lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro tercero: En busca del centro divino: IX La República.

INTRODUCCIÓN


el problema hacia el que se orienta desde el primer momento el pensamiento de Platón es el problema del estado. Aunque invisible al principio, este problema va destacándose cada vez con más clari­dad en él como meta de todos los esfuerzos dialécticos de sus obras anteriores. El análisis socrático de las virtudes se halla informado ya en los diálogos menores, como veíamos, por la idea de la virtud política,[1] y en el Protágoras y el Gorgias el conocimiento socrático del bien en sí se concibe como un arte político, del que hay que es­perar toda la salvación.[2] Para quien tenga presente este hecho casi huelga el testimonio personal del propio Platón en su Carta séptima[3]que abona la calificación de la República como su obra central, en la que convergen todas las líneas de los escritos anteriores.

Durante mucho tiempo, los intérpretes de Platón afanábanse en descubrir su "sistema", empeñados en medirle por el rasero de las formas de pensamiento de tiempos posteriores, hasta que por último se comprendió que este filósofo, fuese por razones de exposición o por razones críticas, no aspiraba a erigir, como otros pensadores, un cuerpo completo de doctrinas, sino que pretendía otra cosa: poner de manifiesto el proceso mismo del conocimiento. Sin embargo, a los más sagaces intérpretes de Platón no se les ocultaba, aun reconociendo eso, que entre sus diálogos mediaban a pesar de todo grandes dife­rencias en lo tocante al contenido constructivo. La más constructiva de sus obras lleva por título la República[4] y ello se debe precisa­mente a que en esta obra el autor elige como unidad suprema de exposición no la forma lógica abstracta del sistema, sino la imagen plástica del estado, enmarcando en ella todo el ámbito de sus proble mas éticos y sociales, del mismo modo que en el Timeo no aparece desarrollada la física Platónica como un sistema lógico de los princi­pios de la naturaleza, sino como la imagen plástica de conjunto del cosmos en su proceso de nacimiento.[5]

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Ahora bien, ¿qué significa el estado para Platón? Su República no es una obra de derecho político o administrativo, de legislación o de política en el sentido actual. Platón no parte de un pueblo histó­rico existente, como el pueblo de Atenas o el de Esparta. Aun cuando se refiere de un modo consciente a las condiciones vigentes en Gre­cia, no se siente vinculado a un determinado suelo ni a una ciudad determinada. No se alude para nada, en su obra, a los fundamentos físicos del estado. Dentro del marco de la obra a que nos referimos, a Platón esto no le interesa, ni en un sentido geológico ni en un sentido antropológico. La crianza de que nos habla el estado Platónico nada tiene que ver con el pueblo en conjunto, considerado como raza. La gran masa de la población, sus vicisitudes, sus costumbres y su nivel de vida, son todas cosas que quedan al margen del estudio Platónico o que aparecen sólo en su periferia. Tal vez se las quiera descubrir en el "tercer estado", de que habla Platón, pero se trata sim­plemente de un objeto pasivo del gobierno,[6] que ni siquiera en concep­to de tal cree digno de una más detenida investigación.

En la República de Platón no se describen estos aspectos de la vida del estado, ni su autor considera tampoco necesario establecer ninguna norma con respecto a ellos. Quedan, simplemente, elimina­dos como cosas accesorias. En cambio, los debates sobre la poesía y la música ocupan libros enteros (los libros 2-3) ; el problema del valor de las ciencias abstractas (libros 5-7) se coloca en lugar cen­tral y en el libro 10 se vuelve a examinar desde nuevos puntos de vista el problema de la poesía. Una excepción aparente de lo que decimos es la investigación de las formas de gobierno en los libros 8 y 9. Pero si nos fijamos atentamente vemos que no hay tal excep­ción, pues el filósofo considera las formas de gobierno sólo como expresión de diversas actitudes y formas del alma. Y lo mismo acon­tece con el problema de la justicia, puesto a la cabeza del estudio y del que se deriva luego todo lo demás. ¡Grandioso tema para los juristas no sólo de nuestro tiempo, sino también de la época de Platón, que hizo surgir por vez primera la ciencia comparada del estado! Pero tampoco desde este punto de vista recae la atención del filósofo sobre la vida jurídica real; la investigación del problema sobre lo que es justo desemboca en la teoría de las "partes del alma".[7] En última instancia, el estado de Platón versa sobre el alma del hombre. Lo que nos dice acerca del estado como tal y de su estructura, la 591 llamada concepción orgánica del estado, en la que muchos ven la ver­dadera médula de la República Platónica, no tiene más función que presentarnos "la imagen refleja ampliada" del alma y de su estruc­tura. Y frente al problema del alma Platón no se sitúa tampoco en una actitud primariamente teórica, sino en una actitud práctica: en la actitud del modelador de almas. La formación del alma es la palanca por medio de la cual hace que su Sócrates mueva todo el estado.[8]El sentido del estado, tal como lo revela Platón en su obra fundamen­tal, no es otro que el que podíamos esperar después de los diálogos que la preceden, el Protágoras y el Gorgias. Es, si nos fijamos en su superior esencia, educación. Y, después de todo lo que sabemos ya, este método de exposición del filósofo no puede tener nada de sorprendente para nosotros. En la comunidad estado, Platón esclarece filosóficamente una de las premisas permanentes que condicionan la existencia de la paideia griega.[9] Pero al mismo tiempo coloca en primer plano —bajo la forma de la paideia— aquel aspecto del esta­do cuyo descuido constituye según él la razón principal de la desva­lorización y la degeneración de la vida política de su tiempo. De este modo, la politeia y la paideia, entre las que ya por aquel entonces mucha gente sólo debía de reconocer relaciones muy vagas, se con­vierten en los puntos cardinales de la obra de Platón.

Para quien vea la cosa con esta perspectiva nada puede ser más sorprendente que la afirmación de un moderno historiador de la filo­sofía procedente de la escuela del positivismo que, aun encontrando en la obra de Platón muchos pensamientos fascinantes, encuentra extraño que se hable tanto en ella de educación.[10] Es algo así como si se dijese que la Biblia es un libro muy espiritual, pero que en él se habla demasiado de Dios. No debemos, sin embargo, tomarlo a 592 broma, pues esta actitud no es, ni mucho menos, la de un hombre aislado. Es, por e.l contrario, típica de la incomprensión del siglo XIX ante esta obra de Platón. La ciencia que, partiendo de la sabiduría académica del humanismo, se había remontado a una altura orgullosa, era ya, por su desprecio a todo lo "pedagógico" —desprecio que se tenía por elegante—, incapaz de comprender su propio origen.[11] No sabía enfrentarse con el problema de la educación del hombe —que en la época de Lessing y de Goethe representaba todavía una meta suprema—, enfocándolo en su dimensión antigua y Platónica, como la última síntesis de todo lo espiritual y como fuente del sentido más profundo de la existencia humana. Un siglo antes, Juan Jacobo Rousseau había sabido acercarse mucho más al estado Platónico, cuando declaró que la República no era, como pensaban quienes sólo juzgaban los libros por sus títulos, una teoría del estado, sino el más hermoso estudio sobre educación que jamás se hubiese escrito.

CÓMO  LA IDEA DEL ESTADO PERFECTO  SURGE DEL PROBLEMA DE LA JUSTICIA


Desde que nos encontramos con la paradójica tesis que sirve de conclusión al Gorgias de Platón, según la cual Sócrates es el mayor estadista de su tiempo, esperamos con gran ansiedad el cumplimiento de la promesa así formulada.[12] Es cierto que ya el Gorgias daba a entender claramente qué entendía en el fondo el Sócrates Platónico al definirse a sí mismo de ese modo. Pero ¿cómo se traduciría prác­ticamente esta trasposición de lo "político" del campo de los impulsos egoístas de poder al campo de la educación socrática y su formación del alma, al trasplantarse a la órbita de un estado real? ¿Cómo trasformaría la esencia de este estado? La necesidad poética de in­tuición y su voluntad política de renovación se asociaron en Platón para este grandioso intento de erigir sobre esta base, en el campo del espíritu, el "estado perfecto", presentándolo como un paradigma ante los ojos de la humanidad.

La idea de un "estado perfecto" no era una idea nueva en sí. El impulso innato de los griegos, que en todas las ramas de las artes y las ciencias los empujaba hacia la perfección suma, actuaba tam­bién en la vida política de este pueblo como un acicate de descontento con la imperfección de lo existente. Y ni la severidad imponente de la ley al castigar con la pena de muerte el derrocamiento de la cons­titución imperante refrenaba la fantasía política, ansiosa de remon­tarse en el pensamiento sobre las condiciones vigentes.[13] Las condi-

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ciones sociales sobre todo eran objeto de apasionadas especulaciones desde hacía varios decenios. Ya los viejos poetas habían trazado, en tiempos caóticos, imágenes ideales de eunomia. Tirteo, el espartano, desde su punto de vista conservador, había cifrado el orden perfecto en la tradición de Esparta.[14] Solón, remontándose por encima de esta concepción, derivaba la polis justa de los eternos postulados de la razón moral.[15] En la época de los sofistas se iba aún más allá: se requerían ahora proposiciones más concretas encaminadas a eliminar los males sociales existentes en el estado, e Hipódamo y Faleas. cuyas utopías conocemos aún, en sus líneas generales, por la Política de Aristóteles.[16] presentan, como corresponde al espíritu de la época del nacionalismo, esbozos de un orden social justo y duradero cuya forma esquemática recuerda en cierto modo la geometría de los planos ar­quitectónicos trazados por el mismo Hipódamo para la ciudad. En su proyecto de estado, Faleas postulaba entre otras cosas una educa­ción igual para todos los ciudadanos, viendo en ello el vínculo co­mún que aseguraría la cohesión interior de la comunidad.[17] Un so­fista desconocido, que escribió después de terminar la guerra del Peloponeso, colocaba, en el centro de una obra dedicada a la recons­trucción del estado, el problema de la virtud cívica y de la autoridad de las leyes del estado.[18] Su punto de vista difiere mucho del de la República de Platón, pues lo enfoca todo, incluso el problema de la moral y de la autoridad del estado, desde el punto de vista econó­mico. De estos factores dependen, según su modo de ver, la con­fianza y el crédito tanto en el interior como en las relaciones con los subditos de otros estados, y la incapacidad del estado para imponer por su propia fuerza esta clase de autoridad conduce a la tiranía. Como se ve, este autor se orienta de modo fundamental hacia fines prácticos que considera firmes ya de antemano y que debían de responder esen­cialmente a las ideas imperantes en las democracias griegas al terminar aquella devastadora guerra. Sin embargo, esta obra es significativa, pues nos indica el ambiente en que surgió la teoría de Platón acerca del estado perfecto.

Platón no se limita a dar consejos al estado partiendo de la pre­misa de una determinada forma de gobierno o a polemizar como los sofistas en torno al valor de las diversas formas de estado,[19] sino que aborda el asunto de un modo radical, tomando como punto de partida el problema de la justicia con carácter general. La sinfonía 594 de la República comienza con el motivo socrático ya familiar para nosotros de la areté, sobre el mismo plano que los anteriores diálogos de Platón. Al principio, no nos habla para nada del estado, como no nos hablaba en aquéllos. Al parecer, Sócrates arranca de nuevo del examen de una virtud concreta, pero ésta tiene un fondo histórico importante, que está presente aunque no se vea. Para comprender el punto de arranque de la obra de Platón debemos tener presentes en nuestro espíritu las luchas libradas en torno al ideal de la justicia en los siglos anteriores a Platón. La justicia era la virtud política por antonomasia, la que resumía, como decía el antiguo poeta, todas las demás.[20] Este verso había sido en aquellos tiempos, en los años de la génesis del estado de derecho, la expresión acusada de una nueva orientación del concepto de la virtud y sigue siendo actual, aunque de un modo nuevo, para el pensamiento de Platón sobre el estado. Lo que ocurre es que ahora cobra un sentido distinto, más interior. Para el discípulo de Sócrates no puede significar ya la sim­ple obediencia a las leyes del estado, la nueva legalidad, que fuera en otro tiempo baluarte protector del estado de derecho frente a un mundo de anárquicos poderes feudales o revolucionarios.[21] El concepto Platónico de lo justo está por encima de todas las normas humanas y se remonta a su origen en el alma misma. Es en la naturaleza más íntima de ésta donde debe tener su fundamento lo que el filósofo llama lo justo.

La idea de la vinculación de los ciudadanos a una ley general escrita, que dos siglos antes había señalado redentoramente el camino para salir de la espesura de largos siglos de luchas partidistas,[22] lle­vaba en su entraña, como demostró toda la evolución anterior, un difícil problema. La ley, calculada para una vigencia larga e incluso eterna, resultó estar necesitada de reformas o ampliaciones. Pero la experiencia demostraba que todo dependía de cuáles fuesen los ele­mentos llamados a encargarse del desarrollo de las leyes dentro del estado. Ya corriese ello a cargo de un puñado de poseedores, de una mayoría del pueblo o de un solo hombre encargado del poder parecía una necesidad inexcusable que el elemento dominante, cualquiera que él fuese, modificase las leyes a su modo, lo que valía tanto como decir en su propio interés. Las diferencias entre lo que regía como dere­cho en los diversos estados demostraba la relatividad de este con­cepto.[23] Quien pretendiese remontarse sobre esta oscilante diversidad para llegar a una unidad suprema parecía que sólo podría lograr ésta en la definición poco halagüeña de que el derecho vigente era en 595 todas partes expresión de la voluntad del partido más fuerte en cada momento y de su interés. El derecho se convierte así en una mera función del poder, que no responde de por sí a ningún principio moral. En efecto, aunque por todos los gobiernos y en todos los tiem­pos se reconozca el principio de que el interés colectivo debe preva­lecer sobre el interés propio, es lo cierto que todos los que ejercen el poder interpretan este principio a su modo. Y si la justicia se considera equivalente a la ventaja del más fuerte, toda la pugna de los hombres por llegar a un ideal superior del derecho se convertirá en una ilusión y el orden del estado que pretende realizarlo en un simple telón detrás del cual seguirá desarrollándose la lucha impla­cable de los intereses. En efecto, ciertos sofistas y muchos estadistas de su tiempo habían llegado a esta última consecuencia, lo que equi­valía a borrar de un plumazo toda vinculación, aunque ello, natu­ralmente, no estuviese en la conciencia de cualquier honrado ciuda­dano medio. El punto de partida de toda comprensión profunda del problema del estado para Platón tenía que ser forzosamente el ajus-tarle las cuentas a esta concepción naturalista, pues si este modo de ver las cosas se reconocía como cierto era indudable que toda filo­sofía estaba de más.

Platón había personificado ya en el Gorgias, en la figura de Calí­eles, el tipo de político basado en el principio de la falta de escrú-pulos.[24] La lucha entre el poder y la educación en torno al alma del ombre se presentaba allí como el problema cardinal de la situación espiritual de su época.[25] Por eso cuando Sócrates se dispone a mos­trar en la República su arte propio del estado es lógico esperar que se remonte a este problema. En el libro primero de la República se elige al belicoso sofista Trasímaco como representante de la filosofía del poder de Cálleles; aparte de eso, nos encontramos también, a pesar del arte consciente de Platón para la variación, con algunas repeticiones de la escena del Gorgias. Es indudable que considera la teoría del más fuerte como el desatino más adecuado para hacer que se destaque sobre él su propia actitud ante el estado.[26] Sin embargo, en su obra de mayor empeño no establece su tesis sobre la educa­ción en un simple contraste programático frente a la tesis de la volun­tad de poder, como había hecho en el Gorgias, sino que desarrolla sus postulados educativos por medio de un rodeo. La disquisición inicial sobre la concepción maquiavélica del estado y la justicia simplemente como poder no es, en la República, más que el fondo sobre el que se destaca, como tema verdadero, la exposición positiva del sistema Platónico de educación.

Después que Sócrates refuta del modo habitual en él la teoría de que lo justo no es sino la expresión de la voluntad del partido más  596 fuerte en cada momento, contraponiendo al derecho positivo la ver­dadera esencia de lo justo, parece que la conversación toca a su fin.[27]Pero los hermanos de Platón, Glaucón y Adimanto, que son, por su tenaz perseverancia, su agudeza de espíritu y su capacidad de impul­so, dos maravillosos representantes de la élite de la juventud ateniense, "retan" a Sócrates en este punto y exigen de él algo más grande que lo que ha dicho allí. Entienden que todo lo que ha expuesto no pasa de ser un proemio y no se declaran definitivamente convencidos de que la justicia sea en sí, y con independencia de su utilidad social y del consenso de los ciudadanos, un alto bien. Glaucón y Adiman­to. en dos discursos que se suceden el uno al otro, desarrollan belicosamente el problema bajo una forma estrica, la única que puede satisfacer a la juventud de su generación: ¿La justicia es un bien que busquemos en gracia a ella misma, o simplemente un medio que reporta una determinada utilidad? ¿O figura entre las cosas que amamos tanto por ellas mismas como por sus beneficiosos resulta­dos?[28] Glaucón abraza por un momento la defensa de quienes opi­nan que el cometer desafueros es un bien en sí y el sufrirlos un mal, aunque careciendo de la fuerza necesaria para vivir a tono con esta moral de los fuertes, acojan la protección de la ley como una transacción, como una fórmula intermedia entre el supremo bien, que consiste en cometer impunemente desafueros, y el supremo mal, consistente en padecerlos.[29] Ilustra el carácter involuntario de la jus­ticia con el símil de aquel anillo encantado de Giges, que permitía a su poseedor hacerse de pronto invisible con sólo volver la piedra del anillo para dentro.[30] ¿Quién de nosotros, poseyendo un anillo como éste, tendría en su alma la firmeza diamantina necesaria para resistir el poder de la tentación? ¿Quién no intentaría satisfacer por este medio mil deseos secretos, condenados como malos por el orden moral de nuestra sociedad? Como se ve, Glaucón aborda el problema en su misma raíz. Ya dijimos más arriba la importancia que tiene, en el análisis sofístico de la validez objetiva de las leyes morales y del estado, el problema de por qué el hombre en presencia de testigos obra con tanta frecuencia de distinto modo que cuando está solo. La conducta del hombre con testigos delante era atribuida a la coac­ción artificial de las leyes, mientras que en el comportamiento del hombre solo se creía ver la verdadera norma de la naturaleza, que no era, según este modo de concebirla, sino el impulso que mueve al hombre a buscar lo agradable y rehuir lo desagradable.[31] El cuento del anillo de Giges en Platón es el símbolo genial de esta concepción naturalista del poder y de las aspiraciones humanas. Si queremos conocer el verdadero valor de la justicia para la vida del hombre no tenemos más camino que comparar la vida de una persona del todo injusta, pero cuyo verdadero carácter permanezca oculto, con la vida 597 de un hombre que, siendo verdaderamente justo, no sepa o no quiera guardar siempre con el mayor celo las apariencias externas, tan im­portantes, del derecho. ¿Acaso no saldrá favorecidísima de esta compa­ración la vida que lleva el hombre injusto? ¿No será el hombre justo quien viva martirizado, perseguido y desgraciado?

Pero Platón no se da tampoco por satisfecho con esta conmove­dora exposición simbólica del problema como cuestión del puro valor intrínseco de la justicia. Hace que el hermano de Glaucón, Adimanto, pronuncie otro discurso para aclarar todavía más la intención de aquél.[32] Después de haber hablado los modernos apologistas ilustra­dos de la injusticia, es necesario que hablen sus adversarios, los pane­giristas de la justicia, el tropel de los grandes poetas desde Homero y Hesíodo hasta Museo y Píndaro. ¿Acaso ellos no exaltaban tam­bién este ideal simplemente por la recompensa que los dioses otorgan al justo? [33] Y, además, ¿no hay pasajes en los que, aun ponderando el carácter elevado y augusto de la justicia, la consideren al mismo tiempo gravosa y fuente de penalidades, a la par que reputan la injusticia como algo que no pocas veces rinde utilidad y presentan incluso a los dioses como seres venales ? [34] Si los testimonios mismos de la suprema vir­tud humana, los poetas y educadores del pueblo, opinan así ¿por qué clase de vida ha de optar el joven cuando se vea colocado en la práctica en el trance de elegir? Adimanto habla visiblemente impulsado por una verdadera angustia interior, y sus palabras respiran, sobre todo hacia el final de su discurso, su experiencia personal.[35] Platón lo hace representante de la generación a la que él mismo pertenecía. Así hay que interpretar la elección de sus hermanos como interlocutores llama­dos a impulsar la investigación y a formular ante Sócrates en sus términos exactos el problema que trata de resolver. Verdaderamente son dos grandiosas figuras para el pedestal del monumento al educa­dor Sócrates que Platón se dispone a levantar en esta obra, la más im-portante de todas las suyas. El motivo de que brota son los desazona-ores problemas de conciencia de estos dos jóvenes representantes de la genuina kalokagathía de la antigua Atenas, que recurren a este hom­bre como el único del que pueden esperar una respuesta.

Con una franqueza sin reservas, Adimanto describe la situación interior de su propia persona y la de su hermano, y cada una de sus palabras es un golpe de crítica asestado contra la educación admi­nistrada hasta allí precisamente a base de aquellos viejos poetas clásicos y de aquellas famosísimas autoridades morales, que dejan 598 en el alma de la juventud, tan rectilínea en sus pensamientos, la espina de la duda. Platón y sus hermanos eran producto de aquella antigua educación y se consideraban víctimas de ella. ¿Acaso alguno de estos educadores creía de verdad en el valor intrínseco de la jus­ticia, en ese sentido que necesitaba la nueva juventud para poder seguir creyendo en el ideal? [36] Lo que ésta veía y oía en torno suyo. en la vida pública y privada, no era sino una astuta falta de escrú­pulos envuelta a duras penas en unas cuantas frases ideales, y la juventud sentíase grandemente tentada a pactar con este mundo. Los pequeños reparos de la voz interior, dice Adimanto, se ven fácilmente ahogados por la experiencia de que el desafuero permanece casi siempre ignorado, y la conciencia religiosa de que el ojo de Dios nos ve puede contrarrestarse con un poquito de ateísmo o con las fórmulas rituales de cualquier religión basada en los misterios que le permita al hombre purificarse de sus culpas.[37] Por todo esto, coincidiendo con su hermano Glaucón, le pide a Sócrates que apor­te la prueba convincente, no de que la justicia sea socialmente útil, sino de que constituye en sí, para el alma que la posee, un bien como los de la vista, el oído o la inteligencia, y la injusticia una desgracia. Quiere saber además cuáles son los efectos de una y otra para la esencia misma de la personalidad humana, lo mismo si se manifiestan que si permanecen ocultas. Así formulado el problema de la justicia, la investigación se remonta a una altura de contem­plación desde la que el sentido todo de la vida, tanto el valor moral como la dicha, aparece desplazado exclusivamente a la existencia in­terior del hombre. Los dos jóvenes que dirigen esta pregunta a Só­crates no sabrían indicar, naturalmente, cómo llegar a ese resultado; lo único que ven claro es que no hay otro camino que éste para sustraerse al completo relativismo que lleva implícito la teoría del derecho del más fuerte. La justicia tiene que ser algo inherente al alma, una especie de salud espiritual del hombre de cuya esencia no puede dudarse, pues de otro modo será sólo el reflejo de las variables influencias exteriores del poder y de los partidos, como lo es la ley escrita del estado.[38] Tiene su belleza el que no sea Só­crates quien proclame esta tesis desde su altura ante un auditorio 599 escéptico, como en el Gorgias,[39] sino que sea la juventud, luchando por su propia actitud moral, la que saque por sí misma esta conse­cuencia de su desesperada situación interior, dirigiéndose a Sócrates simplemente para que él le resuelva el enigma con su espíritu supe­rior. Esto arroja ya de lejos cierta luz sobre la concepción Platónica de lo que tiene que ser el estado que posea como raíz esta idea de la justicia: deberá tener necesariamente su centro en el interior de la personalidad. El alma del hombre es el prototipo del estado Platónico.

La estrecha conexión entre el estado y el alma del hombre se insinúa desde el primer momento por el curioso modo que tiene Platón de abordar el tema del estado. A juzgar por el título de la obra, se figura uno que por fin se proclamará el estado como la ver­dadera y fundamental finalidad de la larga investigación sobre la justicia. Pero este tema es planteado por Platón pura y simplemente como un medio para un fin, y el fin es poner de relieve la esencia y la función de la justicia en el alma del hombre. Como la justicia existe tanto en el alma del individuo como en el conjunto del estado, es evidente que en esta tabla mucho más voluminosa aunque más lejana, en el estado, podrá leerse la esencia de la justicia en signos abultados y más claros, por decirlo así, que en el alma del hombre individual.[40] Es cierto que a primera vista parece como si se tratase de hacer del estado el prototipo del alma, pero lo que ocurre es que para Platón ambos tienen la misma esencia y la misma estructura, sea en estado de salud o en estado de degeneración. En realidad, la imagen que él traza de la justicia y de su función en el estado per­fecto no responde a la experiencia real de la vida del estado, sino que es una imagen refleja de la teoría de Platón acerca del alma y de sus partes, la cual se proyecta en grande en su concepción del estado y de sus estamentos. Platón hace surgir ante nuestros ojos el estado base de los elementos más simples que lo integran, para averiguar en cuál de los puntos la justicia se impone como una ne­cesidad.[41] Aunque en realidad esto ocurre bastante más adelante, el principio en que se basa se manifiesta ya inconscientemente desde las primeras etapas de la realización del estado ideal a través de la necesidad indeclinable de la división progresional del trabajo, que se acusa a partir del momento en que unos cuantos artesanos y labra­dores se agrupan para formar una comunidad del tipo más sencillo.[42]Este principio, de acuerdo con el cual cada uno debe realizar la 600 tarea propia de él (ta/ e(autou= pra/ttein), se halla relacionado, según Platón, con la misma esencia de la areté, consistente en la perfección de la obra realizada por cada ser y de cada una de sus partes.[43]Esta verdad se comprende fácilmente cuando se trata de la coope­ración de los hombres dentro de una comunidad social, pues tratán­dose de la cooperación de las "partes del alma" resulta más difícil comprobarla. Sólo más adelante, cuando Platón establezca el resultado del paralelo entre el estado y el alma, se pondrá en claro la esencia de la justicia.

LA REFORMA DE LA ANTIGUA "PAIDEIA"


Nos hemos adelantado a la marcha de nuestra investigación y he­mos de volver al punto de partida, a la exposición de los orígenes del estado. Se distinguen en ella dos fases de desarrollo: la de la estructura de la sociedad originaria, simple e integrada sólo por los ar­tesanos y las profesiones más necesarias, a la que Platón da el nom­bre del estado sano, y la del estado elefantiásico y enfermo, que va formándose por una necesidad natural a medida que aumentan la molicie y el lujo.[44] En él no hay sólo agricultores, canteros, pana­deros, zapateros y sastres, sino además todo un ejército de personas dedicadas a las cosas superfluas de la vida. La consecuencia inevi­table de esta enfermedad elefantiásica de los estados, los cuales se conservan tanto más saludables cuanto menores sean sus proporcio­nes, es el afán de expansiones territoriales, desmembrando y anexio­nándose trozos de los estados vecinos. Hemos descubierto así el origen de la guerra, que surge siempre de causas económicas.[45] Platón se refiere aquí a la guerra como a un hecho dado, reservando expresa­mente para otra investigación el problema de si la guerra es buena o mala.[46] El paso inmediato, como es natural, lo constituye la crea­ción del oficio de guerrero. Platón, enfrentándose con el principio democrático del servicio militar obligatorio para todos los ciudada­nos, tal como regía en los estados griegos, y consecuente con su tesis de que cada cual debe ejercer sólo su propio oficio, preconiza la existencia de un estamento de guerreros profesionales, los "guardia­nes".[47] Se adelanta con ello a la idea de los ejércitos profesionales de la época helenística. Es cierto que ya la estrategia de su tiempo había dado pasos decisivos en este sentido mediante la evolución hacia el régimen de los soldados mercenarios, tan criticado precisamente por aquel entonces.[48] Platón prefiere, sin embargo, que salga de la  601 misma ciudadanía una clase especial de guerreros. Pero el hecho de llamar a éstos "guardianes" lleva ya implícita la limitación de sus funciones a la defensa. La imagen trazada por Platón constituye una extraña mezcolanza; es, en parte, un relato de la trayectoria real y natural del problema, enjuiciada desde un punto de vista moral, pre­sentándose el origen de la guerra como un síntoma de perturbación del orden primitivo y, en parte, una ficción ideal con la que se aspira a conseguir lo mejor de la profesión de las armas, considerada ya como indispensable. El segundo de estos móviles no tarda en pasar a primer plano, y de pronto nos encontramos convertidos en forja­dores a quienes se les plantea la misión de formar con mano de ar­tista, por decirlo así, mediante la selección de los caracteres más ade­cuados y su educación, el tipo del "guardián inteligente y valeroso".[49]

Aquí, como siempre, Platón destaca con mayor vigor la impor­tancia de una rigurosa selección para el mejor éxito del propósito educativo.[50] En el caso de los "guardianes", esta selección no se supe­dita a un procedimiento especial y complicado. Se deja más bien, evidentemente, a cargo del golpe de vista pedagógico, del que Platón nos da un brillante ejemplo con su semblanza de lo que debe ser el verdadero "guardián". Las aptitudes físicas del buen "guardián" son la agudeza de las percepciones de los sentidos, la presteza en apurar lo percibido y la energía en la lucha para lograr su objetivo. La lucha requiere, a su vez, valentía, cuya base natural específica es aquel elemento de bravura peculiar también de los caballos y los perros de raza noble. Este paralelo vuelve a presentarse en la selec­ción psicológica de los "guardianes" y en lo tocante a la educación de la mujer.[51] Revela el sentido definido de aristócrata en cuanto al valor de la raza seleccionada y la inclinación hacia los caballos y los perros como compañeros fieles de sus ocios en la caza y en el deporte. El alma del guerrero, si ha de ser un buen guardián de los suyos, tiene que reunir como los perros buenos dos cualidades aparentemente contradictorias: dulzura para los suyos y combativi­dad frente a los extraños. Y en esta cualidad ve la ironía de Platón un rasgo filosófico, ya que lo mismo los perros que los guardianes toman la diferencia entre las gentes conocidas y las desconocidas como criterio de lo que consideran suyo y lo que reputan extraño.[52]

Tras esta selección, Platón aborda el problema de la educación, la paideia de los "guardianes".[53] Este punto, al ser desarrollado por él, adquiere las proporciones de un extenso estudio, que luego desemboca en investigaciones, más extensas todavía, sobre la educa­ción de la mujer y la educación de los gobernantes en el estado per-

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fecto. Platón razona su minucioso tratamiento de la educación de los "guardianes" diciendo que esto ilustrará el tema sobre que recae la investigación fundamental, o sea la posición de la justicia y de la injusticia dentro del estado, afirmación a la que su joven interlocu­tor asiente con todo calor. Pero, aunque no pongamos en duda esta utilidad, cuanto más entramos en detalles acerca de la paideia de los "guardianes" más tenemos la sensación de ir perdiendo por completo de vista la llamada investigación fundamental acerca de la justicia. Es cierto que en una obra que se presenta bajo la forma de un diá­logo tan ramificado como la República tenemos que aceptar como algo impuesto por el tipo de composición muchas cosas que ponen a dura prueba nuestro sentido sistemático del orden; sin embargo, esta triple investigación sobre la educación de los "guardianes", la de la mujer y, finalmente, la de los gobernantes aparece hasta tal punto como un fin en sí, y la solución del problema de la esencia de la justicia y de la dicha del justo se ventila de un modo tan breve y tan de pasada, que sólo podemos fijarnos en la intención completa del artista como razón que justifique esta relación, en apariencia perturbada, de equilibrio entre las dos investigaciones íntimamente entrelazadas. La disquisición sobre la justicia constituye, sin duda, el tema central de investigación, puesto que toda la obra se desarrolla a base de ella y porque el problema de la justicia se orienta hacia el problema de la norma como el punto decisivo. Sin embargo, el pro­blema que aparece como médula de toda investigación, por la impor­tancia predominante que Platón le concede exterior e interiormente, es el problema de la paideia, problema vinculado de modo indisoluble al conocimiento de las normas y que en un estado que aspira a la realización de la norma suprema es ineludible que constituya el pro­blema cardinal.

La educación de los "guardianes" con arreglo a un sistema deter­minado legalmente por el estado es una innovación revolucionaria de incalculable alcance histórico. A ella se remonta en último término el postulado del estado moderno sobre la reglamentación autoritaria de la educación de sus ciudadanos, mantenido principalmente desde el Siglo de las Luces y la época del absolutismo por todos los estados, cualquiera que sea su forma de gobierno. Es cierto que también en Grecia y en la democracia ateniense el espíritu de la constitución del estado contribuía en gran medida a orientar la educación de los ciudadanos, pero en ningún lado, fuera de Esparta, existía, según el testimonio de Aristóteles, una educación organizada por el estado mismo y sus autoridades.[54] El hecho de que Aristóteles invoque este ejemplo atestigua que tanto él como Platón tenían presente, al pre­conizar la educación del estado, el precedente espartano. En las Le-yes[55] abordará Platón más a fondo este problema de la organización 603 de un sistema de educación pública y de los órganos llamados a dirigirlos, problema que en la República se deja todavía a un lado. Platón se interesa aquí en forma exclusiva por el contenido de la educación y se preocupa de establecer las líneas fundamentales de ésta, cuyo examen le lleva en último resultado al problema del cono­cimiento de la suprema norma. La solución natural del doble pro­blema de la formación del cuerpo y el alma del hombre es para él la paideia de la antigua Grecia, con su división en gimnasia y mú­sica, paideia que retiene, por tanto, como base.[56] Este hecho debemos enfocarlo a la luz de las manifestaciones de Platón acerca de lo funesto que sería cualquiera innovación en el sistema educativo ya implantado, para no perder de vista su aferramiento conservador a lo existente ante la crítica radical de detalle sobre el contenido de la antigua educación. Generalmente, y por razones comprensibles, se coloca en primer plano la negación, en la que sin duda alguna se re­vela de modo muy especial el nuevo principio de la filosofía Platónica. Pero lo sugestivo desde el punto de vista personal y al mismo tiempo lo decisivo para la evolución de la cultura, en la posición Platónica, estriba precisamente en la fecunda tensión entre su radi­calismo conceptual y su sentido conservador respecto a la tradición espiritualmente plasmada. Por eso, antes de prestar oídos a su crítica, interesa dejar sentado que su nueva concepción filosófica de la cul­tura descansa sobre la paideia de la antigua Grecia (por muchas reformas que en ella se introduzcan). Esta decisión, que habrá de servir de modelo para la actitud de la filosofía posterior, tiene un alcance histórico. En primer lugar, asegura la continuidad y la uni­dad orgánica de la evolución de la cultura griega lo mismo en cuanto a su forma que en lo tocante a su contenido, y evita la ruptura com­pleta con la tradición en un momento de agudo peligro para ésta, cuando el espíritu racional de la filosofía se volvía del estudio de la naturaleza a la reconstrucción conceptual de la cultura. En se­gundo lugar, el entronque positivo de Platón con la antigua paideia y, por tanto, con la herencia viva de la nación griega, da una filo­sofía histórica a su propia filosofía, pues ésta se desarrolla bajo la forma de un debate constante con las potencias de la poesía y la mú­sica, que hasta entonces habían venido dominando sobre el espíritu griego. Por tanto, este debate no es un problema filosófico acceso­rio, como el crítico moderno suele pensar, sino que tiene para Platón una importancia primaria y absoluta.

LA  CRÍTICA DE  LA   CULTURA "MÚSICA"


Platón  exige que  se comience por la  formación del alma, es decir por la música.[57]   En el sentido amplio de la palabra  griega μουσική 604 ésta no abarca sólo lo referente al tono y al ritmo, sino también —y según la acentuación Platónica incluso en primer término—, la pala­bra hablada, el logos. Aunque en su relato de la educación de los "guardianes" Platón no pone todavía de manifiesto su principio fi­losófico, insinúa ya desde el primer momento la tendencia que le imprime. Todo el interés del filósofo por los testimonios verbales gira en torno al problema de saber si son verdaderos o falsos. De su verdad depende no sólo el valor educativo de la palabra, sino también su valor de conocimiento. Por eso Platón considera tanto más paradójica la tesis de que la educación no comienza por la ver­dad, sino por la "mentira".[58] Alude con ello a los mitos que se les cuentan a los niños y tampoco él ve otro camino para empezar. Pero aunque en este lado como en otros asigne a la ilusión, cuando se emplea conscientemente como medio de educación o de curación, el lugar que le corresponde, hace en seguida una reserva esencial, que equivale a una ingerencia profunda en los métodos empleados hasta entonces. Las historias que contamos a los niños no son verdaderas, tomadas en conjunto, es cierto; pero encierran por lo menos una parte de verdad. Ahora bien, en todas las cosas, y especialmente en la educación, tienen gran importancia los comienzos, pues la educa­ción arranca de la fase más temprana y más tierna en la evolución del hombre. En esta edad es más fácil moldear a éste y adquiere para siempre el sello o el "tipo" que se le imprime. Por tanto, nada menos adecuado que la despreocupación con que nos ponemos a con­tarles a los niños historias sobre cualquier clase de hombres. Las ideas que de este modo les inculcamos son muchas veces las contrarias pre­cisamente a las convicciones que deberán abrigar cuando sean adultos. Por esta razón, Platón sostiene que los que cuenten cuentos y leyendas deben ser vigilados, pues dejan en el alma del niño una huella más duradera[59] que las manos de quienes cuidan de su cuerpo.

Platón exige que en todas las historias, grandes o pequeñas, se exprese el mismo "tipo" de hombre.[60] Es cierto que un fundador de estados no puede ser a su vez, como tal, un poeta, pero sí debe tener una conciencia clara de los tipos generales que los poetas to­man como base de sus relatos. Platón tan pronto habla de un tipo como de tipos en plural. Al expresarse así, no quiere referirse pre­cisamente a la necesidad de que el poeta creador se oriente hacia un determinado número de esquemas preestablecidos, hacia una tipolo­gía escueta, sino que alude a la figura y al contorno de todas las re-

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presentaciones valorativas, principalmente a las que se refieren a lo divino y a la esencia de la areté humana y que sus obras inculcan al alma del niño. Ante los ojos del lector actual de Homero o de Hesíodo aparecen inmediatamente numerosas escenas que él no en­juiciará de otro modo que Platón si las midiese por el rasero de su sentimiento moral. Lo que ocurre es que está acostumbrado a con­templarlas sólo desde el punto de vista de lo ameno, y así se las contemplaba ya en tiempo de Platón. Difícilmente podría afirmarse que estas escenas sean adecuadas para niños. Tampoco incluiríamos en un libro de relatos infantiles la leyenda de Cronos devorando a sus hijos. Pero entonces no existían libros para niños. A los niños se les daba a beber vino desde muy pronto y se alimentaba su espí­ritu con auténtica poesía. Sin embargo, el hecho de que Platón tome como punto de partida estas historias que se les cuentan a los niños no quiere decir que su crítica de la poesía esté escrita, ni mucho me­nos, desde un punto de vista pedagógico exclusivamente, en este sen­tido estrecho de la palabra. No se propone en modo alguno una simple orientación de las lecturas ad usum Delphini. En el fondo de este problema aparece el profundo antagonismo de principios entre la poe­sía y la filosofía, que preside toda la lucha Platónica en torno a la educación y se agudiza al llegar a este punto.

No es Platón el primer filósofo griego que censura a la poesía. Hay tras él, en este sentido, una larga tradición, y aunque no sea posible, naturalmente, referir su crítica, desde el punto de vista es­pecial en que ésta se coloca, a sus predecesores, no procederíamos de un modo histórico si desconociésemos el poder de esta tradición y su influencia sobre la filosofía Platónica. Su ataque parte de la falta demasiado humana de dignidad que presentan las imágenes de los dioses en Homero y Hesíodo, que había sido ya precisamente el punto de arranque de las poesías satíricas de Jenófanes en su lucha contra la poesía épica.[61] Heráclito se había expresado también en el mismo tono y, por su parte, la moderna poesía se aliaba en Eurí­pides a esos ataques filosóficos.[62] ¿Ύ acaso un Esquilo y un Píndaro pensaban de otro modo sobre el Olimpo homérico, y no oponían, con todo el peso de su seriedad moral y toda la fuerza de su fe personal, una imagen más pura de lo divino a la de aquellos poetas antiguos, aunque se abstuviesen en un grado mayor de aquellas crí­ticas negativas? Hay una continuidad ininterrumpida que va desde estos testimonios antiquísimos de reprobación religiosa y moral de Homero hasta los Padres cristianos de la Iglesia, que toman no pocas veces sus argumentos y hasta sus palabras contra el antropomorfismo de los dioses griegos de las obras de estos filósofos paganos. En el fondo, la serie comienza ya con el mismo poeta de la Odisea, visi­blemente preocupado por asignar a sus dioses, y de modo especial a 606 Zeus, una actitud más digna que la que conocemos por la Ilíada.[63]Platón recoge directamente las razones de Jenófanes en detalles como el de la crítica de las luchas entre dioses y gigantes o del odio y la discordia entre los inmortales de Homero,[64] y la fuente última de su sensibilidad es la misma que la de sus predecesores: al igual que ellos, aplica el rasero de su moral a las ideas de los antiguos poetas y las encuentra inadecuadas a lo que él exige de lo divino y, por tanto, falsas. Ya Jenófanes atacaba a Homero "porque desde el pri­mer momento Homero había servido de maestro a todos",[65] y le com­bate porque tiene la conciencia de hallarse en posesión de una sabidu­ría nueva y más alta.

Las objeciones de Platón se mueven en la misma línea, aunque se remonta muy por encima de su antecesor. No se limita a censurar ocasionalmente la influencia negativa de la poesía sobre el pensa­miento del pueblo, sino que asume en su República el papel de un renovador de todo el sistema de la paideia griega. La poesía y la música habían sido consideradas siempre como las bases de la for­mación del espíritu y englobaban también la educación religiosa y moral. Platón ve en esta concepción de la poesía algo tan evidente, que no intenta en parte alguna razonarla un poco a fondo. Pero siempre que expresa la esencia de la poesía la da por supuesta o se refiere de modo expreso a ella en su definición. Por eso para el hombre de hoy resulta tan difícil comprender esta actitud, porque el "arte" moderno hubo de desprenderse, no hace mucho tiempo y entre grandes dolores, del moralismo del Siglo de las Luces. He aquí por qué para muchos de nosotros es inconmovible la tesis de que el disfrute de una obra de "arte" es moralmente indiferente. No es que nos propongamos entrar a inquirir aquí la verdad o falsedad de esta teoría; lo único que nos interesa es dejar sentado una vez más que corresponde al modo de sentir de los griegos. Es cierto que no debe­mos generalizar sin más los rigurosos postulados específicos que Platón deduce de la misión del poeta como educador, pero sí afirma­mos que la concepción como tal no es, ni mucho menos, exclusiva de él. No la comparte sólo con la antigua tradición griega, sino también con sus contemporáneos. Los oradores atenienses citan ante los tribunales las leyes del estado, allí donde se trata de comprobar el derecho escrito. Pero al mismo tiempo invocan como algo igualmente evidente las sentencias de los poetas cuando, a falta de normas es­critas, tienen que remitirse a las leyes no escritas,[66] a cuyo poder se refiere con orgullo Pericles en su glorificación de la democracia ateniense. La llamada ley no escrita se halla, en realidad, codificada en la poesía. A falta de fundamentos racionales, un verso de Homero 607 es siempre el mejor argumento de autoridad, que no desdeñan ni los propios filósofos.[67] Esta autoridad sólo puede compararse a la de la Biblia y los Padres de la Iglesia en los primeros tiempos del cristia­nismo.

Sólo esta vigencia general de la poesía como la suma y compen­dio de toda la cultura nos permite comprender la crítica a que la somete Platón, ya que esta concepción convierte la palabra del poeta en una norma. Pero, por otra parte, obliga a Platón a medir esta norma por otra superior, que sabe poseer gracias al conocimiento filosófico. Un elemento normativo sirve ya de base a la crítica de Jenófanes cuando declara que las ideas de Homero y Hesíodo acerca de la divinidad son "inadecuadas" a ésta.[68] Platón es, además, el pensador cuyas investigaciones se dirigen expresamente, desde el pri­mer momento, a la norma suprema del obrar. Contemplados a la luz de esta norma, los ideales de los poetas anteriores a él son en parte insuficientes y en parte reprobables. Y si la consideramos des­de un punto de vista todavía más alto, comprendemos que la crítica Platónica de la poesía tiene que revestir una forma aún más radical. El mundo que los poetas pintan como una realidad degenera en un mundo de mera apariencia cuando se le mide por el conocimiento del ser puro, a que nos abre acceso la filosofía. El aspecto de la poesía cambia, desde el punto de vista de Platón, según que analice su valor como norma de conducta o como conocimiento de la verdad absoluta. Lo segundo ocurre en la disquisición final sobre la poesía en el libro décimo de la República, en la que sólo la considera como un reflejo de otra imagen refleja. Pero aquí la contempla desde la atalaya suprema del saber. Al estudiar la estructura de la paideia de los "guardianes", se coloca en la atalaya de una simple opinión acertada (doxa), plano en que se mueve toda la educación musical, y adopta, por tanto, una actitud más transigente. Aquí reputa la poe­sía como un medio importante de cultura y como expresión de una verdad superior,[69] pero esto le obliga, a su vez, a modificar o su­primir en ella con todo vigor cuanto sea incompatible con el criterio filosófico.

En los juicios modernos no siempre se tiene en cuenta con la debida claridad la relación existente entre la crítica Platónica de la poesía y la posición peculiar que el poeta ocupaba entre los grie­gos como educador de su pueblo. El pensamiento "histórico" del siglo xix no fue tampoco absolutamente capaz de sobreponerse, en 608 su modo de enfocar el pasado, a las premisas ideológicas de su pro­pio tiempo. Buscábamos argumentos para disculpar a Platón o para presentar sus preceptos como más inocentes de lo que son en realidad. Se los interpretaba psicológicamente como la rebelión de las fuerzas racionales del alma del filósofo contra su propia naturaleza poética, o se explicaba su desdén hacia los poetas por la decadencia cada vez más acentuada de la poesía en su propio tiempo. Pero estas explica­ciones, aunque encierren una parte de verdad, desconocen los princi­pios que informan la actitud de Platón. Se enfocaba el problema dejándose llevar demasiado de la tendencia a situarse en el punto de vista de la libertad del arte. En la lucha librada para emancipar a la poesía y a la filosofía modernas de la tutela del estado y de la iglesia se había invocado con frecuencia el ejemplo de los grie­gos, y Platón no encajaba dentro de este marco. En vista de ello. se retocaba el cuadro para evitar que Platón cayese en la vecindad de la policía artística de la burocracia moderna. Sin embargo, el interés de nuestro pensador no recae precisamente sobre el problema de cómo pueda organizarse una oficina de censura con el mayor éxito práctico posible, y suponiendo que el tirano Dionisio se hubiese de­cidido a poner en práctica el estado Platónico, habría fracasado en este punto o habría tenido que prohibir ante todo, si se atendía al fallo judicial de Platón, sus propios dramas. En el estado Platónico, la reforma del arte poético por la filosofía tiene un alcance puramente espiritual y sólo es política en la medida en que toda finalidad espi­ritual entraña en último resultado una fuerza de formación política. Esto es lo que a Platón da derecho para incluir la poesía, desde el punto de vista de la idea, en la reconstrucción de la comunidad-estado o, en la medida en que no desencadene aquella fuerza, a pesarla y encontrarla falta de peso. Platón no pretende extirpar la poesía que no corresponda a su criterio; no trata de negarle cualidades estéticas. Pero esa poesía no tiene cabida en el estado enjuto y lleno de nervios que él trata de construir, sino en otros más ricos y ampulosos.

De este modo, la dignidad única de que los griegos habían rodea­do a la poesía se convierte en la perdición de ésta. Le ocurre lo que al estado, al que su pretensión de tener una autoridad moral le re­sulta fatal desde el momento en que Platón lo mide por la norma de Sócrates, norma que, por su propia naturaleza terrenal, nunca podría satisfacer. Es cierto que ni la poesía ni el estado pueden descartarse como factores morales, pero en el estado Platónico la fi­losofía, el conocimiento de la verdad, les arrebata la dirección que hasta entonces venían ostentando, al decirles en qué sentido deben cambiar para poder ajustarse a su postulado educativo. Pero, como en realidad no cambiarán, queda en pie aparentemente como único resultado visible a los ojos de la crítica Platónica el hecho del abismo insuperable que en adelante dividirá al alma griega. El anhelo apa­rentemente vano de Platón por lograr una completa reconciliación 609 de la aspiración de belleza del arte con su alta misión educadora ha hecho madurar, sin embargo, un fruto: la poesía filosófica de sus propios diálogos. Si se le aplican los postulados de la República, esta poesía parece ajustarse en el más alto grado a las exigencias de la época y venir a sustituir a la poesía antigua, aun cuando es —pese a todos los intentos hechos para imitarla— algo que escapa a toda posibilidad de repetición. Pero ¿por qué Platón no declara, sin an­darse con rodeos, que son sus propias obras las que deben ponerse en manos de educadores y educandos como la verdadera poesía? Se lo impide exclusivamente la ficción del diálogo hablado. En la obra de su vejez abandona ya esta ilusión y pide que sus Leyes se propa­guen al mundo degenerado como el tipo de poesía que necesita.[70] Por donde la agonizante poesía afirma una vez más su primacía en la obra de su gran acusador.

La parte principal de los preceptos para la educación de los "guardianes" la forman los "tipos" que en el futuro deberán ser desterrados de la poesía. Platón persigue con esto una doble fina­lidad. A la par que lleva a cabo una radical depuración de toda la cultura musical, eliminando de ella todas las ideas religiosas y mo-ralmente indignas, lleva a nuestra conciencia su postulado de que toda la educación esté presidida por una norma suprema. Su crítica y selección de los mitos desde el punto de vista del contenido de ver­dad moral y religiosa que encierra presupone un principio irrefu­table. Éste, por el momento, sólo se manifiesta aquí en forma indi­recta, en su aplicación práctica, y el asentimiento en que Sócrates se apoya para ello tiene un carácter puramente afectivo; pero precisa­mente por ello se hace sentir aún con mayor fuerza la necesidad de su fundamentación filosófica profunda, y esta fase apunta ya un grado posterior y más alto de conciencia en que habrá de revelarse en toda su verdad la norma que Platón aplica aquí dogmáticamente. En primer lugar tenemos los "tipos de la teología", o sean los esque­mas para toda clase de testimonios acerca de la esencia y la acción de los dioses y los héroes.[71]La pintura que hasta ahora han tra­zado de ellos los poetas se compara a un mal retrato,[72] pues aunque se proponen decir algo semejante a la verdad, no son capaces de ello. Lo que nos cuentan son las violencias y las intrigas de unos 610 dioses contra otros. Para Platón, sin embargo, destaca por encima de todo la certeza de que la divinidad es absolutamente buena y libre de toda mácula. De su naturaleza se halla ausente, en realidad, todo lo demoniaco, lo perverso y lo dañino, rasgos con que el mito la adorna. No puede ser, por tanto, la causa del mal en el mundo, dondequiera que se presente. De aquí se sigue que la divinidad sólo en un grado muy pequeño es la autora del destino humano; no es, como enseñan los poetas, la fuente de la que emanan todas las des­dichas de nuestra vida.[73] La antigua creencia griega de que los dioses seducen al pecado a los débiles mortales para luego hundirles a ellos y a sus casas, es una creencia impía y contraria a la divinidad. Pero si esta creencia se elimina, se viene a tierra con ella todo el mundo de la tragedia griega. Los padecimientos del inocente no vienen de la divinidad, y cuando un culpable padece, esto no debe considerarse como un mal, sino como una bendición. Todo ello es ilustrado con numerosos ejemplos y citas tomados de los poetas. Y asimismo se prohibe todo mito en que lo sencillamente perfecto, lo inmutable y lo eterno se presente como encarnado en figuras mudables y múlti­ples de esencia finita, o en que se achaque a la divinidad un designio de engaño o de extravío. En el estado de Platón, esta clase de poesías no sólo no deben utilizarse para la educación de la juventud, sino que no deben tener cabida en ningún aspecto.[74]

El que el choque más violento de Platón con la poesía se pro­duzca precisamente en este punto, en lo tocante al concepto de la divinidad y de su acción, responde a un fundamento profundo. Una de las características esenciales de la antigua poesía griega, desde Homero hasta la tragedia ática, consiste en creer que el destino del hombre se halla por entero supeditado a la acción de los dioses. Según ella, no puede explicarse por sí mismo, con razones puramen­te psicológicas, sino que se halla unido por los hilos invisibles al poder que rige los mundos. La aspiración ideal del hombre culmina en la areté heroica, pero sobre ella campea la moira divina, con su ineluc­table necesidad, y a ella se hallan también supeditados en última instancia la voluntad y el éxito de los mortales. El espíritu de la poesía helénica es "trágico", porque profesa el encadenamiento de todo, aun de las supremas aspiraciones del hombre, con el gobierno de lo sobrehumano en todos los destinos mortales. Y ni la concien­cia de la propia responsabilidad del individuo actuante por sus actos y sus desdichas, que fue creciendo a medida que se iba racionalizando la vida en el siglo vi, pudo menoscabar en el sentido moral de un Solón o de un Teognis, de un Simónides o de un Esquilo, aquel último núcleo indestructible de la antigua fe en la moira que vive en la tragedia del siglo v: la idea de que los dioses ciegan a quienes quieren perder. La desdicha merecida o inmerecida, es la moira de  611 los dioses para esta fe en una divinidad que es la causa de cuanto acon­tece, lo mismo lo bueno que lo malo.

El conflicto entre este punto de vista religioso y la idea ética de la responsabilidad del hombre actuante se mantiene latente a lo largo de toda la obra poética de los griegos. Tenía necesariamente que estallar en la ruptura abierta en el momento en que el postulado ético radical de Sócrates se aplicase como una pauta a la interpreta­ción de la vida entera. El mundo de la areté en el que Platón cons­truye su nuevo orden se funda en la premisa de la autodeterminación moral del propio yo sobre la base del conocimiento del bien. Es in­compatible con un mundo en el que reina la moira. Lo que deno­mina así, la concepción del mundo de los poetas griegos, no es en realidad, según Platón, el destino impuesto por los dioses: si la divi­nidad fuese tal que enredase al hombre afanoso en las mallas de la culpa, viviríamos todos en un mundo en que la paideia carecería de toda razón de ser. De este modo, la certeza socrática de que el hom­bre quiere "por naturaleza" el bien y es capaz de reconocerlo lleva a Platón a trasformar la imagen presocrática del mundo. La an­tigua idea de la divinidad subrayaba sobre todo su poder, viendo en ella la causa de todo. En esto coincidían la poesía y la filosofía. Platón no retrocede ante la necesidad de abandonar consecuentemente esta fe. No niega, por oposición a la órbita del bien y de la libertad, el mundo de la ananke que sus antecesores veían en la "naturaleza". Pero, como demuestra el Timeo, ésta se convierte para él simplemente en la materia en que se realiza como naturaleza superior el bien di­vino, la forma de la idea. Cuanto no se somete a ella no es más que excepción, materialización imperfecta del ser puro y, por tanto, algo anormal. En un mundo visto con los ojos de Demócrito, en que impere la ley de causalidad, no es concebida una paideia como la Platónica.

Este mundo sólo es una modalidad científicamente externa del mundo de los poetas antiguos, presidido por la moira. La empresa de educar al hombre sólo puede tener una justificación Platónica y armo­nizarse con la ley del universo si tiene como fondo una imagen total­mente nueva del mundo, de un verdadero cosmos tal como lo concibe Platón, gobernado por un principio bueno que le trace una finalidad. Dentro de un mundo así concebido, la paideia representa la verdadera obra de Dios en el sentido de la Apología, en la que Sócrates abraza este "servicio divino" y consagra a él su vida.

Los preceptos sobre la presentación de la divinidad van seguidos de una crítica de la poesía apoyada también en numerosos ejemplos y enfocada desde el punto de vista de aquello en que puede perju­dicar al desarrollo de la valentía y el dominio de sí mismo. Toda la crítica de la antigua paideia se basa, como principio de división, en la teoría Platónica de las cuatro virtudes cívicas cardinales: la pie­dad, la valentía, el dominio de sí mismo y la justicia. Esta última 612 no es tenida en cuenta aquí, lo cual se explica expresamente al final alegando en abono de ello el hecho de no haber aclarado todavía qué sea en realidad la justicia y qué significa para la vida y la dicha del hombre.[75] En esta parte Platón trata también con bastante dure­za a los poetas antiguos. La descripción espantosa del mundo infer­nal por Homero educaría a los "guardianes" en el miedo a la muerte. Platón no pretende, naturalmente, desterrar del todo a Homero, pero lo somete a mutilaciones (e)calei/fein, διαγράφειν), extirpa partes en­teras de su epopeya y no rehuye, como habrá de demostrar prác­ticamente más tarde en las Leyes, el cambiar, recreándolo, el sentido de los poetas.[76] Al celoso custodio filológico de la tradición esto le parecerá, y es lógico, el más terrible engendro de la arbitrariedad y la tiranía. Para él la palabra original del poeta es intangible. Pero esta concepción que se ha hecho carne y sangre en nosotros es el producto de una cultura que ha llegado ya a su remate, que guarda las obras del pasado como tesoros felizmente salvados del naufragio y sólo reconoce el derecho a introducir en ellos modificaciones cuan­do las fuentes auténticas de los textos permiten averiguar lo que los poetas escribieron en su forma originaria. Pero, si nos fijamos bien, vemos que la época en que la poesía era aún una cosa viva mostraba ya ciertos curiosos conatos y pasos preliminares hacia este postulado Platónico de recreación poética, que nos hacen ver de otro modo esa pretensión suya considerada como arbitraria. La necesidad de re­crear poéticamente un verso ya plasmado la encontramos, por ejem­plo, mantenida por Solón ante un poeta de su tiempo, Mimnermo, quien con blando pesimismo había sostenido que el hombre debía morir después de llegar a los sesenta años. Solón le invita a cambiar el sentido de su poesía, fijando el límite de edad a los ochenta años.[77] La historia de la poesía griega nos muestra numerosos ejem­plos de poetas que, deseando combatir o rectificar las opiniones de algún antecesor suyo sobre la suprema areté humana, se pliegan muy de cerca a su poesía y vierten el vino de sus nuevos postulados en los viejos odres.[78] Lo que hacen en realidad es recrear poéticamente 613 a sus antecesores. Y es indudable que en la tradición oral rapsódica de los poemas de Homero y Hesíodo este motivo condujo también, con mayor frecuencia de lo que hoy estamos en condiciones de poder atestiguar, a ingerencias encaminadas a corregir a los poetas en el sen­tido que venimos indicando.

Este peculiar fenómeno sólo es concebible, naturalmente, si se le proyecta sobre el fondo de la autoridad educativa de la poesía, tan evidente para aquellos siglos como extraña hoy para nosotros. Tales refundiciones adaptan con ingenuidad obras impuestas ya como clá­sicas a los nuevos sentimientos normativos, con lo cual rinden a aquéllas, en cierto modo, el honor más alto. Esta epanorthosis es aplicada con carácter general por los filósofos antiguos en su inter­pretación de los poetas y de ellos se trasmite más tarde a los escri­tores cristianos. "Reacuñar las monedas" era el principio de una tra­dición no muerta aún, sino con fuerza para seguir creando, mientras sus representantes tenían la conciencia de trabajar en ella como co­partícipes en la obra de creación y vivificación.[79] Por eso el repro­che que se hace a Platón de incomprensión racionalista para los poetas del pasado no deja de revelar, a su vez, cierta incomprensión histó­rica, por parte de los críticos modernos, respecto a lo que la tradición poética de su pueblo significaba para él y para sus contemporáneos. Cuando, por ejemplo, Platón sostiene en las Leyes que es necesario recrear poéticamente al antiguo poeta espartano Tirteo, que ensalzaba la valentía como la cúspide de las virtudes viriles y cuya obra seguía siendo la Biblia del pueblo espartano, para poner en su lugar la virtud de la justicia,[80] se percibe de un modo directo cuánta fuerza de auto­ridad debió de llegar a tener el verso de Tirteo en el alma de quien sólo por medio de una recreación poética creía poder cumplir al mis­mo tiempo su deber para con el poeta y para con la verdad.

Sin embargo, Platón no procede tan ingenuamente como aquellos recreadores poéticos de la sabiduría poética acuñada anteriores a él. Su gesto severo de censor aparece circundado por un halo de ironía. No discute con quienes pretenden salvaguardar al placer poético el lugar que le corresponde y declaran que las escenas homéricas del Hades enriquecen el valor poético de la poesía y la hacen más pla­centera para la masa. Cuanto más poéticas sean menos deben escu­charlas los muchachos y los hombres que pretendan ser libres, para que teman más a la servidumbre que a la muerte.[81] Asimismo mutila 614 en Homero, con mano implacable, todas las lamentaciones en torno a los hombres famosos, así como las inextinguibles carcajadas de los dioses olímpicos, puesto que mueven al oyente a una indulgencia excesiva ante su propia propensión a la risa. Los relatos de desobe­diencia e insubordinación, afán de placeres, codicia de dinero y ve­nalidad se extirpan como funestos. Y la misma crítica se ejerce en cuanto a los caracteres de la epopeya.[82] Aquiles, al aceptar de Pría-mo un rescate por el cadáver de Héctor y grandes obsequios en concepto expiatorio por parte de Agamemnón, lesiona el sentimiento moral de los siglos posteriores, lo mismo que su maestro Fénix, quien le aconseja que se reconcilie con Agamemnón a base de una compen­sación material. Las retadoras palabras de Aquiles contra Esperqueo, el dios-río, y su ultraje al dios Apolo, la profanación del cadáver del noble Héctor y el exterminio de los prisioneros en las hogueras de Patroclo no son dignas de que se les preste crédito. La moral de los héroes homéricos es incompatible con su carácter divino, a menos que reputemos sus relatos falsos.[83] Platón no deduce de estos ras­gos que la epopeya sea todavía, en muchos aspectos, anticuada y tosca porque se refleja en ella el pensamiento de una época primitiva, sino que se atiene a su principio de que el poeta debe y quiere brindar ejemplos de la más alta areté y que lo que ocurre es que con frecuencia los hombres de Homero no son un ejemplo. Desde este punto de vista nada podía ser más indignante que pretender explicar históricamente aquellos defectos, pues semejante explicación privaría por entero a la poesía de la fuerza normativa en que descansa su pretensión de guiar a los hombres. Sólo se la puede medir por una pauta absoluta, por lo que no cabe ante ella más que una de dos actitudes: o dimitir o someterse al precepto de la verdad que Platón le enfrenta.[84] Esta verdad es el reverso más completo de lo que nosotros entendemos por realismo artístico y de los que ya existía como tal en la generación anterior a Platón. Desde el punto de vista de la filosofía Platónica, la pintura de la fealdad y la debilidad hu­manas o de los aparentes defectos del orden divino del mundo sólo capta la apariencia de la realidad, no su esencia. Y, sin embargo, pese a todo esto, a Platón no se le pasa siquiera por las mientes la idea de que la poesía, considerada como potencia educativa, pueda sustituirse por los conocimientos abstractos de la filosofía. Por el contrario, la rabiosa tenacidad con que da la batalla tiene su razón de ser más profunda en la convicción de que la fuerza educativa de las imágenes musicales y poéticas probadas por los siglos es insusti­tuible. Suponiendo que la filosofía fuese capaz de descubrir el cono­cimiento redentor de una norma suprema de vida, su misión educa-

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tiva sólo quedaría cumplida a medias, según Platón, mientras esta nue­va verdad no se infundiese como un alma a las figuras plasmadas y plasmadoras de una nueva poesía.

El efecto de las obras de las musas no descansa sólo en su conte­nido, sino sobre todo en su forma. Esto justifica la estructura de la crítica Platónica de la cultura "música" anterior y su división en dos

partes fundamentales: sobre los mitos y sobre el estilo del lenguaje.[85]disquisición sobre el estilo del lenguaje (λέξις) en la poesía tiene un encanto extraordinario, pues nos descubre y nos presenta como conceptos firmes en la literatura griega ciertos conceptos fundamen­tales de la poesía con los que, encuadrados en una gran conexión sistemática, no nos encontramos hasta llegar a la Poética de Aristó­teles. Sin embargo, Platón no traza una teoría del arte poético en gracia a sí misma, sino que su poética es, simplemente, una crítica de la poesía considerada como paideia. Mientras que hasta entonces había derivado todas las artes de una raíz común que era el afán de imitación,[86] al plantear la división de los tipos de expresión poética nos damos cuenta de que aquí el concepto de imitación se emplea en el sentido más estricto de imitación dramática: los tipos de expresión poética se dividen en:

2) los simples relatos, como, por ejemplo, el ditirambo;

2)   la imitación dramática;

3)  la mezcla de relato e imitación en que el yo de quien relata se oculta, como en la epopeya, donde alternan el relato y los discur­sos directos de los héroes épicos, o lo que es lo mismo, un elemento dramático.[87]

Evidentemente, Platón no podía esperar que este punto de vista fuese comprendido sin más por sus lectores; su modo de enfocar el problema es nuevo y es profusamente ilustrado por él a base de ejem­plos de la I Hada.

También en este punto se plantea el problema de cuáles de estos tipos de expresión poética deben tener cabida en el estado ideal, problema para cuya solución es dato decisivo, pura y exclusivamente, la necesidad de la educación de los "guardianes". En una aplicación rigurosa del principio de que cada cual debe dominar a fondo su profesión y no dedicarse a ninguna otra cosa, Platón declara que la tendencia y capacidad de imitación de otras muchas cosas es incom-

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patible con las cualidades de un buen "guardián". En la mayoría de los casos, ni siquiera un actor trágico es capaz de representar bien la comedia y un recitador de epopeyas rara vez está en condiciones de desempeñar un papel dramático.[88] La de los "guardianes" debe ser una profesión en la que sólo se sepa desempeñar bien un oficio: velar por la libertad del estado.[89] La antigua paideia no se proponía formar especialistas, sino sólo buenos ciudadanos en general. Platón, aunque mantiene en pie de modo expreso el ideal de la kalokagathía[90]con respecto a sus "guardianes", al medir poco equitativamente las exigencias que formula a las representaciones dramáticas de los pro­fanos por la pauta de los actores profesionales altamente especializa­dos de su tiempo, convierte de pronto el problema de la inclusión de la poesía dramática en la educación de los "guardianes" en caso de conflicto entre dos distintos talentos especiales que harían mejor en no mezclarse en forma chapucera. La marcada predilección por la limpieza de las profesiones especializadas en un genio universal como el de Platón constituye un fenómeno raro, pero psicológicamente com­prensible. Con toda claridad es un síntoma del conflicto interior que en éste como en algunos otros puntos conduce en Platón a una solu­ción un tanto forzada. Del hecho de que la naturaleza humana "sólo se invierte a trozos" saca la conclusión de que es mejor para el sol­dado cultivar conscientemente la unilateralidad.[91]

Pero al lado de este argumento, en que se exagera algo la rigidez, hay en él la conciencia profunda de que la imitación, sobre todo una imitación continuada, influye en el carácter del imitador. Toda imi­tación es un cambio del alma; es, por tanto, el abandono pasajero de la forma anímica propia y su adaptación a la esencia de lo que se trata de representar, lo mismo si se trata de algo mejor que si es algo peor.[92] Por eso Platón quiere que los "guardianes" no se ocupen de representaciones dramáticas más que para personificar las for­mas de la auténtica areté. Y excluye por principio todo lo que sean imitaciones de mujeres, de esclavos, de hombres o conductas de ca­rácter vil y de espíritus mezquinos, de toda clase de tipos que no participen de la kalokagathía. Y los jóvenes que se estiman en algo no deben tampoco imitar, como no sea en broma, los sonidos de los 617 animales, el ruido de los ríos, el rugido del mar, el estruendo de un trueno, el bramido del viento o el crujido de las ruedas.[93] Hay un len­guaje del noble y un lenguaje del hombre ordinario, y cuando un futuro "guardián" se ponga a imitar algo debe ser al primero y no al segundo.[94] Sólo debe cuidar un estilo sencillo, como corresponde al modo de ser de un hombre bravo, y no buscar un lenguaje abigarra­do, lleno de numerosas variaciones, que exigiría, además del acompa-miento musical y rítmico, un cambio constante e inquieto de tonos y de melodías.[95] A los artistas de este género moderno y lleno de en­cantos se les rinden en el estado Platónico todos los honores y toda la admiración, sus cabezas son ungidas y tocadas con cintas de lana, pero una vez honrados se les acompaña a otra ciudad, pues en el estado puramente educativo no hay cabida para ellos. En este esta­do sólo se admite a poetas más secos y menos placenteros.[96] Platón llega incluso a posponer la poesía dramática como tal a la poesía descriptiva, y también en la poesía épica quiere que el elemento dra­mático de los discursos directos se limite lo más posible.[97] Su modo de tratar este punto presupone, naturalmente, el apasionamiento que la juventud de su tiempo sentía por el teatro y por la poesía dramá­tica. Es seguro que Platón, que en su periodo presocrático sentía gran debilidad por la tragedia, conocería por experiencia propia, en su persona y en la de otros, el lado negativo de estas aficiones. Vi­siblemente, es su propia experiencia la que le inspira el humor que transpiran en este punto sus manifestaciones.

La poesía y la música son, desde el punto de vista de la cultura griega, hermanas inseparables, hasta el punto de que una sola pala­bra griega abarca los dos conceptos. Pero, tras las normas que se refieren al contenido y a la forma de la poesía viene la música, en el sentido actual de la palabra.[98] En el caso mixto de la poesía lírica, se funde con el arte del lenguaje para formar una unidad superior. Después de explicar lo tocante a la poesía, tanto en su con­tenido como en su lenguaje, valiéndose esencialmente, como es lógico, de ejemplos tomados del arte poético, de la épica y del drama, no es necesario entrar a tratar ya de la lírica, en aquello en que es poe­sía, puesto que se rige por los mismos principios que aquellos otros 618 dos géneros.[99] En cambio, sí requieren nuestra atención las melodías o armonías como tales, desligadas de la palabra. A ellas se une como elemento no lingüístico, tanto de la poesía cantada como de la mú­sica para danza, el ritmo. Platón establece como ley suprema que debe presidir esta cooperación de la trinidad del logos, la armonía y el ritmo, la norma de que el tono y la cadencia deben hallarse supeditados a la palabra.[100] Con esto declara ipso facto que los prin­cipios proclamados por él para la poesía rigen también para la mú­sica, lo que hace posible examinar conjuntamente desde un solo punto de vista la palabra, la armonía y el ritmo. La palabra es la expre­sión inmediata del espíritu y éste debe dirigir. El estado de cosas que la música griega de su tiempo brindaba a Platón no era éste, ciertamente. Así como en la escena el espectáculo domina sobre la poesía y ha creado lo que Platón llama la teatrocracia,[101] en los con­ciertos la poesía era la servidora de la música. Los relatos que co­nocemos de la música de aquella época coinciden todos en censurar en ella la tendencia a embriagar los sentimientos y espolear todas las pasiones.[102] La música emancipada se convierte en demagoga del reino de los sonidos.

Si algo habla en favor de la legitimidad de la crítica Platónica es el hecho de haber convencido de lo acertado de su juicio a toda la teoría musical  de la  Antigüedad.   Por lo demás, Platón no  piensa en poner un freno a nuestro mundo degenerado.   La esencia de éste es el desenfreno y el filósofo lo deja seguir por su camino.   En sus propios excesos lleva su medicina.   La naturaleza misma le hará tro­carse en lo contrario de lo que es, cuando el momento llegue.   No perdamos de vista que su objetivo es la ciudad sana y enjuta, la ciudad toda nervio  que fue "en  un principio", no la ciudad  obesa y llena  de grasa que  vino "después" y en la que tiene que haber cabida para médicos y cocineros.   Su simplificación es radical.   No hace que vuelva atrás la evolución, sino que comienza desde el prin­cipio.   En la música vemos,  con mayor claridad todavía que en la reducción de la poesía  a ciertos "tipos", que Platón no se propone precisamente trazar una teoría completa del arte.   No recarga su dis­quisición con detalles técnicos, sino que se limita a trazar como legis­lador unos cuantos trazos firmes  para deslindar los campos.   Es lo que constituye su sabiduría como artista, aunque nosotros, como his­toriadores,  debamos  deplorar  esa   sobriedad,  pues  lo   poco   que  su crítica nos dice constituye la base de todo lo que sabemos acerca de las armonías  en la  música  griega.   No  podríamos describir en sus detalles la gimnasia o la música griegas, los fundamentos en que se basaba la paideia del periodo antiguo y del periodo clásico, porque no nos lo permite el acervo de la tradición.   Por eso estos temas no 619 son tratados en nuestra exposición como capítulo aparte, sino que nos ocupamos de ellos allí donde su imagen se presenta en los monu­mentos y en las discusiones de la Antigüedad, teniendo que conso­larnos con que para nosotros, lo mismo que para Platón, el aspecto técnico de estos problemas es secundario. El propio Platón se remite varias veces a los especialistas en lo que se refiere al lado técnico de la teoría de la armonía y apunta que Sócrates conocía la teoría de la música de Damón, que había hecho época en su tiempo.[103] Por eso sólo se hacen indicaciones tan someras como la de que debe prescin-dirse de la melodía lídica-mixta y de la lídica-tensa, por ser adecua­das a la lamentación y al duelo, prohibidos previamente en la crí­tica de la poesía. Asimismo se reprueban las melodías desmadejadas, buenas para las orgías, tanto las jónicas como las lídicas, pues ni la embriaguez ni el desmadejamiento cuadran bien a los "guardia­nes".[104] El interlocutor de Sócrates, el joven Glaucón, que encarna los intereses de la juventud culta, se siente orgulloso de poder hacer gala de sus conocimientos de teoría de la música. Se da cuenta de
que en estas condiciones sólo prevalecerán las melodías dórica y rigia, pero Sócrates no se deja arrastrar a tales detalles. Platón le pinta así, conscientemente, como el hombre de verdadera cultura cuya mirada ahonda en la esencia de las cosas, pero a quien no cumple rivalizar con los especialistas. La precisión, que es exigencia natural en el experto, sería en el hombre culto pedantería y no se reputaría digna de un hombre libre.[105] Por eso Sócrates se limita a decir, en términos generales, que desea ver conservado únicamente aquel tipo de melodía en que se imite el tono de voz y el acento del guerrero en presencia del peligro, las heridas y la muerte, o del hombre pací­fico de carácter sereno y conducta mesurada.[106] Y lo mismo que las melodías ricas se abandona también la riqueza de instrumentos musi­cales. Los instrumentos no deben valorarse por la variedad de los sonidos que reproducen o por el número de cuerdas que poseen. Que­dan suprimidos por completo las flautas, las arpas y los címbalos, y se mantienen exclusivamente la lira y la cítara, instrumentos adecua­dos para melodías simples; en el campo sólo deberán sonar los cara­millos de los pastores.[107] Recordamos a este propósito el relato de que las autoridades espartanas prohibieron actuar al genial innovador Timoteo, maestro de la música moderna de la época, basándose en que no utilizaba la cítara de siete cuerdas de Terpandro, santificada por la tradición, sino un instrumento de más cuerdas y de mayor riqueza armónica. Aun suponiendo que esta historia no sea cierta, está por lo menos bien inventada para ilustrar el hecho de que cualquier cambio fundamental que se introdujese en la armonía mu­sical constituía una revolución política para los oídos griegos, pues 620 modificaba el espíritu de la educación sobre que descansaba la vida de la polis.[108] Y que este sentimiento no obedecía a una estrechez de espíritu específicamente espartana, sino que prevalecía también, e incluso tal vez con mayor intensidad, en un estado democrático como Atenas, aunque fuese bajo distinta forma, lo demuestra la tempestad de indignación que se levantó contra la música moderna en toda la comedia ática de la misma época.

Inseparable de la armonía es el ritmo, o sea el orden en el movi­miento.[109] Ya dijimos más arriba que la palabra griega, por su origen, no entraña la acepción de movimiento, pero expresa en nu­merosos pasajes el "momento" de una posición u ordenación fija de objetos.[110] La mirada del griego la reconoce tanto en estado de quie­tud como en estado de movimiento, en el compás de la danza, del canto o del discurso, sobre todo si es en verso. Según el número de largas o breves de un ritmo y de su conexión entre sí se produce una ordenación distinta en el paso o en la voz. También aquí rehuye Sócrates entrar en cuestiones técnicas propias del especialista, pero ha oído a éste algo que excita su fantasía: la teoría del ethos en la armonía y el ritmo. De esta teoría se deriva lo que Platón enseña acerca de la selección de las armonías, a saber, que sólo son acepta­bles aquellas armonías que expresan el ethos del hombre valiente o del hombre sereno.[111] Y de entre la riqueza de las clases de ritmos no selecciona tampoco más que aquellas que imitan la esencia de es­tas dos actitudes morales de la voluntad. Por donde la teoría del ethos se erige en el principio común tanto de la paideia musical como de la paideia rítmica. Más que razonarla, lo que Platón hace es darla por supuesta. Pero ya el mero hecho de que tome esta teoría de Damón, el mayor teórico musical de la época socrática, demuestra que no esta-

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mos ante algo específicamente Platónico, sino ante una concepción de la música peculiar de los griegos, que de un modo consciente o incons­ciente, fue decisiva desde el primer momento con respecto a la posi­ción dominante que la armonía y el ritmo desempeñaban en la cultura griega.

En su esbozo de la educación, contenido en el libro octavo de su Política, Aristóteles continúa desarrollando la teoría del ethos en la música. Sigue para ello las huellas de Platón, pero es, como suele sucederle en grado mayor todavía que a su maestro, intérprete del modo de pensar del conjunto de Grecia. Aristóteles afirma el con­tenido ético tanto de la música como del ritmo y deriva precisamente de él la importancia que ambos tienen para la educación.[112] Ve en el ethos de las armonías y del ritmo el reflejo de actitudes del alma de diverso valor y plantea el problema de si estas cualidades que per­cibimos mediante la apreciación acústica, y a las que damos el nombre de ethos, se presentan también en el campo del tacto, del gusto o del olfato. Niega en absoluto su existencia a través de estos sentidos,[113]negación que nosotros no hemos de contradecir. Pero no concede tampoco ningún ethos, en general, a las impresiones trasmitidas por el sentido de la vista a través de las artes plásticas. Entiende que este tipo de efectos se limita a ciertas figuras pictóricas y escultó­ricas, e incluso en éstas sólo se lo reconoce en proporciones restrin­gidas.[114] Además, según Aristóteles, en estos casos no se trata tam­poco de verdaderos reflejos de un ethos, sino de meros signos suyos, expresados en colores y en figuras. De las obras del pintor Pausón, por ejemplo, no trasciende ningún ethos y sí en cambio de las de Polig-noto y de las de ciertos escultores.[115] Por el contrario, las obras musicales son imitaciones directas de un ethos. El admirador del arte plástico de los griegos se sentirá inclinado a negar al filósofo ojo de artista, explicando así su modo desigual de enjuiciar el contenido ético de la música y el de la pintura y la escultura. Con esto podría relacionarse tal vez su tesis de que el oído es, en los sentidos huma­nos, el órgano espiritual por excelencia, mientras que Platón asignaba al ojo la afinidad suprema con el espíritu.[116] Pero, a pesar de todo, queda en pie el hecho de que a ningún griego se le ocurrió jamás asignar un lugar en la paideia a las artes plásticas y a su contem­plación, al paso que la poesía, la música y la rítmica dominaron siempre en el pensamiento educativo de este pueblo. (Lo que Aris­tóteles dice acerca del valor del dibujo no guarda ninguna relación 622 con el  sentido para el arte plástico y no puede, por  tanto, alegarse como objeción para invalidar este juicio.) [117]

Platón sólo alude también con una palabra, a modo de apéndice (después de poner fin a su comentario sobre la educación "música"), a la influencia de la pintura, que coloca en el mismo plano que el arte de tejer, el arte decorativo y la arquitectura, sin referirse para nada a la escultura.[118] No se ve muy claro hasta qué punto asigna a estas artes un ethos en el sentido del que reconoce a la música y a la poesía; [119] evidentemente, se las menciona más bien para comple­tar el cuadro, como formas de expresión de un espíritu general de decoro y severidad o de opulencia carente de buen gusto, y, así con­sideradas, como factores que contribuyen a crear una determinada atmósfera pública en el buen o en el mal sentido.[120] Pero no son, desde luego, los verdaderos pilares de la paideia.[121] El sentido para apreciar la acción educativa de semejante atmósfera es algo específi­camente griego, pero aun así sólo en Platón lo encontramos elevado a tal refinamiento. Y volveremos a encontrarnos con él en la educa­ción filosófica de los regentes.[122] Por mucho que la tendencia a espiritualizar la educación se acentúe, el griego no deja de percibir jamás que se trata de un proceso de crecimiento. Las palabras co­rrespondientes "educación" y "nutrición", que al principio eran casi idénticas en su significado, siguen siendo siempre términos geme­los.[123] Empiezan a diferenciarse, es cierto, cuando el concepto de la paideia va tendiendo cada vez más a designar la cultura intelectual; ahora, la "nutrición" expresa la fase preespiritual del proceso infan­til. Pero Platón vuelve a establecer una afinidad mayor entre ambos conceptos, en una etapa superior, pues no concibe el proceso de for­mación espiritual del individuo de un modo aislado, como lo hacían los sofistas, sino que reconoce que la cultura del espíritu requiere también ciertas premisas de clima y ciertas condiciones de desarro­llo.[124] El concepto Platónico de la cultura, pese a toda su elevada espiritualidad, ha recobrado algo de aquel carácter vegetal que en la 623 concepción individualista de los sofistas había perdido. Tocamos aquí a una de las raíces de la voluntad Platónica que mueve al hombre hacia la comunidad-estado; es la conciencia de que el hombre no prospera en el estado de aislamiento, sino dentro de un mundo cir­cundante adecuado a su ser y a su destino. El estado es necesario para que pueda existir una educación; necesario no sólo como auto­ridad legislativa, sino también como el medio ambiente, como la atmósfera que respira el individuo. No basta con que el alimento espiritual de la cultura musical sea puro; las obras de todas las pro­fesiones, todo lo que tiene forma debe reflejar el mismo espíritu de una actitud noble y unirse en la aspiración hacia una perfección suma y hacia el decoro y la dignidad. Es necesario que todo el mun­do, desde su más tierna infancia, respire en este ambiente algo así como el aire de una comarca sana.[125]

Pero aunque el arte y la artesanía contribuyan conjuntamente a crear el clima, espiritual, lo "músico" sigue siendo "el alimento ver­daderamente cultural".[126] Tampoco en este punto el pensamiento Platónico se halla informado de modo exclusivo por la tradición. Platón se plantea conscientemente el problema de si es legítima o no la primacía sobre las otras artes que la tradición de la paideia griega reconoce a lo "músico". Y llega a la conclusión de que es perfecta­mente justificada, ya que el ritmo y la armonía "son los que más hondo penetran en el interior del alma y los que con más fuerza se apoderan de ella, infundiéndole y comunicándole una actitud noble". Pero no considera lo músico superior a las demás artes sólo por su dinámica anímica, sino también porque educa al hombre para per­cibir con una precisión incomparable lo que hay de exacto o de defectuoso en una obra de belleza y en su ejecución.[127] Una persona educada en lo músico, por el hecho de asimilarlo espiritualmente, siente desarrollarse dentro de sí, desde su juventud y en una fase inconsciente todavía de evolución, una seguridad infalible de goce de lo bello y de odio a lo feo que más tarde la capacita para saludar con alegría, como algo afín a ella, al conocimiento consciente, si éste se presenta.[128] En realidad, la educación que Platón quiere que se dé a sus "guardianes" se adelanta, en la forma interior inconsciente con que las obras de las musas educan al hombre, a los conocimientos supremos que la educación filosófica de su clase de regentes pondrá de relieve más tarde de un modo consciente. Platón apunta así a un segundo tipo superior de cultura, y al mismo tiempo deja traslucir ya claramente los linderos de la educación por las musas, que era en la Grecia antigua el único tipo de cultura superior del espíritu. Ade­más, esta educación adquiere un significado nuevo, como fase previa 624 inexcusable para el conocimiento filosófico puro, que sin la base de la cultura "música" quedaría flotando en el aire.

El conocedor profundo de estas cosas advertirá que aquí no se trata precisamente de un giro psicológico sutil, pero más o menos fortuito, sino de un corolario pedagógico fundamental de la teoría Platónica del conocimiento. Según la teoría de Platón, la inteligencia, por muy aguda que sea, no tiene acceso directo al mundo del cono­cimiento de los valores, que es lo que en último resultado interesa a la filosofía Platónica. En la Carta séptima se describe el proceso del conocer como un proceso gradual que va desarrollándose a lo lar­go de toda la vida y que hace que el alma se parezca cada vez más a la esencia de los valores que aspira a conocer. El bien no puede concebirse como algo formalmente conceptual situado fuera de nos­otros, sin que de antemano hayamos participado previamente de su naturaleza; el conocimiento del bien sólo se desarrolla en el hombre a medida que se va haciendo realidad y va cobrando forma en él mismo.[129] Por tanto, para Platón el camino que conduce a la edu­cación de los ojos de la inteligencia es el de la educación del carácter, la cual, sin que el hombre tenga conciencia de ello, modifica su naturaleza de tal modo por la acción de las fuerzas espirituales más vigorosas: la poesía, la armonía y el ritmo, que por último le es dable alcanzar el principio supremo a través de un proceso que va acer­cándole a su misma esencia. La esencia de este largo y trabajoso proceso educativo que forma el ethos del hombre es comparada por Sócrates, con su familiaridad habitual, a la enseñanza elemental de la lectura y la escritura.[130] Cuando conocemos las letras del alfabeto en todas las palabras y combinaciones que con ellas puedan formarse, do­minamos la escritura en el pleno sentido de la palabra. Del mismo modo, podemos decir que sólo tenemos una cultura "música" en el sentido pleno del vocablo cuando sabemos percibir y apreciar debi­damente siempre y en todas sus manifestaciones, en lo pequeño y en lo grande, las "formas" del dominio de sí mismo y de la prudencia, de la valentía y de la generosidad, de la distinción y de cuanto con ellas se relaciona, al igual que sus manifestaciones reflejas.[131]

CRÍTICA DE LA GIMNASIA Y LA MEDICINA


Platón erige al lado de lo "músico", como la otra mitad de la paideia, la gimnasia.[132] Aunque su verdadero interés versa sobre la educación "música", el fortalecimiento físico reviste también la mayor impor­tancia para la cultura de los "guardianes", por cuya razón debe prac­ticarse la gimnasia desde la infancia. Al llegar aquí, se ve que el hecho de poner por delante la cultura por las musas no obedecía 625 solamente, como Platón argumentaba al principio, a la razón de que tuviese que iniciarse antes en el tiempo.[133] Es además anterior a la gimnasia en el plano de los principios, pues si un cuerpo apto no es capaz de hacer con su aptitud que el alma sea buena y excelente, un espíritu escogido puede, por el contrario, ayudar al cuerpo a perfec­cionarse.[134] Sobre este principio descansa la estructura de la compo­sición Platónica. Platón entiende que lo primero es formar espiritual-mente al hombre en su plenitud, encomendándole luego el cuidado de velar individualmente por su cuerpo. Aquí, lo mismo que en lo tocante a la educación "música", Platón se limita a trazar ciertas líneas fundamentales,[135] para no caer en la prolijidad. Los griegos consideraron siempre al atleta como el prototipo de la fuerza física, y puesto que los guerreros están llamados a ser "los atletas de las luchas más importantes", parece que lo más lógico y natural sería tomar como ejemplo para ellos el método, ya tan desarrollado, de la formación de los atletas.[136] Tampoco éstos deben, naturalmente, en­tregarse a la bebida. Sin embargo, Platón no toma como modelo, ni mucho menos, las reglas que los atletas deben guardar por lo demás durante su entrenamiento, en lo tocante a la alimentación; estas re­glas hacen a los atletas demasiado sensibles y los someten demasiado a su dieta; sobre todo, su hábito de dormir mucho no es el más ade­cuado para quienes deben ser la vigilancia en persona. Los "guar­dianes" deben poder adaptarse a todos los cambios de comida, bebida y clima, sin que su salud peligre por ello.[137] Platón exige para ellos un tipo completamente distinto y más sencillo de gimnasia (a(plh= gumnastikh/), análogo al tipo de música que prescribe para su educa­ción.[138] Lo mismo que allí se simplificaban la instrumentación y la clase de armonía,[139] aquí debe prescindirse, en cuanto a los ejercicios físicos, de todo lo superfluo, para retener sólo lo estrictamente nece­sario.[140] Hay dos cosas que constituyen para Platón síntomas infalibles de una mala paideia: los tribunales de justicia y los establecimientos sanitarios. El alto desarrollo de estas instituciones es cualquier cosa menos el orgullo de la civilización. La meta del educador debe ser lograr que lleguen a ser superfluas dentro de su estado.[141]

El paralelo entre el arte del juez y el del médico lo conocemos ya desde el Gorgias. El hecho de que Platón lo reafirme aquí significa que forma parte integrante esencial de su teoría de la educación.[142]Frente a él aparecen la analogía entre el legislador y el gimnasta, 626 cuyos oficios recaen sobre el alma sana y el cuerpo sano, respectiva­mente, lo mismo que el juez y el médico se ocupan a su vez, respecti­vamente, del alma enferma y del cuerpo enfermo.[143] Lo mismo ocurre en la República, con la diferencia de que aquí es la cultura "música" la que se equilibra con la gimnasia en el lugar que el Gorgias asigna a la legislación; esta cultura abarca todas las normas superiores de la conducta humana, y quien las encarna en su persona no necesita para nada de la legislación en el sentido jurídico de la palabra.[144] La función de la judicatura en la sociedad corresponde a la de la medi­cina para el cuerpo, a la que Platón llama con ironía la "pedagogía de las enfermedades".[145] Sin embargo, el momento de la enfermedad es demasiado tardío como punto de arranque para una verdadera influencia educativa. La evolución de la medicina en la época de Pla­tón y la importancia cada vez mayor de la dietética, que en ciertos sistemas médicos empezaba a tener por aquel entonces una importancia verdaderamente primordial, demuestra que la filosofía, con su postulado de velar por el cuerpo sano, representa la conciencia más avanzada y es a su vez un factor importante de progreso.[146] La edu­cación de los "guardianes" permite a Platón dedicar una gran atención al cuidado de la salud, puesto que la gimnasia, a cargo de la cual corre esa misión, ocupa por razones profesionales un importante lu­gar en la vida de esta clase. Estamos ante el caso ideal. Hasta que punto el arte médico depende de la posición social y de la profe­sión del paciente lo sabe todo lector de la literatura médica de los griegos. Con  harta frecuencia sus preceptos van sólo dirigidos a la gente rica, a los que disponen de tiempo y dinero para consagrarse exclusivamente a su salud o a sus enfermedades.[147] Pero este tipo de vida es incompatible con el principio platónico de la división del trabajo. Por ejemplo, ¿como podría un carpintero que se enfermase entregarse durante largo tiempo a un tratamiento que le impidiese ejercer su profesión? No tiene más remedio que trabajar o echarse a morir.[148] Y tampoco el hombre de posición acomodada puede dedi­carse, si está enfermo, a la profesión que el poeta Focílides le asigna en su sentencia un tanto realista: "Cuando hayas ganado bastante dinero, practica la virtud."[149] ¿Qué virtud podría practicar, ni en su casa ni en su estado, si tuviese que dedicarse constantemente a cuidar de su cuerpo mediante ejercicios complicados que rebasen la medida normal de la gimnasia? Este tipo de vida le incapacitaría sobre todo para dedicarse al cultivo de su espíritu, para aprender627 meditar, pues tendría que hacer a la filosofía responsable de sus vértigos y dolores de cabeza.[150] En realidad, media una afinidad na­tural electiva entre la filosofía platónica y el cuerpo, a quien una edu­cación rigurosa pone en posesión de una salud perfecta. Nada más lejos de ella que esa morbidez que algunos intérpretes le atribuyen. Es cierto que Platón postula en el Fedón la necesidad de que el alma se vuelva de espaldas al mundo del cuerpo y de los sentidos, para poder concentrarse en el examen de las verdades puramente abstractas, pero el espíritu en que se inspira la paideia gimnástica en la República com­plementa certeramente el cuadro. Y ambas imágenes juntas nos dan ¡a idea del Platón total.
Nada más lejos de su ánimo que menospreciar el valor de la fun­ción del médico o considerarla incluso absolutamente superflua. Pero ve la profesión médica, naturalmente, de distinto modo según que ha­ble de lo que representa en la sociedad de su tiempo o de lo que significa en el estado ideal. En las condiciones primitivas pero sa­nas que Platón restaura en la República con la varita mágica de su imaginación poética, no toma como modelo la refinada ciencia mé­dica de su tiempo, sino la era heroica de la medicina, tal como la pin­ta Homero. El verdadero político de la salubridad es para él el mismo dios Asclepio.[151] Asclepio inventó el arte de la medicina para los hombres sanos cuyo cuerpo padecía transitoriamente de algún daño local y con el fin de eliminar este daño. En los poemas homéricos, ni este dios ni sus hijos se ocupan nunca, en cambio, de los cuerpos minados por la enfermedad. En el caso de Furipilo herido de gravedad, es la fiel servidora que le cuida la que le prepara una bebida que hoy mataría hasta a un hombre sano. La herida de Menelao, cau­sada por la flecha envenenada de Pandaro, es succionada por Macaón, el hijo de Asclepio, que se la unta luego con un medicamento. Esto llevaba implícita la conciencia, mantenida por la medicina hipocrática, de que las naturalezas sanas se curan por sí mismas en caso de enfermedad, aunque un tratamiento adecuado facilite su curación. En cambio, el médico debe dejar morir los cuerpos totalmente enfermos, como el juez mata a los hombres cuya alma está incurablemente en­ferma a fuerza de crímenes.[152] La perversión alcanza su apogeo cuando en vez de confiar cada vez más a la medicina la educación del hombre sano se convierte por el contrario la gimnasia en un método médico contra las enfermedades crónicas, como lo hacía Heródico, quien con esta confusión entre la gimnasia y la medicina hizo época en el mal sentido. Lo único que conseguía con ello era atormentarse a sí mismo y a los demás y, poniendo obstáculos a la muerte a fuerza de darle largas y más largas artificialmente, logró por último llegar a una avanzada edad.[153] Los "guardianes" del estado ideal no necesi-

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tarán, gracias a su educación "música", tener nada que ver con los jueces ni con la ley. Y su educación gimnástica les eximirá asimismo de la necesidad de aconsejarse del médico.

La finalidad de la gimnasia, por la que deben medirse en detalle los ejercicios y los esfuerzos físicos, no es alcanzar la fuerza corporal de un atleta, sino desarrollar el ánimo del guerrero.[154]   No es cierto, por tanto, como muchos creen, y como el propio Platón parecía en­tender al principio, que la gimnasia tenga por misión educar exclu­sivamente el cuerpo y lo "músico" formar exclusivamente el alma.[155]Ambos educan primordialmente  el alma.   Pero lo hacen en  distinto sentido, y la acción conseguida será unilateral si se da preferencia a uno de ellos a costa del otro.  Una educación puramente gimnástica cul­tiva con exceso la dureza y el salvajismo del hombre, y una educación "música" excesiva hace al hombre demasiado delicado  y blando.[156]Quien deje  que los sones de la flauta  se  derramen constantemente sobre su alma empezará ablandándose como el hierro duro y ponién­dose en condiciones de ser elaborado, pero a la larga se reblandecerá y se convertirá en papilla, hasta que su alma carezca de nervio por completo.[157]   Y, por el  contrario,  quien  se  someta   a  los esfuerzos de la   gimnasia y coma  con   abundancia  sin  cultivar para  nada la "música"  y la   filosofía,   sentirá  al principio,  gracias a   su  energía física, cómo crecen en él el coraje y el orgullo, y se sentirá cada vez más valiente.   Pero aun suponiendo que en los comienzos se albergase en su alma un afán natural de aprender, su alma  acabará ciega y sorda a fuerza de no alimentarse con ninguna ciencia y ninguna in­vestigación.   Este hombre se convertirá en un "misólogo", en un ene­migo del espíritu y de las musas; ya no acertará a persuadir a nadie ni a dejarse persuadir por medio de la palabra, y el único recurso de que dispondrá para conseguir lo que se propone será la fuerza bruta, ni más ni menos que cualquier bestia.[158]   Por eso un dios dio a los hombres la gimnasia y la música formando la unidad inseparable de la paideia, no como la educación del cuerpo y del espíritu por sepa­rado, sino como las fuerzas educativas de la parte corajuda y de la parte afanosa de sabiduría de la naturaleza humana.   Quien sepa com­binarlas en la adecuada armonía será más favorito de las musas que aquel héroe mítico de la prehistoria que supo combinar por vez pri­mera las cuerdas de la lira.[159]   Platón no podía expresar la esencia del problema de un modo más perfecto que por medio de esta ima­gen con  que termina su relato sobre la educación de los "guardia-

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nes".[160] La lira es un instrumento de varias cuerdas y altamente refinado. Es mudo para quien no sabe tocarlo, y produce una inso­portable monotonía cuando sólo se toca una de sus cuerdas. En saber tocar al mismo tiempo varias cuerdas, produciendo no una estridente disonancia, sino una bella armonía, consiste en efecto el difícil arte de la verdadera paideia.

POSICIÓN  QUE   OCUPA LA   EDUCACIÓN  EN  EL  ESTADO  JUSTO


Para la conservación del estado es necesario que exista siempre en él el guía que posea este arte,[161] o, para expresarlo con Platón en un pasaje posterior, en que recoge de nuevo esta idea y la desarrolla: en el estado debe conservarse siempre un elemento en que siga vi­viendo y obrando el espíritu de su fundador.[162] Este postulado entraña un problema nuevo y aún mayor: el de la educación de los educa­dores. Platón lo resuelve por medio de los regentes-filósofos. No hace seguir este problema directamente al de la educación de los "guardianes", como se haría en un estudio sistemático, sino que con­sidera oportuno separar estas dos formas de la paideia, interiormente relacionadas entre sí, por un largo intermedio, que sostiene la tensión y al mismo tiempo la aumenta. Pero no deja al lector ni un momento de duda sobre la orientación del camino que ha de seguir, ya que formula inmediatamente esta pregunta: ¿cuál de los "guardianes" deberá gobernar el estado ? [163] Para Platón es evidente y no necesita razonarse que los regentes del estado sólo pueden salir de la capa de los representantes de las supremas virtudes guerreras y pacíficas. El ejercicio del poder supremo se halla subordinado exclusivamente, se­gún él, al hecho de poseer la mejor educación. Pero ésta no termina, ni mucho menos, con la formacion.de los "guardianes". El preparar a los hombres para la profesión de regente requiere un procedimiento especial de selección, que aquí sólo se examina, por el momento, en aquello en que su ejecución cae dentro del marco de la educación de los "guardianes".[164] Mediante una observación y un examen incesan-

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tes, mantenidos desde la infancia, se comprueba cuáles son los "guar­dianes" que poseen en más alto grado las cualidades de sabiduría práctica, de talento y de preocupación por el bien común, que son decisivas en quienes han de regentar el estado. Su incorruptibilidad y su dominio de sí mismos se ponen a prueba mediante tentaciones de todas clases, y sólo quienes salgan salvos hasta el final de estas pruebas sostenidas durante varios decenios se elevan a la categoría de "guardianes" en el verdadero y estricto sentido de la palabra; los demás, se consideran como simples "auxiliares" de aquéllos.[165]

Este sistema de contrastación del carácter presupone que Platón, a pesar de lo alto que valora la influencia de la educación, no cree en su eficacia mecánica y uniforme, sino que cuenta con la diversidad de la naturaleza individual. El principio de la selección rigurosa y consciente tiene también su importancia desde el punto de vista po­lítico para la estructura del estado Platónico, puesto que sobre ella descansa la posibilidad de mantener en pie el sistema de la diferen­ciación por estamentos. Indudablemente, ésta presupone una cierta continuidad hereditaria de las cualidades exigidas para pertenecer a cada uno de los tres estamentos que se reconocen. Sin embargo, Platón admite en absoluto la posibilidad de que la descendencia de los estamentos superiores degenere y la de que el tercer estamento pro­duzca, en cambio, representantes altamente calificados, y facilita la promoción y el descenso de estos elementos mediante una selección y una eliminación conscientes.[166] La profesión de regente del estado exige como base un carácter especialmente fuerte. Este requisito se da bajo todas las formas de gobierno, pero más que en ninguna en el "estado ideal" de Platón. En este estado no existe ninguna ga­rantía de tipo constitucional contra el abuso de los poderes extraordi­narios y casi ilimitados que pone en manos de quienes lo regentan. La única garantía efectiva de que no se convertirán de guardianes del estado en dueños y señores de él, de que no degenerarán de perros guardianes en lobos que devoren el rebaño que deben guardar, reside según el filósofo en una buena educación.[167]

Esperamos que la interpretación dada por nosotros descartará su­ficientemente la posibilidad de que nadie crea que esta "falta de garantías" del estado de Platón de que aquí se habla, debe ser consi­derada primordialmente desde el punto de vista del derecho consti­tucional o de la experiencia política, lo que nos llevaría a acusar a Platón de ingenuidad por pensar que ningún estado puede gobernarse sin el complicado aparato de una constitución moderna. Para mí es de una claridad meridiana que Platón no se propone en modo alguno tratar con seriedad este problema, puesto que no se interesa aquí por 631 el estado como un problema técnico o psicológico, sino que lo aborda simplemente como marco y como fondo de un sistema perfecto de educación. Se le puede criticar todo lo que se quiera por ello y acu­sarle de imprimir un carácter absolutista a la educación: lo que no admite duda es que, para él, el verdadero problema es el de la paideia. Ésta es, a su modo de ver, la solución de todos los proble­mas insolubles. La acumulación de la mayor plenitud posible e ilimi­tada de poderes en manos de quien regenta el estado no es, para Platón, un fin en sí. Será denunciada por él como fuente de la hybris, en su última obra, las Leyes (Cf. infra, lib. iv). Su regente es el producto supremo de la educación, y la misión que se le asigna es la de ser el educador supremo de toda la ciudad.

Platón no prejuzga el problema de si la educación de los "guar­dianes", que tiende en primer término a lograr un tipo medio de "guardián" lo más alto que sea posible, basta, o no, para conseguir esta finalidad.[168] Pero aunque así quede todavía sin determinar el contenido concreto de esta cultura del regente, en el relato de la vida de éste que se hace a continuación, se esclarece del todo el poder predominante de la idea de la educación en el nuevo estado, descar­tándose en cambio, con sorprendente brevedad, todo lo puramente político. La vida exterior del regente debe caracterizarse por la má­xima sobriedad, severidad y pobreza. No existe en ella absolutamente ninguna órbita privada, ni siquiera una casa propia o comidas fami­liares, sino que toda ella se desarrolla en público. El regente recibe de la comunidad lo estrictamente necesario para comer y para vestir, no pudiendo poseer ningún dinero ni adquirir ninguna clase de pro­piedad.[169] No es misión del verdadero estado hacer que la clase do­minante de la población sea lo más feliz posible, pues este estado debe velar por la dicha de todos, y esto depende de que cada indi­viduo cumpla lo mejor posible su función específica y ésta solamente. En efecto, según Platón, la vida de cada individuo tiene su contenido, su derecho y sus límites en lo que aporte como miembro del todo social, semejante a un organismo vivo. El bien supremo que debe procurarse es la unidad del todo.[170] Pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que, una vez restringidos así los derechos del individuo, pase el todo a ocupar su lugar y que el estado deba, por su parte, hacerse lo más rico y poderoso que sea posible. Los fines a que este estado aspira no son el poder, la prosperidad económica ni la acumu­lación ilimitada de riqueza; su ambición de riqueza y de poder ter­mina allí donde estos bienes materiales dejan de servir al postulado de la unidad social interior.[171]

Platón no cree  que  al postular  esto pida nada inasequible, sino 632 que considera que sus planes son de fácil ejecución, siempre y cuan­do que los ciudadanos mantengan en pie una cosa: una buena educa­ción, condición en la que se basa su estado.[172] Con tal de que se cumpla fielmente, este requisito hará surgir dentro de ese tipo de co­munidad hombres excelentes, los cuales, a su vez, abrazarán con entusiasmo la misma educación, remontándose así sobre sus antece­sores.[173] Con arreglo a su idea, la imagen que Platón traza del orden social no descansa en una preferencia o un capricho individual, sino que es considerada por él como la norma absoluta impuesta por la naturaleza del hombre como un ser social y moral. Por eso este orden debe correr a cargo del estado y no conoce evolución; todo lo que sea alejarse de él significa degeneración y decadencia. La idea de un estado ideal lleva implícito que todo lo que difiera de él tiene que ser necesariamente peor que él mismo. Lo que es sencillamente per­fecto no deja margen a ningún anhelo de progreso, sino sólo al deseo de conservarlo. Y, para conservarlo, no se dispone de otros medios que los empleados para crearlo. Todo depende, sencillamente, de que nada se renueve en la educación.[174] Ningún peligro del exterior puede afectar a este estado, pero, en cambio, si se modificase, por ejemplo, el espíritu de lo "músico", se modificaría también el carác­ter de sus leyes.[175] He aquí por qué Platón recomienda que los "guardianes" construyan la ciudadela de la ciudad sobre esta suprema cima: la cultura "música".[176] Si ésta degenera, la esencia de lo con­trario a la ley se contagiará sin esfuerzo alguno y como jugando a las costumbres, al modo de vida y a las relaciones públicas. Pero, partiendo de esa cima, se puede y se debe también, por el contrario, restablecer las buenas costumbres, el respeto a la vejez, el sentimiento de devoción a los padres, el peinado, el vestido, el calzado y la acti­tud del cuerpo correctos.[177] Platón se burla de un tipo de legislación que descienda a los detalles, en la que ve una exageración simplista de la importancia de la palabra hablada y escrita. Sólo por medio de la educación (es decir, de la formación del hombre) es posible alcan­zar la finalidad perseguida por el legislador, y cuando aquélla es verdaderamente eficaz, huelgan las leyes. Es cierto que el propio Platón da no pocas veces, en su República, el nombre de leyes a los preceptos estatuidos por él para el gobierno de su comunidad, pero estas leyes versan todas de modo exclusivo sobre la estructura de la  633 educación. Ésta exime al estado de la necesidad de estar constante­mente creando y modificando leyes, como ocurría en la Atenas de los tiempos de Platón, y hace inútiles las normas especiales sobre policía, mercados y puertos, sobre el comercio, las ofensas y las vio­lencias, así como sobre el procedimiento civil y el régimen de los tribunales de justicia.[178] Los políticos libran una lucha estéril contra la hidra. Se entretienen en curar los síntomas, en vez de atacar el mal en su raíz mediante el tratamiento médico natural, que es una acertada educación.

Los antiguos admiradores de la eunomia espartana pintan ésta, en términos parecidos, como un sistema educativo público que hace superflua una legislación especializada, gracias al respeto estricto a la ley no escrita, que domina la vida toda. Ya dijimos más arriba que esta imagen de Esparta se formó bajo la influencia de ciertas ideas reformadoras como las de la paideia Platónica y otras corrien­tes críticas del estado, en el curso del siglo iv.[179] Esto no excluye, sin embargo, que Platón, por su parte, al trazar el proyecto de su estado educativo, se apoyase o creyera apoyarse, lo mismo en general que en cuanto a los detalles, en el modelo de Esparta. El desdén por la maquinaria administrativa y legislativa del estado moderno, la susti­tución de la legislación concreta por el poder de la costumbre y por un sistema educativo público que presida la vida entera, la implan­tación de comidas colectivas de los "guardianes", el control de lo "músico" por el estado y su concepto de ciudadela de éste, son todos rasgos genuinamente espartanos. Pero esta interpretación de Esparta como el tipo de estado en que se había logrado rehuir con éxito el individualismo extremo, sólo podía darla un filósofo surgido en los tiempos de degeneración de la democracia ateniense y formado en oposición con ella. El máximo orgullo de esta democracia era el es­tado de derecho, con su respeto a la ley, el postulado de la igualdad de derechos para todos los ciudadanos, grandes y pequeños, y el com­plicado mecanismo de su autoadministración. La renuncia de Platón a estas conquistas constituye, naturalmente, un extremo explicable sólo por la desesperada situación espiritual de Atenas en aquella época. Platón llegó a la convicción trágica de que las leyes y las constitu­ciones no son tampoco más que simples formas que tienen un valor cuando existe en el pueblo una sustancia moral que las alimenta y las mantiene. Espíritus conservadores creían observar precisamente en la democracia que lo que mantenía a este estado en cohesión era, en el fondo, otra cosa de lo que su propia ideología hacía pasar por tal. No era tanto, en realidad, la libertad recién conquistada y celosamente defendida como la fuerza de la costumbre y la tradición, que en las democracias suele ser precisamente más imperativa que en otros tipos de estado, de la que los propios ciudadanos no se dan 634 cuenta y cuya presencia apenas advierten tampoco, en la mayoría de los casos, los miembros de otros estados. La perduración ininte­rrumpida de esta ley no escrita había sido el fuerte de la democracia ática en su época heroica; su decadencia hizo que, a pesar de todas las leyes vigentes, su libertad se convirtiese en arbitrariedad. Una educación del tipo de Licurgo es, según Platón, el único camino para restaurar no la aristocracia de nacimiento, como anhelaban muchos de sus compañeros de clase, sino las antiguas costumbres y soldar de nuevo el estado a través de ellas. Exigir de Platón un cuadro equili­brado y uniforme de todos los elementos que forman la vida del es­tado sería desconocer el fondo sentimental y condicionado por la épo­ca sobre el que se destaca su sistema educativo. Platón pone en el centro de su investigación sobre el estado, con pasión moral, la gran verdad que le revelan los dolores de su época y los del más grande hombre de ella. Por muy poco ateniense que la educación Platónica sea en cuanto a su forma externa, es evidente que su espartanismo ético consciente sólo pudo surgir en Atenas. Es, por su esencia ínti­ma, lo menos espartano que pueda concebirse. Debemos ver en él el último esfuerzo ascensional de la voluntad educativa de la demo­cracia ateniense, que al llegar a la fase final de su evolución reacciona contra su propia disolución y se rehace.

Por último, si nos preguntamos qué relación guarda la educación de los "guardianes", tal como la hemos descrito, con la esencia de la justicia, que es lo que nos hemos lanzado a investigar, vemos com probada la predicción Platónica de que el profundizar en el problema de la educación redundaría también en provecho del mejor conoci­miento de la justicia.[180] Es cierto que nuestra duda inicial de si aquella larga investigación sobre la educación de los "guardianes" sería simplemente un medio para descubrir la justicia o constituiría más bien, para Platón, un fin en sí, estaba justificada;[181] en efecto, hemos llegado a la conclusión de que toda la estructura del estado descansa sobre la verdadera educación o, mejor dicho, se identifica con ella.[182] De ser cierta esta conclusión, resultaría que al alcanzar la meta de la verdadera educación habremos realizado también la verdadera justicia, y no nos restará sino comprender esto con mayor claridad.

Para esto, Platón recurre de nuevo a su anterior argumentación, basada en la utilidad de tratar sobre el estado desde el punto de vista de la investigación de la justicia.[183] Aunque desde el primer mo­mento había puesto de relieve, sin dejar lugar a dudas, que concebía la virtud de la justicia como una cualidad inherente de por sí al alma humana, entendía que por medio de la analogía del estado le sería más fácil ilustrar su esencia y su acción dentro del alma. Y 635 ahora vemos que es precisamente su concepción orgánica del estado la que mueve a Platón a establecer este paralelo. Para él, la justicia dentro del estado reside en el principio por virtud del cual cada miembro del organismo social debe cumplir con la mayor perfección

Cosible la función peculiar de él.[184] Lo mismo los "guardianes" que los "regentes" y los "industriales", todos tienen su misión estricta­mente delimitada, y si cada uno de estos tres estamentos se esfuerza por hacer del mejor modo posible lo que le corresponde, el estado resultante de la cooperación de estos elementos será el mejor esta­do concebible. Cada uno de estos estamentos se caracteriza por una virtud específica: los "regentes" deberán ser sabios,[185] los guerreros valientes.[186] La tercera virtud, la del dominio sereno de sí mismo (σωφροσύνη) no es una virtud específica en el mismo sentido en que lo son las dos anteriores, puesto que no corresponde exclusivamente al tercer estamento, aunque tenga para él una significación especial: la de la armonía de las clases, basada en que los peores por natu­raleza se someten por voluntad a los mejores por naturaleza y por educación. Esta virtud debe estar presente en las tres partes, pero formula las mayores exigencias a la capa social llamada a obedecer.[187]Una vez que a cada una de las cuatro virtudes cardinales de la an­tigua política, con excepción de la justicia, se le ha asignado el lugar que le corresponde dentro del estado, localizándola en una clase espe­cial de población, a la justicia no le queda ya ningún lugar especial ni ninguna clase de la que sea patrimonio y ante nuestros ojos se alza intuitivamente la solución del problema: la justicia consiste en la perfección con que cada clase dentro del estado abraza su virtud específica y cumple la misión especial que le corresponde.[188]

Recordemos, sin embargo, que en realidad este estado de cosas no es la justicia en el verdadero sentido de la palabra, sino simple­mente su imagen refleja ampliada dentro de la estructura de la co­munidad, y busquemos su esencia y su raíz en el interior mismo del hombre.[189] El alma consta de las mismas partes que el estado; a la sabiduría de los "regentes" corresponde en el alma la razón; a la va­lentía de los "guardianes" el espíritu animoso, y al dominio de sí mismo, la virtud más característica de la tercera clase, consagrada al lucro y al disfrute, la parte impulsiva del alma cuando se halla so­metida a la conciencia superior de la razón.[190] Platón apunta que esta argumentación sobre la teoría de las partes del alma es un poco esquemática, pero no quiere abordar aquí el problema con un método más sutil, pues esto le llevaría demasiado lejos del tema.[191] Las dife-

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rencias que se advierten en la estructura del alma no podrían proyec­tarse sobre las diversas clases profesionales del estado si no se diesen ya en el alma misma como elementos diferenciales.[192] Así como el cuerpo puede moverse con una de sus partes y al mismo tiempo estar parado con otra, en nuestra alma el elemento impulsivo se afana, mientras la razón pensante señala de por sí límites a ese afán y la parte animosa se halla en condiciones de intervenir en este pleito refrenando el afán y apoyando como aliada los dictados de la razón.[193]En el alma hay fuerzas retentivas y fuerzas propulsoras, y del con­cierto entre ellas surge la unidad armónica de la personalidad. Esta unidad interior sólo puede establecerse a condición de que cada una de las partes del alma "haga lo suyo". La razón está llamada a mandar; la función del ánimo es obedecer y apoyar a aquélla.[194] La sinfonía del alma es el resultado de una combinación acertada de dos elementos: la música y la gimnasia.[195] Esta cultura pone en tensión el espíritu y lo nutre de bellos pensamientos y conocimientos, aflo­jando las riendas del ánimo mediante exhortaciones constantes y edu­cándolo por la armonía y el ritmo. Una vez educadas, y cuando una de ellas haya aprendido bien su papel, ambas deberán guiar conjun­tamente los impulsos del hombre. Éstos forman la parte mayor del alma de cada hombre y son insaciables por naturaleza. No se les pue­de mover jamás a "hacer lo suyo" mediante el cumplimiento de sus deseos. Esto les engrandecería y fortalecería, pero les permitiría apo­derarse del mando y echar por tierra la vida toda.[196]

La justicia no consiste, pues, en el orden orgánico del estado por virtud del cual el zapatero debe trabajar como zapatero y el sastre desempeñar su oficio de sastre.[197] Consiste en la conformación inte­rior del alma con arreglo a la cual cada una de sus partes hace lo que le corresponde y el hombre es capaz de dominarse y de enlazar en una unidad la variedad contradictoria de sus fuerzas interiores.[198]Si damos a esta teoría, por analogía con la concepción orgánica del estado, el nombre de concepción orgánica del cosmos del alma, llega­mos por fin al punto en que reside el verdadero centro del estado y la educación Platónica. Nos encontramos de nuevo aquí, en este 637 pasaje decisivo, con el paralelo entre el médico y el estadista, que con tanta fuerza se acusaba ya en el Gorgias.[199] La justicia es la salud del alma, siempre y cuando que concibamos ésta como el valor moral de la personalidad.[200] No consiste solamente en actos concretos, sino en la e(/cij interior, en una conformación constante de la "buena voluntad".[201] Así como la salud es el bien supremo del cuerpo, la justicia es el bien supremo del alma. Con esto, queda expuesta al más completo ridículo la pregunta de si será saludable y útil para la vida,[202] puesto que es la salud misma del alma, y todo lo que sea desviarse de sus normas no representa más que enfermedad y dege­neración.[203] Por tanto, la vida sin justicia no es digna de ser vivida, lo mismo que no merece la pena de vivirse una vida sin salud física.[204] Pero la riqueza de la analogía entre el problema médico y el político no se agota, ni mucho menos, por el hecho de revelar la justicia como un ser interior sustraído a todos los cambios y vicisi­tudes de los poderes exteriores y, por tanto, como una órbita de verdadera libertad. Platón saca inmediatamente de aquí otra conse­cuencia, la de que si sólo existe una forma de justicia, existen, en cambio, muchas formas de degeneración de ella, con lo cual despierta de nuevo en nosotros el recuerdo de la medicina y la salud. Frente al estado "natural" de la justicia y del alma justa, que a aquélla corresponde, aparece así una pluralidad de formas degeneradas del estado y del alma.[205] La misión de la educación, que hasta aquí parecía limitarse a la formación del tipo normal y "natural" del alma sana, se extiende así de golpe para abarcar una gran órbita nueva: la del conocimiento de las modalidades anormales del estado y de las formas de degeneración de la cultura del individuo que a ellas co­rresponden.[206] La unión de ambas partes, la fisiología y la patología de la virtud, para formar una sola, filosofía de la educación, condi­ciona esencialmente la composición del estado Platónico y sólo puede comprenderse y justificarse tomando como modelo la ciencia médica. Pero Sócrates no entra a desarrollar a fondo esta sugestiva eidología patológica, pues le sale al paso el problema de la educación de la 638 mujer y del niño y de la posición que ocupa dentro de su estado.[207]
Y con ello comienza un nuevo acto del gran drama filosófico de la paideia.

LA EDUCACIÓN DE LA MUJER Y DEL NIÑO


No hay en el estado Platónico ningún rasgo que haya producido una sensación tan grande entre los contemporáneos y en la posteridad como la digresión sobre el régimen de comunidad de mujeres e hijos entre los "guardianes". El propio Platón tiene que vencer cierta re­sistencia para expresar en la República su criterio paradójico acerca de este punto, pues teme la tempestad de indignación que habrá de levantar.[208] Sin embargo, lo que a este propósito tiene que decir es para él la consecuencia lógica de la paideia recomendada para los "guardianes".[209] Quien se educa como ellos para entregarse por com­pleto al servicio de la colectividad, quien no tiene casa propia ni propiedad alguna, ni una vida privada ¿cómo podrá tener y regentar una familia? Si se considera que toda acumulación de propiedad individual es reprobable porque fomenta el egoísmo económico fa­miliar, entorpeciendo con ello la realización de la verdadera unidad entre los ciudadanos, es natural que Platón no se detenga tampoco ante la familia como institución jurídica y ética, sino que la sacrifique también al igual que lo demás.

Es éste el punto en que con mayor claridad se destaca el carácter utópico de la República. Sin embargo, la idea Platónica del estado, con su exaltación mística del valor de la unidad social, no admite transacciones ni términos medios. Claro está que Platón no llega a aportar nunca la prometida prueba de que esta revolución moral y social que predica sea factible,[210] y la demostración de que es con­veniente se basa exclusivamente en su necesidad como medio para llegar a aquella unidad absoluta, restringiendo los derechos del indi­viduo. En la práctica, el intento de poner al individuo permanente­mente al servicio del estado,[211] tiene que conducir necesariamente a una serie de conflictos con la vida familiar. En Esparta, donde el 639 hombre de la clase dominante vivía entregado casi por entero, durante toda su vida, al cumplimiento de sus deberes militares y cívicos, la vida de familia desempeñaba sólo un papel secundario y las cos­tumbres de la mujer en este estado tan severo en todo lo demás tenían en Grecia fama de licenciosas. Conocemos sobre todo, a través de Aristóteles, la crítica de la vida matrimonial espartana.[212] Esta situa­ción debía datar ya de muy atrás, pues la falta de disciplina de las heroicas mujeres de Esparta había llamado ya la atención de los grie­gos con motivo de la irrupción de las tropas tebanas después de la batalla de Leuctra.[213] La afinidad del estado Platónico con Esparta en lo que se refiere precisamente a la ausencia de una vida fami­liar en la clase dominante, era tanto más comprensible cuanto que Platón toma también de allí la institución de las comidas públicas de los hombres.[214] Tal vez ésta fuese para él una razón más para haber resuelto de cualquier otro modo el problema de la posición de la mujer y de sus relaciones con el hombre y los hijos. Su comu­nidad de mujeres e hijos se limita, cosa muy significativa, a la clase de los "guardianes", que se hallan al servicio directo del estado, y no se hace extensiva a la masa de la población trabajadora. La Iglesia habría de resolver más tarde este mismo problema imponiendo el deber del celibato a los sacerdotes, que representan en ella la clase dominante. Pero Platón, que personalmente era célibe, no creía que esta fórmula pudiese tomarse en consideración dentro de su estado, no sólo por la razón negativa de que desde su punto de vista el matrimonio no ocupaba una fase más baja de moral que el celibato, sino porque la minoría dominante dentro de su estado representa la selección física y espiritual de toda la población, de la que no se po­dría prescindir para procrear una nueva selección. El motivo de la exclusión de toda posesión individual, incluyendo la de la mujer, com­binada con el principio de la selección racial conduce, para los "guar­dianes", al postulado de la comunidad de las mujeres y los hijos.

Platón coloca en primer lugar el problema de la educación de las futuras esposas de los "guardianes". En su estado, éstas no deben ser sólo mujeres, sino contribuir también con los hombres a su fun­ción de "guardianes".[215] Platón cree en la capacidad de la mujer para cooperar creadoramente en la vida de la comunidad, pero no busca esta cooperación allí donde parece que debía buscarla, en la familia. No comparte la opinión dominante en su país según la cual la mujer se halla destinada por la naturaleza exclusivamente a parir y criar hijos y a regentar la casa. Es cierto que reconoce que la mujer en general es más débil que el hombre, pero no cree que esto 640 sea obstáculo para compartir las funciones y los deberes de la pro­fesión de "guardián".[216] Y si ha de compartir su profesión con el hombre, es indudable que necesita la misma nutrición (τροφή) que él y la misma cultura (παιδεία). Por tanto, la mujer de la clase domi­nante deberá ser educada en la música y en la gimnasia, al igual que el hombre, y deberá formarse para la guerra lo mismo que él.[217]

Platón prevé con toda claridad las consecuencias a que se expone esta ley y que parecen amenazar con la maldición del ridículo sus innovaciones revolucionarias. Las mujeres deberán alternar desnu­das en la palestra con los hombres, no sólo las jóvenes, sino también las arrugadas mujeres de edad, del mismo modo que en los gimnasios es frecuente ver a muchos hombres ya viejos haciendo sus ejercicios. Pero Platón no cree que esta norma ponga en peligro la moral; y, piénsese de ello lo que se quiera, el mero hecho de que pudiera formu­larse semejante proposición demuestra qué cambio tan enorme de sensibilidad se había operado en cuanto a la posición del hombre ante la mujer desde la época anterior a Pericles, cuando Heródoto, en su relato sobre Giges y Candaules, escribía que al despojarse del vestido la mujer se despojaba también del pudor.[218] Platón observa que los bárbaros consideraban que la desnudez era deshonrosa tam­bién para el hombre y que el sentimiento moral de los griegos del Asia Menor, influidos por aquéllos, guardaba cierta afinidad con este modo de pensar.[219] Tampoco el arte griego de la Antigüedad, y todavía en el siglo v, solía representar a la mujer desnuda. Bajo la influencia de la gimnasia y de su ideal de la areté física y también bajo la acción de su sentimiento de lo moralmente decente y decoroso, la figura del cuerpo desnudo del atleta varón se había convertido des­de hacía largo tiempo en tema fundamental de las artes plásticas.[220]La elección de este tema es precisamente lo que más profundamente distingue al arte griego del arte oriental. Así como en este punto la paideia en forma de gimnasia había trazado el rumbo del arte en cuan­to a su voluntad y a su ethos, el postulado Platónico de la desnudez del cuerpo femenino en la palestra era un signo del cambio de espíritu 641 operado, cambio del que el arte del siglo iv pasó a la representación del cuerpo desnudo de la mujer.[221] Este paso tuvo que representar, necesariamente, para la sensibilidad general, un cambio no mucho me­nos revolucionario que la teoría Platónica de la gimnasia femenina. Platón comprendía que este postulado chocaría contra el modo de ver de la gente, pero ¿acaso hace tanto tiempo, se pregunta, de la implan­tación de la gimnasia desnuda entre los hombres, frente a la misma tempestad de burla e indignación que hoy levanta la propuesta de hacer esa práctica extensiva a la mujer? De acuerdo con la tradición seguida por él, esta práctica había surgido primero en Creta, de donde luego pasó a Esparta, hasta que, por último, se abrió paso en todas las ciudades de Grecia.[222] Según la exposición que Tucídides hace en la parte de su obra llamada "Arqueología", el último residuo de la resistencia contra la desnudez total de los atletas en los juegos olím­picos, el cinturón del atleta, había sido abandonado hacía poco tiem­po y los jónicos lo seguían llevando en aquellas justas.[223] Es po­sible que, para formular su postulado de la gimnasia desnuda de la mujer, Platón tuviese presente también el precedente de Esparta, pues la tradición llegada a nosotros nos habla de que las doncellas esparta­nas hacían sus ejercicios físicos desnudas.

Pero ¿acaso esta invasión de la mujer en la esfera profesional del hombre no se halla en contradicción con el principio Platónico según el cual la justicia, en un estado construido orgánicamente, con siste en que cada cual cumpla la función a él encomendada por la naturaleza? Según este principio, parece que individuos de consti­tución diferente por naturaleza no debieran desempeñar las mismas funciones.[224] Platón considera un error dialéctico semejante aplica­ción de su principio, pues el concepto de la constitución igual o dife­rente se emplea aquí en un sentido absoluto, sin tener en cuenta el tipo especial de actividades con referencia al cual se habla de la igual­dad o diferencia de constitución. Quien no tenga dotes para zapatero, no deberá, indudablemente, abrazar esta profesión, como el que las tiene. Pero el hecho de que una persona posea un cabello abundante y otra, en cambio, propenda a la calvicie, no quiere decir que, a pesar de esta diferencia impuesta por la naturaleza, no sean ambos aptos para ejercer el oficio de zapatero. Es cierto que la diferencia natural entre el hombre y la mujer cala más hondo en su vida que la diferencia señalada en el ejemplo anterior, pero, a pesar de ello ambos pueden poseer las mismas dotes para el desempeño de una 642 profesión.[225] Las valiosas realizaciones del hombre significan, sin duda, una cierta superioridad sobre las de la mujer dentro de la misma especialidad, sin excluir precisamente aquellas que los repre­sentantes del ideal de la mujer casera consideran como femeninas de modo específico, como son la cocina, la repostería y el tejer; pero no existen profesiones asequibles sólo a la mujer o al hombre.[226] Si la mujer es capaz de hacer grandes cosas en materia de medicina o de música ¿por qué no ha de hacerlas también en la gimnasia o en el manejo de las armas? [227] Por tanto, la educación musical y gim­nástica de la mujer no va contra la naturaleza, sino que lo contrario a la naturaleza es el estado de cosas actual, que le impide desarrollar las dotes que le han sido conferidas.[228] Con este postulado, Platón saca la consecuencia de una evolución que arranca ya de la época de Pericles y de Eurípides. Es sabido que en la antigua Atenas la mujer vivía casi siempre en un estado de incultura física y espiritual, dedicada por entero a las labores de la casa. A partir de entonces, encontramos huellas cada vez más frecuentes de la participación de la mujer en las manifestaciones espirituales de su tiempo, especial­mente en sus afanes educativos. La tragedia nos revela en su riqueza cada vez más abundante de figuras importantes de mujer, que ésta había sido descubierta como ser humano, y su derecho a la cultura es también objeto de discusiones públicas.[229] En el cuadro de la cul­tura intelectual de la mujer trazado por Platón figuran también al­gunos rasgos más bien espartanos. Si de sus preceptos descartamos aquellos que tienden a convertir a las mujeres de los "guardianes" en verdaderas amazonas, vemos que el resto corresponde, sobre poco más a menos, al ideal que la cultura femenina moderna se esfuerza en realizar. La aplicación de este programa no sólo es posible para la naturaleza femenina, según Platón, sino que es, además, conveniente en grado sumo, pues este tipo de educación fortalece la unidad del estado, al establecer una unidad completa entre la cultura del hombre y la de la mujer, y, además, confiere a los llamados a gobernar la superioridad sobre los gobernados que exige de ellos su misión.

SELECCIÓN RACIAL Y EDUCACIÓN DE LOS MEJORES


Platón define el estado ideal como gobierno de los mejores. Quiere expresar con ello un postulado que es conforme a la naturaleza y, por tanto, absolutamente obligatorio. Debe investigarse, ante todo, la rela­ción entre esta "aristocracia" en el verdadero sentido de la palabra y las formas constitutivas de la realidad,[230] pues el concepto de los me-

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jores no puede definirse en su pleno sentido mientras no se perfile bien el principio de la selección, es decir, el tipo de educación que ha de darse al grupo reducido de "guardianes" llamados a gobernar. Y como en lo relativo a la educación de la mujer hemos llegado al punto en que ésta, después de completar su cultura musical y gimnástica, es ya apta para cumplir su cometido de madre de la futura generación, el filósofo cree oportuno exponer aquí sus preceptos referentes a las relaciones entre los sexos y a la procreación. Estos preceptos encajan bien en este lugar, no sólo por razones de orden cronológico, sino, además, porque es lo más natural que esta premisa que condiciona la educación de los "guardianes", considerada inexcusable por Platón, se enlace al estudio de la educación de la mujer. Nos referimos a la selección racial de la clase llamada a gobernar.[231] La "aristocracia" Platónica no es una nobleza de nacimiento, un régimen que confiera a los individuos de esta capa social, desde la cuna, el derecho a dirigir en su día el estado. Los incapaces o los indignos deben ser degradados (Cf. supra, p. 630), seleccionándose, en cambio, de tiempo en tiempo, la gente más capaz y más digna del tercer estado para promoverla a la clase dominante. Sin embargo, Platón asigna al nacimiento una im­portancia esencial en la formación de su élite. Su convicción de que, en general, la descendencia de la clase dominante responderá a la ex­celencia de sus progenitores, presupone una cuidadosa selección de los cónyuges. El gobierno de los mejores debe basarse en la mejor edu­cación; ésta exige, a su vez, como terreno de cultivo, las mejores ap­titudes naturales. Era ésta una idea corriente en la época de Platón, que provenía principalmente de la teoría pedagógica de los sofistas.[232] Pero éstos tomaban la physis donde y como la encontraban, sin hacer nada para crearla de un modo consciente. Este postulado formaba más bien parte de la herencia ideológica de la ética de la antigua nobleza griega. Cuanto más arraigada se hallaba en la nobleza la convicción de la φυά, de lo congénito, considerado como el germen de toda ver­dadera virtud, más debía preocuparse, naturalmente, por salvaguardar la preciosa herencia de la sangre. Ya Teognis, en sus poemas ad-monitorios, había profetizado a la nobleza arruinada de su ciudad patria, afanosa de reponerse financieramente mediante el matrimonio con hijas de plebeyos ricos, las desastrosas consecuencias que esta mezcla de razas acarrearía para la conservación de la antigua areté de los nobles.[233] Platón recoge este mismo principio, pero bajo la forma espiritualizada de que los mejores sólo pueden ser engendrados por los mejores[234] y entiende que para asegurarse la pureza de la 644 selección establecida se requiere un régimen especial de procreación, puesto por él bajo el control del estado. El viejo Teognis no había soñado siquiera con llegar a estas consecuencias. Entre la ética racial de Teognis y el sistema Platónico de control del estado cabía, como solución intermedia, la paideia espartana, preocupada de velar por la procreación de una sana descendencia, tratándose de la capa seño­rial de la sociedad. Precisamente por los años de infancia de Platón, este sistema de educación espartana era objeto de grandes discusiones teóricas entre los aristócratas atenienses. Jenofonte considera un ras­go específicamente espartano el que la disciplina rigurosa comience ya a partir de la procreación y el nacimiento del niño.[235] Y del mis­mo postulado arrancaba la obra en prosa de Critias sobre el es­tado de Esparta, en que éste se presentaba como modelo. Exigía que ambos progenitores se sometiesen antes de la concepción y del em­barazo a ejercicios gimnásticos y a una dieta adecuada para fortalecer el organismo.[236] Esta obra nos acerca ya a los medios que rodeaban a Platón. El filósofo debió de oír discutir estas ideas en el círculo en que se desenvolvía su tío Critias y conocería también la obra de éste. Es muy posible que esta obra contribuyese también en otros aspectos a la concepción del estado Platónico. Indudablemente, aque­lla idea con que volvemos a encontrarnos en la época de la Reforma, sostenida por un humanista aristócrata como Ulrich von Hutten y según la cual la nobleza de sangre debía atestiguar su derecho con la posesión de la verdadera virtud, no debía de ser ajena tampoco a la opo­sición noble de la democracia ateniense, pues si no ¿qué títulos de justificación habría podido alegar en apoyo de sus pretensiones? Platón no reconoce tampoco más que la suprema excelencia humana como expectativa del derecho a ocupar un puesto dirigente en el estado. Pero lo que él se propone no es educar en la areté una nobleza de sangre ya existente, sino formar una nueva élite mediante la selección de los representantes de la suprema areté.

Este propósito lleva a Platón, consecuente con su sistema de negar a los "guardianes" de su estado el derecho a poseer nada y a tener una vida privada propia, a la decisión de abolir también para ellos la institución del matrimonio, considerado como una convivencia per­manente de hombre y mujer, sustituyéndolo por una unión puramente transitoria de sexos, como institución impersonal de procreación de la raza. Ninguna de sus medidas expresa de un modo más brusco y más en pugna con nuestros sentimientos el sacrificio del individuo ante el estado, impuesto al "regente". Cuando Platón, en otro pasaje, define el postulado según el cual los "guardianes" no deben tener nada propio diciendo que no poseerán literalmente nada a excepción de su cuerpo, aún se queda corto, si tenemos en cuenta lo que luego dispone acerca de las relaciones entre los sexos, a menos que al  645 expresarse así quiera referirse exclusivamente a la "tenencia" del cuer­po y no a la libertad para usarlo. Es cierto que nos dice cómo la coeducación de los muchachos de ambos sexos hace nacer entre ellos relaciones amorosas,[237] lo cual presupone ciertos sentimientos per­sonales. Pero se les prohibe dejarse llevar de estos sentimientos y concertar uniones que la autoridad competente no apruebe.[238] El modo deliberadamente oscuro en que se expresa Platón no permite dudar que, al decir esto, no quiere referirse precisamente a un requisito puramente formal, sino a una autorización efectiva de la superioridad, basada en el conocimiento propio de las personas y que le permite aplicar la selección que considere "más saludable". Tal es la defini­ción Platónica de lo que él llama "el sagrado connubio".[239] Se trata, evidentemente, de rodear de un cierto nimbo mediante la consagración religiosa la unión de los sexos, supliendo de este modo la comunidad permanente de vida por medio del matrimonio. A la misma finali­dad responde también la institución de fiestas especiales para unir a las parejas entre himnos y sacrificios religiosos.[240] Pero en la selec­ción de la esposa no intervienen para nada el sentimiento personal ni la voluntad propia. Platón permite incluso que las autoridades empleen el fraude y el engaño para unir, en bien de la colectividad, a los mejores hombres con las mejores mujeres y a los peores con las peores.[241] El número de uniones se supedita al número de hombres que el estado necesita.[242] Como, según Platón, el estado perfecto pros­pera mejor en condiciones fáciles de calcular que con una masa hu­mana difusamente mezclada y el censo de población debe ser limitado, esta norma no tiende a fomentar el número de nacimientos, sino, por el contrario, a limitarlo. La política racial de Platón no se dirige a aumentar la cantidad de los ciudadanos, sino a mejorar su calidad.

Por la misma razón, se limita la posibilidad de procrear a una edad determinada. Las mujeres no deberán dar hijos al estado sino entre los veinte y los cuarenta años, y los hombres no podrán engen­drarlos más que de los treinta años a los cincuenta y cinco.[243] Son los años de la plenitud de energía (ακμή) ; no se reconoce el derecho a procrear a la juventud ni a la vejez.[244] Estas medidas eugenésicas de Platón, basadas en sus propósitos educativos, siguen las normas de la medicina griega, que consagró siempre una atención especial al problema de la edad más adecuada para tener hijos. El estado Platónico favorece desde arriba la unión de los mejores hombres y mu-

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jeres, y pone obstáculos dentro de lo posible a los menos aptos.[245]El cuidado de los recién nacidos debe sustraerse en absoluto a las madres. En una parte aislada de la ciudad se instalarán lugares para criar a los niños de pecho sanos, a cargo de mujeres destinadas espe­cialmente a ello. Las madres sólo tendrían acceso a los niños para darles de mamar, pero no conocerán siquiera a sus hijos propios, pues deberán quererlos a todos por igual.[246] La fuerza del instinto natural de la familia era muy acusada entre los griegos. Platón lo sabía bien y no quería que se perdiese como medio de cohesión de la comunidad. Lo único que quería era evitar la disociación en que se traducía y extender a todo el conjunto de los ciudadanos el senti­miento de solidaridad que une a los miembros de una familia. Pre­tendía unir al estado, en cierto modo, como si fuese una gran familia en que todos los padres se sienten padres y educadores de todos los hijos y éstos abrigan hacia todos los adultos el mismo respeto que si fuesen sus progenitores y educadores.[247] La suprema meta de Platón era conseguir que las alegrías y los dolores de cada uno fuesen las alegrías y los dolores de todos.[248] Su axioma es que un estado así será el mejor de los estados, por ser el más unido, aquel en que mayor cantidad de personas entienden por "mío" no algo individual y dis­tinto, sino una y la misma cosa.[249] La metáfora del cuerpo, que experimenta como un todo el dolor de uno de sus miembros, aunque sólo se trate del pinchazo de un dedo, ilustra plásticamente esta idea de unidad de Platón y revela gráficamente, al mismo tiempo, la rela­ción que existe entre su posición radical ante la familia y el individuo y su concepción orgánica del estado.[250] La vida y la acción de cada miembro recibe del todo su sentido y su valor. La comunidad (κοινωνία) une; la particularidad (i)di/wsij) separa.[251] Platón no in­tenta hacer extensivos los corolarios fundamentales que de este prin­cipio se derivan al matrimonio dentro de la clase del estado dedicada al lucro ni a la que tiene a su cargo la alimentación. Limita su vigen­cia a la clase de los encargados de gobernar y defender el estado. Por tanto, si el estado forma una unidad, es principalmente a través de éstos. La forma, en segundo lugar, por la sumisión voluntaria a que el desinterés de los de arriba moverá, según confía Platón, a los de abajo. En este estado, los "regentes" no serán considerados por el pueblo como señores, sino como auxiliares, y no lo tratarán como a un vasallo, sino como a su base de sustento.[252]

Ahora bien ¿de dónde se derivan los títulos de legitimidad y el valor del todo, es decir, del estado? ¿Acaso el concepto de la totali­dad y la comunidad no puede definirse en un sentido y en una extensión muy distintos? Para la mentalidad moderna, lo más lógico 647 es considerar la nación como la llamada por la naturaleza y por la historia a ser el soporte de este todo, viendo en el estado la forma bajo la cual existe y actúa políticamente la nación. En este caso, la selección física de los futuros "regentes" tendría como razón de ser el fomentar la nobleza racial de una determinada nación con arreglo a su propia peculiaridad. Pero no es así como piensa Platón. El es­tado ideal que Platón se representa es el estado-ciudad. Su criterio coincide en este punto con la realidad de la vida política, tal como se había ido desarrollando a lo largo de la historia de Grecia. Alguna que otra vez califica a su estado de ciudad griega,[253] pero no repre­senta la nación de los griegos, sino que a su lado coexisten otros estados helénicos, con los que aquélla puede hallarse en paz o en guerra.[254] No es, pues, la estirpe griega de sus habitantes lo que sirve de fundamento a su existencia como estado. El estado ideal de Platón podría realizarse lo mismo entre los bárbaros, y hasta es posible que haya existido alguna vez entre ellos, en tiempos pasados, sin conocimiento nuestro.[255] Lo que infunde su valor al todo estatal de Platón no es el material étnico de que está formado, sino su perfección como un todo. Esta perfección se basa en la unidad com­pleta del nuevo estado y de sus partes.[256] Y de esto hay que arrancar también para comprender su carácter como estado-ciudad. Si Platón no concibe su República como un gran estado nacional o como un imperio universal, sino como un estado-polis, no es, ni mucho menos, como a primera vista podríamos pensar con nuestra pretendida men­talidad histórica, simplemente porque el filósofo se aferré a lo que brinda a su experiencia política el azar de la tradición histórica, sino por razones vinculadas en su ideal absoluto. Un estado como éste, de poca extensión, pero firme y coherente, formará, tal como Platón lo concibe, una unidad más completa que cualquier otro estado de su­perficie más extensa o de mayor densidad de población.[257] La idea que los griegos tenían de la vida política sólo podía desarrollarse, en toda su incomparable intensidad, dentro de la polis y perecía al pe­recer ésta. A los ojos de Platón, su estado tenía más de estado que cualquier otro. Estaba convencido de que el hombre alcanzaría en 648 él la forma suprema de la virtud y de la dicha humanas.[258] Y la selección racial por él preconizada se halla, lo mismo que la educa­ción a la que debe servir de base, enteramente al servicio de este ideal.

LA EDUCACIÓN DE LOS GUERREROS Y LA REFORMA DEL DERECHO

DE GUERRA


Aunque el hecho de que sus habitantes pertenezcan a la misma na­ción no constituye el factor determinante de la existencia del estado Platónico, en éste se acusa también claramente la importancia cada vez mayor que el sentimiento de la solidaridad nacional va adqui­riendo entre los griegos del siglo iv.[259] Este sentimiento se convierte, para Platón, en fuente de nuevas normas éticas sobre el modo de conducir la guerra. Platón establece a este propósito una serie de prin­cipios que nos hemos acostumbrado a concebir como normas de dere­cho internacional, porque en las condiciones actuales del mundo las guerras suelen ser luchas entre estados de diferente nacionalidad y las reglas que las gobiernan no se basan en el derecho propio de las distintas naciones, sino en convenciones internacionales. Pero entre los griegos el caso normal de la guerra, mientras conservaron su li­bertad política, fue siempre la guerra de unos estados griegos contra otros, pues aunque con frecuencia se viesen también envueltos en sus luchas gentes de otra nacionalidad, la guerra librada exclusivamente contra naciones no helénicas representa una rara excepción. Por eso las reglas que da Platón sobre el modo de hacer la guerra recaen en primer lugar sobre las guerras de griegos contra griegos.[260] Sin em­bargo, estas reglas no descansan, ni siquiera dentro de este campo restringido de acción, en tratados de unos estados con otros. Platón las formula, en primer término, como preceptos para su estado ideal simplemente, sin poder predecir que eso solo asegure su aceptación por parte de los otros estados. Sus reglas sobre el modo de hacer la guerra entre griegos existen sólo como parte de un código de ética de la guerra, que el filósofo toma como base para la educación de sus "guardianes".[261]

En los libros de la República que tratan de la cultura música y gimnástica de los "guardianes" se habla muy poco, ciertamente, de su educación para la guerra. Es cierto que allí Platón mutila en Homero los pasajes que pueden, según él, infundir a los futuros guerreros 649 el miedo a la muerte, y a propósito de la gimnasia señala de modo expreso, como finalidad última del desarrollo físico, la finalidad mi­litar para evitar que degenere en un entrenamiento atlético.[262] Pero no dice nada de cómo ha de fomentarse en los "guardianes" el espí­ritu guerrero. Sólo mucho después de poner fin a la exposición refe­rente a su cultura música y gimnástica, después de tratar de la educa­ción de la mujer y de la comunidad de esposas, entra a hablar de la educación guerrera de los "guardianes". La enlaza a la crianza (τροφή) de los hijos, a quienes debe acostumbrarse ya desde peque­ños a las impresiones guerreras.[263] Pero esto no es más que la ocasión que él busca para exponer toda su ética de la guerra, que guarda de por sí muy poca relación con la edad infantil.[264] Se trata, en reali­dad, de un apéndice, separado de un modo extraño del tema principal, que es el de la educación de los "guardianes".[265] Esta división de la materia entraña un problema cuya importancia trasciende de la com­posición puramente formal de la obra. El hecho de que Platón se guarde de relacionar estrechamente entre sí la educación guerrera y la paideia gimnástico-música de los "guardianes" no obedece a la cir­cunstancia externa de que la educación guerrera debe arrancar ya de antes de la verdadera paideia. Sin duda, Platón concebía la cultura música y gimnástica como una unidad orgánica establecida por la tradición histórica y justificada por fundamentos de razón, y no que­ría interrumpirla con nada que no formase estrictamente parte de ella. Ya al tratar de la paideia gimnástico-música se esforzaba en es­tablecer una armonía superior del espíritu entre estas dos formas de la cultura helénica, la del alma y la del cuerpo, distintas por natu­raleza.[266] Esta misma preocupación se repite, en una etapa superior, en lo tocante a la relación entre la educación gimnástico-música y la educación guerrera de los "guardianes". Hasta entonces, estas dos formas de educación no habían conseguido combinarse ni entrelazarse plenamente nunca en Grecia. En Esparta la disciplina militar predo­minaba sobre todo lo demás, y en Atenas la educación de los efebos, que se extendía a los hijos de todos los ciudadanos, pero limitándose a dos años de servicio, venía después de la cultura música y de la gimnástica. Platón tiende a hacer confluir en el mismo cauce, en el sistema educativo de su estamento de guerreros, las dos corrientes de la educación tradicional.

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La educación guerrera de los "guardianes" constituye por fuerza una decepción para el soldado profesional moderno, lo mismo que su educación musical para el músico moderno o su educación gimnás­tica para el deportista de hoy. El arte de la guerra, en tiempo de Platón, había alcanzado un alto nivel de desarrollo así en cuanto a la práctica como en cuanto a la estrategia y a la técnica, y la impor­tancia de la maquinaria en el modo de hacer la guerra aumentaba en cada decenio. También en este aspecto se destaca la mayor mo­dernidad de Aristóteles, quien recalca enérgicamente este punto de vista frente a Platón.[267] Este descarta de la educación militar, como hacía al tratar de lo músico y de la gimnasia, todo lo puramente téc­nico, y concentra todos sus postulados en lo que es la paideia en sen­tido estricto.[268] Lo que él se propone es convertir a los hombres y mujeres del estamento de los "guardianes" en verdaderos guerreros. Para él, esto no es, primordialmente, un problema de habilidad en el manejo de las armas, sino que presupone una determinada contex­tura espiritual de la persona en su conjunto. Lo decisivo de la paideia música de Platón es, como veíamos, la formación interior del hom­bre. Por eso tiene que empezar pronto, cuando el alma humana es todavía fácilmente moldeable, para inculcarle de un modo inconsciente lo que más tarde pasará a ser la forma consciente de ella.[269] Exacta­mente lo mismo procede Platón con respecto a la educación guerrera de los soldados de su pequeño pero selecto ejército. Éstos deberán iniciarse en la guerra ya desde la infancia, lo mismo que los hijos de los alfareros aprenden el arte de la alfarería viendo a su padre trabajar o echándole una mano en sus faenas. Los hijos de los "guar­dianes" no deberán recibir una educación peor que éstos.[270] Pero tam­poco deberán correr ningún riesgo cuando se les lleve con ellos a la guerra. Platón adopta providencias especiales para su seguridad. Les destina los superiores de mayor edad más capaces y más expertos como guías y "pedagogos", y se preocupa de que se les aleje rápida­mente de la zona de combate en caso de acontecimientos imprevistos que pudieran ponerlos en contacto directo con la lucha.[271] Pudiera pensarse que la mera contemplación de las batallas es menos eficaz, como medio de educación guerrera, que el adiestramiento regular de la juventud en juegos guerreros en los que ella pueda tomar parte activa.[272] Pero la finalidad perseguida por Platón no es tampoco, en este aspecto, la pericia técnica, sino la formación del ethos. Se trata de un proceso de endurecimiento espiritual por el contacto con la espantosa mecánica de la guerra efectiva. Platón tiene presente sin duda alguna, en este punto, el poema de Tirteo ensalzando la valentía 651 de los antiguos espartanos. El poeta la compara con todos los demás rasgos personales y sociales del hombre, pero ninguno de éstos puede equipararse en un caso grave a lo que representa su valor para la salvación de la patria, pues no sirven para hacer al hombre capaz de "contemplar la sangrienta matanza" y para mantenerse firme ante ella, "mordiéndose los labios". Esta capacidad de contemplación es para Tirteo la suprema prueba de la fuerza del hombre para resistir con valentía.[273] En esto consiste la "experiencia" de la guerra de que habla Platón, y no en atesorar una serie de conocimientos militares. A este postulado se reduce la educación guerrera de los niños; el adiestramiento en el manejo de las armas y el desarrollo de las otras aptitudes propias del soldado se pasa por alto como algo evidente por sí mismo. Y si nuestra interpretación ética de la contemplación (qewrei=n) es acertada, se comprende también que Platón enlace a ella toda una ética del arte de la guerra, en la que se dan leyes para la conducta de los guerreros entre sí y ante el enemigo. La mayor de las infamias es abandonar las filas, arrojar las armas e incurrir en cualquier otra falta semejante por cobardía. Platón castiga al gue­rrero que la comete degradándolo al estamento de las gentes dedicadas al lucro y lo convierte en artesano o campesino. Este tipo de castigo, en vez de la atimia, pérdida de los derechos civiles, que solía apli­carse en Grecia, corresponde a la posición que los guerreros ocupan en el "estado ideal".[274] Los individuos pertenecientes al estamento dedicado a actividades de lucro se califican también de ciudadanos, pero son, como indica precisamente este castigo, ciudadanos de segunda categoría.[275] El que cae vivo en manos del enemigo no es rescatado, sino entregado al adversario como botín.[276] Esto significa, según las reglas del antiguo derecho de guerra, una de dos cosas: o su venta como esclavo o su muerte. Los que se distinguen en la lucha son co­ronados y felicitados. Se les conceden también privilegios especiales de carácter erótico, como suele ocurrir en todas las guerras. Aunque Platón no admite los "matrimonios de guerra", y la forma que las relaciones sexuales revisten en tiempo de guerra corresponde también a sus reglas sobre la selección de los mejores, los más valientes gozan precisamente por ello de preferencias y se hacen a sus inclinaciones 652 personales concesiones que fuera de este caso no se admiten nunca en el estado Platónico.[277] Con cierto humorismo, deja que también en este caso excepcional rija la ética de Homero, quien honra a Áyax, des­pués de una gloriosa lucha, con el don enaltecedor y fortalecedor de todo un lomo de buey.[278] Al héroe se dedican, en los sacrificios y en las fiestas, himnos y recompensas de este tipo: lugares de honor, bebidas y comidas de honor. Los que caen en gloriosa lucha son in­cluidos en el linaje de oro, es decir, son elevados a héroes y se les da por tumba una gruta a la que hay que acercarse con religiosa venera­ción.[279] Pero también los que sobreviven y mueren de viejos después de una vida cargada de méritos reciben a su muerte los mismos ho­nores.[280] Esta ética de la guerra recuerda por su estructura y su con­tenido el poema de Tirteo que ensalza la valentía del guerrero ante el enemigo como la suprema virtud y revela todo el sistema de recom­pensa para los caídos y los supervivientes sobre que descansa el edi­ficio del estado espartano. Este poema ha sido enjuiciado en su lugar oportuno por nosotros, como monumento de la educación que daba el estado de Esparta a sus ciudadanos.[281] Platón no toma de él como sillar de su estado solamente el rasgo de la "contemplación" de las batallas, sino el sistema de la ética de guerra que le sirve de base. Un problema distinto es el de saber si suscribe también el enjuiciamiento de la valentía como suprema virtud. Esto es incompatible de antemano con la posición predominante que asigna a la justicia desde el momento en que erige sobre ella todo el estado. Al tratar de las Leyes veremos cómo afronta expresamente Platón este postulado señorial de la ética espartana.[282]

Todo lo que la ética de Platón tiene de arcaica, por fuerza natu­ral, en cuanto se refiere a las relaciones de los guerreros del propio estado entre sí y su honor y su infamia lo tiene de moderna en lo tocante a las reglas que da sobre cómo conducirse ante el enemigo.[283]La única fuente de que emanan estas normas es el sentimiento vivo del derecho que alentaba en los griegos de elevada cultura de aquel tiempo. Aquí es donde, según Platón, debe demostrarse el sentimiento nacional, no como fuerza constitutiva del estado, pero sí como traba moral en la lucha de unos estados griegos contra otros. Fue preci­samente la arrolladora política bélica de las ciudades durante la gue­rra del Peloponeso y en los años subsiguientes de progresiva descom­posición del mundo de los estados helénicos lo que fomentó en los mejores el anhelo de paz y de concordia entre los griegos. Y aunque este anhelo pareciese hallarse muy lejos de verse logrado dentro de la realidad política en un mundo que tenía como suprema ley de pen­samiento la autonomía del estado y los intereses particulares de distin-

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tas ciudades soberanas, por lo menos espoleaba la conciencia contra la furia brutal de destrucción con que los griegos guerreaban entre sí. La conciencia de la comunidad de lengua, de costumbres y de estirpe ponía de relieve la brutalidad tanto de los fines como de los métodos en esta clase de lucha. Los griegos se destruían absurdamente a sí mismos al pelear unos contra otros, mientras su país y su civilización se hallaban expuestos por todas partes a una presión cada vez mayor por parte de naciones extrañas y enemigas. Este peligro aumentaba en la misma proporción en que los estados griegos se iban volviendo cada vez más débiles. Los años en que Platón escribió su derecho de guerra panhelénica eran los tiempos de reincorporación del poder de Atenas y de la segunda liga marítima, que sólo logró imponerse al cabo de una larga y difícil guerra contra Esparta y sus aliados. Los postulados de Platón eran, pues, un llamamiento extraordinariamente actual hecho a los grupos de estados beligerantes de la nación griega. Las reglas de Platón están destinadas tanto a la guerra contra griegos como a la guerra contra bárbaros. Pero no se basan en una idea humana general, pues establecen una distinción de principio entre el trato que debe darse a los enemigos griegos y a los que no lo son. El sentimiento humano que postulan rige tan sólo, o rige, por lo menos, fundamentalmente, con los griegos. Éstos son por naturaleza parientes y amigos, mientras que los bárbaros son gentes extrañas y enemigas.[284] Es la misma concepción en que se basa el panhelenismo de Isócrates y en el que se inspiraba Aristóteles cuando aconsejaba a Alejandro que gobernase a los griegos con la hegemonía, pero a los bárbaros con el despotismo.[285] Platón no arranca del prin­cipio general, sino de una norma especial, que encierra una fuerza directa de convicción: la de que es injusto que los griegos esclavicen ciudades griegas.[286] Pero este mismo postulado de tratar a los grie­gos con consideración se razona también invocando el peligro de verse avasallados por los bárbaros. He aquí por qué Platón prohibe la posesión de esclavos griegos en su estado y pide que éste ejerza su influencia sobre otros estados en el mismo sentido.[287] Confía en que ello traerá como resultado el que los griegos se volverán más contra los bárbaros que contra sus propios connacionales.[288] No habla como Isócrates, con el que presenta aquí ciertos puntos de contacto,[289] de la guerra contra los persas como un medio para unir a los griegos, 654 sino que formula su tesis de un modo general. Sin embargo, Platón había de aplicar más tarde, en sus Cartas, la misma política a la situación de los griegos sicilianos frente al peligro cartaginés, razo­nando la necesidad de que se uniesen desde el punto de vista de su defensa contra los bárbaros.[290] Mantiene, pues, una concepción armó­nica con respecto a las relaciones entre los griegos y los bárbaros y considera los encuentros guerreros entre unos y otros como una cosa natural; en cambio, preferiría no hablar de la "guerra" entre griegos, ya que la guerra sólo debiera existir entre extraños y enemigos, nunca entre parientes. Recurriendo a un medio muy usado también por los oradores políticos de la época, distingue entre la guerra (πόλεμος) y la discordia interior (στάσις), recomendando que para designar las luchas de unos helenos contra otros sólo se emplee siempre la segunda expresión.[291] Con ello, las sitúa en el mismo plano que las luchas ventiladas dentro de un estado y les aplica la misma forma del pensamiento jurídico. Por esta razón, prohibe la devastación de los campos y el incendio de las casas, hechos que no son usuales tampoco en las guerras civiles de un estado civilizado del siglo iv, sino que atraen sobre la cabeza de los culpables la maldición de los dioses y los condena como enemigos de la patria.[292] Por eso en una lucha entre griegos no deben considerarse como enemigos todos los habitantes del estado adversario, y los vencedores deben limitarse a ajusfarles las cuentas a los culpables.[293] El daño máximo que Platón permite que se infiera al adversario en estas luchas es la destrucción de sus cosechas.[294] En todos los actos hostiles que se cometen en una guerra contra estados de la misma nacionalidad no debe perderse nunca de vista que la meta natural es la reconciliación con el enemigo y no su destrucción.[295]

Pero al lado de esta ética de la guerra contra griegos encontramos también normas de carácter general que deben regir para todas las guerras sin distinción. El despojar a los caídos sobre el campo de batalla por simple afán de lucro se castiga como indigno de un hom­bre libre, y lo mismo el hecho de impedir que se levanten del campo los muertos. Lo único que un guerrero puede arrebatar al enemigo caído son sus armas.[296] Debe evitarse, sin embargo, la costumbre de colgar en los templos de los dioses como trofeos las armas arrebata­das al enemigo, sobre todo tratándose de armas de griegos, por temor a que con ello los hombres mancillen los lugares santos en vez de honrarlos.[297] Son éstos preceptos inspirados en parte en el res-

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peto de sí mismo, en parte en una fe religiosa acendrada. Estas reglas complementan las que versan sobre el trato que debe darse a los ad­versarios de la misma nacionalidad, en el sentido de que tanto unas como otras tienden a suavizar los métodos de la guerra. El propio Platón confiesa que los griegos distan mucho de comportarse tal como él cree que deben hacerlo. Por tanto, sus reglas no son una simple recopilación de las prácticas de guerra establecidas, sino un ataque audaz contra la realidad existente. Y por el hecho de pedir que el tipo de guerra practicado en su tiempo se reservase de modo exclusivo para las luchas contra los bárbaros, califica indirectamente de bár­baras aquellas costumbres.[298] No debemos olvidar que en la época de Platón el derecho de guerra sancionaba la esclavitud de los prisio­neros; sólo así podremos apreciar todo el progreso de sensibilidad moral que se encierra en estas reglas sobre la guerra preconizadas por él. En la obra De iure belli ac pacis, escrita en el siglo xvii por Hugo Grocio, el gran humanista y padre del moderno derecho inter­nacional, se reconocía todavía como algo no contrario a la naturaleza el derecho a esclavizar a los enemigos en caso de guerra. Al final del capítulo "De iure in captivos", Grocio cita al historiador bizantino Grégoras como testigo de que los romeos y tesalios, los ilíricos, los tribales y los búlgaros, por virtud de una larga tradición y gracias a su comunidad de fe cristiana, observaban como regla el no tomar como botín, en las guerras de unos contra otros, más que las cosas, sin convertir en esclavos a las personas ni matar a nadie fuera de la lucha. Esto quiere decir que sólo bajo el cristianismo se logró, según Grocio, lo que el Sócrates Platónico había predicado en balde a los griegos como un precepto del instinto nacional de propia conserva­ción.[299] Pero el propio Grocio observa que también los mahometanos seguían esta misma regla de derecho internacional en las luchas con­tra gentes de su misma religión. Debemos, por tanto, generalizar su tesis en el sentido de que no fue el estado antiguo, ni fue tampoco la idea nacional del siglo iv, sino la comunidad de fe de las religiones universales, de ámbito extensivo a distintos pueblos, la que sentó las bases que hicieron posible realizar en parte los postulados de Platón. Esta base religiosa era más amplia que la de la propia nación, para la que se establecían las reglas Platónicas. Sin embargo, guardaba cierta afinidad con el esquema trazado por Platón, puesto que tam­poco ella abarcaba abstractamente a toda la humanidad, sino que se identificaba con la comunidad concreta de fe cristiana o mahometana, que seguía hermanando a los pueblos de su misma fe, hasta en caso de guerra.

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EL ESTADO  IDEAL DE  PLATON,  VERDADERA  PATRIA DEL  HOMBRE  FILOSÓFICO


El esbozo del estado ideal queda terminado y se abandona el tema antes de que la obra haya llegado a la mitad y se remonte a toda su altura. El problema que ahora se nos plantea es el de saber si el estado perfecto puede realizarse, y cómo.[300] Al llegar a este punto crítico, Platón, volviendo la vista a su obra desde cierta distancia, toma posición ante ella. "Sócrates" se compara con un pintor que acaba de terminar un cuadro maravilloso: la imagen ideal del hombre perfectamente justo, de su esencia y su felicidad.[301] La importancia del cuadro resalta todavía con mayor fuerza al contrastarse con la fi­gura del hombre perfectamente injusto y su infortunio. Platón llama a su obra un paradigma: es a la par imagen y modelo.[302] El paralelo entre la construcción ideal socrática y la imagen del ser humano más hermoso indica cuál es la verdadera finalidad que Platón persigue con su República. El tema de ésta no es, en primer término, el estado, sino el hombre, con su capacidad para crearlo. Y aunque Platón nos hable además de un paradigma del estado, es evidente que éste no puede compararse con la imagen del ser humano más hermoso.[303] Lo que corresponde a esta imagen es más bien el tipo ideal del hombre verdaderamente justo, que el mismo Platón dice que constituye el objeto de su cuadro.[304] El estado ideal es simplemente el espacio adecuado que necesita para que viva dentro de él su figura. Esta ca­racterización que el propio Platón traza coincide con los resultados de nuestro análisis. La República Platónica es, ante todo, una obra de formación humana. No es una obra política en el sentido usual de lo político, sino en sentido socrático.[305] Pero la gran verdad educativa que la República ilustra plásticamente es la estricta correlación entre la figura y el espacio. No se trata sólo de un principio artístico, sino de una ley del mundo moral. El hombre perfecto sólo puede formarse en un estado perfecto y, viceversa: la formación de este tipo de estado es un problema de formación de hombres. En esto estriba el fundamento de la correlación absoluta que existe entre la estructura interna del hombre y la del estado, entre los tipos de hombre y los tipos de estado. Y esto explica también la tendencia constante de Platón a subrayar la atmósfera pública y su importancia para la for­mación del hombre.

Pero Platón nos da también sugestiones respecto a la actitud que debe adoptar ante la "pintura" filosófica de Sócrates quien desee es-

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tudiarla. Todo paradigma es algo absolutamente perfecto que admi­ramos, lo mismo si puede convertirse en realidad que si no puede.[306]Ya el mismo concepto de paradigma lleva implícita la imposibilidad de su plena realización, como no sea, a lo sumo, en forma aproxima-tiva.[307] Reconocer esto no significa tildar al ideal como tal de imper­fección. Como obra filosófica de arte, conserva siempre, lo mismo que la imagen del ser humano más hermoso, su valor de belleza, el cual es independiente de toda consideración de orden práctico. Sin embar­go, la caracterización de la imagen socrática como modelo envuelve también una cierta relación con el insaciable impulso humano de imi­tación. Sobre estos dos conceptos procedentes de la primitiva Grecia, el de paradigma y el de mimesis, modelo e imitación, descansa toda la paideia griega. La República de Platón representa una nueva etapa dentro de ella. La retórica de su tiempo hablaba de paradigmas míti­cos e históricos, y los aplicaba como dechados y modelos de conducta, en el arte de la parénesis. Como veíamos más arriba, este modo de pensar de los griegos en forma de paradigmas se remonta hasta la poesía de los tiempos más antiguos, la cual representaba en este sen­tido los sucesos y las figuras del mito.[308] En este modo de considerar el mito se basaba precisamente el ethos educativo de la poesía. Por tanto, cuando Platón dice que su ficción del estado o del hombre ideal es un poema mítico,[309] no quiere expresar tanto su falta de realidad como su carácter paradigmático. Las artes plásticas tienen también su concepto sinónimo del canon, para designar una figura humana que debe considerarse como modelo estético en todas sus formas ν proporciones.[310] Pero el concepto Platónico del paradigma encierra, además, otro factor: el del modelo ético. En este punto, Platón se apoya directamente en la antigua poesía y rivaliza con ella. Tiene conciencia del incentivo de imitación que irradia de las figuras idea­les de la poesía y siente que el pensamiento de la filosofía, proyectado sobre lo general, carece de esta fuerza. Pero ante su ojo poético el concepto general de cada virtud se convierte inmediatamente en el tipo humano que la encarna, la justicia reviste la forma del hombre perfectamente justo.[311] Y el fenómeno no se da sólo en este caso. Su espíritu, acuciado por la necesidad de crear nuevos paradigmas, hace brotar los tipos humanos ideales que corresponden a todas las actitudes y formas de vida morales, y esta personificación a base de tipos se convierte para Platón en un hábito mental fijo. Sobre este 658 fondo hay que proyectar el "estado ideal" y el "hombre verdadera­mente justo" de la República, para comprenderlos. Son modelos de inspiración, que esperan a que, imitándolos, se los convierta en rea­lidad.

Pero ¿cuál es el verdadero punto de partida para su realización? Si el ideal del hombre justo sólo puede tomar cuerpo en un estado perfecto, la educación, llamada a crear este tipo, será en último tér­mino un problema de poder. Es cierto que los estados actuales, como ponía de relieve el Gorgias,[312] convierten la aspiración del poder en un fin en sí, razón por la cual no se hallan capacitados para cumplir la misión educadora en que Platón ve la esencia del estado. Para Platón, será imposible una solución constructiva del problema griego de la formación del hombre en un sentido socrático y, por tanto, la superación de los males de la sociedad presente, mientras no coincidan el poder político y el espíritu filosófico. Así surge aquella famosa tesis Platónica según la cual la miseria política del mundo no termi­nará hasta que los filósofos se conviertan en reyes o los reyes empie­cen a investigar de un modo verdaderamente filosófico.[313] Este pos­tulado ocupa el lugar central de su República. No se trata de una frase ingeniosa incidental, sino de la fórmula que brinda la solución ideal para aquel trágico divorcio entre el estado y la educación filo­sófica que hemos visto en obras anteriores de Platón.[314] Este divorcio había encontrado su expresión simbólica en el problema de la muerte del justo, en torno a cuyo significado giraba su pensamiento anterior. Entonces se presentaba en primer término como una ruptura brutal entre el espíritu y el estado,[315] pero sobre el tumulto de esta gigan-tomaquia se alza luego, en la República, la visión de un nuevo cosmos, que absorbe las obras positivas del orden anterior y se sirve de sus formas. La tesis del reinado de los filósofos se desprende para Platón de la conciencia de que la fuerza constructiva de este nuevo mundo en gestación es la filosofía, es decir, precisamente aquel espíritu que el estado pretendía destruir en la persona de Sócrates. Sólo ella, la fuerza que ha creado en el mundo del pensamiento el estado per­fecto, es capaz de ponerlo en práctica, si se le da el poder necesario para hacerlo.

Es así como la filosofía aparece por vez primera, en la República Platónica, en el primer plano de la atención. Hasta aquí se escondía detrás de su obra la nueva imagen del estado en construcción; ahora, reivindica abiertamente su derecho a ocupar el poder. Esta preten­sión no nace, sin embargo, de un afán de poder al modo usual y sólo en apariencia se halla en contradicción con la anterior actitud crítica que Platón adoptaba ante el estado y su poder.[316] Ya en la misma repudiación de la pleonexia del estado-poder, en el Gorgias, se tras-

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lucía con claridad la propia pretensión de gobernar de la filosofía. Allí Platón no condena el poder como algo "malo en sí"; lo que hace es someter su concepto a un radical esclarecimiento dialéctico que lo limpia de la mácula del egoísmo.[317] Lo libra de la arbitra­riedad y lo reduce de nuevo a la voluntad pura, cuya meta incon­movible es por naturaleza el bien. Ningún ser humano podría enga­ñarse voluntariamente en lo que considera saludable y bueno. El verdadero poder sólo puede consistir en la capacidad de realizar la aspiración natural que mueve al hombre hacia aquella meta. Su pre­misa es, por tanto, el conocimiento real del bien. De este modo, la filosofía se convierte paradójicamente en el camino hacia el verdadero poder. En la República, Platón deduce también el derecho de la filosofía a gobernar directamente del concepto que tiene de ella. Es cierto que este concepto reclama una definición más precisa, tanto más cuanto que se desliza aquí sin previa preparación. Platón em­pieza sorprendiendo al lector con su sugestiva tesis sobre el reinado de los filósofos y luego la razona con una disquisición sobre lo que es el filósofo, tratando de demostrar por qué éste se halla destinado por naturaleza a gobernar.[318] En el momento en que Platón procla­ma por vez primera esta tesis brota en nuestro espíritu el recuerdo de todos aquellos penosos esfuerzos de los anteriores escritos de Platón en torno al problema de una buena conducta, de la verdadera virtud y el verdadero saber, y vemos claramente, de golpe, que todos ellos convergían hacia una meta que ahora descubrimos. Es imposible que en este pasaje de la República Platón dé en pocas palabras una idea de lo que es la filosofía que pueda equipararse por su fuerza de ex­presión a la de sus escritos anteriores. Como ocurre siempre en sus obras, la da por supuesta en vez de definirla. Sin embargo, la com­posición artística de la República requiere la ilusión de que el lector, por decirlo así, se ve obligado aquí por vez primera a meditar seria­mente acerca de la filosofía, y en cierto modo así es la verdad, pues su pretensión de gobernar el estado se presenta bajo un aspecto sor­prendentemente nuevo y hasta sus más sinceros admiradores y ado­radores tienen que sentirse requeridos a adoptar, desde este punto de vista, una nueva posición ante ella.

Nada más cautivador ni impresionante para el estudio de hoy que ver con qué inconmovible confianza en su fuerza coloca Platón la filosofía en el centro de su vida y la enfrenta con los más gigan­tescos problemas prácticos. En su actual aislamiento, a ella misma se le hace difícil comprender que sólo forcejeando con tales proble­mas ha podido forjarse aquel gran carácter que la distingue en su primera fase creadora. La resignada frase de Hegel de que el buho de Atenea sólo en el ocaso emprende el vuelo encierra sin duda una 660 verdad, y la conciencia de ella extiende su sombra trágica sobre el esfuerzo heroico que el espíritu humano se dispone a realizar a úl­tima hora con el intento Platónico de salvación del estado. Sin em­bargo, también aquella cultura declinante poseía aún su juventud, y era la filosofía de Platón la que se sentía como la fuerza juvenil de su tiempo. Por eso se mezcla con el entusiasmo de la joven genera­ción, que Platón, en sus diálogos, gusta de pintar rodeando a Sócrates, para contraponer al estado caduco y escéptico y a la cultura super-sabia de su tiempo una nueva fe. La filosofía sentíase destinada a esto, no porque fuese un poder con gran tradición histórica en cuya ejecutoria figuraban nombres venerables y tipos de pensadores de todas clases, investigadores de la physis, descifradores del enigma del mundo y escrutadores del cosmos, sino por la conciencia de la nueva fuerza que irradiaba de Sócrates y que permitía infundir a la comunidad humana el conocimiento renovado de las verdaderas normas de la vida.

Tal es el aspecto bajo el cual expone Platón lo que es la "filo­sofía" dentro del estado. Traza en unos cuantos rasgos un catecismo de la filosofía, en el que se determina su esencia por medio del ob­jeto de su saber. El filósofo es el hombre que no se entrega a la multiplicidad de las impresiones de sus sentidos, dejándose llevar toda su vida por el oleaje de las simples opiniones, sino que orienta su espíritu hacia la unidad de lo que existe.[319] Sólo él posee un cono­cimiento y un saber en el verdadero sentido de estas palabras; ve a través de la variedad individual de los fenómenos la imagen funda­mental general y permanente de las cosas, la "idea". Sólo él puede decir lo que es en sí justo y bello; las opiniones de la masa acerca de éstas y las demás cosas oscilan en la penumbra entre el no ser y el verdadero ser.[320] Y los estadistas no se diferencian en esto de la masa. Ponen la vista en las diversas constituciones y leyes vigen­tes, como sus modelos, pero tampoco éstas son, como Platón dice en el Político, más que meras imitaciones de la verdad.[321] Por tanto, quien no sepa otra cosa que imitarlas será un simple imitador de imitacio­nes. El filósofo es el hombre que lleva en su alma un paradigma diá­fano.[322] En medio de la inseguridad general, su mirada está clavada en esta forma. La capacidad de reconocerla es la capacidad de visión de que necesita sobre todo el verdadero guardián del estado. Y cuando en el filósofo se unen a ella la experiencia y las demás ventajas ne­cesarias para la dirección práctica del estado, descuella por encima de los estadistas del tipo usual.[323]

Esta caracterización del filósofo contribuye a esclarecer la situa­ción espiritual y el punto de partida de la teoría Platónica sobre el 661 estado. El mal de que, a juicio de Platón, adolece el mundo político y moral es la ausencia de una suprema instancia normativa y legis­lativa. Su creación había sido en otro tiempo el problema del que surgió la democracia. Ésta lo resolvió elevando a poder legislativo la voluntad de la mayoría. Era un sistema basado en el elevado juicio que se tenía del hombre individual, y fue considerada durante mu­cho tiempo como la forma más progresiva de estado. Pero tenía, corno todas, sus imperfecciones humanas. La evolución que sufrió en las grandes ciudades de Grecia fue convirtiéndola cada vez más en instru­mento de agitadores desaprensivos. La educación, en este tipo de es­tado, se halla en manos de esta clase de hombres llamados sofistas. Platón los pinta como una especie de domadores que se dedican toda su vida a estudiar los caprichos de "la gran bestia", de la masa, y saben tocar magníficamente sus diferentes cuerdas, pues entienden a maravilla lo mismo el lenguaje de su cólera que el de su júbilo. Su arte consiste en saber tratarla y en dominarla, adulándola y acomo­dándose con habilidad a su humor variable.[324] De este modo, los ca­prichos de la masa se convierten en suprema pauta de la conducta política y el espíritu de esta adaptación va infiltrándose poco a poco en todas las manifestaciones de la vida. Este sistema de adaptación excluye la posibilidad de una verdadera educación del hombre orien­tada con arreglo a la pauta de los valores permanentes.[325] La crítica socrática de la falta de pericia en el manejo de los asuntos públicos desempeña un papel importante desde el primer momento en las obras de Platón. Ya en el Gorgias compara esta política retórica con la mentalidad de los filósofos, que supeditan todos los actos al conoci­miento del bien como suprema meta.[326] Coincidiendo con esto, en la República hace del conocimiento de la norma suprema, que el filósofo lleva en su alma como paradigma, la piedra de toque del verdadero "regente" del estado.[327]

Situándose en este punto es como hay que comprender la cons­trucción toda de la República. Platón ve en la filosofía la tabla de salvación, porque ofrece la solución a los problemas más candentes de la sociedad humana. Si tomamos como premisa la existencia de este conocimiento de la norma suprema, tal como él lo concibe,[328] es natural que abordemos desde este punto de vista la reconstrucción del estado tambaleante. El trono del estado reconstruido debe ocuparlo el conocimiento de la verdad. Éste no es, por su naturaleza, incum­bencia de muchos, sino sólo de unos cuantos. Platón no parte psico­lógicamente del problema del manejo de la masa. Parte de los pos-

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tillados que el tipo espiritual y moral más elevado de hombre debe formular al estado para poder entregarse con toda el alma a él.[329] Y en nombre de lo más alto que hay en el hombre, postula el reinado del filósofo. Las características de su estado que más resaltan a la vista, su estructuración orgánica en estamentos y el carácter pedagó­gico autoritario de su gobierno, responden únicamente a esa exigencia fundamental de que sea el conocimiento de la verdad absoluta el que impere dentro del estado. Ninguna piedra puede desmontarse ni sus­tituirse por otra, en este edificio tan simple y tan lógicamente per­fecto. Si le quitamos al regente su cualidad de filósofo que se halla en posesión del conocimiento absoluto, le quitamos también, desde el punto de vista de Platón, la base de su autoridad, pues ésta no des­cansa en un carisma personal innato, sino en la fuerza de convicción de la verdad, a la cual todos en este estado se someten libre y volun­tariamente, pues todos se hallan educados dentro de este espíritu. El conocimiento de la norma suprema, que el filósofo alberga en su alma, es la clave de bóveda en el sistema del estado educativo Platónico.

Pero, por muy fundamental que sea la importancia que el conoci­miento de la suprema norma tiene para un estado ideal, el corolario de Platón según el cual sólo los representantes de este saber son los llamados a regentar el estado, tropieza con un obstáculo: la expe­riencia de la incapacidad práctica de los filósofos.[330] Al llegar a este punto, en la República, Platón se debate principalmente con la obje­ción que ya le presentara Calicles en el Gorgias, a saber, la de que la filosofía es buena, indudablemente, "para la paideia", siempre y cuando que se la practique algunos años durante la juventud, pero que, en cambio, considerada como ocupación permanente surte un efecto enervante y hace al hombre incapaz para la vida.[331] Platón rechaza, lo mismo aquí que en el Gorgias, este concepto estrecho de la paideia, que sólo ve en ella un periodo limitado de estudio. Con­testa a esta objeción con una imagen (ei)kw/n) que podría sin mucha imaginación traducirse gráficamente y dar así un dibujo adecuado para la portada de una revista político-satírica.[332] Pinta un capitán de barco muy alto y fuerte, pero bastante sordo y miope y que además ignora en absoluto cuanto se refiere al arte de la navegación. Este capitán es el pueblo. Le rodean los marineros, que discuten el manejo del barco y exigen que se les confíe a ellos. Éstos marineros perso­nifican alegóricamente a las gentes que se creen con derecho a ocupar el puesto supremo dentro del estado y que luchan por conquistar el 663 poder. No creen que la navegación sea un arte que haya que apren­der; cada cual se considera, sin más, capaz de gobernar el barco. Si no se les hace caso y se les entrega el timón, recurren a la violencia y echan lisa y llanamente por la borda a quienes se interponen ante ellos; con estos procedimientos, aturden al verdadero capitán, al único que sabría manejar con seguridad el timón, y le impiden mostrar su capacidad. El barco va deslizándose sobre las aguas, mar adentro, mientras ellos comen y beben alegremente. Ensalzan como un gran navegante a todo el que les ayuda a aterrorizar al capitán y a tomar en sus manos la dirección del barco. En cambio, al único que conoce verdaderamente el manejo de la nave, al hombre que sabe, porque lo ha aprendido, el arte de navegar, lo desprecian como a un soñador y ocioso charlatán.

Platón se esfuerza en distinguir claramente la cultura de su filó­sofo, que se oculta detrás de la imagen del verdadero piloto, de aquella paideia concebida al modo de Calicles, en que los caballeros distin­guidos y amantes de la cultura como él gustan de iniciar a sus hijos durante sus dos buenos años, antes de ponerse en contacto con las llamadas realidades de la vida. Comparada con ésta, la teoría en que se ha formado el capitán del barco es aparentemente muy poco humanista, prosaica y condicionada por un fin. Es una cultura mar­cadamente profesional y encuentra su aplicación y su desarrollo en el ejercicio de la misma profesión. Por consiguiente, Platón no parece suscribir el clamor de los sofistas y los humanistas contra el profesio­nalismo de la cultura. Esta actitud parece paradójica en un hombre como él que tiene en tan alta estima el saber por el saber mismo.[333]Se trata, sin duda, de defender a la paideia Platónica del reproche de ser absolutamente refractaria a un fin, reproche que entre los edu­cadores de su época le hacía sobre todo Isócrates.[334] Lejos de ello, tiene un fin y sirve a una misión, y esta misión es la más alta que pueda tener el hombre: salvar la vida de quienes navegan con el "piloto" en el mismo barco. La imagen del piloto está certeramente elegida para esclarecer dos cosas: la necesidad inexcusable para la colectividad del saber que la caracteriza y la incapacidad del resto de la tripulación para comprender la superioridad de su arte. A pesar de que su saber es indispensable para dirigir el barco, los demás le tienen por un soñador y un ocioso charlatán,[335] porque su trabajo requiere más teoría y más método de los que los otros navegantes alcanzan a imaginarse. En este símil llama la atención la reiteración con que se insiste machaconamente en el arte de la navegación como un arte susceptible de ser aprendido, por oposición a la creencia de los marineros, que lo consideran producto de la simple rutina.[336] Con 664 esto, Platón toma nuevamente del Gorgias el concepto de la techné política allí formulado.[337] Esto nos recuerda a la vez las dudas ini­ciales apuntadas por Sócrates en el Protágoras con respecto a la posi­bilidad de enseñar la virtud política.[338] Claro está que al final del diálogo sus dudas desaparecían, desde el momento en que la virtud se revelaba como el conocimiento del bien.[339] En la República, Platón ya no deja que Sócrates abrigue duda alguna. Con el símil del verdadero arte de la navegación, susceptible de ser aprendido, nos prepara para exponernos a continuación su propio arte de la navega­ción política, o sea la educación filosófica de los "regentes ' del estado.[340]

Sin embargo, el anterior símil no basta, según Platón, para dar por refutada la objeción sobre la incapacidad práctica de los filóso­fos; es simplemente el preludio visible, por decirlo así, para un aná­lisis a fondo de la posición que ocupa el filósofo dentro de la comu­nidad política.[341] El escepticismo general en cuanto a su capacidad política se basa principalmente en razones psicológicas; por tanto, para refutarlo es necesario entrar a examinar la psicología del hombre filosófico. Sin embargo, Platón no considera a éste como un fenómeno aislado. Su análisis es una obra maestra de exposición tipológica que no se limita a enumerar de un modo abstracto las cualidades de una determinada clase de hombres, sino que las enfoca en sus relaciones de interdependencia con el medio social circundante. Platón toma muy en serio las dudas formuladas respecto a la misión política del filósofo. El examen de estas dudas le sirve de ocasión para desem­barazarse de muchos de los que se arrogan el nombre de filósofos. Pero, a la par que hace esto, defiende con tanto mayor tesón la ver­dadera filosofía y considera toda concesión hecha a los críticos como una acusación dirigida contra el mundo. La imagen que traza sobre el destino del filósofo se convierte en una tragedia impresionante. Si hay en las obras de Platón alguna página escrita con sangre de su corazón, es ésta. Ya no es simplemente el destino de Sócrates, con­vertido en símbolo, el que mueve su pluma. Aquí se mezcla con él la historia de su propia ambición suprema y el "fracaso" de sus fuerzas ante la misión que en otro tiempo se había creído llamado específicamente a cumplir.

En rigor, la defensa empieza ya antes de la crítica. Hasta aquí, Platón sólo había definido al filósofo a través del objeto de su 665 saber; [342] ahora, nos da una definición de la naturaleza filosófica,[343]indispensable para poder comprender su tesis sobre los regentes-filó­sofos, sobre todo para el lector actual, que puede fácilmente asociar a la palabra griega incorporada a nuestros idiomas la idea del sabio. Su "filósofo" no es precisamente un profesor de filosofía ni otro representante cualquiera de la '"facultad" filosófica que se arrogue ese título basándose en los pequeños conocimientos que tiene de su espe­cialidad (texnu/drion) .[344] Ni es tampoco, aún menos, un "pensador original ', pues no sería posible que se diesen a un tiempo tantos pensadores como "filósofos" necesita Platón para gobernar su estado. A pesar de que la palabra filósofo encierra en el lenguaje de Platón, como en seguida veremos, un contenido tan grande de disciplina dialéctica de la inteligencia, presenta en primer término un sentimiento más amplio y fundamental, que es el de "amante de la cultura", desig­nándose así la personalidad humana altamente cultivada. Platón se representa al filósofo como un hombre de gran memoria, de rápida percepción y afanoso de saber. Este hombre desprecia todo lo pe­queño, su mirada se remonta siempre al aspecto de conjunto de las cosas y abarca desde una atalaya muy alta la existencia y el tiempo. No tiene en gran estima la vida ni siente gran aprecio por los bienes exteriores. Todo lo que sea jactancia le es ajeno. Es grande en todo, pero sin dejar de poseer por ello cierto encanto. Es un "amigo y pariente" de la verdad, de la justicia, de la valentía, del dominio de sí mismo. Platón cree en la posibilidad de llegar a realizar este tipo de hombre por medio de una selección temprana e ininterrumpida, por obra de una educación ideal y por la madurez de los años.[345] Su imagen del filósofo no corresponde al tipo del discípulo de los sofistas. El "intelectual", cuya característica es la tendencia a criticar constan­temente a otros, es implacablemente fustigado por Platón, que lo expulsa de su templo.[346] Platón hace hincapié en la armonía de es­píritu y carácter. Por eso, resumiendo todo lo anterior, llama a su filósofo, concisamente, el kaloskagathos. el "caballero".[347]

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El reproche de la incapacidad de estos hombres recae en realidad sobre quienes no saben emplear su capacidad. Sin embargo, hombres como éstos no pueden abundar y se hallan además expuestos a innu­merables peligros entre la masa y amenazados continuamente de co­rrupción.[348] El peligro acecha en parte dentro de ellos mismos. Cada una de las dotes apuntadas (la valentía, la propia disciplina, etcétera) se convierte en traba de una formación verdaderamente filosófica si se desarrolla en forma unilateral y separada de las demás.[349] Otros obs­táculos son la belleza, la energía física, los parentescos influyentes y otros bienes de esta clase.[350] El desarrollo sano del hombre se halla condicionado por una buena alimentación, por la estación del año y la comarca; esta norma general que rige para todas las plantas y to­dos los animales, afecta de un modo especial a los temperamentos mejores y más vigorosos.[351] Las almas mejor dotadas degeneran más que las vulgares cuando una mala pedagogía las corrompe.[352] Un temperamento filosófico, llamado a florecer maravillosamente en un terreno propicio, produce como fruto lo contrario de sus grandes dotes cuando se siembra o se planta en el suelo de una mala educación, a menos que una "tyché divina" venga en su salvación.[353]

La idea de este destino inaprehensible para la inteligencia humana y que las mentes piadosas no consideran como fruto del simple azar, sino como la obra de un poder milagroso, aparece repetidas veces mantenida por Platón y siempre precisamente desde este punto de vista.[354] Es la expresión de una interpretación religiosa de experien­cias cuyo carácter paradójico y elevado sentido son experimentados con igual fuerza por él. Esta misma tyché divina ha dejado también su huella en las cartas de Platón. Interpreta, por ejemplo, como una tyché divina el hecho de que durante su primera estancia en Sicilia lograse atraerse al joven Dión como entusiasta partidario de su con­cepción acerca de la misión educativa del estado y de que, decenios más tarde, este hombre se colocase a la cabeza de la revolución que derribó la dictadura de Dionisio. Esto quiere decir, según él, que Platón fue, con su teoría, inconscientemente, la causa de este aconteci­miento histórico preñado de consecuencias, lo cual plantea el pro­blema de saber si ello se debió simplemente al azar o si el filósofo 667 obró como instrumento en manos de un poder superior.[355] Este con­junto de circunstancias adquirió para él en una época posterior, des­pués del fracaso aparente de todos sus intentos encaminados directa­mente a la realización de sus designios, la importancia de un problema religioso. Pues bien, algo de este carácter de una experiencia vivida tiene también, en su República, el relato de cómo los temperamentos filosóficos se salvan milagrosamente de todos los obstáculos con que el ambiente corrompido amenaza desde el primer momento la tra­yectoria de su formación. Lo que infunde su carácter trágico a la existencia del hombre filosófico en este mundo, según Platón, es el hecho de que sólo puede sobreponerse a esos obstáculos por el in­flujo de una gracia o tyché divina especial y de que la mayoría de los hombres de esta clase estén condenados a perecer antes de alcanzar su pleno desarrollo.

Cuando Platón señala como principal peligro para esta clase de hombres una educación inadecuada,[356] parece asentir a los repro­ches de la masa sobre la influencia funesta de los sofistas, dirigidos también contra Sócrates y de que éste fue victima. Pero si algo con­tradice en realidad a su criterio sobre la esencia de la educación es el atribuir a determinados individuos, cualesquiera que sean, una in­fluencia decisiva sobre ella. Toda educación es, según él, función de la comunidad, lo mismo si se halla reglamentada por el estado que si actúa "libremente", y, consecuente con su criterio de que la ver­dadera educación sólo puede realizarse dentro de un estado perfecto, lo que le lleva a erigir en el pensamiento este tipo de estado como marco indispensable para la mejor educación, no importa los defectos de la educación existente a los educadores, sino a la colectividad. Quie­nes culpan a los sofistas de la degeneración de la juventud son, a su vez, los peores sofistas.[357] En realidad, es la influencia del estado y de la sociedad la que educa a los hombres y hace de ellos lo que quiere. Las asambleas del pueblo, los tribunales, el teatro, el ejército y todos los demás conglomerados de masas que se apresuran violen­tamente a vitorear o denigrar lo que dicen los oradores, son los cen­tros en que se forman los hombres de todas las edades, sin que ni los jóvenes ni la educación privada (Ιδιωτική παιδεία) puedan hacer nada para contenerlo.[358] En esta situación, al individuo no le queda más camino que encontrar bien o mal lo que la masa califica así y tomar el juicio de ésta como pauta de su conducta, si es que estima en algo su vida. Ningún carácter, ninguna personalidad puede for­marse como no sea de acuerdo con esta paideia ejercida por la masa, a menos que venga en su salvación la gracia especial de los dioses.[359]Los individuos que se ganan con ello el pan (misqarnou=ntej i)diw~tai) y los que llamamos profesores y educadores sólo pueden educar a la 668 gente en aquello que les ordena la masa y que la opinión pública proscribe. Su terminología respecto a lo que es honrado o infamante es. si bien se mira, la misma que la de la masa.[360] La verdadera falla de la educación sofística, que pretende inculcar a los hombres una cultura superior, está en que todos sus juicios estimativos proce­den de esa fuente. Los educadores son los hombres que mejor com­prenden las palabras y el tono que más gustan a "la gran bestia".[361]Son los hombres que hacen de la adaptación una profesión. Por eso la educación y la pedagogía imperantes son, para Platón, una cari­catura de la verdadera paideia.[362] Ésta, como la salvación de los temperamentos filosóficos, que por lo demás no pueden forjarse sin ella, sólo puede producirse en este mundo en casos aislados, por obra de una gracia divina especial.[363] Aquí se trasluce tácitamente ante el lector la conexión causal entre la salvación personal de Platón y el hecho de que encontrase en Sócrates al verdadero educador. Estamos ante el caso excepcional en que una personalidad individual puede trasmitir a sus discípulos bienes de valor eterno. Pero este educador de educadores, lejos de recibir recompensa alguna, hubo de pagar con la vida su independencia con respecto a la educación de la masa.

Este cuadro tiene como fondo, sin duda alguna, la democracia ate­niense del siglo iv, pero cuando Platón habla aquí de la "masa" se refiere a ella en un sentido general. Cuando la define diciendo que no sabemos nada de lo que es en sí bueno y justo[364] no se refiere al demos ateniense concretamente, sino a la masa en general. El co­nocimiento de lo que es bueno en sí es una característica esencial del filósofo. Para Platón constituye una contradicción consigo mismo hablar de una masa filosófica (filo/sofon plh=qoj).[365] La relación natural entre la masa y la filosofía es, precisamente, la mutua hosti­lidad: la una excluye a la otra. ¿Cómo podrá afirmarse en contra de aquélla el temperamento filosófico y llegar al desarrollo comple­to de su misión interior? Se ve rodeado de gentes que prevén la gran carrera futura de estos hombres altamente dotados y que pre­tenden ganárselos adulando sus instintos menos nobles. Pronostican al joven que llegará a imperar sobre griegos y bárbaros y le hinchan con absurdas y cortesanas figuraciones.[366] Platón piensa indudable­mente, al decir esto, en caracteres como los de Alcibíades y Critias, cuyos defectos habían querido imputársele a Sócrates y a su sistema de educación.[367] No opta por sacudírselos, como hace Jenofonte;

[368] los acepta como antiguos discípulos de la filosofía y los pone como ejemplos de temperamentos filosóficos dotados para llegar a lo más alto, aunque corrompidos luego por el medio ambiente. Hay en estas 669 grandes figuras de aventureros algo de "filosófico"; tienen un gran aliento y un brillo espiritual que los hace descollar sobre la masa. Ésta no puede realizar nunca nada grande, ni en lo bueno ni en lo malo. Sólo los temperamentos filosóficos son capaces de esto; sólo a ellos se les presenta la opción de llegar a ser grandes bienhechores de la humanidad o de figurar entre aquellos genios del mal que infieren a los pueblos el daño más terrible.[369]

Nada nos acerca psicológicamente más al sueño del reinado de los filósofos que el paralelo entre estos temperamentos del tipo de Alci­bíades y el carácter del filósofo Platónico, al que la comparación con aquéllos presta fuerza y color. Este paralelo procede de un hombre que conocía íntimamente a figuras como las que pinta y se sentía del mismo calibre espiritual que ellas, pero que sabía también dónde se bifurcan sus caminos respectivos. Platón enfoca el problema de un modo esotérico, por decirlo así, como una persona que se siente personalmente afectada puede pintar la tragedia del carácter de otro miembro de su familia. La deserción de aquellos hijos arrebataba a la filosofía caracteres cuya misión no era llegar a ser los adversarios diabólicos de la verdad, sino los arcángeles llamados a rodear su trono. Sus vacantes veíanse ocupadas por gentes intrusas, indignas e incapaces de tan alta paideusis y poco apropiadas para fortalecer la confianza de los hombres en la misión de gobierno de los filoso-fos.[370] Estos epígonos son los que rodean a Platón. Son poquísimos los caracteres espirituales que logran sustraerse a la corrupción; tal vez un hombre cultísimo y de carácter noble que se ve obligado a vivir como un extraño en el destierro y a quien este aislamiento in­voluntario sirve de tabla de salvación para no caer bajo las influen­cias corruptoras, un alma grande que acierta a nacer en una ciudad pequeña y que, por despreciarla, se vuelve hacia el mundo espiritual, o el representante de una especialidad que comprende con razón la pequenez de ésta y, volviéndole la espalda, abraza la senda de la fi­losofía.[371] Es, verdaderamente, una extraña asociación la de esta galería de supervivientes en cuyas figuras se acusan con tanta claridad los rasgos de algunos de los adeptos individuales del círculo Platónico.[372] Y es también extraño el tono irónico con que el filósofo se empequeñece a sí mismo inmediatamente después de proclamar se­riamente el derecho de la filosofía a ocupar el trono de este mundo. Este ethos sirve de preámbulo a la siguiente confesión impregnada de la resignación más profunda y con la que Platón pone fin a su defensa de la filosofía.[373]

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"Quien pertenece a este pequeño número y ha llegado a saborear cuanta dulzura y bienaventuranza hay en este bien y ha experimentado también suficientemente los desvarios de la masa y llegado a com­prender que en los manejos de la política nadie hace nada sano y acertado, ni existe ningún aliado con ayuda del cual pueda uno actuar como paladín del derecho y confiar, por lo menos, en sustraerse a una segura destrucción, sino que como el que se ve metido entre bestias salvajes y no puede ni compartir su injusticia ni se siente tampoco con fuerzas para oponerse por sí solo a todas las furias, per­derá la vida, sin provecho para sí ni para otros, antes de poder hacer nada bueno en favor de su patria ni de sus amigos; quien llegue a comprender todo esto, se quedará quieto y se aferrará a su propia faena, como cuando uno, ante una tolvanera y un temporal de agua, se echa a un lado para guarecerse junto a una paredilla del vendaval; y cuando ve cómo los demás viven entre la impureza se siente con­tento de verse limpio de injusticia y de poder vivir trabajando en lo suyo sin acusarse de nada malo, para dejar un día este mundo, al final de su carrera, con la conciencia tranquila, contento y en paz."

El filósofo desciende aquí de la cima de su pretensión ideal de reinar sobre el verdadero estado y retorna con callada modestia al rincón oscuro y humilde[374] que el mundo real le asigna. Ya sabemos qué aspecto tendría el estado que él construiría si tuviese la posibi­lidad de hacerlo. Pero después de planear por los cielos del espíritu, el filósofo vuelve a encontrarse en realidad en el mismo sitio en que le vimos en el Gorgias, duramente asediado y rabiosamente cen­surado por retóricos y políticos. Muy lejos de la creencia de poder trasformar el estado real de su tiempo y rebelándose también contra la idea de lanzarse a la palestra de la lucha política, vuelve a ser lo que era allí: el verdadero hombre ignorado de la opinión del mundo. El centro de gravedad de su existencia queda más allá de la órbita del éxito, el prestigio y el poder, en la que se mueven los grandes a quienes el momento presente acata como tales. Su retraimiento de toda actuación pública constituye su verdadero poder. Ya en la Apología había pintado Platón a Sócrates como el hombre que sabe perfec­tamente por qué su demonio le había prevenido siempre, a lo largo de toda su vida, de actuar en política. Proclama abiertamente ante sus jueces que a la larga nadie puede hacer frente con éxito a la multitud, si pretende oponerse sin rebozo a sus injusticias. Quien real­mente quiera luchar por la justicia tiene que hacerlo en la vida pri­vada, y no como político.[375] Se equivocan, pues, aquellos intérpretes que creen que Platón no abandona su intención primera de actuar prácticamente en el estado de su tiempo hasta que adopta esta actitud en las palabras de resignación citadas más arriba de su República. La Carta séptima dice con toda claridad, y la Apología lo confirma, 671 que la muerte de Sócrates produjo la gran crisis en la voluntad polí­tica de Platón.[376] La trágica confesión que se contiene en la República no se distingue en el fondo de aquélla, aunque se destaque por la fuerza de expresión poética que Platón había adquirido por los largos sufrimientos que este destino le impusiera. La clara renuncia de prin­cipio contenida en la Apología se convierte en una actitud religio­sa, cuyo concentrado recogimiento parece como un examen final de conciencia, al modo de los que aparecen descritos en los mitos ultra-terrenales del Gorgias y de otros diálogos Platónicos.

El hombre filosófico se distingue por el ser ignorado del mundo de todos los ideales anteriores del hombre que habían cobrado for­ma en las obras de los poetas griegos. Todos ellos eran la expresión de una virtud arraigada en la polis real. La comunidad de los ciuda­danos veía reflejarse en aquella poética transfiguración su propia aspiración suprema y su manera de comprender el mundo. La alta imagen Platónica del hombre filosófico y de la virtud filosófica se halla en contraposición con la virtud cívica de la colectividad, que con ello deja de ser tal colectividad. Su involuntario aislamiento responde a la conciencia de perseguir un fin más alto y de poseer un conocimiento más profundo de los verdaderos valores de la vida que los otros, por mucho que éstos predominen numéricamente. El filósofo convierte la necesidad de la minoría en una virtud. La comu­nidad política real se reduce para él a la simple masa. En la imagen del puñado de supervivientes que consiguen salvar y mantener indem­ne su temperamento filosófico a través de todos los peligros se revela una nueva conciencia de la comunidad: la conciencia colectiva del propio círculo de la escuela o de la secta.

El rumbo hacia la creación de esta clase de escuelas representa un hecho histórico de enorme alcance, que todavía hoy contribuye esencialmente a determinar el carácter de las relaciones entre el indi­viduo y la colectividad. Detrás de la escuela o de la colectividad aparece siempre como verdadera fuerza motriz la personalidad espi­ritual, que habla en nombre de su conocimiento y congrega en torno suyo aliados, animados por la misma idea. Aunque Platón trace apa­rentemente una imagen autoritaria del estado, esto no debe hacernos olvidar que su postulado, irrealizable en la política real, de elevar la verdad filosófica a suprema instancia de poder, responde en realidad a una enorme exaltación de las pretensiones de la vigencia de la per­sonalidad espiritual, y no al desconocimiento de su valor. La única consecuencia real en que se traduce esta soberanía espiritual en el pla­no social es la creación de colectividades en forma de escuelas, al modo de la Academia fundada en Atenas por Platón. Profesores y discípulos habían existido siempre, pero sería un anacronismo his­tórico concebir como escuelas de tipo Platónico las colectividades de 672  esta clase que conocernos de la filosofía presocrática. El título prece­dente de la escuela Platónica lo encontramos en el círculo de los pita­góricos del sur de Italia, y la circunstancia de que Platón fundase su Academia inmediatamente después de su primer viaje al occidente griego, en el que tuvo ocasión de entablar un contacto bastante es­trecho con los pitagóricos, indica que entre estos hechos existía una ín­tima relación. Los pitagóricos formaban una asociación con una forma de vida fija y el βίος filosófico de Platón parece presuponer en cierto modo este tipo de vida, si bien el presentar a Pitágoras como el padre del ideal filosófico de vida de tipo Platónico e incluso de la palabra "filosofía" es caer indudablemente dentro del terreno de la leyenda.[377] A pesar de la especulación Platónica sobre el estado, la escuela de Platón no actuaba como grupo político en la vida de su ciudad natal, como actuaban los pitagóricos antes de la destrucción de su orden. En la Carta séptima, Platón expone detalladamente, en relación con la aventura política de su discípulo predilecto Dión de Siracusa. las razones de principio que le llevaban a abstenerse de toda actuación revolucionaria en Atenas. Sus relaciones con su ciudad pa­tria son las del hijo ya adulto y emancipado con respecto a sus padres, cuyos actos y principios no puede aprobar. Expresa esta re­probación cuando lo juzga necesario, pero ella no le exime de los debe­res de la devoción filial ni le autoriza al empleo de la violencia.[378]

La Academia no habría podido existir, en realidad, sino en el seno de la democracia ateniense, la cual dejaba hablar a Platón aun­que criticase a su propio estado. Hacía ya mucho tiempo que en ella se consideraba como un grave error el haber condenado a Sócrates y se veía en su heredero sobre todo al hombre que acrecentaba la fama espiritual de la ciudad, la cual, aunque su posición exterior de poder vacilase, iba convirtiéndose cada vez más en el centro espiritual del mundo helénico. La vida retraída y apartada del mundo de los filósofos de la Academia, sustraída también en el espacio al ruidoso tráfago de la ciudad e instalada sobre la apacible colina verde de Colonos, hizo surgir aquel extraño tipo de hombre que Platón pinta con amorosa ironía en la digresión del Teeteto.[379] Son hombres que no conocen el mercado ni el foro ni la asamblea del pueblo y que sa­ben tan poco acerca de los árboles genealógicos de los linajes distin­guidos como en lo tocante a las novedades que circulan en las ha­blillas de la ciudad. Se hallan tan abstraídos en los problemas mate­máticos y astronómicos y su mirada está tan pendiente de las altas regiones, que se mueven torpemente en el mundo real y tropiezan in-

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cluso en cosas que no representan obstáculo alguno para quienes mar­chan por la vida con los "ojos abiertos" y un poco de "sentido co­mún". Platón se halla tan convencido del valor intrínseco de estos hombres y de la centella divina que llevan en su espíritu, que el hecho inevitable de que la sociedad los desconozca le incita a exagerar la pintura de la imagen externa del filósofo hasta convertirla en cari­catura, para suscitar con ello en el filisteo aquella irritación que tanto complace a los verdaderos amantes de este raro tipo de hombre. Este sentimiento de vida del hombre filosófico encierra un auténtico este­tismo, pero sin las notas de exaltación y vanidad del afán consciente de originalidad. Este retrato debía de ser mucho más parecido al filósofo real que el ideal de la formación armónica del cuerpo y del espíritu que Platón establece en la República para sus "guardianes". Pero lo que dice en el Teeteto acerca de los intereses espirituales del filósofo encaja exactamente dentro del marco, expuesto a continuación, de los estudios que debe seguir en la República el "regente"-filósofo. La trayectoria de estos estudios ilustra en cierto modo la tesis del Teeteto según la cual el saber del filósofo no es algo tan fácil como las percepciones de los sentidos que posee el hombre desde el mo­mento mismo en que nace, sino algo que "brota en él" solamente a fuerza de mucho esfuerzo y de una larga educación (παιδεία).[380] La República nos permite apreciar cuál era la estructura de esta paideia dentro de la Academia Platónica, y en esta parte de su obra Platón no nos brinda sólo un ideal, sino un fragmento de la realidad.

Después que el filósofo desciende a la resignación de la grandeza desconocida y del retraimiento ante el mundo, es difícil retornar a la idea de que representa el hombre llamado a dominar el estado del futuro. El filósofo real, tal como se nos ha revelado últimamente, aparece un poco ridículo ante nosotros, como se le contempla a la luz de aquella aspiración. Pero esto, para Platón, no es sino una nueva ilustración de su teoría botánico-patológica de la influencia perniciosa de un medio ambiente malo sobre la educación. El filósofo es una planta divina que, trasplantada al suelo yermo de los estados actuá­les, tiene necesariamente que degenerar o adaptarse.[381] En cambio, cultivada en las condiciones propicias del estado ideal, revelará su origen divino.[382] En ninguna otra parte se expresa con más claridad que aquí que el estado perfecto de Platón no es sino la forma de la comunidad, necesaria para conseguir un pleno desarrollo de las dotes del temperamento filosófico del hombre. Por otra parte, al erigir al filósofo en el regente de su estado, Platón infunde a éste el espíritu que le garantiza la efectividad de su sistema educativo y el estable­cimiento de una tradición dentro de él. Sólo él satisface el postulado 674  de una suprema instancia creadora en materia de educación, en la que viene a desembocar como último resultado la construcción del estado ideal.[383] La educación filosófica anterior no podía alcanzar su meta suprema de ser una cultura "política ', porque se situaba siempre en una edad falsa. Era, simplemente, "una paideia y una filosofía para adolescentes".[384] Con ello, Platón abraza de nuevo la lucha con­tra el estudio filosófico "encaminado simplemente a la cultura", que caracteriza la práctica de los sofistas.[385] Y proclama su propio pro­grama que infunde al concepto de la cultura un sentido mucho más amplio, concibiéndola como un proceso que abarca la vida toda. El hombre cambiará su modo de enjuiciar el poder educativo del saber cuando aprenda a conocer y contrastar lo que el verdadero saber es. No se ha asimilado todavía la idea de un saber libre, perseguido sólo en gracia al propio saber, sin ninguna otra consideración.[386] Única­mente conoce el saber bajo la forma de ingeniosas y sutiles artes re­tóricas, intrínsecamente carentes de objeto y de alcance y buenas sólo para la mera satisfacción de querellas personales.[387] El hombre tiene que darse cuenta ante todo de que los que ahora considera tales no tienen nada de verdaderos filósofos. La llamada abstracción del filó­sofo con respecto al mundo le parecerá menos despreciable cuando comprenda que quienes consagran su vida al examen del orden divino superior no pueden mezclarse en las envidias y querellas demasiado humanas, en esos pleitos odiosos y esos manejos calumniosos de la clase de hombres que el mundo considera falsamente como los erudi­tos, los intelectuales, y que en realidad no son más que unos intrusos insolentes en la casa de los filósofos.[388] El hombre que aspira a cono­cer el mundo de la existencia pura, ordenado por los dioses y para toda una eternidad, debe ser un hombre en quien rebose el orden divino.[389]

Al igual que en el Teeteto, el tipo del filósofo es aquí, comparado con el Sócrates de las obras anteriores, sorprendentemente parecido al matemático y al astrónomo. En ambas obras, cercanas en el tiem­po, nos encontramos también con la idea, expuesta a propósito de esto, de la adecuación esencial del filósofo a su objeto, lo divino.[390]Sin embargo, en la República no aparece como el destino final del filósofo la vida predominantemente contemplativa que se ve obligado a llevar dentro del mundo circundante actual. En la república ideal, el filósofo saldrá del estado de mera contemplación para abrazar un estado de creación. Se convertirá en "demiurgo" y trocará la única labor creadora que le es dado realizar bajo las circunstancias actua­les, la de su propia formación (e(auto\n pla/ttein), por la de la for­mación de caracteres humanos (h)/qh), ya sea en el campo de la vida  675 privada o en el del servicio público.[391] Se convertirá así en el gran pintor que, a la luz del modelo divino que lleva en su interior, es­tructurará la imagen de la verdadera polis.[392] Esto nos recuerda aquel pasaje en que Sócrates, después de dar los últimos toques a su pro­yecto de estado, se comparaba al pintor que traza la imagen del más hermoso de los hombres; [393] pero aquí no se trata ya de un modelo al que haya de ajustarse la realidad, sino de la imagen de la realidad misma, calcada sobre el paradigma divino albergado en el alma del filósofo. El pintor es el guía del estado y éste el pinax, la tabla sobre la que, después de limpiarla con todo rigor, cobra contorno y color la imagen del hombre nuevo. Mezclando las características de lo eterna­mente justo, bello, prudente, de todas las demás virtudes y de los rasgos que descubrimos en el hombre real, es decir, mezclando la idea y la experiencia, surge ante el artista filosófico, en vez de aquella imagen "semejante a los dioses" (qeoei/kelon) que Homero representa en los hombres de su epopeya, una imagen adecuada a ellos, "seme­jante al hombre" (a)ndrei/kelon).[394]

Platón traza aquí expresamente, una vez más, el paralelo entre la poesía y la filosofía, que guía todo su pensamiento y toda su obra. El filósofo se halla en condiciones de rivalizar victoriosamente con la paideia del poeta, porque tiene un nuevo ideal de hombre. Platón opera en este punto la trasposición de lo épico-heroico a la imagen filosófica del hombre y orienta su obra fundamental sobre el eje hu-manista en torno al cual gira toda la historia del espíritu griego, pues para nosotros existe humanismo allí donde la educación se proyecta conscientemente sobre la imagen esencial del hombre. De este modo, Platón contrapone al mismo tiempo al tipo sofista, que no encerraba ninguno de estos ideales humanos y cuya característica fundamental acaba de definir por la adaptación espiritual al estado real vigente en cada caso, su propio humanismo filosófico. Este humanismo Platónico

no es apolítico por principio, pero no saca su punto de vista político de la realidad del mundo empírico, sino de la idea, que es para él la verdadera realidad. Persevera en su disposición perma­nente y en cierto modo escatológica a entregarse como fuerza auxiliar al mundo divinamente perfecto que pertenece al "porvenir". Pero no puede renunciar a su derecho de crítica frente a ninguna de las formas de la realidad estado, pues su mirada no se dirige a ningún modelo temporal, sino al modelo eterno.[395] Platón coloca simbólicamente la 676 imagen de lo ''humano" o de lo "semejante a lo humano", como él auténtico contenido y el auténtico sentido del verdadero estado, en el vestíbulo de la paideia de los "regentes". La cultura humana es imposible sin una imagen ideal del hombre. La "propia formación", a la que se reduce en realidad, por el momento, la paideia filosófica, adquiere su sentido social más alto al referirla al estado ideal, cuyo camino prepara. Platón no concibe esta relación a "modo de un como si", de una mera ficción, sino que también en este punto dice expresamente que el estado ideal es un estado posible, aunque de difícil realización.[396] De este modo, salvaguarda el concepto del "por­venir", para el que se forma el filósofo, contra el peligro de que se deslice hacia lo imaginario y da a la "vida teórica" del filósofo, con la posibilidad de tomar en todo momento cuerpo en la práctica, una tensión maravillosa de que carece la ciencia fundamentalmente "pura". Esta posición intermedia que ocupa entre la investigación pura desli­gada de todo fin práctico-ético y la cultura meramente práctica, polí­tica, de los sofistas, hace que el humanismo Platónico sea en realidad superior a ambas.




[1] 1 Cf. supra, p. 478       
[2] 2 Cf. supra, pp. 495 s., 504.      
[3] 3 Cf. supra, p. 479.
[4] 3a De la inmensa bibliografía que existe sobre la República Platónica, los libros que más interesan al historiador de la paideia son: E. barker, Greek Political Theory (Londres, 1925) ; R. L. nettleship, Lectures on the Republic of Plato (Londres, 1901) y The Theory of Education in the Republic oj Plato (Chicago, 1906); J. stenzel., Platón der Erzieher (Leipzig, 1928), que contiene profundas interpretaciones de pasajes escogidos y de conceptos fundamentales de la República, y P. friedlaender, Die platonischen Schriften (Berlín, 1930).
[5] 4 La palabra "sistema" (σύστημα) para designar un conjunto de doctrinas científicas o filosóficas, no se emplea antes de la época helenística y es carac­terística de la mentalidad de esta época. Ni el mismo Aristóteles, a quien solemos considerar como el sistemático por antonomasia, emplea todavía la palabra "sis­tema" con esta significación.


[6] 5 Esto se halla relacionado con el paralelo estrictamente mantenido entre el estado y el alma: a Platón sólo le interesa el "tercer estado" como imagen refleja del aspecto impulsivo del alma del hombre.
[7] 6 Platón está pensando en las diferentes funciones morales del alma, en las diferentes formas (ei)/dh) que su actividad moral adopta.
[8] 7  El intérprete neoPlatónico Porfirio subraya correctamente que la teoría de las partes del alma en Platón no es psicología en el sentido corriente, sino psico­logía moral.   Aristóteles no la adopta, en su obra sobre la psicología, pero la usa en  sus  trabajos  éticos.   Su  significado es pedagógico.   Véase   mi  Nemesios  von Emesa  (Berlín, 1913), p. 61.
[9] 8  Como  tal   hemos  considerado  repetidamente  a  la  polis.    Cf.  supra,   pp.  84, 109, 293.  Sin embargo, para Platón no se trata aquí de las relaciones de la paideia como un estado históricamente dado, que la tome como medio político, sino de su proyección sobre la meta divina, la idea del bien, que se levanta en el "centro" del "estado perfecto".
[10] 9  Cf. T. gomperz,  Griechische  Denker, t.  ii, p. 372.   Gomperz sostiene  que la descripción  de la educación de los regentes en la República  (libros 6-7)   es sólo  un pretexto para exponer la  epistemología y  ontología  propias de Platón. En el mismo sentido, Gomperz ve en la educación de los guardianes en los libros 2-3   otro   pretexto   que   hace   posible   para   Platón   examinar   extensamente   toda clase de problemas en los distintos campos de la mitología, la religión, la música, la poesía y la gimnasia.   Como se mostrará con  nuestro análisis de la Repúbli­ca, la esencia de la paideia Platónica requiere todos los elementos que  enumera Gomperz, y hubiera sido imposible ponerla de manifiesto sin relacionarla con ellos en un sentido filosófico.   La paideia no es un mero eslabón externo que hace de la obra un todo; constituye su verdadera unidad interna.

[11] 10  Este ideal científico se ha desarrollado en las ciencias naturales  (science), de  donde  lo  tomó   la  filología,  con   un   desconocimiento  completo   de  su   propia esencia.

[12] 11   Gorg., 521 D.   Cf. supra, p. 539.

[13] 12  Cf. mi disertación "Die griechische Staatsethik  im Zeitalter des Plato", en Humanistische Reden und  Vortrage  (Berlín,  1937), p. 95.

[14] 13 Cf. supra, p. 99.                      
[15] 14 Cf. supra, pp. 142-45.
[16] 15  aristóteles, Pol, II, 7-8.
[17] 16  aristóteles, Pol., II, 7, 1266 b 29-33.
[18] 17  Véase el  "Anónimo  de Jámblico", en diels,   Vorsokratiker, t.  II   (5a  ed.), pp. 400 s.   Cf.  sobre este interesante carácter,  tan representativo  de la época,  R. roller,  Untersuchungen zurn Anonymus lamblichi (Tubinga, 1931).

[19] 18  Uno  del Consejo de la Corona de  Persia  a que  se  alude en  heródoto,  III, 80  s.
de  los  más famosos  ejemplos  de  esta  manera  comparativa  de  consi­derar los distintos tipos de constitución, es la discusión
[20] 19  Cf. supra, p. 108.
[21] 20  Cf. supra, p. 109, nota 7.       
[22] 21 Cf. supra, pp. 105 ss.

[23] 22 Un dato elocuente en cuanto a esta tendencia progresiva a relativizar el concepto del nomos es la tantas veces citada antitesis entre no/mw| y φύσει, en que se contrapone lo que es justo por naturaleza a lo que sólo es por obra de la convención humana. Cf. supra, pp. 296-99.
[24] 23 Cf. supra, p. 526.
[25] 24 Cf. supra, p. 519.

[26] 25 Rep., 338 C.
[27] 26 Rep., 357 A.                       
[28] 27 Rep., 357 B-C.                     
[29] 28 Rep., 359 A.
[30] 29 Rep., 359 D.
[31] 30 Cf. supra, pp. 299 ss.
[32] 31 Rep., 362 E ss.

[33] 32 Rep., 363 A-Ε. Cf. también supra, pp. 76 s., 97, sobre los catálogos de la» recompensas a la areté y la justicia, los perjuicios de la kakia y la hybrís que finirán en las poesías de hesíodo (Erga, 225), tirteo. frag. 9, 30 Diehl: y So-tON, frag. 1, 32 Diehl.
[34] 33 Rep., 364 A ss.                    
[35] 34 Rep., 366 E, 367 Β μ
[36] 35 Adimanto insiste en que al enjuiciar la justicia se prescinda completa­mente de la utilidad social que reporta (367 Β y 367 D), como había sugerido ya Glaucón (361 B). La expresión correspondiente a la utilidad social de la areté es doxa. En la ética griega antigua esta palabra corresponde siempre a la areté y es equivalente a ésta (Cf. supra, pp. 24 s.). Un buen ejemplo de doxa en este sentido (reputación) lo tenemos en solón (frag. 1, 4 Diehl). Por tanto, Platón aquí pretende desligar la areté de su vinculación con esta doxa. Exactamente al contrario procede su coetáneo, el "Anónimo de Jámblico", quien intenta restaurar la virtud cívica tomando como base la doxa. Cf. diels, Vorso-kratiker, t. II (5a ed.), pp. 400 ss. Esta doxa social encierra para Platón ya algo de la mera "apariencia" que caracteriza a la palabra en su crítica del conoci­miento.
[37] 36 Rep., 365 C. 
[38] 37 Cf. supra, p. 596.
[39] 38 Cf. supra, p. 553.                  
[40] 39 Rep., 368 E.                  
[41] 40 Rep., 369 A.
[42] 41 El problema de dónde se manifiesta la justicia en la polis, que se presenta como si surgiese de la nada, se plantea inmediatamente en Rep., 371 E, pero sin que pueda dársele todavía aquí una solución. Se sugiere, sin embargo, que ésta tiene que contenerse necesariamente, de un modo o de otro, en la reglamen­tación de las relaciones mutuas entre los individuos que cooperan de distintos mo­dos dentro del estado.
[43] 42 Rep., 370 A sí.            
[44] 43 Rep., 372 E ss.                        
[45] 44 Rep., 373 E.

[46] 45 Aparece en Leyes, 625 E-628 D, 629 A, pero de aquí no se sigue que Platón tuviese ya el plan de escribir las Leyes cuando redactó la República.

[47] 46 Rep., 374 A-D.

[48] 47 Para la critica, Cf. isócrates, De pace, 44-48, y demóstenes, Fil, i, 20, 47.

[49] 48 La palabra πλάττειν se encuentra empleada varias veces en esta conexión. Cf. Rep., 377 B, C.
[50] 49 Rep., 374 E.

[51] 50 Cf. Rep., 375 A-Ε, y 459 A-B.           
[52] 51 Rep., 375 E.

[53] 52 Su paideia comienza en Rep., 376 C-E.

[54] 53  aristóteles, Ét. nic., X, 10, 1180 a 24.

[55] 54  Cf. infra, lib. iv.

[56] 55 Rep., 376 E.

[57] 56 Rep., 376 E, 377 A.
[58] 57 Rep., 377 A.

[59] 58 Con la idea de "imprimir" o "moldear" (πλάσις, πλάττειν) Platón inculca al lector, con una claridad de visión genial, la esencial función de la poesía y la música, tal como la utilizaba la paideia de la antigua Grecia. Tampoco en este caso estamos ante algo perfectamente nuevo, sino de la asimilación consciente de algo que existía de antiguo y de su importancia comprobada ya desde hacía mu­cho tiempo.
[60] 59 Rep., 377 C.

[61] 60 Cf. supra, p. 168.
[62] 61 Cf. supra, pp. 318 s.
[63] 62 Cf. supra, pp: 64 s.
[64] 63 Rep., 378 C-D.  Cf. jenófanes, frag. 1, 21 Diehl.
[65] 64 jenófanes, frag. 9 Diehl.

[66] 65 esquines, Contra Timarco, 141;  licurgo, Contra Leócrates, 102.
[67] 66 Como es sabido, los estoicos llegaban al extremo en la utilización de los poetas como autoridades. Esto les llevaba a dar al problema del valor de la poesía un trato muy distinto al que le daba Platón. Valiéndose del método ale­górico de interpretación, mantenían en su plenitud la pretensión de los poetas (especialmente Homero) de que se les considerase como la verdadera paideia.

[68] 67 Cf. supra, nota 64 de este capítulo.
[69] 68 Cf. Rep., 337 A: el mito en su conjunto representa una ficción, aunque en­cierra también una parte de verdad.

[70] 69 Cf.  infra, lib. IV.
[71] 70 Rep., 379 A: tu/poi per\ qeologi/aj. Es el pasaje en que aparece por vez primera la palabra teología en la historia del espíritu humano. Platón es su creador.
[72] 71 En Rep., 377 E, Platón compara al poeta que cuenta cosas malas de los dioses al pintor cuyos retratos "no se parecen" al original. Las palabras μηδέν έοικότα están muy bien elegidas, pues expresan al mismo tiempo la falta de parecido y la inadecuación de la idea de Dios, que Platón siente. También jenófanes, frag. 22 Diehl, dice ya que "no se parece a Dios" el moverse de un lado para otro. La palabra pre/pein, que designa la adecuación, expresa origina­riamente, como la palabra homérica e)sike/nai, la idea del parecido. La tragedia del siglo V la emplea siempre en este sentido.

[73] 72 Rep., 379 C.
[74] 73 Rep., 383 C.

[75] 74 Primero viene la crítica de los himnos a los dioses, que responde a los postulados de la verdadera eusebeia (377 E hasta el final del libro π). Con el libro iii comienza la crítica de los pasajes de los poetas que son contrarios a los preceptos de la valentía, a lo que, en 389 D, se enlaza la crítica desde el punto de vista del dominio de sí mismo. Ambas partes de la crítica se refieren al modo de presentar a los héroes en la poesía. A esto parece que debiera seguir inmediatamente la exposición del hombre, examinándose ante todo su coinciden­cia con los preceptos de la verdadera justicia (392 A y 392 C), ya que esta virtud es la única que queda en pie. Pero Platón desplaza esta parte de la critica, pues hice falta esclarecer todavía la verdadera esencia de la justicia.
[76] 75 Cf. infra, lib. iv.             
[77] 76 solón, frag. 22 Diehl.
[78] 77 En mi estudio Tyrtaios Über die wahre Areté, en Sitzungsberichte der Ber· liner Akademie, 1932, p. 556, he estudiado toda una serie de ejemplos especial­mente instructivos de esta trasformación de una poesía famosa en alta autoridad.
[79] 78  Cf.   acerca  de   esto  E.  norden,  Agnostos   Theos,  p.   122,  y  el   apéndice, p. 391.
[80] 79  Leyes, 660 E s.

[81] 80  Este pasaje es instructivo para  establecer la relación  entre lo que llama-"los goce artístico y la misión de la poesía como moldeadora de almas, tal como la concebían los griegos.   No se excluyen el uno a la otra, sino que cuanto más intenso  es   el  goce  mayor es   la  eficacia  formativa   de  una   obra  de   arte  sobre quien la contempla.   Se comprende,  pues, que esta  idea de la formación surgiese precisamente en el pueblo más artístico del mundo, entre los griegos, donde la capacidad del goce estético alcanzó mayor altura que en cualquier otro pueblo de la historia.
[82] 81 Rep., 387 D ss., 389 E.
[83] 82 Rep., 390 E si.

[84] 83 Rep., 391 D.

[85] 84  El estudio de los mitos termina en Rep., 392 C.   A él se enlaza la crítica del estilo del lenguaje.
[86] 85  Esto se observa, aunque de un modo fugaz, en Rep., 373 B.   Cf. también la idea de la imitación ( ei)ka/zein) en 377 E, que comparten como misión el pintor y el poeta.
[87] 86 Rep., 392 D. El concepto de la imitación, que Platón toma como base en esta clasificación de los géneros del arte poético, no es la imitación de cuales­quiera objetos naturales por el hombre, sino el hecho de que el poeta o el pintor se hagan parecidos (o(moiou=n e(auto/n), como personalidad, en todos aquellos ca­sos en que no hablen en primera persona, sino a través de otro.

[88] 87 Rep., 395 A.        
[89] 88 Rep., 395 B-C.
[90] 89 Rep., 396 B.           
[91] 90 Rep., 395 B.
[92] 91 Es evidente que esta caracterización no es aplicable a la imitación en sen­tido amplio, que en la nota 86 de este capítulo hemos distinguido de la imita­ción del poeta o expositor dramático, sino solamente a la segunda, que según Platón incluye también los discursos epopéyicos. Este tipo de imitación, que influye en el cuerpo, la voz y el espíritu del imitador y le hace asimilarse lo imitado como una segunda naturaleza (Rep., 395 D), aparece claramente carac­terizado por Platón como una categoría ética, mientras que la imitación de cual­quier realidad en un sentido artístico es sencillamente indiferente para el carác­ter del que imita. El concepto Platónico de la mimesis dramática, en el sentido de la renuncia a uno mismo, es un concepto paideútico; el de la imitación de la naturaleza un concepto técnico pura y simplemente.
[93] 92 Rep., 395 D-397 B.                
[94] 93 Rep., 395 B-D.
[95] 94  Cf. Rep., 397 A-B y la descripción de las dos clases (ei)/dh) ο los dos tipos (τύποι)   de estilo (λέξις).
[96] 95  Rep., 398 A.        
[97] 96 Rep., 396 E.
[98] 97 Cf. Rep., 398 B-C. El contenido y la forma son a(/ te lekte/on kai\ w(j lekte/on. La primera (α) coincide con la exposición por extenso de los mitos, la segunda (ως) con la del estilo (λέξις). La tercera parte del estudio de la poesía, la música (teri\ w)|dh=j tro/pou kai\ melw~n), comienza en 398 C. Esta clasificación de la poesía en los diversos elementos que la integran se adelanta parcialmente a la construcción de la Poética de Aristóteles. El carácter norma­tivo del estudio lo indica el doble λεκτέον. La norma Platónica es la paidéutica y no la simple perfección técnica de la obra poética.
[99] 98 Rep., 398 D.                     
[100] 99 Rep., 398 D; c{. también 400 A y 400 D.
[101] 100 Leyes, 701 A.
[102] 101 seudo plutarco, De música, c. 27.  horacio, ars Poética, 202 s.

[103] 102 Rep., 400 B.    
[104] 103 Rep., 398 E ss.
[105] 104  Véase infra, p. 620 y Cf. aristóteles, Metaf., A 3, 995 a 9 s.

[106] 105  Rep., 399 A-C.
[107] 106 Rep., 399 C-E.
[108] 107 seudo plutarco, De música, c. 30; Ath., 636 E.
[109] l08 Rep., 399 E.                       
[110] 109 Cf. supra, pp. 126 ss.

[111] 110 También aquí (Rep., 400 A) señala Sócrates al joven Glaucón, hombre culto en la técnica musical, la misión de explicar y definir de un modo más exacto en las armonías los géneros de los ritmos y su número. Sin embargo, lo característico del técnico es ignorar cuanto se refiere al contenido ético de expresión de los distintos ritmos. Indudablemente, Damón era excepcional entre los teóricos de la música. Por ello Sócrates quiere "asesorarse" (400 B) de él para saber qué clase de ritmos (βάσεις) son los adecuados (πρέπουσαι) para cada ethos especial. Es un problema instructivo, pues el tratamiento de los metros en la poesía parte también en la Poética de Aristóteles y en la de Horacio del mismo punto de vista, a saber: qué metros son los más indicados para cada contenido. Asistimos aquí a una continuidad de la tradición anterior a Platón, aunque exista la tendencia a identificar con él este modo paideútico de enfocar el problema de la música. El hecho de que haga que Sócrates recurra a Damón como la gran autoridad con respecto a la teoría de lo adecuado (πρέπον) en este terreno, representa una distinción y un testimonio verdaderamente extra­ordinario en él. Tras ellos no se halla tanto el hecho de que Sócrates fuese discípulo de Damón —una antigua tradición urdida probablemente a base de este pasaje de la República —como la comprobación de que Damón era el ver­dadero autor de la teoría del ethos en la música que Platón toma como base de su paideia de los "guardianes".
[112] 111 aristóteles, Pol., VIII, 5.
[113] 112 aristóteles, Pol., VIII, 5, 1340 a 18-30.

[114] 113  aristóteles, Pol., VIII, 5, 1340 a 30 s.
[115] 114  aristóteles, Pol., VIII, 5, 1340 a 36.
[116] ll5 aristóteles, De sensu, 1, 437 a 5. El modo como valora Platón el ojo hu­mano se trasluce en el predicado "solar" que usa en Rep., 508 Β y en la metáfora "ojo del espíritu", Simp., 219 A.
[117] 116 aristóteles, Pol, VIII, 2, 1337 b 25.
[118] 117 Rep., 401 A.   Quizá la "escultura" está ubicada en el etcétera, 401 A 1-2.
[119] 118 Sócrates tiende a generalizar lo dicho acerca del ethos adecuado en la música, remontándose, por tanto, sobre la teoría de Damón. Éste había descu­bierto el ethos en el campo de la armonía y de los ritmos, pero Sócrates pregunta (400 E) si los jóvenes "guardianes" no deberían "perseguir" por todas partes (pantaxou=) estos elementos (ingenioso juego de palabras), para poder cumplir debidamente su misión. Las bellas artes participan en el ethos en los términos eu)armosti/a, eu)sxhmosu/nh y eu)ruqmi/a. Cf., sin embargo, 400 D, acerca de la pri­macía ética de la música con respecto a las demás artes.

[120] 119 Rep., 401 B-D.
[121] 120 Rep., 401 D.                        
[122] 121 Cf. infra, pp. 667 ss.
[123] 122   Παιδεία y τροφή son al principio términos casi sinónimos.   Cf. esquilo, Los siete, 18.  Cf. supra, p. 20.
[124] 123  Cf. nota 121.

[125] 124  Rep., 401 C: w)/sper au)/ra fe/ronstw=n to/pwn u(gi/eian.
[126] 125  Rep., 401 D: kuriwta/th e)n mousike= trofh/De modo semejante, se llama al verdadero ser o verdadera realidad: h(  kuriwta/th ou)si/a, to\ kuri/wj o)/n.
[127] 126 Rep., 401 E.      
[128] 127 Rep., 402 A.

[129] 128 Carta VII, 343 E-344 B.
[130] 129 Rep., 402 A.
[131] 130 Rep., 402 C.
[132] 131 Rep., 403 C.

[133] 132 Rep., 376 E, 377 A (Cf. supra, pp. 603 s.).
[134] 133 Rep., 403 D.
[135] 134 Rep., 403 E: tou\j tu/pouj u(fhgei=sqai.
[136] l35 Rep., 403 E.
[137] 136 Rep., 404 Β.      
[138] 137 Rep., 404 B.
[139] 138 Cf. Rep., 397 B, 399 D.
[140] 139 A la sofrosyne, la temperancia y la moderación en la música corresponde la salud en la gimnasia. Véase Rep., 404 E. Ambas son el resultado de la sen­cillez.
[141] 140  Rep., 405 A.

[142] 141  Rep., 405 A; Gorg., 464 B  (Cf. supra, p. 516).
[143] 142 Gorg., 464 B.
[144] 143 Rep. 404 E 405 A.   La proporción mousikh/: gugnastikh/ = dikanikkh/: i)atrikh/, aunque no se exprese en la misma fórmula matemática, es la premisa que sirve de base a este pasaje.
[145] 144 Rep., 406 A.
[146] 145  Cf. infra, lib. iv, sobre el desarrollo de la dietética en el siglo iv.
[147] 146 Cf. infra lib. iv, cap. i.
[148] 147 Rep. 406 D.
[149] 148 Rep. 407 A.
[150] 149 Rep.407 B C.
[151] 150 Rep 407 E ss.
[152] 151 Rep. 408 B, 410 A.
[153] 152 Rep. 406 A. Sobre Heródico, véase el capitulo dedicado a la medicina infra lib. iv.
[154] 153 Rep., 410 B.                   

[155] 154 Rep., 410 C; Cf. 376 E.

[156] 155 Rep., 410 D.                  

[157] 156 Rep., 411 A.                  
[158] 157 Rep., 411 C-D.
[159] 158 Rep., 411 E ss. Los términos que Platón emplea para esta combinación son: sunarmo/zein y kerannu/nai. Toda la salud es el resultado de la mezcla debi­da (kra=sij), de acuerdo con la doctrina médica griega. Véase infra, lib. IV: La armonía de la paideia musical y atlética es la educación sana. Cf. también Rep., 444 C. Pero Platón piensa en la totalidad de la salud de la naturaleza hu­mana, no sólo en la salud corporal.
[160] l59 Al final de la sección sobre la gimnasia (412 B), Platón recuerda ex­presamente una vez más su principio metódico sobre la estructura de la educa­ción: 1) hace resaltar repetidamente que cualquier exposición de esta clase sólo puede trazar las líneas generales de la paideia (τύποι της παιδείας), de las que se trasluce la fisonomía espiritual de esta cultura; 2) rechaza resueltamente un tratamiento completo en cuanto a la materia de todas las formas de educación, tales como las danzas en corro, los juegos agonales gimnásticos e hípicos, la caza, etcétera, ("¿por qué hemos de tratar de todo esto?" y "es evidente que todo debe manejarse de un modo análogo"). En su obra de vejez, las Leyes, cambió de modo de pensar, como lo comprueba, entre otras cosas, el hecho de que incluyese también estas formas en su paideia. Las danzas en corro, especial­mente, ocupan aquí una posición completamente distinta, que lo domina todo. Cf. infra, lib. iv, cap. x.

[161] 160 Rep., 412 A.       
[162] 161 Rep., 497 D.
[163] 162 Rep., 412 Β.
[164] 163 Rep., 412 D-414 A.

[165]l64 Rep., 414 B.
[166] 165 Rep., 414 D-415 D.
[167] 166 Rep., 416 A-B. La palabra griega para "garantía" es aquí ευλάβεια.   Con­siste sólo en ser tw=| o)/nti kalw=j pepaideume/noi, 416 Β 6, o h( o)rqh\ paidei/a, 416 C 1.

[168] 167 Rep., 416 B.
[169] 168 Rep., 416 C 55.   Estas reglas se dan para la vida del regente, en adición a su paideia.
[170] 169 Rep., 419 A-420 B y 421 B.            

[171] 170 Rep., 423 B.
[172] 171 Rep., 423 E.      
[173] 172 Rep., 424 A.
[174] 173 Rep.. 424 B.                    
[175] 174 Rep.. 424 C.
[176] 175 Rep., 424 D.
[177] 176 En Rep., 424 D-E, describe Platón en detalle los efectos sociales negati­vos de los cambios en la paideia, con los cuales contrasta en 425 A-B los efectos beneficiosos de su observación fiel e inconmovible. Ambas imágenes se caracte­rizan por las antitesis παρανομία <--> ευνομία, que recuerdan la elegía de solón, frag. 3, Diehl. En ella Solón hace de παρανομία y ευνομία la causa final de la felicidad o la miseria del estado (Cf. supra, p. 143). En la República son sola­mente los efectos del cambio o la resistencia al cambio de la paideia (Cf. Rep., 425 C).
[178] 177 Rep., 425 C.   Cf. también 427 A.
[179] 178 Cf. supra, pp. 86 ss.

[180] 179 Rep., 376 C-D.

[181] 180 Cf. supra, p. 225.

[182] 181 Rep., 423 D-425 C.

[183] 182 Rep., 427 D.   Cf. 368 E.

[184] 183 Rep., 433 A.       

[185] 184 Rep., 428 B-E.

[186] 185 Rep., 429 A-C.

[187] 186 Rep., 430 D-432 A.

[188] 187 Rep., 433 A-D.  Cf. 434 C.                  

[189] 188 Rep., 434 D.

[190] 189 Rep., 435 B-C.

[191] 190 Rep., 435 C-D.  Este problema reaparece más adelante, en 504 B.  El térmi­no empleado por Platón para designar las clases o partes del alma es είδη ψυχής,
435 C. Es un concepto de origen médico. También el término análogo qumoeide/j es un giro tomado de Hipócrates. Cf. De aere, c. 16. Aquí se emplea para carac­terizar ciertas razas en las que predominan la valentía y el temperamento sobre la inteligencia.

[192] 191  Rep., 435 E.

[193] 192  Rep., 436 C ss.   Acerca de la necesidad de distinguir, además de la inteli­gencia y los apetitos, un tercer factor, el de la valentía, Cf. Rep., 439 E-441 A.

[194] 193 Rep., 441 C-E.

[195] 194  Rep., 441 E.  Véase 411 E y la nota 158 de este capítulo.

[196] 195  Rep., 442 A-B.

[197] 196 Rep., 443 C. Este orden dentro del estado no es más que un ei)/dwlon de la verdadera justicia.

[198] 197 Rep., 443 D-E. La areté es, por tanto, la "armonía" de las potencias del alma, como en el Fedón.

[199] 198 Cf. p. 516.

[200] 199  En Rep., 444 C-E, la areté es la salud del alma.

[201] 200  Rep., 443 C-E.  El concepto médico e(/cij discurre a lo largo de toda la sec­ción en que trata de la justicia.   Aristóteles en su Ética toma el concepto como base de su concepción de la areté.

[202] 201  Rep., 445 A.

[203] 202  Cf.  acerca  de   la  importantísima  y  trascendental   aplicación   de   los  dos conceptos médicos del κατά φύσιν y del para\ fu/sin, Rep., 444 D.   El precedente de la salud como estado normal (areté)  de la naturaleza física permite a Platón concebir   el   fenómeno   moral  de  la  justicia  como  la  verdadera   naturaleza   del alma, y como su estado normal.  La objetivación de lo que aparentemente es algo subjetivo por el concepto médico de la physis, se convierte al mismo tiempo en conocimiento de lo normativo.

[204] 203  Rep., 445 A.                     

[205] 204 Rep 445 c.                     

[206] 205 Rep.; 449 a.

[207] 206  Cf. la reiteración del problema de la patología del estado ν del alma en libros viii-ix.   Véase el capítulo sobre la teoría de las formas del estado como pa tología de la personalidad humana.

[208] 207  Rep., 450 C, 452 A, etcétera.            

[209] 208 Rep., 451 D.

[210] 209  En Rep.,  501  E, Platón designa  su construcción  del estado  como  mito logia.   El  problema  de  la posibilidad de las propuestas Platónicas es planteado en Rep., 450 C, pero sólo se le  da una solución en lo tocante a la educación gimnástica y musical de la mujer  (Cf. 452 E-456 C).   El postulado de la comu nidad de las esposas se examina de modo principal desde el punto de vista de lo  deseable,  dándose  de   lado  reiteradamente   cuanto  se  refiere  a la viabilidad de semejante institución.   Este problema es aplazado diversas veces en 458 Β y 466 D, por ejemplo; en 471 C se le aborda aparentemente, pero se disuelve den tro del problema general de la viabilidad de todo el ideal del estado Platónico en su conjunto.

[211] 210  No debe olvidarse que Platón sólo alude a los pocos individuos llamados a gobernar y a defender el estado.

[212] 211  aristóteles, Pol, II, 9, 1269 b 12 s.

[213] 212  aristóteles, PoL, II, 9, 1269 b 37.

[214] 213  Rep., 416 E.   La palabra συσσίτια, que Platón usa en este pasaje para las comidas públicas, prueba que está adoptando la costumbre espartana.

[215] 214  Rep., 451 D.

[216] 215 Rep., 451 D.                  

[217] 216 Rep., 452 A.                  

[218] 217 heródoto, i, 8.

[219] 218  Rep., 452 C.   El sentimiento moral de los griegos del Asia Menor se reve la en su arte del siglo vi, que a este respecto es muy diferente del arte del Pe loponeso.

[220] 219   El  segundo tema fundamental son   los  dioses.   A  veces, este  tema  se  ex pone de un modo falso, como si las artes plásticas de los griegos hubiesen tomado como  tema  el   atleta   simplemente   porque   sólo  en   la  palestra  era  donde   podía contemplarse  el cuerpo  humano en   su   belleza  desnuda.   Este  error es típico  de un  cierto  concepto  moderno   del  artista  como   especialista   del   desnudo.    Es  un concepto  que  aparece  ya  en  los  últimos   tiempos   de   la  Antigüedad.    La  figura del  atleta del  griego  primitivo  es la encarnación   de  la suprema  areté   gimnásti ca del joven, en  su figura plástica perfecta.   Platón  se limita  a expresar la con cepción general de los griegos cuando define la areté del cuerpo como fuerza, sa­lud y belleza.

[221] 220  Es cierto que en el arte la figura de la mujer no aparece representada como una atleta Platónica, sino como el tipo de la Afrodita.   Esta nueva plástica se halla interesada en la forma específica femenina del cuerpo de la mujer por oposición a la formación  más bien  masculina   del  cuerpo femenino  en  la  época clasica antigua.  El motivo Platónico de la belleza es otro o(/ti to\ w)fe/limon kalo/n. Las mujeres de los "guardianes" deben envolverse, en vez de en el himation, en el ropaje de la areté: 457 A.

[222] 221  Rep., 452 C ss.            

[223] 222 tucídides, i, 6, 5.              

[224] 223 Rep., 453 B-D.

[225] 224 Rep., 454 A ss.  

[226] 225 Rep., 455 C-D.

[227] 226 Rep., 455 E.  

[228] 227 Rep., 456 B- C

[229] 228 Cf. Ivo bruns, Vortrage und Aufsátze (Munich, 1905), p. 154: "La eman­cipación de la mujer en Atenas."

[230] 228a Rep., 455 D.

[231] 229 Rep., 457 C.

[232] 230 Cf. supra, pp. 285 ss.               

[233] 231 Cf. supra, p. 196.

[234] 232 También Teognis había pensado, naturalmente, en la selección de los a)gaqoi/, pero a)gaqoj y κακός son términos que en este poeta de la nobleza tie-nen siempre el significado de lo noble y lo innoble (en un sentido social). Cf. supra, pp. 191 s.

[235] 233 jenofonte, Const. de los laced., 1.              

[236] 234 critias, frag. 32 Diels.

[237] 235 Rep., 458 D.                       

[238] 236 Rep., 458 D-E.

[239] 237 Rep., 458 E.

[240] 238 Rep., 459 E.

[241] 239 Rep   459 C-D.                       

[242] 240 Rep., 460 A.

[243] 241 Rep., 460 D-E.

[244] 241a Rep., 461 A. En cambio, en Rep., 461 C, Platón declara también libres las relaciones amorosas y sexuales para los pertenecientes a la clase dominante, siempre y cuando que hayan pasado la edad máxima prescrita por el estado para poder procrear hijos (o sean los 40 años para las mujeres y los 55 para los hombres).

[245] 242 Rep., 459 D.

[246] 243 Rep., 460 C.

[247] 244 Rep., 461 D.

[248] 245 Rep., 462 B.

[249] 246 Rep., 462 C.

[250] 247 Rep., 462 C-D.

[251] 248 Rep., 462 B.

[252] 249 Rep., 463 A-B.

[253] 250  El carácter griego de su polis aparece en Platón de un modo especialmen­te consciente en  sus normas para las  guerras de helenos contra helenos, Rep., 469 B-C, 470 A, 470 C, 471 A (Cf. infra, p. 652).  En 470 E se dice expresamente que la ciudad fundada por Sócrates debe ser una ciudad griega.

[254] 251   Cf. los pasajes citados en la nota anterior.

[255] 252  Rep., 499 C, considera posible la realización del estado perfecto en otros pueblos.   Éste pasaje confirma el gran respeto que Platón sentía por los bárbaros y la antigüedad de sus costumbres y sabiduría.

[256] 253  Esto aparece expresado constantemente.   Cf. especialmente Rep., 462 A-B. Este pasaje recuerda a esquilo, Euménides, 985, donde se ensalza como supremo bien la unidad de los ciudadanos en el amor y en el odio.

[257] 254  En esta opinión,  aristóteles  (Pol.,  VII, 5, 1327 a 1)   sigue también  a Platón.


[258] 255  Cf. acerca de la  dicha de toda la polis, que  Platón considera como la meta suprema, Rep., 420 B.   Sobre la dicha de los "guardianes", Rep., 419 A ss. y, recogiendo  de nuevo el problema y resolviéndolo, Rep., 466 A.   En la jerar­quía de la dicha, los "guardianes" aparecen ocupando también el primer lugar, a pesar de ejercer la más abnegada de las funciones.


[259] 256  Cf. supra, p. 647 e infra, lib. IV, sobre el panhelenismo del siglo IV.

[260] 257  Cf. los pasajes citados en la nota 250.

[261] 258 Rep., 469 B.

[262] 259 En Rep., 403 E, Platón llama irónicamente a sus guardianes "atletas del mayor de los juegos agonales", es decir, de la guerra.

[263] 260 Rep., 466 E.

[264] 261  Ya en Rep., 468 A, vemos cómo la descripción de la educación guerrera de la juventud da paso, en general, a una serie de preceptos sobre la ética de la guerra.

[265] 262  La educación música y gimnástica de los "guardianes" se expone en los libros ii y iii; su educación para la guerra en el libro v, 468 A-471 C.

[266] 263  Sobre la debida armonía entre la  cultura  música y la gimnástica como meta de la paideia, Cf. Rep., 410 E-412 A, y supra, p. 628.

[267] 264  aristóteles, Pol., vii, 11, 1331 a 1.                        

[268] 265 Cf. supra, p. 619.

[269] 266  Cf. supra, p. 604.                   

[270] 267 Rep., 466 E-467 A.

[271] 268  Rep., 467 D.

[272] 269  Rep., 467 C: qewrei=n ta\ peri\ to\n po/lemon, qewrou\j pole/mou tou\j pai=daj poiei=n.

[273] 270 tirteo, frags. 7, 31; 8, 21; 9, 16. Cf. supra, p. 96. El verso de Tirteo sobre la contemplación de fo/non ai(mato/enta es citado dos veces por Platón en Leyes, 629 E y 699 A. De aquí que sea probable que tuviera a Tirteo en la men­te en los pasajes 467 C y 467 E de la República, donde las palabras qewrei=n, qe/a, qea/sontai, se repiten con gran insistencia. Tirteo y Platón son los psicólogos de la batalla y ven el verdadero problema que ella implica para un ser humano.

[274] 271 Rep., 468 A.

[275] 272  En términos semejantes, aristóteles, Pol., iii, 5, 1278 a 17, dice que son excluidos de la ciudadanía en  los  estados  aristocráticos, y en   aquellos en  que la areté es el criterio de los derechos políticos.   En su estado ideal, Aristóteles distingue βάναυσοι y o(pli=tai, vii, 4, 1326 a 23.

[276] 273  Rep., 468 A.

[277] 274 Rep., 468 B-C.

[278] 275 Rep., 468 D.

[279] 276 Rep., 468 E.
[280] 277 Rep., 469 B.

[281] 278 Cf. supra, pp. 95 ss.

[282] 279 Cf. infra, lib. iv, cap. x.

[283] 280 Cf. Rep., 469 Β ss.

[284] 281 Rep., 470 C.

[285] 282  Cf. sobre el panhelenismo de isócrates,  infra, lib.  IV.   La sentencia de aristóteles, frag. 658 (Rose), en plutarco, De fort.   Alexandri,  1, 6, ha sido trasmitida  por la  tradición.    La  fórmula es,  manifiestamente,   una  reminiscencia de isócrates, De pace, 134.   La  actitud  práctica  de  Aristóteles  tanto hacia la democracia ateniense como hacia la política  panhelénica,  sigue la  dirección  de Isócrates, como espero haber demostrado en otro lugar.  Muestra un moderado pla­tonismo sólo en la construcción de su estado ideal.

[286] 283  Rep., 469 B.      

[287] 284 Rep., 469 C.

[288] 285 Rep., 469 C.          

[289] 286 Cf. isócrates, Paneg., 3 y 133 s.

[290] 287  Carta VII, 331 D; 336 A; Carta VIII, 353 A ss.

[291] 288  Rep., 470 B, 471 A.   Cf. el trabajo  de mi discípulo W. woessner, Die synonymische  Unterscheidung bei  Thukydides und den  politischen  Rednern der Gricchen  (Wurzburgo, 1937).

[292] 289  Rep., 470 D, ou)de/teroi au)tw~n filopo/lidej; véase 471 A.

[293] 290 Rep., 471 A-B.                    

[294] 291 Rep., B, 470 D-E.

[295] 292 Rep., 470 E, 471 A.

[296] 293 Rep., 459 C-E.

[297] 294 Rep., 469 E-470 A.

[298] 295 Rep., 471 B.

[299] 296 De iure belli ac pacis, 557 (ed. Molhuysen, Leiden, 1919). Para Hugo Grocio, el capítulo de la República de Platón sobre el derecho de la guerra cons­tituía, naturalmente, un documento de la mayor autoridad.

[300] 297 Rep., 471 C-E.

[301] 298 Rep., 472 C-D.

[302] 299 Rep., 472 C, 472 D.                       

[303] 300 Rep., 472 D 9.

[304] 301 Rep., 472 D 5.  Cf. 472 C 5.

[305] 302 Cf. supra, pp. 440 s., 517. La política socrática es "cuidado del alma" (ψυχής επιμέλεια). Quien vela por el alma, vela también al mismo tiempo por "la propia polis".


[306] 303  Rep., 472 D. Cf. 472 E.


[307] 304  Cf., sobre las relaciones entre el ideal y la realidad y la "aproximación" al ideal, Rep., 472 C, 473 A-B.


[308] 305  Cf. supra, p. 52. 

[309] 306 Rep., 501 E.
[310] 307 Cf. policleto, A 3 (DiELS, Vorsokratiker).

[311] 308 Cf. Rep., 472 B-C, donde aparecen la justicia y el hombre justo la una al lado del otro. La ética aristotélica es la que desarrolla sobre todo este método de tipificación de los conceptos éticos generales, colocando el megalopsychos al lado de la megalopsychia, el hombre liberal al lado de la liberalidad, etcétera.

[312] 309 Cf. supra, pp. 519 s.

[313] 310 Rep 473 C-D.
[314] 311 Cf. supra, pp. 452, 478.
[315] 312 Cf. supra, p. 546.

[316] 313 Cf. supra, pp. 519 s.
[317] 314  Cf. supra, p. 521.

[318] 315  La exposición del concepto de la filosofía llena el resto del libro v, desde 474 B.

[319] 316 Rep., 476 A ss.               

[320] 317 Rep., 479 D.               

[321] 318   Político, 300 C.

[322] 319  Rep., 484 C  Cf. 540 A, donde el paradigma se define más de cerca como la idea del Bien.

[323] 320  Rep., 484 D.

[324] 321 Rep., 493 A-C.      

[325] 322 Rep., 493 A 7 y 493 C 8.

[326] 323 Cf. pp. 514 s. y 536 s.                      

[327] 324 Cf. nota 319.

[328] 325 Para el historiador y expositor de la doctrina Platónica de la paideia, no es una petitio principii el arrancar de la verdad de su punto de partida como de algo dado y mostrar cómo tenía que ver Platón la solución del problema, par­tiendo de esta premisa. El examinar si la tal premisa es verdadera o falsa, in­cumbe ya a la filosofía sistemática.

[329] 326 Rep., 497 Β.      

[330] 327 Rep., 487 D ss.

[331] 328 Gorg., 485 A: oi=)on paidei/aj xa/rin. En Rep., 486 A, Platón contesta al reproche de la a)neleuqeri/a, que Calicles formula en el Gorgias contra la cultura filosófica. Esta defensa va dirigida también contra Isócrates, cuya posición ante el problema de la filosofía Platónica como paideia es parecida a la de Calicles.

[332] 329 Rep., 488 A ss.

[333] 330  Cf., por ejemplo, Rep., 499 A, donde "la búsqueda de la verdad en gracia al conocimiento" se presenta como la característica de la filosofía.

[334] 331  Cf. infra, lib. iv.

[335] 332  Rep., 488 E.                        

[336] 333 Rep., 488 B y 488 E

[337] 334 Gorg., 462 B, 464 B.

[338] 335 Prot., 319 A 8.

[339] 336 Prot., 361 A.

[340] 336a Sobre el origen de la educación general desde la educación política, véase supra, pp. 84 ss.

[341] 337 Platón anticipa con frecuencia con una imagen (ei)kw/n) trazada de este modo el resultado de la investigación racional. El ejemplo más importante de esto lo tenemos en la alegoría de la caverna que figura al principio del libro vii de la República. Con ella, se anticipan el sentido y la orientación del sistema de paideia desarrollado en el mismo libro.

[342] 338  Así se hace en la parte final del libro v.

[343] 339  Rep., 485 E ss.   Cf. la breve recapitulación de las cualidades del "tempera­mento filosófico" en 487 A.

[344] 340 Rep., 475 E.   Cf. 495 C 8-D.

[345] 341   Rep., 487  A  7.    La   experiencia  (e)mpeiri/a)   se  subraya  también   fuerte­mente en 484 D y aparece en el mismo rango que  la cultura filosófica del  es­píritu.

[346] 342   Cf. Rep., 500 B.   Las  palabras de Sócrates rezan  así: "¿No  crees como yo  que  los  culpables  de  la  repugnancia  que  siente  la  mayoría   de  los  hombres por  la filosofía  son  aquellos que irrumpen  en su casa desde fuera como  un  en­jambre de ruidosos camorristas,  insultándose los unos a los otros, llenos de odio entre  sí  y hablando  sólo  de   personas,  que  es  lo   menos  adecuado   para   la   filo­sofía?"

[347] 343   Rep., 489 E.   En la Ética eudemia de Aristóteles,  a  pesar de que en  este punto,  como  en   todos,   se   halla  muy  cerca   de   Platón,  el   representante   de   la areté   perfecta,   en   la  que   se   asocian   todas   las   "partes   de   la   areté",   aparece caracterizado con el predicado de la kalokagathía (viii, 3, 1248 b 8).   En la Ética
nicomaquea, escrita más tarde, Aristóteles prescinde también de este rasgo Platónico. Es importante, sobre todo para quien, como Platón, está habituado a concebir su filosofía como paideia, saber que el filósofo Platónico no es sino la forma del kaloskagathos, es decir, la forma del ideal supremo de cultura del pe­riodo griego clásico, renovada en un sentido socrático.

[348] 344  Rep., 490 D ss.

[349] 345  Rep., 491   B.    Cf. la enumeración  de las distintas virtudes en 487  A  y supra, p. 628.

[350] 346 Rep   491 C.      

[351] 347 Rep., 491 D.

[352] 348 Rep., 491 E.

[353] 349 Rep., 492 A, 492 E.

[354] 350 Cf. la disertación doctoral en la Universidad de Chicago de E. berry, The History of the Concept of  θεία μοίρα and θεία τύχη down to Plato (Chicago, 1940), que yo le sugerí.

[355] 351 Carta VII, 326 E.

[356] 352 Rep., 491 E.

[357] 353 Rep., 492 A 5-B.

[358] 354 Rep., 492 B-C.
[359] 355 Rep., 492 D-E.

[360] 356 Rep., 493 A.       

[361] 357 Rep., 493 A-B.

[362] 358 Rep., 493 C.          

[363] 359 Cf. nota 349.

[364] 360 Rep., 493 Β 7.     

[365] 361 Rep., 494 a.

[366] 362 Rep., 494 C.                 

[367] 363 Cf. supra, pp. 405 y 426.

[368] 364 jenofonte, Mem., i, 2.
[369] 365 Rep., 495 B.  


[370] 366 Rep., 495 C-D.

[371] 367 Cf. la enumeración de los tipos salvados para la filosofía por el hecho de caer en el aislamiento y permanecer libres de contagio, Rep., 496 B -C.

[372] 368 Teages, un discípulo de Sócrates, a quien sólo la debilidad física retrae de lanzarse a la política, se menciona incluso por su nombre. Los nombres de los demás se dejaba que los adivinase el lector contemporáneo. Hoy va no los conocemos.         

[373] 369 Rep., 496 C 5-E 2.


[374] 370 Cf. Gorg., 485 D.


[375] 371 Apol, 31 E.


[376] 372 Carta VII, 325 Β s.


[377] 373 Cf. mi obra Aristóteles, p. 120. J. L. Stocks hizo un intento para salvar la historicidad de la tradición contenida en cicerón, Tusc. Disp., v, 3, 8, según la cual fue Pitágoras quien empleó y reivindicó para s! la palabra filósofo. Pero yo no he podido sumarme nunca a las razones de mi excelente amigo, cuya tem­prana muerte fue una pérdida considerable para los estudios clásicos.

[378] 374  Carta VII, 331 B-D.                    

[379] 375 Teeteto, 173 C s.

[380] 376  Teeteto, 186 C: δια πολλών πραγμάτων και παιδείας παραγίγνεται.

[381] 377  φυτόν  ούράνιον,  Timeo,  90   A.  Simiente   ajena,  ξενικόν   στέρμα,   Rep., 497 Β.

[382] 378  Rep., 497 Β 7-C 4.

[383] 379 Cf. supra, p. 629 

[384] 380 Rep., 498 B, y Cf. Rep., 498 A.

[385] 381  Cf. supra, p. 527.                    

[386] 382 Rep., 498 D-499 A.

[387] 383  Rep., 499 A-B.               

[388] 384 Rep., 500 A-B.                 
[389] 385 Rep., 500 C.
[390] 386  Cf. Teeteto, 176 Β: o(moi/wsij qew~| kata\ to\ dunato/n.

[391] 387  Rep., 500 D.   Es un  pasaje de gran interés, de una parte porque es aquí donde aparece expresado por vez primera en la historia pedagógica el concepto de la propia formación, y de otra parte, porque esclarece con una nitidez mara­villosa el ideal y la realidad de la paideia filosófica de Platón.   En la penuria en que Platón vive, su filosofía sólo es formación de sí mismo, y no cultura.

[392] 388  Rep., 500 E.         


[393] 389 Rep., 472 D.  Cf. supra, p. 655.

[394] 390 Rep., 501 B.

[395] 391 La relación entre la filosofía y el estado constituye el  paralelo griego de la relación entre los profetas y los reyes de Israel.

[396] 392 Rep., 499 C-D.

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