lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro cuarto: El conflicto de los ideales de cultura en el siglo IV: Autoridad y libertad: el conflicto dentro de la democracia.

las obras de Isócrates sobre política exterior han ocupado siempre, desde que se descubrieron sus escritos políticos, el primer plano del interés, pues la idea panhelénica desarrollada en ellos se consideraba con razón como su contribución históricamente más importante a la solución del problema vital del pueblo griego. Pero esto llevaba a perder de vista muchas veces o a desdeñar otro aspecto de su pensa­miento político: la posición de Isócrates ante la estructura interior del estado de su tiempo, que es para él, en primer término, como es lógico, el estado ateniense. Todas las disquisiciones políticas de los decenios posteriores a la guerra del Peloponeso partían más o menos directamente del problema que entrañaba Atenas. Pero mientras que Platón se volvía en seguida de espaldas al estado de su tiempo sin distinción,[1] Isócrates vivió siempre pendiente con todo su espíritu de su ciudad natal. Su obra principal sobre política interior es el Areopagítico.[2]

Su última obra, el Panatenaico, revela todavía la vinculación in­disoluble de su existencia con el destino de Atenas. En ella se ocupa también de la forma interior de la vida política ateniense. Por el contrario, en sus comienzos, en el Panegírico, le preocupaba sobre todo, como era natural, la posición que Atenas ocupaba con relación a los demás estados griegos, en aquel periodo de lenta y trabajosa recuperación que siguió a la guerra perdida y a la bancarrota de su poder naval. Sin embargo, los problemas de la política exterior y la interior se hallaban demasiado íntimamente vinculados entre sí para que podamos pensar que Isócrates no se interesó por la situación política interior de Atenas hasta más tarde. El Panegírico no es más que una expresión unilateral de su actitud ante el estado. El viraje hacia lo nacional que da en esta obra tenía necesariamente que des­tacar en primer plano la obra de Atenas en pro de la causa general de toda Grecia, tanto en lo tocante al esclarecimiento de la historia anterior de la ciudad como en cuanto a la concepción de su misión en los tiempos presentes. Su modo de tratar el problema interior confirma también esta primacía de la política exterior en su pensamiento, 895 pues la eficacia con vistas a la política exterior es el punto de vis­ta desde el que Isócrates contempla en el Areopagítico la democra­cia ateniense y su estado actual. Esto se expresa ya claramente en el punto de partida en que se coloca para su crítica. El discurso del Areópago comienza con una ojeada general sobre la situación exte­rior de Atenas en el momento de redactarse la obra; esto da una significación especial al problema de la situación especial en la que fue publicada. Isócrates, para justificar la forma del discurso habla­do,[3] finge en ella un momento histórico en que aparece dirigiendo una admonición a la asamblea del pueblo, papel para el que podía encontrar precedentes famosos tanto en los poemas políticos de Solón como en los discursos de la obra histórica de Tucídides. La mayoría del pueblo y sus consejeros se sienten optimistas (en la pintura que él traza de la situación), razón por la cual no comprenderán sus preocupaciones y se remitirán a todas las circunstancias que parezcan justificar un enjuiciamiento favorable de la situación de Atenas y de su poder en el exterior. Los únicos rasgos de la pintura que el autor traza en este sentido apuntan hacia una época en que aún perdura la fuerza de la llamada segunda liga marítima ateniense, convertida en una realidad después del Panegírico. Atenas se halla todavía en posesión de una gran flota, domina el mar y sus aliados se hallan en parte dispuestos a acudir en su ayuda si se ve amenazada y abo­nan además de buena gana sus contribuciones a la caja federal. Reina la paz en torno al país ático y en vez de sentir temor a los ataques de los enemigos, hay más razones para pensar que los enemigos de Atenas se sientan inquietos por su propia seguridad.[4]

Isócrates opone a este luminoso cuadro el cuadro que él ve y que es bastante más sombrío. Da por supuesto que su opinión será des­preciada, pues las razones a que obedece no son todas tan superficia­les como los hechos a que los otros pueden remitirse. Una de las razones principales estriba en el sentimiento de optimismo predomi­nante en la generalidad de la gente y que entraña siempre sus peli­gros. La multitud cree que Atenas, con el poder de que actualmente dispone, podrá dominar toda Grecia, mientras que él teme que sea precisamente la apariencia de poder la que puede arrastrar con facilidad al estado al borde de la catástrofe.[5] Las ideas de Isócrates tienen su raíz en la concepción del mundo de la tragedia griega. Ve al mundo político sometido a la misma ley trágica fundamental que hermana siempre en la vida el poder y la riqueza a la fascinación y al desenfreno, fuerzas surgidas del interior que amenazan a aquéllas en su existencia. Los factores verdaderamente educativos son para él la penuria y la pequeñez, que engendran el dominio de sí mismo y la moderación. Por eso la experiencia enseña que son las situaciones 897 malas las que en la mayoría de los casos sirven de estímulo para lo mejor, mientras que la dicha se trueca fácilmente en el infor­tunio.[6] Isócrates establece por igual esta ley para la vida de los indi­viduos y para la de los estados. Y entre la muchedumbre de ejemplos que se le ofrecen sólo toma los de la historia de Atenas y Esparta. De la desintegración producida por la guerra de los persas, Atenas se levantó para convertirse en guía de la Hélade, pues el miedo hizo que todas sus fuerzas espirituales se concentrasen en la meta de la recupe­ración. Pero luego, desde la cumbre del poder así conseguido, se precipitó de nuevo súbitamente a la guerra del Peloponeso, faltándole poco para verse encadenada a la servidumbre. Los espartanos, por su parte, debieron su antiguo poder a su vida sobria de guerreros, gracias a la cual fueron ascendiendo desde los comienzos insignifi­cantes de su historia hasta el dominio sobre el Peloponeso. Pero este poder los empujó a la soberbia, hasta que por último, después de lograr la hegemonía por tierra y por mar, se vieron reducidos a la misma situación de penuria que Atenas.[7] Isócrates alude aquí a la de­rrota de Esparta en Leuctra, que tan profunda impresión causó en el mundo de la época sin excluir a los admiradores incondicionales de Esparta, como lo demuestra el cambio sufrido por los juicios hechos acerca de Esparta y de sus instituciones estatales en la literatura po­lítica del siglo iv. Platón, Jenofonte y Aristóteles, al igual que Isócra­tes, citan repetidas veces el hundimiento de la hegemonía espartana en la Hélade y lo explican diciendo que los espartanos no supieron usar sabiamente de su poder.[8]

En estos ejemplos se basa Isócrates para sostener su teoría política de los cambios históricos (μεταβολή) .[9] Tenemos razones para supo­ner que este problema desempeñó en su educación política un papel mucho mayor del que se desprende de las breves tesis del discurso del Areópago. Este problema se había metido por los ojos del mundo helénico con una penetración nunca vista hasta entonces, a la luz de las violentas irrupciones de los últimos siglos. En este sentido, la elección de los ejemplos no es casual. Las experiencias que les ser­vían de base eran, para la generación de Isócrates, el verdadero acicate de la meditación. El problema de los cambios políticos ocupa también el primer plano en el pensamiento de Platón y Aristóteles y las reflexiones en torno a él muestran una tendencia que crece sin cesar. A la vista de las experiencias de esta época, Isócrates considera una simple ilusión toda sensación exagerada de seguridad. Evidente­mente, de los dos ejemplos citados más arriba el más alejado es el de la catástrofe ateniense. La bancarrota espartana se presenta incluso expresamente como fenómeno paralelo del infortunio que antes sufrió Atenas.[10] Esto excluye la posibilidad de pensar, a propósito de Atenas, 898 en otra cosa que en el derrumbamiento del Imperio ateniense al final   de   la  guerra del  Peloponeso.    Isócrates  recuerda  lo  repentino de esta catástrofe y el poder del estado que la precedió, poder incom­parablemente mayor del que posee en la actualidad.

Generalmente, se sitúa el discurso sobre el Areópago en la épo­ca posterior a la pérdida de la guerra de los confederados (355), en la que aquella catástrofe de la primera liga ática marítima se repite en la segunda y en que esta creación inesperadamente rápida de los años de la recuperación que siguieron al Panegírico volvió a derrum­barse con la misma rapidez.[11] De ser cierta esta idea de la situación que sirve de premisa al discurso del Areópago, no tendría sentido la exposición tan minuciosa que en él se hace de los peligros ocultos implícitos en ella ni habría sido necesaria la prueba de que no pocas veces es precisamente el gran poder el que entraña el germen del infortunio. En vez de esta advertencia ante posibles acontecimientos futuros, Isócrates hubiera debido enjuiciar la catástrofe ya producida y el factor educativo no podía residir en el ejemplo negativo del pasado, sino pura y simplemente en la experiencia vivida del presente inmediato, del que había de sacar las enseñanzas. Isócrates, en aque­llas circunstancias, no habría probado su tesis apoyándose en la diso­lución del primer imperio en la guerra del Peloponeso, sino que ha­bría debido remitirse a la destrucción de la segunda liga marítima, y el relato que hace de los optimistas difícilmente habría podido atri­buir a éstos la opinión de que Atenas disponía aún de un gran poder financiero y militar, de una fuerte flota y de un gran número de alia­dos dispuestos a acudir en su ayuda, contando incuestionablemente con la hegemonía naval. Las razones en que se basa la hipótesis de que el discurso es posterior a aquella fecha estriban principalmente en algu­nas alusiones de orden cronológico que los especialistas creen deber relacionar con la guerra de los confederados o con la época inmedia­tamente posterior a ella. El celo por identificar los hechos sueltos mencionados en el discurso con ciertos acontecimientos históricos co­nocidos hace que se pierdan de vista la situación de conjunto y sus características, cosa que ha sido perjudicial también para la interpre­tación de los factores históricos de la época.[12]

Isócrates apunta a diversos síntomas que debieran servir como advertencia. Habla del odio y la desconfianza cada vez mayores de los demás estados griegos contra Atenas y su liga marítima y de las malas relaciones de Atenas con el reino persa. Son, según la conclu­sión a que él llega, los dos factores que condujeron ya bajo la primera 899 liga marítima al derrumbamiento del poder ateniense.[13] Este relato se relaciona con la situación existente después de la guerra de los confederados, con la que indudablemente coincide, pero con ello se pierde de vista que por aquel entonces la profecía de la repetición de este fenómeno habría estado de más y que un ojo atento habría podido advertir antes del desencadenamiento de la catástrofe los indi­cios de este odio de los griegos, entre los cuales el autor se refiere en primer término, seguramente, a los propios confederados con Ate­nas, y de la enemistad de Persia; más aún, que esta previsión del infortunio que se avecinaba era precisamente, según la intención de Isócrates, el verdadero mérito político de su discurso. La mayoría de las cosas a que alude tienen un carácter más típico que individual y cuadran dentro de diversas situaciones de las décadas cuarta y quinta del siglo iv, como ocurre, por ejemplo, con el comienzo de desintegra­ción de los confederados y con las repetidas amenazas del rey de Persia.[14] Los únicos acontecimientos de carácter más bien concreto que se mencionan, se refieren más bien a la época anterior al desen­cadenamiento de la guerra de los confederados[15] (año 357) que a la época posterior a ella, ya que esta guerra selló la bancarrota defini­tiva de la liga marítima y, con ella, de la hegemonía naval de Atenas. De ser ciertas estas observaciones, el discurso del Areópago no sería la liquidación hecha después de consumada la bancarrota de la liga marítima, sino un último intento para impedirla. Tal es el punto de vista desde el cual debemos considerar sus propuestas encamina­das a cambiar la democracia ateniense. Todos los peligros que, según Isócrates, la amenazan nacen, en su concepto, de la estructura interior del estado ático. Gracias a la suerte o al genio de un individuo —tal es, sobre poco más o menos, su razonamiento— hemos logrado grandes éxitos, pero no hemos sabido ponernos en condiciones de conservar lo adquirido. Bajo el mando de Conon y sobre todo de su hijo Timoteo, logramos la hegemonía sobre toda Grecia, pero no tardamos en perderla de nuevo, por no tener la constitución que ne­cesitábamos para defenderla.[16] La constitución es el alma del estado.




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Cumple la misma función en él que el espíritu y la razón en el hom­bre. Es ella la que plasma el carácter tanto de los individuos como de los dirigentes políticos y a ella se acomoda su conducta.[17] Esta idea, con la que nos encontramos ya en el discurso A Nicocles,[18] se repite aquí en sentido negativo. Isócrates sienta como un hecho que los atenienses opinan todos unánimemente que jamás bajo la demo­cracia estuvieron tan mal gobernados como ahora. Dondequiera que la gente habla y discute, en la plaza pública, no se oye tratar de otra cosa. No obstante, nadie está dispuesto a hacer nada por cambiar la situación y todo el mundo prefiere la forma degenerada de vida política imperante en la actualidad a la constitución creada por nues­tros antepasados.[19]

Esta crítica de Isócrates plantea ante nosotros el problema de la causa a que obedecen estas contradicciones. Evidentemente, el estado de esta época es, para la mayoría de sus ciudadanos, incluyendo a los que lo consideran necesitado de reformas, un medio cómodo para la satisfacción de sus ambiciones. Aunque imponga a cada cual ciertas limitaciones, limita también los excesos de los demás. Se produce así una especie de equilibrio de distintas ambiciones que en último resul­tado permite a cada cual satisfacer un número suficiente de deseos individuales y que de ese modo se le hace indispensable. La mayoría de los impulsos materiales cuya satisfacción le interesa al hombre en este tipo de convivencia son, indudablemente, los verdaderos factores "formadores de hombres" de la época, como lo proclaman unánime­mente los pensadores políticos de todas las tendencias. La paideia, la formación del hombre, queda degradada en estas épocas al papel de la mera educación externa. Aspira a influir desde fuera sobre las situaciones, sin que pueda oponer un contrapeso real a las fuerzas que presionan hacia abajo. Y si quiere conseguir más sólo tiene dos caminos: o renunciar a formar al pueblo como un todo y retirarse a la estrechez de escuelas y conventículos, como hacen los filósofos, o intentar influir solamente sobre determinadas personalidades gober­nantes o bien, allí donde se trate de estados gobernados democrática­mente, tratar de reformar ciertas instituciones del estado para influir sobre éste en el sentido que se considere provechoso. Tal es la idea educativa de Isócrates. El primer camino era el que había abrazado en el discurso A Nicocles sobre los deberes que imponía la misión del monarca. El segundo es el que sigue en el Areopagítico.

Aquí, partiendo de la conciencia de que el mal fundamental de la política reside en el problema de cambiar el hombre, se intenta llegar a este resultado mediante el cambio de las instituciones políticas. Los hombres, según la conclusión a que llega Isócrates, eran distintos en  901 los tiempos de Solón o de Clístenes; por consiguiente, el único medio de sustraerlos a su exagerado individualismo consiste en restaurar la constitución del estado vigente en aquel siglo.[20] Al cambiar el "alma" de la polis, cambiarán también los individuos que la forman. Sin embargo, la hermosa frase según la cual la constitución es el alma de la polis[21] oculta un difícil problema. Aceptando que en tiem­pos de los antepasados, en el siglo vi, fuese realmente el alma de la ciudad o, dicho en otros términos, la expresión espiritual del ser real del hombre, la forma de su vida colectiva, creada de dentro a fuera, ¿lo seguía siendo también en tiempo de Isócrates? ¿No aparece, in­cluso en el modo como éste la concibe, como un simple medio, como una organización jurídica encaminada a restaurar aquella forma inte­rior destruida por determinadas fuerzas negativas? Con esto, la em­presa de formar a los hombres se desplaza del campo de la existencia espiritual al campo de la educación exterior, en el que el estado se convierte de un modo autoritario en el agente externo de la misión educativa. De este modo, la paideia se convierte en algo mecánico y este defecto resalta con mayor fuerza por el contraste entre el modo puramente técnico como Isócrates pretende realizarla y la imagen ro­mántica del pasado que aspira a hacer resurgir así. Se acusa aquí de un modo bien visible la diferencia entre Isócrates y Platón, que si bien en su estado, "el mejor de los estados", simplifica también y retrotrae la vida de un modo aparentemente romántico, es perfecta­mente real en cuanto al punto de partida, pues hace hincapié exclu­sivamente en la formación real del alma. La paideia Platónica descansa totalmente sobre ésta. Isócrates en cambio cree poder conseguirla, en el estado ateniense de su tiempo, sin más que restaurar al Areópago en sus derechos. Por consiguiente, como corresponde a su modo de concebir la paideia, convierte al estado en simple autoridad inspectora. Es instructivo ver cómo la imagen ideal del pasado que traza Isócrates para caracterizar el espíritu de la educación a que aspira va convirtiéndose inadvertidamente en un sueño utópico en el que se esfuman todos los colores del presente y se resuelven todos los pro­blemas. Este extraño modo de considerar la historia sólo se com­prende cuando se ve cómo todas las alabanzas tributadas al pasado se conciben simplemente como negación de un mal correlativo del pre­sente. La forma radicalizada de la democracia ateniense del siglo IV representaba un problema insoluble para amplios círculos de opinión en los que bullía la crítica. Es el problema del gobierno de las masas, tal como se describe en el Areopagitico y en otros discursos de Isó­crates, con todos sus fenómenos concomitantes: la demagogia, el ré­gimen de delación, la arbitrariedad y el despotismo de la mayoría contra la minoría más culta, etcétera. En tiempo de los padres de la democracia ateniense no se confundía aún el desenfreno con la democracia, 902 la arbitrariedad con la libertad, la licenciosidad de palabra con la igualdad, ni la falta absoluta de control en la conducta con la suprema dicha, sino que se castigaba a las gentes de esta calaña y existía la preocupación de hacer a los hombres mejores.[22] La igual­dad a que se aspiraba en aquel tiempo no era la igualdad mecánica de todos, sino la igualdad proporcional que da a cada cual lo que le corresponde.[23] Tampoco el régimen electoral se hallaba todavía, por aquel entonces, mecanizado con el sistema del sorteo, equivalente a sustituir los juicios valorativos por el mero azar. En vez de elegir directamente a los funcionarios de entre el conjunto de la población, se les elegía indirectamente de entre un grupo de gentes, selecciona­do con anticipación, muy capacitadas para el desempeño de sus fun­ciones.[24] El lema seguía siendo: trabajar y ahorrar, y todavía no se despreciaba la propia economía doméstica para enriquecerse con bie­nes ajenos.[25] No era todavía práctica sancionada por el uso el que la población se nutriese de los ingresos públicos del estado, sino que, por el contrario, se sacrificaba a la comunidad la fortuna propia. El ser ciudadano no significaba todavía un negocio, sino un deber.[26] Y para que esta alabanza tributada a la cualidad de lo distinguido no le expusiese a aparecer como enemigo del pueblo, Isócrates añade que el demos era todavía en aquella época el que mandaba, el que instituía a los funcionarios y se elegía sus servidores públicos de entre la capa social de los poseedores, que eran los que disponían del tiempo 903 necesario para dedicarse a estas tareas.[27] La competencia era un factor más importante para la elección que el mero azar o cualesquiera con­sideraciones de política de partido.[28]

Estas frases son algo así como un programa de la minoría con­servadora y acomodada de Atenas en tiempo de la decadencia de la segunda liga marítima. La crítica de esta minoría contra el estado vigente la conocemos mejor que nada por las manifestaciones de la oposición que subió al poder después de perdida la guerra de los con­federados. Fue el rico financiero Eubulo quien con su sistema se sobrepuso entonces al desastre económico de los demagogos de la dé­cada anterior y supo captarse por largo tiempo la confianza de la mayoría del pueblo. El lema de trabajar y ahorrar cuadra de un modo excelente a esta tendencia y la censura contra los excesos del gobier­no de las masas y de la demagogia debía proceder de los mismos círculos de gentes ricas llamadas a pagar las costas de la política de guerra de los demagogos radicales, sin que por ello pudiesen salva­guardar al estado de la decadencia.[29] Isócrates sugiere repetidas veces, sobre todo en los discursos de aquel periodo de nueva desintegración de la liga marítima ateniense, lo mucho que le interesaba la causa de la minoría poseedora.[30] Es cierto que se expresa con toda la cautela necesaria, pero sin que pueda dudarse que era esta clase la que él quería proteger contra los ataques de los demagogos. Censura el que se recele de ella como enemiga del pueblo, a pesar de haber contri­buido más a la conservación del estado que la mayoría de aquellos escandalizadores.[31] Cree necesario, sin embargo, defenderse de ello, en persona, frente a la sospecha de hostilidad contra el pueblo. Esto era doblemente obligado en un momento como aquél, en que se formu­laba la propuesta impopular de conceder de nuevo grandes derechos al Areópago.[32] La restauración de la autoridad del supremo tribunal de justicia, en lo tocante sobre todo a la fiscalización de las costum­bres de los ciudadanos, era desde hacía ya mucho tiempo un punto establecido en el programa del partido conservador. En esta obra de Isócrates. es la piedra final que corona el monumento del periodo de la democracia ateniense.[33]

Aunque Isócrates no emplea expresamente el tópico de la vuelta a la constitución de los padres (πάτριος πολιτεία), que tan gran papel había de desempeñar en las luchas constitucionales de Atenas al llegar a la fase posterior de la guerra del Peloponeso, su glorificación retrospectiva 904 de la democracia de Solón y Clístenes coincide en realidad y en la más extensa proporción con el programa que por aquel en­tonces se cifraba en aquellas palabras. Durante la guerra del Peloponeso y la oligarquía de los "Treinta Tiranos", su principal mante­nedor había sido Terámenes, el dirigente del partido de la democracia moderada. Según informa Aristóteles en la Constitución de Atenas, uno de los primeros pasos dados por los Treinta en el año 403, des­pués de tomar el poder, fue abolir las leyes que habían restringido decisivamente las facultades del Areópago bajo Pericles, quebran­tando de modo definitivo el predominio de esta corporación dentro del estado.[34] La restauración del Areópago ocurrió en la primera época de los Treinta, en la que Terámenes y el ala moderada de los conser­vadores tenían una influencia decisiva en la política. El retorno de los demócratas después del derrocamiento de los Treinta revocó evi­dentemente estas medidas legislativas, y el hecho de que el padre del tópico de "la constitución de los padres", Terámenes, fuese muerto por Critias y los elementos oligárquicos radicales no contribuyó tam­poco a hacer que este grupo moderado y su herencia espiritual fuesen vistos con más simpatía en el periodo siguiente de restauración del gobierno del pueblo. Se comprende, pues, que Isócrates rehuya inten­cionadamente la frase de la constitución de los padres, o la transcriba bajo otras formas, para no suscitar recelos. Pero no menos claro es, asimismo, que se apoya en el programa de Terámenes, el cual debía de seguir teniendo partidarios aun después de restaurada en Atenas la constitución democrática. Una grata confirmación de esta hipó­tesis, que se impone a la vista de la coincidencia material entre el discurso isocrático sobre el Areópago y las ideas de Terámenes, la te­nemos en el hecho de que la antigua biografía señale entre los maestros de Isócrates, al lado de Gorgias y de los sofistas, al estadista Terá­menes.[35]

La continuidad de las ideas políticas constituye, pues, un hecho innegable y, una vez reconocida esta continuidad, es fácil seguirla desde el discurso de Isócrates sobre el Areópago, lo mismo a través de la historia constitucional de Atenas que a lo largo de la literatura teórico-política. Esto hace que no sea verosímil la idea de que el intento representado por el discurso de Isócrates sobre la restaura­ción del Areópago era la obra de un solo individuo, que en un mo­mento crítico recurría a aquellos planes de reforma constitucional tomados de la época de la guerra del Peloponeso. Toda la actitud de Isócrates ante la demagogia y el radicalismo de aquellos años induce por el contrario a la certeza de que lo mismo en su política interior que en la exterior se hallaba íntimamente vinculado al grupo político 905 cuyas ideas preconizaba. Como veíamos, este discurso parece enlazar toda la dicha y todo el poder de Atenas a la personalidad de Timoteo y a su actuación como estratego de la segunda liga marítima.[36] Todo el infortunio y toda la decadencia arrancan, según Isócrates, de la destitución de este gran hombre a cuyo servicio batalló incansable­mente con su pluma[37] y a favor del cual siguió abogando valien­temente después de su muerte, a pesar de su definitiva separación y de su condena.[38] Si nuestra localización del Areopagítico en el tiempo, situándolo en la época crítica que precede al desencadenamiento de la guerra de los confederados, es acertada, se redactó en una situación que hace casi imposible suponer que Isócrates procediese por sí solo en un problema tan importante de política interior sin asegurarse el acuerdo con su gran discípulo, que por aquel entonces vivía reti­rado de Atenas, muy cerca de él, y que necesariamente seguiría con creciente disgusto los manejos de sus sucesores radicales.[39] Opinaría sin duda alguna, al igual que Isócrates, que los nuevos titulares del poder habían vuelto a destruir en poco tiempo todo lo que él había logrado edificar trabajosamente,[40] y su nueva intervención en la po­lítica y en la estrategia ateniense después de estallar la crisis de la liga marítima demuestra que no había renunciado a la esperanza de que volviese a sonar su hora. Y sobre todo, al razonar la necesidad de una reforma constitucional señalando su importancia para la situa­ción política exterior, Isócrates se remite a una argumentación que nadie podía compartir mejor que Timoteo, pues toda la mira de éste era precisamente afirmar la posición de poder de su ciudad natal dentro de Grecia, sin que le preocupasen en lo más mínimo los asun­tos de política interior de los dirigentes de la masa.

No es posible, pues, sustraerse a la conclusión de que en el dis­curso sobre el Areópago Isócrates habla también en nombre de un grupo político real, que en la hora del peligro inminente hace una última tentativa para influir de nuevo sobre los destinos políticos de Atenas, después que sus adversarios habían llevado al estado hasta el borde de la ruina. Es sabido que esta tentativa fracasó y no fue capaz de contener la amenaza de la desintegración de la segunda guerra marítima. El profundo antagonismo que el discurso de Isócrates nos revela no fue superado tampoco por el nombramiento de Timoteo como uno de los comandantes de la flota, sino que siguió en pie como  906 una brecha a lo largo de la estrategia ateniense de los años siguientes. El propio Isócrates nos dice que sus ideas sobre la revisión constitu­cional no eran completamente nuevas para él, ni mucho menos, cuando se decidió a defenderlas ante la opinión pública. Ya las había sos­tenido repetidas veces ante sus amigos, pero le habían disuadido de que las proclamase por escrito, para que no atrajese sobre el repro­che de enemigo de la democracia.[41] Creemos que esto nos autoriza a inferir que su propuesta no envolvía precisamente una manifesta­ción integrante y firme de la paideia política de la escuela isocrática. Esto esclarece al mismo tiempo las relaciones con Timoteo y con­cuerda con el hecho de que estas ideas provienen del círculo de Terámenes, es decir, de una época anterior.[42] Isócrates debió de tomar parte interiormente en las luchas espirituales de los últimos años de la guerra del Peloponeso, siendo ya un hombre adulto, aunque exteriormente se mantuviese al margen de las actividades políticas. La ac­titud análoga mantenida por Isócrates y Platón en aquellos años hace que la cosa sea todavía más verosímil.[43]

Conociendo ya con mayor claridad el fondo político del discurso sobre el Areópago, comprendemos no solamente la peculiar actualidad que trasciende de todo lo que Isócrates dice acerca de los "tiempos mejores" de la democracia ateniense, sino que vemos, además, en el cuadro que traza del pasado toda una serie de alusiones directas al presente. Se trata de pintar un cuadro educativo, que sirva como modelo. Léanse, por ejemplo, desde este punto de vista, además de los capítulos sobre la vida pública que glosamos más arriba, los que versan sobre las fiestas religiosas y el trato dado antes y ahora a todos los problemas del culto divino[44] y se verá cómo detrás de cada palabra hay una acusación amarga contra la incultura presente. Isó­crates censura en el culto, tal como se practica en la actualidad, la caprichosa irregularidad e inconstancia y las oscilaciones entre extre­mos desacertados. Los atenienses tan pronto acuden pomposamente con 300 bueyes para el sacrificio como dejan caer en el más completo ol­vido las fiestas consagradas por sus padres. Por una parte, celebran 907 de un modo grandioso las fiestas extraordinarias, adicionales, sobre todo cuando dejan margen para que el pueblo coma y se divierta, y por otra, se sacrifican todas las fiestas más sagradas. Los tiempos an­tiguos no conocían aún esa ligereza frívola con que se abandonan en la actualidad las prácticas consagradas de Atenas o se introducen otras nuevas. La religión de aquellos tiempos no consistía, según Isócrates, en el despliegue de una pompa vana, sino en el temor de modificar nada que afectase a la tradición de los antepasados.[45]

En relación con esto recordamos el estudio cuidadoso que, a juz­gar por los fragmentos de esta literatura que se han conservado, con­sagraba a los temas del culto religioso y al nacimiento y a la celebra­ción de todas las fiestas divinas y prácticas piadosas el nuevo género de la "crónica ateniense", que florecía por aquel entonces. Este in­terés retrospectivo tiene su analogía en la historia de Roma en las Antiquitates rerum humanarum et divinarum de Varrón, obra gigan­tesca de erudición histórico-cultural y teológica. Esta obra surgió de una situación interiormente análoga a la de la época isocrática. Tam­bién en la escuela de Isócrates debió de existir necesariamente una nueva comprensión con respecto a este aspecto del pasado histórico. Para poder escribir cosas como las citadas más arriba, había que haber estudiado con cierta precisión las prácticas religiosas y las fiestas de la antigua Atenas, aunque se procediese a base de rápidas generalizaciones. Cuando Isócrates escribía existían ya los primeros rudimentos del nuevo género de la Atthis; por otra parte, no se errará si se supone que su interés por estos problemas, así como su preocu­pación por las realidades políticas del pasado de Atenas, fueron los que movieron a su discípulo Androcio a redactar su Atthis. No debe perderse de vista que el consciente conservadurismo religioso que a través de las observaciones críticas del Areopagítico nos habla de la degeneración de las fiestas y del culto divino se halla inseparablemente unido al conservadurismo político que aspira al ideal de la "constitu­ción de los padres" y que, por otra parte, esta concatenación nos permite también comprender fácilmente la importancia del factor re­ligioso.

Isócrates concede una atención especial al problema social en el pasado, pues al llegar aquí tenía que contar necesariamente con la objeción de que el lado negativo del cuadro era justo la relación entre ricos y pobres, altos y bajos. Él considera aquel período, por el contrario, como una época de salud completa del organismo so­cial. Los pobres no conocían aún la envidia contra la clase poseedora, sino que los desposeídos compartían la dicha de los otros y conside­raban con razón la riqueza de aquéllos como la fuente de su propio sustento. Los ricos, por su parte, no despreciaban a los pobres, sino que reputaban su pobreza como una vergüenza propia y les ayudaban 908 en la penuria, proporcionándoles trabajo.[46] Este cuadro, si lo comparamos con la pintura que Solón traza de la realidad entonces vigente,[47] aparece fuertemente idealizado, aunque pueda haber habido épocas en que fuese más fácil encontrar este estado de espíritu entre los ricos y los pobres que aquí se pinta que en los tiempos de Isócrates. Basta pensar, por ejemplo, en Cimón y en su conducta social, basada todavía en concepciones patriarcales.[48] Mientras existió en Atenas una nobleza poseedora de este tipo, concebir una clase de rela­ciones como las que pinta Isócrates era más fácil que en periodos de industrialización y de crecimiento, por una parte, del capital y, por otra, de la pobreza. Por aquel entonces no se acumulaban todavía grandes fortunas, sino que se invertía productivamente el dinero, sin considerar arriesgada de por sí cada una de estas inversiones. La vida de los negocios se hallaba presidida por la confianza mutua y los pobres daban a la seguridad de las relaciones económicas tanta importancia como los poseedores de grandes fortunas. Nadie resca­taba la propia fortuna ni temía que se hiciese pública, sino que todos la empleaban prácticamente, con el convencimiento de que esto no sólo era ventajoso para la situación económica de la ciudad, sino que además incrementaba la propia fortuna.[49]

Isócrates no ve la causa de estas sólidas y sanas realidades en ninguna clase de condiciones externas, sino en la educación de lo» ciudadanos.[50] Esto le orienta hacia su idea fundamental, que es la ne­cesidad de un fuerte Areópago. En efecto, Isócrates considera esta institución esencialmente desde el punto de vista de la educación y no de la administración de justicia. El defecto del sistema imperante estriba en que en Atenas se limita realmente la paideia al paides, es decir, a la edad infantil.[51] Para ésta existen numerosas instancias fiscalizadoras; en cambio, después de llegar a la edad viril cada cual puede hacer y dejar de hacer lo que se le antoje. No ocurría así en el pasado, en que se velaba con mayor cuidado todavía por los adul­tos que por los niños. Tal era, en efecto, el sentido y razón de ser de la norma según la cual el Areópago debía velar por la dis­ciplina ( eu)kosmi/a ) de los ciudadanos. Este organismo sólo era ase­quible a personas escogidas por su nacimiento y que hubiesen dado pruebas en su vida de un carácter intachable. Este principio de la selección convertía al Areópago en la corporación más distinguida 909 de su clase existente en toda Grecia.[52] Y aunque había ido perdiendo muchas de sus atribuciones políticas, su autoridad moral seguía siendo tan grande que infundía un respeto involuntario a todo el que entrase en contacto con él, aunque fuese el mayor malvado.[53] Sobre esta autoridad moral es sobre la que Isócrates pretende erigir de nuevo la educación de los ciudadanos.

Lo que verdaderamente se trata de comprender, según él, es el he­cho de que las buenas leyes de por sí no son capaces de hacer mejores al estado ni a los ciudadanos. De otro modo sería muy fácil infundir con la letra de la ley el espíritu de un estado a todos los demás.[54] En Grecia era frecuente tomar así normas de la legislación de otros estados. La elaboración de leyes por los filósofos, ya sea para un de­terminado estado o para mejorar los estados en general, obedece a la misma alta valoración de los buenos preceptos legales. Sin em­bargo, ya en Platón veíamos que se había abierto paso la conciencia de que las leyes como tales no sirven de nada si el espíritu, el ethos del estado no es bueno de por sí,[55] pues el ethos individual de una sociedad es el que determina la educación de los ciudadanos, el que forma el carácter de cada uno a su imagen y semejanza. De lo que se trata, pues, es de infundir a la polis un buen ethos y no de dotarla de un cúmulo cada vez mayor de leyes especiales para cada campo de la vida.[56] Se creía observar en Esparta que la disciplina de los ciudadanos en aquel estado era excelente y el número de leyes escritas, en cambio, muy pequeño. Platón había creído poder renunciar por entero, en su estado ideal, a una legislación especializada, pues su­ponía que en él la educación actuaría automáticamente a través de la libre voluntad de los ciudadanos, consiguiendo así lo que en otros estados procuraba en vano conseguir la ley por medio de la coacción.[57] Era una concepción calcada sobre las condiciones de vida de Esparta, tal como se las consideraba por aquel entonces y como las describían los contemporáneos, sobre todo Jenofonte. Isócrates no se remonta al modelo espartano. Él ve este estado de cosas ideal realizado en la an­tigua Atenas, donde existía un fuerte Areópago encargado de vigilar la vida de los ciudadanos y especialmente la de la juventud.[58]

Isócrates describe la situación actual de la juventud ateniense como extraordinariamente necesitada de educación.[59] La edad juvenil es justo la edad de mayor caos interior, lleno de apetitos de todo género. Necesita ser educada mediante la práctica de ocupaciones adecuadas que sean fatigosas y al mismo tiempo produzcan satisfacción 910 interior, ya que sólo ellas son capaces de retener a la larga la atención de la juventud.[60] Para ello debe establecerse una diferencia­ción de actividades que tenga en cuenta las condiciones sociales de los educandos. Siendo éstos desiguales, no puede ser igual tampoco el camino que se siga para educar a la juventud. Isócrates considera inexcusable que la paideia se adapte a la situación de fortuna de cada individuo.[61] Este punto de vista tuvo cierta importancia en la teoría de los griegos acerca de la juventud, mientras existió el postulado de una educación superior. .Ya lo encontrarnos sostenido en Protágoras, quien en el diálogo Platónico supedita la duración de la instrucción a la fortuna de los padres[62] y aparece también expuesto en el escrito "plutárquico" sobre la formación de la juventud, en que se utilizan a su vez fuentes anteriores, que no han llegado a nosotros.[63] Sólo lo encontramos eliminado en la República de Platón, en la que toda la educación superior corre a cargo del estado y de la selección vigi­lada por éste. Se comprende, colocándose en el punto de vista de Isócrates, que esta idea le sea completamente ajena. La concentra­ción de la educación en el estado debía ser considerada por él como el postulado plenamente irreal de un radicalismo pedagógico que en realidad no serviría para lograr una selección espiritual, sino para fomentar la liberación puramente mecánica de las diferencias socia­les. Isócrates ve en estas desigualdades algo impuesto por la natu­raleza e incancelable. Por eso aspira a que se mitiguen las durezas innecesarias, pero no a que se eliminen las mismas diferencias de for­tuna. La meta de la educación está para él más allá de estas diferen­cias. "Nuestros antepasados —dice— ordenan para ricos y pobres un tipo de educación adecuado a su situación social. Recomendaban a los necesitados la agricultura y el comercio, pues comprendían que de la ociosidad nace la carencia de recursos y de la carencia de re­cursos, a su vez, el desafuero. Creían, por tanto, que al extirpar las raíces del mal podrían acabar también con los males nacidos de ellas. A los ricos los obligaban a ocuparse de equitación, gimnasia, caza y educación del espíritu (φιλοσοφία), por creer que con ello unos se convertirían en hombres virtuosos y otros se desviarían de los malos caminos." [64] La equiparación que se establece entre la educación del  911 espíritu y las diversas modalidades del deporte es característica de la concepción de la paideia como un juego distinguido, concepción que Isócrates comparte con el aristócrata Calicles del Gorgias de Platón. Era el punto de vista desde el cual una determinada clase de la so­ciedad estaba en mejores condiciones para tomarles gusto a los inte­reses espirituales de la nueva época. Isócrates no se recata en lo más mínimo para hablar de esto abiertamente ante un gran número de lec­tores. Parte tal vez del supuesto de que los griegos y atenienses de todas las clases sociales comprenderían seguramente mejor este plantea­miento del asunto que la preocupación demasiado seria e interior por problemas espirituales, tal como la preconizaban Platón y la filosofía.

Para Isócrates, el verdadero defecto de la educación bajo la de­mocracia actual es la falta de todo control público. En la vida de las anteriores épocas sanas del estado ateniense, encuentra manifestacio­nes de este control, sobre todo en las agrupaciones de tipo local tales como los δήμοι en el campo y los kw=mai en la ciudad. Estas asociacio­nes, pequeñas y que pasaban fácilmente desapercibidas, vigilaban con ojo atento el tipo de vida de los individuos. Los casos de desorden ( a)kosmi/a ) eran llevados ante el Consejo en la colina de Ares, que disponía de un sistema de medios educativos de varios grados. El más suave de todos era la amonestación; seguía el de la amenaza; por úl­timo, si los dos recursos anteriores fracasaban, se aplicaba una pena.[65] De este modo, los principios de la vigilancia y el castigo se completaban y el Areópago mantenía a los ciudadanos "a raya" ( katei=xon ), palabra que aparece ya en Solón y que desde entonces se repite con frecuencia en manifestaciones sobre la disciplina legal de los ciudadanos.[66] La juventud de aquel entonces no pasaba ociosamente el tiempo en locales de juegos y cerca de las tocadoras de flauta, que es según Isócrates lo que solía ocurrir en su época. Cada cual vivía entregado a sus activi­dades profesionales e imitando reverentemente a los hombres que ocu­paban el primer lugar en ellas. Las jóvenes observaban en su actitud ante los mayores los preceptos del respeto y de la cortesía. La gente se comportaba con seriedad y no se tenía el prurito de pasar por ex­céntrico o chistoso. No se medía el talento por la movilidad social del joven.[67]

Toda la vida de la juventud ateniense se hallaba dominada en otro tiempo por el aidos, por aquel sentimiento respetuoso de san­to temor cuya desaparición ninguna época desde Hesíodo lloró tanto como la de Isócrates.[68] Esta pintura de la antigua disciplina recuerda, en cuanto a su idea fundamental, aquella imagen contrastada entre 912 la antigua y la nueva paideia que Aristófanes pintaba en Las nubes.[69] Concuerda también asombrosamente en sus detalles con el ideal que Platón establece en la República y seguramente este ideal no fue ajeno a la pintura de Isócrates. El concepto del aidos era una parte heredada de la antigua ética y la antigua educación de la nobleza griega, que fue perdiendo cada vez más importancia en el transcurso de los siglos posteriores. Pero este concepto desempeña todavía un papel enorme en el pensamiento de los hombres homéricos o pindáricos.[70] No es fácil definir en qué consiste este sentimiento o este temor; es un fenómeno inhibitorio espiritualmente complejo, formado por múltiples motivos sociales, morales y éticos, o bien el sentido de que ese fenómeno brota. El concepto del aidos fue pasando por mo­mentos considerablemente a segundo plano bajo la influencia de la evolución democrática que tendía a plasmar todas las normas en la forma racional de la ley. Y se comprende, teniendo en cuenta la mentalidad conservadora de Isócrates, que su paideia se remonte al sen­timiento del aidos o del temor, como fuente de conducta ética, lo mismo que en otros aspectos se remonta a la idea del modelo y a los preceptos concretos de la antigua ética de la nobleza.[71] Isócrates aspira conscientemente, no sólo en el espejo de príncipes que es el discurso A Nicocles, sino también en el ideal de la educación de la juventud que esboza en el discurso sobre el Areópago, a una res­tauración de la antigua disciplina de la nobleza y de sus normas. Esta ética regía todavía con vigencia plena en los tiempos primitivos del estado ateniense del pueblo que él ensalza y había contribuido mucho a la consistencia interior de su trabazón social. Isócrates abri­ga la conciencia plena de este factor y lo tiene en más alta estima que a la ley, considerada como el pilar fundamental del orden demo­crático de vida. Es indudable que su actitud escéptica ante el valor educativo de la legislación como tal y el elevado respeto que siente por las fuerzas morales del temor y de la vergüenza se condicionan mutuamente.

Después de hacer una crítica a fondo de la democracia en su for­ma actual de gobierno radical de las masas, Isócrates siente la nece­sidad de defenderse de antemano contra el reproche de tener ideas de enemigo del pueblo, que puedan hacerle los dirigentes del demos. Y esta parada del golpe antes de que éste se descargue es una ma­niobra hábil, pues quita el arma de manos de su adversario saliendo 913 al paso del eventual equívoco de quienes pudieran pensar que Isó­crates se colocaba del lado de los enemigos fundamentales de la cons­titución democrática, o sea de los oligarcas.[72] Los oradores que des­filaban por la tribuna de la asamblea popular ateniense en aquella época solían manejar con mucha liberalidad esta denominación cuan­do querían hacer políticamente sospechoso a quien se permitía contra­decirles. Por eso Isócrates aplica a su vez este hábito y demuestra que nada puede estar más lejos de él que la sospecha de que sus ideas políticas tengan algo de común con las de los "Treinta Tiranos", en los que todo demócrata ateniense veía personificada la maldad de la oligarquía para todos los tiempos. ¿Cómo era posible sospe­char de quien consideraba como su ideal la constitución de los padres de la democracia ateniense, de un Solón y de un Clístenes, que pu­diese querer atentar contra las libertades civiles, que eran los funda­mentos del estado ático ?[73] Isócrates puede remitirse al hecho de que en todas sus obras condena la oligarquía y ensalza la verdadera igualdad y la auténtica democracia.[74] Pero la misma selección de los ejemplos aducidos por él para ilustrar lo que es la verdadera li­bertad demuestra que deslinda el concepto de democracia de un modo sustancialmente más amplio que la mayoría de los demócratas de la época. Esta democracia la encuentra él encarnada del modo más per­fecto en la antigua Atenas y en Esparta, donde la elección de los magistrados superiores y las reglas de la vida y la conducta diaria han estado siempre presididas por la verdadera igualdad popular.[75] Y aun considerando que el gobierno radical de las masas tal como existe en su tiempo se halla muy necesitado de reformas, lo prefiere con mucho a la tiranía, a la oligarquía, tal como Atenas las conoció en tiempos de los Treinta.[76] Este paralelo es desarrollado amplia­mente y de un modo impresionante por Isócrates, no sólo para poner a cubierto de toda duda la posición fundamentalmente democrática del autor, sino también para demostrar cuál es para él la suprema pauta de toda actitud en materia política interior.[77] El punto de partida del discurso había sido la afirmación de que la vida política de los atenienses necesitaba ser reformada, derivando esta tesis de una crítica de la situación del estado en el campo de la política exterior, que él veía con los colores más sombríos.[78] Obra, pues, lógicamente al razonar el homenaje relativo que rinde a la democracia radical en comparación con la oligarquía, estableciendo un paralelo entre lo que ambas formas de constitución aportan desde el punto de vista de la propia defensa y afirmación del estado ateniense frente a sus enemigos.

Tal parece como si en esta parte del discurso volviese a tomar la palabra el verdadero y auténtico Isócrates, es  decir, el Isócrates  del 914 Panegírico, para contrastar desde un punto de vista los hechos de las dos tendencias políticas, con la diferencia de que aquí la idea panhelénica pasa por completo a segundo plano ante el criterio nacional ateniense. Isócrates se esfuerza celosamente en demostrar aquí que no se limita a censurar los defectos del demos, sino que está también dispuesto a ensalzar con la misma buena voluntad sus méritos en favor de la patria, allí donde deba reconocerlos. Ya en el Panegírico se traslucía ampliamente el deseo de que se renovase el predominio marítimo de Atenas, y el plan de una guerra de todos los griegos contra Persia, bajo la dirección de Esparta y Atenas, se aducía como una prueba de la necesidad y la justicia de la hegemonía ateniense sobre los mares. En el discurso sobre el Areópago, la aportación del demos y la oligarquía a la instauración de la hegemonía naval de Ate­nas se considera, consecuentemente con esto, como el criterio decisivo para juzgar de sus méritos políticos respectivos. Los oligarcas salen, naturalmente, mal parados de este examen comparativo. Y es lógico, pues no en vano eran los herederos de la derrota en la guerra ante­rior y del imperio desintegrado, sometidos por entero a los vencedores espartanos y gobernantes por obra y gracia de éstos simplemente. El único terreno en que cosechaban laureles los oligarcas era el de la po­lítica interior, donde ahogaban con éxito la libertad para defender los intereses del vencedor en la Atenas vencida.[79] Su despotismo lo ejercían exclusivamente sobre sus propios conciudadanos, mientras que el demos victorioso, durante los decenios que se mantuvo en el poder, supo ocupar las acrópolis de los demás estados.[80] Fue el demos el que dio a Atenas el predominio sobre toda la Hélade, e Isócrates, pese a toda la inquietud con que miraba al porvenir, seguía creyendo aún en la misión de Atenas como dueña y señora no sólo de los griegos, sino del mundo entero.[81] El imperialismo de la era de Pericles, que había vuelto a resurgir en la segunda liga marítima, levanta aquí por última vez su voz en la historia de Atenas y reclama en nom­bre del derecho de los atenienses a la hegemonía una transformación ( metaba/llein ) de la educación política de los ciudadanos que capacite al estado y al pueblo para cumplir con éxito esta misión histórica que les legaran sus antepasados.[82]

Isócrates pretende, con su distribución de elogios y censuras, pro­ceder como un auténtico educador,[83] pero no quiere que su recono­cimiento de la obra histórica realizada por la democracia ateniense produzca la impresión de que la concesión hecha por él basta para 915 justificar la plena satisfacción de los atenienses consigo mismos. El rasero por el que realmente deben medirse no es la locura de algunos hombres degenerados a quienes no sería difícil sobrepujar en legiti­midad, sino el mérito (areté) de sus padres, ante el que tanto des­merece la actual generación.[84] Isócrates pretende, con su crítica, in­fundirles la satisfacción de sí mismos, pero para elevarlos a la altura de su verdadera misión. Por eso al final de su discurso les pone delante de los ojos la imagen ideal de la naturaleza (φύσις), que el pueblo ateniense ha recibido en dote y a la que debe hacer honor. Este concepto es ilustrado brevemente mediante el símil de la natu­raleza de determinados frutos del campo o determinadas flores que algunos países producen con perfección insuperada. También el suelo ateniense puede producir hombres capaces de obras insuperables no sólo en el terreno de las artes, de la vida activa, de la literatura, sino también en lo tocante a carácter y a hombría.[85] Toda la historia de Atenas no es más que el despliegue de estas dotes naturales del pueblo ateniense. En esta aplicación del concepto de la physis a la órbita de la historia del espíritu Isócrates sigue, evidentemente, las hue­llas de Tucídides, pues en el historiador encontramos también, al lado de la idea de una naturaleza común a todos los hombres ( a)nqrwpi/nh fu/sij ), la noción de la physis específica de cada pueblo o cada ciudad, en una analogía completa con la acepción médica de la pala­bra, que distingue asimismo entre la naturaleza general y la natura­leza individual del hombre.[86] Sin embargo, en Isócrates se destaca como algo especial el rumbo hacia el sentido normativo que da al concepto de physis. En la medicina, este significado normativo va unido casi siempre al concepto general de naturaleza, mientras que la physis individual no hace nunca más que modificar en cierto modo esta norma general y reflejarla casi siempre de un modo atenuado; en cambio, el concepto de las dotes naturales de Atenas, tal como lo presenta Isócrates, entraña lo individual, lo imperecedero y lo norma­tivo al mismo tiempo. La idea educativa va implícita en la apelación a la physis auténticamente ateniense, que es el mejor yo del pueblo de Atenas, enterrado y oscurecido en el momento actual, pero revelado diáfanamente en las obras de los antepasados.

Esta idea encontrará más tarde un eco en los discursos y procla­mas de Demóstenes, en una situación todavía más peligrosa para el estado: en la lucha decisiva contra Filipo de Macedonia. No es éste, ni mucho menos, el único tributo que Demóstenes rinde al gran retó­rico, a pesar de lo mucho que sus propias concepciones distan de las de Isócrates en punto al problema macedonio.[87] La joven generación 916 entregada después de la bancarrota de la segunda liga marítima a la causa de la renovación del estado ateniense, se sintió profundamente conmovida en su interior por la crítica de Isócrates. Nadie repitió este ataque dirigido a la demagogia tiránica y al materialismo de la masa con mayor fuerza de convicción que Demóstenes, el campeón de la libertad democrática contra sus opresores extranjeros. Nadie podía coincidir más que él con Isócrates en la censura contra el des­pilfarro de los recursos públicos al servicio de los apetitos de la masa ni en la crítica del reblandecimiento y la decadencia de la capacidad defensiva de los ciudadanos atenienses. Finalmente, Demóstenes hizo suya también la idea en que culmina el discurso sobre el Areópago cuando dice que los atenienses estaban obligados, no sólo para con­sigo mismos, sino también por su misión como salvadores y protec­tores de toda Grecia, a sobreponerse a la presente situación de mala economía y de indolencia y a someterse a una educación rigurosa que capacite de nuevo al pueblo para cumplir su destino histórico.[88]

La tragedia de la renuncia al poder está en que cuando las ideas de Isócrates comenzaban a arraigar de este modo en los corazones de la juventud, ya su autor había abandonado definitivamente la fe en el renacimiento de Atenas como poder independiente y como guía de una gran federación de estados. En el discurso de Isócrates sobre la paz asistimos a la abdicación de todos sus planes dirigidos a resucitar en el interior del país la creación política de Timoteo, a poner en pie el imperio renovado de la segunda liga marítima ateniense. No podemos leer hoy el programa educativo que se contiene en el discurso sobre el Areópago sin pensar en la renuncia que Isócrates recomienda al pueblo ateniense con respecto a los antiguos confederados apartados de Atenas, en el discurso sobre la paz, redactado al final de la guerra perdida. La idea fundamental de este escrito es la convicción, reitera­damente expuesta en él, de que a los atenienses no les queda otro ca­mino que abandonar plenamente su pretensión de obtener la hegemonía naval, y con ella la política de la liga marítima, sobre la que se ha­bía basado el imperio ateniense. Ahora, Isócrates aconseja que se concierte la paz no sólo con los confederados apóstatas, sino con el mundo entero, con el que Atenas se halla en disputa.[89] Para ello es necesario extirpar las mismas raíces del litigio, raíces que según Isócra­tes consisten en la tendencia ambiciosa del estado ateniense a dominar sobre las demás ciudades.[90]

Para comprender este viraje que se produce en la mentalidad de nuestro autor es necesario darse cuenta del cambio de situación de Atenas 917 después de la bancarrota de la liga marítima. La zona de domi­nación de la liga quedó reducida casi a la tercera parte del territorio que poseyera en los tiempos de su máxima expansión bajo el mando de Timoteo. Y en proporción a esto se redujo también el número de confederados, pues los más importantes le fueron volviendo la espalda a la liga. La situación financiera era catastrófica.[91] Los numerosos procesos político-financieros ventilados después de la guerra, y de los que nos informan en detalle los discursos de Demóstenes, arrojan una luz crudísima sobre la situación de bancarrota de aquella época y sobre los medios desesperados que se empleaban para hacerle fren­te.[92] Los grandes hombres representativos de la época de auge triun­fal de la segunda liga marítima, Calístrato y Timoteo, habían muerto. La única política posible, por el momento, parecía ser la de ir sorteando con prudencia las dificultades, a la par que se renunciaba totalmente a una política exterior activa y se laboraba por una lenta recupera­ción en el interior, sobre todo en el campo de las finanzas y de la economía. A esta situación respondía el consejo que daba Isócrates de retornar a la paz de Antálcidas, tomándola como base para la política exterior,[93] lo que equivalía a renunciar por principio a toda hegemonía marítima ateniense. Este programa presenta una gran afi­nidad con el escrito de Jenofonte sobre los ingresos públicos, que vio la luz hacia la misma época y con el que su autor pretendía señalar una salida a la apurada situación.[94] La dirección efectiva del estado pasó a manos del grupo conservador encabezado por el político finan­ciero Eubulo, cuyas ideas se orientaban en la misma dirección. El Discurso sobre la paz sigue moviéndose en el mismo terreno de la educación política del público ateniense, según las ideas expuestas ya en el Areopagítico.[95] Pero aunque hoy sea tendencia general situar ambas obras a fines o después de fines de la guerra de la confederación, con lo que queda dicho y ante la distinta actitud que se marca en el Discurso sobre la paz, es evidente que ambos discursos no pueden proceder de la misma época. No puede desconocerse, cier­tamente, que el punto de vista crítico adoptado ante la democracia ateniense en aquel tiempo es el mismo en ambas obras, y esto explica la gran coincidencia que reina entre la argumentación desarrollada en los dos discursos. Pero ante el problema de la dominación naval de Atenas, la actitud que se adopta en uno y otro es completamen­te distinta. Y si es fundado el criterio dominante de que la posición de renunciar a la dominación marítima, que se adopta en el Discurso 918 sobre la paz, responde a la amarga experiencia de la deserción de los confederados, esto vendrá a confirmar también nuestra conclusión de que el discurso sobre el Areópago tiene necesariamente que datar de la época anterior al agudo estallido de la crisis, ya que en él la propuesta de reforzar la influencia educativa del Areópago se apoya precisamente, como hemos visto más arriba, en la necesidad de esta medida para afir­mar la dominación naval de Atenas.

En el Areopagítico no se duda ni en lo más mínimo de la exce­lencia de la dominación marítima ni de su importancia histórica tanto para Atenas como  para  Grecia, cosa que corresponde por entero al antiguo criterio mantenido por Isócrates en el Panegírico.   Aquí la res­tauración del dominio naval de Atenas, hundido en la guerra del Peloponeso, se preconizaba en interés nacional.   Su derrumbamiento se presentaba como  la  "causa de todos los males" del pueblo griego.[96] El Discurso sobre la paz, llevado de su pesimismo, tiende por el con­trario a demostrar que el comienzo de todos los males fue precisamente el comienzo de la dominación naval.[97]   El discurso sobre el Areópago ocupa el lugar intermedio entre estos dos polos de la trayectoria de las ideas políticas de Isócrates, no el polo negativo de la renuncia a la hegemonía marítima de Atenas.[98]   El viraje complejo ante el problema del poder que se opera desde el Panegírico hasta el Discurso sobre la paz, explica el enjuiciamiento antagónico de la paz de Antálcidas en ambas obras.   El Panegírico la condena del modo más severo, consi­derándola como el símbolo de la vergonzosa sumisión de los griegos a los persas, vergüenza que sólo pudo producirse después de la banca­rrota de la dominación marítima ateniense.[99]   En el Discurso sobre la paz se abandona la idea de la dominación naval y con ella esta actitud conscientemente nacional, con lo cual la paz de Antálcidas aparece aho­ra como la plataforma  apetecible  a la que es necesario volver para reorganizar la quebrantada vida política de Grecia.[100]  Claro está, y así deberá comprenderlo todo lector del Panegírico, que esta renuncia te­nía que ser por fuerza extraordinariamente dolorosa para Isócrates, y se comprende que los sentimientos antipersas de nuestro autor volviesen a avivarse más tarde en el Filipo, tan pronto como surgió en el rey de Macedonia un nuevo "campeón" de la causa griega.

919

La renuncia a la idea de la dominación marítima le es facilitada a Isócrates por su moralismo, que al principio parecía aliarse de un modo extraño con el elemento imperialista de su pensamiento y que en el Discurso sobre la paz triunfa sobre éste. En el Panegírico, el imperialismo aparece justificado por la relación que guarda con el bienestar de la nación griega en su conjunto; en el Discurso sobre la paz, se repudian pura y simplemente la dominación ( a)rxh/ ) y la tendencia a la expansión del poder (πλεονεξία), afirmándose expre­samente la validez de la moral privada incluso para el ámbito de las relaciones entre los estados.[101] Es cierto que el autor, cautamente, no excluye la posibilidad de un retorno a la formación de grandes grupos de estados o federaciones, pero opone a la dominación basada en el mero poder el principio de la hegemomía, concebida como una direc­ción honoris causa.[102] Este régimen deberá descansar sobre la incor­poración voluntaria de los demás estados a Atenas. Isócrates no la considera totalmente imposible. La compara con la posición de los re­yes espartanos, que poseen también una autoridad basada simplemente en el honor y no en el poder. Este tipo de autoridad debiera trans­ferirse a las relaciones de los estados entre sí. Isócrates olvida mo­mentáneamente, al decir esto, que esta posición honoraria de los reyes en el estado espartano se halla garantizada en todo momento por el poder del estado. Se presenta la tendencia hacia el poder y la domi­nación como fuente de todos los males de la historia griega. Isócrates entiende que esta tendencia es análoga por su esencia a la tiranía y, por tanto, intrínsecamente incompatible con la democracia.[103] Escri­bió el Discurso sobre la paz, como él mismo nos dice, para hacer cambiar las ideas y los sentimientos de los atenienses en la cuestión del poder.[104] El mejoramiento de la situación política vuelve a apa­recer supeditado, como en el discurso sobre el Areópago, a un cambio radical de la actitud ética de principio, aun cuando no se descarta el sentimiento de que a esta actitud contribuye esencialmente la banca­rrota efectiva, es decir, la coacción de la necesidad.[105] No se trata tanto del cambio de rumbo político del viejo Isócrates como de su constante disposición a aprender de la experiencia. Esta disposición la conocíamos ya por las enseñanzas que había sacado en el Areopagítico de la primera bancarrota de Atenas en la guerra del Peloponeso y del hundimiento del poder espartano en la batalla de Leuctra. Y 920 la vemos comprobada, después de la disolución de la liga marítima, en el Discurso sobre la paz, redactado cuando ya Isócrates tenía ochenta años. En el Areopagítico era la voz de alerta ante una trágica situación híbrida; en el Discurso sobre la paz reviste ya la forma de repudiación de toda tendencia de poder puramente imperialista. Es natural que a este propósito sólo se piense en las relaciones de los estados griegos entre sí, pues la idea de que los griegos están llamados por naturaleza a dominar sobre los bárbaros no fue abandonada nun­ca por Isócrates, ni aun en este periodo de la más dolorosa resignación frente a sus anteriores sueños de poder. Desde el punto de vista de una ética supernacional, es indudable que esta restricción vuelve a po­ner en tela de juicio las consecuencias éticas deducidas en el Discurso sobre la paz, o por lo menos atenúa su valor. Sin embargo, el moralismo de Isócrates representa un síntoma importante en cuanto al de­bate mutuo entre los estados griegos, por muy distante que la realidad quedase del ideal. Puede compararse en este respecto a un fenómeno como el de la nueva ética de guerra para las luchas entre griegos, que Platón proclama en su República.

Isócrates comprende claramente que el problema es, en último resultado, un problema de carácter educativo. En efecto, la tendencia al poder se halla profundamente arraigada en el interior del hombre y hace falta un gigantesco esfuerzo del espíritu para extirparla en su raíz. Isócrates intenta demostrar que el poder (δύναμις) ha condu­cido a los hombres al desenfreno. No hace responsables de la dege­neración a que han llegado los ciudadanos bajo su influencia tanto a los contemporáneos como a la generación anterior, es decir, a la época del primer imperio marítimo ateniense, cuyo brillo se ve empa­ñado ahora por las sombras del presente.[106] Y así como en el Areopa­gítico se presenta la legitimidad y la severidad del orden de vida de los antepasados como la escuela de todo lo bueno, en el Discurso so­bre la paz se atribuye todo lo que hay de malo y de desenfrenado en el presente a la educación corrompida del pueblo y de sus dirigen­tes por obra del poder.[107] Isócrates revela aquí, lo mismo que en el discurso sobre el Areópago, una clara conciencia de las fuerzas que en su época condicionan verdaderamente la vida del individuo y su formación. No son los innumerables intentos y medios que se ofrecen bajo el nombre de educación para contrarrestar y atenuar las influen­cias dañinas, sino el espíritu colectivo de la comunidad política, lo que determina la existencia del individuo. El verdadero forjador de las almas humanas es la ambición de poder, la aspiración a más (πλεονεξία). Allí donde domina el estado y su actuación, no tarda en convertirse también en ley suprema de la conducta del individuo.

921

Contra este dinamismo, como lo verdaderamente tiránico que se im­pone en seguida en todas las formas del estado,[108] invoca Isócrates el espíritu de la democracia. Ésta le aclamó durante largo tiempo más que a ningún otro, sin darse cuenta de que con ello renunciaba a sí misma.[109]

La democracia se convierte, pues, como se ve, en la renuncia a la tendencia de poder. ¿Pero acaso esto no equivale a la eliminación voluntaria de la única democracia importante que aún existía, en su duelo con las otras formas de gobierno que persiguen el mismo obje­tivo por el camino directo, sin tropezar con los obstáculos constitu­cionales de las libertades ciudadanas? Es éste un problema verdade­ramente sugestivo. En realidad, debemos reconocer que el requeri­miento de Isócrates para que se renunciase al poder arbitrario de la dominación ateniense se proclamaba en una época en que aquel poder había desaparecido ya de hecho por la fuerza de los acontecimien­tos.[110] La fundamentación moral por obra de la libre voluntad no era sino una justificación a posteriori que facilitaba en cierto modo la obra de los impotentes herederos del antiguo esplendor, aliviando la conciencia de los patriotas cuya mentalidad discurriese todavía por los cauces de la política tradicional de poder. Isócrates proponíase facilitar en lo posible, dentro de las condiciones existentes, la tarea impuesta a los sobrios ejecutores de la herencia del segundo imperio. Su autoridad espiritual era la educadora más adecuada para esta obra de resignación, tanto más cuanto que había preconizado siempre la idea de la dominación naval ateniense. Su cambio interior tenía en realidad un valor simbólico en cuanto al sentido de los procesos históricos desarrollados en el transcurso de su vida. Y parece casi inconcebible que el estado ateniense, relegado por él al papel de un rentista jubilado, pudiera levantarse de nuevo, bajo la dirección de Demóstenes, para la lucha final, una lucha en que no se ventilaba ya la conquista de un poder mayor, sino la defensa de lo último que le quedaba después de perder su imperio: su libertad.





[1] 1  Cf. lo que dice acerca de esto platón en su Carta VII, 326 A, refiriéndose a los años siguientes a la muerte de Sócrates.

[2] 2  Las siguientes consideraciones se basan en la investigación  minuciosa hecha por mi  sobre la época, el fondo histórico y  la tendencia política de  partido del Areopagítico en Harvard Studies in Classical Philology (vol. especial, Cambridge, 1941):  "The Date of Isócrates' Areopagiticus and the  Athenian Opposition", que en lo sucesivo citaremos así: jaecer, Areopagiticus.

[3] 3 Ejemplos de este tipo de ficción, en los discursos de Isócrates, supra, p. 874, n. 16.

[4] 4 Areop., 1-2.                                                                             

[5] 5 Areop., 3.

[6] 6 Areop., 4-5.

[7] 7 Areop., 6-7.
[8] 8 Fil., 47; De pace, 100; Panat., 56 55.
[9] 9 Areop., 5 y 8.

[10]  10 Areop., 7 (final).

[11] 11  Cf. la bibliografía sobre la época del discurso en F. kleine-piening, Quo tempere Isocratis orationes  Peri/ ei)rh/nhj   et   )Areopagitiko/j compositae sint (tesis doctoral de la Univesidad de Münster, Paderborn, 1930) y, además, jaecer, Areopagiticus, p. 411.

[12] 12  Cf. jaecer, Areopagiticus, pp. 412 ss. y 421.

[13] 13  Areop., 8-10, 80-81.

[14] 14  Areop., 9-10 y 81.   Cf. jaeger, Areopagiticus, pp. 416 ss.   En 81 Isócrates dice que los generales han informado a los atenienses sobre el odio a Atenas que sienten  los demás griegos y de que el  rey de Persia ha enviado  cartas amenaza­doras.    Éste es el  camino  acostumbrado  en  un orador  para  explicar sus  propios motivos  para hablar en   un  momento  dado;   pero  aquí  se  inventa  con  el fin  de justificar Isócrates el  poner sus ideas en forma de discurso.    Es pura invención cuando  dice que se está dirigiendo  a una asamblea convocada para examinar la crisis; lo mismo que en De pace cuando justifica haberse adelantado en la asam­blea  mencionando  la  llegada de los embajadores  que  han  venido de  fuera  para hacer ofertas  de  paz;   y una  vez   (como él  mismo   dice,  Antíd., 8   y  13)   en   la Antídosis,  cuando  pretende  estarse  defendiendo   contra   una   acusación   tan   seria como la amenaza de su propia vida.

[15] 15  Cf. jaeger, Areopagiticus,  pp. 432 ss.                                

[16] l6 Areop.,  12.

[17] 17  Areop., 14.   En su último discurso, el Panatenaico, vuelve  a tratar Isócrates el problema central de la constitución ateniense, y movido por  la misma idea, a saber, que el alma de un estado es su constitución.

[18] 18  Cf. supra, pp. 888 s.                                                           

[19] 19 Areop., 15.

[20] 20 Areop., 16.

[21] 21 Cf. Areop., 14, repetido en Panat., 138.

[22] 22   Según  Areop.,  20,  es  "la  polis",  es   decir,  la   colectividad   social,  la   que mediante la completa perversión de todas las ideas valorativas,  corrompe el pen­samiento y el modo de expresarse de sus ciudadanos.   Isócrates elige para designar esta  influencia  formadora,  o  mejor  dicho  deformadora,   del   hombre   la   palabra ταιδεύειν.   Esto demuestra que estaba convencido de modo absoluto de que los fac­tores  verdaderamente  culturales  no  había   que  buscarlos  en  los   programas  edu­cativos   de   los   distintos  reformadores,   sino   en  la   situación   de   la  época   en   su conjunto.    La  época  de  la   descomposición   de  la   forma  sólo  conoce  la   paideia en  el  sentido   negativo   de   la   corrupción   que   se   trasmite   del  conjunto   a   cada uno de los miembros.    En  términos parecidos presenta Isócrates la paideia nega­tiva  que  arranca de la avaricia de poder de la polis y hace  cambiar el  espíritu de  los  ciudadanos   (De   pace,  77).    Esta  conciencia   tenía  que   infundirle   nece­sariamente  el  sentimiento  de  la  importancia   de  todo   lo  que  fuese  mera  educa­ción.   Pero es característico de la época el hecho de que la  paideia en sentido positivo  sólo  fuese  posible bajo la forma  de  la  reacción  consciente  de  los indi­viduos aislados frente a las tendencias generales del desarrollo.

[23] 23  Areop., 21.

[24] 24 Areop., 22. A este tipo de elecciones se le llamaba prokri/nein ο ai(rei=sqai e)k prokri/twn.

[25] 25 Areop., 24. Es interesante el que este mismo tópico de "trabajar y aho­rrar" —pues se trata visiblemente de un tópico muy usual surgido de la lucha de partidos del siglo IV—· aparezca en platón, Rep., 553 C, para caracterizar e) tipo humano oligárquico. Isócrates difícilmente habrá tomado de esta caricatura los colores para trazar su imagen ideal; por eso es tanto más interesante su coincidencia con Platón en este punto. Acerca de la propensión de Isócrates a las concepciones políticas de la capa dominante, Cf. el resto de este capítulo.

[26] 26 Areop., 25.

[27] 27  Areop., 26.

[28] 28  Areop., 27, Cf. las palabras tou\j... dunatwta/touj e)pi\ ta\j pra/ceij kaqista/shj, que remiten al periodo mejor de la democracia ateniense, y lo contrastan con los malos hábitos presentes.

[29] 29 Cf. mi obra Demóstenes, pp. 68 s. y 90 s.

[30] 30 Cf. los pasajes más importantes citados en jaecer, Areopagiticus, p.   149.

[31] 31 De pace, 13 y 133.

[32] 32   Areop., 56-59.

[33] 33   Cf. jaecer, Areopagiticus, pp. 442 s.

[34] 34  arist., Constitución de Atenas, 35, 2.   Cf. 25,  1-2 y wilamowitz, Aristó­teles und Athen, t. i, pp. 68, 40.

[35] 35  dionisio de halicarnaso, Isocr., 1; seudo plutarco, vit. X orat., 836 s.; suidas, s. v. Isocrates.

[36] 36 Areop., 12.                                   

[37] 37 seudo plutarco, vit. X orat., 837 C.

[38] 38 Cf. infra, pp. 930 s.                          

[39] 39 Cf. jaecer, Areopagiticus, p. 442.

[40] 40 Es significativo en cuanto a esta coincidencia entre maestro y discípulo, el hecho de que Isócrates considerase necesario pocos años más tarde, en Anti­dosis, 131, después de la muerte de Timoteo, defender a éste del mismo reproche de hostilidad contra el pueblo y de ideas oligárquicas del que se defiende él mismo y defiende a sus ideas sobre una reforma constitucional en Areop., 57. Probablemente fueron algunos miembros del círculo de Timoteo los que, como él indica allí, le previnieron contra esta "probable falsa interpretación", al pe­dirles consejo acerca de la publicación del Areopagítico.

[41] 4l Areop., 56-59, nos permite echar una ojeada conveniente a los cambios de impresiones celebrados en este círculo antes de su publicación. Frente a la opinión de quienes pretendían disuadir al autor de publicar esta obra, por en­tender que la situación interior de Atenas era incurable y considerar peligrosa la hostilidad de los dirigentes radicales contra los moderados, debieron de levantarse naturalmente voces aconsejando la publicación, pues de otro modo jamás se ha­bría decidido a ello un hombre tan prudente como lo era Isócrates. Para algunos ejemplos de su hábito de explicar sus propias obras a un círculo de íntimos antes de publicarlas, Cf. infra, p. 933, n. 66.

[42] 42 De modo parecido, platón, Carta VII, 326 A, nos indica que el autor había concebido y expuesto de palabra las ideas publicadas más tarde en su República varios decenios antes, con antelación a su primer viaje a Sicilia. Cf. supra, p. 482 y Gnomon, iv (1928), p. 9.

[43] 43 Cf. platón, Carta VII, 325 A ss.                                       

[44] 44 Areop., 29.

[45] 45 Areop., 30.

[46] 46 Areop., 31-32.

[47] 47 Cf. sobre todo su gran poema yámbico, frag. 24.

[48] 48 Cf. plutarco, Cimón, 10.

[49] 49 Areop., 33-35.

[50] 50 Areop., 36-37.

[51] 51 Areop., 37. Desde la época de los sofistas, todas las cabezas de la paideia griega y, sobre todo, Platón e Isócrates, estaban de acuerdo en que la paideia no se limitaba a la enseñanza escolar. Para ellos era cultura, formación del alma humana. Eso es lo que diferencia la paideia griega del sistema educativo de otras naciones. Era un ideal absoluto.

[52] 52 Areop., 37.                         

[53] 53 Areop., 38.                          

[54] 54 Areop., 39.

[55] 55 Cf. supra, p. 633.                                                          

[56] 56 Areop., 39-40.

[57] 57 platón, Rep., 426 E-427 A.                                            

[58] 58 Areop., 41-42.

[59] 59 Que consideraba a la juventud de su tiempo especialmente necesitada de educación, se desprende ya del hecho de que (como dijimos más arriba) toda su imagen ideal de la Atenas antigua se concibe en contraste con la de su tiempo. Cf., sin embargo, Areop., 48-49 y 50.

[60] 60 Areop., 43.                    

[61] 61 Areop., 44.                   

[62] 62 platón, Prot., 326 C.

[63] 63  seudo plutarco, De liberis educandis, 8 E.   Al autor le gustaría ayudar a  todas las  capas sociales con  sus consejos sobre una  buena educación,   pero  si la  pobreza   impide   a  mucha  gente  ponerlos  en   práctica,  no  se  debe   culpar  de ello —como él mismo dice— a su pedagogía.   Razonamientos semejantes a éste los encontramos también  en la  literatura  médica sobre la dietética,  la cual sólo tiene en cuenta por lo general a las gentes acomodadas.   Cf. supra, p. 828.

[64] 64  Areop., 44-45.   Entre los contemporáneos de Isócrates es  Jenofonte el  que más se acerca a este ideal de educación.   También él combina la equitación, la gimnasia  y   la   caza  con   la  preferencia   por  la   cultura  del   espíritu.    Cf.   injra, p. 955.

[65] 65  Areop., 46.

[66] 66  Areop., 47.   Cf. solón, frag. 24, 22 y frag. 25, 6;  asimismo, acerca de Pé­neles, como elogio supremo, tucídides, ii, 65, 8, y sobre Alcibíades, tucídides, viii, 86, 5.

[67] 67 Areop., 48-49.

[68] 68 Areop., 48  (final).   Cf. hesíodo, Erga, 199.

[69] 69 Cf. supra, pp. 336 5.

[70] 70 Cf., sobre la evolución de este concepto en el pensamiento ético de los griegos, la investigación, sugerida por mí, del barón Karl Eduard von erffa, "Aidos und verwandte Begriffe in ihrer Entwicklung von Homer bis Demokrit", en Beihefte zum Philologus, supl. 30, 2. Véase también supra, pp. 22 s.

[71] 70a Este renacimiento del concepto aidos en las teorías filosóficas y educati­vas de Platón e Isócrates ha sido brevemente examinado por erffa, ob. cit., p. 200.

[72] 71 Areop., 57.                        

[73] 72 Areop., 58-59.                        

[74] 73 Areop., 60.

[75] 74 Areop., 61.                                                                         

[76] 75 Areop., 62.

[77] 76 Areop., 63 ss.                                                                       

[78] 77 Areop., 3-13.

[79] 78 Areop., 64.                                                                                

[80] 79 Areop., 65.

[81] 80  Areop., 66.   Sobre la actitud de Isócrates ante la idea  de  la dominación marítima de Atenas en el Areopagitico, Cf. más detalles en jaecer, Areopagiticus, pp. 426-429.

[82] 81  Cf.   las frases   metaba/llein th\n politei/an,  Areop.,  78;   e)panorqou=n th\n politei/an, Areop., 15.

[83] 82  Areop., 71.

[84] 83 Areop., 72-73.
[85] 84 Areop., 74 y Cf. 76.

[86] 85  En una investigación del concepto médico  de la physis y de sus diversas acepciones en  Tucidides tendría que tomarse como punto  de comparación, ante todo, la literatura médica de la época.   Sobre dicho concepto, véase supra, p. 812.

[87] 86  Cf. acerca de esto P. wendland, en Göttinger Gelehrte Nachrichten, 1910.

[88] 87 Cf. infra, cap. IX.                                                               

[89] 88 De pace, 16.

[90] 89 Isócrates pretende mover a los atenienses a renunciar a la dominación ma­rítima en De pace, 28-29, y sobre todo en 64 ss. Cf. la doctrina sostenida en ese discurso acerca de la dominación de Atenas sobre los mares ( a)rxh\ th=j qala/tthj ) en jaeger, Areopagiticus, pp. 424 ss.

[91] 90  demóstenes, Discurso sobre la corona, 234; jenofonte,  Πόροι.

[92] 91   Cf. mi obra Demóstenes, pp. 58 y 76 ss.

[93] 92 De pace, 16.                                        

[94] 93 Cf. mi obra Demóstenes, pp. 71 5.

[95] 94 Sobre la actitud adoptada en De pace con respecto al Areopagítico en torno al problema de la dominación marítima ateniense y sobre la relación entre ambos discursos con respecto a la política del Panegírico, Cf. jaecer, Areopagi­ticus, pp. 424 ss.

[96] 95 Paneg,, 119: a(/ma ga\r h(mei=j te th=j a)rxh=j a)pesterou/meqa kai\ toi=j )/ )/Ellhsin a)rxh\ kakw=n e)gigneto (Cf. a partir del 100).

[97] 96 De pace, l0lss.:  to/te th\n a)rxh\n au)toi=j ( toi=j  )A ) gegenh=sqai tw=n sumforw=n, o(/te th\n a)rxh\n th)j qala/tthj parela/mbanon.

[98] 97  Cf. Jaeger  areopagiticus, p. 429.                                  

[99] 98 Paneg., 120-121.

[100] 99 De pace, 16. No quiero polemizar aquí contra quienes, a pesar de esta contradicción manifiesta entre el Panegírico y De pace, consideran idéntica la posición mantenida por Isócrates en ambas obras. Confieso, sin embargo, que no comprendo su lógica. Creo que el deseo de trazar una imagen armónica es mas fuerte en estos intérpretes que su capacidad para ajustar esa imagen a los hechos reales.

[101] 100  La moral privada y la moral pública no deben contradecirse entre sí: De pace, 4, 133 y passim.

[102] 101   Sobre la distinción entre dominación y hegemonía, concebida en este sen­tido,   Cf.  De  pace,  142 ss.    Cf.  además  la  tesis   doctoral   de  la  Universidad  de Berlín   sugerida  por mí:   Die synonymische   Unterscheidung  bei  Thukydides  und den politischen Rednern der Griechen  (Würzburg, 1937), por W. wössner, que investiga el empleo de esta distinción en el razonamiento político.

[103] 102  Cf. De pace, 111 ss., especialmente,  115.                       

[104] 103 De pace, 27.
[105] 104 En De pace, 69-70, se dice que el  poder del  imperio naval se ha perdido y Atenas no  se halla en  condiciones de  reconquistarlo.


[106] 105  Ya Isócrates había dicho esto en Areop., 50 ss.

[107] 106  Cf. De pace, 77.   A la paideia surgida de la tendencia de Atenas al poder y a la dominación y que Isócrates, en  De pace, considera corruptora, contrapone en 63 la paideia encaminada a la paz y a la justicia.

[108] 107 Cf. De pace, 95-115.

[109] 108 De pace, 115.

[110] 109 Cf. supra, p. 919, n. 104.

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