miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 26 Tras el desastre (414-413)

REVOLUCIÓN EN ATENAS Y EN EL IMPERIO


En el 413, al término de la campaña siciliana, se extendió rápidamente entre los pueblos helenos la creencia de que el desmoronamiento de Atenas estaba cerca; sin embargo, estas predicciones se probaron demasiado prematuras. Aun así, había motivos para la expectación, porque Atenas se enfrentaría durante los siguientes años a una serie de alzamientos en el seno de su Imperio y a una agitación interna que bien podrían haberla conducido al desastre. Sólo gracias a una determinación y esfuerzo extraordinarios, Atenas pudo proseguir la lucha.
La inmensa influencia del Imperio persa se dejaría sentir durante el resto de la contienda. Contrariamente a lo esperado, tras el esfuerzo bélico el Imperio ateniense no se vino abajo, lo que dejó patente que Esparta y sus aliados no podrían vencer sin construir una flota y derrotar a Atenas en el mar. Y eso sólo podría conseguirse con la ayuda de los persas, quienes por sí solos se bastaban para proporcionar la ayuda financiera y militar necesaria. Aunque los espartanos y los persas compartían la ambición de aniquilar la hegemonía ateniense, los objetivos del Gran Rey chocaban con la visión y las metas de Esparta. Los atenienses también necesitaban fondos para reconstruir su flota, que había quedado en un estado lamentable, y, sobre todo, debían evitar que los persas asistieran al enemigo. Así pues, tras la guerra en Sicilia, toda la atención se volcó hacia el este, hacia el Gran Rey de Persia y los sátrapas de sus provincias occidentales.



 Capítulo 26

 

 

Tras el desastre (414-413)


Las noticias del desastre en Sicilia alcanzaron Atenas probablemente hacia el final del mes de septiembre del año 413, cuando, según se dice, un extranjero le contó la historia a un barbero del Pireo, y éste se apresuró a relatarla por toda Atenas, donde nadie quiso prestarle crédito. Las gentes dudaron del alcance de la tragedia durante algún tiempo, incluso tras haber oído los relatos de los soldados que habían podido escapar de la isla. Cuando finalmente aceptaron la verdad, asustados y enfadados, dejaron caer su ira sobre la clase política, a la que, junto a los oráculos que habían augurado un gran éxito, responsabilizaron del destino de la expedición, «como si no la hubieran votado ellos mismos» (VIII, 1, 1).
Se lloró a los compatriotas desaparecidos, y conforme se fueron estimando las ganancias del enemigo frente a sus propias pérdidas, comenzaron desesperadamente a temer por su propia seguridad. Se esperaban alzamientos a lo largo del Imperio, acompañados de un ataque peloponesio sobre Atenas, y todos eran conscientes de lo mal equipada que estaba la ciudad para enfrentase a tales lides. Por otro lado, el escaso número de hombres en edad de combatir era dramático. No sólo la peste había acabado con un tercio de la población y dejado inválidos a muchos; además, la propia expedición se había cobrado las vidas de unos tres mil hoplitas, unos nueve mil marineros y un millar de metecos. Es posible que hacia el año 413 los atenienses contaran sólo con unos nueve mil hoplitas de todas las edades, quizás unos once mil remeros y tres mil metecos, menos de la mitad de efectivos de los que tenían al comienzo de la guerra. También habían perdido doscientos dieciséis trirremes, de los cuales ciento sesenta eran atenienses; sólo quedaban un centenar de embarcaciones, y no todas estaban en condiciones de hacerse a la mar.
El tesoro de la ciudad se había reducido drásticamente, y efectuar reparaciones y construir nuevas embarcaciones era muy costoso. De los casi cinco mil talentos disponibles en el año 431, restaban entonces en el tesoro únicamente unos quinientos. El contingente del fuerte espartano en Decelia había ayudado a escapar a unos veinte mil esclavos, y el permanente peligro que los espartanos representaban no permitía que los atenienses trabajaran sus granjas en paz, mientras los asaltos beocios esquilmaban las aldeas y el ganado. Muchos tuvieron que trasladarse del campo a la ciudad, donde la demanda creciente de cualquier producto disparó los precios. Era preciso llevar a cabo más exportaciones con urgencia, y los costes se incrementaron al tener que cubrir mayores distancias. Los asuntos de beneficencia hicieron disminuir aún más el tesoro, pues el Estado debió hacerse cargo de las necesidades de las viudas y los huérfanos de guerra.
Las pérdidas sufridas por muchos particulares de Atenas mermaron la capacidad de provisión de naves del Estado. En el pasado, los ricos habían podido equipar navíos de guerra de forma independiente como pago de su turno de servicios a la ciudad; sin embargo, ahora tuvieron que introducir la figura de la «sintrierarquía», por la que se permitía que dos hombres corrieran con la mitad de los gastos de una embarcación. Los atenienses ricos tampoco podían hacerse cargo del pago de impuestos, ni siquiera en este caso de extrema emergencia.
LOS «PROBULOI»

La expedición a Sicilia también había privado a los atenienses de la flor y nata de sus generales con mejor y mayor experiencia: Demóstenes, Lámaco, Nicias y Eurimedonte habían muerto, Alcibíades estaba en el exilio y ninguno de los cuatro generales conocidos en el año 413 había ostentado antes puestos de mando. Entre sus líderes políticos, no sólo habían perdido a Nicias y a Alcibíades, sino que Hipérbolo también se hallaba en el destierro. Para llenar este vacío de poder, los atenienses decidieron «elegir un Consejo de ancianos que sirvieran como probuloi para procurar consejo y sacar adelante la legislación concerniente a los problemas actuales que pudiera requerir la situación» (VIII, 1, 3). Eligieron a diez miembros, un varón mayor de cuarenta años por cada clan o tribu, y posiblemente se les concedió el derecho a presentar proyectos de ley en la Asamblea, con lo que reemplazaron al Consejo en su función primaria. Sus poderes formales, sumados a los de su edad, la elección durante tiempo ilimitado y la vaguedad y generalidad de sus cargos, les otorgaron una influencia y autoridad sin precedentes.
Sólo nos han llegado los nombres de dos probuloi: Hagnón y Sófocles, el gran poeta trágico. Hagnón había sido general con Pericles durante la campaña contra Samos en el año 440, de modo que en el 413 debía de superar los sesenta años. Fue defensor de Pericles y una figura pública de gran renombre. Sófocles, que estaría en los ochenta años cuando fue elegido próbulo, también había sido general y había sido elegido para el alto cargo de tesorero de la Liga ateniense; aunque, en realidad, era más conocido por haber cosechado múltiples premios por sus tragedias durante más de medio siglo, lo que le convirtió en uno de los hombres más famosos y admirados de toda Grecia. Sófocles, al igual que Hagnón, también había trabajado junto a Pericles. Ambos eran ricos, acumulaban una larga experiencia y eran respetados por sus conciudadanos; en el contexto del año 413, también eran conservadores, aunque sus vínculos con Pericles garantizaban que no eran oligarcas ni enemigos de la democracia.
Tucídides no puede evitar ironizar sobre la democracia pospericleana: «Ante el terror del momento, y como suele hacer el demos, estaban dispuestos a ejecutarlo todo con gran disciplina» (VIII, 1, 4). De hecho, la Asamblea ateniense, que actuó con una prudencia y una contención dignas del propio Pericles, limitó sus poderes por un lado, mientras a su vez otorgaba poderes extraordinarios a un Consejo de representantes moderados, respetados y merecedores de confianza por su apego a la tradición. En una de sus primeras acciones, «decidieron, en la medida que la situación lo permitiera, no ceder, sino armar una nueva flota, obteniendo madera y dinero donde fuera posible, afianzar la situación de la alianza, en especial en Eubea, y reducir el gasto público» (VIII, 1, 3).
Además de nuevos barcos, los atenienses levantaron una fortificación en Sunio, en la punta sur del Ática, para proteger la ruta que seguían las embarcaciones de grano, y abandonaron el fortín de Laconia por resultar costoso e ineficaz: «Si pensaban que algún gasto era inútil, lo reducían en nombre del interés económico» (VIII, 4). En lo referente a sus aliados, se mantuvieron vigilantes «para que no pudieran alzarse contra ellos» (VIII, 4), y también reemplazaron la recaudación de tributos basados en las ganancias de cada territorio aliado por una tasa única del cinco por ciento sobre todas las mercancías importadas o exportadas por mar. Esta medida se llevó a cabo para aumentar los ingresos de la hacienda pública más allá de lo que se podía esperar de un imperio al borde de la rebelión. El nuevo impuesto también haría oscilar la presión fiscal de los terratenientes a los comerciantes; ya que éstos extraían beneficios directos del Imperio, eran más proclives a Atenas y, en consecuencia, se mostrarían menos remisos a desembolsar los gravámenes. Sin embargo, «los súbditos de los atenienses se mostraban dispuestos a rebelarse más allá de su propia fuerza» (VIII, 2, 2) y, en el curso de un año, se produjeron alzamientos en algunas grandes regiones como Eubea, Quíos, Lesbos, Rodas, Mileto y Éfeso; aun así, sin la ayuda de Esparta y sus aliados, carecían de medios para conquistar su libertad.
LAS AMBICIONES ESPARTANAS

La derrota ateniense en Sicilia dio a los espartanos una confianza renovada y despertó en ellos un abanico de objetivos bélicos más ambicioso. Mientras en un principio decían haber entrado en guerra «para libertar a los griegos», ahora creían que, si triunfaban sobre Atenas, «ellos mismos obtendrían con toda seguridad la hegemonía sobre toda Grecia» (VIII, 2, 4). Muchos espartanos habían engrosado las filas de los que pensaban que «disfrutarían de una mayor riqueza, que Esparta sería más poderosa y grande, y que las familias de algunos particulares verían su prosperidad acrecentada» (Diodoro, XI, 50).
No sólo el éxito militar, sino también algunos cambios sufridos por la sociedad espartana contribuyeron a aumentar esta facción en particular. El número de ciudadanos espartanos que disfrutaba de plenos derechos estaba en descenso: en Platea, en el 479, lucharon unos cinco mil hoplitas; en Leuctra, en el 371, sólo lo harían mil; en el 418, en Mantinea, estuvieron presentes unos tres mil quinientos. Algunas prácticas espartanas como la separación forzosa de los esposos durante sus años más fértiles y la pederastia continuaron disminuyendo el número de su progenie, factores que habría que sumar al hecho de que algunos espartiatas acostumbraban a tener pocos hijos deliberadamente, para no tener que repartir la herencia. También intentaron adquirir tanta tierra de manera privada y otras riquezas como les fue posible, cuando éstas podían disfrutar del subsidio público.
Más aún, conforme decrecía el número de espartiatas, se incrementaba la proporción de hombres libres de Laconia que, en la práctica, no lo eran. En el año 421, había unos mil neodamodes en la región, flotas que habían combatido en la milicia espartana y a los que se les había dado como recompensa la libertad y una porción de tierra; hacia el 396, eran unos dos mil. Probablemente ellos y sus hijos esperaban alcanzar la condición de espartiatas, ya que este título implicaba algún grado de ciudadanía. Otro de estos grupos consistía en los hipomeiones, o «inferiores», que por lo visto estaba formado mayoritariamente por hombres nacidos en el seno de la clase espartiata y que por lo tanto, eran posibles candidatos a ser elegidos como ciudadanos. No obstante, su pobreza les impedía mantener los costes de la alimentación comunal, así que, despojados de su honor e indignos de respeto, quedaban excluidos de la ciudadanía.
Como hombres libres fuera del vínculo espartiata todavía quedaban los llamados «motaces». Parece que algunos de ellos eran hijos ilegítimos de varones espartiatas y mujeres ilotas, aunque es probable que también hubieran sido considerados espartiatas por ambas partes pero fueran demasiado pobres para contribuir al sustento de la comunidad. No obstante, debieron de haber pasado algún período de instrucción y ser elegidos por ello como integrantes de un comedor comunal, con su parte a cargo de algún mecenas de buena posición. Tres hombres pertenecientes a esta última clase (Gilipo, Calícrates y Lisandro) llegaron a ocupar cargos de importancia durante la guerra. El hecho de que personas de origen inferior alcanzaran posiciones preeminentes y honorables significaba que otros podían aspirar a hacer lo mismo, al menos si llegaban a adquirir la riqueza suficiente para ser admitidos en alguna de las mesas y lograban la ciudadanía plena. Aquellos que carecían de medios para conseguirla podían obtenerla gracias a los frutos de la guerra, la conquista y la hegemonía espartanas. Sin lugar a dudas, estos hombres se convertirían con el tiempo en un grupo de presión a favor de unas políticas más agresivas de lo que estaban acostumbrados los espartanos.
En el año 413, la ambiciosa facción bélica espartana tropezaba con menos oposición que en cualquier otro momento. Agis, al que se tenía en gran estima por la gloria obtenida en Mantinea, permanecía en Decelia con más poder del que habitualmente disfrutaban los monarcas espartanos, y estaba deseoso por aumentar su propia influencia, su reputación y la de su ciudad. Los más conservadores, que se oponían a las aventuras fuera del Peloponeso, carecían en su bando de una figura tan formidable. Sumido en el desprestigio, el rey Plistoanacte no podía hacer más que quedarse fuera de la lucha y rezar en silencio por la paz.
Por momentos, la empresa de acabar la contienda con una victoria rápida era para Esparta más difícil de lo que podía parecer. Los atenienses, como ya había ocurrido en el pasado, no podrían considerarse vencidos a no ser que se los derrotara en el mar, pero los espartanos carecían de navíos, de tripulantes capacitados y de fondos para construir los unos y pagar a los otros. Esparta había dependido en gran medida de sus aliados para cubrir esta serie de necesidades y, aunque sus economías habían resultado seriamente dañadas a causa de la contienda, en el 413 se instauró una cuota por la que cada uno tenía que contribuir con un número de barcos: veinticinco por parte espartana y otros tantos de Beocia; quince naves de Corinto y otras quince de Lócride y Fócide juntas; diez por parte del consorcio de Arcadia, Pelene y Sición; y las mismas para la agrupación de Megara, Trecén, Epidauro y Hermíone. Estos números son bajos si los comparamos con el potencial inmediatamente anterior al conflicto; aparte de que, para derrotar a los atenienses, un centenar de trirremes no serían suficientes. Por lo visto, ni siquiera se llegó a cubrir la cuota; así que, en la primavera del 412, sólo había treinta y nueve naves listas para el combate. Durante el resto de la guerra en el mar, los aliados peninsulares no suministrarían muchas más embarcaciones a Esparta y, aunque ésta esperaba grandes aportaciones de sus aliados en Sicilia, hacia el año 412 sólo habían llegado veintidós naves de Selinunte y Siracusa, y cinco más de esta última en el 409.
Si se tiene en cuenta la realidad económica de la alianza peloponesa, Persia se perfilaba como la única posibilidad de obtener la ayuda adecuada, pero no sería una tarea fácil conseguirla. Los espartanos, que habían combatido con el lema de la «libertad para los griegos», estaban ahora en la obligación de acabar con el Imperio ateniense y restaurar la autonomía de sus súbditos, muchos de los cuales habían estado con anterioridad sometidos al yugo persa en uno u otro momento.
Los persas deseaban recuperar el control sobre la mayoría de los territorios, si no sobre todos ellos, por lo que un conflicto de intereses era inevitable: la situación se complica si tenemos en cuenta el hecho de que un gran número de espartanos ya estaba planeando conservar las ciudades «liberadas» para explotarlas por sí mismos.
Aunque Esparta y Persia habían mantenido una comunicación regular durante los primeros diez años de la contienda, la relación entre ambas, al perseguir objetivos opuestos, nunca había sido muy productiva. En el año 425, los atenienses habían interceptado un correo persa con una carta del Gran Rey, en la que éste expresaba su confusión por los mensajes tan variados que le llegaban de Esparta.
Al mismo tiempo, los atenienses habían tratado de reabrir las negociaciones con los persas, pero el rey Artajerjes falleció antes de poder alcanzar ningún acuerdo. Su desaparición desató una batalla sucesoria, y el ganador tomó el nombre de Darío II. Darío, uno de los diecisiete hijos bastardos del monarca difunto, se sentaba en un trono inseguro, ya que los dieciséis vástagos restantes seguían vivos. En los años 424-423, los atenienses y los persas establecieron el tratado de Epílico, cuya pretensión era conseguir una «amistad duradera» entre ellos (Andócides, Sobre la paz, XXIX). Bajo la amenaza de la campaña de Brásidas en Anfípolis, Atenas tenía la obligación de evitar que Persia socorriera a Esparta a cualquier precio. Darío II, cuando vio peligrar su posición al sufrir diversas revueltas en sus territorios durante los años siguientes, no dejó de alegrarse por haber suscrito el tratado con Atenas.
La Paz de Nicias no alentó en Darío cambios políticos de ningún tipo. Atenas controlaba los mares y el tesoro aumentaba con la recaudación de tributos que transportaban sus naves, mientras ningún gasto militar lo hacía mermar: no había razón alguna para alterar el statu quo. Sin embargo, la derrota de Sicilia dio al traste con el equilibrio de poderes. Aun así, a la hora de conseguir sus metas y recuperar sus anteriores posesiones griegas, a los persas tampoco les sería fácil ponerse de acuerdo con los espartanos.
AGIS AL MANDO

Tras la campaña de Sicilia, «ambos bandos hicieron preparativos como si la guerra volviera a sus inicios» (VIII, 5, 1). Los espartanos retomaron la ofensiva, y esta vez los atenienses sólo podían disponer su defensa. Antes de la guerra, Arquidamo había profetizado que, entre los espartanos, el conflicto pasaría de padres a hijos; de hecho, Agis, su propio hijo, se puso a la cabeza de los destacamentos espartanos de Decelia en el año 413, donde ostentaría plenos poderes «para enviar un ejército donde quisiera, para reclutar tropas y recaudar fondos. Durante este período, se podría decir que los aliados le obedecieron más a él que a los de Esparta porque, al estar al mando de un ejército, podía aparecer veloz en cualquier parte y sembrar el terror» (VIII, 5, 3).
Agis, que luchaba tanto para aumentar el poderío espartano como su propia gloria, se desplazó con un ejército a la Grecia central para iniciar una campaña que desvelaría el alcance de su programa de agresión y el de Esparta. A finales del otoño, en su esfuerzo por recobrar Heraclea, en la región de Traquinia, junto al golfo de Málide, se dirigió a la vecina Eta (Véase mapa[45a]). Heraclea había sido fundada por los espartanos en 426, pero los beocios la habían ocupado en los años 420419 con el pretexto de evitar que cayera bajo el control ateniense. Hacia el año 413, a los espartanos podía servirles como base desde donde fomentar la rebelión a lo largo y ancho del Egeo, y en el 409, ya se encontraba de nuevo en sus manos. Sin embargo, Agis, que tenía planes más ambiciosos, comenzó a extorsionar a las gentes locales y a tomar rehenes para forzarlos a pagar y a unirse a la Liga espartana. Estas acciones supusieron la expansión de la dominación espartana en la Grecia central, cuya política de agresión continuaría una vez acabada la contienda hasta establecer lo que los historiadores modernos llaman «la hegemonía espartana».
LAS INICIATIVAS PERSAS

Agis, al volver de Decelia, se mostró de acuerdo en apoyar la rebelión de los eubeos contra Atenas, pero, antes de que pudiera actuar, llegó una embajada de Lesbos para solicitar el apoyo espartano a favor de su propio alzamiento. Agis decidió socorrer a Lesbos, y envió diez embarcaciones y tres centenares de neodamodes; los beocios colaboraron por su parte con diez trirremes adicionales. En esos momentos, dos delegaciones más, ambas con apoyo persa, fueron directamente a Esparta para solicitar ayuda en sus respectivas rebeliones. Una venía de Quíos y de Eritras, acompañada por un enviado de Tisafernes, el sátrapa persa de Sardes; la otra apareció en nombre de Farnabazo, sátrapa de la provincia helespontina del Imperio persa. Los emisarios griegos que hablaron por los persas rogaron a los espartanos que apoyasen a las ciudades griegas del Helesponto. Los sátrapas tenían la autorización del Gran Rey, lo que anunciaba que Persia estaba lista para unirse a la guerra contra Atenas.
Darío había estado presionando a los sátrapas para recaudar los impuestos y atrasos de las ciudades griegas que Persia había perdido en el año 479. Esta medida no sólo rompía el tratado acordado con Atenas doce años antes, sino que socavaba la política que los persas habían venido practicando desde mediados de ese siglo, y por la que mantenían buenas relaciones con los atenienses. ¿Por qué quería el Gran Rey luchar contra Atenas de nuevo? Algunos expertos hacen hincapié en el desagrado que le provocaba la continuación de la dudosa alianza de Atenas con Amorges, hijo ilegítimo del sátrapa Pisutnes, el cual se había rebelado contra el Gran Rey en Caria; sin embargo, la explicación más plausible del cambio de postura de los persas y el origen de los augurios de la ruina ateniense no deja de ser el más obvio: el desastre en Sicilia. Para el Gran Rey, había llegado el momento de sumarse a una guerra contra un oponente desesperadamente débil y recuperar, junto con su honor y sus rentas, los territorios perdidos.
Los enviados de los sátrapas eran en realidad rivales, y cada uno intentó ganarse el apoyo espartano instigando la rebelión contra Atenas en su propia provincia para conseguir llevarse el mérito de haber ganado la alianza en solitario ante los ojos del Gran Rey. En los asuntos diplomáticos de este cariz, los espartanos aún estaban más divididos entre sí. En primer lugar, en Decelia había divergencias de opinión entre Esparta y Agis. Aunque el monarca había decidido ayudar a Lesbos, en Esparta «se había generado una gran controversia, pues algunos habían intentado convencer a la Asamblea de que enviara tropas de infantería y navíos primero a Jonia y Quíos, mientras otros creían que era mejor dirigirse al Helesponto» (VIII, 6, 2). De hecho, cualquiera de las cuatro propuestas contaba con buenos argumentos. Los atenienses guardaban sus rebaños en Eubea, y contaban con ellos como fuente de aprovisionamiento. Cuando ésta se rebeló en el 411, se asustaron aún más que tras el desastre de Sicilia, porque «obtenían más beneficios de allí que del Ática» (VIII, 96, 2). Lesbos era una gran isla, rica y populosa, emplazada estratégicamente para situar una base desde donde cortar la arteria vital de los atenienses al mar Negro. Así pues, la oferta de Farnabazo surtió un gran efecto, ya que ofrecía acceso al mismísimo Helesponto, con la atracción adicional del apoyo financiero persa.
QUÍOS: LA ELECCIÓN ESPARTANA

Finalmente, sin embargo, los espartanos se mostraron dispuestos a favorecer la petición de los habitantes de Quíos y de Tisafernes, porque las de Eubea y Lesbos no incluían ni una flota ni la promesa del apoyo persa. A primera vista, la propuesta de Farnabazo podía parecer más atractiva, ya que el éxito en el Helesponto prometía una victoria más rápida sobre Atenas, además de que sus compromisarios portaban veinticinco talentos en moneda. Pero, primero, a Tisafernes parecía atraerle más el oeste en la contienda contra Atenas; y segundo, con su participación, los quiotas aportarían una flota importante. La decisión espartana también se vio favorecida por Alcibíades, que necesitaba probar su valor ante sus anfitriones, incrédulos a la sazón, y que concebía la rebelión quiota que había dado origen a la campaña de Jonia como una oportunidad única para hacerlo. Alcibíades disponía de un montón de amigos de buena posición en la región jónica, y por ello esperaba presentarse ante los espartanos como una figura indispensable dentro de la región.
Los espartanos optaron por comprobar si la ciudad de Quíos y su armada eran tan grandes como aseguraban sus habitantes. Sólo entonces votarían a favor de su entrada y la de Eritras, al otro lado de la bahía, en la Alianza. Se decidió enviar cuarenta trirremes —diez de los cuales se harían a la mar inmediatamente a las órdenes del almirante Meláncridas— para que se unieran a la flota quiota, compuesta por sesenta embarcaciones. Sin embargo, antes de partir, un temblor de tierra les indujo a reducir la primera misión a cinco naves, con Calcideo al mando. Aunque la expedición había sido aprobada, en la primavera de 412 todavía no había zarpado ningún barco.
Si bien es cierto que los espartanos se tomaban los terremotos y los augurios muy en serio, los factores políticos y estratégicos sin duda tuvieron un papel importante en el retraso. A Agis no debió de gustarle que su plan fuera rechazado. La Liga del Peloponeso tenía que ser llamada a consultas antes de emprender una expedición naval, porque la mayoría de los barcos, anclados en el golfo de Corinto por motivos de seguridad, pertenecían a los aliados. Cuando finalmente se reunió el Congreso en Corinto, se decidió enviar una flota al mando de Calcideo a Quíos, pero también otra a Lesbos, como Agis deseaba, ésta a las órdenes de Alcámenes, «el mismo que Agis tenía en mente» (VIII, 8, 2). La tercera misión, que comenzaría después de la campaña de Lesbos, se desplazaría al Helesponto con Clearco. Esta estrategia a tres bandas tan intrincada es posiblemente un reflejo de la complicada situación política que se vivía en Esparta.
El Congreso votó a favor de que las naves se hicieran a la mar de forma inmediata sin ocultar sus movimientos, «pues así se vanagloriaban ante la impotencia de los atenienses, ya que su flota no daba señales» (VIII, 8, 4). Aunque, en realidad, se desplazaron con gran precaución, ya que todavía se mantenía con fuerza la huella de las humillaciones sufridas a manos de la armada de Atenas; sin embargo, justo entonces, los corintios se negaron a partir hasta que los Juegos Ístmicos no hubieran terminado. A pesar de que Agis se ofreció a comandar la expedición a Quíos y a dejar tranquilos a los corintios mientras durase el acontecimiento, éstos consiguieron sumar los suficientes votos aliados para hacerlo a su manera, y la propuesta quedó denegada.
Como es lógico, la demora resultante dio a los atenienses el tiempo necesario para descubrir el complot. Acusaron a los quiotas, sus últimos aliados con flota propia, de rebelión, y exigieron que donasen algunas embarcaciones a la armada imperial como prueba de su buena fe. Como los oligarcas de Quíos temían que las gentes de la isla se opusieran a sus planes con la ayuda de algunos mandatarios fieles a Atenas, y al ver que los peloponesios parecían seguir pensándoselo, comenzaron a creer que la ayuda prometida no llegaría nunca, y finalmente enviaron siete embarcaciones a los atenienses, tal como les había sido ordenado.
El retraso también permitió que los atenienses tomaran parte en los Juegos Ístmicos, donde tuvieron conocimiento de los detalles de la conspiración quiota y de los planes de los peloponesios. Cuando Alcámenes se hizo a la mar con los veintiún trirremes peloponesios en el mes de julio del año 412, una escuadra ateniense de igual tamaño les estaba aguardando, por lo que aquél puso de nuevo rumbo al puerto. Los atenienses se retiraron al Pireo para esperar refuerzos, y reunieron hasta un número de treinta y siete trirremes. Mientras tanto, Alcámenes intentó colarse por el sur de la costa peloponesia, pero los atenienses lograron darle caza. Al avistarlos, tuvo miedo y consiguió huir al puerto abandonado del Espireo, justo al norte de la frontera de Epidauro, con la pérdida de una sola embarcación rezagada. Las demás naves alcanzaron la orilla, pero los hombres no pudieron ponerse a salvo porque los atenienses les atacaron por tierra y por mar, destruyeron la mayoría de sus barcos y dieron muerte a Alcámenes. Los atenienses instalaron un campamento en las cercanías y reforzaron la flota para mantener el cerco sobre el enemigo, con la determinación de no permitir que ningún barco peloponesio surcara el Egeo.
En Esparta, los éforos esperaban la llegada de noticias, ya que le habían ordenado a Alcámenes que tan pronto como zarpasen se lo hiciera saber para poder enviar tras él a Calcideo con cinco naves más. La moral estaba alta y los hombres, contentos de hacerse a la mar. Pero en cuanto llegaron los informes de la derrota, de la muerte de Alcámenes y del bloqueo de Espireo, los ánimos cambiaron enseguida. «Al haber fracasado en su primera empresa en la guerra jónica, ya no sólo querían dejar de enviar barcos, sino hacer volver a los que ya habían zarpado» (VIII, 11, 3).
LA INTERVENCIÓN DE ALCIBÍADES

Las noticias de las pérdidas peloponesias podrían haber impedido por completo el alzamiento en Quíos pero, llegado este punto, Alcibíades tuvo un papel decisivo para que Esparta volviera a la acción. Convenció a los éforos para que enviaran las cinco embarcaciones de Calcideo directamente a Jonia, antes de que los ecos de la derrota llegasen a sus costas, y se embarcó en una de ellas. Alcibíades convencería a los jonios de las flaquezas de Atenas y de las bondades de Esparta, y no dudarían de él gracias a su amistad con los dirigentes jonios y a que conocía al detalle tanto la una como la otra. Su mensaje privado al éforo Endio revela que la lucha por la fama personal y las consideraciones partidistas todavía tenían un importante papel en las decisiones políticas de Esparta. «Sería bueno, a través de la influencia de Alcibíades, causar la revuelta en Jonia, convertir al rey en aliado de los espartanos y no permitir que esto se torne en provecho de Agis». Alcibíades tenía sus propias razones para asumir este papel, porque «daba la casualidad de que él mismo estaba enfrentado con Agis» (VIII, 12, 2). Esta observación hacía referencia al famoso escándalo sucedido en Esparta, donde se rumoreaba que, durante un terremoto, Alcibíades había sido visto abandonando las estancias de la mujer de Agis, probablemente en las postrimerías del mes de febrero del año 412. En julio, Agis se había enterado del incidente y sin duda estaba dispuesto a una rápida venganza. La mejor opción de Alcibíades era alcanzar un éxito tan grande que lo convirtiera en intocable, incluso a manos del rey; de otro modo, tendría que escapar hacia el último refugio posible que le quedaba, el Imperio persa. Con su expedición a Jonia, se abrían para él ambas posibilidades.
Para mantener a salvo el secreto de la misión, la flotilla de Calcideo apresó a todos aquellos con los que se tropezó rumbo a Quíos. Los oligarcas quiotas habían ideado que la llegada de los espartanos coincidiera con una reunión del Consejo, conformado por una mezcla de dirigentes y pueblo llano, donde «la mayoría se encontraba en un estado de asombro y pánico» (VIII, 14, 2). Alcibíades, reforzado por los barcos y los soldados espartanos, les dijo que una fuerza aún mayor estaba en camino. Las recientes noticias prendieron la llama de la rebelión entre los quiotas, arrastrando con ellos a Eritras. La estratagema, una práctica muy típica de Alcibíades, fue un gran éxito: únicamente con la ayuda de una pequeña flota y con sus brillantes argucias, se las arregló para hacerse con sesenta naves, una base de operaciones segura y las primeras defecciones importantes en el seno del Imperio ateniense. Posiblemente, con esta misión hizo más daño que nunca a Atenas. Casi de forma teatral, Alcibíades recordaba de nuevo a sus antiguos compatriotas que «todavía seguía vivo».
Alcibíades y Calcideo promovieron rápidamente la rebelión de unas cuantas poblaciones vecinas y, en muy poco tiempo, el poderoso ejemplo de Quíos sirvió de inspiración para los futuros alzamientos peninsulares de Eritras, Clazómenas, Heras y Lébedo, mientras Teos se mantenía neutral. Más lejos, en el sur, la gran ciudad de Éfeso se unió a los levantamientos, como también Anea, un pequeño enclave estratégico frente a Samos y cercano a Mileto. Tras todo ello, Alcibíades estaba por fin preparado para ganar Mileto, la joya de Jonia. Reemplazó a las tripulaciones peloponesias por otras quiotas, porque «quería convencer a los milesios antes de que llegaran las naves peloponesias y atribuirse a él mismo y a los quiotas y (…), como había prometido, a Endio, que les había enviado, el éxito exclusivo de haber propiciado la rebelión en el mayor número de ciudades posibles» (VIII, 17, 2). Alcibíades y Calcideo llegaron justo a tiempo de lograr que Mileto se uniese a la rebelión generalizada, antes de que los atenienses pudieran evitarlo. Su abandono sirvió de plataforma para la expansión de las revueltas en Jonia meridional, en Caria y en otras islas del litoral.
TISAFERNES Y EL BORRADOR DEL TRATADO

La captación de Mileto animó a Tisafernes a ir hasta allí para negociar una alianza entre los espartanos y el Gran Rey. Este documento unilateral devolvía a Darío los territorios y las ciudades que él y los que le precedieron habían controlado en el pasado; a su vez, tanto persas como espartanos acordaron trabajar conjuntamente para paralizar el pago de tributos de estas regiones a Atenas. Los espartanos se comprometieron a asistir al Gran Rey contra una posible sublevación en sus dominios y, por su parte, el monarca se comprometió a ayudarles contra la rebelión de cualquier aliado. Ambos bandos lucharían juntos contra Atenas, y lo que era más importante si cabe, no harían la paz por separado. Como era de esperar, los espartanos no se tenían que enfrentar a las deserciones de sus aliados, mientras que los persas, que estaban en guerra contra Amorges, sí consideraban que las ciudades griegas que habían ido perdiendo desde el año 480 estaban todavía en estado de insurgencia. El acuerdo, si se tomaba al pie de la letra, devolvería a los persas todos los territorios griegos que habían formado parte de su Imperio antes de Salamina. En cambio, no se estipulaba nada sobre el apoyo, financiero o de otro tipo, que los persas proporcionarían a los espartanos. Más adelante, un distinguido espartano haría pública su indignación por las consecuencias de la alianza: «Era una atrocidad —comentó— que el Rey pretendiera ejercer el control sobre las tierras que él y sus ancestros gobernaron anteriormente, porque eso traería consigo el retorno a la esclavitud de todas las islas, de Tesalia y Lócride, y de todo el resto hasta Beocia. En lugar de la libertad, los espartanos impondrían a todos los griegos la dominación persa» (VIII, 43, 3). Así pues, los lacedemonios decidieron mantener en secreto el acuerdo y no comunicárselo a sus aliados.
Sin lugar a dudas, Alcibíades tuvo un papel crucial a la hora de fomentar la disposición de los espartanos para que aceptasen un acuerdo tan desigual. Veterano de muchas negociaciones, ocupaba un lugar de autoridad en las discusiones, por lo que Calcideo siguió sus consejos. Posiblemente debió de decirle que un acuerdo rápido para conseguir la alianza con Persia también le favorecería a él; los detalles no tendrían importancia y podrían cambiarse más adelante. El objetivo principal era obtener el compromiso de los persas antes de que otros espartanos —quizás incluso partidarios del propio Agis— lo consiguieran, y reclamaran los méritos para sí. Con toda seguridad, esta explicación casaba con los propios deseos de Alcibíades, ya que era él quien estaba necesitado de triunfos rápidos.

En última instancia, en el año 412, el tratado de Calcideo fue considerado como todo un éxito, aunque el ateniense desterrado que lo había ideado fuera sospechoso de habérsela jugado al rey de Esparta con su mujer, y su vida pendiera de un hilo. Aun así, la rebelión en Jonia y el tratado con el Gran Rey cumplirían las expectativas que Alcibíades había prometido a Endio, a los éforos y a Esparta; aunque el tiempo se encargase de sacar a flote los defectos de este acuerdo, Alcibíades había sacudido a Esparta del letargo y la falta de acción que siempre la habían caracterizado, y con ello había abierto su camino hacia la victoria.

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