lunes, 25 de diciembre de 2017

Jenofonte .-La expedición de los diez mil Anábasis Libro sexto.


LIBRO SEXTO

I

Después de esto, mientras estaban allí, los soldados vivían, los unos, de los víveres que compraban; los otros, saqueando la Paflagonia. Por su parte, también los paflagonios robaban cuanto podían a los que se encontraban dispersos, y por la noche procuraban hacer daño a los que estaban acampados lejos; esto hacía que la hostilidad fuese muy viva entre los soldados y aquel pueblo. Corilas, que gobernaba entonces la Paflagonia, envió a los griegos embajadores montados a caballo y con bellas vestiduras para decirles que Corilas estaba dispuesto a no hacer daño a los griegos con tal que a él no se lo hiciesen. Los generales respondieron que tratarían de esto con el ejército; pero dieron hospitalidad a los embajadores e invitaron, además, a los que les pareció bien del ejército.
Después de inmolar a los dioses bueyes y otras víctimas que habían cogido, ofrecieron un banquete bastante bueno. Comieron echados en lechos y bebieron en vasos de cuerno de los que había en la comarca. Después que hubieron hecho las libaciones y cantado el peán, se levantaron unos tracios y bailaron al son de la flauta con sus armas, dando grandes saltos con mucha ligereza y moviendo las espadas. Finalmente, uno pegó al otro, según parecía, y éste cayó con mucho artificio. Los paflagones gritaron. Y el que pegó, habiendo despojado al caído de sus armas, salió cantando a Sitalcas. Otros tracios sacaron al vencido como si estuviera muerto, por más que no le hubiese pasado nada. Después se levantaron unos enianos y magnetos que bailaron con sus armas la danza llamada «carpea». He aquí cómo hacen esta danza: uno de ellos, después de haber puesto en tierra junto a sí las armas, siembra y conduce el arado, volviéndose frecuentemente como si tuviera miedo; en esto avanza un bandido. Entonces el otro coge sus armas, le sale al encuentro y lucha con él delante del arado. Todo esto lo hacen al compás de un aire tocado en la flauta. Por fin el bandido ata al labrador y se lo lleva con el arado. Otras veces es el labrador quien lleva la mejor parte y, atándole al otro las manos atrás, le hace marchar uncido con los bueyes. Después de esto entró un misio con un escudo ligero en cada mano y se puso a bailar, unas veces como si tuviese que defenderse contra dos enemigos y otras manejando los escudos como contra uno solo; otras se ponía a girar sobre sí mismo y daba una voltereta sin soltar los escudos. Era un bello espectáculo. Acabó bailando la danza de los persas, golpeando un escudo contra otro; se ponía en cuclillas y se levantaba. Todo esto lo hacía al compás de la flauta. En seguida se levantaron algunos arcadios y, armados de sus más vistosas armas, marcharon a compás, según un aire guerrero que les tocaban las flautas, entonaron el peán y danzaron como en las procesiones de los dioses. Los paflagones se admiraron mucho de ver que todas estas danzas las hacían hombres armados. Y el misio, advirtiendo este asombro habló con un arcadio que tenía una esclava bailarina e introdujo a ésta vestida de la manera más vistosa y llevando en la mano un escudo ligero. La esclava bailó la pírrica con gran soltura. Hubo grandes aplausos, los paflagones preguntaron si también las mujeres combatían con ellos. Les respondieron que ellas eran las que habían rechazado del campamento al ejército del rey.
Al día siguiente fueron llevados ante el ejército reunido y los soldados acordaron que no harían daño a los paflagones si éstos no se lo hacían a ellos. Después de esto se marcharon los embajadores. Los griegos, juzgando que ya había barcos suficientes, se embarcaron y navegaron un día y una noche con viento favorable, teniendo a la izquierda la Paflagonia. Al día siguiente llegaron a Sinope y anclaron en Harmena, puerto de Sinope. Los sinopenses habitan en la Paflagonia y son colonia de Mileto. Enviaron a los griegos en señal de hospitalidad tres mil medimnos de harina de cebada y mil quinientos jarros de vino.
Allí llegó Quirísofo con un trirreme. Los soldados esperaban que les trajese algo, pero él nada les llevó. Sólo dijo que Anaxibio, el jefe de la escuadra, lo mismo que los otros, elogiaban al ejército, y que Anaxibio les prometía una soldada si salían del Ponto. En Harmena permanecieron los soldados cinco días.
Como ya veían estar cerca de Grecia, pensaban más que nunca en la manera de llegar a sus casas con alguna cosa, y creían que, si eligiesen un solo jefe, éste podría dirigir el ejército lo mismo de día que de noche, mejor que habiendo muchos jefes. Si era preciso hacer algo en secreto sería más fácil tenerlo así oculto, y si había que adelantarse al enemigo habría menos peligro de quedarse retrasado. Porque no habría necesidad de conferencias entre los varios jefes sino de poner en práctica lo que uno solo decidiera. Hasta entonces los generales no habían hecho más que lo acordado por mayoría de votos.
Con este pensamiento pusieron los ojos en Jenofonte. Los capitanes fueron a verle y le dijeron que así pensaba el ejército, y todos con señales de afecto procuraban persuadirle a que aceptase el mando. Jenofonte, por una parte, también lo quería; pensando que así quedaría más honrado ante sus amigos y que su nombre llegaría con más gloria a su ciudad. Y acaso también podría hacer algún bien al ejército. Estas consideraciones lo llevaban a desear ser jefe absoluto del ejército. Pero cuando pensaba que el porvenir es incierto para todos los hombres y que corría el peligro de perder en este cargo la gloria adquirida, dudaba.
En estas dudas le pareció mejor consultar con los dioses. Y llevando a los altares dos víctimas las sacrificó a Zeus rey, que le había sido designado por el oráculo de Delfos. Creía, además, que este dios era quien le había enviado el sueño que vio cuando había empezado a tomar parte en los cuidados del ejército. Recordaba también que a su partida de Éfeso, para ser recomendado a Ciro, había oído a su derecha el grito de un águila, si bien ésta se hallaba posada en tierra. Y el adivino que le acompañaba habíale dicho que era augurio de una gloria grande y no vulgar, aunque penosa. Porque las aves atacan a las águilas cuando están en tierra. Tampoco era augurio de riqueza, pues el águila coge sus presas más bien volando. Hizo, pues, el sacrificio, y el dios le mostró claramente que no debía solicitar el mando ni aceptarlo si para él lo elegían. Así ocurrió esto.
El ejército se reunió y todos decían que era preciso elegir un jefe, y tomando este acuerdo proponían a Jenofonte. Como parecía evidente que lo elegirían si se llegaba a la votación, él se levantó y dijo lo siguiente:
«Yo, soldados, me siento halagado por el honor que me hacéis, puesto que soy hombre; os lo agradezco y ruego a los dioses me den ocasión de haceros algún beneficio. Pero al elegirme a mí jefe, habiendo aquí un lacedemonio, no creo que os convenga, pues ello sería motivo de que obtuvieseis más difícilmente lo que necesitáis de los lacedemonios; en cuanto a mí, creo que esto no me ofrece seguridad ninguna. Veo que no cesaron de hacer guerra a mi patria hasta que obligaron a toda la ciudad a reconocer la supremacía de los lacedemonios. Una vez reconocido esto, cesaron de hacer la guerra, y no continuaron el sitio de la ciudad. Habiendo visto esto, si en algo que de mí dependiera pareciese yo ir contra la autoridad de los lacedemonios, me temo que muy pronto sería castigado. En cuanto a lo que pensáis que con un solo jefe habría menos sediciones que con muchos, estad seguros que si elegís a otro no hallaréis que yo sea el sedicioso; pienso que en la guerra el que conspira contra su jefe conspira contra su propia salvación; mientras que si me elegís a mí no me maravillaría que encontraseis alguno irritado contra vosotros y contra mí.»
Cuando hubo dicho esto fueron muchos más los que se levantaron diciendo que debía ser jefe. Y Agasias, de Estinfalia, dijo que resultaría ridículo que las cosas fuesen de ese modo: «¿Es que los lacedemonios se indignarán también si en un banquete se elige presidente a uno que no sea lacedemonio? Porque, si es así —dijo—, no podríamos nosotros ni ser capitanes, según parece, porque somos arcadios.» Entonces dieron gritos de que Aga-sias decía bien.
Y Jenofonte, viendo que era preciso insistir, se adelantó y dijo: «Pues bien, compañeros, para no ocultaros nada, os juro por todos los dioses y todas las diosas que yo, presintiendo vuestra decisión, ofrecí un sacrificio para saber si sería conveniente para vosotros confiarme a mí este mando y a mí el aceptarlo. Y los dioses me han dado tales señales, que el más ignorante hubiese podido reconocer que debo apartarme de este poder absoluto.»
Eligieron, pues, a Quirísofo. Quirísofo, una vez elegido, se adelantó y dijo: «Sabed, soldados, que yo también me hubiese conformado si hubierais elegido a otro. En cuanto a Jenofonte, le habéis favorecido no eligiéndole. Ya Dexipo le ha calumniado cuanto pudo delante de Anaxibio; aunque yo procuraba cerrarle la boca. Ha dicho que, a su parecer, Jenofonte preferiría mandar el ejército de Clearco en compañía de Timasión, de Dárdania, a mandarlo con él mismo siendo lacedemonio. Pero, puesto que me habéis elegido a mí, yo procuraré haceros todo el bien que pueda. Vosotros preparaos para que mañana levemos anclas, si hace buen tiempo. Iremos a He-raclea, y es preciso que todos procuren llegar allí. Una vez en Heraclea decidiremos sobre lo demás.»


II

Desde allí, levando anclas al día siguiente, navegaron con viento favorable durante dos días a lo largo de la costa. Y al cabo de este viaje[1] llegaron a Heraclea, ciudad griega, colonia de Mégara, situada en el país de los mariandinos. Y fondearon junto al Quersoneso del Aqueronte, donde, según se dice, bajó Heracles contra el perro Cerbero por un antro que todavía ahora se muestra allí como señal de la bajada y que tiene más de dos estadios de profundidad. Allí enviaron los heracleotas, como presente de hospitalidad, tres mil medimnos de harina de cebada, dos mil jarros de vino, veinte bueyes y cien ovejas. Por la llanura corre allí el río llamado Licos, de unos dos pletros de anchura.
Los soldados se reunieron y deliberaron sobre el resto de la marcha, si es que iban a salir del Ponto por tierra o por mar. Licón, de Acaya, se levantó y dijo: «Me maravilla, soldados, que los generales no procuren suministrarnos víveres. Los presentes de hospitalidad no dan alimento al ejército ni para tres días. Y adónde iremos a buscar víveres no lo sabemos. Creo, pues, que debemos pedir a los heracleotas por lo menos tres mil cicicenos.» Otro dijo que debían ser por lo menos diez mil; que era preciso elegir diputados inmediatamente «y, mientras nosotros permanecemos aquí, enviarlos a la ciudad, y con la respuesta que nos traigan deliberaremos». Entonces propusieron como diputados primero a Quirísofo, porque había sido elegido jefe, y algunos mencionaron a Jenofonte. Pero ellos se negaron con energía. Tanto el uno como el otro pensaron que no se debía exigir nada a una ciudad griega y amiga, sino aceptar lo que sus habitantes de buen grado quisieran dar. Como ellos no se mostraban dispuestos, enviaron a Licón, de Acaya; a Calímaco, de Parrasia, y a Agasias, de Estinfalia. Llegados a Heraclea, éstos dijeron lo que se había acordado; también se dijo que Licón había amenazado si no accedían a las demandas. Después de haberles escuchado, los heracleotas dijeron que iban a deliberar. E inmediatamente metieron dentro todo lo que tenían en el campo, aprovisionaron la ciudad, cerraron sus puertas y se presentaron en armas sobre las murallas.
Entonces los autores de estos contratiempos se pusieron a culpar a los generales de que el asunto hubiese fracasado. Los arcadios y los aqueos se reunieron aparte. A la cabeza estaban principalmente Calímaco, de Parrasia, y Licón el arcadio. Decían que era vergonzoso para ellos que un ateniense, el cual no había traído tropas al ejército y un lacedemonio mandasen a los peloponenses; que sobre ellos caía todo el trabajo, mientras otros se levantaban la ganancia, aunque a ellos se debía el haberse salvado. Los arcadios y los aqueos lo habían hecho todo; el resto del ejército no representaba nada. —Y era verdad que arcadios y aqueos eran más de la mitad del ejército—. Si sabían, pues, manejar sus intereses, debían reunirse, elegir sus generales, marchar aparte y coger lo que pudieran. Acordaron esto. Y todos los arcadios y aqueos que había en el ejército abandonaron a Quirísofo y a Jenofonte y se reunieron entre sí. Eligieron diez generales y acordaron que éstos decidieran lo que hubiese que hacer por mayoría de votos. Así perdió el mando Quirísofo a los dieciséis días de ser elegido.
Jenofonte quería continuar la marcha con los que habían quedado, pensando que esto sería más seguro que marchar cada uno por su lado. Pero Neón le aconsejó que marchase solo, pues había oído a Quirísofo que Cleandro, el hermosta de Bizancio, pensaba venir con tres trirremes al puerto de Calpe. Neón daba este consejo a fin de que nadie pudiese utilizar los barcos y ellos solos se embarcasen con sus soldados. Quirísofo, desanimado por estos sucesos y lleno de odio por ellos contra el ejército, dejó su decisión que hiciese lo que quisiera. Y Jenofonte se inclinaba a embarcarse solo abandonando el ejército, pero habiendo hecho un sacrificio a Heracles Conductor, a fin de saber si sería mejor y más ventajoso continuar la expedición con los soldados que le quedaban o marcharse solo, el dios le manifestó en las víctimas que debía permanecer con sus soldados. Así, pues, el ejército quedó dividido en tres partes; uno formado por los arcadios y los aqueos, más de cuatro mil quinientos hombres, todos hoplitas; otro, con Quirísofo, de mil cuatrocientos hoplitas y hasta setecientos peltastas, los tracios de Clearco; y otro, con Jenofonte, de mil setecientos hoplitas y trescientos peltastas; este último era el único que tenía caballería, unos cuarenta caballos.
Los arcadios consiguieron que los heracleotas les dieran barcos y se hicieron a la mar los primeros para caer de improviso sobre los bitinios y coger lo más posible. Desembarcaron en el puerto de Calpe. Quirísofo partió inmediatamente de Heraclea y marchó por el interior del país. Pero cuando llegó a Tracia continuó su camino a lo largo del mar; ya entonces estaba enfermo. Jenofonte cogió unos barcos, desembarcó en los límites de la Tracia y del territorio de Heraclea y se internó por aquellas tierras.


III[2]

He aquí lo que hizo cada uno de estos cuerpos. Los arcadios, desembarcados de noche en el puerto de Calpe, marcharon hacia las primeras aldeas, a unos treinta estadios del mar. Al amanecer, cada general condujo su compañía contra una aldea; si alguna parecía más fuerte, los generales llevaban contra ella dos compañías. Y convinieron también en que se reuniesen en una colina. Como habían caído sobre el país repentinamente, hicieron muchos prisioneros y cogieron mucho ganado. Pero los tracios que habían podido huir se reunieron. Como iban armados a la ligera, muchos pudieron escapar de entre las manos de los hoplitas griegos. Una vez reunidos, atacaron primero a la compañía de Esmicrete, uno de los generales de los arcadios, cuando ya se retiraba con mucho botín al lugar señalado. Los griegos continuaron algún tiempo su marcha combatiendo; pero en el paso de un barranco fueron desbaratados, muriendo el mismo Esmicrete y todos los demás. De otra compañía mandada por Hegesandro sólo quedaron ocho. Hegesandro se salvó.
Las demás compañías se fueron reuniendo con más o menos dificultad. Los tracios, obtenido este éxito, se pusieron a gritar los unos a los otros y se reunieron en un fuerte número durante la noche. Y al rayar el día se formaron en círculo alrededor de la colina donde los griegos estaban acampados. Eran muchos los jinetes y los infantes armados a la ligera. Y continuamente crecía su número y atacaban impunemente a los hoplitas. Porque los griegos no tenían ni arqueros, ni soldados que disparasen jabalinas, ni caballería. Ellos se adelantaban corriendo o galopando y disparando sus dardos. Y cuando se les iba detrás escapaban fácilmente; atacaban por uno y otro lado y herían a muchos enemigos sin tener ellos ningún herido. De suerte que los griegos no podían moverse de su puesto y, finalmente, los tracios los separaron de la aguada. En este apuro entraron en tratos para una tregua; pero, aunque en todo lo demás había acuerdo, los tracios se negaron a conceder los rehenes que les pedían los griegos, y el trato quedó en suspenso. Tal era la situación de los arcadios.
Mientras tanto Quirísofo, marchando con toda seguridad a lo largo del mar, llegaba al puerto de Calpe.
Jenofonte, por su parte, atravesaba el interior del país, y su caballería, que marchaba delante, encontró unos ancianos que iban en camino. Llevados a presencia de Jenofonte, éste les preguntó si tenían noticia de algún otro ejército griego. Ellos le refirieron todo lo ocurrido, que en aquel momento estaban sitiados en una colina y que los tracios todos los tenían cercados. Entonces Jenofonte puso a estos hombres bajo una estrecha vigilancia para que sirviesen de guía adonde fuese preciso ir. Y, estableciendo centinelas, reunió a los soldados y les dijo: «Soldados: de los arcadios, unos han muerto y otros están sitiados en una colina. Creo que si éstos perecen tampoco habrá salvación alguna para nosotros, con unos enemigos tan numerosos y tan envalentonados. Lo primero para nosotros es socorrer a esos hombres para que, salvos ellos, combatamos todos juntos y no que solos nosotros tengamos que afrontar los peligros. Nosotros no podríamos escapar de aquí a ninguna parte. Hay demasiada distancia para retirarse a Heraclea, demasiada para llegar a Crisópolis, y los enemigos están cerca. El camino más corto sería hasta el puerto de Calpe, donde podemos conjeturar que está Quirísofo. Pero allí no hay barcos donde podamos embarcarnos, y si nos quedamos no tenemos víveres ni para un solo día. Si perecen los sitiados es mucho más difícil que venzamos los peligros nosotros y los de Quirísofo, y salvados y reunidos todos en un punto podemos luchar juntos por nuestra salvación. Es preciso, pues, marchar con el convencimiento firme de que ahora es preciso o morir gloriosamente, o hacer la más bella obra salvando a tantos griegos. Y seguramente el dios lo ha hecho así porque quiere humillar el orgullo de los presuntuosos y ponernos sobre ellos a nosotros, que principiamos invocando a los dioses. Es preciso, pues, que sigáis a vuestros jefes y pongáis el mayor cuidado. Ahora, pues, avanzaremos sin detenernos hasta que nos parezca llegada la hora de comer. Mientras marchamos, Timasión irá adelante con la caballería en descubierta, sin perdernos de vista para que no haya sorpresas».[3]
Diciendo esto rompió la marcha a la cabeza de las tropas. Al mismo tiempo envió los más ágiles de los gimnetas a los flancos y sobre las alturas para que avisasen si sabían algo. Les mandó a los demás que incendiasen todo lo que podía ser quemado. Y, la caballería, dispersándose por todo el terreno llano, iba también quemando todo cuanto podía arder. Y si algo quedaba, el grueso del ejército le prendía fuego. De suerte que toda la comarca parecía una hoguera y el ejército mucho mayor. Llegada la hora, subieron a una colina y acamparon en ella. Desde allí vieron los fuegos de los enemigos, a la distancia de unos cuarenta estadios, y ellos encendieron también el mayor número de hogueras que pudieron. Apenas hubieron comido se dio orden de que se apagasen todas las hogueras. Y por la noche, poniendo centinelas, se entregaron al descanso. Al rayar el día, hechas las oraciones a los dioses, se pusieron en marcha con toda la rapidez posible, formados en batalla. Timasión y los jinetes, que iban delante con los guías, llegaron sin darse cuenta a la colina donde habían estado sitiados los griegos. Pero no vieron ni amigos ni enemigos, sino tan sólo algunas viejas, unos viejos y algunos bueyes y ovejas abandonados. Al principio se maravillaron qué podía ser lo ocurrido. Pero después supieron por los que ahí estaban que los tracios se habían retirado por la tarde y que los griegos también se habían marchado; dónde, no lo sabían.
Al oír esto, Jenofonte dispuso que comiera el ejército, e inmediatamente plegaron los bagajes y se pusieron en marcha para reunirse cuanto antes a los otros en el puerto Calpe. Por el camino encontraron las huellas de los arcadios y los aqueos en el camino que conducía a este punto. Cuando llegaron a él se vieron los unos a los otros con alegría y se abrazaron como hermanos. Los arcadios preguntaron a los de Jenofonte por qué habían apagado las hogueras. «Nosotros —dijeron— creíamos primero, al no ver ya las hogueras, que atacaríais a los enemigos aquella misma noche; y éstos también, temiendo esto, según presumimos, se retiraron, pues casi al mismo tiempo se fueron. Como no llegabais y el tiempo pasaba, creímos que al saber nuestra situación habíais escapado temerosos hacia el mar. Y decidimos no quedarnos atrás de vosotros. Así, pues, hemos venido aquí también nosotros.»


IV

Todo aquel día permanecieron al aire libre a orillas del mar, junto al puerto. Este lugar, que se llama puerto de Calpe, está en la Tracia asiática; esta Tracia, que comienza en la boca del Euxino y se extiende hasta Heraclea, está a la derecha de los que entran en el Ponto. De Bizancio a Heraclea hay un día largo de navegación para un trirreme que navegue a remo. En el intervalo no se encuentra ninguna otra ciudad, ni amiga, ni griega, sino solamente los tracios bitinios. Según se dice, tratan con crueldad a los griegos que de uno u otro modo caen en sus manos. El puerto de Calpe está a mitad de camino para los que navegan de Heraclea a Bizancio. Es un promontorio que avanza dentro del mar; la parte que da al mar es una peña tajada, cuya más pequeña altura no es inferior a veinte brazas; el istmo que une este promontorio al mar tiene a lo más cuatro pletros de ancho; pero en el espacio comprendido entre el mar y este paso podrían habitar diez mil hombres. El puerto está bajo la misma roca y su ribera mira a Occidente. Junto al mar corre una fuente de agua dulce muy abundante, dominada por la roca. Hay también en la costa muchos árboles de diferentes especies y en gran abundancia de las que se emplean en la construcción de navíos. La montaña del promontorio se extiende por el interior del país hasta unos veinte estadios; esta montaña es de tierra, sin mezcla de piedras, y a lo largo de la costa, en una extensión de más de veinte estadios, está cubierta de espesos bosques, con grandes árboles de toda especie. El resto del país es hermoso y extenso, y hay en él muchas aldeas muy pobladas, pues la tierra produce cebada, trigo; legumbres de toda clase, mijo, ajonjolí, higos en buena cantidad y muchas viñas que producen buen vino; todo, en fin, excepto el olivo.
Tal era la comarca. Los soldados tenían sus tiendas en la playa, junto al mar, pues no querían acampar en un sitio donde se pudiese establecer un pueblo. Y creían que el haber llegado a tal sitio había sido añagaza de algunos que tenían intención de fundar una ciudad. En su mayor parte los soldados no habían embarcado para este servicio mercenario por falta de vida, sino por haber oído ha-blar del carácter de Ciro. Y algunos de ellos habían venido a la cabeza de soldados; otros habían gastado dinero encima. Unos habían escapado de casa de sus padres y sus madres; otros habían abandonado a sus hijos con la esperanza de ganarles una fortuna, sabiendo que otros obtuvieron junto a Ciro muchas buenas cosas. Tales hombres deseaban, naturalmente, volver a Grecia sanos y salvos.
Al día siguiente de aquel en que se habían reunido, Jenofonte hizo un sacrificio para una expedición; era preciso salir a buscar víveres; pensaba, además, en dar sepultura a los muertos. Como las señales de las víctimas resultasen favorables, los arcadios mismos le siguieron y enterraron la mayor parte de los muertos, cada uno en el sitio donde había caído, pues los cadáveres eran de cinco días y no se podía ya transportarlos. A algunos que recogieron sobre los caminos los enterraron de la manera más honrosa que permitían las circunstancias. A los que no pudieron encontrar les levantaron un cenotafio en el que pusieron coronas. Hecho esto, se retiraron al campamento, donde comieron y se acostaron. Al día siguiente se reunieron todos los soldados, movidos principalmente por Agasias, de Estinfalia; Hierónimo, de Elea, ambos capitanes, y los de más edad de los arcadios. Y se tomó el acuerdo que si a alguno en lo sucesivo se le ocurriese dividir en dos al ejército fuese condenado a muerte; que el ejército saldría de allí en el mismo orden de antes, y volverían a mandar los antiguos jefes. Quirísofo había muerto ya entonces a consecuencia de un remedio que había tomado estando con fiebre. Fue reemplazado por Neón, de Asina.
Después de esto se levantó Jenofonte y dijo: «Soldados: es evidente que hemos de continuar el camino por tierra puesto que no tenemos barcos. Y es forzoso partir porque carecemos de víveres para quedarnos. Nosotros vamos a hacer un sacrificio; vosotros, por vuestra parte, debéis prepararos a combatir con más energía que nunca, pues los enemigos están envalentonados.» En seguida sacrificaron los generales en presencia del adivino Arexión, de Arcadia, pues Silano, de Ambracia, había huido de Heraclea fletando un barco. Este sacrificio hecho para la partida no dio presagios favorables. No se movieron pues, durante este día. Y algunos tuvieron la audacia de decir que Jenofonte, queriendo fundar una ciudad en aquel punto, había persuadido al adivino a que dijese no ser las víctimas favorables a la marcha. Entonces Jenofonte hizo publicar por un heraldo que quien quisiese podría asistir al día siguiente al sacrificio, y dio orden de que asistiese todo adivino que en el ejército se encontrase. Hecho esto, sacrificó delante de numerosos testigos. Y sacrificando hasta tres víctimas para la partida, las señales no resultaron favorables. Los soldados se contristaron con ello, pues ya habían consumido los víveres que trajeron y no había posibilidades de comprarlos en ninguna parte.
Después de esto se reunieron, y Jenofonte dijo de nuevo: «Soldados: como veis, no resultan presagios favorables para la marcha. Por otra parte, veo que carecéis de víveres. Me parece, pues, forzoso continuar haciendo sacrificios con este mismo objeto.» Levantándose uno, dijo: «Y es natural que no nos resulten las señales. Según he oído a uno que vino ayer en un barco, Cleandro el hermosta de Bizancio, piensa venir con barcos de transporte y trirremes.» Entonces todos decidieron quedarse; pero era forzoso salir a buscar víveres. Con este objeto se sacrificaron hasta tres víctimas, pero no resultaron las señales. Y los soldados iban a la tienda de Jenofonte y le decían que no tenían víveres. Él les contestaba que no estaba dispuesto a sacarlos si no resultaban favorables las señales.
Al día siguiente se hicieron de nuevo sacrificios, y casi todo el ejército, por importarle a todos, estaba alrededor del altar. Pero las víctimas fallaron. Los generales no sacaron al ejército, pero convocaron a una asamblea. Y dijo Jenofonte: «Acaso los enemigos estarán reunidos y será preciso combatir. Si dejáramos puestos nuestros bagajes en este lugar fortificado y marchásemos preparados al combate, acaso las señales de las víctimas no serían favorables.» Al oír esto los soldados gritaron que no había que llevar nada a aquel sitio, sino hacer sacrificios cuanto antes. No quedaba ya ganado menor; compraron un buey que conducía una carreta y lo sacrificaron. Jenofonte recomendó a Cleanor, de Arcadia, que tuviese cuidado si aparecía algo favorable. Pero tampoco fueron propicias las señales.
Neón había sido nombrado general en reemplazo de Quirísofo. Viendo la extremada necesidad en que se ha-llaban los hombres y queriendo serles agradable, instruido por un heracleota a quien había encontrado y que, según le dijo, conocía unas aldeas en donde podrían cogerse víveres, hizo pregonar por un heraldo que él estaba dispuesto a conducir a todos quienes quisiesen ir en busca de víveres. Y salieron del campamento con jabalinas, odres y sacos y otras vasijas como unos dos mil hombres. Pero, llegados a las aldeas y habiéndose dispersado en busca de botín, cae sobre ellos, primero, la caballería de Farnabazo, que había venido en auxilio de los bitinios con intención de impedir, unida a éstos, el paso de los griegos a Frigia. Estos jinetes mataron no menos de quinientos griegos; los demás huyeron a la montaña. En seguida uno de los fugitivos anunció en el campamento lo ocurrido. Y Jenofonte, como no resultaban aquel día las señales, cogió un buey que estaba uncido a un carro, pues no quedaban otras víctimas, y después de sacrificarlo fue en socorro de los griegos con todos los soldados menores de treinta años. Recogieron el resto de la tropa y volvieron al campamento. Al ponerse el sol, los griegos, muy desalentados, estaban comiendo, cuando de repente, a través de la maleza, unos bitinios cayeron sobre los centinelas, matando a unos y persiguiendo a otros hasta el campamento. Prodújose un gran alboroto y todos los griegos corrían a las armas. Perseguir al enemigo y levantar el campamento siendo de noche no pareció seguro, porque el país estaba cubierto de matorrales. Pero pasaron la noche en armas después de haber puesto centinelas suficientes.


V

Así pasaron la noche; al rayar el día los generales condujeron al ejército a la posición fuerte de la altura; los soldados siguieron con armas y bagajes. Antes de la hora del almuerzo abrieron un foso en el punto que daba acceso a la posición y levantaron todo a lo largo una empalizada, dejando solamente tres puertas. Y llegó de Heraclea un barco con harina de cebada, ganado y vino.
Jenofonte se levantó temprano e hizo sacrificios para la salida; a la primera víctima las señales resultaron favorables. Cuando terminaba el sacrificio el adivino Arexión, de Parrasia, vio un águila de buen augurio y exhortó a Jenofonte a que rompiese la marcha. Y pasando el foso pusieron en tierra las armas e hicieron pregonar por los heraldos que después de haber comido salieran los soldados con sus armas, pero quedándose los esclavos y la muchedumbre de los no combatientes. Todos salieron, pues, excepto Neón, al cual pareció conveniente dejar la guardia de los que quedaban en el campamento. Pero cuando los capitanes y los soldados los hubieron abandonado, los hombres de Neón, avergonzados de no seguir a los otros que marchaban, no dejaron allí más que a los mayores de cuarenta y cinco años. Estos sólo se quedaron; los demás se pusieron en marcha.
Antes de haber andado quince estadios se encontraron con cadáveres. Y poniendo de frente toda la línea a la altura de los primeros encontrados, enterraron a todos los que estaban dentro de la línea. Enterrados los primeros, continuaron marchando y haciendo la misma maniobra hasta enterrar a todos los que fue encontrando el ejército. Cuando llegaron al camino que salía de las aldeas, donde había cadáveres a montones, los llevaron todos a un sitio y los enterraron.
Un poco después de mediodía, cuando el ejército ha-bía ya rebasado las aldeas, se pusieron a coger lo que cada cual veía dentro de la falange, y de repente vieron a los enemigos que subían a unas colinas situadas enfrente, formados en línea de batalla, con muchos jinetes e infantes; pues Espitrídates y Ratines habían sido enviados con fuerzas por Tiríbazo. Cuando vieron a los griegos se pararon a una distancia como de quince estadios. En seguida Arexión, adivino de los griegos, hizo un sacrificio y las entrañas de la primera víctima resultaron favorables. Entonces dice Jenofonte: «Me parece, generales, que debemos dejar fuera de la falange algunas compañías de reserva para que puedan acudir en socorro donde sea preciso, y que el enemigo, puesto en desorden, se encuentre con tropas frescas y bien formadas.» A todos les pareció bien esto. «Vosotros, pues —dijo—, llevad las tropas contra el enemigo; no permanezcamos quietos, puesto que vemos a nuestros contrarios y ellos nos ven a nosotros. Yo, por mi parte, conduciré las últimas compañías repartiéndolas como habéis decidido.»
Sin perder momento ellos se pusieron en marcha lentamente con sus tropas. Jenofonte, tomando las tres últimas filas, de doscientos hombres cada una, formó con ellas tres columnas; a una la envió a la derecha, a distancia de un pletro de la falange; iba mandada por Samolas, de Acaya. Otra recibió orden de marchar detrás del centro; la mandaba Pirrias, de Arcadia. La tercera fue puesta a la izquierda bajo las órdenes de Frasias, de Atenas.
Así avanzaban cuando los que iban a la cabeza, llegados a una gran cañada difícil de atravesar, se pararon en la duda de si debían o no pasarla, llamando a los generales y capitanes al sitio donde estaban. Jenofonte se extrañó de qué podría detener la marcha, y oyendo en seguida la noticia picó espuelas a su caballo para llegar cuanto antes a las avanzadas. Cuando estuvieron todos reunidos, Soféneto, el de más edad entre los generales, dijo que no valía la pena deliberar sobre si debía atravesarse semejante cañada. Y Jenofonte, interviniendo vivamente, dijo: «Ya sabéis, compañeros, que nunca os he llevado sin necesidad a un peligro: bien veo que lo que necesitáis no es adquirir gloria mostrando vuestro valor, sino salvaros. Pero nuestra situación ahora es ésta: salir de aquí sin combate es imposible. Si nosotros no marchamos contra los enemigos, éstos nos seguirán cuando nos retiremos y caerán sobre nosotros. Considerad, pues, lo que es preferible: marchar contra esos hombres con las armas por delante o, echándolas a la espalda, vernos seguidos por ellos. Bien sabéis que el retirarse delante de los enemigos no es nada honroso y que, en cambio, la persecución da valor hasta a los más cobardes. Yo preferiría atacar con la mitad de tropas que retirarme con el doble. Y éstos, estoy seguro que ninguno de vosotros se figura que han de esperarnos si los atacamos; pero todos sabemos que si nos ven retirarnos se atreverán a perseguirnos. Y para unos hombres que van a combatir no es cosa digna de ser tomada esta difícil cañada, pasándola y dejándola atrás. A los enemigos yo quisiera que todos los caminos les pareciesen fáciles para retirarse; nosotros, en cambio, debemos aprender en este mismo sitio que nuestra salvación está sólo en la victoria. ¿Es que podremos atravesar el llano si no vencemos a la caballería? ¿Cómo volveremos a pasar las montañas si tantos peltastas nos persiguen? Me asombra que alguien considere este barranco más peligroso que tantos otros sitios atravesados por nosotros. ¡Y si conseguimos llegar al mar sanos y salvos, ésa sí será una cañada: el Ponto! Allí no encontraremos ni naves que nos transporten ni víveres para alimentarnos si nos quedamos. Y apenas hayamos llegado tendremos que salir en busca de víveres. Es, pues, preferible combatir ahora que hemos comido que no mañana en ayunas. Compañeros: las víctimas nos son favorables, los augurios propicios y las entrañas magníficas. Marchemos contra esos hombres; después de haber visto perfectamente a nuestro ejército, no deben ponerse a comer a su gusto ni plantar sus tiendas donde les parezca.»
Entonces los capitanes le dijeron que se pusiese a la cabeza, y nadie se opuso. Él, pues, los condujo después de haber dado orden de que avanzasen conservando el mismo puesto que tenían en la cañada; parecía que el ejército formado en columnas apretadas la atravesaría antes que si fuese desfilando por el puente que la cruzaba. Cuando hubieron pasado, Jenofonte, recorriendo la línea de la falange: «Soldados —dijo—, acordaos de todas las batallas que hemos ganado con la ayuda de los dioses y de la suerte de los que vuelven la espalda al enemigo; considerad, además, que estamos a la puertas de Grecia. Seguid a Heracles Conductor y animaos mutuamente por vuestros nombres. Es dulce decir y hacer ahora algo bello y atrevido que deje memoria de nosotros en quienes nos conocen.»
Esto decía Jenofonte galopando a lo largo de las tropas, al mismo tiempo que las conducía formadas en orden de batalla.
En los extremos de la línea fueron puestos los peltastas y en esta forma marcharon contra el enemigo. Se dio la orden de llevar la pica sobre el hombro derecho hasta que sonara la trompeta, y que entonces la pusiesen en posición de guardia, avanzando al paso sin que se lanzasen corriendo sobre el enemigo. En esto pasó el santo y seña: Zeus salvador y Heracles conductor. Los enemigos, creyendo buenas sus posiciones, esperaron a los griegos. Estos se fueron acercando, y los peltastas, antes de recibir orden ninguna, corrieron sobre el enemigo lanzando los gritos de guerra. Los enemigos les salieron al encuentro, la caballería y los infantes bitinios, y pusieron en fuga a los peltastas. Pero cuando la falange de los hoplitas avan-zó a paso ligero, cuando al sonar la trompeta los soldados entonaron el peán, lanzaron el grito de guerra y al mismo tiempo bajaron las picas, los enemigos no aguardaron el ataque y huyeron.
Timasión salió persiguiéndoles con los jinetes y mataron todos los que pudieron dado su corto número. De los enemigos, el ala izquierda, colocada frente a la caballería griega, quedó en seguida dispersada; pero la derecha, que no fue perseguida tan vivamente, se recogió en una colina. Los griegos, viéndolos detenidos allí, creyeron la cosa más fácil y menos peligrosa atacarlos inmediatamente, y cantando el peán se dirigieron contra ellos; pero los otros no los esperaron. Y los peltastas los persiguieron hasta que también esta ala izquierda quedó dispersa; pero murieron pocos de los bárbaros porque la presencia de su caballería, que era numerosa, mantuvo en respeto a los perseguidores.
Viendo los griegos que la caballería de Farnabazo se mantenía aún firme y que la de los bitinios se iba reuniendo a ella en una colina desde la cual contemplaban los sucesos, decidieron, aunque estaban cansados, atacarlos de cualquier modo para que no cobraran ánimos y se repusiesen en el descanso. Se formaron, pues, y avanzaron. Pero los jinetes enemigos huyeron por una pendiente rápida como si otra caballería hubiese venido persiguiéndoles; por fin, se metieron en una cañada desconocida de los griegos; pero éstos cesaron en su persecución y se volvieron, pues ya era tarde. Llegados al sitio donde ocurrió el primer encuentro, levantaron un trofeo y se retiraron hacia el mar; se hallaban como a sesenta estadios del campamento.


VI

Después de estos combates los enemigos se mantuvieron apartados, llevándose lo más lejos que podían sus familias y sus bienes. Por su parte, los griegos esperaban a Cleandro, que debía llegar con los trirremes y los buques de transporte. Mientras tanto, salían todos los días con acémilas y esclavos y se traían al campamento, sin ser inquietados, cebada, trigo, vino, legumbres, mijo e higos; de todo producía este país, excepto aceite de oliva. Cuando el ejército estaba en el campamento se permitía a los soldados salir en busca de botín, y en estas salidas cada uno se apoderaba de lo que podía. Pero cuando salía el ejército entero lo que cada uno cogía parte se consideraba como propiedad común. En el campamento reinaba ya una gran abundancia. De todas las ciudades griegas de por allí venían gentes a vender cosas, y los barcos que pasaban fondeaban allí gustosos, pues corría el rumor de que se fundaba una ciudad y había un puerto. Los enemigos mismos que habitaban en la vecindad mandaron emisarios a Jenofonte, que, según habían oído, era el fundador de la ciudad, preguntándole qué debían hacer para ser amigos. Y él los llevó ante los soldados.
En esto llega Cleandro con dos trirremes, pero sin ningún buque de transporte. Cuando llegó, el ejército se encontraba fuera; algunos se habían dispersado por la montaña en busca de botín y cogido mucho ganado menor. Pero, temiendo les fuese quitado, hablan a Dexipo, el que había huido de Trapezunte con un pentecontoro, y le suplican que les salve el botín, tomando él una parte y dejándoles el resto. Dexipo ahuyentó inmediatamente a los soldados que rodeaban el botín y decían que era propiedad de todos, y fue a decir a Cleandro que quería apoderarse del ganado. Cleandro mandó que llevasen a su presencia al culpable. Y Dexipo cogió a uno y fue a llevárselo; pero, encontrándose con él Agasias, le quitó el hombre de las manos, pues era uno de su compañía. Los demás soldados que se encontraban presentes se pusieron a tirar piedras a Dexipo, llamándole traidor. Llenos de miedo, muchos tripulantes de los trirremes huyeron hacia el mar y con ellos también Cleandro. Jenofonte y los otros generales contuvieron a los soldados y dijeron a Cleandro que no era nada, que la causa de aquel tumulto era un decreto del ejército. Pero Cleandro, excitado por Dexipo y molesto él mismo por haber tenido miedo, dijo que él iba a hacerse a la vela y que haría pregonar que ninguna ciudad los recibiese, considerándolos enemigos. Entonces todos los griegos obedecían a los lacedemonios.
La cosa pareció grave a los griegos y suplicaron a Cleandro que no hiciese aquello. Él dijo que no sería de otro modo si no se le entregaba al que había comenzado a tirar piedras y al que arrebató al hombre detenido. Este culpable que reclamaba Cleandro no era otro que Agasias, viejo amigo de Jenofonte, y que por ello mismo era acusado por Dexipo. Entonces, viendo lo apurado del caso, los jefes reunieron al ejército; algunos le daban poca importancia a Cleandro; pero Jenofonte, que no consideraba baladí el asunto, se levantó y dijo: «Soldados: no pienso que sea baladí el asunto si Cleandro se marcha en la disposición de espíritu que anuncia. Las ciudades griegas están cerca de nosotros y la Grecia entera está sometida a los lacedemonios. Y tal es su preponderancia que un lacedemonio puede hacer en las ciudades lo que se le ocurra. Y si este hombre nos cierra primero las puertas de Bizancio y después prohíbe a los demás harmostas que nos reciban en las ciudades por desobedientes a los lacedemonios e incumplidores de las leyes; si este concepto de nosotros llega, además, a oídos de Anaxibio, el almirante, difícil nos será tanto marcharnos por mar como permanecer aquí. En este momento son dueños lo mismo de la tierra que del mar. Por un hombre solo o por dos no debemos quedar nosotros los demás imposibilitados de llegar a Grecia, sino obedecer a lo que ellos nos manden; las ciudades mismas de donde somos les obedecen. Yo, por mi parte, puesto que, según he oído, Dexipo afirma ante Cleandro que Agasias no habría hecho esto si yo se lo hubiese mandado; yo, por mi parte, repito, os dejo libres de toda culpa a vosotros y a Agasias; si el mismo Agasias dice que yo soy el culpable de esto, y si he movido a alguien a tirar piedras o a cualquier otra violencia, me declaro culpable de la última pena y estoy dispuesto a sufrirla. Pero afirmo también que, si algún otro es acusado, debe ponerse asimismo en manos de Cleandro para que le juzgue. Así vosotros quedaréis libres de toda culpa. Tal como ahora están las cosas, sería triste que, esperando alcanzar en Grecia honor y gloria, en vez de esto no fuésemos siquiera considerados como los otros y quedásemos excluidos de las ciudades griegas.»
Después de esto levantóse Agasias y dijo: «Yo, compañeros, lo juro por los dioses y las diosas. No, Jenofonte no me ha dado el consejo de apoderarme del hombre, como tampoco ninguno de vosotros. Pero viendo a uno de mis bravos soldados conducido por Dexipo, que, como todos sabéis, nos ha hecho traición, me pareció la cosa demasiado fuerte; se lo arrebaté, lo confieso. Pero no me entreguéis vosotros. Yo mismo, como dice Jenofonte, me entregaré a la justicia de Cleandro para que haga de mí lo que quiera. Por este motivo no os pongáis en guerra con los lacedemonios; llegad sanos y salvos adonde cada uno quiera. Enviad solamente conmigo algunos elegidos entre vosotros, los cuales, si yo omito algo, hablen y obren por mí.»
Entonces el ejército le concedió que marchase, eligiendo a los que quisiera. Él eligió a los generales. En seguida se puso en marcha para ver a Cleandro, Agasias, los generales y el hombre que había sido arrebatado por Agasias. Y los generales dijeron: «El ejército nos ha enviado ante ti, Cleandro, y te invita a que, si nos consideras a todos culpables, juzgues por ti mismo y hagas lo que quieras; y si consideras culpables a uno, a dos o a varios, ellos están dispuestos a ponerse en tus manos para que los juzgues. Por consiguiente, si consideras culpable a alguno de nosotros, a tu disposición estamos. Si es algún otro dilo. Ninguno de los que quieran obedecernos tratará de ocultarse.» Entonces, adelantándose Agasias, dijo: «Yo soy, Cleandro, el que quitó a Dexipo este hom-bre cuando lo conducía; yo soy el que le excité a que pegase a Dexipo. Conozco a este hombre y sé que es un valiente. En cuanto a Dexipo sé que fue elegido por el ejército para que mandase el pentecontoro que pedimos a los trapezuntios y reuniera buques en los cuales salvarnos; este Dexipo se escapó, haciendo traición a los soldados con los cuales se había salvado. Por su culpa despojamos a los trapezuntios de su pentecontoro y quedamos ante ellos como hombres malos, y en lo que de él dependía nos ha hecho el mayor daño. Había oído decir, en efecto, como nosotros, que nos era imposible, yendo por tierra, atravesar los ríos y llegar sanos y salvos a Grecia. Este es el hombre a quien quité mi soldado. Si tú lo hubieses conducido o cualquier otro de los tuyos, y no uno de nuestros desertores, ten por seguro que yo no habría hecho nada de esto. Piensa, pues, que si tú ahora me das muerte, matarás a un hombre honrado a causa de un traidor y de un cobarde.»
Oído esto, Cleandro dijo que no aprobaba la conducta de Dexipo, si era tal como decían; pero añadió que, aunque Dexipo fuese un malvado, no por eso se le había de hacer violencia, sino someterlo a juicio, «como hacéis vosotros mismos ahora, y conseguir su castigo. Ahora retiraos y dejadme con este hombre, y cuando yo os llame vendréis a escuchar el juicio. No acuso ya ni al ejército ni a nadie, puesto que éste confiesa él mismo ser quien arrebató el soldado.» Este soldado dijo entonces: «Yo, Cleandro, ni pegué a nadie ni tiré piedras; sólo dije que el ganado era de todos. Porque los soldados habían decidido que cuando el ejército salía, si alguno cogía algo particularmente, lo cogido sería de todos. Esto dije, y por ello éste me cogió y me llevaba para que nadie se atreviese a hablar y él, tomando su parte, salvase el botín a los saqueadores contra lo convenido.» A esto dijo Cleandro: «Puesto que tú eres quien ha hecho esto, quédate para que deliberemos sobre ti.»
Después de esto Cleandro y los suyos se pusieron a comer. Jenofonte reunió el ejército y les aconsejó que enviasen diputados a Cleandro para pedirle el perdón de los prisioneros. Y decidieron enviar a los generales, a los capitanes, a Dracontio, de Esparta, y a todos aquellos que parecían más a propósito para que pidiesen a Cleandro por todos los medios que soltase a los dos hombres. Llegados a presencia del lacedemonio, Jenofonte dijo: «Tienes, Cleandro, en tus manos a dos hombres, y el ejército se abandona a ti para que hagas lo que quieras con ellos, lo mismo que con todos los demás. Y ahora te piden y suplican que les devuelvas los dos hombres y que ya no les des muerte, porque en otro tiempo han sufrido muchos trabajos por el ejército. Si obtienen de ti esto, te prometen, en cambio, si quieres ponerte a su frente y si los dioses se muestran propicios, que tendrás en ellos unos soldados disciplinados y valerosos que, obedientes a su jefe y con la ayuda de los dioses, no temen a sus enemigos. También te suplican que si vienes a nosotros y nos mandas, veas cómo se porta Dexipo y cómo cada uno de los demás, y le des a cada uno su merecido.» Al oír esto, Cleandro exclamó: «¡Por los dioses!, os voy a responder ahora mismo. Os devuelvo a los dos hombres y yo mismo iré a visitaros. Y si los dioses lo permiten os conduciré a Grecia. Estas palabras son muy distintas de lo que algunos me habían dicho de vosotros, que procurabais apartar al ejército de los lacedemonios.»
Entonces los emisarios se retiraron con los dos hombres, elogiando la conducta de Cleandro. Este hizo sacrificios para la partida y trataba a Jenofonte con la mayor amistad, y ambos se unieron entre sí con lazos de hospitalidad: Viendo cómo las tropas hacían lo mandado con toda disciplina, deseaba más vivamente ser su jefe. Como durante tres días los sacrificios no le resultaban favorables, llamó a los generales y les dijo: «Las víctimas no me consienten ponerme al frente de vosotros. Pero no os desaniméis por esto; a vosotros, según parece, está reservado el conducir a los soldados. Marchad, pues. Cuando lleguéis allá os recibiremos del mejor modo que podamos.»
Los soldados acordaron entonces darle todo el ganado, menos el de propiedad común. Él lo aceptó, se los devolvió de nuevo y se hizo a la vela. Los soldados vendieron el trigo y las demás cosas que habían cogido y se pusieron en marcha a través de la Bitinia. Como no encontraban nada siguiendo el camino derecho, y querían llegar al país amigo con algo, decidieron volver atrás durante un día y una noche. Hecho esto, cogieron muchos esclavos y ganado menor. Al cabo de seis días llegaron a Crisópolis, ciudad de Calcedonia, y allí permanecieron seis días vendiendo su botín.




[1] En las ediciones antiguas este trozo tiene un contexto que puede traducirse así: «y bordeando la costa vieron al cabo Jasón, donde, según se dice, fondeó la nave Argos, y las desembocaduras de varios ríos, primero la del Termodonte, después las de Iris y el Halis, y por último la del Partenio.» La edición Teubner que seguimos pone aparte, entre corchetes, estas líneas considerándolas una interposición.
[2] Las ediciones corrientes principian este capítulo con unas palabras que dicen así, traducidas: «Ya se ha dicho anteriormente cómo acabó el mando de Quirísofo y cómo quedó dividido el ejército de los griegos.»
[3] El discurso de Jenofonte se presenta en otras ediciones con un orden distinto. El adoptado aquí es el de la edición Teubner.

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