lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro segundo :Culminación y crisis del espíritu ático: I El drama de Esquilo.

(223) esquilo era todavía un muchacho en tiempo de los tiranos. Se hizo hombre durante el dominio del pueblo que, tras la caída de los Pisistrátidas, terminó en breve tiempo con los renovados ensayos de los nobles por apoderarse del poder. La envidia de los nobles oprimidos fue lo que determinó la caída de los tiranos. Pero no era ya posible la vuelta a la anarquía feudal dominante antes de Pisístrato. Clisteles, uno de los Alcmeónidas, vuelto del destierro e imitando a Pi­sístrato que se había apoyado en el pueblo contra el resto de los nobles, da el último paso hacia la supresión del dominio aristocrá­tico. Sustituyó la antigua organización del pueblo ático en cuatro grandes phylai que distribuían sus estirpes sobre todo el país, por el principio abstracto de la simple división regional de Ática en diez phylai, que rompió los antiguos lazos de la sangre y anuló su poder político mediante un sistema democrático y electoral fundado en la nueva división territorial. Esto significa el fin del gobierno de las gran­des estirpes, pero no del influjo espiritual político de la aristocracia. Los conductores del estado popular de Atenas fueron nobles hasta la muerte de Pericles, y el poeta más importante de la joven república, Esquilo, hijo de Euforión, primer gran representante del espíritu ático, como cien años antes Solón, era un vástago de la nobleza ru­ral. Procedía de Eleusis, donde Pisístrato acababa de construir en­tonces un nuevo santuario para el culto de los misterios. La comedia se complacía en representar la juventud del poeta como íntimamente vinculada a las venerables diosas eléusicas. Hallamos un curioso con­traste con Eurípides, "el hijo de la diosa de las legumbres", cuando Aristófanes[1] hace entrar a Esquilo, en lucha con el corruptor de la tragedia, con la piadosa plegaria,

Deméter, tú que has educado mi espíritu,
permite que sea digno de tu sagrada iniciación.

El intento de Welcker de derivar la piedad personal de Esquilo de una supuesta teología de los misterios se halla actualmente superado. Hay, sin embargo, una sospecha de verdad en la anécdota según la cual fue acusado por haber dado publicidad en la escena al sagrado secreto de los misterios, pero fue puesto en libertad por haber podi­do demostrar que lo había hecho sin saberlo.[2] Pero aunque sacó el conocimiento de las cosas divinas de lo profundo de su propio espí­ritu, sin haber sido nunca iniciado en los misterios, queda un fondo (224) de verdad imperecedera en la humildad y la vigorosa fe de la ple­garia a Deméter. Nos resignaremos con mayor facilidad a la pér­dida de toda información sobre la vida del poeta si consideramos que ya un tiempo que se hallaba tan cercano a él y lo conocía tan pro­fundamente se contentó con el mito con que rodeó su figura. Sobre lo que pensó acerca de sí mismo se expresa con gran simplicidad el epigrama escrito para su tumba: da testimonio de que lo más alto que ha realizado en su vida ha sido intervenir en la batalla de Maratón. No menciona para nada su poesía. Aunque esta "inscripción" no sea histórica nos ofrece, en breve resumen, la imagen ideal del hombre tal como lo vio un poeta posterior. Los contemporáneos de Aristófanes no hubieran dado ya una imagen de Esquilo muy aná­loga. Para ellos fue "el luchador de Maratón", el representante espiritual de la primera generación del nuevo estado ático, impregnada de la más alta voluntad moral.
Raras son en la historia las batallas que han sido sostenidas con tanta pureza, por causa de una idea, como las de Maratón y Sala-mina. Debiéramos pensar que Esquilo tomó parte en la batalla na­val, aunque Ión de Quío[3] no lo hubiere relatado en sus memorias de viajes, escritas una generación más tarde; porque los atenienses abandonaron la ciudad y se embarcaron πανδημεί, "con el pueblo en­tero" a bordo de los navíos. El relato del mensajero en Los persas es la única relación de un verdadero testigo del histórico drama en el cual se fundó el futuro poderío de Atenas y su aspiración jamás realizada a lograr el dominio sobre la nación. Así vio la lucha Tucídides. no Esquilo.[4] Para éste fue la revelación de la profunda sabi­duría que rige el mundo de acuerdo con la justicia eterna. Guiado por la superioridad espiritual de un ateniense, un pequeño ejército, inflamado por un nuevo heroísmo, había vencido en la lucha por la independencia a las miríadas de Jerjes. embrutecidas por su propia esclavitud. Europae succubuit Asia. Renace el espíritu de Tirteo bajo la idea de la libertad y del derecho.
Puesto que la época de los primeros dramas de Esquilo no puede ser fijada más que con diez años de aproximación, no es posible saber si en la vigorosa plegaria a Zeus de Las suplicantes palpita ya el espíritu de la guerra contra los persas. Las raíces de sus creen­cias son las mismas que las de la religión de Solón, su guía espi­ritual. Pero la fuerza trágica que adquiere aquella fe en Esquilo debe ser atribuida en parte a aquella tormenta purificadera que se siente perennemente en la tragedia de Los persas. Las experiencias de la libertad y de la victoria son los sólidos vínculos mediante los cuales este hijo de los tiempos de la tiranía une su fe en el dere­cho, heredada de Solón, a las realidades del nuevo orden. El estado es el espacio ideal, no el lugar accidental de sus poemas. Aristóteles dice con razón que los personajes de la antigua tragedia no hablan (225) retóricamente, sino políticamente. Todavía en las grandiosas palabras con que terminan Las euménides. con su fervorosa imploración por la prosperidad del pueblo ático y su reafirmación inconmovible de la fe en el orden divino que lo rige, se manifiesta el verdadero carácter político de su tragedia. En ello se funda su fuerza educadora, moral, religiosa y humana, puesto que todo ello se hallaba comprendido en la amplia concepción del nuevo estado. Aunque este concepto de la educación aproxima a Esquilo y a Píndaro. la concepción del ateniense y del tebano son profundamente diferentes. Píndaro anhela la res­tauración del mundo aristocrático en todo su esplendor, de acuerdo con el espíritu de la sumisión tradicional. La tragedia de Esquilo es la resurrección del hombre heroico dentro del espíritu de la libertad. Es el camino inmediato y necesario que va de Píndaro a Platón, de la aristocracia de la sangre a la aristocracia del espíritu y del cono­cimiento. Sólo es posible recorrerlo pasando por Esquilo.
Una vez más, como en el tiempo de Solón. el buen genio del pueblo ático, en el momento de su entrada en la historia universal. ha producido el poeta que forjará el hierro con el fuego. La con­centración del estado y el espíritu en una perfecta unidad da a la nueva forma de hombre que de ella resulta su clásica unicidad. Difícil es decir si es el estado el que ha fomentado predominantemente al espíritu o el espíritu al estado. Pero lo segundo parece más proba­ble, puesto que el estado no era concebido simplemente como el apa­rato de la autoridad, sino como la profunda lucha de todos los ciu­dadanos de Atenas para librarse del caos de los siglos pasados, hasta la consecución de las fuerzas morales anheladas y la realización del cosmos político. El estado resulta ser, en el sentido de Solón, la fuerza que pone en conexión todos los esfuerzos humanos. La fe en la idea de la justicia que animaba al joven estado pareció haber reci­bido con la victoria una consagración divina.
De un golpe cayó todo el afeminado refinamiento y la suntuosi­dad exagerada que se habían desarrollado en Ática durante los úl­timos decenios de rápido progreso material y exterior. Desaparecen los suntuosos vestidos jonios para dejar paso a los vestidos dóricos, simples y varoniles. Del mismo modo, desaparece de las caras de las esculturas de este decenio la sonrisa convencional e inexpresiva que resulta del ideal de belleza jonio y es sustituida por una seriedad profunda y casi hosca. Por primera vez la generación de Sófocles halla entre ambos extremos el equilibrio de la armonía clásica. Lo que no pudieron dar a Atenas ni la cultura de la aristocracia ática ni el influjo de una cultura extraña altamente desarrollada, es pro­ducido ahora en virtud de su propio destino histórico. La piadosa y alta conciencia de la victoria produjo un gran poeta que sintiéndose miembro del pueblo se consagró a la comunidad y, penetrado de aquel excelso sentimiento, sobrepasó los abismos que separan a los hombres por el nacimiento o por la educación. De una vez para siempre (226), las grandes realizaciones espirituales e históricas de Atenas no pertenecieron ya a una clase, sino al pueblo entero. Todo lo anterior palidece ante ello, aunque el pueblo entero lo sintió como suyo. La creación de la cultura popular ática del siglo ν no procede de la cons­titución ni del derecho electoral, sino de la victoria. Sobre ella se funda la Atenas de Pericles, no sobre la cultura aristocrática al vie­jo estilo. Sófocles, Eurípides y Sócrates son hijos de la burguesía. El primero procede de una familia de industriales; los padres de Eurípides eran pequeños propietarios rurales; el padre de Sócrates era un honrado picapedrero de un pequeño arrabal. Tras de la supre­sión del Areópago, que constituía en tiempo de Esquilo el órgano de equilibrio del estado, el predominio del pueblo se hizo cada vez más sensible y adquirió más vigor. Sin embargo, es preciso no interpre­tar por el tiempo de Cridas los años de Salamina. En los días de Temístocles, de Arístides y de Cimón, se hallaban unidos por las gran­des empresas comunes: la reconstrucción de la ciudad, la construc­ción de las grandes murallas, el establecimiento de la liga délica y la terminación de la guerra en el mar. Hallamos en los atenienses de estos decenios, a los cuales se dirigía la nueva forma poética de la tragedia, algo del alto vuelo y la poderosa fuerza impulsora del es­píritu de Esquilo, pero también su capacidad de renuncia, su come­dimiento y su reverencia.
La tragedia otorga de nuevo a la poesía griega la capacidad de abrazar la unidad de todo lo humano. En este sentido, sólo puede ser comparada con la epopeya homérica. A pesar de la rica fecun­didad de la literatura en los siglos intermedios, sólo es igualada por la epopeya en la riqueza del contenido, en la fuerza estructuradora y en la amplitud de su espíritu creador. Parece como si el renaci­miento del genio poético de Grecia se hubiera trasladado de Jonia a Atenas. La epopeya y la tragedia son como dos enormes forma­ciones montañosas enlazadas por una serie ininterrumpida de sierras menores.
Si consideramos la marcha del desarrollo de la poesía griega, desde su primer gran periodo, es decir, a partir de la épica, como expresión de la progresiva decantación de las grandes fuerzas his­tóricas, que contribuyeron a la formación del hombre, la palabra renacimiento adquiere un sentido más preciso. En la poesía pos-homérica vemos en todas partes el creciente desarrollo del puro con­tenido del pensamiento, ya en forma de exigencia normativa para la comunidad, ya como expresión personal del individuo. Verdad es que la mayoría de estas formas poéticas proceden de la epopeya. Pero al separarse de ella, el mito, que constituía el contenido entero de la epopeya, o es completamente abandonado, como en Tirteo, Calinos, Arquíloco, Simónides, Solón. Teognis, o lo es en su mayoría en los líricos y Mimnermo, o es introducido en el transcurso del pensamien­to, ajeno al mito, en forma de ejemplos aislados, como en los Erga (227) de Hesíodo, en algunos líricos y en las odas de Píndaro. Una gran parte de esta poesía es pura parénesis y consiste en prescripciones y advertencias de tipo general. El resto se halla constituido por re­flexiones más o menos filosóficas. Incluso las alabanzas, que en la epopeya se consagraban sólo a los hechos de los héroes míticos, se dedican ahora a personas reales que viven en la actualidad. Y éstas son también el objeto de los sentimientos puramente líricos. La poe­sía poshomérica se convierte cada vez más en la vigorosa expresión de la vida espiritual presente, en el orden social e individual. Y esto sólo era posible mediante el abandono de la tradición heroica, que constituía originariamente, junto con los himnos a los dioses, el único objeto de la poesía.
Sin embargo, a pesar del esfuerzo creciente para trasladar el contenido ideológico de la epopeya a la realidad actual y convertir progresivamente a la poesía en intérprete y guía directo de la vida, conserva el mito su importancia como fuente inagotable de creación poética. Puede ser utilizado como un elemento de idealidad cuando el poeta ennoblece lo actual mediante su referencia a lo mítico, ele­vando así la realidad a una esfera más alta, como ocurre en el empleo de los ejemplos míticos por la lírica. Otras veces, el mito sigue constituyendo el objeto íntegro de la exposición, pero con el cambio de los tiempos y de los intereses se modifican también esen­cialmente los puntos de vista y, de un modo correlativo, las formas de exposición. Así, en los épicos de los denominados ciclos renace el interés por el contenido material de las sagas relativas a la guerra de Troya. Falta a estos poetas la comprensión de la grandeza artís­tica y espiritual de la Ilíada γ la Odisea. Sólo desean narrar lo que ocurrió antes y después. Estos poemas, escritos en un estilo épico, aprehendido y mecánico —del tipo de los que hallamos también en los más recientes cantos homéricos— deben su nacimiento al interés histórico. Esta actitud histórica era inevitable, puesto que en los primeros tiempos las memorias de las sagas eran tenidas por ver­dadera historia. La poesía de catálogos, atribuida a Hesíodo, por el parentesco de su autor con el estilo de éste, y que venía a satisfacer el interés de los caballeros para hallar una genealogía noble que los uniera al árbol genealógico de los dioses y de los héroes, da todavía un paso más allá en este proceso de historización de los mitos. Cons­tituían la prehistoria de los tiempos actuales. Ambas clases de épica perviven al lado de la poesía exenta de mitos de los siglos VII y VI. Sin poder competir con ella en importancia vital, llenan, sin embargo, una necesidad de los tiempos. Homero y los mitos constituyen el trasfondo de la totalidad de su existencia. Constituían, por decirlo así, la erudición de la época. Hallamos sus continuadores directos en los cronistas jonios que elaboraron en prosa el material mítico con o sin un designio genealógico, como Acusilao, Ferécides y Hecateo. La forma poética se convirtió en algo completamente accesorio. (228) En   el fondo,  era  pura pedantería.    Los  pocos  restos   que   nos quedan de los  "logógrafos" en  prosa resultan mucho más frescos y modernos.   Tratan de reavivar el interés por la cosa mediante su arte narrativo.
Al mismo tiempo que la disolución de la forma épica en la prosa, que se realiza en este proceso creciente de historización de los mitos, se realiza otra trasformación artística de los cantos heroicos en la poesía coral que surge en Sicilia: la transfiguración de la forma épica en la lírica. No se trata aquí ya de tomar en serio la poesía heroica de las sagas. Ante ellas Estesícoro de Himera adopta una actitud tan crítica y fríamente racional como Hecateo de Mileto. Para la lírica coral anterior a Píndaro no constituye un fin en sí, como ocurría con la épica, sino sólo la materia ideal para las composiciones musi­cales y las representaciones corales. Logos, Rhythmos y Harmonía, cooperan en ellas, pero el Logos con menor importancia. La música orienta el conjunto y es la que despierta el verdadero interés. Es una disolución del mito en un número de momentos de sensibilidad lírica unidos a la progresiva narración, en forma de balada, con el solo objeto de servir de base a la composición musical. De ahí la impre­sión de vacuidad e imperfección que producen los restos de esta poe­sía, separados de la música en el lector actual. Incluso el empleo del mito en la simple poesía lírica, como en Safo, debe despertar un solo sentimiento. Se convierte en sustrato del sentimiento artístico; sólo en este respecto produce sus efectos y aun en esta forma perma­nece bastante inaccesible para nosotros. Lo que en este género nos queda de Íbico es pura paja vacía y sólo nos interesa por la celebri­dad de su nombre.
A pesar de esta reafirmación del mito en la poesía y en la prosa, paralela a su empleo en las pinturas de los vasos del siglo VI, en parte alguna es ya portador de las grandes ideas que mueven a la época. Y puesto que no vale ya por su contenido ni realiza una función ideal, queda reducido a algo puramente convencional y decorativo. Cuando en la poesía aparece un movimiento realmente espiritual no se realiza mediante el mito, sino en forma puramente conceptual. Fá­cil es prever la evolución posterior de este proceso mediante la pro­gresiva separación de las ideas relativas a una concepción del mundo en la nueva prosa filosófica y narrativa de los jonios, que desembo­ca en línea recta en la trasformación de las formas poéticas, reflexivas y conceptuales, en los λόγοι parenéticos o científicos en prosa sobre areté, tyché, nomos y politeia, tal como los encontramos en la so­fística.
Pero los griegos de la metrópoli no fueron tan lejos. El espíritu jonio siguió este camino. Los atenienses no lo anduvieron en reali­dad jamás. La poesía no era aquí lo suficientemente racionalizada como para justificar aquella transformación. En la metrópoli adquirió de nuevo su alta vocación de fuerza ideal rectora de la vida que había (229) perdido en Jonia. La profunda sacudida mediante la cual entró en la historia la pacífica y piadosa estirpe ática, despertó en el alma de aquel pueblo pensamientos no menos "filosóficos" que los de la ciencia y la razón jonias. Pero esta nueva intuición de la vida en su totalidad sólo podía ser revelada por una poesía de alto rango y mediante un simbolismo espiritual y religioso. El vehemente anhelo de una nueva norma y ordenación de la vida, tras de la inseguridad consiguiente a la caída del antiguo orden y de la fe de los padres y la aparición de nuevas fuerzas espirituales desconocidas, no fue en parte alguna tan amplio y tan profundo como en la patria de Solón. En parte alguna hallamos semejante grado de íntima y delicada sensibilidad junto con un tesoro espiritual tan vario y una juven­tud tan ingenua como experimentada. En este terreno brota el ma­ravilloso fruto de la tragedia. Se alimenta en todas las raíces del espíritu griego. Pero su raíz fundamental penetra en la sustancia originaria de toda la poesía y de la más alta vida del pueblo griego, es decir, en el mito. En unos tiempos en que parecían alejarse del heroísmo con decisión creciente las fuerzas más poderosas, en que florecía el conocimiento reflexivo y la aptitud para la emoción más sensible, como lo muestra la literatura jonia, brota de las mismas raíces un nuevo espíritu de heroísmo más íntimo y más profundo, estrechamente vinculado al mito y a la forma del ser que resulta de él. Insufló nueva vida a sus esquemas y le retornó la palabra, per­mitiéndole beber en la sangre de sus ofrendas. No es posible, sin esto, explicar el milagro de su resurrección.
Los nuevos ensayos para determinar el origen histórico y la esen­cia de la tragedia, desde el punto de vista filológico, dejan de lado esta cuestión. Al derivar la nueva creación de cualquiera otra forma anterior puramente literaria y creer acaso que los ditirambos dionisiacos "adquirieron una forma seria" en el momento en que una cabeza original los puso en contacto con el contenido de los antiguos cantos heroicos, se limitan a considerar las condiciones exteriores del problema. La tragedia ática no sería sino un fragmento dramatizado de los cantos heroicos, representado por un coro de ciudadanos de Atenas. La poesía medieval de los países de Occidente está llena de dramatizaciones de la historia sagrada. Pero en ninguno de ellos se ha desarrollado una tragedia, hasta que lo hizo posible el cono­cimiento de los antiguos modelos. Tampoco la dramatización de los cantos heroicos griegos hubiera sido otra cosa que una nueva ela­boración de las representaciones artísticas de la lírica coral, sin ma­yor interés para nosotros ni capacidad de ulterior evolución, si no hubieran sido elevados a un más alto grado de espíritu heroico y adquirido con ello nueva fuerza artística y creadora. Desgraciada­mente no poseemos ninguna idea precisa de las formas más antiguas de la tragedia y sólo podemos juzgar, por tanto, de las formas más altas de su desarrollo. En la forma acabada en que la hallamos en (230) Esquilo, aparece como el renacimiento del mito en la nueva concep­ción del mundo y del hombre ático a partir de Solón, cuyos proble­mas morales y religiosos alcanzan en Esquilo su más alto grado de desarrollo.
Queda fuera de nuestros propósitos ofrecer una historia completa del nacimiento de la tragedia del mismo modo que en cualquiera otra cuestión. Consideraremos sólo el desarrollo más antiguo del gé­nero en lo que afecta al contenido ideológico de la tragedia. Po­demos entrar en la consideración de una creación tan rica en facetas desde los más distintos puntos de vista. Trataremos sólo de estimarla como objetivación espiritual de la nueva forma de hombres que se desarrolló en aquel tiempo y de la fuerza educadora que irradia de aquella realización imperecedera del espíritu griego. La masa de las obras conservadas de los trágicos griegos es tan considerable que hemos de considerarla a una distancia adecuada si no queremos con­sagrarle un libro entero. Algo parecido ocurre con la epopeya y con Platón. Una consideración de este género es, sin duda, necesa­ria si tenemos en cuenta que es la más alta manifestación de una humanidad para la cual la religión, el arte y la filosofía forman una unidad inseparable. Esta unidad es una fortuna incomparable para quien se dedica al estudio de las manifestaciones de aquella época y es lo que da superioridad a un estudio de este género sobre cualquier historia de la filosofía, de la religión o de la literatura. Las épocas en que la historia de la cultura y de la educación hu­mana se ha movido totalmente o de un modo preponderante por los caminos separados de estas formas espirituales, son necesariamente unilaterales, por muy profundas que sean las razones históricas de aquella unilateralidad. Parece como si la poesía, que por primera vez entre los griegos ha alcanzado la difícil elevación de su rango espiritual y de su destino, hubiera querido manifestarse en toda la prodigiosa plenitud de su riqueza y de su fuerza, antes de abandonar la tierra y retornar al Olimpo.
La tragedia ática vive un siglo entero de indiscutible hegemonía que coincide cronológica y espiritualmente con el del crecimiento, grandeza y declinación del poder secular del estado ático. Corno refleja la comedia, en él alcanzó la tragedia la mayor grandeza de su fuerza popular. Su señorío contribuyó a la amplitud de su resonancia en el mundo griego y a la gran difusión del idioma ático en el Imperio ateniense. Y, finalmente, cooperó en la descomposi­ción moral y espiritual que, según el certero juicio de Tucídides. hundió al estado del mismo modo que le había otorgado fuerza y cohesión interna en el periodo de su alta culminación. Si consideramos la tragedia griega en su desarrollo artístico de Esquilo hasta Sófocles y Eurípides desde un punto de vista puramente estético, nuestro juicio acerca de ellos sería completamente diferente. Pero desde el punto de vista de la historia de la formación humana, en (231) el sentido más profundo de la palabra, es evidente que su proceder aparece así, como lo refleja de un modo patente sin pensar para nada en la posteridad este espejo de la conciencia pública que es la co­media contemporánea. Los contemporáneos no consideraron nunca la naturaleza y la influencia de la tragedia desde un punto de vista exclusivamente artístico. Era hasta tal punto su soberana que la ha­cían responsable del espíritu de la comunidad. Y aunque como historiadores debemos pensar que los grandes poetas no eran sólo los creadores, sino también los representantes de aquel espíritu, esto no altera en nada la responsabilidad de su función rectora que el pueblo helénico consideró como mayor y más grave que la de los caudillos políticos que se sucedieron en el gobierno constitucional. Sólo desde este punto de vista es posible comprender la intervención del estado platónico en la libertad de la creación poética, tan inexplicable e in­sostenible para el pensamiento liberal. Sin embargo, este sentido de la responsabilidad de la poesía trágica no puede haber sido el origi­nario, si pensamos que en tiempo de Pisístrato se consideraba a la poesía sólo como un objeto de goce. Aparece por primera vez en la tragedia de Esquilo. Aristófanes conjura a su sombra en el infier­no como el único medio para recordar a la poesía su verdadera misión en el estado de su tiempo, exento de una censura análoga a la que reclama Platón.
Desde que el estado organizó las representaciones en las fiestas dionisiacas, la tragedia se hizo cada día más popular. Los festivales dramáticos de Atenas constituían el ideal de un teatro nacional, del tipo del que en vano se esforzaron por instaurar los poetas y direc­tores de escena alemanes de nuestra época clásica. Verdad es que la conexión entre el contenido del drama y el culto del dios para cuya glorificación se representaba era pequeña. El mito de Dionisos entró pocas veces en la Orchestra, como ocurrió en la Licurgia de Esquilo, que representa la leyenda homérica del crimen del rey tracio Licurgo contra el dios Dionisos, y en la historia de Penteo en Las bacantes de Eurípides. El impulso dionisiaco convenía mejor a los dramas cómicos, satíricos y burlescos, que persistían al lado de la tragedia como manifestación de la antigua forma de las re­presentaciones dionisiacas y que el pueblo siguió exigiendo tras la trilogía trágica. Pero el éxtasis de los actores en la tragedia era verdaderamente dionisiaco. Era el elemento de acción sugestiva que se ejercía sobre los espectadores para que compartieran como reali­dad vivida el dolor humano que se representaba en la Orchestra. Esto se aplica, sobre todo, a los ciudadanos que formaban el coro, que se ejercitaban el año entero para compenetrarse íntimamente con el papel que iban a representar. El coro fue la alta escuela de la antigua Grecia mucho antes de que hubiera maestros que enseñaran la poesía. Y su acción debió de ser mucho más profunda que la de la enseñanza puramente intelectual. No en vano la institución de la didascalia (232) coral conserva en su nombre el recuerdo de la escuela y la enseñanza. Por su solemnidad y rareza, por la participación del estado y de todos los ciudadanos, por la gravedad y el celo con que se preparaban y la atención sostenida durante el año entero al nuevo "Coro", como se decía, que el poeta mismo preparaba para el gran día, y por el número de poetas que concurrían al concurso para la obtención del premio, alcanzaron aquellas representaciones el punto culminante en la vida del estado. En la actitud espiritual, alta y solemne, con que se reunían los ciudadanos a las primeras ho­ras de la mañana para honrar a Dionisos, se entregaban ahora con el espíritu entero y con gozosa aceptación a las impresiones que les ofrecían las graves representaciones del nuevo arte. No hallaba el poeta en los bancos dispuestos en torno al lugar de las danzas a un públi­co literario y estragado, sino a un público apto para sentir la psicagogía de su imperio, a un pueblo entero dispuesto a conmoverse en un momento como jamás lo hubieran podido lograr los rapsodas con los cantos de Homero. El poeta trágico alcanzó verdadera importan­cia política. Y el estado pudo darse cuenta de ello cuando un viejo contemporáneo de Esquilo, Frínico, al representar en una tragedia un desastre contemporáneo —la toma de Mileto por los persas—, del cual los atenienses sentían la responsabilidad, arrancó las lágrimas del pueblo.
No menor era el influjo de los dramas míticos, puesto que la fuerza de esta poesía no deriva de su referencia a la realidad ordi­naria. Sacudía la tranquila y confortable comodidad de la existencia ordinaria mediante una fantasía poética de una osadía y una eleva­ción desconocidas, que alcanzaba su más alta culminación y su di­namismo supremo con el éxtasis ditirámbico de los coros apoyados en el ritmo de la danza y la música. El consciente alejamiento del lenguaje cotidiano elevaba al oyente sobre sí mismo, creaba un mun­do de una verdad más alta. En este lenguaje, los hombres eran llamados "mortales" y "criaturas de un día", no sólo por una estili­zación convencional. Palabras e imágenes se hallaban animadas por el aliento de una nueva religión heroica. "¡Oh, tú, el primero de los griegos, que has levantado las palabras a la altura de la más alta no­bleza!": así evoca a la sombra de Esquilo un poeta de una genera­ción posterior. La "resonancia" solemne y trágica apareció al sentir ordinario como la expresión más adecuada de la grandeza del alma de Esquilo. Sólo el poderoso aliento de este lenguaje es capaz de compensar para nosotros en algún modo la pérdida de la música y del movimiento rítmico. Otro elemento era la magnificencia del es­pectáculo que sería vana curiosidad tratar de reconstruir. Su recuerdo puede intentar a lo sumo libertar al lector moderno de la imagen del teatro cerrado, completamente contraria al estilo de la tragedia griega. Basta recordar la máscara trágica, tan frecuente en el arte grie­go, para darse cuenta de esta diferencia. En ella se hace visible la  (233) diferencia esencial de la tragedia griega y cualquier otro arte dramá­tico posterior. Su distancia de la realidad ordinaria era tan grande que la fina sensibilidad de los griegos halló en la trasposición y pa­rodia de sus palabras a las situaciones de la vida cotidiana una fuente inagotable de efectos cómicos. Todo en el drama se realiza en una esfera de la más alta elevación y ante espectadores henchidos de pie­dad religiosa.
El efecto poderoso e inmediato que ejercía la tragedia sobre el espíritu y los sentimientos de los oyentes se revela al mismo tiempo en éstos como irradiación de la íntima fuerza dramática que impregna y anima el todo. La concentración de todo un destino humano en el breve e impresionante curso de los acaecimientos que se desarrollan en el drama ante los ojos y los oídos de los espectadores, represen­ta, en relación con la epopeya, un enorme aumento del efecto ins­tantáneo que se produce en la experiencia vital de las personas que escuchan. La culminación del acaecimiento en un momento crítico del destino tuvo, desde el origen, su fundamento en la vivida expe­riencia del éxtasis dionisiaco. No así en la epopeya, donde el cantor narra el suceso por el interés que en sí mismo ofrece y no llega hasta su última fase a la comprensión total de lo trágico, como lo muestran la Ilíada y la Odisea. La tragedia más antigua nace, como recuerda su nombre, de las fiestas dionisiacas de los machos cabríos. Bastó para ello que un poeta viera la fecundidad artística del entu­siasmo ditirámbico, tal como lo hallamos en la concentración del mito de la antigua lírica coral siciliana, y fuera capaz de traducirla en una representación escénica y transportar los sentimientos del poeta al yo ajeno del actor. Así el coro, de narrador lírico, se convirtió en actor y, por tanto, en el sujeto de los sufrimientos que hasta ahora sólo había compartido y acompañado con sus propias emociones. Por tanto, era ajena a la esencia de esta forma más antigua de la tra­gedia toda representación detallada y mímica de las acciones ordina­rias de la vida. El coro era completamente inadecuado para ello. Sólo podía aspirar a convertirse en el instrumento más perfecto posible de la emoción lírica que incorpora a la escena y expresa mediante el canto y la danza. El poeta sólo podía utilizar las posibilidades limitadas de esta forma de expresión mediante la introduccción de múltiples y bruscos cambios en el destino, obtenidos mediante una amplia y múltiple gama de contrastes en la expresión lírica del coro. Así lo vemos en la pieza más antigua de Esquilo, Las suplicantes. en la cual el coro de las danaides es todavía el único verdadero actor. En ella se ve por qué era necesario añadir al coro un locu­tor. Su función consistía en revelar, mediante sus explicaciones y su conducta, los cambios de la situación y los movimientos de su­bida y bajada de la emoción dramática que motivaba el coro. Así experimentaba el coro los tránsitos profundamente emocionales de la alegría al dolor y del dolor a la alegría. La danza es la expresión (234) de su júbilo, de sus esperanzas, de su gratitud. El dolor y la duda brotan de la plegaria, que servía ya a la reflexión individual de la antigua lírica para expresar las emociones más íntimas.
Ya en esta tragedia más antigua, que no era acción, sino pura pasión, sirvió la fuerza de la sympatheia, suscitando la participa­ción sentimental de los oyentes mediante los lamentos del coro, para dirigir la atención hacia el destino que, enviado por los dioses, pro­ducía aquellas conmociones en la vida de los hombres. Sin este proble­ma de la tyché o de la moira, que había traído a la conciencia de aquellos tiempos la lírica de los jonios, jamás se hubiera producido una verdadera tragedia a partir de los antiquísimos "ditirambos con contenido mítico". Recientemente se han descubierto algunos ejem­plos de aquellos ditirambos puramente líricos que no hacen sino elaborar en forma de pura emoción espiritual algunos momentos dramáticos de las sagas. De ellos a Esquilo media un paso de gi­gante. Naturalmente, es esencial al desarrollo de la tragedia la im­portancia que va tomando el locutor. A consecuencia de ella el coro va dejando de ser un fin en sí mismo, el locutor comparte con él la acción y acaba por ser quien principalmente la realiza y la mantiene. Pero este perfeccionamiento de la técnica era tan sólo el medio para que la acción, que se refería en primer término al sufrimiento hu­mano, se convirtiera en la más plena y perfecta expresión de la más alta idea de la fuerza divina.
Sólo mediante la introducción de esta idea deviene la nueva re­presentación verdaderamente "trágica". Sería inútil tratar de buscar una definición precisa y universalmente válida de ella. Los poetas más antiguos no nos ofrecen, por lo menos, nada que nos permita formularla. El concepto de lo trágico aparece sólo después de la fijación de la tragedia como un género. Si nos preguntamos qué es lo trágico en la tragedia, hallaremos que en cada uno de los grandes trágicos habría que dar una respuesta diferente. Una defi­nición general sólo podría provocar confusiones. Sólo es posible dar una respuesta a esta pregunta mediante la historia espiritual del gé­nero. La representación obvia y vivaz del sufrimiento en los éxtasis del coro, manifestados mediante el canto y la danza y que por la introducción de múltiples locutores se convertía en la representación acabada del curso de un destino humano, encarnaba del modo más vivo el problema religioso, desde largo tiempo candente, el misterio del dolor humano considerado como un envío de los dioses. La par­ticipación sentimental en el desencadenamiento del destino, que Solón comparaba ya con una tormenta, exigía la más alta fuerza espiritual para resistirla y suscitar contra el miedo y la compasión, que eran sus efectos psicológicos inmediatos, la fe en el sentido último de la existencia. El efecto religioso específico de la experiencia del destino humano, que despierta Esquilo en los espectadores mediante la repre­sentación de su tragedias, es lo específicamente trágico de su arte.
(235) Si queremos comprender el verdadero sentido de la tragedia de Es­quilo es preciso que dejemos aparte los conceptos modernos sobre la esencia de lo dramático y de lo trágico y la consideremos tan sólo desde este punto de vista.
La representación del mito en la tragedia no tiene un sentido meramente sensible, sino radical. No se limita sólo a la dramatización exterior, que convierte la narración en una acción compartida, sino que penetra en lo espiritual, en lo más profundo de la persona. Las leyendas tradicionales son concebidas desde el punto de vista de las más íntimas convicciones de la actualidad. Los sucesores de Esquilo, y especialmente Eurípides, fueron más allá, hasta convertir finalmente la tragedia mítica en una representación de la vida coti­diana. El germen de esta evolución se halla ya en el comienzo, cuando Esquilo nos presenta las figuras de los cantos heroicos, que no eran con frecuencia más que puros nombres destacados por sus acciones sobre un fondo vacío, de acuerdo con la idea que se for­maba de ellos. Así el rey Pelasgo de Las suplicantes es un hombre de estado moderno, cuyas acciones se hallan determinadas por la asamblea del pueblo y que apela a ella cuando lo pide la gravedad y la urgencia de las decisiones. El Zeus del Prometeo encadenado es la figura del moderno tirano, tal como lo concibe la época de Harmodio y Aristogitón. Incluso el Agamemnón de Esquilo se conduce de un modo completamente distinto del de Homero. Es hijo autén­tico de la época de la religión y la ética deificas, constantemente per­turbado por el miedo a incurrir en la hybris, como vencedor, en la plenitud de la fuerza y de la dicha. Se halla perfectamente penetrado de la creencia de Solón según la cual la saciedad conduce a la hybris y la hybris a la ruina. También es perfectamente solónica la idea de que no le es posible escapar a la até. Prometeo es concebido como el primer consejero caído del joven tirano, celoso y desconfia­do, que le debe la consolidación de su nuevo dominio conseguido por la fuerza y no quiere ya compartirlo con él, desde el momento en que Prometeo quiere aplicarlo a la realización de sus planes secre­tos de salvación de la humanidad dolorida. En la figura de Prometeo se mezcla el político con el sofista, como lo demuestra la repetida designación del héroe mediante esta palabra todavía honorable. Tam­bién el Palamedes del drama perdido es designado como sofista. Am­bos enumeran con orgullo las artes que han descubierto para servir a los hombres. Prometeo se halla provisto de los más nuevos cono­cimientos geográficos relativos a países lejanos y desconocidos. En tiempo de Esquilo esto era algo raro y misterioso que exaltaba la fantasía de los oyentes. Pero las largas enumeraciones de países, ríos y pueblos que hallamos en el Prometeo encadenado y el libertado no constituyen sólo un adorno poético. Caracterizan al mismo tiem­po la omnisciencia del héroe.
Con  esto nos hallamos en condiciones de examinar la  estructura (236) de los discursos del drama, que conducen a las mismas conclusiones que el análisis de los personajes. Como hemos visto, los discursos geográficos del sofista Prometeo se hallan destinados a la caracteri­zación de la figura del personaje. Del mismo modo, los sabios con­sejos del viejo Océano al dolorido amigo, para mover a compasión el poderío de Zeus, proceden, en gran parte, de la antigua sabiduría formulada en las sentencias. En los siete contra Tebas oímos a un general moderno dando órdenes a su ejército. El proceso de Orestes, asesino de su madre, ante el Areópago, que nos ofrecen Las euménides, podría servir como una fuente histórica de la mayor importancia para llegar al conocimiento del derecho ático relativo a los crímenes de sangre. Se halla conducido de acuerdo con las ideas de la época. Los himnos para la prosperidad de Atenas, en la procesión final, se desarrollan de acuerdo con el modelo de la liturgia del estado en los servicios divinos y las plegarias públicas. Ni la épica posterior ni la lírica llegaron a este grado en la modernización del mito, aunque los poetas modificaron bastante la tradición de las sagas para adecuarlas a sus designios. No introdujo Esquilo modificaciones inútiles en el curso de los relatos míticos. Pero al dar forma plástica a lo que no era más que un nombre debió infundir en el mito la idea que daba forma a su estructura interna.
Lo dicho sobre los personajes y los discursos vale también, a grandes rasgos, para la construcción de la tragedia entera. Aquí como allá la configuración procede de la concepción de la existencia esen­cial al poeta y que éste descubre en su asunto. Esto parece acaso una banalidad, pero, en realidad, no lo es. Ninguna poesía antes de la tragedia ha utilizado simplemente el mito para la expresión de una idea ni ha escogido los mitos de acuerdo con sus propios desig­nios. No todo fragmento de los cantos heroicos podía ser dramati­zado y convertido en una tragedia. Dice Aristóteles que, con el pro­gresivo desarrollo de la forma trágica, sólo unos pocos asuntos del gran reino de la epopeya atrajeron la atención de los poetas, pero éstos fueron reelaborados por casi todos los poetas.[5] Los mitos de Edipo, de la real casa de Tebas o del destino de los Atridas —Aris­tóteles menciona todavía algunos más— llevaban, por su propia na­turaleza, implícito el germen de futuras elaboraciones, eran tragedias en potencia. La epopeya narraba las sagas por sí mismas. Y aun cuando las etapas más recientes de la Ilíada se hallan presididas por una idea que domina todo, su dominio no se extiende por igual a las distintas partes de la epopeya. En la lírica, aun cuando escoge un asunto mítico, se acentúa siempre su aspecto puramente lírico. Por primera vez el drama convierte en principio informador de su cons­trucción entera la idea del destino humano, con todos sus inevitables ascensos y descensos, con todas sus peripecias y catástrofes.
(237) Welcker fue el primero en descubrir que Esquilo, por lo general, no componía tragedias aisladas, sino trilogías. Cuando más tarde fue abandonada esta forma de composición se siguieron representando, sin embargo, tres piezas de un mismo autor. No sabemos si el nú­mero de tres piezas provenía de la forma normal, originaria de la trilogía, o si Esquilo hizo de la necesidad virtud y dispuso así los tres dramas que el estado exigía en torno a un tema único. En todo caso resulta evidente el íntimo fundamento que exigía la gran com­posición trilógica. Uno de los más difíciles problemas de las cre­encias de Solón, que el poeta compartía, era la herencia de las mal­diciones familiares de los padres a los hijos, y aun con frecuencia, de los culpables a los inocentes. Así, en la Orestiada y en los dramas de las familias reales de los Argivos y de los Tebanos, trata el poe­ta de seguir este destino a través de varias generaciones y de desarro­llarlo en la unidad de una trilogía. También era aplicable este pro­cedimiento donde el destino de un mismo héroe se desarrollaba en una serie de etapas, como en el Prometeo encadenado, libertado y por­tador de la antorcha.
La trilogía es el punto de partida más adecuado para llegar a la comprensión del arte de Esquilo, puesto que en ella se muestra cla­ramente que no se trata de una persona, sino de un destino cuyo portador no ha de ser necesariamente una persona individual, sino que puede ser también una familia entera. El problema del drama de Esquilo no es el hombre. El hombre es el portador del destino. El problema es el destino. Desde el primer verso se halla la atmós­fera cargada de tempestad, bajo la opresión del demonio que gravita sobre la casa entera. Entre todos los autores dramáticos de la litera­tura universal, Esquilo es el más grande maestro de la exposición trágica. En Las suplicantes, Los persas, Los siete contra Tebas y Agamemnón, el lector se halla, de pronto, ante la maldición del des­tino suspendida en el aire, que amenaza con su fuerza irresistible. Los verdaderos actores no son los hombres, sino las fuerzas sobre­humanas. A veces, como en el pasaje final de la Orestiada, toman la acción de las manos de los hombres y la conducen hasta el fin. Pero, en todo caso, se hallan, por lo menos, presentes en forma in­visible y su presencia se advierte del modo más claro. No es posible reprimir la idea de compararla con las esculturas del frontispicio de Olimpia, de origen trágico evidente. También allí se hallaba la divi­nidad en la altura de su poder, en el centro de las luchas de los hom­bres, y lo gobierna todo con su voluntad.
La mano del poeta se muestra, precisamente, en la constante in­troducción de Dios y el Destino. Nada parecido hallamos en el mito. Cuanto ocurre en la tragedia se halla bajo la preocupación predo­minante del problema de la teodicea, tal como lo desarrolla en sus poemas Solón a partir de la epopeya más reciente. Lucha constantemente su espíritu para sondear los ocultos fundamentos del gobierno (238) divino. Un problema esencial era para Solón el de la conexión cau­sal entre la desventura y la culpa del hombre. En sus grandes elegías, que se ocupan de este problema, aparecen por primera vez las ideas que impregnan las tragedias de Esquilo.[6] En la concepción de la epo­peya, la ceguera, la até, comprende en unidad la causalidad divi­na y humana en relación con el infortunio: los errores que condu­cen al hombre a su ruina son efecto de una fuerza demoníaca que nadie puede resistir. Ella es la que mueve a Helena a abandonar a su marido y su casa y a huir con Paris, la que endurece el corazón de Aquiles frente a la diputación del ejército que le ofrece explica­ciones para reparar su honor ultrajado y a las advertencias de su anciano maestro. El desarrollo de la autoconciencia humana se rea­liza en el sentido de la progresiva autodeterminación del conocimiento y de la voluntad frente a los poderes que vienen de lo alto. De ahí la participación del hombre en su propio destino y su responsabili­dad frente a él.
Ya en la parte más moderna de la epopeya homérica, en el pri­mer canto de la Odisea, trata el poeta de delimitar la participación de lo divino y lo humano en la desdicha humana y declara que el gobierno divino del mundo se halla libre de culpa en las desdichas que ocurren al hombre por obrar contra los dictados del mejor jui­cio. Solón profundizó esta idea mediante su grandiosa fe en la jus­ticia. Es para él la "justicia" aquel principio divino inmanente en el mundo cuya violación debe vengarse necesariamente y con inde­pendencia de toda justicia humana. Desde el momento en que el hombre adquiere plena conciencia de esto, participa, en una gran medida, en la responsabilidad de su desdicha. En la misma medida aumenta la elevación moral de la divinidad que se convierte en guar­dadora de la justicia que gobierna el mundo. Pero, ¿qué hombre puede conocer realmente los designios de Dios? En algún caso puede creer haber alcanzado su fundamento. ¡Pero con qué frecuencia la divinidad da buenos éxitos a los insensatos y a los malos y permite que fracasen los esfuerzos de los justos, aunque se hallen orientados por las mejores ideas y designios! La presencia de esta "desdicha imprevisible" en el mundo es indiscutible. Es el resto irreductible de aquella antigua até de que habla Homero y que mantiene su verdad al lado del reconocimiento de la propia culpa. Se halla en íntima conexión con la experiencia humana que los mortales deno­minan buena fortuna, puesto que ésta se torna fácilmente en el más profundo dolor, desde el momento en que los hombres se dejan seducir por la hybris. El peligro demoníaco se halla en la insaciabilidad del apetito que siempre desea doble de lo que tiene por mu­cho que esto sea. Así, la felicidad y la fortuna no permanecen largo tiempo en manos de su usufructuario. Su eterno cambio reside en su propia naturaleza. La convicción solónica de un orden divino del  (239) mundo halla en esta dolorosa verdad su más fuerte fundamento. El mismo Esquilo sería inconcebible sin esta convicción que es, para él, mejor que un conocimiento, una fe.
El drama Los persas muestra del modo más simple cómo la tra­gedia de Esquilo brota de aquella raíz. Es digno de notarse que no pertenece a ninguna trilogía. Esto tiene para nosotros la ventaja de permitirnos ver el desarrollo de la tragedia en el espacio más an­gosto de una unidad cerrada. Pero Los persas constituye un ejemplo único por la falta del elemento mítico. El poeta elabora en forma de tragedia un suceso histórico que ha vivido personalmente. Esto nos da la ocasión de ver qué es lo esencialmente trágico en un asunto cualquiera, Los persas es algo completamente distinto de una "his­toria dramatizada". No es, en el sentido corriente de la palabra, una pieza patriótica escrita con la borrachera de la victoria. Penetrado de la más profunda sofrosyne y del conocimiento de los límites hu­manos da testimonio Esquilo al pueblo de los vencedores, que cons­tituye su devoto auditorio, del emocionante espectáculo histórico de la hybris de los persas y de la tisis divina que aplasta el orgulloso poderío de los enemigos. La historia se eleva a mito trágico, porque tiene grandeza y porque la catástrofe humana revela del modo más evidente el gobierno divino.
Algunos se han maravillado ingenuamente de que los poetas grie­gos no hayan elaborado con más frecuencia "asuntos históricos". La razón de ello es sencilla. La mayoría de los acaecimientos históricos no reúnen las condiciones que requiere la tragedia griega. Los per­sas muestra cuán poca atención presta el poeta a la realidad dra­mática externa del acaecimiento. Todo se reduce al efecto del destino sobre el alma del que lo experimenta. En este respecto Esquilo se sitúa ante la historia como ante el mito. Incluso la experiencia del dolor no interesa por sí misma. Precisamente en este sentido cons­tituye Los persas el tipo originario de la tragedia de Esquilo en la forma más simple conocida por el poeta. El dolor lleva consigo la fuerza del conocimiento. Esto pertenece a la sabiduría popular primitiva. La epopeya no lo utiliza como motivo poético dominante. En Esquilo adquiere una forma más profunda y se sitúa en el cen­tro. Existe un grado intermedio en el "conócete a ti mismo" del dios deifico, que exige el conocimiento de los límites de lo humano, como lo enseña Píndaro con devota piedad apolínea y constantemente. Tam­bién para Esquilo es esta idea esencial y se destaca con especial fuerza en Los persas. Pero esto no agota su concepto del fronei=n, el conocimiento trágico adquirido por la fuerza del dolor. En Los persas da a este conocimiento su propia encarnación. Tal es el sen­tido del conjuro de la muerte del anciano y sabio rey Darío, cuya herencia disipó Jerjes con vana soberbia. La sombra venerable de Darío profetiza que los montones de cadáveres de los campos de ba­talla de Grecia servirán de aviso a las generaciones futuras de que (240) el orgullo no aprovecha jamás a los mortales.[7] "Pues cuando la hybris se abre trae como fruto la ceguera, cuya cosecha es rica en lágrimas. Y cuando veis tal recompensa a semejantes acciones, pen­sad en Atenas y en Hélade; no sea permitido que, despreciando los dones del demonio que posee, apetezca otros y sepulte su gran dicha. Zeus amenaza con la venganza a la soberbia desmesurada y orgullosa y exige estrictas cuentas."
Renace aquí la idea de Solón de que precisamente aquel que posee mucho codicia obtener el doble. Pero lo que en Solón es sólo reflexión intelectual sobre la insaciabilidad del apetito humano, se convierte en Esquilo en el pathos de la experiencia, de la seducción demoníaca y de la ceguera humana, que conduce irremediablemente al abismo. La divinidad es sagrada y justa y su orden eterno, invio­lable. Pero halla para lo "trágico" del hombre, que por su ceguera incurre en castigo, los acentos más conmovedores. Y en el comienzo de Los persas, donde el coro canta con orgullo la magnificencia y el poder del ejército de los persas, se levanta la imagen siniestra de la até.
"¿Pero qué mortal puede escapar. . . al astuto engaño de la diosa? ... Le habla primero amistosamente; después lo coge en sus redes Até, de las cuales no es posible escapar." Y "se desgarra ante el miedo su corazón ensombrecido".[8] De las redes de até, de las cuales no es posible salir, se habla también al final del Prometeo. Hermes, el enviado de los dioses, advierte a las Oceánidas que sólo ellas serán culpables si, por su actitud compasiva y de consuelo ha­cia el reprobado de los dioses, que no tardará en ser precipitado al abismo, consciente y voluntariamente, se arrojan a la perdición.[9] En Los siete contra Tebas ofrece el coro, en sus lamentaciones por los hermanos enemigos que han caído en la maldición de su padre Edipo y hallado ambos la muerte en una lucha cuerpo a cuerpo a las puer­tas de la ciudad, una visión espantosa: "Pero al fin, las maldiciones divinas entonaron el claro canto de la victoria, cuando la raza entera fue arrojada al exterminio. El monumento conmemorativo de la vic­toria de Até se yergue ante la puerta donde fueron derribados y el demonio del destino halló el reposo cuando los hubo vencido." [10]
La idea del destino en Esquilo es algo distinto de la institución de un ejemplo. Así se desprende de las monstruosas imágenes que la acción de até despierta en su fantasía. Ningún poeta antes que él ha experimentado y expresado la esencia de lo demoníaco con tanta fuerza y vivacidad. Aun la fe más inquebrantable en la fuerza ética del conocimiento debe convenir en que la até sigue siendo siempre la até. lo mismo si, como dice Homero, mueve sus pies sobre la cabeza de los hombres, que si, como enseña Eralito, el propio ethos  (241) del hombre es su demonio.[11] Lo que denominamos carácter no es esencial para la tragedia de Esquilo. La idea del destino, propia de Esquilo, se halla en su totalidad comprendida en la tensión entre su creencia en la inviolable justicia del orden del mundo y la emo­ción que resulta de la crueldad demoníaca y la perfidia de até, por la cual el hombre se ve conducido a conculcar este orden y al sacri­ficio necesario para restablecerlo. Solón parte del principio de que la injusticia es la pleonexia social, investiga dónde se halla su castigo y halla su enseñanza confirmada. Esquilo parte de la experiencia emocionante de la tyché en la vida del hombre; pero por su íntima convicción, en busca de razón suficiente, llega siempre a la creencia en la justicia de la divinidad. No hemos de olvidar este cambio en el acento, en la convicción concordante de Esquilo y Solón, si queremos comprender cómo la misma creencia se manifiesta en el uno de un modo tan reposado y reflexivo y en el otro de un modo tan dramático y conmovedor.
La tensión problemática del pensamiento de Esquilo aparece con más fuerza en otras tragedias que en Los persas, donde la idea del castigo divino de la hybris humana se manifiesta de un modo bas­tante sencillo y sin perturbación. Por lo que podemos apreciar, apa­rece del modo más claro en las grandes trilogías. No ocurre así en el fragmento más antiguo que poseemos, Las suplicantes, que es el primer drama de una trilogía de la cual se han perdido las otras dos piezas. Donde mejor puede verse es en la Orestiada, que se conserva entera, y aun en la trilogía labdácida, de la cual afortunadamente tenemos la pieza final, Los siete contra Tebas.
En la Orestiada llega a su culminación no sólo la función del lenguaje y el arte constructivo del poeta, sino también la tensión y el vigor del problema moral y religioso. Y parece increíble que esta obra, la más poderosa y varonil que conoce la historia, haya sido escrita en la vejez y poco tiempo antes de la muerte. Es incuestio­nable la imposibilidad de separar la primera pieza de las otras dos que la siguen. En rigor, es una enormidad considerarla aparte; por no decir nada de Las euménides, que sólo puede ser comprendida como un gigantesco final de la trilogía. El Agamemnón no es más autónomo que Las suplicantes. Constituye sólo un estadio para la segunda pieza. La maldición familiar que pesa sobre la casa de los Atridas no constituye por sí misma el objeto de la representación. Si fuera así constituiría una trilogía de dramas coordinados, cada uno de los cuales representaría el destino de una generación. Así Orestes se hallaría en tercer lugar y Agamemnón en medio. En rea­lidad, no es así. La primera pieza crea sólo las condiciones indis­pensables para llegar al centro de la tragedia. En el centro de ésta se hallan, como única antinomia trágica, la culpa involuntaria e ine­vitable de Orestes por haber obedecido al mandato de Apolo de perpetrar (242) la venganza de sangre contra su propia madre. Y la pieza final consiste, en su totalidad, en la solución de este nudo, insoluble para la capacidad humana, mediante un milagro de la gracia divina, que, con la absolución del culpable, suprime a la vez la institución de la venganza de la sangre, terrible residuo del antiguo estado familiar, y establece el nuevo estado legal como el único guardador del de­recho.
La culpa de Orestes no se funda en modo alguno en su carácter, ni la intención del poeta se dirige a éste como a tal. Es simplemente el hijo desventurado obligado por la venganza de la sangre. En el mo­mento en que entra en la virilidad le espera la maldición siniestra que lo ha de llevar a la perdición antes que haya empezado a gozar de la vida. El dios de Delfos le impulsa con renovado empeño sin que nada pueda desviarlo de aquel fin ineluctable. Así, no es nada como portador del destino que le espera. Ninguna obra revela de un modo tan perfecto el problema que preocupa a Esquilo. Repre­senta el conflicto entre las fuerzas divinas que tratan de mantener la justicia. El hombre viviente es sólo el lugar en que chocan con fuerza exterminadora. Y aun la absolución final del asesino de su madre pierde importancia ante la general reconciliación entre los an­tiguos y los nuevos dioses en lucha, y los cantos de gloria que acom­pañan, con la resonancia jubilosa de su música sagrada, a la funda­ción del nuevo orden jurídico del estado y la conversión de las Erinias en Euménides.
La idea de Solón de que los hijos deben expiar las penas por sus padres culpables crea, en Los siete contra Tebas, final de la tri­logía relativa a los reyes tebanos, un drama que sobrepasa en fuer­za trágica a la Orestiada no sólo por el fratricidio con que termina, sino también en otros aspectos. Los hermanos Etéocles y Polinices caen víctimas de la maldición que pesa sobre la raza de los labdácidas. Esquilo la funda en las culpas de los antepasados. Sin este trasfondo hubiera sido totalmente imposible para su sentimiento re­ligioso un acaecimiento como el que se representa en el drama. Pero lo que se representa en Los siete no es el cumplimiento despiadado del castigo divino exigido por la moralidad piadosa. Toda la fuer­za de la tragedia se halla en el hecho de que la inexorable causali­dad de la antigua culpa arrastra a la ruina a un hombre que hu­biera merecido otro destino por su alta virtud como señor y como héroe y que suscita nuestra simpatía desde el primer instante. Po­linices es sólo una sombra. Etéocles, en cambio, el guardador de la ciudad, se dibuja con la mayor precisión. La areté personal y el des­tino sobrepersonal llegan aquí a su más alta tensión. En este sentido la pieza ofrece el mayor contraste con Los persas y su lógica pura­mente lapidaria sobre el crimen y el castigo. Parece como si la culpa de los antepasados en tercer grado no fuera un ancla bastante fuerte para sostener el enorme peso del sufrimiento. Crece la significación (243) de la conclusión conciliatoria de Las euménides si hemos sentido con plenitud el final irreconciliable de Los siete.
La osadía de este drama se halla precisamente en la antinomia que encierra. Al lado de la validez absoluta de la justicia más alta, cuyo poder no es posible juzgar en el sentir del poeta por los su­frimientos del individuo, sino por su referencia a la totalidad, se halla el espectador ante la impresión humana de la acción ineluctable del demonio que conduce su obra hasta su duro fin y abrasa a un héroe como Etéocles que lo desafía en actitud grandiosa. La gran novedad es aquí la conciencia trágica con que Esquilo conduce al último vástago de la estirpe a una muerte segura. Mediante ello crea una figura que revela su más alta areté sólo en una situación trá­gica. Etéocles caerá, pero antes de su muerte salva a su patria de la conquista y la esclavitud. Por encima del doloroso mensaje de su muerte es preciso no olvidar el júbilo de la liberación. Así, de la lucha constante de Esquilo con el problema del destino surge aquí el cono­cimiento liberador de una grandeza trágica que levanta al hombre dolorido aun en el instante de su aniquilación. Al sacrificar su vida consagrada por el destino a la salvación del todo, se reconcilia aun con aquellos para quienes, a pesar del espíritu piadoso, aparece sin sentido la ruina de la auténtica areté.
Los siete contra Tebas hace época frente a las tragedias de tipo antiguo como Los persas o Las suplicantes. Por primera vez en ella, entre las piezas conservadas, aparece un héroe en el centro de la acción. El coro no posee ya un sello individual como el de las Danaides en Las suplicantes. Introduce sólo el elemento tradicional del lamento y el terror trágico que forman la atmósfera de la tragedia. Está constituido solamente por mujeres y niños presas de pánico en el seno de la ciudad sitiada. Sobre el fondo del terror femenino se levanta la figura del héroe mediante la grave y superior fuerza de su conducta viril. La tragedia griega es más bien expresión de un sufrimiento que de una acción. Así Etéocles sufre mientras actúa también hasta su último aliento.
También en el Prometeo se halla en el centro una figura indivi­dual que domina no sólo un drama, sino la trilogía entera. Sólo po­demos formar juicio de ella por la única pieza que nos ha sido tras­mitida. El Prometeo es la tragedia del genio. Etéocles cae como un héroe, pero ni su señorío ni su valor guerrero son la fuente de su tragedia, ni mucho menos su carácter. Lo trágico viene de fuera. Los sufrimientos y las faltas de Prometeo tienen su origen en él mis­mo, en su naturaleza y en sus acciones. "Voluntariamente, sí, volun­tariamente he faltado; no lo niego. Ayudando a los otros he creado mi tormento."[12] El Prometeo pertenece, pues, a un tipo completa­mente distinto de la mayoría de los dramas que se han conservado. Sin embargo, su tragedia no es personal en el sentido de lo individual; (244) es simplemente la tragedia de la creación espiritual. Este Pro­meteo es el libre fruto del alma de poeta de Esquilo. Para Hesíodo fue simplemente el malhechor castigado por el crimen de haber robado el fuego de Zeus. En este hecho descubrió Esquilo, con la fuerza de una fantasía que no es posible que los siglos honren y admiren nunca de un modo suficiente, el germen de un símbolo humano im­perecedero: Prometeo es el que trae la luz a la humanidad doliente. El fuego, esta fuerza divina, se convierte en el símbolo sensible de la cultura. Prometeo es el espíritu creador de la cultura, que penetra y conoce el mundo, que lo pone al servicio de su voluntad mediante la organización de sus fuerzas de acuerdo con sus propios fines, que revela sus tesoros y establece la vida débil y oscilante del hombre sobre bases seguras. El mensajero de los dioses y su esbirro, que lo clava en la roca, se dirigen irónicamente a Prometeo, demonio titán, llamándole sofista maestro de la invención. Esquilo toma los colo­res, para pintar el ethos de su héroe espiritual, de la teoría sobre el origen de la cultura de los pensadores jónicos con su conciencia de un ascenso triunfal, en un todo opuesto a la resignada teoría de los campesinos de Hesíodo, con sus cinco edades del mundo y su progresiva ruina. Se halla impulsado por el vuelo de su fantasía creadora y de su fuerza inventiva y animado por el amor misericor­dioso hacia el hombre doliente.
En el Prometeo el dolor se convierte en el signo específico del género humano. Aquella creación de un día trajo la irradiación de la cultura a la existencia oscura de los hombres de las cavernas. Si necesitamos todavía una prueba de que este dios encadenado a la roca en escarnio casi de sus acciones encarna para Esquilo el destino de la humanidad, la hallaremos en el sufrimiento que comparte con ella y multiplica los dolores humanos en su propia agonía. No es posible que nadie diga hasta qué punto el poeta llegó a la plena conciencia de su simbolismo. La personalidad individual, caracterís­tica de las figuras míticas de la tragedia griega y que las hace apa­recer como hombres que realmente han vivido, no aparece de un modo tan claro en el Prometeo. Todos los siglos han visto en ella la representación de la humanidad. Todos se han sentido encadena­dos a la roca y participado con frecuencia en el grito de su odio impotente. Aunque Esquilo lo ha tomado ante todo como una figura dramática, la concepción fundamental del robo del fuego lleva con­sigo una idea filosófica de tal profundidad y grandiosidad humana, que el espíritu humano no la podría agotar jamás. Estaba reservado al genio griego la creación de este símbolo del heroísmo doloroso y militante de toda creación humana, como la más alta expresión de la tragedia de su propia naturaleza. Sólo el Ecce Homo, que con su dolor por los pecados del mundo surge de un espíritu completamente distinto, ha conseguido crear un nuevo símbolo de la humanidad de validez eterna, sin quitar nada a la verdad del anterior. No en vano (245) ha sido siempre el Prometeo la pieza preferida por los poetas y los filósofos de todos los pueblos entre las obras de la tragedia griega y lo seguirá siendo en tanto que una chispa del fuego prometeico arda en el espíritu humano.
La grandeza permanente de esta creación de Esquilo no se halla en los misterios teogónicos, que por las amenazas abiertas u ocultas de Prometeo parece que debieran revelarse en la segunda parte per­dida de la trilogía, sino en la heroica osadía espiritual de Prometeo, cuyo momento trágico más fecundo se halla sin duda alguna en el Prometeo encadenado. Cierto es que el Prometeo libertado debiera completar aquella imagen; pero no lo es menos la imposibilidad en que nos hallamos de descubrir algo preciso acerca de él. No es po­sible decir si el Zeus del mito, que aparece en el drama que poseemos como un déspota violento, se trasformaba allí en el Zeus de la fe de Esquilo que ensalzan las plegarias del Agamemnón y de Las supli­cantes como la eterna Sabiduría y Justicia, ni en qué forma lo hace. Sería interesante saber cómo ha visto el poeta mismo la figura de su Prometeo. Evidentemente, su falta no consiste en el robo del fuego, considerada como un delito contra la propiedad de los dioses, sino que de acuerdo con el sentido espiritual y simbólico que tiene este hecho para Esquilo, debe hallarse en relación con alguna trágica y profunda imperfección del beneficio que ha prestado a la huma­nidad con su maravilloso don.
La ilustración de todos los tiempos ha soñado con la victoria del conocimiento y el arte contra las fuerzas internas y externas enemi­gas del hombre. Esquilo no analiza esta fe en el Prometeo. Ensalza sólo el héroe los beneficios que ha aportado a la humanidad parti­cipando con su ayuda a su esfuerzo para pasar de la noche a la luz mediante el progreso y la civilización; y somos testigos de la ad­miración del coro de las Oceánidas ante su fuerza creadora y divina, aunque no se halle de acuerdo con su acción. Para llevar la alabanza del descubrimiento de Prometeo por la salvación de los hombres has­ta el punto de arrastrarnos a compartir su fe, es preciso que el poeta se haya entregado con amor al alto vuelo de aquellas esperanzas y a la grandeza del genio prometeico. Pero no considera el destino de los escultores de hombres y de los creadores de cultura bajo la radiación del éxito terreno. La seguridad y la obstinación del espí­ritu creador no conoce límites, repite el coro. Prometeo se ha sepa­rado de sus hermanos, los titanes, ha visto que su causa es deses­perada porque sólo reconocen la fuerza bruta y sólo el ingenio espiri­tual gobierna el mundo (así concibe Prometeo la superioridad del nuevo orden olímpico del mundo sobre los titanes precipitados en el Tártaro). Sin embargo, por su amor desmedido que quiere levantar violentamente a la humanidad doliente más allá de los límites que le ha prescrito el soberano del mundo, y por la orgullosa impetuo­sidad de su fuerza creadora, sigue siendo un titán. Es más. aunque (246) en un plano superior, su espíritu es más titánico que el de sus tos­cos hermanos. Éstos (los titanes), en un fragmento del comienzo del Prometeo libertado, libre ya de sus cadenas y reconciliado con Zeus, se acercan al lugar de sus sufrimientos, donde ha soportado un martirio más espantoso que el que jamás ellos hayan conocido. Una vez más es tan imposible desconocer el simbolismo como llevarlo a su fin, puesto que nos falta la continuación. La única indicación que poseemos es la piadosa resignación del coro[13] en el Prometeo encadenado: "Me estremezco al verte desgarrado por mil tormentos. Sin temblar ante Zeus, te esfuerzas con toda tu alma al servicio de la humanidad, Prometeo. Pero, ¡qué inclemente contigo es la clemen­cia misma, oh, amigo! Habla ¿dónde está tu defensa? ¿Dónde la clemencia de los mortales? ¿Has visto la raquítica y fantasmagórica impotencia que mantiene encadenado al ciego linaje humano? Jamás los designios de los mortales traspasarán las órdenes preestablecidas por Zeus."
Así la tragedia del titánico creador de cultura conduce al coro, en las siguientes palabras: [14] "Así he aprendido a reconocer tu des­tino aniquilador, ¡oh, Prometeo!" Este pasaje es de la mayor im­portancia para comprender la concepción de Esquilo sobre la acción de la tragedia. Lo que el coro dice de sí mismo, lo experimenta el espectador por su propia experiencia, y es necesario que así sea. Esta fusión del coro y los espectadores representa una nueva etapa en el desarrollo del arte coral de Esquilo. En Las suplicantes, el coro de las Danaides es todavía el verdadero actor. No hay otro héroe. Que ésta es la esencia originaria del coro fue expresado por primera vez con clara decisión por Friedrich Nietzsche en su obra de juventud El origen de la tragedia, genial aunque mezclada de elementos incompatibles. Pero no podemos generalizar este descubri­miento. Cuando un hombre individual se convirtió en el portador del destino, hubo de cambiar la función del coro. Se convirtió gra­dualmente en el "espectador ideal", por mucho que se intentara ha­cerlo participar en la acción. El hecho de que la tragedia griega tenga un coro que objetiva en la orquesta con sus cantos de sim­patía las experiencias trágicas de la acción, constituye una de las raíces más poderosas de su fuerza educadora. El coro del Prometeo es todo miedo y compasión y encarna la acción de la tragedia de un modo tal que Aristóteles no hubiera podido hallar mejor modelo para su célebre definición de esta acción. Aunque el coro se funde con los sufrimientos de Prometeo hasta un tal grado de unidad que al final de la tragedia, a pesar de las advertencias divinas, con com­pasión infinita se precipita al abismo, se purifica en aquel canto coral en que se eleva del sentimiento a la reflexión, del afecto trágico (247) al conocimiento trágico.   Con esto llega al  más  alto término a que la tragedia aspira a conducir.
Cuando el coro de Prometeo dice que sólo se llega al más alto conocimiento por el camino del dolor, alcanzamos el fundamento ori­ginario de la religión trágica de Esquilo. Todas sus obras se fundan en esta gran unidad espiritual. La línea de su desarrollo se retrae del Prometeo a Los persas, donde la sombra de Darío proclama este conocimiento, y a las plegarias dolorosas y reflexivas de Las supli­cantes, donde las Danaides se esfuerzan por comprender los inextrica­bles designios de Zeus, y avanza a la Orestiada, donde en la solemne plegaria del coro en Agamemnón la fe personal del poeta halla su más sublime expresión.[15] La conmovedora intimidad de esta fe, que lucha denodadamente con la bendición del dolor, expresa con fuerza grandiosa una voluntad reformadora llena de profundidad y de alien­to. Es profética, y aun más que profética. Con su "Zeus, quienquiera que sea", se sitúa en actitud de adoración ante la última puerta tras la cual se oculta el eterno misterio del ser, el dios cuya esencia sólo puede ser presentida mediante el sufrimiento que promueve su acción. "Él ha abierto el camino al conocimiento de los mortales, mediante esta ley: por el dolor a la sabiduría. En lugar del sueño brota en el corazón la pena que recuerda la culpa. Contra su voluntad sobreviene así al espíritu la salvación. Sólo así alcanzamos el favor de los dioses que gobiernan con violencia desde su santo trono." Sólo en este co­nocimiento halla reposo el corazón del poeta trágico y se libra "del peso de la duda que le atormenta". Para ello se sirve del mito que se transforma en puro símbolo, al celebrar el triunfo de Zeus sobre el mundo originario de los titanes y su fuerza provocadora que se opo­ne a la hybris. A pesar de todas las violaciones, siempre renovadas, el orden vence al caos. Tal es el sentido del dolor, aun cuando no lo comprendamos.
Así experimenta el corazón piadoso, mediante la fuerza del dolor, el esplendor del triunfo divino. Sólo puede, en verdad, reconocerlo quien como el águila en el aire es capaz de participar con el corazón entero en el grito de victoria con que todo lo que alienta ensalza al Zeus vencedor. Tal es el sentido de la "armonía de Zeus", en el Pro­meteo, que los deseos y los pensamientos humanos no podrán nunca sobrepasar, y a la cual, en último término, tendrá también que so­meterse la creación titánica de la cultura humana. Desde este punto de vista alcanza su pleno sentido la imagen del cosmos estatal que aparece al final de la Orestiada, escrita al fin de la vida del poeta: en él deben reconciliarse todas las oposiciones, y descansa a su vez sobre el cosmos eterno. Enclavado en este orden, también el "hom­bre trágico" que creó el arte de la tragedia desarrolla su oculta ar­monía con el ser, y se levanta por su capacidad de sufrimiento y su fuerza vital a un más alto rango de humanidad.





[1] 1  aristófanes, Ranas, 886.
[2] 2  aristóteles, Et. nic., Γ 2, 1111 a 10: cf. Anonym. comm. in Eth. Nic., p. 145. heylbut, Clemens Strom., \\, 60, 3.
[3] 3 Escolio, Pers., 429.
[4] 4 tucídides,i, 74.
[5] 5 aristóteles, Poét., 13, 1453 a 19.
[6] 6 SOLÓN, frag. 1 Diehl (ver supra, p. 144).
[7] 7 Los persas, 819.                                                                  
[8] 8 Los persas, 93.
[9] 9 Prom., 1071.   Cf. Solons Eunomie, Sitz. Berl. Akad., 1926, p. 75.
[10] 10 Los siete contra Tebas, 952.
[11] 11 Ilíada, Τ 83;  heráclito, frag. 119.
[12] 12 Prom., 266.
[13] 13 Prom., 539.
[14] 14 Prom., 553.
[15] 15 Agamemnón, 160.

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