miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 18 La batalla de Mantinea (418)




Los espartanos tuvieron conocimiento de la amenaza que se cernía sobre Tegea a finales de agosto del año 418, y dieron aviso a sus aliados de Arcadia inmediatamente para que fueran a su encuentro. También solicitaron a sus aliados de Corinto, Beocia, de la Fócide y Lócride que se dirigieran a Mantinea tan rápido como les fuera posible; pero la capacidad de reacción de estas tropas era más bien incierta, porque la caída de Orcómeno había puesto en manos enemigas las rutas más transitables del sur. Para poder atravesarlas sin grandes riesgos, esos aliados del norte tendrían primero que reunirse, presumiblemente, en Corinto, para poder después intimidar mediante su fuerza numérica a cualquier oponente. Aun así, una vez llegadas las noticias de Esparta, el ejército del norte no podría alcanzar Mantinea en menos de doce o catorce días. Además, el discurso de Tucídides refleja que algunos consideraban improcedente el llamamiento, como los beocios y los corintios, que probablemente todavía estaban molestos por el resultado de su última incursión en el Peloponeso, por lo que una posible combinación de renuencia y resentimiento podría hacer retrasar su llegada.
AGIS MARCHA SOBRE TEGEA

En Mantinea, Agis esperaba encontrarse con un ejército enemigo de las mismas proporciones que aquél al que se había enfrentado en Argos: unos doce mil hombres. En esa ciudad, sus propias fuerzas habían sumado unos ocho mil efectivos, a los que ahora había que añadir algunos neodamodes; con el ejército tegeata al completo en su propia ciudad, el total del conjunto ascendería a diez mil hoplitas. Aun así, el contingente enemigo sería todavía mayor.
Además, se enfrentaba a otro problema: los espartanos habían acabado perdiendo la confianza en su persona. Había participado en la invasión del Ática al mando de los ejércitos por dos veces; en la primera, la incursión se vio truncada a causa de un terremoto; mientras que al año siguiente, el trigo ático, aún demasiado verde, no había servido para alimentar a los soldados, a lo que hubo que sumar grandes tormentas que aumentaron el malestar de la hambrienta tropa. Tras sólo dos semanas —la incursión más breve de la guerra—, las noticias de la fortificación de Pilos obligaron a Agis a conducir a sus tropas de vuelta a Esparta con las manos vacías después tantas molestias. Ninguna de las dos campañas le había conferido experiencia en el campo de batalla, y en las dos habían sufrido un grado inusual de mala fortuna. De la misma forma, la expedición del 418 a Argos tampoco había hecho crecer la popularidad del joven monarca. Al parecer, por dos veces tuvo que volver de la frontera por tener a los hados en su contra, y cuando finalmente pudo batir al enemigo, rodeado e inferior en número, no había querido hacerlo. Cualquier simpatía que hubiera podido cosechar por haber antepuesto la diplomacia al enfrentamiento se esfumó cuando los argivos y sus aliados tomaron Orcómeno. Las malas noticias que llegaron de Tegea sin duda debieron avivar el descontento espartano; sólo el hecho de que su otro gobernante, Plistoanacte, hubiera caído en el descrédito puede explicar que permitieran que Agis liderara sus ejércitos de nuevo; aun así, se tomó una medida humillante por lo inusual: Agis tenía que someterse a la guía de diez consejeros. Mantinea era la última oportunidad que tenía para probarse a sí mismo; el éxito traería la redención; la derrota significaría su desgracia.
Para llevar a cabo esta campaña, Agis se enfrentaba con un problema de estrategia delicado: debía llegar a Tegea lo más pronto posible para prevenir el alzamiento; pero, tras su llegada, tendría que esperar al contingente del norte una semana más como mínimo, y contener mientras tanto a un ejército mayor que el suyo. Cualquier otro dirigente espartano hubiera optado por permanecer dentro de las murallas de Tegea y rehusar la batalla hasta la aparición de los aliados; con esta acción se habría permitido que el enemigo saqueara los campos tegeatas, destruyera las cosechas y se aproximara a la ciudad para lanzar acusaciones de cobardía contra los espartanos y su comandante; pero Agis no podía permitirse ni la más pequeña insinuación relacionada con su miedo a lanzarse a la lucha. Al tener que combatir a un enemigo superior en número, se había visto obligado a correr el riesgo de llevarse a todo el ejército espartano; con ello había dejado Esparta sin protección en un momento en que los mesenios se pertrechaban en Pilos y amenazaban con promover una rebelión entre los ilotas.
Camino de Tegea, Agis recibió la buena noticia de que los eleos no se habían reunido con sus aliados en Mantinea. Los habitantes de esta ciudad querían atacar Tegea, población vecina y vieja enemiga, mientras que los eleos preferían ir en contra de Lépreo; los atenienses y los argivos, por su parte, reconocían la importancia estratégica de Tegea, y compartían el punto de vista de los mantineos. Los eleos se habían tomado la negativa como una ofensa, y decidieron retirar a sus tres mil hoplitas. Agis aprovechó las fisuras entre los miembros de la Alianza, e hizo regresar a una sexta parte de sus tropas para proteger Esparta. No obstante, incluso sin estos quinientos o setecientos hombres, sus ejércitos superaban al del enemigo con nueve mil efectivos del bando espartano por los ocho mil pertenecientes a la Liga de Argos.
UNA BATALLA FORZADA

Aunque el abandono de los eleos había resuelto en parte la difícil situación estratégica de Agis, éstos pronto se dieron cuenta de lo insensato de su retirada, y decidieron volver para engrosar las filas del ejército de la Liga de Argos; probablemente llegarían antes incluso de que los aliados septentrionales de Esparta alcanzaran la zona. La situación exigía que Agis forzara la batalla antes de que los eleos reaparecieran. Tras reunirse con sus aliados en Tegea, marchó hacia el santuario de Heracles (el Heracleo), a poco más de dos kilómetros de la ciudad de Mantinea en dirección sudeste (Véase mapa[40a]). La llanura elevada donde se situaban las antiguas ciudades de Tegea y Mantinea se encuentra rodeada por montañas de una altitud de unos setecientos metros. En su parte más larga, de norte a sur, el altiplano tiene una extensión de unos treinta kilómetros, y en la más ancha, de este a oeste, alcanza los diecisiete. La llanura va en descenso de sur a norte, y Mantinea está emplazada a unos treinta metros por debajo de Tegea, a unos dieciséis kilómetros.
A un poco menos de cinco kilómetros al sur de Mantinea, la llanura se estrecha de nuevo hasta formar un desfiladero de unos tres kilómetros de anchura entre dos altos, el Miticas al oeste y el Kapnistra en el este. La frontera entre estas dos ciudades-estado probablemente estaba allí o un poco más al sur. No lejos de Tegea, el Zanovistas, como se conoce en la actualidad a este río, nace y discurre hacia el norte hasta desaparecer bajo tierra en los límites occidentales de la llanura de Mantinea, al norte del Miticas. Otra corriente, la del Sarandapótamos, pasa por Tegea en su camino hacia el norte, hace una curva brusca hacia el este a través de una garganta y concluye desaguando en tres sumideros, cerca de la moderna población de Versova, todavía en territorio tegeata. Mantinea tenía dos salidas al sur, una se dirigía al sudoeste hasta Palantio, y la otra, situada cerca del confín este del desfiladero, iba hacia el sur, hasta Tegea. Al este de Mantinea, se hallaba una montaña que los antiguos conocían como el Alesio. El camino de Tegea pasaba por allí, y donde las montañas se convertían en una llanura se alzaba el templo de Poseidón Hipios. Al sur del monte Alesio, existía en la época un bosque de robles, llamado el Pélagos, que llegaba casi hasta Kapnistra y Miticas. El camino de Tegea atravesaba el bosque, mientras que la ruta de Palantio lo bordeaba por el oeste. El santuario de Heracles, lugar donde acamparon los espartanos, estaba emplazado en la parte oriental de la llanura, al sur del monte Alesio.
Agis dio comienzo a la ofensiva y devastó los campos del enemigo para forzar su defensa en campo abierto, pero los espartanos habían llegado con la estación recolectora demasiado avanzada como para que esta táctica ejerciera su habitual presión. El grano de Mantinea se había recogido a finales de junio y julio, por lo que las cosechas, y todo aquello de valor que pudiese transportarse, ya se habían puesto a buen recaudo. Entretanto, los miembros de la coalición argiva habían ocupado una buena posición defensiva en las estribaciones del Alesio, «abrupta y de difícil acceso» (V, 61, 1). Por ahora, habían pedido a los eleos que se uniesen de nuevo a los aliados, y éstos ya venían de camino; los refuerzos atenienses también estaban cerca, un factor del que posiblemente eran conscientes los generales de la Liga de Argos. Cuando llegasen, los argivos dispondrían de superioridad numérica y podrían escoger el momento de iniciar la batalla, siempre y cuando ésta tuviera lugar antes de que arribaran los aliados espartanos del norte. Hasta la llegada de los refuerzos atenienses, los de Argos no tenían motivos para buscar el combate, a no ser que Agis fuera tan insensato como para ir en su contra.
Y eso fue exactamente lo que intentó hacer el monarca: que sus hombres subieran al Alesio. Era un acto irresponsable, fruto de un hombre desesperado, porque cualquier ataque colina arriba contra una falange de hoplitas estaba condenado de antemano, incluso contando con una ventaja numérica. Los espartanos se acercaban «a tiro de las piedras y las jabalinas», cuando repentinamente el avance quedó interrumpido. «Uno de los ancianos», al evaluar lo imposible de la situación, le gritó a Agis que lo que planeaba hacer «sería tapar un mal con otro mucho peor» (V, 65, 2). El anciano pudo ser uno de los symbouloi (consejeros), que alcanzó a ver que el joven rey trataba de borrar con su actuación el mal recuerdo de su comportamiento en Argos. Agis tomó en consideración la advertencia y dirigió una rápida retirada sin llegar a entrar en contacto con el enemigo, aunque sólo la falta de disposición de los aliados para perseguirlos evitó un desastre mayor.
En esos momentos, Agis tenía que sentirse más desesperado que nunca, porque quedaba patente que el ejército enemigo no abandonaría su posición elevada hasta que no se les uniesen los refuerzos. Así pues, al comprender que tendría que hacer frente a una batalla adversa en el momento y lugar elegidos por el enemigo, solicitó que los hombres que había enviado de regreso a Esparta volvieran de nuevo a Tegea. Para poder aumentar sus posibilidades, debería correr el riesgo de dejar a Esparta sin protección durante algunos días.
Mientras el rey Plistoanacte se colocaba a la cabeza de las fuerzas requeridas camino de Tegea, Agis ideó un plan para obligar al enemigo a desplazarse a la llanura y forzar la batalla antes de que apareciesen los refuerzos. Durante años, los tegeatas y los mantineos se habían enfrentado por el control de las vías fluviales que atravesaban el valle. Los arroyos y los torrentes montañosos de la región desaguaban en sumideros en la piedra caliza subterránea. Cada vez que las lluvias torrenciales desbordaban los sumideros, Mantinea corría el peligro de quedar inundada por el desnivel en el que estaba emplazada. Durante la estación pluvial, los tegeatas taponaban los sumideros o desviaban el cauce de los arroyos por medio de zanjas para conducir las corrientes hasta el territorio mantineo. Otro de sus recursos era hacer converger el curso del Sarandapótamos con el del Zanovistas, con lo que la llanura quedaba inundada en perjuicio de los campos y la ciudad. Esto se lograba cavando un canal de unos tres kilómetros entre los ríos en su punto más próximo. Posiblemente, esta práctica ya la venían ejecutando desde hacía algún tiempo, y sólo tenía que aprovechar la antigua construcción; cuando querían hacer que el Sarandapótamos volviera a su curso normal, simplemente elevaban un dique en el canal. En sus repetidos conflictos con Mantinea, los tegeatas siempre podían derribar la barrera con facilidad y volver a inundar las tierras de la ciudad vecina.
Agis se dirigió a Tegea, probablemente para desviar el curso del Sarandapótamos hacia el del Zanovistas; también es posible que enviara hombres para obturar los sumideros fronterizos o para cavar zanjas que hicieran fluir el agua. Sin embargo, estas obras no bastaban por sí solas para lograr el objetivo de Agis, ya que «su intención era que los hombres desplazados en la colina bajasen a impedir el desvío de las aguas en cuanto se enteraran, y así entablar una batalla en la llanura» (V, 65, 4). Sin embargo, los sumideros se encontraban a cierta distancia del monte Alesio, donde Agis había dejado el ejército, y todavía más lejos de Mantinea, donde los argivos esperaban refugiarse cuando las tropas espartanas se hubieran retirado, por lo que, con el bosque Pélagos en medio, probablemente los argivos no descubrieron las tácticas de los espartanos de manera inmediata. No obstante, pasado un día, los mantineos descubrirían que pasaba agua por el cauce seco que corría por su territorio y, por experiencia, se darían cuenta con amargura de lo que los tegeatas y sus aliados estaban intentando hacer. A no ser que los mantineos hicieran que el Sarandapótamos retomara su curso antes de la llegada de las lluvias, lo que sucedería en cuestión de semanas, su territorio quedaría inundado.
LA MOVILIZACIÓN DEL EJÉRCITO ALIADO

El plan de Agis —la mejor apuesta con la que podía contar en su desesperación— daba por supuesto que la ira y el miedo harían que el enemigo buscara de inmediato un enfrentamiento que sería mejor postergar. Tras un día en las cercanías de Tegea, Agis se dirigió de nuevo al santuario de Heracles, deseoso de ordenar la batalla en el mejor emplazamiento para combatir y aguardar a la vanguardia argiva. Sin embargo, jamás llegó allí, porque el enemigo no se comportó según lo esperado; las sospechas políticas y la desconfianza que imperaba en el ejército de la coalición argiva jugaron directamente en contra del propio Agis.
Después de la retirada espartana del monte Alesio, las tropas argivas comenzaron a impacientarse por la falta de acción de sus generales: «La vez anterior, los espartanos, aún atrapados en Argos, habían podido escapar; ahora no sólo huían sin que nadie les persiguiera, sino que conseguían ponerse a salvo tranquilamente, mientras a nosotros nos traicionan» (V, 65, 5). Esta última palabra es de lo más aclaradora: la soldadesca descontenta no acusaba a sus mandos de cobardía, sino de traición (prodidontai). Los generales argivos probablemente pertenecían al clan aristocrático de los Mil, y como sus acciones previas habían levantado las sospechas de los demócratas de Argos, ahora se veían obligados a dar la orden de descender de las alturas y prepararse para presentar batalla.
Fuera lo que fuera lo que le esperase a su salida de Tegea, Agis tenía que cruzar al lado norte del desfiladero. Si las tropas enemigas estaban en Mantinea, se vería forzado a esperar hasta que la visión de las aguas del cauce del Zanovistas les hiciesen salir. Si ya habían alcanzado la llanura, la batalla se iniciaría de inmediato. Conforme sus tropas dejaban atrás el bosque en formación de columnas, el encuentro con el enemigo desde tan cerca, lejos de las colinas y preparado en formación de batalla les pilló por sorpresa. Los aliados habían acampado en la llanura para pasar la noche y, desde lo alto, los vigías debían de haber informado a los generales argivos de la maniobra de aproximación de Agis. Como resultado, habían podido formar cerca del sitio donde los espartanos abandonarían la espesura, y ahora tenían la oportunidad de esperarlos con la disposición táctica elegida por ellos. Agis había caído en la trampa.
LA BATALLA

La primera tarea del monarca espartano era salir del bosque en columnas y emplazar al ejército, alineado y en orden de batalla, antes de que el enemigo pudiera sacar partido de su momentánea desorganización y se lanzara al ataque. En ese momento, la disciplina y el entrenamiento inigualables del ejército espartano debían entrar en juego, porque Agis sólo necesitaba dar órdenes a los oficiales de sus siete divisiones para que la cadena de mandos hiciera el resto. A diferencia de otros ejércitos griegos, el ejército de Esparta «estaba compuesto por oficiales de distintos rangos, y la responsabilidad a la hora de cumplir ordenes está en manos de muchos» (V, 66, 4). En apariencia, los generales argivos optaron por no golpear al enemigo mientras abandonaba el bosque, o bien decidieron no cargar contra las tropas antes de que se colocaran en formación. Cualquiera de estas tácticas habría forzado la retirada espartana, por lo que la batalla habría quedado pospuesta; los generales, presionados por las quejas de sus soldados, tomaron la determinación de entrar en batalla ese día.
Los aliados emplazaron el contingente mayor —el de los mantineos, que además luchaban por su territorio— en el flanco derecho, mientras que cerca de ellos se colocó a los demás arcadios, cuyas motivaciones eran similares; a su lado, se situó la aristocracia argiva de los Mil, especialmente adiestrados. Se esperaba que el ala derecha llevase el peso de la ofensiva y se mostrase como decisiva en el transcurso de la batalla. Junto a ellos, se dispusieron los habituales hoplitas argivos y, a su lado, los hombres de Orneas y Cleonas. En el flanco izquierdo, se encontraban unos mil atenienses, asistidos por sus tropas de caballería. Este lado tenía intención de quedarse a la defensiva, evitar el cerco e impedir la huida hasta que el flanco derecho asestase el ataque decisivo.
La manera de alinearse de los espartanos no da muestras de un plan de batalla concreto. Los esciritas, arcadios que servían como exploradores o en conexión con la caballería, se colocaron en el flanco izquierdo, su lugar habitual. Después, estaban las tropas que habían combatido con Brásidas en Tracia, junto con algunos neodamodes. El grueso del ejército espartano ocupaba el centro, cerca de los aliados arcadios provenientes de Herea y Menalia. Los tegeatas tomaron posiciones a la derecha, apoyados por unos pocos espartanos que cerraban la columna. La caballería se dividió para proteger ambos flancos. Esta disposición era convencional y defensiva, como era de prever en un general cogido por sorpresa. La iniciativa quedaba, pues, en manos de los argivos.
El ejército aliado, con unos ocho mil hoplitas, se extendía a lo largo de un frente de un kilómetro, mientras que los nueve mil soldados peloponesios formaban una línea unos cien metros más larga. En el flanco derecho, los tegeatas y el pequeño grupo de espartanos que iba con ellos sobrepasaba el flanco izquierdo aliado, pero éstos decidieron no enviar refuerzos para compensar el déficit numérico. Por el contrario, extendieron su posición por la derecha, más allá de la de los esciritas enemigos, situados en su lado izquierdo. Los espartanos marchaban con su paso lento habitual, mientras escuchaban el ritmo de las flautas con las que se imponía el orden de sus falanges, pero lo aliados «avanzaron con arrojo y vehemencia» (V, 70). Los generales aliados querían que sus mejores tropas golpearan con ímpetu por la derecha e hicieran retirarse al enemigo antes de que su propio centro o su izquierda se vinieran abajo.
Agis, al ver que su flanco izquierdo quedaba en peligro de ser rodeado, mandó que los esciritas y los veteranos del ejército de Brásidas de ese lado se separaran del resto del ejército y se desplazaran todavía más a la izquierda para igualar la posición de los mantineos. Como esto creó una peligrosa fractura de la línea peloponesia, también ordenó a Hiponoidas y Aristocles, oficiales ambos, que sacaran sus compañías —tal vez unos mil espartanos en conjunto— del extremo derecho del grueso del ejército para cubrir el hueco formado.
No existe ninguna maniobra comparable en toda la historia bélica griega. Cambiar la línea de batalla cuando dos ejércitos estaban a punto de entrar en combate, abrir una fisura en una de las líneas propias a propósito y romper otra para tapar la primera eran maniobras de las que no se había oído hablar nunca. Sin embargo, el cambio por la derecha que había asustado a Agis era muy habitual en todos los ejércitos, porque la tendencia natural de las falanges hoplitas era inclinarse hacia el flanco sin protección, y por lo tanto el rey espartano debió haberla previsto: de nuevo actuaba así por su falta de experiencia.
Para Agis, el mejor plan de actuación habría consistido en mantener la formación, enviar al flanco derecho para que sobrepasase y envolviese el lateral izquierdo del enemigo, golpear el centro del mediocre contingente argivo con el potente ejército espartano y esperar a que el ala izquierda, que soportaba el peso de la arremetida enemiga, aguantara hasta que pudiese enviar refuerzos. El riesgo que se corría con una estrategia así era que el flanco izquierdo de los peloponesios se viera sobrepasado y rodeado demasiado pronto. Sin embargo, en la situación sorpresiva que envolvía a los espartanos, todas las alternativas entrañaban riesgos aún mayores. En estas circunstancias, Agis necesitaba el juicio, la seguridad y la determinación de un comandante experimentado; pero, como confirman sus actuaciones precedentes, éstas eran cualidades que todavía estaba por alcanzar. Por el contrario, se atrevió a dar unas órdenes tan fuera de lo común como las relatadas anteriormente.
Jamás sabremos cómo habría resultado la maniobra de Agis en caso de que se hubieran obedecido sus órdenes. El flanco izquierdo se desplazó conforme había ordenado para evitar la maniobra envolvente del enemigo, con lo que se creó un hueco entre ellos y el centro de la línea espartana; sin embargo, los soldados de su derecha no llegaron a cubrir la brecha, porque sus capitanes, Aristocles e Hiponoidas, simplemente rechazaron cumplir las órdenes. Una insubordinación así no se había producido nunca jamás durante el mandato de Agis, y a ambos mandos se les acusó de cobardía y fueron condenados al destierro; por lo que parece, los tribunales de Esparta creyeron que la estrategia de Agis era realmente viable. Aun así, la verdad de la cuestión subyace en que, aunque los dos capitanes rehusaron cumplir las órdenes de su comandante en jefe, también se mantuvieron firmes en su posición central dentro de la falange; además, tampoco huyeron ni se pusieron a salvo, sino que volvieron a Esparta para enfrentarse al juicio. Éstas no son acciones propias de cobardes.
No obstante, el incumplimiento por parte de los oficiales espartanos de una orden directa en el campo de batalla requiere una explicación afirmativa, que podemos encontrar parcialmente en su creencia de que, como soldados de carrera, el ejército estaba liderado por un incompetente. Desde los primeros enfrentamientos con el enemigo, Agis había guiado a sus hombres a una carga cuesta arriba, insensata y sin futuro, para finalmente ordenar la retirada cuando se encontraban expuestos, a una distancia de tiro de lanza; y como colofón, se había dejado sorprender en campo abierto y había quedado a merced de la elección estratégica del enemigo. Otra explicación plausible de la acción de los capitanes es que Aristocles era hermano de Plistoanacte, con quien Agis compartía las tareas reales, y posiblemente contagió con su seguridad a Hiponoidas, a la espera de obtener la protección fraterna. En cualquier caso, sin duda reaccionaron así simplemente porque la orden les pareció una auténtica locura, e intentaron prevenir el gran riesgo en que ésta colocaría al ejército espartano.
Aún a pesar de que dos de sus capitanes habían desobedecido las órdenes de Agis, o quizá justo por eso mismo, los espartanos resultaron vencedores en la batalla. Al no desplazarse de su posición, no se crearon huecos en la parte derecha del centro sino que, por el contrario, la fortalecieron. Ahí fue donde se ganó la batalla. La victoria espartana también se fraguó gracias a los errores enemigos. Cuando Agis supo que no podría utilizar las tropas del flanco derecho para cubrir el vacío que había creado en el izquierdo, dio marcha atrás y quiso que el ala izquierda cerrara las líneas de nuevo, aunque llegó demasiado tarde. Los mantineos aplastaron con fuerza el flanco izquierdo espartano, y después, ayudados por las tropas de élite argivas, se dirigieron al hueco creado entre el centro y la izquierda de los espartanos.
Para los argivos y sus aliados, éste fue el momento decisivo de la batalla; su gran oportunidad de erigirse como vencedores. Si hubieran hecho caso omiso de los esciritas, los neodamodes y los brasideos del flanco izquierdo, o bien hubieran enviado un pequeño contingente para ocuparse de ellos y se hubieran centrado en el otro flanco y en la retaguardia del cuerpo central del ejército espartano, que combatía muy cerca del enemigo, probablemente se habrían alzado con la victoria. En cambio, las tropas aliadas se dirigieron a la derecha y destruyeron el flanco izquierdo espartano, con lo que perdieron su gran ocasión, y con ella, la batalla. Los mantineos y las tropas de élite de Argos, al cargar a través de la brecha de las líneas espartanas, escogieron la salida más fácil y natural: optaron por la derecha, y no por la izquierda, porque a su derecha el flanco enemigo estaba desguarnecido, lo que significaba un objetivo más tentador y seguro que la parte izquierda, mucho más protegida. Además, los aliados se vieron sin duda sorprendidos por el hueco creado conforme se aproximaban a la falange enemiga, porque en un principio no empezaron su avance en esa dirección. Los generales aliados posiblemente dieron orden de que su flanco derecho se concentrara en la izquierda del enemigo para destruirla por completo, pues sólo así se podría esperar asestar un nuevo ataque contra el centro. La apertura repentina de la parte central izquierda requería un cambio de estrategia, pero se hacía difícil, por no decir imposible, revisar el plan de batalla una vez que la falange hoplita se había puesto en marcha, como ya el mismo Agis había tenido tiempo de descubrir. Tal vez un gran oficial al mando de un ejército conocido, homogéneo y con mucha instrucción hubiera podido alcanzar el éxito con una maniobra de tal calibre, pero la identidad del comandante aliado nos es desconocida y su ejército estaba formado por hombres que pertenecían a distintas ciudades. La fuerza aliada había actuado de manera previsible y, como consecuencia, había perdido la batalla.
Mientras los aliados perseguían en vano a los esciritas y a los ilotas liberados, Agis y la formación espartana emplazada en el centro repelía la insignificante acometida de las tropas que tenían enfrente: las «cinco compañías» de veteranos argivos y los hoplitas de (leonas y Orneas. De hecho, «muchos no pudieron siquiera mantenerse y luchar, sino que huían conforme los espartanos se les acercaban; algunos incluso tropezaban en su prisa por alejarse antes de que el enemigo les alcanzara» (V, 72, 4).
En esos momentos, el flanco derecho espartano comenzaba a rodear a los atenienses, situados en la parte izquierda de las líneas aliadas. La caballería logró evitar una huida en desbandada, pero el desastre se avecinaba, pues el error de los aliados para explotar su ventaja en el flanco derecho había decidido ya la contienda.
Cuando la suerte de la batalla cambió de bando, Agis dio una serie de órdenes determinantes para la victoria. En vez de permitir que su ala derecha acabara con los atenienses que se retiraban, ordenó que el ejército al completo apoyara su flanco izquierdo, vencido y mal emplazado, lo que permitió huir a los soldados atenienses y argivos. La decisión del monarca espartano es totalmente comprensible desde un punto de vista militar: con toda seguridad, Agis quería evitar pérdidas mayores en su contra y destruir la flor y nata de las tropas enemigas —los mantineos y las fuerzas especiales argivas—, aunque también contaba a su vez con motivaciones políticas. Por muy extraño que parezca, Atenas y Esparta todavía estaban técnicamente en paz. La destrucción del ejército ateniense en Mantinea habría aumentado la fuerza de los enemigos de Esparta en Atenas, mientras que la contención espartana podría convencer a Atenas de que adoptase una política moderada y mantuviera la paz, a pesar de que Esparta recuperase su fuerza y su prestigio.
Al otro lado del campo de batalla, los mantineos y la élite militar argiva se dieron a la fuga al contemplar el colapso de sus propias fuerzas. Las bajas fueron muy altas entre las filas mantineas, pero «la mayoría de las tropas de élite de Argos pudieron ponerse a salvo» (V, 73, 3). Es difícil entender por qué, entre dos contingentes del mismo bando, uno quedó casi exterminado, mientras el otro no llegó a sufrir prácticamente daño alguno. Tucídides informa de que en la huida no se les persiguió muy lejos ni con muchas ganas, «porque los espartanos son capaces de luchar durante mucho tiempo y guardar el terreno hasta que derrotan al enemigo, pero, una vez vencido, las persecuciones son breves y en distancias cortas» (V, 73, 4). Sin embargo, esto no explica por qué murieron todos los mantineos, mientras que los de Argos conseguían ponerse a salvo. Para ello, debemos recurrir a Diodoro, un historiador muy posterior, que ofrece una interpretación distinta:
Después de que lo espartanos acabaran con las otras secciones del ejército y dieran muerte a muchos, le tocó el turno a la élite de los Mil de Argos. Al ser más numerosos, los rodearon con la esperanza de acabar con todos ellos. Este cuerpo de élite, aunque inferior en número, sobresalía por su coraje. El rey espartano, que combatía a la cabeza, continuó el ataque contra todo peligro. Hubiera querido matarlos a todos —pues estaba deseoso de cumplir la promesa hecha a sus compatriotas, con la que quería enmendar su descrédito anterior por medio de actos extraordinarios—, pero no se le permitió hacerlo. El espartano Farax, que era uno de los consejeros y gozaba de una gran reputación en Esparta, le ordenó que ofreciera una escapatoria a las tropas argivas sin aprovecharse de aquellos que habían perdido cualquier esperanza de vida, para no dejar al descubierto el valor de unos hombres abandonados a su suerte. Así pues, el rey se vio obligado a obedecer las órdenes y permitir su huida conforme al consejo de Farax (XII, 79, 6-7).
Sin lugar a dudas, el symboulos Farax estaba pensando en el futuro y tenía en mente las repercusiones políticas que la batalla tendría. Aniquilar a la élite aristocrática de Argos, mientras la gran mayoría de sus ciudadanos, gentes amigas de la democracia, habían escapado, garantizaría la continuidad de la Liga de Argos junto a las demás democracias; por el contrario, si éstos volvían a casa tras una gran derrota de la política antiespartana, podrían hacerse con el control de la ciudad y arrastrarla a una alianza con Esparta, lo que significaría un golpe letal a la coalición enemiga. Vengativo e inmaduro, Agis, que estaba determinado a recuperar su honor, no podía prever las consecuencias en el fragor de la batalla. Sin ninguna duda, la decisión espartana de nombrar consejeros que lo acompañasen no fue una idea tan descabellada.
LAS CONSECUENCIAS DE MANTINEA

Aunque la batalla de Mantinea no alcanzó a destruir completamente al ejército perdedor, sí tuvo, sin embargo, una tremenda importancia. Para los espartanos, el resultado más significativo fue el mero hecho de que no habían resultado vencidos. Si la fuerza selecta de los argivos hubiera sacado partido de la ruptura de las líneas espartanas como era debido y hubiera derrotado a los espartanos y a sus aliados, el control de Esparta en el Peloponeso hubiera tocado a su fin. La pérdida de Tegea, que con toda seguridad hubiera llegado tras la hipotética victoria aliada en Mantinea, hubiera dado al traste con la posición estratégica de Esparta al haberla aislado de sus aliados y de Mesenia. Más aún, el golpe al prestigio espartano habría resultado fatal para su hegemonía. Un triunfo aliado en Mantinea habría significado una victoria para Atenas y sus aliados en el encuadre mayor de este gran conflicto bélico. En cambio, con el triunfo espartano la confianza y la fama de la ciudad se recuperaban, y con ellas, sus habitantes: «Aquellas antiguas acusaciones por parte de los griegos de cobardía por la catástrofe de la isla de Esfacteria, y de titubeo y lentitud a la hora de valorar otros casos, quedaron eliminadas con esta única acción. Se creyó que entonces habían sufrido un revés de la fortuna, pero que, en lo tocante a su valor, seguían siendo los mismos» (V, 75, 3).
El éxito de los espartanos también trajo consigo el triunfo de la oligarquía, mientras que una victoria aliada habría fortalecido el gobierno democrático en Argos, Élide y Mantinea, y habría servido de estímulo para el resto de las democracias del Peloponeso. Por el contrario, esta derrota debilitaba el alcance de los demócratas en sus propios Estados y dañaba la tendencia democrática general. Esta batalla cambió la balanza a favor de la oligarquía a través de toda Grecia.
Los refuerzos de los tres mil eleos y los mil atenienses llegaron a Mantinea finalmente con la batalla ya concluida; si hubieran llegado antes para engrosar la formación central de las tropas aliadas, el final habría sido seguramente muy diferente. Ahora, todo lo que podían hacer era dirigirse contra Epidauro, para servir de relevo en el ataque que su ejército había lanzado contra Argos durante el choque de Mantinea, contentarse con construir un muro alrededor de la ciudad y dejar allí un destacamento para mantenerlo.
La alianza democrática sobrevivió, aunque de manera frágil y con la moral muy mermada. En noviembre, tras la retirada de las fuerzas aliadas, los espartanos trasladaron su ejército a Tegea con la intención de explotar su victoria por el lado diplomático, no por medio de la guerra. Enviaron a Argos a Licas, el proxenos argivo en Esparta, con una oferta de paz. Con anterioridad, ya había habido argivos proclives a Esparta que «deseaban acabar con la democracia»; la fuerza selecta de los Mil debió de contarse entre ellos. Tras su huida de Mantinea, eran la única milicia importante de Argos y su valor en la batalla había incrementado su reputación, mientras que la actuación poco entusiasta de los atenienses tenía avergonzados y desesperanzados a los demócratas. «Tras la batalla, los partidarios de Esparta encontraron más fácil convencer a la mayoría para que cerraran un acuerdo con Lacedemonia» (V, 76, 2).
Cuando Licas llegó a la asamblea de Argos para exponer los términos de la paz, se encontró con que Alcibíades, todavía un civil sin mando oficial, había acudido para defender la continuidad de la alianza con Atenas. Sin embargo, su habilidad no se podía comparar con las nuevas realidades creadas por el resultado de Mantinea y con el ejército espartano desplazado a Tegea, que no tenía rival. Los argivos aceptaron el tratado con Esparta; en él se solicitaba la liberación de todos los prisioneros, la devolución de Orcómeno, la evacuación de Epidauro y la unión con Esparta para obligar a hacer lo mismo a Atenas. Más allá de esto, los oligarcas, seguros de sí mismos, convencieron a los argivos para que renunciaran a sus alianzas con Élide, Mantinea y Atenas, y coronaran su victoria con el acuerdo de un tratado con Esparta.
La defección de los argivos fue un golpe mortal para la liga democrática, y cuando pidieron que los atenienses se retiraran de Epidauro, éstos no tuvieron más remedio que acceder. Mantinea estaba tan debilitada que también llegó a alcanzar un acuerdo con Esparta por el que renunciaba a controlar un gran número de ciudades en Arcadia. El escuadrón argivo de los Mil se unió a otros tantos soldados espartanos en la expedición a Sición, donde promovieron el desarrollo de una oligarquía leal. Finalmente, el ejército mixto volvió a casa, donde depuso la democracia argiva para establecer un régimen oligárquico.

Hacia el mes de marzo del 417, los espartanos lograron hacer pedazos la liga democrática por medio del enfrentamiento y la subversión. No obstante, aunque el éxito en Mantinea había conseguido librar del desastre a Esparta, tampoco garantizaba plenamente su seguridad en el futuro. Los atenienses eran todavía muy poderosos, y Alcibíades continuaba favoreciendo una política de corte agresivo. Pilos seguía en poder de Atenas, lo que era una constante invitación para la defección o la rebelión ilota. También Élide se hallaba fuera del control espartano; además, los acontecimientos pronto demostrarían que la oligarquía de Argos quedaba lejos de estar afianzada. Por último, las diferencias de opinión sobre el tipo de política que debía seguirse continuaban fomentando la división entre los propios espartanos. El significado ulterior de la batalla de Mantinea quedaba todavía por ver.

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