participan los hombres de todas las edades y de todas las clases, desde los reyes hasta los criados.
Las reflexiones críticas de Eurípides no son en modo alguno di­dácticas. Son simplemente la expresión de la actitud subjetiva de los personajes del drama ante la opinión dominante, sobre el orden del mundo. La reforma naturalista, retórica y racionalista del estilo trá­gico no es más que el reflejo de la enorme revolución subjetivista que alcanza también a la poesía y al pensamiento. Con Eurípides llega a su plenitud la evolución que culmina por primera vez en la lírica jonia y eolia y que se había estacionado por la creación de la tra­gedia y la inclinación de la vida espiritual hacia la política. Este movimiento desemboca ahora en la tragedia. Eurípides desarrolla el elemento lírico que había sido desde un comienzo esencial al drama, pero lo trasporta del coro a los personajes. Así se convierte en el soporte del pathos individual. El aria llega a ser una parte capital del drama y es el síntoma de su creciente lirificación. La comedia, con sus constantes censuras contra la música moderna del arte de Eu­rípides, demuestra que con ésta hemos perdido algo esencial. En ella se descarga un sentimiento elemental cuyo realce no es menos signi­ficativo para el carácter del poeta que las consideraciones reflexivas. Ambas son expresión de la misma íntima emoción y sólo en su cons­tante interacción se revela en toda su plenitud.
Eurípides es uno de los más grandes líricos. Sólo en la canción se resuelven en armonía las disonancias insolubles para el intelecto. Verdad es que las arias se hacen con el tiempo amaneradas y, algu­nas veces, penosamente vacías. Pero Eurípides es incomparable en la aprehensión de las voces líricas de la realidad, lo mismo en la escena de Hipólito donde el alma juvenil de Hipólito se consagra con exal­tación y ternura a la diosa Artemisa y la corona de laureles, que en la canción matinal de Ión, que, al tiempo que el sol extiende sus primeros rayos sobre el Parnaso, canta piadosamente su trabajo de todos los días y de todos los años como servidor consagrado al ser­vicio divino en el templo del Apolo deifico. Las delicias y los dolores con que el alma doliente de Fedra se entrega a la soledad de las selvas, parecen traspasar los límites de la sensibilidad del mundo clá­sico. En la obra de la vejez, Las bacantes, da el poeta la mayor elevación de su fuerza lírica con la irrupción elemental de la borra­chera dionisiaca, que constituye la más genuina manifestación de esta extraña locura orgiástica en todo el ámbito de nuestras tradiciones antiguas, y aun en nuestros tiempos nos permite presentir con la ma­yor vivacidad la fuerza de Dionisos en las almas arrebatadas por aquella furia.
Fluye de esta nueva lírica una profundidad de íntima comprensión que penetra en las más finas emociones del alma ajena y las persigue hasta las regiones de lo anormal, con tierna simpatía por todos los encantos de lo personal e inefable, lo mismo en los hombres que en (320) las cosas o los lugares. Así en la canción coral de Medea[9] se respira, en pocos versos, el perfume único que exhala la atmósfera espiritual de Atenas: su venerable historia enraizada en recuerdos míticos, la calmada seguridad que rodea su vida, la pureza de la luz, el éter del espíritu alimentando a los hombres, donde las sagradas musas cria­ron a la rubia Harmonía. Alimentada por las ondas de Cefisos exhala Afrodita suaves aires sobre el país y coronada de rosas envía, protectora, la sabiduría a los Erotes, que cooperan en las más altas realizaciones humanas. No podían faltar aquí estos versos, pues de ellos brota el sentimiento de dignidad y la exaltación espiritual del mundo de la cultura ática, pocas semanas antes del momento fatal en que estalló la guerra del Peloponeso que puso bruscamente fin al se­guro reposo de Atenas y dejó de nuevo a la cultura a merced del destino del estado y de la nación.
Eurípides es el primer psicólogo. Es el descubridor del alma en un sentido completamente nuevo, el inquisidor del inquieto mundo de los sentimientos y las pasiones humanas. No se cansa de repre­sentarlas en su expresión directa y en su conflicto con las fuerzas espirituales del alma. Es el creador de la patología del alma. Seme­jante poesía era, por primera vez, posible en una época en que el hombre había aprendido a levantar el velo de estas cosas y a orien­tarse en el laberinto de la psique, a la luz de una concepción que veía en estas posesiones demoníacas fenómenos necesarios y sometidos a la ley de la naturaleza humana. La psicología de Eurípides nació de la coincidencia del descubrimiento del mundo subjetivo y del cono­cimiento racional de la realidad que en aquel tiempo conquistaba cada día nuevos territorios. Su poesía sería inconcebible sin la investiga­ción científica. Por primera vez, con despreocupado naturalismo, se introduce en la escena la locura con todos sus síntomas. Eurípides cree que al genio le está todo permitido y abre así nuevas posibilidades a la tragedia mediante la representación de enfermedades del alma humana que tienen su origen en la vida impulsiva y contribuyen, con su fuerza, a la determinación del destino. En Medea y en el Hipólito descubre los efectos trágicos de la patología erótica y de la erótica de­ficiente. En Hécuba, en cambio, se describe el efecto deformador del dolor excesivo sobre el carácter, la espantosa y bestial degeneración de la noble dama que todo lo perdió.
En este mundo poético, que se disuelve en la reflexión y la sensi­bilidad subjetiva, no existe punto alguno absoluto y firme. Dijimos ya que la crítica del orden del universo generalmente aceptado y de las representaciones míticas no se fundaba en una concepción unívoca del mundo. La resignación que en ellas reina sobre la acción y el pensamiento de todos los personajes fluye de un profundo escepti­cismo. No hallamos en ello ningún intento de una justificación religiosa (321) del curso del universo. El insaciable afán de felicidad y el apasionado sentimiento de la justicia de los personajes de Eurípides no hallaron satisfacción en este mundo. El hombre no quiere ni puede someterse ya a una concepción de la existencia que no le tome a él como última medida en el sentido de Protágoras. Este proceso de evolución conduce a la paradoja de que el hombre, en el instante mismo en que lleva a lo más alto su aspiración a la libertad, se ve obligado a reconocer su carencia absoluta de libertad. "Ningún mor­tal es libre: o es esclavo del dinero o de su destino, o la masa que gobierna el estado o las limitaciones de la ley, le impiden vivir de acuerdo con su albedrío." Estas palabras de la anciana Hécuba[10] se dirigen al rey de los griegos Agamemnón, conquistador de la ciudad, tras largas victorias, cuando éste desea concederle el favor que le implora, y no se atreve por temor al odio encendido de su propio ejército. Hécuba es la encarnación del dolor. A la exclamación de Agamemnón: "¡Ay! ¿Qué mujer ha sido tan desventurada?" res­ponde ella: "Ninguna, si no mientas a Tyché misma."
El siniestro poder de tyché ocupa el lugar de los bienaventurados dioses. Su realidad demoníaca crece, en el sentir de Eurípides, en la misma medida en que se desvanece la realidad de los dioses. Así toma naturalmente los rasgos de una nueva divinidad que domina progre­sivamente el pensamiento griego y suplanta a la antigua religión. Su ser es múltiple, cambiante y veleidoso. En un día nos da la felicidad o la desventura. Quien siente hoy su acción siniestra puede ser mañana favorecido por ella. Es caprichosa y no se puede contar con ella.[11] En algunos dramas de Eurípides aparece tyché como la fuerza que rige todas las cosas humanas y hace del hombre su juguete. Esta es el complemento necesario de la falta de libertad y de la debilidad del hombre. Su única libertad es considerar sus afanes con irónica serenidad como ocurre en el Ion, en Ifigenia en Áulide o en Helena. No es una casualidad que estas piezas fueran escritas al mismo tiempo. En aquellos años se ha consagrado el poeta a este problema con evidente predilección y ha escogido sus asuntos para ello. Organiza sus acciones mediante complicadas intrigas y nos hace seguir con íntima tensión la lucha de la astucia y la destreza hu­manas contra el tropel de las flechas de tyché. El Ion es el ejemplo más puro de este tipo de drama. Nuestra mirada se halla constante­mente atraída por el poder de tyché. Al final, es invocada como la divinidad eternamente cambiante: el personaje principal le da las gra­cias por haberlo salvado de cometer involuntariamente un grave cri­men, por haberle descubierto el maravilloso secreto de su destino y por haberle reunido de nuevo, felizmente, con su madre. Parece haberse despertado en el poeta un placer especial por lo maravilloso; se destaca agudamente la paradoja de la felicidad y la desventura (322) humanas. La comedia se introduce cada vez más en las escenas trá­gicas. La comedia de Menandro representa la continuación de esta tendencia.
Las creaciones de Eurípides se caracterizan por su infinita fecun­didad, la inquisición y el experimento sin descanso y el constante desarrollo de su dominio. Vuelve finalmente a la tragedia al antiguo estilo. En Las fenicias crea un drama del destino, en cuya forma y estructura se revela la fuerza del estilo de Esquilo, todavía recar­gado, en un cuadro sombrío y gigantesco en que se mueven con grandiosidad los acaecimientos y las figuras. En Las bacantes, obra de su última vejez, se ha querido ver un descubrimiento del poeta por sí mismo, una consciente fuga del intelectualismo de la ilustración, hacia la experiencia religiosa y la borrachera mística. Hay en esta interpretación un exceso de confesión personal. Para Eurípides tenía ya de por sí suficiente interés la representación lírica y dramática de los éxtasis dionisiacos. Y el choque de esta sugestión religiosa de masas por las fuerzas y los instintos telúricos con el orden del estado y la sociedad burguesa, suscitaba para el psicólogo Eurípides un problema trágico de una fuerza y un valor imperecederos. Ni aun en su vejez alcanzó un "puerto" protector. Su vida terminó cuando se hallaba todavía luchando con los problemas religiosos. En este sen­tido, nadie ha penetrado con mayor profundidad que este poeta de la crítica racional en lo irracional del alma humana. Pero, por lo mis­mo, el mundo en que vivía era un mundo sin fe. ¿No es posible sospechar que precisamente porque llegó a comprenderlo todo con mirada escéptica sobre sí mismo y sobre su mundo, tratara de en­señar y ponderar la felicidad de la humilde fe de los antiguos fun­dada en una verdad religiosa que traspasaba los límites de la razón y de la cual él mismo carecía? No habían llegado todavía los tiempos en que esta actitud del saber ante la fe había de convertirse en algo fundamental. Pero todos los síntomas aparecen ya proféticamente en Las bacantes; el triunfo de lo maravilloso y de la conversión interior contra el intelecto, la alianza del individualismo y la religión contra el estado, que para la Grecia clásica había coincidido con la reli­gión, la experiencia inmediata y libertadora de la divinidad en el alma individual, libertada de los límites de toda ética de la ley.
Eurípides es el creador de un tipo de arte que no se funda ya en la ciudadanía, sino en la vida misma. El rango tradicional del arte dramático en el estado de la Atenas clásica, la función educado­ra, en el sentido de sus predecesores, no podía ya satisfacerle, o lo ejerció, en todo caso, en un sentido completamente distinto. Verdad es que no le faltaba conciencia de una misión educadora. Pero no la ejercía en el sentido de una construcción espiritual de un cosmos unitario, sino mediante la apasionada participación en especiales pro­blemas de la política y de la vida espiritual. Esta crítica del tiempo actual, cuya fuerza purificadera reside en la negación de lo convencional (323) y en la revelación de lo problemático, hacen de él una figura singular. Tal es la imagen que nos da la comedia de él y así lo comprendieron sus contemporáneos. Esto no contradice su convic­ción de sentirse conducido por una atmósfera magnífica y única, tal como lo expresa en el cántico de Medea al espíritu de la cultura y de la vida ática. Es simbólico el hecho de que terminara su vida en Macedonia, alejado de su patria. Esto significa algo completamente distinto que la muerte de Esquilo en su viaje a Sicilia. Su mundo es su cuarto de estudio. Los atenienses no lo eligieron general como a Sófocles. En el reposo de su cámara, cuidadosamente guardada y te­nazmente defendida contra las visitas y las intrusiones del mundo exterior por su colaborador Cefisofonte, piensa en sus libros y pro­fundiza en su trabajo. Pero el cuerpo se hallaba presente mientras que el espíritu volaba por las más apartadas lejanías y cuando volvía a la tierra se dirigía a los visitantes, como dice la comedia, con las palabras "¡Oh!, infortunado". Sus retratos nos muestran su frente negligentemente encuadrada por enmarañados mechones de pelo, tal como era típico de la plástica para caracterizar a las cabezas de los fi­lósofos. Algunas veces se le ha representado en íntima unión a Eros y Sophia. Pero sólo alcanzamos con seguridad su verdadera intimi­dad cuando tropezamos con una frase como ésta: "Eros enseña al poeta incluso cuando su alma carece de música."[12] Existen poetas desventurados en su vida que aparecen completamente fáciles en su obra. Sófocles ha alcanzado en su vida aquella armonía que irradia su arte. Tras la desarmen la de la poesía de Eurípides debió latir una personalidad inarmónica. También en esto es el poeta el com­pendio de la individualidad moderna. La encarnó de un modo más completo y más profundo que todos los políticos y los sofistas de su tiempo. Sólo él ha conocido todos sus íntimos y secretos dolores y comprendido el peligroso privilegio de aquella inaudita libertad espi­ritual. Aunque sintió heridas sus alas por el choque de las relaciones personales y del mundo social en que vivía, el mundo le perteneció y en algún modo revivió en él el vuelo del águila pindárica: "El éter entero es libre para el vuelo del águila." [13] No sólo sintió como Píndaro las alturas en que volaba su espíritu, sino que, con un anhelo completamente nuevo y apasionado, sintió la amplitud sin límites de su camino. ¡Qué necesidad tenía de la tierra con todas sus barreras! Hallamos en su arte un sorprendente presentimiento del futuro. Vimos que las fuerzas que cooperan en la formación de su estilo son las mismas que formarán las centurias siguientes: la sociedad bur­guesa (mejor en el sentido social que en el político), la retórica y la filosofía. Estas fuerzas penetran el mito con su aliento y son mor­tales para él. Deja de ser el cuerpo orgánico del espíritu griego, tal como lo había sido desde el origen, la forma inmortal de todo nuevo (324) contenido vivo. Así lo vieron los adversarios de Eurípides y trataron de oponerse a ello. Pero abre con esto un alto destino histórico al proceso vital de la nación. Contra esta comprobación nada importa el pecado contra el mito que le atribuye el sentimiento romántico y que juega un papel tan esencial en la crítica desde la Historia de la literatura griega de Karl Otfried Müller. Sobre el terreno del es­tado y de la poesía clásicos, socavados en lo más profundo, prepara el advenimiento del nuevo hombre del helenismo. El perjuicio cau­sado por Eurípides al teatro ateniense se halla compensado por su acción incalculable sobre los siglos posteriores. Para ellos fue el trá­gico por antonomasia y para él fueron principalmente construidos los magníficos teatros de piedra que todavía admiramos como monumen­tos de la cultura helenística.



[1] 1 tucídides, iii, 82.
[2] 2 platón, Menon, 91 C.
[3] 3 demócrito, frag. 116 Diels.
[4] 4 eurípides, Troyanas, 895.
[5] 5 eurípides, Hip., 433.
[6] 6 eurípides, Troyanas, 948.
[7] 7 platón, Leyes, 719 C.
[8] 8 eurípides, Troyanas, 884.
[9] 9 eurípides, Medea, 824.
[10] 10 eurípides, Hécuba, 864.
[11] 11 Cf. Hermes, 48 (1913), 442.
[12] 12 eurípides, frag. 663 N.
[13] 13 eurípides, frag. 1047 N.

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