lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro segundo :Culminación del espíritu ático: Tucídides como pensador político.


(345) tucídides no es el primero de los historiadores griegos. Por consi­guiente, el primer paso para llegar a su comprensión es darse cuenta del grado de desarrollo que había alcanzado anteriormente la con­ciencia histórica. Claro es que no hay nada comparable antes de él. Y la historia posterior ha tomado caminos completamente distintos, puesto que tomó su forma y sus puntos de vista de las tendencias espirituales dominantes en su tiempo. Pero existe una conexión entre Tucídides y sus predecesores. La historia más antigua procede de Jonia; la palabra i(stori/h muestra su origen jónico y de los tiempos en que se inició la investigación natural: ésta se halla comprendida en ella y aun constituye su primitivo y más propio contenido. Por lo que sabemos, Hecateo, procedente de los primeros grandes físicos de Mileto, es el primero que transfiere la "pesquisa" de la physis a la tierra habitada, que hasta entonces había sido considerada sólo como una parte del cosmos y en su estructura más superficial y general. Su ciencia de los países y de los pueblos, una notable mezcla de em­pirismo y construcción lógica, debe ser considerada conjuntamente con su crítica racionalista de los mitos y con sus genealogías. Enton­ces aparece en su justa conexión en la historia del espíritu, en la cual debe ser comprendida como un estadio en el proceso de disolución racional y crítica de la antigua epopeya. En este sentido es una pre­suposición esencial para el nacimiento de la historia, que con la misma conciencia crítica, recoge y reúne las tradiciones relativas a la tierra conocida, hasta donde lo permite la experiencia.
Este segundo paso lo dio Heródoto, que mantiene todavía la uni­dad de la ciencia de los pueblos y de los países, pero sitúa ya al hombre en el centro. Viajó por todo el mundo civilizado de enton­ces —el Cercano Oriente, Egipto, Asia Menor y Grecia— estudió y consignó toda suerte de extrañas maneras y costumbres, y la mara­villosa sabiduría de los pueblos más antiguos, describió la magnifi­cencia de sus palacios y templos y refirió la historia de sus reyes y de muchos hombres importantes y notables, mostrando cómo en ellos se manifiesta el poder de la divinidad y los ascensos y descensos de la mudable fortuna humana. Esta arcaica y abigarrada multiplicidad de datos recibe unidad por su referencia al gran tema de la lucha entre Oriente y Occidente, desde su primera manifestación en el cho­que de los griegos con el reino vecino de Lidia bajo Creso, hasta las guerras persas. Con una complacencia y una destreza en el relato análogas a las de Homero, en su prosa sólo en apariencia ingenua y sin pretensiones, que gozan sus contemporáneos como gozan los tiem­pos anteriores de los versos de la epopeya, refiere para la posteridad (346) la gloria de los hechos de los helenos y de los bárbaros. Como dice en su primera frase, éste es el propósito primordial de su obra. Pa­rece como si la epopeya, herida de muerte por la crítica intelectual de Hecateo, renaciera de nuevo en la época de la ciencia natural y de la sofística y surgiera algo nuevo de las viejas raíces de la epopeya heroica. Combina la sobriedad empírica del investigador con el elo­gio de la fama de los rapsodas y subordina cuanto ha visto y oído a la exposición del destino de los hombres y de los pueblos. Es la obra de la rica, antigua y compleja cultura de los griegos del Asia Menor que, muy alejada ya de sus tiempos heroicos y tras unas dé­cadas de sujeción, ve de nuevo confirmado su alto destino y es de nuevo incorporada al vigoroso aliento de la historia, tras los inespe­rados triunfos de la metrópoli en Salamina y Platea, sin renunciar, sin embargo, a su resignado escepticismo.
Tucídides es el creador de la historia política. Este concepto no es aplicable a Heródoto, a pesar de que la guerra de los persas es el punto culminante de su obra. Escribe la historia política con un espíritu ajeno a la política. Hijo de Halicarnaso, no pudo contemplar en su tranquila patria vida política alguna, y cuando por primera vez fue a Atenas, después de las guerras persas, la contempló asom­brado, desde la tranquila orilla. Tucídides se hallaba profundamen­te enraizado en la vida de la Atenas de Pericles y el pan cotidiano de esta vida era la política. Desde los días en que Solón, en medio de la confusión de las luchas sociales del siglo VI, puso los fundamentos de la sólida conciencia política que admiramos desde un comienzo en los ciudadanos de Atenas a diferencia de sus hermanos jonios, la par­ticipación de todos los hombres de importancia en los negocios del estado permitió alcanzar una gran suma de experiencia política y llegar a la madurez de las formas del pensamiento político. Éste apa­rece, en primer lugar, sólo en las penetrantes intuiciones sociales de los grandes poetas áticos y en la conducta política de la comunidad ateniense, recientemente libertada de los tiranos, durante los tiempos de la invasión persa, mientras que con la política de poderío empren­dida por Temístocles a partir de Salamina, se realizó su trasformación en el "imperio" ático.
La asombrosa concentración de pensamiento y voluntad políticos que revela Atenas en esta creación, halla en la obra de Tucídides su expresión espiritual más adecuada. Comparado con el amplio ho­rizonte universal de la descripción de pueblos y países de Heródoto, cuya serena contemplación se extiende a todas las cosas divinas y humanas de toda la tierra conocida, el campo visual de Tucídides re­sulta limitado. No se extiende más allá de la esfera de influencia de la polis griega. Pero este objeto tan limitado se halla cargado con los problemas más graves y es experimentado y considerado con la más profunda intensidad. El hecho de que el centro de sus problemas se halle en el estado, es algo perfectamente natural en la Atenas de entonces. (347) Lo que no parece tan evidente es que los problemas políticos hubieran de conducir a una consideración más profunda de los pro­blemas históricos. La historia de los pueblos de Heródoto no hu­biera llevado, por sí misma, a la historia política. Pero Atenas, orien­tada y concentrada en el presente, se vio de pronto sumida en un recodo del destino en que el pensamiento político despierto se vio pre­cisado a completarse con el conocimiento histórico, aunque en un sentido distinto y con otro contenido: era preciso llegar al conoci­miento de la necesidad histórica que había conducido la evolución de la ciudad de Atenas a su gran crisis. No es que la historia se haga política, sino que el pensamiento político se hace histórico. Tal es la esencia del fenómeno espiritual que halla su realización en la obra de Tucídides.
Si esto es así, no es posible que se sostenga la concepción recien­temente expuesta sobre el proceso mediante el cual Tucídides llegó a ser historiador. Se da por supuesto, con exceso de confianza, que el concepto y la esencia de lo histórico era para Tucídides y su época algo fijo y estable, como lo es para la ciencia histórica mo­derna. En algunas digresiones aisladas de su obra se plantean proble­mas del pasado que le interesan. Pero, en lo fundamental, se preocu­pa sólo de la guerra del Peloponeso, es decir, de la historia vivida en su propio tiempo. Él mismo dice en el primer párrafo de su libro que ha comenzado su obra con el comienzo de la guerra, porque está convencido de la importancia de aquel acaecimiento. Pero, nos preguntamos, ¿dónde aprendió la técnica histórica y cuál es la fuente de su conocimiento de los tiempos más antiguos? Se suele decir: ocupado previamente en el estudio del pasado, estalló la guerra y vio, de pronto, que éste era el asunto a que había de consagrarse. Y para aprovechar el material de sus investigaciones anteriores lo introduce en las digresiones eruditas de su obra. Esta explicación me parece más propia de un erudito moderno que del creador de la his­toria política. Político activo y almirante de la flota que participó en la guerra, no conocía interés más alto que los problemas políticos de la actualidad. La guerra lo hizo historiador. Nadie podía enseñarle lo que vio y mucho menos a quien, como Tucídides, afirma que poco es posible conocer con exactitud de un pasado completa­mente distinto. Era, pues, algo por completo diferente de lo que solemos entender por historiador. Y sus excursiones por la tierra del pasado, por mucho que apreciemos su sentido crítico, son sólo incidentales o escritas para hacer resaltar por el pasado la importancia del presente.
El mejor ejemplo de esto es la denominada arqueología, del co­mienzo del primer libro. Su fin primordial es demostrar que el pasado no tiene importancia si lo comparamos con el presente narrado por Tucídides, por lo menos en la medida en que podemos sacar conclu­siones de él, pues en lo fundamental nos es desconocido. Sin embargo, (348) esta consideración del pasado, por muy sumaría que sea, nos permite conocer con mejor claridad los criterios que aplicaba Tucídides, en general, a la historia y los que le permitían juzgar de la importancia de su tiempo.
El pasado de los pueblos griegos le parece sin importancia, aun en sus empresas más altas y más famosas, porque la vida de aquellos tiempos no era capaz, por su estructura, de una organización estatal ni de una organización del poder digna de tal nombre. No tenía tráfico ni comercio en el sentido moderno de la palabra. Por la incesante ida y venida de los pueblos, que eran expulsados de sus tierras sin alcanzar jamás una verdadera estabilidad, no era posible que se consolidara la seguridad y ésta es, aparte la técnica, la pri­mera condición de toda relación permanente. Las partes más favora­bles del país eran precisamente las más disputadas y sus moradores cambiaban con la mayor frecuencia. Así no podían desarrollarse una agricultura racional ni la acumulación de capitales, ni había grandes ciudades ni ninguna de las condiciones de la civilización moderna. Es altamente instructivo ver cómo Tucídides descarta aquí todas las tradiciones antiguas, porque no dan respuesta a sus preguntas y pone en su lugar sus propias construcciones hipotéticas, puras inferencias retrospectivas fundadas en la observación de la conexión legal entre el desarrollo de la cultura y las formas de la economía. El espíritu de esta prehistoria es análogo al de las construcciones de los sofistas sobre el comienzo de la civilización humana. Pero su punto de vista es diferente. Considera el pasado con miras de político moderno, es decir, desde el punto de vista del poder. Incluso la cultura, la técnica y la economía, son consideradas sólo como presuposiciones necesarias para el desarrollo de un poder auténtico. Éste consiste, ante todo, en la formación de grandes capitales y de extensas riquezas territo­riales, sostenidas por un gran poderío marítimo. También en esto se reconoce claramente el influjo de las condiciones modernas. El impe­rialismo de Atenas le da la medida para la valoración de la historia primitiva. Poco queda ya de él.
Lo mismo en la elección del punto de vista que en la aplicación de estos principios, la historia de Tucídides se muestra perfectamente independiente. Homero es considerado, sin prejuicios y sin roman­ticismo alguno, con la mirada de un político de fuerza. El reino de Agamemnón es considerado por Tucídides como el primer gran po­derío helénico del cual tenemos testimonio. De un verso de Homero, interpretado con enorme exageración, concluye con inexorable pe­netración que su imperio se extendió a través de los mares y que fue sostenido por una gran marina. El catálogo de navíos de la Ilíada suscita su mayor interés y, a pesar de su escepticismo sobre las tra­diciones poéticas, se muestra dispuesto a aceptar sus referencias pre­cisas sobre la fuerza de los contingentes griegos en la guerra contra Troya, porque confirman sus ideas sobre la falta de importancia de (349) los instrumentos de fuerza de aquellos tiempos. De la misma fuente deduce el carácter primitivo de la técnica de la construcción naval de sus flotas. La guerra de Troya fue la primera empresa naval de alto estilo que conoce la historia de Grecia. Antes de ella, sólo tenemos el dominio del mar por Minos en Creta. Con él termina la piratería de las tribus semibárbaras desparramadas por las costas de Grecia. Tucídides imagina que la flota de Minos ejercía una rigurosa policía del mar análoga a la de la marina ática de su tiempo. Y así, apli­cando su criterio de acumulación de capitales, la formación de flotas y el poderío naval, sigue la historia entera de Grecia hasta la guerra de los persas, que hace época por sus descubrimientos técnicos rela­tivos a la construcción naval, sin profundizar para nada en los ricos valores espirituales de la tradición. En las guerras persas se mani­fiesta, por primera vez, este estado como un factor de poderío. Con el ingreso de las islas y de las ciudades del Asia Menor en la liga ática, se crea en el mundo de los estados griegos un poder capaz de contrapesar el poderío, hasta aquel momento predominante, de Espar­ta. La historia subsiguiente no es más que la competencia de estos dos poderíos, con los incidentes y los conflictos consiguientes, hasta que estalla la lucha final frente a la cual las anteriores aparecen como un juego de niños.
En esta prehistoria, tan admirada, se manifiesta con claridad in­superable la esencia de la historia de Tucídides, aunque no de un modo exhaustivo.[1] La imagen concentrada que nos muestra en las grandes líneas de la evolución económica y política del pasado refle­ja la actitud de Tucídides ante los acaecimientos de su tiempo. Sólo por este motivo he comenzado por la prehistoria, no porque se halle, para Tucídides, al comienzo. En la narración de la guerra, los mis­mos principios aparecen más circunstanciados y menos compendiados, y ocupan un lugar más amplio. Aquí aparecen, sin embargo, más puros y cargados con un mínimo de material histórico. Las expresio­nes de la moderna política realista se repiten en la prehistoria con regularidad casi estereotipada y se imprimen de tal modo en la con­ciencia del lector, que éste entra en la exposición de la guerra con la conciencia de que se trata del mayor despliegue de fuerza y de la crisis más aguda por el poder que jamás se haya dado en la historia de Grecia.
Cuanto más actual es el asunto y más viva su participación en él, de mayor gravedad resulta, para Tucídides, la adopción de un pun­to de vista. Es preciso interpretar su designio de historiador como (350) el íntimo esfuerzo para llegar a un punto de vista adecuado ante aquel acaecimiento que divide el mundo de su tiempo en dos partes ad­versas. Si no fuera el político que fue, este esfuerzo de objetividad sería menos sorprendente, pero también menos grandioso. Su propó­sito, en oposición a las adornadas relaciones de los poetas sobre los tiempos pasados, es ofrecer la verdad de un modo simple e imparcial. Esta idea no nace de la conciencia política, sino de la conciencia cien­tífica que alentaba en las investigaciones naturalistas de los jonios. Pero la hazaña liberadora de Tucídides consiste precisamente en la trasposición de esta actitud espiritual de la naturaleza intemporal a la esfera de las luchas políticas actuales, perturbadas por las pa­siones y por los apetitos de partido. Todavía su contemporáneo Eurí­pides separa estas dos esferas mediante un abismo infranqueable.[2] La "historia", que profundiza serenamente sobre las cosas que "no envejecen", sólo se da en la naturaleza. Cuando se pasa el umbral de la vida política empiezan los odios y las luchas. Pero cuando Tucídides transfiere la "historia" al mundo político, da un nuevo sen­tido a la investigación de la verdad. Para comprender el paso que da es preciso ponerlo en conexión con la concepción de la acción propia de los helenos. Para ellos el conocimiento es lo que realmente mueve al hombre. Este designio práctico distingue su afán de la ver­dad de la "teoría", libre de todo interés, de la filosofía naturalista jonia. Ningún ático era capaz de concebir una ciencia que tuviera otro fin que conducir a la acción justa. Ésta es la gran diferencia que se­para a Tucídides y a Platón de la investigación jónica. Tan dife­rentes eran sus respectivos mundos. No es posible decir de Tucídides que su objetividad proceda de una naturaleza innata, exenta de pasio­nes, como se ha podido decir de algunos historiadores, que son todo ojos. Tucídides mismo, al exponer el objeto de su obra, nos dice qué es lo que le daba fuerza para libertarse de las pasiones y cuál era la ventaja que pensaba obtener con el conocimiento objetivo. "Acaso mi obra parezca poco divertida por falta de bellas historias. Será útil, sin embargo, para todo aquel que quiera formarse un juicio ade­cuado y examinar de un modo objetivo lo que ha acaecido y lo que, de acuerdo con la naturaleza humana, ocurrirá ciertamente en el fu­turo, del mismo modo o de un modo análogo. Ha sido concebido como posesión de valor permanente, no como un alarde propio para la satisfacción momentánea."
Tucídides expresa repetidamente la idea de que el destino de los hombres y de los pueblos se repite porque la naturaleza del hombre es siempre la misma. Es exactamente lo contrario de lo que hoy de­nominamos, ordinariamente, conciencia histórica. Para la conciencia histórica nada se repite en la historia. El acaecer histórico es abso­lutamente individual. Y en la vida individual no se da la repetición. Sin embargo, el hombre realiza experiencias y la experiencia de lo  (351) malo lo hace avisado, dice una sentencia ya recogida por Hesíodo.[3] El pensamiento griego aspira, desde siempre, a este conocimiento y se dirige a lo general. El axioma de Tucídides según el cual el des­tino de los hombres y de los pueblos se repite, no significa, así, el nacimiento de la conciencia histórica en el sentido unilateral moderno. Su historia, en lugar de entregarse simplemente al acaecer individual y a lo extraño y diferente, aspira al conocimiento de leyes universa­les y permanentes. Esta actitud espiritual es precisamente lo que da a la exposición histórica de Tucídides el encanto de su imperecedera actualidad. Ello es esencial para el político, pues sólo es posible una acción previsora y sujeta a plan, si en la vida humana, en determina­das condiciones, las mismas causas producen los mismos efectos. Esto es lo que hace posible una experiencia y con ella una cierta previsión del porvenir, por muy estrechos que sean sus límites.
Con esta comprobación de Solón empieza el pensamiento político de los griegos.[4] Se trata allí del conocimiento de fenómenos íntimos del organismo del estado, que ha sufrido ciertas alteraciones morbosas a consecuencia de los excesos antisociales. Solón los considera, desde el punto de vista religioso, como castigos de la justicia divina. Sin embargo, en su sentir, el organismo de la sociedad reacciona inmediatamente contra los efectos perniciosos de las acciones antisociales. Desde entonces se ha añadido a la esfera interior del estado un nuevo y gigantesco campo de experiencia política, desde que Atenas se ha convertido en un gran poder: el de las relaciones entre estado y es­tado, lo que nosotros denominamos política exterior. Su primer gran representante es Temístocles, que Tucídides, en palabras memorables, ha calificado de un nuevo tipo de hombre.[5] Entre sus características juegan un papel esencial la previsión y la claridad de juicio, que, según propia confesión, son las cualidades que Tucídides quiere en­señar a la posteridad. La repetida insistencia en las mismas ideas fundamentales, a través de la obra entera, demuestra, de un modo evidente, que tomó esta finalidad muy en serio y que, lejos de ser un residuo histórico de la "ilustración" sofista, del cual debemos hacer abstracción para obtener la imagen del puro historiador, la verdadera grandeza de su espíritu consiste en el esfuerzo para llegar al cono­cimiento político. La esencia del acaecer histórico no reside para él en una ética cualquiera o en una filosofía de la historia o en una idea religiosa. La política es un mundo regido por leyes inmanentes peculiares, que sólo es posible alcanzar si no consideramos los acae­cimientos aisladamente, sino en la conexión de su curso total. En esta profunda intuición de la esencia y las leyes del acaecer político es Tucídides superior a todos los historiadores antiguos. Esto sólo era posible para un ateniense de la gran época, la época que ha producido (352) el arte de Fidias y las ideas platónicas, para citar dos creaciones esencialmente distintas del mismo espíritu. No es posible caracterizar mejor el concepto de Tucídides sobre el conocimiento de la historia política que con unas célebres palabras del Novum Organon de Lord Bacon, en las cuales opone a la escolástica su propio ideal científico: Scientia et potentia humana in idem coincidunt, quia ignoratio causae destituit effectum. Natura enim non nisi parendo vincitur. Et quod in contemplatione instar causae est, id in operatione instar regulae est. La peculiaridad del pensamiento de Tucídides sobre el estado, en contraposición a la concepción religiosa de Solón y las filosofías del estado de los sofistas o de Platón, es que no hay en él ninguna doc­trina abstracta, ninguna fábula, docet. La necesidad política es apren­dida en el mismo acaecer concreto. Esto sólo era posible por el carácter especial del asunto que trataba; en él se manifiesta con fuerza excepcional la relación entre las manifestaciones de la realidad polí­tica y las causas que la han producido. La concepción de Tucídides sería inconcebible independientemente del tiempo en que vivió. Lo mismo ocurriría si quisiéramos abstraer de su tiempo la tragedia ática o la filosofía platónica. La mera exposición fáctica de un acaeci­miento histórico, por muy importante que fuese, no hubiese sido bastante para satisfacer los designios del pensador político. Le era necesaria la posibilidad de ascender a lo espiritual y a lo general. Es­pecialmente característicos de su estilo son los numerosos discursos que se intercalan en su exposición y todos ellos son, ante todo, el altavoz del Tucídides político. En la exposición de sus principios históricos aparece como cosa más natural que, lo mismo que los he­chos anteriores, los discursos de los políticos eminentes de la época deberían ser incorporados en su obra. No son, sin embargo, tras­critos textualmente. De ahí que el lector no pueda atribuirles la mis­ma exactitud que a la exposición de los hechos. Recoge sólo su sen­tido aproximado. Pero, en lo particular, hace decir a cada personaje lo que le parece que hubiera debido decir en cada caso.[6] Ésta es una ficción muy consecuente, que no es posible entender desde el punto de vista del rigor histórico, sino por la necesidad de penetrar hasta las últimas motivaciones de los acaecimientos políticos.
Esta exigencia hubiera sido irrealizable si los hubiera tomado en el sentido literal. No hubiera sido posible penetrar en la verdadera actitud de cada personaje, pues lo que dicen no es con frecuencia más que su máscara, o hubiera sido preciso alumbrar su intimidad, lo cual es imposible. Pero Tucídides creía que era posible conocer y exponer las ideas rectoras de cada partido y así hacía que los per­sonajes expusieran sus convicciones más profundas en discursos pú­blicos en la asamblea popular o entre cuatro paredes, como en el diálogo de Melos, y hacía hablar a cada partido de acuerdo con sus (353) convicciones políticas y desde su punto de vista. Así Tucídides se dirige a sus lectores ya como espartano, ya como corintio, como ate­niense o como siracusano, como Pericles o como Alcibíades. El mo­delo externo para este arte oratorio podía ser la epopeya y, en una pequeña medida, también Heródoto. Pero Tucídides ha aplicado esta técnica en gran escala y a él debemos que esta guerra, que se desarrolló en la época de la culminación espiritual de Grecia, acompañada de las más profundas discusiones, nos aparezca, en primer término, como una lucha espiritual y sólo en segunda línea como un acaecimiento militar. Buscar en los discursos de Tucídides las huellas de algo real­mente pronunciado entonces es una empresa tan estéril como tratar de hallar en los dioses de Fidias determinados modelos humanos. Y aunque Tucídides trataba de informarse de la realidad de los deba­tes, lo cierto es que muchos de los discursos no fueron jamás pro­nunciados y que la mayoría fueron completamente distintos. Su creen­cia de que después de considerar las circunstancias de cada caso era posible decir lo adecuado (τα δέοντα) se fundaba en la convicción e que, en estas luchas, cada actitud tiene su lógica inviolable y que el que consideraba las cosas desde la altura era capaz de desarrollarla de un modo correcto. A pesar de su subjetividad, ésta era para Tu­cídides la verdad objetiva de sus discursos. Sólo es posible compren­derlo si consideramos tras el historiador al pensador político. El len­guaje de estas representaciones ideales tiene un estilo que es el mismo para todos los discursos, más elevado que el de los discursos reales de los griegos de su tiempo y lleno de contraposiciones conceptuales y artificiosas, exagerado para nuestra sensibilidad. La dificultad de su lenguaje, que lucha con el pensamiento y forma un raro contraste con el estilo figurado de la moderna retórica sofística, es la expresión más inmediata del pensamiento de Tucídides, que rivaliza en dificul­tad y en profundidad con el de los grandes filósofos griegos.
Una de las pruebas más evidentes de lo que es el pensamiento político en el sentir de Tucídides, es la exposición que hallamos al comienzo sobre las causas del conflicto. Ya Heródoto había comen­zado su obra con la causa de la guerra entre Europa y Asia. Consi­deraba el problema desde el punto de vista de la culpa de la guerra. Este problema fue naturalmente también suscitado por los partidos durante la guerra del Peloponeso. Desde el comienzo del gran incen­dio habían sido discutidas cien veces todas las particularidades, sin perspectiva de llegar a un arreglo, pues ambos contendientes se atri­buían recíprocamente la culpa. Tucídides plantea el problema desde un punto de vista completamente nuevo.[7] Distingue entre las razo­nes de la disputa que encendieron la lucha y la "verdadera causa" de la guerra y llega a la conclusión de que ésta se halla en el inau­dito crecimiento del poderío de Atenas que constituía una amenaza para Esparta. El concepto de causa procede del lenguaje de la medicina, (354) como lo muestra la palabra griega πρόφασις, de que se sirve Tucídides. En ella se hizo, por primera vez, la distinción científica entre la verdadera causa de una enfermedad y su mero síntoma. La traducción de este pensamiento naturalista y biológico al problema del nacimiento de la guerra, no era un acto puramente formal. Sig­nifica la completa objetivación de la cuestión, separándola de la es­fera política y moral. Con ello la política es delimitada como un campo independiente de causalidad natural. La lucha secreta entre fuerzas opuestas conduce finalmente a la crisis abierta de la vida política de Hélade. El conocimiento de esta causa objetiva tiene algo de liberador, puesto que coloca al que lo posee por encima de las odiosas luchas de los partidos y del enojoso problema de la culpa y la inocencia. Pero tiene también algo de opresivo, pues aconteci­mientos que habían sido considerados como actos libres del juicio moral, aparecen ahora como el resultado de un largo proceso con­dicionado por una alta necesidad.
Tucídides describe la primera fase del proceso que precede al estallido de la guerra, la creciente expansión del poderío de Atenas durante los cincuenta años siguientes a la victoria sobre los persas, en una célebre digresión que incluye en la historia del origen de la guerra.[8] Esa forma se halla justificada por el hecho de verse obli­gado a salir del marco temporal de la obra. De otra parte, este breve esbozo de la historia del poderío de Atenas, como él mismo nos dice, tiene valor por sí, puesto que antes de él no existe ninguna exposición adecuada de este importantísimo periodo de su evolución. No sólo esto: se tiene la impresión de que esta digresión y todo lo que Tucídides nos dice sobre la verdadera causa de la guerra, fue incorporado sólo más tarde en la historia de aquel origen y que ésta se limitaba originariamente a los acontecimientos diplomáticos y mi­litares. Esta impresión resulta no sólo de la notable forma de la composición, sino también de la tradición según la cual Tucídides había expuesto ya el comienzo de la guerra en su primer esbozo, mientras que la digresión sobre el desarrollo del poderío de Atenas menciona ya la destrucción de las murallas (404) y no pudo, por lo tanto, ser escrita, por lo menos en su forma actual, hasta el final de la guerra. La doctrina sobre las verdaderas causas de la guerra, que fundamenta la digresión, es evidentemente el resultado de una larga reflexión sobre el problema y pertenece a la madurez de Tucí­dides. Al principio se ocupó, principalmente, de los simples hechos. Más tarde se desarrolló en el pensador político y abrazó con cre­ciente osadía la totalidad, en sus íntimas conexiones y su necesidad. El efecto que produce la obra, en la forma en que actualmente la poseemos, depende esencialmente del hecho de que ofrece una tesis política de gran alcance que halla ya su clara expresión en la doctrina sobre las verdaderas causas de la guerra.
(355) Sería una petitio principii antihistórica sostener que un "verda­dero historiador" hubiera debido aprehender, desde un principio, con plena claridad, las verdaderas causas en el sentido de Tucídides de una necesidad largamente preparada. La Historia de Prusia de Leopold von Ranke nos ofrece la analogía más notable. En la segunda edición publicada después de 1870 vio con nuevos ojos la impor­tancia de la evolución del estado prusiano. Él mismo dice que sólo entonces aprehendió las ideas generales de amplio alcance, por lo cual cree deber disculparse ante sus colaboradores en el prólogo de la se­gunda edición; no podía tratarse de una simple comprobación de he­chos, sino de una interpretación política de la historia. Estas nuevas ideas generales se manifiestan, sobre todo, en la exposición profun­damente renovada y de modo notable ampliada de la génesis del estado prusiano. Exactamente del mismo modo renovó Tucídides, al final de la guerra, el comienzo de su obra, que contiene la historia de su origen.
Una vez reconocido el origen de la guerra en el poderío de Ate­nas, trata de comprender más íntimamente el problema. Es preciso observar que, en la exposición de los antecedentes de la guerra, da la digresión sobre la evolución exterior del periodo de Atenas, sólo como un apéndice de la maravillosa descripción de la conferencia de Esparta, en la cual los espartanos, impulsados por el apasiona­miento de sus confederados, se deciden por la guerra. Verdad es que la declaración de la guerra sólo tiene realmente lugar tras una conferencia general ulterior de la Liga del Peloponeso. Pero Tucídi­des se da claramente cuenta de la suprema importancia que para la decisión tuvo aquella primera discusión no oficial, en la cual sólo estaban presentes algunos miembros de la Liga que presentaron que­jas contra Atenas. Señala su importancia el hecho de que en ella se pronuncian cuatro discursos, número que no hallamos en otra parte alguna de la obra.[9] La decisión de declarar la guerra no fue provo­cada por las razones de los aliados, cuyas quejas fueron el motivo fundamental de la reunión, sino por el miedo de los espartanos ante el enorme crecimiento del poderío ateniense en Grecia. Esto no podía manifestarse de un modo tan patente en un debate real. Pero Tucí­dides prescinde con desenfado de los problemas del derecho público que se hallan allí en primer término y pone sólo el acento en el discurso final, pronunciado por el representante de Corinto. Los co­rintios son los enemigos más enconados de Atenas, porque son la segunda potencia comercial de la Hélade y, por tanto, sus competido­res naturales. Ven a los atenienses con la actitud del odio y así les encarga Tucídides de decidir a la vacilante Esparta, mediante un análisis comparativo del vigor y el anhelo de expansión de los ate­nienses. Vemos aparecer ante nosotros una imagen del carácter del (356) pueblo ático cuya fuerza no ha igualado ningún orador ateniense al hacer el elogio de su patria, ni aun la oración fúnebre de Pericles, compuesta libremente por el propio Tucídides y de la cual ha con­servado no pocos rasgos en el discurso de los corintios.[10] No es posible dudar seriamente de que no se trata realmente de un discurso man­tenido por los corintios en Esparta, sino de una creación esencialmente libre de Tucídides. Este elogio de un enemigo ante los enemigos es una pieza de alto refinamiento retórico,[11] y cumple, para el histo­riador, aparte su finalidad inmediata agitadora, un designio más alto: nos ofrece un análisis incomparable de los fundamentos psicológicos del desarrollo del poderío de Atenas. En contraste con el trasfondo de la pesadez y la indolencia, la rigidez y la honorabilidad anticuada espartanas, se destaca la descripción del temperamento ateniense, en la cual se mezcla la envidia, el odio y la admiración de los corin­tios: energía incansable, vigoroso ímpetu en la concepción y en la realización de los planes, espíritu de aventura, ágil elasticidad, capaz de adaptarse con precisión a todas las situaciones, y que no se des­corazona ante los fracasos, antes se siente impulsada a más altas realizaciones. Así el vigor de este pueblo recoge y trasforma todo lo que se ofrece a su paso. No se trata, naturalmente, de un elogio moral de Atenas, sino de una descripción del dinamismo espiritual que explica su éxito en los últimos cincuenta años.
Tucídides contrasta esta explicación del poderío de Atenas con la atrevida construcción de otro discurso análogo. La motivación ex­terior de este discurso, que hace pronunciar a un enviado ateniense mientras se celebraban las deliberaciones secretas en Esparta, con el consiguiente cambio de escena, puesto que se desarrolla ante la asam­blea del pueblo, no aparece suficientemente clara para el lector y acaso debe ser así. El orador y su adversario no hablan en el mis­mo tablado, sino al lector, y los efectos de sus discursos se hallan combinados en un conjunto grandioso. El ateniense añade al análisis psicológico una explicación histórica del desarrollo del poderío ate­niense, desde su comienzo hasta la actualidad. Pero este análisis no es una simple enumeración de los progresos exteriores de la expansión ateniense, tal como se da compendiada en la digresión, sino el des­arrollo íntimo de los motivos que han compelido a Atenas al desen­volvimiento pleno y consecuente de su poderío. Así, vemos cómo Tucídides considera sucesivamente el problema desde tres puntos de vista que conducen al mismo fin. El discurso del ateniense sobre la necesidad histórica del desenvolvimiento del poderío de Atenas se convierte en una justificación de gran estilo, que sólo el espíritu de Tucídides hubiera podido alcanzar. Es la exposición de sus propias ideas que sólo hubiera sido capaz de formular tras la caída de Atenas, (357) cuando hubo alcanzado la amarga plenitud de su experiencia política. Pero las pone en la boca de un ateniense anónimo antes del comienzo de la guerra, como una previsión profética. Las raíces del poderío de Atenas se hallan, para Tucídides, en los servicios inolvidables que prestó a la existencia y la libertad del pueblo griego por su participación decisiva en las victorias de Maratón y de Sala-mina. Después, por la voluntad de sus aliados, convirtió la preemi­nencia en hegemonía y se vio obligada, por miedo a la envidia de Esparta, que veía suplantada su tradicional función de guía, a refor­zar el poderío alcanzado y a precaverse contra la defección de sus aliados, mediante una rígida centralización del gobierno, que convir­tió gradualmente a los estados aliados, originariamente libres, en súb­ditos de Atenas. Al miedo se añaden, como motivos coadyuvantes, la ambición y el interés.
Éste es el curso que debió tomar el desarrollo del poderío ate­niense de acuerdo con las leyes inmutables de la naturaleza humana. Los espartanos creen ahora ser los representantes del derecho contra el poder y la arbitrariedad. Pero si llegaran a aniquilar a Atenas y a ser los herederos de su imperio, cambiaría de pronto la simpatía de Grecia, puesto que la fuerza sólo cambia de dueño, pero no cam­bian sus manifestaciones políticas, sus métodos y sus efectos. En los primeros días de la guerra, la opinión pública veía en Atenas la en­carnación de la tiranía y en Esparta el asilo de la libertad. A Tucí­dides esto le parece muy natural en aquellas circunstancias. Pero no ve en estos papeles, que la historia ha atribuido a cada uno de los estados, la manifestación de cualidades morales permanentes, sino funciones que cambiarían de pronto, ante la mirada asombrada de los espectadores, si algún día la fuerza cambiara de dueño. Aquí habla evidentemente la voz de la gran experiencia del dominio tiránico de Esparta sobre Grecia, después de la caída de Atenas.[12]
El continuador de Tucídides, Jenofonte, demuestra hasta qué pun­to se hallaban lejos los contemporáneos de comprender la idea de una legalidad inmanente en todo poder político. La caída posterior de la hegemonía espartana, así como la de Atenas, representaba, para su sencilla fe en el derecho, un juicio de Dios sobre la hybris humana. Sólo esta comparación nos permite apreciar, en verdad, la superiori­dad espiritual de Tucídides. Sólo mediante la intelección de la nece­sidad inmanente de los acontecimientos que condujeron a la guerra, alcanza la plenitud de la objetividad a que aspira. Esto se aplica a su juicio sobre Esparta lo mismo que sobre Atenas. Pues así como era necesario el progreso de Atenas hacia el poderío, es preciso tomar también en todo su valor el acento que pone en sus palabras al afir­mar que el miedo al poderío de Atenas es lo que ha compelido a (358) Esparta a entrar en la guerra.[13] Ni aquí ni en parte alguna es posible hablar en Tucídides de una fortuita imprecisión de lenguaje. No parece que haya sido observado que cuando se vuelve a la guerra tras algu­nos años de paz ficticia, emplea las mismas palabras: tras un periodo de hostilidad latente los adversarios se han visto compelidos a reanu­dar la guerra. Dice esto en el denominado segundo proemio, donde, tras el fin de la guerra, expone su atrevida idea de que es preciso considerar ambas guerras como una sola. Esta idea forma una gran unidad con la concepción de la inevitable necesidad de la guerra, expuesta en la etiología. Ambas pertenecen a la última fase de su concepción política.
Con el problema de la unidad de la guerra pasamos ya de las causas a la guerra misma. Su exposición muestra la misma penetra­ción de los hechos por las ideas políticas. Del mismo modo que la tragedia griega se distingue del drama posterior por el coro, cuyas emociones reflejan constantemente el curso de la acción y acentúan su importancia, se distingue la narración histórica de Tucídides de la historia política de sus sucesores por el hecho de que el asunto se halla constantemente acompañado de una elaboración intelectual, que lo explica pero que no se ofrece en la forma de pesados razonamien­tos: los convierte en acaecimientos espirituales y los hace ostensibles al lector, mediante discursos. Los discursos son una fuente inago­table de enseñanzas. Pero no podemos intentar aquí dar una idea de la riqueza de sus concepciones políticas. Las expone, en parte, por medio de sentencias, en parte mediante deducciones o finas dis­cusiones. Y se complace en oponer dos o varios oradores sobre la misma cuestión, tal como lo hacen los sofistas en la denominada antilogia. Así pone frente a frente las dos corrientes de la política espartana, antes de la declaración de la guerra, en los discursos del rey Arquidamo y del éforo Estenelao. Asimismo, en Atenas, los discursos de Nicias y Alcibíades antes de la empresa de Sicilia, que deben participar en la organización del mando, pero se oponen diametralmente en lo relativo a la política de la guerra. La revuelta de Mitilene da ocasión a Tucídides para desarrollar el punto de vista de la orientación radical y moderada en la política de la Liga ática, mediante el duelo oratorio entre Cleón y Diodoto ante la asamblea popular, y para exponer las enormes dificultades para tratar con jus­ticia a los aliados durante la guerra. En los discursos de los plateos y los tebanos ante la comisión ejecutiva de Esparta, tras la conquista de la desventurada Platea, donde los espartanos, para preservar su prestigio, ofrecen el espectáculo de un debate judicial en el que los aliados de los acusadores son al mismo tiempo los jueces, muestra Tucídides la incompatibilidad de la guerra y la justicia.
La obra de Tucídides es rica en contribuciones a los problemas (359) de las luchas políticas y al de las relaciones entre la ideología y la realidad política. Los espartanos, como representantes de la libertad y del derecho, se hallan obligados a la hipocresía moral, mientras cubren sus intereses con bellas palabras, sin que sea posible decir dónde termina lo uno y dónde comienza lo otro. El papel de los atenienses no es tan fácil y se ven obligados a acudir a la franqueza. Esto puede producir un efecto brutal, pero en ocasiones más agra­dable que la jerga moral de los "libertadores", los cuales tienen su representante más convencido y más simpático en la figura de Brasidas.
El problema de la neutralidad de los estados más débiles en la guerra de dos grandes potencias es considerado desde puntos de vista distintos, desde el punto de vista del derecho y desde el punto de vista de la política realista, en los discursos de Melos y Camarina. El problema de la unión nacional de estados separados por intereses opuestos, ante la presión del peligro común, se hace patente en los sicilianos que, ante el temor de los enemigos exteriores y la inquietud ante la hegemonía del más grande estado siciliano, se muestran vaci­lantes y desean, en el fondo, la aniquilación de ambos. El problema de una paz conciliadora o una paz victoriosa es suscitado tras el fracaso de los espartanos en Pilos: éstos se muestran, de pronto, dis­puestos a la paz, mientras que los atenienses, a pesar del largo can­sancio de la guerra, rechazan todo intento de conciliación. Los pro­blemas psicológicos de la guerra son considerados en su aspecto militar en los discursos de los generales y, en su aspecto político, en los discursos de los grandes caudillos: así, por ejemplo, el cansancio de la guerra y el pesimismo de los atenienses, en los de Pericles. Descri­be también el enorme efecto político de un acaecimiento elemental como la peste, que destruye toda disciplina y trae consigo daños in­calculables y toma ocasión de los horrores de la revolución de Corcira, en íntima conexión con la evocación de la peste, para explicar ampliamente la descomposición moral de la sociedad y la trasmuta­ción de todos los valores que lleva consigo una larga guerra y las luchas sin freno de los partidos. Precisamente el paralelo con la peste subraya la actitud de Tucídides en estos asuntos. No es una actitud moralizadora. Como en el problema de las causas de la guerra, su solución es análoga a un diagnóstico médico sagaz. Su descripción de la decadencia de la moral política es una contribución a la pato­logía de la guerra. Este breve esbozo es suficiente para mostrar que el autor comprende toda la esfera de problemas políticos que se pro­mueven durante la guerra. Las ocasiones que le sirven para suscitar estos problemas son cuidadosamente escogidos y no son en modo al­guno impuestas por los acaecimientos mismos. Acaecimientos del mis­mo tipo son considerados de modo completamente distinto. A veces pone deliberadamente en primer término los sacrificios sangrientos y los horrores de la guerra, otras veces, otras cosas peores son fríamente (360) narradas de paso, porque basta con unos pocos ejemplos para ilustrar este aspecto de la guerra.
Lo mismo en la doctrina sobre el origen de la guerra que en la exposición propiamente dicha, se halla en el centro el problema de la fuerza; la mayoría de los problemas particulares antes menciona­dos se halla en íntima conexión con él. Es evidente que un pensador político de la profundidad de Tucídides no podía considerarlo desde el punto de vista del simple hombre de poder. Lo articula expresamente en la totalidad de la vida humana, que no se reduce íntegramen­te a la aspiración al poder. Y es de notar que, precisamente los atenienses, los más francos y resueltos entusiastas del punto de vista del poder, en el interior de su imperio reconocen el derecho como la norma más alta y se muestran orgullosos de ser un estado jurídico moderno y de rechazar todo despotismo en el sentido oriental. Esto se manifiesta en el mismo discurso en que el ateniense defiende, ante los espartanos, la política exterior del imperialismo ático. Tucídides considera como una grave enfermedad política la degeneración de las luchas de partido en el interior del estado en una guerra de todos contra todos. No ocurre lo mismo en las relaciones entre estado y estado. Porque, aunque también aquí hay convenios, en último tér­mino decide la fuerza y no el derecho. Si los adversarios tienen un poder equivalente, se denomina guerra; si uno de ellos es incompa­rablemente superior, se llama dominio. Éste es el caso de la pequeña isla neutral de Melos, dominada por el poderío naval de Atenas. Este acaecimiento, en sí mismo insignificante, era todavía recordado por la opinión pública de Grecia decenios más tarde y, esgrimido duran­te la guerra contra Atenas, acabó por restarle las pocas simpatías que le quedaban.[14]
Tenemos aquí un ejemplo clásico del modo en que Tucídides, in­dependientemente de la importancia del acaecimiento, destaca en él el problema general y elabora una obra maestra del espíritu político. Emplea aquí, por única vez en su obra, la forma dialogada de las disputas sofísticas, en la cual los adversarios oponen argumento con­tra argumento, en una lucha espiritual de preguntas y respuestas, para eternizar el doloroso conflicto entre la fuerza y el derecho en su perenne necesidad. No es posible dudar que Tucídides ha fingido este coloquio, que se desarrolla dentro de las paredes de la casa ayunta­miento de Melos, con la mayor libertad, con el fin de mostrar el conflicto ideal entre dos principios. Los bravos melios se dan in­mediatamente cuenta de que no pueden invocar la justicia, puesto que los atenienses no reconocen otra norma que su provecho político. Tratan, sin embargo, de explicarles que es ventajoso para Atenas po­ner límites en el uso de su superioridad, ya que puede venir un día en que también un poder tan alto tenga que acudir a su vez a la (361) equidad humana. Pero los atenienses no se dejan intimidar y afirman que su interés les obliga a anexionar la pequeña isla, porque el mundo podría interpretar su persistente neutralidad como un signo de la de­bilidad de Atenas. No tienen, sin embargo, ningún interés en aniqui­larla. Advierten a los melios que no se pongan en una actitud in­adecuada de héroes. La ética caballeresca ha perdido sus derechos ante la razón de la fuerza de una potencia moderna. Les aconsejan también que no tengan una confianza ciega en Dios y en los espar­tanos. Dios se halla siempre con la parte más fuerte, como lo muestra constantemente la naturaleza, y aun los espartanos sólo evitan lo que los hombres denominan "deshonroso" cuando ello se halla de acuerdo con sus intereses.
La fundamentación del derecho del más fuerte en las leyes de la naturaleza y la trasformación del concepto de la divinidad de guar­dadora de la justicia en el modelo de toda autoridad y poderío te­rrestre da al naturalismo de la fuerza, mantenido por los atenienses, la profundidad de una concepción del mundo fundada en principios. Los atenienses tratan de suprimir el conflicto de su política con la religión y la moral, apelando al cual intentan vencer sus adversarios más débiles. Tucídides muestra aquí la política de fuerza de los atenienses en sus últimas consecuencias y en la plenitud de su con­ciencia. La misma naturaleza de la forma que escoge para exponer el conflicto demuestra que ni quiere ni puede hallarle una solución decisiva, pues los diálogos sofísticos hallan su fuerza no en la solu­ción de un problema, sino en el hecho de poner de relieve, con la mayor claridad posible, los dos aspectos de la cuestión. Pero lo que le impide, ante todo, presentarse como juez disfrazado de los herejes, es la actitud general mantenida a través de toda la obra. Lo verdadaderamente nuevo se halla con facilidad en la franca exposición de la pura razón de la fuerza, completamente ajena a los antiguos pensa­dores griegos y que por primera vez se realiza en la experiencia política de su tiempo. El hecho de que se contraponga a la moral corriente, al no/mw| di/kaion, como una especie de ley natural o derecho de los fuertes, significa que se destaca el principio de la fuerza como un remo aparte, regido por una legalidad completamente distinta, sin que por ello suprima ni se subordine al nomos tradicional. No hemos de considerar el descubrimiento de este problema en el concepto del estado de su tiempo desde el punto de vista filosófico de Platón, ni pensar que Tucídides hubiera debido estimar el afán de poderío del estado con la norma de "idea del Bien". En las más altas elabora­ciones ideales de su obra, así como en el diálogo de los melios, se revela Tucídides como discípulo de los sofistas. Pero al aplicar sus antinomias teóricas a la exposición de la realidad histórica, aparece la realidad tan llena de contradicciones y de conflictos que parece implicar ya las aporías de un Platón.
Volvamos ahora al desenvolvimiento real de la política de fuerza (362) de los atenienses en la guerra. No conduciría a nada seguirla en to­das sus fluctuaciones. Basta considerarla en el momento crítico en que alcanza su punto culminante, es decir, en la expedición contra Sicilia del año 415. En ella hallamos indiscutiblemente no sólo la culminación del arte expositivo de Tucídides, sino también el centro de su concepción política. Tucídides prepara la empresa siciliana desde el primer libro. Se recomienda a los atenienses procurarse la ayuda de la poderosa flota de Corcira antes del comienzo de la gue­rra, porque quien tenga Corcira domina en la ruta de Sicilia.[15] La primera intervención de los atenienses en Sicilia, con unos pocos na­víos, parece carecer de importancia. Sin embargo, poco después de ella (424) hace Tucídides que Hermócrates, el gran estadista siracusano, convoque una conferencia en Gela, para reconciliar a las ciu­dades sicilianas y unirlas bajo la dirección de Siracusa, en previsión de una futura invasión por Atenas. Las razones en que apoya su proposición son las mismas que dará más tarde en Camarina o du­rante la guerra siciliana.[16] No cabe duda que Tucídides añadió estos preliminares a su obra, cuando escribió la campaña de Sicilia, al fin de la guerra. Hermócrates es para Tucídides el único político previ­sor de Sicilia. Prevé el peligro desde lejos porque es forzoso que venga. Los atenienses no pueden hacer otra cosa que extender su dominio a Sicilia y nadie puede culparles si algún estado siciliano los invita a intervenir. Este razonamiento de Hermócrates demuestra que, aun fuera de Atenas, se ha aprendido a pensar de acuerdo con la política realista. Pero aunque los siracusanos vieran, con razón, la seducción que había de representar para los atenienses la aventura siciliana, muchas cosas habían de ocurrir antes que los atenienses lle­garan a considerarla como un fin inmediato.
Se suscita realmente y es tomada seriamente en consideración en los años posteriores a la paz de Nicias, inesperadamente favorable para Atenas. Apenas rehecha de la guerra, recibe el ruego de Segesta de intervenir en Sicilia para ayudarla en su guerra contra Selinonte. Es el momento más dramático de toda la obra de Tucídides. Alcibíades, contra todas las razonables y reflexivas advertencias del político Nicias, que defiende la paz, desarrolla su emocionante y ambicioso plan de conquista de Sicilia y dominio de la Grecia entera y explica que la expansión de un poderío como el ateniense no se puede "ra­zonar". Quien lo posee, sólo puede mantenerlo extendiéndolo cada vez más, puesto que cualquier pausa representaría un peligro de ruina.[17] Es preciso recordar ahora todo cuanto había sido dicho antes de la guerra sobre la irresistible expansión del poderío ate­niense, así como el carácter del pueblo ateniense y su incansable y atrevido espíritu de empresa. En Alcibíades se encarnan de un modo (363) genial estas cualidades de la raza entera. Esto explica su poder de sugestión sobre la masa, a pesar de que fuera odiado por su con­ducta rastrera y dominante en la vida privada. Tucídides ve en este encadenamiento de circunstancias, en el hecho de que el único cau­dillo capaz de conducir con mano segura al estado en semejante empresa fuera odiado y envidiado por el pueblo, una de las causas fundamentales de la decadencia de Atenas. No era posible llevar a buen término el plan de Alcibíades cuando aquel que lo inspiraba y lo dirigía era desterrado desde el comienzo de la campaña. El lector tiene la impresión de que este gran esfuerzo del poderío de Atenas, que con la caída de la flota, del ejército y de los generales, conmovió al estado en sus mismos fundamentos, es una peripecia amenazadora del destino, aunque no determina todavía la catástrofe final.
La descripción de la campaña de Sicilia ha sido considerada como una tragedia. Sin embargo, no puede considerarse, en el sentido esté­tico, como una historia análoga a las que se escribieron en los tiem­pos helenísticos que, en deliberada competencia con los efectos de la poesía, tratan de ocupar el lugar de la tragedia y mover al lector a piedad y terror. Con mayor razón podría sostenerse que, cuando Tucídides habla una vez de la hybris que inspira el optimista espíritu de empresa de las grandes masas, piensa evidentemente en aventuras como la de Sicilia.[18] Pero incluso en este caso, le interesan menos los aspectos morales y religiosos de la cuestión que el problema po­lítico. En ningún caso es posible pensar que la desventura siciliana es algo así como un castigo divino por el poderío político de Atenas, pues Tucídides se hallaba lo más lejos posible de pensar que la fuer­za, en sí misma, sea un mal. Desde su punto de vista, la empresa siciliana es peor que un crimen; es un error político o, mejor, una cadena de errores políticos. Como pensador político creía que la hybris, es decir, la inclinación a confeccionar planes ilusorios sin fundamento en la realidad, es algo permanente y esencial a la psique de la masa. Orientarla adecuadamente es cosa de los caudillos. No reconoce una oscura necesidad histórica ni en el resultado de la cam­paña siciliana ni en el resultado final de la guerra. Podemos imagi­nar un tipo de pensamiento histórico absoluto que halle intolerable no ver en ello el efecto de una necesidad, sino el resultado de un falso cálculo o el simple juego del puro azar. Hegel ha censurado con palabras mordaces la crítica de un tipo de historiadores que cree saber, después de los sucesos, dónde estuvo la falta y piensa, natu­ralmente, que él lo hubiera hecho mejor. Hubiera acaso dicho que el infeliz resultado de la guerra del Peloponeso no se debió a faltas aisladas, sino a una profunda necesidad histórica, porque la genera­ción de Alcibíades, en la cual, lo mismo los caudillos que la masa, se hallaban dominados por un individualismo que los sobrepasa, no (364) se encontraba en condiciones espirituales ni materiales de dominar las dificultades de la guerra. Tucídides es de otra opinión. En su calidad de político, la guerra significa para él un problema deter­minado que se plantea a su pensamiento. Para resolverlo se han cometido una serie de faltas irreparables que considera sagazmente desde su alto observatorio crítico. Existe, para él, una prognosis pos­terior a los hechos y cuya negación equivaldría a la negación de toda política. Su tarea se hallaba facilitada por el hecho de que no to­maba como medida el sentimiento de su mejor saber, sino que adop­taba el del gran hombre de estado que tomó sobre sí la responsabili­dad de la declaración de la guerra y que Tucídides estaba firmemente convencido de que hubiera sido capaz de conducirla a la victoria fi­nal, es decir, de Pericles.
Para Tucídides, el resultado de la guerra dependía, sobre todo, de la dirección política y sólo en segundo término de los jefes milita­res. Esto se muestra en el pasaje en que, después del discurso en que Pericles consuela al pueblo desalentado por la guerra y la peste y lo anima para una más amplia resistencia, contrapone este gran caudillo previsor a todos los políticos posteriores de Atenas.[19] En la paz y en la guerra mantuvo la seguridad del estado y lo condujo, por una estrecha línea de moderación, entre los radicalismos extremos. Sólo él comprendió rectamente el problema que se planteaba a Atenas en la guerra contra el Peloponeso. Su política consistía en no empe­ñarse en ninguna gran empresa, restaurar la flota, no tratar de ex­tender el imperio durante la guerra y no sobrecargar al estado de un riesgo innecesario, Sus sucesores, dice con acritud Tucídides, hicie­ron exactamente lo contrario. Por ambición personal y afán de ri­quezas hicieron grandes proyectos que nada tenían que ver con la guerra y que si salían bien les hubieran reportado gloria, pero si fracasaban, debilitaban al estado frente al adversario. ¡Quién no pensará en Alcibíades, tan bien caracterizado en el debate sobre la campaña siciliana con su circunspecto e incorruptible adversario Nicias! Precisamente este debate debe mostrar al lector que no bas­tan una visión justa y un carácter honorable; de lo contrario, Nicias, que Tucídides describe con cálida simpatía personal, hubiera sido el caudillo innato. En realidad, Alcibíades lo superaba ampliamente en las cualidades inherentes a un caudillo propiamente dicho, a pesar de que llevaba al pueblo por caminos peligrosos y de que no hacía nada sin pensar en sí mismo. Pero es el hombre capaz de "tener el pueblo en la mano", como dice Tucídides en una ocasión posterior, al hacer el mayor elogio de Alcibíades, en el momento en que ame­naza la guerra civil.[20]
También al caracterizar a Pericles se pone precisamente de relieve (365) su aptitud para mantener su influencia sobre el pueblo y de "no dejarse conducir".[21] Lo que le hacía superior a Alcibíades y a todos los demás era su carácter incorruptible por el dinero. Esto le daba la autoridad para decir la verdad al pueblo y no hablarle nunca con palabras engañosas. Tenía siempre las riendas en la mano: cuando la masa quería tirar de la cuerda sabía espantarla e intimidarla, y cuando se deprimía o desesperaba sabía alentarla. Así Atenas, bajo su mando, "sólo era una democracia de nombre; en realidad era el dominio del hombre preeminente", la monarquía de la superior habi­lidad política. Después de la muerte de Pericles no volvió ya Atenas a poseer semejante caudillo. Todos sus sucesores trataron de ser, como él, el primero. Pero nadie alcanzó aquel influjo predominante sin adular a la masa y entregarse a sus pasiones. A falta de un hom­bre de este tipo, que, a pesar de la forma democrática del estado, supiera eliminar el influjo del pueblo y de sus instintos y gobernar regiamente, fracasó, según Tucídides, la guerra de Sicilia. Aparte el hecho de que Pericles no la hubiera jamás emprendido, porque se oponía directamente a su política defensiva. Porque la fuerza de Ate­nas era suficiente —y en esto Alcibíades no se equivocaba— para destruir el poderío de Siracusa, si las pasiones de partido, en el inte­rior del estado, no hubieran llevado consigo la caída del genial cau­dillo. A pesar de la pérdida de la guerra de Sicilia, Atenas se man­tuvo todavía durante diez años, hasta que, debilitada por las continuas disensiones interiores, no pudo, al fin, resistir más. Bajo la dirección de Pericles —ésta es textualmente la quintaesencia de la exposición de Tucídides— Atenas hubiera vencido fácilmente en la guerra.
La imagen de Pericles, que con tanta claridad aparece en su com­paración con los políticos posteriores, es algo más que el retrato de una personalidad admirada. Todos los demás se enfrentaron con la misma tarea de conducir el estado en la dura lucha por la existencia. Sólo Pericles estaba a la altura de ella. Nada más alejado de la intención de Tucídides que ofrecernos su individualidad humana contin­gente, tal como lo hizo la comedia, por lo menos en caricatura. Su Pericles es la figura ejemplar del caudillo y del verdadero hombre de estado, con los rasgos estrictamente limitados a lo que constituye la esencia del político. El hecho de que esto aparezca especialmente claro para nosotros en los últimos estadios de la guerra, en la estima­ción resumida que hace Tucídides la última vez que aparece Pericles en su obra, muestra de modo suficiente que es también el camino a través del cual el historiador ha llegado a su propia interpretación. El Pericles de Tucídides es visto desde la distancia que permite apre­ciar su grandeza. No es fácil determinar si el programa político que le atribuye fue formulado en todos sus puntos por Pericles o si, por ejemplo, la limitación de la expansión territorial durante la guerra es una fórmula que ha establecido Tucídides mediante la comparación (366) de la política opuesta de sus sucesores con la conducta efectiva de Pericles. Parece, sin embargo, que sólo la consideración retros­pectiva de Tucídides al fin de la guerra podía permitirle darnos las características definitivas de la sabiduría política de Pericles mediante la comprobación de lo que, en oposición a sus sucesores, no hizo jamás. Lo mismo puede decirse del notable elogio que hace de Pericles porque no acepta dinero ni hace cosa alguna en provecho propio. Verdad es que Tucídides ya en el discurso pronunciado en la declara­ción de la guerra pone en boca de Pericles estas palabras: "Ninguna anexión. ¡Ningún riesgo innecesario!" Pero precisamente en este lugar resuena la voz del historiador que ha visto ya el resultado de la guerra, al pronunciar estas palabras: "Temo más nuestras propias faltas que los golpes de nuestros enemigos." Cuando afirma que la seguridad de la política de Pericles se funda en la seguridad de su posición interior, piensa, sin duda, en la insegura posición de Alcibíades. El defecto de su autoridad en el momento decisivo en que iba a abrir el camino para grandes éxitos en la política exterior llevó a Tucídides, que consideraba ya la política exterior como más impor­tante que la interior, a reconocer la enorme importancia de un go­bierno interno del antiguo tipo sólido propugnado por Solón, aun para dirigir con éxito una guerra.
A esta pintura de Pericles, como el verdadero hombre de estado, que hemos sacado de su caracterización final, pertenecen también sus discursos. El primero desarrolla el programa político de la guerra. El último muestra cómo el caudillo, aun en las circunstancias más difíciles, mantiene al pueblo en sus manos.[22] La estrecha conexión de ambos discursos con el resumen final nos permite llegar a la con­clusión de que la imagen de Pericles en su totalidad, incluso la de los discursos, es una creación unitaria de los últimos tiempos de Tu­cídides. Ello es reconocido generalmente por lo que se refiere al tercero y gran discurso, la oración fúnebre a los atenienses caídos en el primer año de guerra.[23] Esta oración fúnebre es, más que cualquier otra de Tucídides, una libre creación del historiador. Ha sido interpretada como la oración fúnebre de Tucídides a la gloriosa Atenas antigua. Ello es perfectamente justo porque precisamente la muerte tiene el poder de manifestar en su pura apariencia la idea de lo desaparecido. En las oraciones fúnebres tradicionales de Ate­nas a los héroes caídos, era costumbre ofrecer una brillante semblanza de su valor. Tucídides prescinde de esto y traza un cuadro ideal del estado ateniense en su totalidad. Sólo podía ponerlo en boca de Pericles, puesto que éste era el único hombre de estado de altura sufi­ciente para alcanzar a conocer el espíritu y el genio de aquel estado. En tiempo de Pericles, la política está en camino de convertirse en un dominio de los arribistas y los virtuosos, seducidos por la caza de (367) la fuerza y del éxito. En esto consiste precisamente, para Tucídi­des, la grandeza de Pericles y lo que lo pone por encima de Cleón y aun de Alcibíades: llevaba en sí un ideal del estado y del hombre, cuya realización daba un sentido a su lucha. Ninguna reproducción puede rivalizar con la maestría con que Tucídides resuelve la difícil tarea. Prescinde de todas las trivialidades de la elocuencia habitual y nos ofrece, en su grandiosa sobriedad, la imagen del estado ate­niense con toda la energía de su política imperial y con la indescrip­tible plenitud de su espiritualidad y de su vida.
Para Tucídides, que conocía perfectamente el desarrollo del estado moderno, debieron aparecer claramente las complicaciones de la es­tructura social que no podía presentir el ideal político de los mayores, la eunomía de Solón y la isonomía de Clístenes, creado en tiempos más sencillos y todavía venerado en los días actuales. Hasta entonces no había un lenguaje adecuado para expresar la esencia del nuevo estado. Pero Tucídides, acostumbrado a ver la dinámica de las rela­ciones de estado a estado como una lucha de oposiciones naturales y necesarias, descubre con la misma agudeza que la estructura interna de la vida de Atenas se rige por el mismo principio. Basta para probarlo su intelección de la esencia de la politeia ateniense, que con­sidera algo original, no copiado de modelo alguno, pero que acaso deba ser imitada por otros estados. Aquí se halla ya esbozada la teo­ría filosófica posterior de la constitución mixta, como la mejor entre todas las formas del estado. La "democracia" ateniense no es, para él, la realización de aquella igualdad exterior y mecánica que algunos alaban como la culminación de la justicia y otros condenan como la mayor de las injusticias. Esto se ha manifestado ya en la definición de la posición de Pericles como el "hombre preeminente" que gobier­na realmente el estado. La frase suelta según la cual bajo su gobierno era Atenas "una democracia sólo de nombre" toma, en la oración fúnebre y en boca del "hombre preeminente", la forma de una doc­trina general. Aunque en Atenas todos sean iguales ante la ley, en la vida política gobierna la aristocracia de la destreza. Esto implica que el individuo preeminente debe ser reconocido como el primero y, por tanto, como gobernante libre. Esta concepción supone que la ac­tividad de cada individuo tiene un valor para la totalidad. Pero —como reconoce incluso en la obra de Tucídides el demagogo radi­cal Cleón—, el pueblo como tal no puede ejercer el gobierno de un imperio tan grande y tan difícil de dirigir. Así, en la Atenas de Pericles, se halla satisfactoriamente resuelto el problema de las rela­ciones entre la individualidad preeminente con la sociedad política, tan difícil en un estado de libertad y de igualdad, es decir, donde go­bierna la masa.
La historia ha enseñado que esta solución depende de la existencia de un individuo genial, lo cual ocurre tan raramente en la democra­cia como en cualquier otra forma de gobierno, y que ni aun la democracia (368) tiene seguridad alguna contra el peligro de carecer de cau­dillos. A un conductor como Pericles la democracia de Atenas ofrecía infinitas posibilidades de aprovechar las iniciativas de los ciudadanos, que en tanto estima, y de ponerlas en juego como fuerzas políticas activas. La tiranía de los siglos siguientes ha fracasado por no haber acertado a hallar nuevos procedimientos para resolver este problema fuera de los que el estado democrático ofrecía a Pericles. La tiranía de Dionisio de Siracusa no acertó a incorporar a los ciudadanos a la vida del estado, de tal modo que, como lo reclamaba Pericles, pudieran dividir su vida entre las dos esferas de su profesión y sus deberes políticos. Ello no era posible sin una cierta medida de activo interés y una verdadera comprensión de la vida del estado.
La politeia en el sentido griego no significa sólo, como en el moderno, la constitución del estado, sino la vida entera de la polis, en tanto que se halla determinada por ella. Y aun cuando en Atenas no existía, como en Esparta, una disciplina que regulara el curso entero de la vida cotidiana de los ciudadanos, el influjo de la polis, como espíritu universal, penetra profundamente en la orientación entera de la vida humana. El hecho de que en el griego moderno politeuma equivalga a educación o cultura, es un último efecto de esta antigua unidad de vida. De ahí que la imagen de Pericles de la politeia ateniense comprenda el contenido entero de la vida privada y pública: economía, moralidad, cultura, educación. Sólo en esta ple­nitud concreta alcanza color y forma la idea del estado como poder. Su raíz se halla en la imagen de la politeia tal como Pericles la concibió. Sería incompleta sin este contenido viviente. La fuerza, tal como la concibe Tucídides, no es en modo alguno la simple pleonexia mecánica y sin espíritu. El carácter sintético del espíritu ático, que informa todas sus manifestaciones literarias, artísticas, filosóficas y morales, reaparece en su forma constructiva en la creación del estado de Pericles. Es un puente entre la rígida estructura del campamento espartano y el principio jónico de la libre actividad económica y es­piritual de los individuos. Tucídides no concibe la nueva estructura del estado como algo estático y en reposo, como la estructura legal de la antigua eunomia. Lo mismo en el aspecto constitucional y político que en el económico y espiritual, es el estado una especie de armonía de oposiciones naturales y necesarias, análoga a la de Heráclito, y su existencia se funda en la tensión y el equilibrio. En la imagen del estado que nos ofrece Pericles aparecen idealmente, en el juego de su equilibrio conjunto, la producción nacional y la participación en los productos del mundo entero, el trabajo y el recreo, las labores y las fiestas, el espíritu y el ethos, la reflexión y la energía.
Este carácter de las normas, que expone el gran caudillo con la más alta majestad del lenguaje, no ha de servir sólo para otorgar a los atenienses, en aquel momento de su destino, plena conciencia de los altos valores por que luchan y convertirlos en ardientes "amantes" (369) de su patria. Tucídides concibe el estado, lo mismo en el aspecto espiritual que en el de la política exterior, como un centro de amplia influencia histórica. No lo considera sólo en si mismo, sino en fe­cunda relación espiritual con el mundo en torno. "Para resumir todo lo dicho, denomino a nuestra ciudad la alta escuela de la cultura de Hélade", th~j (Ella/doj pai/deusin.[24] Con este reconocimiento de la he­gemonía espiritual de Atenas, digna del gran historiador, aparece, por primera vez en su visión dinámica, el hecho y el problema de la amplia influencia histórica de la cultura ática que adquiere, pre­cisamente en la época de Pericles, su mayor altura y aptitud, se im­pregna de la más alta vitalidad y significación histórica. Llega a ser el compendio del vigor más sublime que irradiara el espíritu de un pueblo y de un estado sobre los demás pueblos, trazándoles el camino de su propia vida. No hay justificación más alta de la ambición po­lítica de Atenas sobre el mundo griego, sobre todo después de su fra­caso, que la idea de la paideia. En ella halla el espíritu griego su com­pensación más alta: la conciencia de su propia eternidad.



[1] 1 Difiero del punto de vista de W. schadewaldt (Die Geschichtschreibung des Thukydides, Berlín, 1929), que de acuerdo con E. schwartz (Das Geschichtswerk des Thukydides, Bonn, 1919), sostiene que la arqueología es la par­te más antigua de Tucídides y trata de interpretar, a partir de ella, el espíritu del Tucídides anterior, "el discípulo de los sofistas". Trataré de fundar más de­talladamente mi opinión en otro lugar.
[2] 2 eurípides, frag. 910 N.
[3] 3 hesíodo, Erga, 218.
[4] 4 Ver p. 161.
[5] 5 tucídides, i, 138, 3.
[6] 6 tucídides, i, 22, 1.
[7] 7 tucídides, i, 23, 6.
[8] 8 I, 89-118.
[9] 9 I, 66-88.
[10] 10 No puedo mostrar esto aquí en detalle, pero es importante  determinar la fecha del discurso de los corintios.
[11] 11 Cf. platón, Menexeno, 235 D.
[12] 12 Cf. I, 77, 6. El pasaje sólo puede haber sido escrito después del fin de la guerra. Su referencia a Pausanias es evidentemente un paralelo con la política de fuerza de Lisandro.
[13] 13 I,23,6; v, 25,3.
[14] 14 v, 85-115.
[15] 15 I, 36, 2.
[16] 16 IV, 59; VI, 76.
[17] 17 VI, 18, 3.
[18] 18 II, 65, 9.
[19] 19 II, 65.
[20] 20 VIII, 86, 5. La kate/xein dh~mon es la antigua idea de Solón del caudillo, en el sentido de la política interior. Cf. solón, frags. 24, 22 y 25, 6.
[21] 21 II, 65, 8.
[22] 22 II, 60-64.
[23] 23 II, 35-46.
[24] 24 II, 41, 1.

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