lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro tercero: En busca del centro divino:Prologo.

PROLOGO


373

Aparece el segundo tomo de esta obra diez años después de ver la luz el primero.[1] El tercero lo seguirá inmediatamente. Este prólogo es común a ambos volúmenes, sobre todo teniendo en cuenta que los tomos segundo γ tercero forman una unidad dentro de la obra en conjunto, pues ambos tratan de la historia intelectual de la Grecia antigua en el siglo iv a. c., o sea en la época de Platón, razón por la cual se complementan mutuamente. Estos dos volúmenes dan cima a la historia del periodo clásico de la Hélade. Sería tentador poder pensar en la continuación de la obra a lo largo de los últimos siglos de la Antigüedad, ya que los ideales de la paideia plasmados en el periodo clásico tuvieron un papel tan descollante en el desarrollo y expansión ulteriores de la civilización grecorromana. Más abajo tra­zaré un breve esbozo de este plan ampliado. Pero, llegue o no a realizar este ideal, debo dar gracias a la suerte, que me ha permitido completar mi obra sobre el periodo más grande de la vida de Grecia, la cual, después de haber perdido todos los bienes de este mundo el estado, el poder, la libertad y la vida cívica en el sentido clásico de esta palabra—, pudo todavía decir con su último gran poeta, Menandro: "Hay un bien que nadie puede arrebatarle al hombre, γ es la paideia." Fue el mismo poeta que escribió las palabras que figu­ran como lema al frente de este volumen: "La paideia es un puerto de refugio de toda la humanidad" (Monost., 2 y 312).

Quien crea que la esencia de la historia consiste en la vida orgá­nica de las naciones individuales, deberá considerar el siglo iv como una fase más avanzada en el declinar no sólo del poder político de Grecia, sino también de la estructura interna de la sociedad griega. Desde este punto de vista, no alcanzaríamos a comprender por qué este periodo es tan importante como para justificar un estudio de la extensión de él. Este periodo es una era de importancia única en la historia de la cultura. A través de las tinieblas cada vez más es­pesas del desastre político, se revelan en su ámbito, como conjurados por las exigencias de la época, los grandes genios de la educación, con sus sistemas clásicos de filosofía y de retórica política. Sus idea­les de cultura, que sobrevivieron a la existencia política independiente de su nación, fueron trasmitidos a otros pueblos de la Antigüedad y a sus sucesores como la más alta expresión posible de la huma­nidad. Es corriente estudiarlos bajo esta luz supratemporal, sustra­yéndolos a las luchas tenaces y amargas de su tiempo para asegurar la propia preservación política y espiritual; luchas que los griegos 374 interpretaban de un modo característico como el esfuerzo para de­terminar el carácter de la verdadera educación y la verdadera cultura. Sin embargo, mi propósito ha sido desde el comienzo mismo de esta obra hacer algo completamente distinto: explicar la estructura y la función social de los ideales griegos de la cultura proyectándolos sobre su fondo histórico. Éste es el espíritu que me ha guiado al tratar del periodo de Platón, en estos dos volúmenes; si de algo sir­ven será, especialmente, para ayudar a comprender la filosofía pla­tónica. El propio Platón sabía tan bien que su filosofía nacía de un clima especial de pensamiento y mantenía una posición histórica especial en el desarrollo de conjunto del espíritu griego, que daba siempre a su dialéctica la forma dramática de un diálogo, tomando como punto de partida una discusión entre representantes de los di­versos tipos de la opinión de su tiempo. De otra parte, ningún otro gran escritor revela más claramente que éste la verdad de que el único elemento permanente de la historia es el espíritu, no sólo porque su propio pensamiento sobrevive a lo largo de miles de años, sino por­que el espíritu de la Grecia primitiva perdura en él. Su filosofía es una reintegración de los periodos anteriores de la cultura helénica. En efecto, Platón recoge, deliberada y sistemáticamente, los diversos problemas del periodo preplatónico y los lleva a un plano filosófico más elevado. En este sentido, todo el primer volumen (y no sólo los capítulos que tratan de los pensadores presocráticos, sino, aún más, los que versan sobre los legisladores y los poetas) debe consi­derarse como una introducción al estudio de Platón. En el presente volumen y en el que le sigue se da por supuesto que el tomo primero ha sido leído ya.

Otro punto de vista que indirectamente nos ayuda a comprender a Platón (que debe ser considerado como la culminación de toda historia de la paideia griega) es el contraste entre su obra y su ca­rácter y de los de otras grandes figuras de la misma era, que suelen ser estudiados como si no guardasen la menor relación con la filo­sofía. Yo he intentado interpretar el duelo entre las fuerzas filosófi­cas y las antifilosóficas en torno a la primacía de la cultura en el siglo iv, como un drama histórico propio que no es posible tergi­versar sin oscurecer nuestra comprensión del conjunto del problema y confundir los términos de esta antitesis, fundamental en la historia del humanismo hasta nuestros días.

Cuando hablo del "siglo iv", no interpreto este periodo en un sentido cronológico estricto. Históricamente, Sócrates pertenece al siglo anterior, pero aquí se le considera como la figura que marca el viraje intelectual de comienzos del periodo de Platón. La influencia real de Sócrates empezó a revelarse de un modo postumo cuando los hombres del siglo iv comenzaron a discutir en torno a su carácter e importancia; todo lo que conocemos acerca de él (fuera de la cari­catura de Aristófanes), es un reflejo literario de esta influencia que 375 ejerció sobre sus contemporáneos más jóvenes y que se convirtió en fama después de su muerte. Me sentía movido a estudiar la me­dicina, como teoría de la naturaleza del hombre, en el volumen III, teniendo en cuenta la gran influencia que llegó a ejercer sobre la estructura de la paideia de Sócrates y Platón. Y abrigaba en un principio el propósito de llevar el segundo volumen hasta el periodo en que la cultura griega logró la dominación del mundo (véase pró­logo al volumen 1). Este plan ha sido desechado ahora para susti­tuirlo por un análisis más completo de las dos manifestaciones fun­damentales de la paideia en el siglo IV: la filosofía y la retórica, de las que habrían de derivarse siglos más tarde las dos formas princi­pales del humanismo. La era helenística será tratada, pues, en un libro aparte. Aristóteles deberá ser estudiado, con Teofrasto, Menandro y Epicuro, a comienzos del periodo helenístico, cuyas raíces de vida se remontan hasta el siglo IV. Aristóteles es, como Sócrates, una figura que marca la transición entre dos épocas. Sin embargo, en Aristóteles, maestro de los entendidos, la concepción de la paideia sufre un notable decrecimiento de intensidad que hace difícil situar esta figura al lado de la de Platón, el verdadero filósofo de la paideia. Los problemas que envuelve la relación entre cultura y ciencia, pro­blemas característicos de la Alejandría helenística, se perfilan clara­mente por vez primera en la escuela de Aristóteles.

A la par con las discusiones culturales del siglo IV que se des­criben en estos dos volúmenes y con el impacto de la civilización humana sobre Roma, el tema histórico más importante de esta obra es la trasformación de la paideia griega helenística en la paideia cristiana. Si dependiese enteramente de la voluntad del autor, sus estudios acabarían con una descripción del vasto proceso histórico a través del cual fue helenizada la cristiandad y cristianizada la civi­lización helénica. Fue la paideia griega la que puso los cimientos de aquel fogoso y secular pugilato reñido entre el espíritu griego y la religión cristiana, cada uno de los cuales se esforzaba en señorear o asimilar al otro, y de su síntesis final. Al mismo tiempo que tratan de un periodo histórico propio y separado, el segundo y tercer volu­men de esta obra pretenden tender un puente sobre la sima que se abre entre la civilización griega clásica y la cultura cristiana de la baja Antigüedad.

El método con que había de tratarse la materia tenía que obedecer lógicamente a la naturaleza de los materiales estudiados, los cuales no pueden entenderse plenamente a menos que se diferencien, descri­ban y analicen cuidadosamente todas las múltiples formas, contrastes, planos y estratos en que se presenta la paideia griega, tanto en sus aspectos individuales como en sus aspectos típicos. Lo que se necesita es una morfología de la cultura, en el verdadero sentido histórico. Los "ideales de la cultura griega" no pueden moverse por separado en el vacío de la abstracción sociológica ni tratarse como tipos 376 uníversales. Cada forma de areté, cada nuevo arquetipo moral creado por el espíritu griego deben estudiarse en el tiempo γ en el sitio en que surgieron, rodeados de las fuerzas históricas que les dieron vida y chocaron con ellos, y plasmados en la obra del gran escritor crea­dor que les infundió una forma artística representativa. Con no menor objetividad que la del escritor al relatar las acciones externas y retratar los caracteres, el artista, cuando trate de los aspectos in­telectuales de la realidad, debe registrar todos los fenómenos de al­guna importancia que caigan dentro de su campo visual, ya se trate del ideal de carácter expresado en los príncipes de Homero o de la sociedad aristocrática reflejada en los heroicos atletas juveniles de la poesía de Píndaro, o de la democracia de la era de Pericles, con su ideal del ciudadano libre. Cada una de las fases contribuyó a su modo al desarrollo de la civilización griega, antes de ser suplantadas, cada una de ellas y todas en conjunto, por el ideal del ciudadano filosófico del mundo y por la nueva nobleza del hombre "espiritual" que caracteriza la era de los imperios helenísticos en su apogeo, y forma una transición hacia la concepción cristiana de la vida. En cada uno de estos periodos hubo elementos esenciales que sobrevivie­ron y pasaron a otros periodos posteriores. Este libro subraya fre­cuentemente que la cultura griega se desarrolló no destruyendo sus bases previas, sino siempre tranformándolas. El cuño que había venido empleándose hasta entonces no era arrojado como inservible, sino remozado. La regla de Filón metaxa/ratte to\ qei=on no/misma do­minó la cultura griega desde Homero hasta el neoplatonismo y los Padres Cristianos de la baja Antigüedad. El espíritu griego labora remontando las cumbres previamente alcanzadas, pero la forma en que trabaja se rige siempre por la ley de la estricta continuidad.

Cada una de las partes de este proceso histórico constituye una fase, pero no hay en él ninguna parte que sea simplemente una fase y nada más. Porque, como ha dicho un gran historiador, cada pe­riodo se halla "directamente en contacto con Dios". Cada edad tiene derecho a ser valorada por si misma; su valor no reside simplemente en el hecho de ser un instrumento en función de cualquier otro periodo. La posición que en definitiva ocupe dentro del panorama general de la historia dependerá de su capacidad para infundir forma espiritual e intelectual a su propia y suprema obra. Pues es a través de esta forma como influirá de un modo más o menos fuerte y per­manente en las futuras generaciones. La función del historiador consiste en emplear su imaginación para sumergirse profundamente en la vida, en las emociones, en el color de otro mundo más vivido, olvidándose enteramente de sí mismo y de su propia cultura y so­ciedad y pensando de este modo en función de vidas ajenas y de sentimientos que no le son familiares, a la manera como el poeta infunde a sus personajes el hálito de la vida. Y esto no se refiere solamente a los hombres y a las mujeres, sino también a los ideales 377 del pasado. Platón nos ha prevenido contra la tendencia a confundir al poeta con sus héroes y los ideales de aquél con los de éstos o de servirse de sus ideas contradictorias para construir un sistema que luego asignamos al poeta mismo. Del mismo modo, el historiador no debe intentar reconciliar las ideas pugnantes que se abren paso en la batalla entre los grandes espíritus ni erigirse en juez sobre ellas. Su misión no consiste en mejorar el mundo, sino en comprenderlo. Que los personajes de quienes se ocupa pugnen entre sí, delimitándose así los unos a los otros. El historiador debe dejar que el filósofo resuelva sus antinomias. Esto no quiere decir, sin embargo, que la historia del espíritu sea puro relativismo. Pero el historiador no debe, indudablemente, aventurarse a decidir quién se halla en pose­sión de la verdad absoluta. Mas sí está en condiciones de emplear el criterio de la objetividad tucidideana en una escala amplia para poner de relieve las líneas generales de un arquetipo histórico, una verdadera cosmogonía de valores, un mundo ideal llamado a sobre­vivir al nacimiento y a la muerte de estados y de naciones. Y eso convierte su obra en un drama filosófico nacido del espíritu de la contemplación histórica.

Al ponerse a escribir una historia de la paideia en el siglo IV, la selección de los materiales por el historiador se halla determinada en una gran medida por el tipo de testimonios que han llegado a nos­otros. En la baja Antigüedad, los documentos elegidos para ser pre­servados lo eran enteramente a causa de su importancia para el ideal de la paideia, y prácticamente se dejaba perecer todo libro que se consideraba carente de valor representativo desde este punto de vista. La historia de la paideia griega se funde completamente con la his­toria de la trasmisión y la conservación de los textos clásicos por medio de manuscritos. Por eso son tan importantes para nuestros fines el carácter y la cantidad de la literatura del siglo iv que ha llegado a nuestros días. En esta obra se discute cada uno de los libros de aquella era que se han conservado con el fin de demostrar cómo vive conscientemente en todos ellos y preside su forma la idea de la paideia. La única excepción a esta regla es la oratoria forense. Aun­que ha llegado a nosotros una gran cantidad de este tipo de litera­tura, no lo estudiamos aquí por separado. Y no porque no guarde relación alguna con la paideia: Isócrates y Platón dicen repetidas veces que Lisias y sus colegas pretendían ser representantes de un tipo de educación superior. La razón de que prescindamos de ella es que la oratoria política no tardó en hacer pasar a segundo plano la obra realizada por los maestros de la retórica procesal. Sería irrealizable e indeseable, ante materiales tan copiosos, tratar por extenso de las dos ramas de la oratoria. Y realmente hay que reconocer que Isó­crates y Demóstenes son figuras de oradores mucho más importantes que los que se dedicaban a escribir discursos breves.

El estudio de Platón forma de por sí un libro aparte dentro de 378 estos dos volúmenes. Esta figura ocupó durante muchos años el cen­tro de mi interés y, naturalmente, mi trabajo en torno a ella desem­peñó un papel decisivo en la concepción de la obra. Cuando, hace aproximadamente veinte años, intenté llamar la atención de los estu­diosos hacia el aspecto de la historia helénica que los griegos llama­ban paideia, pensaba principalmente en Platón. El punto de vista desde el cual he estudiado aquí esta figura fue desarrollado por mí en una serie de conferencias titulada Platos Stellung im Aufbau der griechischen Bildung (Berlín, 1928), y ya antes, en mi ensayo Platos Staatsethik (Berlín 1924), al que se hacen referencias en el texto. Mis ideas han sido expuestas en gran número de artículos, monografías y disertaciones sobre Platón, publicados por mis discí­pulos, y han llegado a alcanzar cierta influencia en círculos más am­plios, pero hasta ahora no había tenido ocasión de presentarlas como un todo coherente. Al revisar el libro, ahora que está terminado, echo de menos en él un capítulo sobre el Timeo de Platón, dedicado a examinar las relaciones entre su concepción del cosmos y la ten­dencia paidéutica fundamental de su filosofía. En vez de trazar por segunda vez una descripción de la Academia, bastará con que remita a los lectores al capítulo correspondiente de mi Aristóteles. En cuan­to a la teología filosófica griega, me he aventurado a remitirme a una obra que vera la luz en un próximo futuro. Mis estudios preli­minares para el capítulo sobre la medicina griega rebasaron los lími­tes de esta obra y fueron publicados como libro aparte (Diokles von Karystos). Mis estudios sobre Isócrates y Demóstenes se basan tam­bién en monografías anteriormente publicadas por mí.

Aprovecho la oportunidad que me brinda este prólogo para ex­presar mi sincera gratitud al traductor de los volúmenes segundo y tercero de mi obra, señor Wenceslao Roces, catedrático que fue de Derecho Romano en Salamanca y residente en la actualidad en Mé­xico. Su gran experiencia como traductor y su conocimiento de la historia del mundo antiguo le permitieron realizar la enorme tarea de verter al español los dos nuevos volúmenes de la paideia con una rapidez casi increíble, lo que permite que el libro impreso salga a la luz solamente un año después de haber comenzado la traducción. La fidelidad con que ha interpretado mi pensamiento y la facilidad y soltura con que ha traducido a su idioma la forma del texto original me ha llenado de admiración al examinar la versión española, primero en el manuscrito y luego en las pruebas de imprenta.

Debo expresar también mi gran reconocimiento al señor Francisco Giner de los Ríos, escritor español residente en México, que trabajó infatigablemente en la corrección de las pruebas de imprenta de esta versión y la enriqueció con su valioso índice analítico. Doy las gracias, finalmente, al Fondo de Cultura Económica y a su director, Lic. Daniel Cosío Villegas, por haber acometido la empresa de pu­blicar esta obra tan voluminosa y haberle dado cima con tanto éxito,  379 bajo las difíciles condiciones de la guerra. A ello se debe que la edición latinoamericana de la obra vea la luz a una distancia de muy pocos meses de la publicación por la Oxford University Press, de Nueva York, de los volúmenes II y III.

La versión española, al igual que la traducción inglesa paralela a ella, ha sido hecha del texto original alemán, todavía inédito.

Cambridge, Mass., julio de 1944.
werner jaeger





[1] * Se refiere a la edición alemana. [E.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario