miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 22 El primer ataque a Siracusa (415)

Los retrasos y las dudas de Nicias a la hora de enfrentarse a Siracusa devolvieron la confianza a sus habitantes, y éstos insistieron en que sus generales los condujeran hasta Catania contra los atenienses. La caballería siracusana cabalgó hasta el campamento ateniense y los insultó con las siguientes preguntas: «¿Habéis venido para quedaros con nosotros en tierra extraña, en vez de restablecer a los de Leontinos la suya?» (VI, 63, 3). Nicias no podía seguir dudando; tenía que afrontar el problema de cómo hacer que sus fuerzas se posicionasen y atacar Siracusa. La flota no podía desembarcar con un oponente armado preparado para frenarla, pero un ejército de hoplitas podía marchar sobre Siracusa con ciertas garantías; además, también disponían de un gran número de tropas ligeras y de muchos panaderos, albañiles, carpinteros y sirvientes del campamento, aunque carecían de una caballería que los protegiera contra el considerable número de los jinetes siracusanos.
LOS ATENIENSES EN SIRACUSA

Así pues, los atenienses tuvieron que recurrir al engaño: usaron a un agente doble para confundir a los mandos siracusanos y atraer a todo el ejército enemigo hasta Catania. Mientras éste recorría los sesenta y cinco kilómetros de distancia que separaban ambas ciudades, los atenienses anclaron sus naves y desembarcaron sus hombres en el puerto de Siracusa, sin encontrar resistencia, en una playa al sur del río Anapo, frente al gran templo del Zeus Olímpico (Véase mapa[42a]). Los atenienses tomaron posiciones en un lugar protegido de los posibles ataques laterales de la caballería siracusana por casas y barreras naturales, y construyeron más fortificaciones para defenderse de un ataque frontal o por el mar.
Cuando los de Siracusa, engañados y resentidos, regresaron y se encontraron a los atenienses acampados firmemente delante de la ciudad, los desafiaron a entablar combate, pero los de Atenas no mordieron el cebo, y los siracusanos no pudieron hacer otra cosa que acampar para pasar la noche. El ataque ateniense se produjo a la mañana siguiente. La mitad del ejército formó al fondo en columnas de a ocho, con los argivos y mantineos a la derecha; los atenienses se ocuparon de defender el centro y el resto de aliados se situaron a la izquierda, donde el riesgo de la caballería era mayor. Tras ellos, en la retaguardia, otro grupo de atenienses formó un escuadrón defensivo alrededor de los civiles encargados de los suministros; éstos se quedaron cerca del campamento ateniense como fuerza de reserva, mientras que la avanzadilla ateniense del río tomaba al enemigo por sorpresa. Algunos soldados que habían ido a Siracusa a pasar la noche tuvieron que apresurarse en volver y buscar cualquier posición posible entre sus filas. Las líneas de los siracusanos y sus aliados igualaban la longitud de las atenienses, y además tenían el doble de profundidad; a esto también había que sumar mil quinientos hombres a caballo sin oposición alguna. Para contrarrestar esta desventaja, los atenienses debieron de tomar posiciones en un recodo del río y en algunos terrenos pantanosos, utilizados para proteger el flanco izquierdo de su formación y resguardar así su derecha, lo que evitaría la efectividad del acoso de la caballería de Siracusa sobre el lateral de la falange. Los atenienses también apostaron a sus tiradores de honda, a los arqueros y a soldados con piedras en los flancos, desde donde ayudarían a combatir a los jinetes enemigos. A pesar del tamaño de la falange siracusana y de la bravura individual de sus soldados, la disciplina y experiencia superiores de los atenienses y sus aliados llevaban las de ganar ese día.
Conforme avanzaba el combate, la lluvia, los rayos y el fragor de la tormenta atemorizaron a los siracusanos, lo que probablemente ayudó a quebrantar su espíritu; mientras, los atenienses se tomaron el combate con la calma que da la experiencia. Los argivos pronto hicieron retroceder el flanco izquierdo del enemigo, mientras los atenienses golpeaban su centro; la línea enemiga se vino abajo, y los siracusanos y sus aliados emprendieron la huida. Ésta fue la mejor ocasión ateniense de conseguir la victoria definitiva, porque, si hubieran emprendido una persecución agresiva con un número elevado de bajas, habrían roto la resistencia de Siracusa o, como mínimo, habrían mermado las posibilidades del enemigo de resistir al asedio. Sin embargo, para haberlo logrado hubiera sido esencial disponer de caballería, porque ésta podía llevar a cabo la persecución mucho más rápido y hasta mayor distancia que los hoplitas. Libres de oposición, los jinetes siracusanos controlaron la retirada de sus tropas, lo que permitió que el ejército se reagrupara y enviara un destacamento al templo de Zeus para proteger sus tesoros antes de ponerse a salvo tras las murallas de la ciudad. Había sido una victoria táctica para los atenienses, pero sin ningún resultado estratégico: Siracusa se recuperaba rápidamente, preparada y lista para continuar la lucha. Era preciso buscar algún modo de hacerla capitular. Los atenienses, sin embargo, en vez de ponerle sitio de inmediato, erigieron un monumento a la victoria en el campo de batalla, entregaron los cadáveres de soldados enemigos al amparo de la tregua, sepultaron a los suyos —cincuenta bajas atenienses contra doscientas sesenta pérdidas enemigas—, y de nuevo pusieron rumbo a Catania.
Tucídides trata de explicar la retirada de Nicias por lo avanzada que estaba la estación y por la necesidad de almacenar grano; también se hacía necesario conseguir más fondos de Atenas o de donde fuese y, en especial, «solicitar el envío de la caballería desde Atenas y reclutar jinetes entre los aliados de Sicilia para no estar a merced de las tropas a caballo del enemigo» (VI, 71, 2). Entre los contemporáneos de Nicias, muchos le acusaron de no haber actuado con una mayor resolución. En su obra Las aves, llevada a la escena poco después de esta batalla, Aristófanes se burla de «Nicias y sus retrasos»; por su parte, Plutarco se hace eco de la opinión popular en Atenas de que «por hacer cálculos demasiado cuidadosos, demorarse y pasarse de cauto, había arruinado la ocasión de pasar a la acción» (Nicias, XVI, 8).
La prudencia de Nicias ante la falta de la caballería no parecía carecer de lógica: los destacamentos atenienses enviados a cavar trincheras o construir los muros circundantes no podían defenderse de los ataques de los jinetes siracusanos a menos que los escoltase su propia caballería. Sin embargo, a menudo las guerras no se deciden por consideraciones materiales, sino por otros asuntos. Demóstenes, un general mucho más brillante, mantuvo la opinión de que, si en el invierno del año 415 Nicias hubiera sido más audaz, los siracusanos habrían presentado batalla y se les habría derrotado; la ciudad habría quedado encerrada por las empalizadas atenienses antes de que hubieran pedido auxilio y, por consiguiente, su rendición habría sido forzosa. No obstante, resulta improbable que los atenienses hubieran podido construir una empalizada alrededor de la ciudad sin la ayuda de la caballería y, hasta que no estuviera en pie, los siracusanos serían libres de solicitar ayuda y hacer buen uso de la misma. A fin de cuentas, Nicias escogió el plan más adecuado y lo llevó a cabo con gran precaución; por lo tanto, no merece ser acusado por su elección táctica.
Sin embargo, como estratega, Nicias cometió un error que fue la causa principal del fracaso de la expedición. Las tropas a caballo que olvidó solicitar a la Asamblea eran esenciales para capturar Siracusa. Si las hubiera tenido a su disposición desde el principio, los siracusanos se habrían visto obligados a rendirse, ya que ninguna ayuda exterior les habría salvado. La falta de previsión con respecto a la caballería es particularmente sorprendente porque el propio Nicias había resaltado su importancia antes de que la expedición partiese. Con estas palabras se había dirigido a la Asamblea ateniense: «En lo que más nos aventajan los de Siracusa es en que tienen muchos caballos, y en que cultivan y consumen su propio trigo, no grano importado» (VI, 20, 4). Pero, en la lista de fuerzas votadas por los atenienses que el propio Nicias había elaborado se omitió cualquier mención a la caballería; y, aunque antes de zarpar hubo tiempo de sobra para remediar el problema, en la siguiente Asamblea no se llegó a plantear la cuestión. Incluso tras el Consejo de Regio, cuando era obvio que el asedio a Siracusa no tardaría en producirse, todavía estaban a tiempo de solicitar el envío de un contingente de hombres a caballo.
Quizás el descuido fue más fruto de la estimación de los objetivos que de un error de cálculo. Como hemos visto antes, Nicias nunca tuvo verdadera intención de atacar Sicilia y, una vez forzado a tomar parte en la campaña, intentó seguir una vía de contención que evitase cualquier participación más seria. Posiblemente se negó a considerar un paso tan agresivo como el asalto a Siracusa hasta que las circunstancias lo hicieron inevitable, y entonces se encontró sin las fuerzas necesarias para llevarlo a cabo.
En cualquier caso, aunque el sitio de Siracusa tuvo que retrasarse varios meses hasta la llegada de dinero y caballos de Atenas, no existían motivos para dejar perder el invierno de 415-414. Así pues, los atenienses se dirigieron con sus naves a Mesina con la esperanza de tomar la población, controlada por una de las facciones, por medio de la traición. Sin embargo, Alcibíades, a su paso por el Peloponeso, desveló la trama por entero. Ésta fue la primera de sus muchas acciones que probarían a Atenas que todavía seguía vivo. Cuando la flota ateniense arribó, la facción hostil les prohibió la entrada a la ciudad, así que tuvieron que retirarse a Naxos con el objeto de construir una nueva base.
LA RESISTENCIA DE SIRACUSA

En Siracusa, mientras tanto, Hermócrates animaba a la población a que emprendiera una serie de grandes reformas militares. Para incrementar el tamaño del ejército, se armó como hoplitas a los habitantes más pobres y se estableció el reclutamiento forzoso, una medida poco habitual entre los ejércitos griegos, nutridos en su mayoría de ciudadanos no profesionales. El número de generales se redujo de quince a tres, Hermócrates entre ellos, y se les otorgó plenos poderes para tomar decisiones sin consultar a la Asamblea, lo que permitía un liderazgo más efectivo y un mayor secretismo en lo referente a las distintas estrategias que iban a emprenderse. De este modo, sin embargo, los siracusanos se veían obligados a restringir su democracia para sobrellevar la situación.
En el frente diplomático, no sólo enviaron aviso a Corinto y a Esparta de que necesitaban su ayuda para la defensa de la ciudad, sino que solicitaron a los espartanos «que hicieran la guerra contra Atenas abiertamente con mayor persistencia para conseguir que sus tropas abandonaran Sicilia o para poner trabas al envío de refuerzos» (VI, 73). Entretanto, las murallas de la ciudad se ampliaron hasta incluir más territorio, lo que obligaría a los atenienses a construir empalizadas de asedio aún mayores para poder circundar Siracusa. También se emplazaron campamentos en Megara Hiblea y en el templo de Zeus, y se erigieron empalizadas en algunos enclaves costeros susceptibles de servir como fondeaderos a la flota de Atenas.
Cuando llegó a sus oídos que los atenienses estaban tratando de ganar Camarina, Hermócrates acudió hasta allí y argumentó que Atenas no había venido a socorrer a sus aliados, sino a conquistar toda Sicilia. Eufemo, el enviado ateniense, pronunció el razonamiento contrario. Según él, Siracusa sí era una verdadera amenaza para la libertad de las ciudades griegas de la isla. Los camarineos, por su parte, eran partidarios de los atenienses, «salvo en la medida en que creían que su plan era someter Sicilia». Su respuesta formal fue que «aliados como eran de ambos pueblos en guerra, serían más fieles a sus juramentos si no prestaban su ayuda a ninguno» (VI, 88, 1-2). Esta aparente neutralidad les era más útil a los siracusanos que a los atenienses, ya que éstos tenían la necesidad imperiosa de obtener aliados en Sicilia. En la decisión tomada por los habitantes de Camarina, debió de influir sin duda el gran tamaño de la armada ateniense, que de nuevo jugaba en contra de la estrategia originalmente planificada.
A Atenas se le dio mejor con los sículos, que no eran de origen griego; algunos de ellos acudieron por su propia voluntad al encuentro de los atenienses con alimentos y dinero, pero con otros tuvo que utilizarse la coacción. Con el traslado de su base a Catania para mejorar su contacto con los sículos, los atenienses también buscaron ayuda en lugares tan apartados como Etruria, en Italia, o Cartago, en África, ambas antiguas enemigas de Siracusa. Si bien fueron pocas las ciudades etruscas que enviaron naves a Sicilia en el año 413, la petición fracasó estrepitosamente con Cartago; pero la propia existencia de esta petición sirve para desautorizar las voces de Alcibíades, Hermócrates y Tucídides, que afirmaban que entre los objetivos de esta campaña se contaba la conquista de Cartago.
ALCIBÍADES EN ESPARTA

Los siracusanos fueron más afortunados en su búsqueda y Corinto, fundadora de su ciudad, se mostró dispuesta a apoyar a su colonia, además de enviar mensajeros para que convencieran a los espartanos de hacer lo mismo. Sin embargo, los dirigentes espartanos no se mostraron muy inclinados a involucrarse más en Sicilia, y sólo decidieron participar de forma diplomática, pues enviaron una embajada para alentar la firmeza de los siracusanos contra los atenienses. En Esparta, sin embargo, los siracusanos y los corintios sí que encontraron en Alcibíades un aliado muy valioso. El réprobo ateniense se había adaptado a las costumbres espartanas excelentemente —se dedicaba al ejercicio físico con gran empeño, y tomaba baños fríos; se dejó crecer el pelo conforme a la costumbre espartana y cambió su alimentación por el pan burdo y las típicas gachas oscuras—, aunque es altamente improbable que tuviera en mente pasar el resto de su vida en Esparta. Tenía la determinación de volver a Atenas, como líder y héroe pródigo o para ejecutar su venganza.
Como cada vez que la jurisdicción ateniense entraba en juego Alcibíades era considerado todavía un fugitivo de la ley con precio puesto a su cabeza, su primer objetivo fue el de hacerse un nombre entre los espartanos y ganar su confianza para poder convencerlos de derrotar a los atenienses en Sicilia y reanudar la guerra en el Ática. El gran alcance de su discurso introductorio en la Asamblea espartana aplacaría la desconfianza y la antipatía que los espartanos sentían por él. Alcibíades, como demagogo apoyado por la multitud ateniense y oponente principal de Nicias, que era amigo de Esparta, y como autor de la política fatal que había unido en una alianza a Atenas, Argos, Elide y Mantinea, lo que indirectamente había acarreado la batalla de Mantinea y la propia expedición a Sicilia, y además como traidor a su propia ciudad, no era obviamente el hombre que podía aconsejar mejor y más fiablemente a los espartanos.
Al explicar su caso, se las arregló para renegar de su pasado y presentó su huida de Atenas como un rechazo a la democracia, a la que describió como «una locura por todos conocida» (VI, 89). Afirmó con rotundidad que revelaría los verdaderos motivos de la expedición ateniense en el oeste: según dijo, lejos de limitarse a asaltar Siracusa en nombre de los aliados, lo que se pretendía alcanzar era el control de la isla entera y aún más. Tras Sicilia, los atenienses perseguían dominar la Italia meridional, Cartago y su Imperio, e incluso la lejana Iberia. Cuando hubieran conseguido todo esto, utilizarían los enormes recursos de sus conquistas para atacar de nuevo la península del Peloponeso. Finalmente, «gobernarían a todos los pueblos helénicos» (VI, 90, 3). Los generales de Atenas, insistió, ejecutarían tal programa incluso en su ausencia.
Pero Esparta podía actuar con rapidez, explicó, antes de que los siracusanos se rindieran. «No dejéis que nadie crea que sólo estáis deliberando sobre Sicilia, pues también está en juego el destino del Peloponeso» (VI, 91, 4). Los espartanos tenían que enviar con rapidez un ejército a Sicilia con un espartiata al mando, pero también debían retomar la guerra en el Ática para animar a los siracusanos y distraer a los atenienses. Con ese fin, no había sino que acometer la acción más temida por los ciudadanos de Atenas: la construcción de una fortificación permanente en el enclave ático de Decelia. Desde allí, los espartanos podrían cortar por entero el paso de los hombres, del trigo y de los suministros de las minas de plata de Laurio; y todavía disminuirían más sus ingresos si fomentaban la rebelión y la resistencia por todo el Imperio.
Como traidor, Alcibíades admitió la necesidad de defender su credibilidad: «El auténtico patriota no es el hombre que deja de atacar su patria ya perdida injustamente; sino aquel que, por amor a ella, intenta recuperarla por todos los medios» (VI, 92, 4). No tenemos ningún dato de cómo pudo influir en los espartanos su elaborada oratoria, pero concluyó su discurso urgiéndoles a dar la espalda al pasado y a apreciar los beneficios venideros que él les aportaría: «Si bien os infligí daño como enemigo, también podría haceros mucho bien como amigo, ya que yo conocía los planes de Atenas, mientras que los vuestros sólo los imaginaba» (VI, 92, 5).
Los espartanos tenían razones de sobra para sospechar de un traidor a cuya cabeza se había puesto precio y con fama de astuto y tramposo, y al menos una de sus afirmaciones debería haberles hecho dudar del resto del discurso, porque era totalmente falsa: «Los generales restantes llevarán a cabo los mismos planes si les es posible, sin hacer cambios» (VI, 91, 1). A los espartanos les tenía que haber resultado inconcebible que Nicias, al que conocían y respetaban, siguiera los grandes planes de conquista que Alcibíades había descrito. En este sentido, Alcibíades simplemente mintió. Hay buenas razones para pensar que también se inventó los grandiosos objetivos de Atenas que alegó revelar a los espartanos para servir a sus propios intereses: atemorizar a Esparta para que reanudase la guerra contra Atenas.
Para comprender la actuación de Alcibíades en Esparta, necesitaríamos examinar su trayectoria y sus logros tal como eran vistos en 415-414, es decir, antes de que se forjara su condición de leyenda. Todavía no había conseguido ninguna victoria para Atenas ni por mar ni por tierra, y todos sus planes habían acabado en derrotas estratégicas. Sus campañas tenían un sello distintivo: normalmente confiaba en el poder de persuasión de su diplomacia personal, mientras que para la peor parte de la lucha usaba fuerzas aliadas, lo que traía como consecuencia que Atenas corriera muy pocos riesgos. Esta postura podía parecer ingeniosa y convincente, pero no aportaba resultados decisivos. La culminación de su estrategia en el Peloponeso fue la batalla de Mantinea en el año 418; aunque la victoria requiriese un contingente de hoplitas atenienses mayor del que hubo, su poca predisposición a arriesgar las vidas de un gran número de atenienses en el campo de batalla plantea serias dudas sobre si habría enviado una fuerza mayor, incluso de haber sido general ese año.
Su ausencia en Mantinea pone de relieve otro de sus defectos: como líder ateniense, no era capaz de ganarse el apoyo político que los generales necesitaban año tras año para poner en ejecución una línea política coherente. Su estrategia para Sicilia en el año 415 la había tomado prestada a grandes rasgos de los planes fracasados de los años 427-424. Sin duda, pensaba que su liderazgo personal y su persuasión funcionarían donde Sófocles y Eurimedonte habían fracasado; sin embargo, no pudo evitar que Nicias aumentara el tamaño de la expedición hasta alcanzar magnitudes mastodónticas, lo que causaría un temor tal en las ciudades griegas, que llegaría a determinar su neutralidad o su reticencia. Cuando en Regio quedó patente el precio de desplazar una flota de tal envergadura, no alteró sus planes para adaptarse a la nueva realidad. Finalmente, la desconfianza que sus conciudadanos sentían por él había permitido que sus rivales lo desterraran. Éste era el Alcibíades que los espartanos tenían ante sí, un hombre derrotado y perseguido, que necesitaba convencerles con urgencia del gran peligro que les acechaba y de los beneficios que les esperaban si contaban con su consejo y ayuda. No debemos sino maravillamos ante la tamaña audacia e imaginación de este gran engaño.

Aunque los espartanos enviaron finalmente un general a Sicilia, las fuerzas comandadas por él sólo estaban integradas por dos embarcaciones corintias y dos lacedemonias. Ningún soldado espartiata viajó a Sicilia; de hecho, ni siquiera su general, Gilipo, lo era verdaderamente. Como hijo de Cleándridas, un desterrado condenado a muerte por aceptar sobornos, y de una ilota, tal como se rumoreaba, Gilipo era un mothax, un habitante de categoría inferior pero que había recibido la educación espartana. Así pues, Esparta podía permitirse prescindir de todos los integrantes de la misión. Si hubiera tomado ciertas precauciones, Atenas habría podido incluso impedir que una fuerza tan lastimosa alcanzase la isla.

No hay comentarios:

Publicar un comentario