miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso CONCLUSIÓN

Al final, la victoria espartana no proporcionó la libertad para los territorios antes sometidos por Atenas, ya que Lisandro mantuvo el control de muchas ciudades griegas de Asia Menor, y los persas recobraron otras muchas. Los espartanos reemplazaron el imperio naval ateniense por el suyo propio, imponiendo oligarquías muy cerradas y guarniciones espartanas y gobernadores en las «ciudades liberadas», así como el pago de tributos.
En la propia Atenas, los espartanos impusieron un gobierno títere de oligarcas cuya brutalidad pronto les hizo dignos del nombre de «los Treinta Tiranos». El nuevo régimen comenzó un reino de terror, que consistió en una extensa confiscación de la propiedad y en el asesinato judicial, primero dirigido contra líderes de la democracia, luego contra ricos para obtener beneficio y finalmente contra los moderados, incluidos aquellos de sus propias filas que protestaron contra esas atrocidades. Cuando la hostilidad y la resistencia crecieron, los Treinta tuvieron que solicitar la presencia de una guarnición de tropas espartanas para que les protegieran de sus conciudadanos.
Después de haber tomado el control de lo que había sido el Imperio ateniense, los espartanos dominaron desde ese momento el mundo griego, suprimiendo la democracia allí donde la encontraban, a la que reemplazaron por gobiernos oligárquicos satélites en todas partes. En una Atenas que se había convertido en un territorio ocupado, en el que incluso la simple sospecha de tener simpatías hacia la democracia podía conducir a la muerte, los atenienses encontraron en Trasibulo, hijo de Lico, un líder para hacer frente a la situación. Como no aceptaba vivir bajo el gobierno de los Treinta, Trasibulo huyó a Tebas, antes hostil a Atenas, pero en ese momento enfrentada a Esparta. Hacia allí_escaparon dirigentes demócratas atenienses y patriotas que se reunieron con Trasibulo y organizaron un pequeño ejército, que se estableció en un fuerte en las montañas, en la frontera norte de Atenas. Cuando las fuerzas de los Treinta intentaron acabar con los rebeldes, más atenienses se animaron a huir y a unirse a la resistencia. Al final, Trasibulo contó con las suficientes fuerzas como para avanzar y capturar el Pireo y enfrentarse con un ejército espartano hasta quedar en tablas. Los espartanos decidieron abandonar Atenas y, así, en el 403, Trasibulo y sus hombres restauraron la plena democracia.
Atenas era libre y democrática de nuevo, pero el peligro no había pasado. Encolerizados por los ultrajes cometidos por los Treinta, muchos ciudadanos atenienses querían buscar y castigar a los culpables de semejantes excesos y también a todos aquellos que habían colaborado con ellos, un proceso que incluiría numerosos juicios, ejecuciones y destierros. Sobre Atenas se cernía el peligro de verse desgarrada por la lucha entre facciones políticas y por la guerra civil que ya había destruido la democracia en tantos otros Estados griegos. Sin embargo, Trasibulo se unió a otros moderados para decretar una amnistía que protegiera a la mayoría de los que podían ser objeto de venganza, excepto a unos pocos de los que habían cometido los actos más criminales. La democracia restaurada en Atenas se mantuvo firme en una política de moderación y autocontrol, exhibiendo un comportamiento que más tarde ganó las alabanzas del propio Aristóteles: «La reacción [de los demócratas atenienses] ante sus pasadas desgracias, tanto privadas como públicas, parece haber sido la mejor y la de mayor habilidad política que cualquier pueblo haya demostrado nunca». No sólo decretaron y sostuvieron la amnistía, sino que utilizaron fondos públicos para devolver a los espartanos la suma que los Treinta les habían pedido prestada para combatir a los demócratas. «Porque pensaban que ése era el único camino para comenzar la restauración de la armonía. En otras ciudades, cuando los demócratas llegaban al poder, no se pensó en gastar el dinero propio; muy al contrario, ellos tomaban y se repartían las tierras de sus oponentes» (Constitución de los atenienses, 40, 2-3). La moderación de los demócratas del 403 se vio recompensada por una reconciliación absoluta de las clases y de las facciones políticas que permitió a la democracia ateniense florecer sin tener que enfrentarse a una guerra civil o a un golpe de Estado, casi hasta el final del siglo IV.
Curiosamente, la derrota que había amenazado con aniquilar a Atenas y a su gente, con destruir su Constitución democrática y comprometer su capacidad para dominar a otros o, incluso, para conducir una política exterior independiente, fracasó en conseguir cualquiera de esos objetivos durante mucho tiempo. En un año, más o menos, los atenienses habían conseguido instalar plenamente su democracia de nuevo. En una década, habían recobrado su flota, sus murallas y su independencia, e incluso en ese momento Atenas ya era considerada un miembro principal en una coalición de Estados dedicados a prevenir que Esparta interfiriera en los asuntos del resto de Grecia. En un cuarto de siglo, habían vuelto a ganarse a muchos de sus antiguos aliados y restaurado su poder, hasta el punto que es posible hablar de un «segundo Imperio ateniense».
Es cierto que los espartanos se habían convertido en la fuerza dominante en Grecia, pero su victoria no trajo estabilidad y sí muchos problemas. En pocos años, fueron obligados a abandonar su Imperio y los tributos, aunque no antes de que una cantidad suficiente de dinero hubiera circulado por Esparta, socavando su tradicional disciplina e instituciones. Pronto los espartiatas tuvieron que hacer frente a conspiraciones internas que amenazaron su Constitución y su misma supervivencia. En el exterior, tuvieron que hacer frente a una gran guerra contra una coalición de antiguos aliados y enemigos que los mantuvieron en jaque dentro del propio Peloponeso, creando una situación crítica de la que sólo pudieron salir gracias a la intervención de Persia. Durante cierto tiempo, mantuvieron su hegemonía sobre el resto de los griegos, pero sólo mientras el rey persa quiso que eso ocurriera. Tres décadas después de su gran victoria, los espartanos fueron derrotados por los tebanos en una gran batalla terrestre, y su poder fue destruido para siempre.
El coste de la larga y brutal guerra del Peloponeso fue enorme. La pérdida de vidas humanas no tenía precedentes y, en algunos lugares, sólo puede describirse como demoledora. Toda la población masculina de Melos y Escione fue aniquilada, mientras que Platea perdió a gran parte de sus hombres. Una década después de que la guerra hubiera terminado, el número de varones adultos atenienses ascendía a la mitad de los que había al comienzo del conflicto. Los atenienses tuvieron más bajas que otros Estados, ya que sólo ellos sufrieron la peste que mató, quizás, a un tercio de su población, aunque no podemos olvidarnos de las devastaciones de los campos, la interrupción del comercio que trajo hambruna, malnutrición y enfermedades, que también afectaron a otros Estados. Los atenienses arruinaron los cultivos de Megara e interrumpieron su comercio durante muchos años, dejando a los megareo tan diezmados y empobrecidos que se vieron obligados a incrementar su dependencia de la mano de obra esclava para recuperar la prosperidad de la ciudad. Los corintios habían sido capaces de enviar unos cinco mil hoplitas para enfrentarse a los persas en la batalla de Platea (479), pero sólo pudieron reunir unos tres mil —seguramente toda su fuerza— en Nemea para defender su propio territorio en el 394. La pobreza originada por la restricción del comercio durante la guerra desposeyó a muchos hombres de la fortuna mínima para servir como hoplitas, aunque este simple dato no puede explicar cifras tan mermadas. Si sólo la mitad del crecimiento puede considerarse como el resultado de una población en regresión, esto indicaría una disminución del número de varones adultos de un veinte por ciento en menos de un siglo. Las privaciones de la guerra, directas o indirectas, pasarían una factura parecida en vidas humanas a lo largo del mundo griego, desde Sicilia al Bósforo.
El daño económico, incluso cuando no provocó pérdida de vidas, fue grave en muchos lugares. La pérdida de su Imperio puso fin a la fuente de la gran riqueza pública de Atenas, con sus extraordinarios programas de construcción del siglo V. La depredación sobre la agricultura requirió de muchos años para su recuperación. No sólo Megara, sino las islas del Egeo fueron sometidas a frecuentes incursiones. Corinto, Megara y Sición, los Estados del istmo para los que el comercio era vital, fueron apartados del comercio con el Egeo por casi tres décadas, y durante la mayor parte de ese período su comercio con el oeste fue severamente restringido. En muchas partes de Grecia, especialmente en el Peloponeso, la pobreza fue tan severa que muchos hombres se vieron obligados a ofrecerse como mercenarios, a menudo en ejércitos extranjeros.
Dentro de las ciudades, los peligros y las asperezas de la guerra contribuyeron a exacerbar el conflicto entre las facciones existentes. Tucídides, Jenofonte, Diodoro y Plutarco hablan de las frecuentes guerras civiles, cuyos horrores se convirtieron en algo habitual, cuando violentos y despiadados conflictos estallaron por doquier entre demócratas y oligarcas. La ira, la frustración y el deseo de venganza se incrementaron a medida que la guerra se alargaba, y dieron paso a una progresión de atrocidades sin precedentes o no conocidas del todo antes de esa época.
Incluso los poderosos lazos familiares y los más sagrados preceptos religiosos sucumbieron a la presión de esta larga guerra. Sus terribles efectos alentaron la puesta en duda de los valores tradicionales en los que se basaba la sociedad griega clásica y, al final, provocaron una división de la sociedad. Algunos reaccionaron rechazando toda clase de fe en favor de una racionalidad escéptica o, incluso, cínica, mientras que otros intentaban regresar a una piedad más arcaica y menos racional.
La derrota de Atenas en la guerra supuso también un golpe para las perspectivas democráticas de otras ciudades griegas. La influencia de los sistemas políticos en poblaciones exteriores está estrechamente conectada con su éxito en la guerra. La constitución democrática de una Atenas poderosa y victoriosa actuó como un imán y un modelo para otros, incluso en el propio Peloponeso. La derrota de Atenas en la guerra contra Esparta fue tomada como una prueba del carácter inadecuado de sus sistemas políticos; los fracasos atenienses fueron entendidos como equivocaciones del régimen democrático; los errores y los infortunios corrientes fueron juzgados como consecuencias peculiares de la democracia. La victoria espartana sobre la coalición democrática en Mantinea (418) fue el punto de inflexión en el desarrollo político de Grecia hacia la oligarquía más que a la democracia, y la derrota final de Atenas reforzó esa tendencia.
A pesar de su resultado aparentemente decisivo, la guerra no estableció un equilibrio de poder que reemplazara la inestabilidad que había caracterizado el final de las Guerras Médicas. No creó un nuevo orden que trajera una paz general durante una o más generaciones. Por el contrario, la victoria de Esparta sobre Atenas trajo sólo un predominio temporal de la influencia espartana que iba más allá de sus capacidades. A los espartanos les faltaban los recursos humanos, materiales y políticos para conservar el Imperio que habían ganado, o incluso para controlar durante mucho tiempo los acontecimientos que pudieran ocurrir fuera del Peloponeso. Sus intentos de conseguirlo sólo trajeron división y debilidad a su propio Estado y al resto de Grecia.
El acuerdo del 404 no fue, finalmente, ni una «paz púnica» que destruyera el poder ateniense con carácter permanente, ni un acuerdo moderado y negociado cuyo propósito fuera apaciguar enconados sentimientos. Aún más, Atenas tenía una fortaleza real y potencial más grande de lo que parecía en el momento de su derrota, por lo que era cuestión de tiempo que su poder se reafirmara. Tan pronto como se vieron libres, los atenienses empezaron a planear la recuperación de su Imperio, de su poder y de su gloria, así como la resistencia a la hegemonía espartana sobre otros Estados griegos. En el 404, Atenas fue desarmada pero no apaciguada, y para mantenerla desarmada se requeriría un grado de fuerza, compromiso, cooperación y unidad de propósito que no poseían las potencias victoriosas. La ambición tebana había ido creciendo hasta el punto de pedir la paridad con los Estados líderes y, más tarde, la hegemonía. Los vanos intentos de Esparta por dominar Grecia provocaron una debilidad que pronto puso fin a la dominación de los griegos y los sometió al control de extranjeros, primero a las intervenciones de Persia, y después a su conquista por Macedonia.
Es legítimo e instructivo pensar en lo que llamamos Guerra del Peloponeso como «la gran guerra entre Atenas y Esparta», según la ha denominado un estudioso, porque, al igual que la guerra europea de 1914-1918 —a la que el título de «la Gran Guerra» fue aplicado por una generación que sólo conoció una— fue un acontecimiento trágico, un punto de inflexión en la historia, el final de una era de progreso, prosperidad, confianza y esperanza, y el comienzo de un período de mayor oscuridad.

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