miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 8 Los últimos días de Pericles (429)

En la primavera del año 429, pese al sufrimiento, los desengaños y el fracaso de su estrategia, los atenienses eligieron de nuevo a Pericles como estratega. El respeto de sus conciudadanos ante sus sobradas muestras de talento y la confianza largamente otorgada a su figura ayudan a explicar esta decisión, aunque, sin lugar a dudas, la realidad política y militar también respaldó su elección. Al negarse Esparta a participar en una paz negociada, dejaron sin efecto durante los siguientes años el llamamiento del partido de la paz. Aun así, debido a los estragos de la peste, todavía vigentes, y a la disminución de los fondos del tesoro, Atenas no podía plantearse una ofensiva, tal como Cleón y otros pedían. Parecía que la única alternativa era continuar con las directrices políticas iniciales, que apuntaban a la permanencia de Pericles como líder de Atenas.
Sin embargo, cuando el estratega retomó su cargo en julio del año 429, le quedaban pocos meses de vida. Plutarco relata que la enfermedad que acabó con su vida no le sobrevino de golpe, sino que se fue prolongando poco a poco, «consumiendo su cuerpo y restando capacidad a su elevado espíritu» (Pericles, XXXVIII, 1). Durante este período, ni él ni nadie pudieron mantener firme el pulso de la política ateniense o servir de inspiración y contención a sus gentes. Por primera vez en muchos años, los ciudadanos de Atenas experimentaban los inconvenientes inherentes a una organización estatal verdaderamente democrática en tiempos de guerra.
ESPARTA ATACA PLATEA

En mayo del año 429, tras haber saqueado el Ática a conciencia y atemorizados por el contagio de la peste, los espartanos decidieron evitar el territorio ateniense e invadir Platea. En realidad, la pequeña población beocia no tenía importancia estratégica para Esparta, y tampoco había hecho nada que provocara la ira de los lacedemonios; la decisión inicial de atacarla la tomaron los tebanos, deseosos de utilizar al ejército peloponesio para sus propósitos. Como a la poderosa Tebas le sobraba ambición, y bien lo demostraría de manera creciente durante el conflicto, sus peticiones no podían ignorarse por entero; así pues, la conformidad fue el precio que Esparta tuvo que pagar para poder continuar con el apoyo tebano. La política de alianzas que imperaba en la segunda mitad del siglo V y los antiguos principios que regían las relaciones entre las distintas ciudades-estado abonaron la exigencia de un nuevo tipo de enfrentamiento. Tucídides logra abrirse camino a través de la hipocresía y explica la verdadera naturaleza de las motivaciones espartanas: «La hostilidad de los lacedemonios en todo el asunto de Platea se debió sobre todo a los tebanos, porque Esparta pensaba que les serían de utilidad en la guerra que estaba empezando» (III, 68, 4).
Platea había sido la única ciudad que envió tropas en el año 490 para ayudar a los atenienses a expulsar a los persas en Maratón. Después de la batalla de Platea, que puso fin a las Guerras Médicas en el 479, los espartanos otorgaron un voto a todos los griegos participantes en la guerra, por el que se restauraba a los plateos «su territorio y su ciudad para que las disfrutasen con independencia», y les juraron que harían cumplir que «nadie marcharía contra ellos injustamente, ni los sometería a la esclavitud; en caso contrario, los aliados allí presentes la defenderían con todas sus fuerzas» (II, 71, 2). Por lo tanto, el ataque espartano a Platea no sólo era una traición, sino que, en sí mismo, contenía una ironía brutal.
Arquidamo ofreció a los plateos la opción de ejercer su libertad por medio de la adhesión a la lucha contra Atenas, «cuyo imperio oprimía al mundo griego» o, como mínimo, a cambio de su neutralidad. Sin embargo, ésta resultaba a todas luces imposible, puesto que los habitantes de Platea no podían «tratar a ambas partes como amigos», y menos aún mientras los tebanos esperaran el momento de abalanzarse sobre ellos y las mujeres y niños plateos estuviesen en Atenas. Arquidamo alentó a la población a evacuar la ciudad durante el tiempo que durase la contienda; los espartanos conservarían sus tierras y propiedades en fideicomiso, pagarían rentas por su uso y las devolverían intactas cuando finalizara el conflicto. Esta oferta era también una farsa: en cuanto la ciudad cayera en manos peloponesias, los tebanos jamás permitirían su devolución.
Los plateos contraatacaron finalmente con la petición de una tregua, cuya finalidad era conseguir el permiso de los atenienses para la rendición. Su súplica ilustra la indefensión característica de los pequeños Estados atrapados entre grandes potencias. Así pues, la independencia, tan celebrada entre la gente de a pie, era una mera ilusión en el mundo creado por tales alianzas. En el mejor de los casos, un jugador menor sólo podía contar con la protección y la buena voluntad de alguno de los Estados hegemónicos. Los plateos esperaban que los atenienses permitieran algún tipo de solución negociada con los espartanos, ya que la ciudad no podía ser liberada sin una batalla a campo abierto entre falanges hoplitas, que Atenas no estaba preparada para ganar. No obstante, los atenienses, probablemente durante un resurgimiento momentáneo de la facción belicista, instaron a los plateos a mantenerse fieles a la Alianza, con la promesa de que «no permanecerían al margen mientras se les ofendía, sino que les apoyarían con todas sus fuerzas» (II, 73, 3).
Así pues, los habitantes de Platea no tuvieron más elección que la de rechazar la propuesta espartana. Arquidamo replicó con insistencia que los espartanos no habían faltado a ningún voto; eran los plateos los que se equivocaban al rechazar cualquier oferta razonable. Los espartanos siempre habían sido, de hecho, gentes muy religiosas y temerosas de la ira divina; era el mismísimo Zeus, nada más y nada menos, el que castigaba a aquellos que rompían los juramentos. Sin embargo, los engañosos argumentos del monarca no dejaban de ser pura manipulación política, en un intento por justificar la agresión directa y la violación del principio de autonomía, ejercidas por «el adalid de la libertad griega».
En septiembre, tras una serie de intentos infructuosos por tomar Platea sin la ayuda de un largo y costoso sitio, los espartanos se vieron obligados a construir y guarnecer una muralla de asedio alrededor de la población. Los defensores de la ciudad sólo disponían de cuatrocientos plateos y ochenta atenienses, a los que hay que sumar las mujeres dedicadas a tareas de apoyo, pero la ciudad contaba con fuertes muros defensivos y su situación era tan buena, que una pequeña fuerza podía defenderla contra el asalto de todo un ejército peloponesio.
A finales de mayo, mientras los espartanos cercaban Platea, los atenienses retomaron la ofensiva en el noreste. La rebelión de Calcídica había continuado después de la caída de Potidea, y ello alentaba más rebeliones locales, lo que suponía que Atenas se viera privada de una parte de sus ingresos imperiales. Los atenienses enviaron a Jenofonte y a otros dos generales con un ejército de dos mil hoplitas y doscientos jinetes para aplastar la revuelta. Lanzaron primero un ataque sobre la población de Espartolo (Véase mapa[20a]), para el que contaron con la traición de la facción democrática desde el interior de la ciudad. Fue éste el comienzo de un paradigma que se repetiría durante toda la guerra conforme las luchas intestinas entre oligarcas y demócratas se fueron intensificando. En ocasiones, el patriotismo triunfaría sobre los intereses de las facciones, pero donde el amor al partido era mayor que el de la independencia, los demócratas traicionarían a sus ciudades para Atenas, y los oligarcas, para Esparta.
De Espartolo emergió también otra nueva pauta: mientras los demócratas solicitaban el apoyo ateniense para su facción, la oposición oligárquica buscaría por su parte ayuda en el exterior; en este caso, de la ciudad vecina de Olinto. Sus habitantes les proporcionaron tropas, cuya superioridad en lo referente a caballería e infantería ligera conduciría a los hoplitas atenienses a la derrota. En Calcídica, los atenienses perderían a todos sus generales, a cuatrocientos treinta hombres y, finalmente, la iniciativa. No sería la última vez que las falanges hoplitas se verían derrotadas por otro tipo de formaciones de combate.
LA ACTUACIÓN ESPARTANA EN EL NOROESTE

Mientras los atenienses fracasaban en su empeño por restaurar el orden en el noreste, los peloponesios comenzaron a protegerse en el noroeste. La campaña la habían instigado sus aliados en la zona, los caones y los ambraciotas, que intentaban mantener a Atenas apartada para poder dominar la región. Así pues, propusieron que los espartanos reunieran una flotilla de naves y unos mil hoplitas de entre los miembros de la Alianza y atacaran Acarnania. Presentaron esta idea como un simple paso intermedio dentro de una estrategia mayor, que impediría a los atenienses atacar el Peloponeso: Acarnania caería con facilidad, seguida de Zacinto y Cefalonia, tal vez incluso de Naupacto.
He aquí otro de los muchos casos en que los espartanos se enzarzaron en empresas cuajadas de riesgo en aras del interés de sus aliados. Sin embargo, el plan parecía atractivo: los atenienses sólo contaban con veinte navíos en las aguas occidentales de Naupacto, mientras que los ambraciotas y los caones eran aliados entusiastas y estaban familiarizados con el territorio. Los corintios también apoyaron la sugerencia de los colonos ambraciotas, no en vano Corinto era la ciudad más amenazada por la presencia ateniense en el oeste.
Esparta envió de nuevo al navarca Cnemo a la cabeza de las fuerzas peloponesias. Tras burlar a la flota de Formión en Naupacto, Cnemo puso rumbo a Léucade, donde se unió a las fuerzas aliadas de la propia Léucade, Ambracia y Anactorio, junto con los bárbaros de Epiro (Véase mapa[21a]), que mantenían relaciones amistosas con Corinto. Prosiguió después por tierra a través de Argos de Anfiloquia, saqueando todas las poblaciones que encontró a su paso. Sin esperar la llegada de refuerzos, atacó Estrato, la ciudad más importante de Acarnania, convencido de que era un enclave vital para la campaña. Los acarnanios evitaron la batalla en campo abierto e hicieron uso de su conocimiento del terreno y de su habilidad con la honda para obligar a Cnemo a volver vencido al Peloponeso.
FORMIÓN ENTRA EN ESCENA

Los acarnanios, tan pronto como Cnemo arribó a Estrato, enviaron aviso a Formión para que los socorriese, pero el general ateniense no podía dejar Naupacto desguarnecida mientras las flotas de Corinto y Sición se encontraran todavía en el golfo. Su tarea era cortar el paso de los refuerzos peloponesios. Formión era un general distinguido y experimentado que había estado junto con Pericles y Hagnón al frente de las escuadras atenienses en Samos once años atrás; en el año 432, también había dirigido a los hoplitas en una hábil campaña durante el sitio de Potidea. Su mayor virtud, no obstante, era su pericia en combates navales, como pronto demostraría.
Mientras Cnemo marchaba sobre Estrato, sus refuerzos navegaron hacia el golfo de Corinto. Formión sólo disponía de veinte naves frente a las cuarenta y siete del enemigo, y los peloponesios creyeron que las fuerzas de Atenas rehuirían el combate con semejante desventaja. Pero los peloponesios trasportaban un gran número de hoplitas a Acarnania, por lo que sus embarcaciones, que eran intrínsecamente más lentas que las de los atenienses, eran menos adecuadas para la batalla naval moderna. La mayor maniobrabilidad de sus barcos y la excelente formación de sus tripulaciones y timoneles otorgaban a Atenas una ventaja adicional que compensaba la superioridad numérica del enemigo.
Formión no presentó batalla a los navíos rivales mientras navegaban a lo largo de la costa occidental del Peloponeso; en vez de eso esperó a que intentaran atravesar el angosto estrecho entre los cabos de Río (Rhium) y Antirrío y a que alcanzaran mar abierto, donde su ventaja sería más efectiva (Véase mapa[22a]). Finalmente, cuando los peloponesios trataron de cruzar desde Patras al continente, los atenienses lanzaron su ataque. El enemigo intentó escapar al abrigo de la oscuridad, pero Formión los alcanzó en el centro del canal y les obligó a entablar combate.
Los peloponesios, a pesar de su gran superioridad numérica, adoptaron una formación defensiva: un gran círculo con las proas hacia fuera, lo bastante cerrado como para no permitir que los atenienses lo rompieran. En el centro se hallaban cinco de los trirremes más veloces, preparados para cubrir cualquier brecha en la formación. Formión hizo formar a sus barcos en línea y rodear el círculo enemigo. Esta maniobra dejaba al descubierto los costados de las naves atenienses. Con un asalto rápido, los peloponesios podían arremeter contra la flota ateniense, hundirla o inutilizarla.
El ateniense ordenó que sus barcos estrecharan aún más el cerco sobre el enemigo, con lo que obligó a los peloponesios a ocupar un espacio cada vez más reducido, «navegaban casi rozándose y daba la impresión de que iban a cargar de un momento a otro» (II, 84, 1). Formión esperaba sin duda que los peloponesios no fueran capaces de mantener sus posiciones en distancias tan cortas, y que chocasen contra sus propios remos. También sabía que al atardecer soplaba una brisa proveniente del golfo y que el mar picado que se levantaría haría que los peloponesios, tan cargados como estaban de tropas a bordo, tuvieran problemas para maniobrar sus embarcaciones. Tucídides ofrece un relato de la batalla espectacularmente vívido:
Así que, cuando se levantó el viento, las naves —que ocupaban ya un espacio reducido— quedaron atrapadas en el desorden causado por la brisa y por las naves más pequeñas [estas embarcaciones ligeras, situadas por motivos de seguridad en el centro del círculo, no estaban destinadas al combate]; un barco chocaba contra otro, mientras los hombres intentaban separarlos con pértigas; se daban voces para advertirse e incluso se insultaban sin poder alcanzar a oír las órdenes de sus capitanes ni los gritos de los timoneles. Por último, cuando los remeros más inexpertos no pudieron levantar los remos en aquel mar revuelto, en el momento oportuno Formión dio la señal de ataque y los atenienses se precipitaron sobre ellos. Primero hundieron la nave de los almirantes, y luego destruyeron todas las que se cruzaron ante ellos. El enemigo quedó reducido a tal estado, que ni uno solo de sus barcos pudo presentar batalla, viéndose obligados a huir a Patras y Dime de Acaya (II, 84, 3).
Los atenienses capturaron doce embarcaciones con sus tripulaciones, erigieron un trofeo a la victoria y volvieron triunfantes a Naupacto. En Cilene, los navíos peloponesios supervivientes se encontraron con Cnemo, que volvía a casa renqueante tras la derrota de Estrato. El primer gran intento de los peloponesios de presentar una doble ofensiva terrestre y marítima había concluido con un humillante fracaso.
Las noticias del desastre de la flota peloponesia impactaron a los espartanos, que culparon de su pérdida a los comandantes, en particular a Cnemo, pues como navarca era el responsable de toda la campaña. Para afrontar el problema, le enviaron tres «consejeros» (symbuloi), entre ellos, el intrépido Brásidas, con órdenes de presentar batalla y «no dejarse expulsar del mar por unos pocos barcos» (II, 85, 3).
Formión, mientras tanto, envió un mensaje a Atenas anunciando su victoria y requiriendo refuerzos. La respuesta de la Asamblea, sin embargo, fue bastante extraña: reunieron una flota de veinte trirremes, pero primero les ordenaron que tomaran el pueblo de Cidonia en Creta, muy al sur de la ruta más corta para alcanzar a Formión. No parece que éste fuera el momento más adecuado para perseguir una ofensiva en otro frente, aunque quizá quisieron dar ejemplo castigando a los rebeldes cretenses para evitar que los espartanos concentraran tropas en la isla. Atenas no escogió la ocasión de manera arbitraria: la invitación de Creta vino de este modo, y no había otra opción salvo aceptarla o rechazarla inmediatamente. A pesar de que la campaña de Creta fue un fracaso y, en última instancia, la misión puede considerarse un error, tampoco puede tildarse de absurda ni de excesivamente costosa. Aun así, ¿por qué enviaron tan sólo veinte barcos en apoyo de Formión, lo que seguía dejándole en inferioridad, si tenían naves de sobra para mandar una gran flota a Naupacto, y otra a Creta? La respuesta más plausible es que se veían limitados por la escasez de fondos y de combatientes.
En Naupacto, Formión sólo disponía, por tanto, de veinte embarcaciones para enfrentarse a las setenta y siete de las fuerzas espartanas. Los peloponesios, libres esta vez de la infantería pesada, estaban deseosos por combatir y mostraban una voluntad de lucha más vigorosa, imaginativa y hábil que en los combates pasados. Desde Cilene en Élide, bordearon la costa del Peloponeso hacia el este hasta encontrarse con las tropas de infantería en Panormo, el punto más estrecho del golfo de Corinto.
Si Formión rehusara entablar batalla con una formación cuatro veces mayor que la suya, el enemigo quedaría libre para navegar rumbo al oeste, romper el cerco ateniense y bloquear su flota en Naupacto. La imagen de Atenas como dueña y señora de los mares quedaría en entredicho, lo que alimentaría la agitación y la revuelta de sus súbditos. Formión no era, sin embargo, un hombre que se rindiera con facilidad. Fondeó su escuadra en las afueras de los estrechos en Antirrío, a menos de un kilómetro del Río del Peloponeso, al otro lado del golfo.
Los enemigos se observaron durante toda una semana a través de las aguas del estrecho. Los atenienses no tomarían la iniciativa, pues se encontraban en inferioridad numérica y con la obligación de defender Naupacto, su base naval en el golfo. Por tanto, los espartanos ejecutaron el primer movimiento y pusieron proa hacia el este por la costa peloponesia. A su derecha, se encontraban sus veinte mejores naves con rumbo a Naupacto. Formión no tenía más alternativa que retroceder hasta la porción más angosta del golfo. Conforme navegaban, los hoplitas mesenios, aliados de Atenas en Naupacto, los seguían desde tierra. Al ver que las embarcaciones atenienses bordeaban a toda prisa la costa septentrional en columna de a uno, los espartanos dieron la vuelta, lograron cortar el paso a nueve de ellas y empujarlas a tierra. Sólo quedaban once naves para enfrentarse a veinte de los mejores barcos peloponesios. Incluso en el caso de que los atenienses lograran huir o derrotarlas, todavía tendrían que apañárselas con las restantes cincuenta y siete. El desastre parecía inevitable.
Las once naves atenienses hicieron uso de su velocidad y sacaron ventaja a las del enemigo. Diez de ellas alcanzaron Naupacto, y se situaron con las proas dispuestas hacia el mar y a la espera, preparadas para combatir las incontenibles oleadas de hombres que pronto arribarían. La última embarcación ateniense aún no había alcanzado puerto y se veía perseguida por los peloponesios, que ya habían comenzado a entonar sus cánticos de la victoria. Un barco mercante que se encontraba fondeado en las aguas abiertas de Naupacto sirvió como detonante del sensacional cambio que iba a producirse. La solitaria nave de Atenas, en vez de apresurarse a buscar refugio en Naupacto, giró casi por completo utilizando el navío anclado como protección de su flanco expuesto, embistió a la nave perseguidora que iba en cabeza y logró hundirla. Los peloponesios, convencidos de que la batalla estaba ganada, cayeron en un desorden absoluto. Algunas embarcaciones encallaron por desconocimiento de las aguas. Otras, atónitas por lo que estaban viendo, bajaron los remos para frenar su avance y esperar al resto de la flota: un terrible error, porque quedaron inmóviles e indefensas frente al adversario.
Los atenienses restantes, azuzados por el increíble giro de los acontecimientos, se aprestaron a atacar, aunque Esparta todavía los superaba en número de dos a uno. De momento, el enemigo había perdido el pulso del combate y huía hacia Panormo. Los espartanos abandonaron ocho de los nueve barcos atenienses capturados y perdieron seis de los suyos. Cada ejército erigió por su parte un trofeo a la victoria, pero quedaba claro quién había vencido. Los atenienses conservaban la flota, la base naval de Naupacto y la capacidad de moverse libremente por aquellas aguas. Los peloponesios, ante el temor de la llegada de refuerzos de Atenas, navegaban de vuelta, derrotados una vez más. De hecho, los refuerzos atenienses llegarían pronto vía Creta; demasiado tarde para la batalla, pero a tiempo de frenar cualquier intento enemigo de plantear una nueva ofensiva.
Si Formión hubiera sido derrotado, los atenienses se habrían visto obligados a rendir Naupacto y, con ella, su capacidad para obstaculizar el comercio de Corinto y otros Estados del Peloponeso que comerciaban con el oeste. Una derrota naval también habría sacudido la confianza de los atenienses, y alentado a sus enemigos a planear operaciones marítimas de mayor envergadura, las cuales hubieran podido prender la llama de la rebelión en el imperio y, tal vez, haber contado con el apoyo del Gran Rey de Persia. No es, pues, de extrañar que los atenienses recordaran a Formión con un afecto especial: en la Acrópolis, levantaron una estatua en su honor y, tras su muerte, le dieron sepultura en el cementerio estatal que se encuentra camino de la Academia, cerca de la tumba de Pericles.
EL ATAQUE ESPARTANO AL PIREO

Cnemo y Brásidas, reacios a volver a casa con las noticias de su derrota, se vieron forzados a dar muestras de su valentía y se mostraron de acuerdo con la propuesta de Megara de atacar el Pireo. La idea era increíblemente atrevida, pero los megareos no se cansaban de señalar que el puerto de Atenas no se hallaba cerrado ni protegido. Los atenienses pecaban de un exceso de confianza y no parecían estar preparados para un ataque de esta envergadura. Era el mes de noviembre, la temporada de hacerse a la mar había acabado, ¿quién iba a esperar un ataque tan audaz de una flota derrotada, que hacía poco había abandonado el golfo de Corinto en medio del oprobio? El plan peloponesio, que dependía del factor sorpresa, consistía en enviar a sus remeros por tierra al puerto de Megara, en Nisea, en el golfo Sarónico. Allí se encontrarían con cuarenta trirremes sin tripulantes, se embarcarían en ellos de inmediato y pondrían rumbo al Pireo, aparentemente confiado y desguarnecido. Su primer paso marchó conforme a lo planeado. No obstante, en Nisea, los comandantes espartanos, «temerosos del peligro —aunque también se dice que frenados por el viento—» (II, 93, 4), en vez de ir hacia el Pireo, atacaron y saquearon Salamina, lo que puso todo el ardid al descubierto. Atenas recibió el aviso mediante señales de fuego, y pronto se halló sumida en el pánico, pues los atenienses creyeron que los espartanos ya habían ocupado Salamina e iban camino del Pireo. Tucídides considera que el osado plan de los megareos habría podido tener éxito, pero acabaron pagando su timorata. Al despuntar la aurora, los atenienses se armaron de valor y enviaron un contingente de infantería para proteger el puerto, y una flotilla puso rumbo a Salamina. En cuanto divisaron las naves atenienses, los peloponesios se dieron a la fuga. Atenas estaba salvada, y sus habitantes tomaron las medidas necesarias para garantizar que una ofensiva semejante por sorpresa no tuviera éxito en el futuro.
LA MUERTE DE PERICLES

El ataque sobre Naupacto y el Pireo había fracasado debido a la falta de experiencia marítima de los peloponesios, que les llevó a cometer errores y a mostrarse temerosos en el combate. Pericles había pronosticado este comportamiento, aunque no vivió para disfrutar del cumplimiento de sus previsiones. Moriría en septiembre del 429, dos años y seis meses después del inicio de la guerra. Sus últimos días no fueron felices. El «primer ciudadano» de Atenas se había visto privado del cargo, condenado y castigado. Muchas de sus amistades habían muerto durante la peste, así como su propia hermana y sus dos hijos legítimos, Jantipo y Páralos. Al haber perdido a sus herederos, Pericles pidió a los atenienses la exención de la ley que limitaba la ciudadanía sólo a aquellos que tuvieran dos progenitores atenienses, norma que él mismo había presentado dos décadas atrás. Solicitaba el estatus de ciudadano para su hijo Pericles, fruto de la unión con Aspasia, una milesia que había sido su amante durante años. Atenas le concedió tal derecho.
Los problemas de gobierno también abrumaron a Pericles en el ocaso de su vida. Su política de disuasión moderada había acabado haciendo estallar una guerra que su estrategia conservadora no parecía ser capaz de ganar. La peste se había llevado por delante a más atenienses de los que habrían muerto jamás en los campos de batalla. Sus conciudadanos lo señalaban como el responsable de la contienda y de una táctica que intensificaba los efectos de la plaga. Hacia el final de sus días, algunos de los amigos que cuidaban de él, al creerlo dormido, comenzaron a hablar de la grandeza, el poder y los logros del hombre y, en especial, de las muchas batallas ganadas en nombre de Atenas. Sin embargo, Pericles, que había oído la conversación, mostró su sorpresa por los hechos elegidos para alabarlo, porque ese tipo de cosas, así creía, a menudo se debían a la fortuna y eran muchos los que podían alcanzarlas. «Y, no obstante, no habéis hablado de lo más grande y bello. Por mi causa, ningún ateniense ha tenido que vestir luto» (Plutarco, Pericles, XXXVIII, 4). Ésta fue la respuesta de un hombre con un gran peso en la conciencia a aquellos que lo habían acusado de entrar deliberadamente en una guerra que él mismo podría haber evitado.
La muerte de Pericles privó a Atenas de un líder de cualidades excepcionales. Era un militar y un estratega de altura; pero, más aún, un político brillante de talento insospechado. Podía decantarse por una estrategia, convencer a los atenienses de que la adoptaran y se mostrasen firmes en ella, contenerlos a la hora de no embarcarse en empresas excesivamente ambiciosas, y animarlos en los momentos en que habían perdido la esperanza. Un Pericles restaurado en el poder podría haber tenido la fuerza suficiente para mantener a los atenienses unidos en torno a una línea política consistente, como ningún otro hubiera podido hacer. En su último discurso conservado, Pericles enumera las características necesarias en los hombres de Estado. «Saber lo que hay que hacer y ser capaz de explicarlo; amar a la patria y mostrarse incorruptible» (II, 60, 5). Nadie poseía estos atributos en mayor medida que él mismo y, si cometió errores, probablemente era el único de entre todos los atenienses que podía enmendarlos. Sus compatriotas le echarían muchísimo en falta.
Ese mismo año, Sitalces, rey de los tracios y aliado de Atenas, atacó el reino macedonio de Pérdicas y las ciudades calcídicas cercanas. Se las arregló para capturar algunas fortalezas, pero tropezó con una resistencia sustancial por parte de Atenas. Aunque contaba con un gran ejército de ciento cincuenta mil hombres, un tercio de ellos de caballería, retrasó la marcha sobre Calcídica porque dependía de la colaboración de la armada ateniense, la cual no llegaría a presentarse. Quizá los atenienses, vista la marcha de un número tan vasto de combatientes, temieron que el ejército de Sitalces pudiera sentirse tentado de rebelarse contra su propio imperio en la región. Además, los espartanos habían intentado osadamente atacar por mar Naupacto y el Pireo. Aunque habían fracasado, bien podrían haber puesto en jaque la confianza ateniense, lo que les habría llevado a pensar que no era el momento de embarcarse en grandes expediciones lejos de casa. La prudencia y la escasez de hombres y dinero también justifican que no enviaran la flota prometida a Sitalces en el otoño e invierno de 429 y 428.

El gran tamaño del ejército tracio aterrorizaba a los griegos del norte, pero pronto escasearon sus suministros y, finalmente, se retirarían sin haber conseguido demasiado. En el tercer año de la contienda, el Ática no había sufrido ninguna invasión y había evitado la derrota en el mar. Sin embargo, la reserva ateniense de fondos continuaba disminuyendo, lo que dejaba un saldo utilizable estimado en mil cuatrocientos cincuenta talentos. Ahora, el dinero del tesoro sólo permitiría que la guerra continuara una temporada más al ritmo de los dos primeros años, o dos, si se recortaba el gasto a la mitad. La estrategia inicial para la victoria había fracasado, y los atenienses todavía no habían formulado otra que viniera a sustituirla. No podían continuar como hasta la fecha sin agotar sus recursos financieros, pero tampoco parecía haber manera alguna de forzar al enemigo a buscar la paz.

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