miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 16 La paz se desintegra (421-420)

 

LA FALSA PAZ


La Paz de Nicias duró sólo ocho años. Seriamente dañada desde sus inicios, su espíritu se vio quebrantado una y otra vez antes de su deposición formal en el año 414. Durante todo este período, la figura central en Atenas fue Nicias, el líder político más importante y duradero desde la muerte de Pericles. Sus virtudes y sus flaquezas serían cruciales para el curso de los acontecimientos. Nicias se erigió como una de las fuerzas fundamentales para el desarrollo y el cumplimiento del Tratado, a la vez que también determinaría cómo habría de llevarse a cabo.



 Capítulo 16

 

 

La paz se desintegra (421-420)


UNA PAZ TURBULENTA

Como era lógico presuponer, la paz mostró serias debilidades casi de inmediato. Cuando echaron a suertes quién debía dar el primer paso para cumplir el Tratado, la fortuna fue complaciente con Atenas, y ésta dejó a los espartanos en la obligación de iniciar la entrega de todos los prisioneros atenienses. También se dispuso que Cleáridas rindiera Anfípolis y obligase a las demás ciudades vecinas a acatar el pacto. Los aliados de Esparta en Tracia rechazaron el requerimiento, y Cleáridas afirmó ser incapaz de forzar su conformidad, aunque en realidad tampoco parecía muy predispuesto a intentarlo. Se dio prisa por volver a Esparta para preparar su defensa y comprobar si podía modificarse el Tratado. Algo que los espartanos hicieron a través de un pequeño pero significativo cambio: debían «devolver Anfípolis, si les era posible y, si no, hacer salir a cuantos peloponesios habitaran allí» (V, 21, 3).
El principal objetivo material de los atenienses al pactar la paz había sido la recuperación de Anfípolis y, de hecho, esta enmienda no sólo les negaba su dominio, sino que, por el contrario, la abandonaba en manos de sus enemigos. Al afrontar su primera obligación, los espartanos habían incumplido el Tratado, tanto en su letra como en su espíritu.
Los aliados de Esparta más antiguos y cercanos también socavaron la paz desde sus comienzos, porque, en lugar de secundar los esfuerzos persuasivos de Esparta, se negaron a aceptar el acuerdo. Megara estaba indignada por el hecho de que Atenas mantuviera Nisea e interfiriera con ello su comercio en el este. Élide también rechazó el tratado por sus desavenencias particulares con Esparta. Los beocios, bajo dirección tebana, rehusaron devolver a los atenienses la fortaleza fronteriza de Panacto, ganada en el 422, y a los soldados capturados durante la guerra. El poder y prestigio tebanos habían aumentado mucho desde el año 431 y, con el temor de que una Atenas sin distracciones bélicas tiraría por tierra sus ganancias, negociaron con los atenienses una serie de treguas de diez días de duración para evitar tener que combatirlos en solitario. Su verdadera intención era hacer que los espartanos reanudaran la guerra y destruyeran la hegemonía ateniense.
Los corintios aún se mostraron menos complacidos con el Tratado: su colonia de Potidea había vuelto a manos atenienses, y sus habitantes habían sido forzados a abandonar sus hogares para ser dispersados después. A esto había que sumar que Atenas había tomado las colonias corintias de Solio y Anactorio, en el noroeste.
LA ALIANZA ESPARTANO-ATENIENSE

Estos obstáculos, cada vez mayores, no tardarían en perfilar la amenaza de poner a Atenas en pie de guerra contra el acuerdo; de hecho, bien podrían haber respondido negándose a devolver Pilos y Citera o a los hombres apresados en Esfacteria. Estas violaciones de los términos del Tratado también podrían haber dado alas a los de Argos, lo que habría hecho brotar la idea de una alianza argivo-ateniense, con la posible adhesión de ciudades-estado tan descontentas como Élide y Mantinea, lo que habría sido una pesadilla para los espartanos, que se verían obligados entonces a buscar una salida diplomática a tal situación. Finalmente, se planteó una alianza defensiva para los siguientes cincuenta años, cuyos términos requerían que cada bando defendiera al otro en caso de ataque y que cualquiera de sus atacantes fuera considerado un enemigo común; también se exigía que los atenienses ayudaran a los espartanos en el supuesto de una rebelión ilota. La cláusula final permitía efectuar alteraciones de los términos por medio del consenso. Los atenienses se mostraron de acuerdo con el pacto y, durante su aprobación, como señal de buena voluntad hacia sus nuevos aliados, liberaron a los prisioneros espartanos que habían mantenido en cautividad desde el año 425.
¿Por qué aceptaron los atenienses la alianza y devolvieron a los prisioneros, su garantía de seguridad contra una invasión espartana, si los lacedemonios ya habían faltado a su obligación de cumplir los acuerdos del tratado de paz? Mientras tuvieran en su poder a los prisioneros, también estarían a salvo de un ataque por parte de los aliados de Esparta, que no se atreverían a atacar a Atenas sin el apoyo de Lacedemonia.
Aunque Nicias y sus partidarios dieron su asentimiento a la alianza como forma de reforzar una paz tan fluctuante, también la acogieron por sí misma. La perspectiva de la afiliación con Esparta resucitó la imagen de un retorno a la política proespartana feliz y gloriosa de los tiempos de Cimón, en los años que siguieron a las Guerras Médicas. Para Atenas, este período había resultado muy beneficioso; durante el mismo, se logró mantener la paz entre los griegos, y los atenienses pudieron expandir su Imperio en el Egeo y acrecentaron su prosperidad; sin embargo, el acercamiento cimoniano no era factible hacia el año 421. En esos momentos, los recuerdos dominantes en la mente de ambos bandos eran de largas y amargas guerras civiles, no de esfuerzos unitarios contra un enemigo común, lo que implica que existía muy poca voluntad sobre la que construir una paz duradera. En tales circunstancias, la confianza no podía darse por supuesta; tendría que ganarse a pulso. Desde esta perspectiva, la alianza podría incluso debilitar las bazas que sustentaban la paz, ya que permitía que Esparta continuase ignorando las obligaciones del Tratado, con el subsiguiente aumento del escepticismo ateniense.
Sin embargo, Nicias y sus correligionarios veían la situación de manera distinta. Para ellos, los fracasos de las campañas en Megara y Beocia, sumados a las derrotas de Delio y Anfípolis, eran sólo una muestra del peligro de alargar el conflicto. Los ciudadanos atenienses tenían que actuar con generosidad y tomar la iniciativa a la hora de crear un clima de confianza mutua.
En caso de haber rechazado la alianza con Esparta ¿qué alternativa habrían tenido? De hecho, creían que se trataba de una ocasión excepcional. Los atenienses podían fomentar una nueva coalición, la cual, con Argos a la cabeza, daría cabida a los demás Estados democráticos del Peloponeso, Élide y Mantinea. Después, podrían sumarse también ellos, enviar un ejército al Peloponeso y forzar la batalla con mejores oportunidades de éxito. Éstas se verían incrementadas si distraían a los espartanos por medio de asaltos ilotas promovidos desde Pilos, y de incursiones a las poblaciones costeras desde el mar. Ganar una batalla así hubiera podido poner fin a la Liga del Peloponeso y a la supremacía de Esparta. Sin embargo, como el cansancio provocado por la guerra continuaba siendo el sentimiento dominante y Nicias era todavía la figura directriz de la política ateniense, tal camino resultaba improbable.
Si las políticas de cariz agresivo eran imposibles en el año 421, todavía quedaba otra alternativa: los atenienses podían rechazar la alianza sin romper la Paz de Nicias y dejar que los acontecimientos siguieran su curso. Sin arriesgar vidas o comprometer otro tipo de medios, bien podría Atenas mantener la presión sobre Esparta mientras, a su vez, la tenencia de prisioneros espartanos y la nueva amenaza argiva la salvaguardaban de cualquier ataque. Durante el tiempo que Atenas se mantuviese alejada de Esparta, los argivos se verían animados por la perspectiva de una alianza con Atenas a corto plazo; algunos ilotas podían escaparse a Pilos y, tal vez, alimentar una nueva rebelión en Mesenia y Lacedemonia. Atenas únicamente podría extraer beneficios de la agitación causada por las defecciones aliadas de la Liga del Peloponeso, porque, a través de la negativa de Atenas a asociarse con Esparta, se habría promovido el malestar y la inseguridad de esta última. Moderada, segura y tan prometedora a su vez, los atenienses tenían una estrategia paralela al alcance de su mano y, sin embargo, optaron por pactar la alianza.
LA LIGA DE ARGOS

Inevitablemente, el nuevo pacto entre Atenas y Esparta produjo reacciones encontradas por parte de los Estados disidentes. Los corintios mantuvieron encuentros privados con los magistrados argivos y les advirtieron que, sin duda alguna, la alianza tenía como objetivo «esclavizar el Peloponeso» (V, 27, 2), por lo que exhortaban a los de Argos a liderar una nueva coalición en defensa de la libertad griega. Ésta parecía querer sugerir la formación de una liga separada, capaz de distanciarse de los dos antiguos bloques de poder y de resistir la combinación de sus fuerzas.
El éxito del plan de los corintios descansaba en gran medida en las luchas intestinas entre las diferentes facciones espartanas. Los hombres que habían aceptado la paz y la consiguiente alianza ateniense lo hicieron motivados por su inquietud frente a Argos; mientras esta preocupación persistiera, Esparta no desearía la guerra. Si los corintios no hubieran forzado este llamamiento, Argos, intimidada por la alianza, habría permanecido en su inacción habitual, y así habría eliminado el motor del temor espartano; no obstante, la experiencia había demostrado que la principal provocación para arrastrar a Esparta a una gran contienda era el miedo. Como ya había pasado en el año 431, en que los corintios sacaron partido del temor de Esparta a los atenienses para conducirla a la guerra, esta vez querían emplear esta maniobra con Argos y repetir lo mismo diez años después; aunque ahora la tarea sería más difícil e intrincada. En el pasado, Corinto había usado la amenaza de la secesión y de una posible alianza con Argos como arma efectiva; sin embargo, para tener éxito, esta vez tendría que convencer a Esparta de que la perspectiva de la alianza argiva era real.
En consecuencia, los argivos designaron doce compromisarios para forjar una alianza con cualquier Estado salvo Atenas y Esparta, las cuales sólo podrían formar parte de ella con el consentimiento de la Asamblea popular argiva. Argos tenía buenas razones, tanto antes como ahora, para intentar crear un nuevo sistema de alianzas. Su hostilidad hacia Esparta se remontaba siglos atrás en el tiempo, y jamás había abandonado la esperanza de recobrar Cinuria. Como no estaban dispuestos a prolongar la paz con Esparta sin la devolución de esta región, la inminencia de la guerra era a todas luces casi segura. Para su preparación, los argivos entrenaron a mil jóvenes a cargo del erario público; eran «los mejores, tanto físicamente como en riquezas» (Diodoro, XII, 75, 7) y formaban un cuerpo de élite capaz de combatir a la falange espartana. Con tales medios y con su ambición por ganar el dominio del Peloponeso, los argivos siguieron con gusto el camino que los corintios les habían marcado.
Los mantineos fueron los primeros en unirse a Argos, porque tenían buenos motivos para temer un ataque de Esparta: habían expandido su territorio a expensas de los de sus vecinos, habían luchado contra los tegeatas y ordenado erigir una fortificación en la frontera con Lacedemonia. Argos se perfilaba como fuente de protección y, así pues, los mantineos se apresuraron a entrar en la nueva alianza de buen grado; por otro lado, Mantinea, al igual que Argos, tenía una constitución democrática. La noticia de la defección de la ciudad causó una gran agitación entre los aliados peloponesios de Esparta, que llegaron a la conclusión de que los mantineos «sabían algo más» (V, 29, 2) que ellos ignoraban, y por eso se mostraban dispuestos a sumarse a la coalición de Argos.
Al tener conocimiento de la alianza, los espartanos acusaron a los corintios de haber instigado por entero el asunto. Les recordaron que su afiliación con Argos transgredía los juramentos que les ligaban a Esparta, así como el acuerdo corintio de acatar las decisiones adoptadas por la mayoría de la Liga del Peloponeso. Los corintios, como bien señalaron, ya habían incurrido en la violación de su compromiso al no aceptar la Paz de Nicias. Los activistas corintios respondieron a las acusaciones manteniendo un encuentro con las demás ciudades disidentes. Escondieron sus verdaderos motivos —recuperar Solio y Anactorio— y, en cambio, «alegaron como pretexto su escasa disposición a traicionar a los aliados tracios» (V, 30, 2). Las razones podrían expresarse del siguiente modo: «Hemos prestado juramento a los de Potidea y a nuestros amigos calcídicos de la región tracia, y todavía siguen sometidos al poder ateniense. Si nos plegamos a la Paz de Nicias, faltaremos a nuestros juramentos a los dioses y los héroes. Es más, el voto que hicimos al aceptar la decisión de la mayoría incluía la cláusula “salvo que hubiera algún impedimento por parte de los dioses y los héroes”. A buen seguro, la traición a los calcídicos sería uno de estos impedimentos. No somos nosotros, sino vosotros, los que rompéis los juramentos al abandonar a vuestros aliados y colaborar con los esclavizadores de Grecia».
Esta refutación tan atractiva y sibilina permitía que la Alianza argiva fuera vista como la única opción de continuar la lucha contra la tiranía ateniense, como la única forma de mantener la palabra dada a los aliados dignos de confianza, traicionados por el egoísmo de Esparta. Los espartanos, por supuesto, no se mostraron de acuerdo.
Tras el encuentro, la embajada argiva instó a los corintios a entrar de inmediato en su Liga; pero estos últimos continuaron dándoles largas y los invitaron a volver al siguiente encuentro de su Asamblea. La razón más plausible de esta demora es que algunos conservadores en Corinto postergaron su decisión a la espera de la adhesión de más ciudades-estado dirigidas por la oligarquía.
La siguiente ciudad-estado que ingresó en la coalición fue Élide, cuya constitución formal era democrática, aunque sus costumbres y su sistema social eran oligárquicos. Los eleos pactaron con los corintios antes de ir a Argos para alcanzar un acuerdo, «como les habían dicho» (V, 31, 1) los propios corintios. Su adhesión final a la nueva Liga ayudó a que ésta se pusiera en marcha. Sólo entonces ingresó Corinto en la Liga de Argos y, con ella, los pueblos calcídicos, leales y fieramente antiatenienses.
Sin embargo, los megareos y los beocios siguieron rechazando los acercamientos de Argos, desmotivados por su constitución democrática. Esta vez los corintios volvieron sus ojos hacia Tegea, emplazamiento estratégico con una sólida oligarquía, cuya defección, como pensaban, arrastraría la de toda la Liga del Peloponeso. No obstante, los tegeatas rehusaron, y con ello asestaron un duro golpe al plan. «Los corintios, que hasta ese momento se habían mostrado entusiasmados, decayeron en su fervor y comenzaron a temer que ningún otro Estado se les uniría» (V, 32, 4).
Los activistas corintios hicieron un último esfuerzo para salvar la confabulación: pidieron a los beocios que se sumaran a la Liga argiva y «emprendieran más acciones en común». También solicitaron de ellos que les consiguieran la misma tregua de diez días que éstos mantenían con Atenas; así como la garantía de que, si Atenas declinaba la propuesta, Beocia renunciaría a su propio armisticio y no pactaría ninguna otra tregua sin ellos.
La estratagema corintia era obvia: los atenienses rehusarían con toda seguridad y, en consecuencia, los beocios se encontrarían desprotegidos ante Atenas, ligados a Corinto y alineados a la fuerza en la coalición argiva. No obstante, la respuesta de Beocia fue amigable pero cauta; aunque por un lado retrasaron la decisión referente a la alianza con Argos, sí estuvieron de acuerdo en ir a Atenas a solicitar la tregua para los corintios. Los atenienses, por supuesto, denegaron su consentimiento y respondieron que, si Corinto era en verdad aliada de Esparta, entonces ya tenía la tregua que solicitaba. Por su parte, los beocios mantuvieron su armisticio con Atenas, lo que irritó a los corintios, que arguyeron en vano que Beocia había roto su promesa.
Mientras estas complicadas negociaciones diplomáticas seguían su curso, los atenienses culminaron el sitio de Escione, y mataron y esclavizaron a sus habitantes de acuerdo con el decreto propuesto por Cleón en el año 423. Quizá para recordar a los demás, y también a ellos mismos, que Esparta había sido la primera en adoptar tales medidas, los supervivientes de Platea fueron enviados allí. No obstante, ni siquiera este acto de terror restableció el orden en Calcídica ni en el territorio tracio en el Imperio. Anfípolis continuaba en manos hostiles y, con el verano avanzado, los de Dío habían capturado la población calcídica de Tiso en el monte Atos, aun siendo aliada de Atenas. Los atenienses seguían sin tomar represalias. Recobrar Anfípolis requería un asedio no menos difícil que el de Potidea. No parecía que ningún ateniense tuviera prisa por atacar la colonia insurrecta, a pesar de la gran frustración que suponía la promesa incumplida de devolver Anfípolis por parte espartana.
LOS PROBLEMAS DE ESPARTA

Mientras los corintios trabajaban en la formación de la Liga de Argos, los espartanos procedieron a tomar la ofensiva contra sus enemigos en el Peloponeso. El monarca Plistoanacte condujo al ejército espartano hasta Parrasia, un territorio al oeste de Mantinea que había sido sojuzgado por esta última durante la guerra (Véase mapa[34a]). Sus aliados de Argos enviaron una guarnición para ayudar a la propia Mantinea, mientras sus ciudadanos trataban de proteger en vano el territorio amenazado. Tras restaurar la independencia de Parrasia y destruir la fortificación erigida por los mantineos, los espartanos se retiraron. Su siguiente acción fue levantar un campamento en Lépreo, región situada entre Élide y Mesenia, y motivo de su disputa con los eleos.
Esta serie de acciones establecieron la seguridad en las fronteras espartanas y en la comunidad ilota hasta cierto punto, ya que Esparta también tendría que afrontar problemas de orden interno. Cleáridas había regresado de Anfípolis con el ejército de Brásidas, un contingente que incluía a setecientos ilotas que, por sus servicios, se habían ganado la libertad y el derecho a vivir donde les placiera. Comprensiblemente, esta cantidad de ilotas moviéndose sin trabas por Lacedemonia ponía nerviosos a los espartanos, así como la aparición de una nueva clase social, los neodamodes. Éstos, mencionados entonces por vez primera en la historia espartana, eran ilotas libertos que al parecer vivían como hombres libres; probablemente también habían recibido su emancipación por el buen cumplimiento de su servicio militar. Los espartanos también tenían que enfrentarse al descenso continuo de una población de la que se nutrían sus ejércitos. Por varias razones, desde los cinco mil que se pudieron contar en Platea en el 479, el número de homoios formados como hoplitas decreció durante los siglos quinto y cuarto. Sin embargo, la necesidad de emplazar un campamento en Lépreo hizo que los espartanos encararan ambas cuestiones a la vez, ya que enviaron tanto a los veteranos de Brásidas como a los neodamodes para que repoblaran la frontera elea.
Otra de las dificultades era el retorno de los que habían sido derrotados en Esfacteria y que habían soportado largos años de cautiverio en Atenas. Al principio, los antiguos prisioneros simplemente recuperaron los cargos, a menudo importantes e influyentes, que habían ostentado en la sociedad espartana; algunos eran incluso funcionarios estatales. No obstante, los espartanos comenzaron a temer que causaran problemas por el deshonor que habían sufrido con su rendición; así pues, se les retiró el derecho a voto, aunque, al tratarse de un grupo potencialmente peligroso, se les permitió seguir viviendo en Esparta. Tener que confrontar tales amenazas internas ayuda a explicar por qué la mayoría de los espartanos apoyaba una política exterior de corte cauteloso y pacifista. Su recién mejorada seguridad en las fronteras elea y mantinea, el decreciente desafío de la coalición argiva y el comportamiento pacífico de los atenienses dieron su apoyo a la causa de la facción de la paz en su conjunto.
Sin embargo, los atenienses seguían resentidos con el incumplimiento de las obligaciones del Tratado por parte de Esparta; porque, aunque continuaba prometiendo su ayuda a Atenas para forzar a Corinto, Beocia y Megara a aceptar la paz, cada vez que llegaba el momento, incumplía sus promesas. El comportamiento espartano en Anfípolis aún fue más vejatorio. Al retirar sus tropas, en vez de emplearlas para someter Anfípolis al control ateniense, los espartanos cometieron una violación flagrante de los términos del Tratado; cada vez más, los ciudadanos de Atenas empezaban a sospechar que los espartanos les habían engañado y traicionado. «Con la sospecha de las malas intenciones de Esparta», los atenienses rehusaron retornar Pilos e «incluso se arrepintieron de haber devuelto a los prisioneros de Esfacteria, por lo que retuvieron las restantes poblaciones a la espera de que los espartanos empezaron a cumplir sus promesas» (V, 35, 4).
Como respuesta, los espartanos continuaron solicitando la devolución de Pilos o, como mínimo, la expulsión de los mesenios y los ilotas huidos que vivían allí ahora. Alegaron haber hecho todo lo posible por retornar Anfípolis, y aseguraron a los atenienses que cumplirían con el resto de sus obligaciones. En resumen, Esparta no ofrecía nada nuevo salvo promesas que venían a reemplazar la antigua palabra incumplida; pero las facciones pacifistas de Atenas todavía contaban con fuerza suficiente como para extraer aún más concesiones de sus conciudadanos. Así pues, los atenienses retiraron a los mesenios y a los ilotas de Pilos y los asentaron en la isla de Cefalonia.
Mientras Atenas hacía este esfuerzo en nombre del apaciguamiento, el grado de compromiso espartano con la paz quedaba cerca de toda duda. A principios del otoño del año 421 tomaron posesión del cargo nuevos éforos; dos de ellos, Jénares y Cleobulo, «estaban ansiosos por romper el Tratado» (V, 36, 1). Su intención era perseguir una vía dirigida a reanudar el enfrentamiento con Atenas, y pronto se les presentó la oportunidad de hacerlo. La facción de la paz, que todavía era dominante, había convocado recientemente una conferencia en Esparta, incluyendo a los atenienses, aliados leales, así como a beocios y corintios, para intentar alcanzar una aceptación generalizada del Tratado. Probablemente, el fracaso integral de la misma fue lo que animó a Jénares y Cleobulo a llevar adelante su complicado plan.
Mientras los corintios intentaban usar la coalición argiva para amedrentar a los espartanos que tenían la paz como meta, los éforos más belicistas se decantaron por otra táctica más convincente. Creían que los espartanos habían buscado mayoritariamente la paz y suscrito la alianza ateniense por dos motivos: la amenaza de Argos, y su deseo por recobrar a los prisioneros de Esfacteria y Pilos. Una vez resueltos estos asuntos, pensaban, Esparta estaría preparada para retomar la guerra. Todo lo que quedaba por hacer era recuperar Pilos y poner fin a la Liga de Argos. Actuando en secreto, los dos éforos sugirieron a los embajadores de Corinto y Beocia que ambos Estados debían cooperar entre ellos, los beocios tenían que establecer una alianza con Argos, e intentar forzar después a los argivos a pactar con Esparta. Un tratado con Argos, remarcaron, facilitaría que la guerra se llevara a cabo fuera del Peloponeso. También pidieron a los beocios que ofrecieran Panacto a los espartanos; así, éstos podrían intercambiarla por Pilos «y, por lo tanto, estar en una posición más cómoda para volver a la guerra contra Atenas» (V, 36, 2).
LOS CORINTIOS Y SUS MISTERIOSAS ESTRATEGIAS

Cuando los embajadores emprendieron el camino de regreso a Corinto y a Beocia, les salieron al paso dos magistrados argivos, que preguntaron a los beocios si querían unirse a la coalición de Argos. Esta vez, los de Argos hicieron su ofrecimiento con un lenguaje deliberadamente ambiguo: «Utilizando una política común, podrían fraguar ora la guerra ora un tratado con Esparta o con quien quisieran» (V, 37, 2). Los argivos todavía perseguían la hegemonía en el Peloponeso a expensas de los espartanos; no obstante, su propuesta permitía diferentes interpretaciones sin llegar a ningún compromiso. Los beocios recibieron la invitación con gran placer «porque, casualmente, los argivos les habían pedido lo mismo que les habían recomendado sus amigos espartanos» (V, 37, 3). De vuelta a casa, los beotarcas se sintieron igual de complacidos con la noticia. Pero las peticiones espartanas y argivas sólo se parecían en la superficie, puesto que justamente aspiraban a obtener resultados opuestos. Aun así, los beotarcas acordaron enviar embajadores a Argos para cerrar la alianza, y ésta quedó pendiente de aprobación por parte del Consejo Federal beocio.
La mano de Corinto se halla posiblemente detrás de los sucesivos acontecimientos: «Los beotarcas, los corintios, los megareos y los embajadores de Tracia decidieron comenzar prestando juramento de ayudar a cualquiera de ellos que lo necesitase, si así lo requería la ocasión, y de no hacer la guerra o la paz sin mutuo consentimiento; sólo así beocios y megareos —ya que perseguían políticas idénticas— sellarían un tratado con los argivos» (V, 38, 1). En Tracia, los calcídicos eran satélites de los corintios, como los megareos lo eran de Beocia. Los propios beocios no tenían necesidad de tal acuerdo porque estaban dispuestos a unirse a Argos y, puesto que Corinto ya era aliada de los argivos, este acuerdo en común no aportaba a Beocia beneficio alguno. En última instancia, este plan de acción conjunta sólo era una versión ampliada del planteado antes sin éxito por los corintios.
Éstos sabían que los beocios no confiaban en ellos, ya que habían rechazado la primera propuesta corintia, les habían acusado de rebelarse contra la Liga del Peloponeso y temían que contraer con ellos cualquier acuerdo sería ofender a Esparta. Los beotarcas presentaron al Consejo beocio, que era el poder soberano, varias resoluciones para concluir el pacto conjunto con Megara, Corinto y los calcídicos de Tracia. Detrás de esta propuesta se ocultaban sus intenciones secretas, porque Jénares y Cleobulo habrían tenido serios problemas si algún rumor de sus negociaciones privadas hubiera llegado a Esparta. Los beotarcas confiaban en su propia autoridad para asegurar la aprobación de la proposición; sin embargo, en un momento crítico como aquél el Consejo acabó por rechazarla, «al pensar que podían actuar en contra de los espartanos, en caso de prestarse a juramentar con miembros disidentes de su Liga» (V, 38, 3). Su negativa sorprendió a los beotarcas y puso fin a la discusión. Corintios y calcídicos retornaron a casa, mientras que los beotarcas no se atrevieron a insistir en las ventajas de unirse a la Liga de Argos. Ningún enviado fue a Argos a negociar el Tratado, y «el asunto se fue abandonando y demorando por entero» (V, 38, 4).
LOS BEOCIOS

En Esparta, mientras tanto, los amigos de la paz también ardían en deseos por recobrar Pilos. Consideraban que, si convencían a los beocios para que devolvieran Panacto y a los prisioneros atenienses que todavía retenían, Atenas entregaría Pilos a Esparta. Puesto que este punto de vista siguió vigente, incluso después de mantener muchas conversaciones con los atenienses, cabe imaginar que los negociadores de estos últimos debieron de alentar esta idea, presumiblemente con Nicias y sus correligionarios a la cabeza. Con ambas partes a favor de la misión, los espartanos enviaron una embajada oficial a Beocia para elevar la petición de otorgar a Atenas dichas concesiones. La respuesta beocia indica que la facción belicista había desarrollado un nuevo plan: se negaban a devolver Panacto, a no ser que los espartanos negociaran con ellos un tratado comparable al que habían negociado con los atenienses. Los espartanos sabían que esto supondría la violación de su tratado con Atenas, el cual implicaba que ningún Estado podía hacer la paz o la guerra sin el consentimiento del otro. Pero lo que precisamente quería la facción de la guerra era su ruptura, por lo que apoyaron la propuesta de una alianza con Beocia. Sin embargo, sin una mayoría, la facción belicista necesitaba el apoyo de la de la paz. Por mucho que todos los espartanos desearan la devolución de Pilos, ¿por qué debían creer que sería devuelta por los atenienses, en especial cuando éstos se enfrentasen con la traición del acuerdo espartano con Beocia? La única explicación plausible es que los espartanos habían depositado su confianza en la aparente paciencia ilimitada de la facción antibelicista y en su control de la política ateniense del momento. Por lo tanto, a primeros de marzo del año 420, los espartanos pactaron un tratado con Beocia que protegía a ésta de un posible ataque ateniense.
Aunque los beocios acogieron los acuerdos de buen grado por considerarlos un golpe contra la alianza de Atenas y Esparta, ya se estaban preparando para traicionar a sus nuevos aliados espartanos. Inmediatamente, empezaron la demolición del fuerte de Panacto, con lo que privaron a Atenas de un importante bastión fronterizo. Aunque los espartanos no sabían nada de esta trama, es probable que los corintios estuvieran mezclados en ella, no en vano coincidía con su creencia de que no serían ni la comodidad o la seguridad, sino el conflicto y el temor, los que empujarían a Esparta a la lucha.
Mientras tanto, los argivos esperaban en vano a los embajadores de Beocia para negociar la alianza prometida, ya que finalmente nadie acudiría a la cita. En cambio, sí se recibieron noticias de la demolición del fuerte de Panacto y del tratado de Esparta con los beocios. Dieron por sentado que les habían traicionado, que Esparta estaba detrás de todo el asunto y que sus habitantes habían convencido a los atenienses para aceptar la destrucción de Panacto y atraer a Beocia a la alianza mutua. Entre los argivos, cundió el pánico; ahora no podrían sellar un tratado ni con Beocia ni con Atenas, incluso comenzaron a temer que su propia confederación se desmembraría y que sus aliados volverían al lado de Esparta. Su mayor preocupación era que pronto deberían enfrentarse a una coalición peloponesia liderada por Esparta, los beocios y los atenienses. Así pues, atemorizados, los argivos enviaron «tan rápido como les fue posible» mensajeros a Esparta para intentar «cerrar un pacto que garantizase la paz como fuera» (V, 40, 3).

Las negociaciones argivas en busca de una alianza con Esparta reflejan la voluntad de ambas partes. Argos quería el arbitraje de terceros en el asunto de Cinuria; los espartanos simplemente deseaban la renovación del antiguo Tratado, el cual dejaba en sus manos el territorio en litigio. De momento, los argivos se habían ofrecido a aceptar un tratado para los siguientes cincuenta años, siempre y cuando cualquiera de las dos partes pudiese requerir en el futuro algún enfrentamiento bélico de alcance limitado para decidir el control de Cinuria. Al principio, los espartanos desecharon la propuesta por considerarla absurda; pero, tras considerarla más detenidamente, acataron sus términos y firmaron el tratado porque «deseaban la amistad de Argos, costara lo que costase» (V, 41, 3). Los negociadores argivos debían volver a Esparta con la aprobación oficial hacia finales de junio. Sin embargo, su retraso hizo que los acontecimientos tomaran un rumbo bien distinto.

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