lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro segundo :Culminación del espíritu ático:La comedia de Aristófanes.

(325) ninguna exposición de la cultura en el último tercio del siglo ν puede pasar por alto un fenómeno tan alejado de nosotros como atractivo: la comedia ática. Verdad es que los antiguos la denomi­naron "espejo de la vida", en la eterna naturaleza humana y en sus debilidades. Pero la comedia es al mismo tiempo la más completa pintura histórica de su tiempo. Ningún género de arte o de literatura puede, en este sentido, serle comparada. Si tratamos de estudiar las actividades y afanes exteriores de los atenienses, no podremos apren­der menos de las pinturas de los vasos. Pero las maravillosas repre­sentaciones de este género, cuya abigarrada galería de estampas puede considerarse como la epopeya de la existencia burguesa, no alcanza a expresar la vibración de los movimientos espirituales que brotan de las más prominentes creaciones de la antigua comedia que se han conservado hasta nosotros. Uno de sus valores inapreciables consiste en presentarnos conjuntamente el estado, las ideas filosóficas y las creaciones poéticas, en la corriente viva de aquellos movimientos. Así, dejan de aparecer como fenómenos aislados y sin relación entre sí y se ofrecen en la dinámica de su influjo inmediato dentro de la situa­ción de su tiempo. Sólo en el periodo que conocemos mediante la comedia nos hallamos en condiciones de observar la formación de la vida espiritual, considerada como un proceso social. En cualquier otro momento nos aparece sólo como un conjunto de obras completas y acabadas. Aparece aquí claro que el método arqueológico de la historia de la cultura que trata de alcanzar este fin mediante un pro­ceso de reconstrucción, es una empresa fundamentalmente estéril, in­cluso cuando las tradiciones documentales son mucho más numerosas que en la Antigüedad. Sólo la poesía nos permite aprehender la vida de una época con toda la riqueza de sus formas y coloridos y en la eternidad de su esencia humana. De ahí la paradoja, por otra parte perfectamente natural, de que acaso ningún periodo histórico, ni aun los del pasado más inmediato, pueda sernos representado y compren­dido en su intimidad de un modo tan perfecto como el de la comedia ática.
Tratamos de comprender aquí su fuerza artística, que ha inspi­rado a un número increíble de personalidades de las más diversas tendencias, no sólo como fuente para llegar a la intuición de un mundo desaparecido, sino también como una de las más originales y grandiosas manifestaciones del genio poético de Grecia. La comedia, más que otro arte alguno, se dirige a las realidades de su tiempo. Por mucho que esto la vincule a una realidad temporal e histórica, es preciso no perder de vista que su propósito fundamental es ofrecer, (326) tras lo efímero de sus representaciones, ciertos aspectos eternos del hombre que escapan a la elevación poética de la epopeya y de la tra­gedia. Ya la filosofía del arte que se desarrolló en el siglo siguiente considera la polaridad fundamental de la comedia y la tragedia como manifestaciones complementarias de la misma tendencia originaria hu­mana a la imitación. Para ella, la tragedia, así como toda la poesía elevada que se desarrolla a partir de la epopeya, se halla en conexión con la inclinación de las naturalezas nobles a imitar a los grandes hombres y a los hechos y destinos preeminentes. El origen de la co­media se halla en el impulso incoercible de las naturalezas ordinarias,[1] o aun podríamos decir, en la tendencia popular, realista, observadora y crítica, que elige con predilección la imitación de lo malo, repro­bable e indigno. La escena de Tersites de la Ilíada, que expone a la risa pública al repugnante y odioso agitador, es una escena auténticamente popular, una pequeña comedia entre las múltiples tragedias que contiene la epopeya homérica. Y en la farsa divina que repre­sentan, contra su voluntad, el par de enamorados Ares y Afrodita, los dioses olímpicos mismos se convierten en objeto de regocijada risa para los espectadores.
El hecho de que hasta los altos dioses sean aptos para ser sujeto y objeto de risa cómica, demuestra que, en el sentir de los griegos, en todos los hombres y en todos los seres de forma humana reside, al lado de la fuerza que conduce al pathos heroico y a la grave dignidad, la aptitud y la necesidad de la risa. Algunos filósofos posteriores definieron al hombre como el único animal capaz de reír[2] —aunque la mayoría de las veces se le define como el animal que habla y piensa—; con lo cual colocan a la risa en el mismo plano que el lenguaje y el pensamiento, como expresión de la libertad espiritual. Si ponemos en conexión la risa de los dioses de Homero con esta idea filosófica del hombre, no podemos negar el alto origen de la comedia a pesar de la menor dignidad de este género y de sus motivos espi­rituales. La cultura ática no puede manifestar de modo más claro la amplitud y la profundidad de su humanidad que con la diferenciación y la integración de lo trágico y de lo cómico que se realiza en el drama ático. Platón fue el primero en expresarlo cuando hace decir a Só­crates, al final del Simposio, que el verdadero poeta debe ser, al mismo tiempo, trágico y cómico,[3] una exigencia que el mismo Platón cumple al escribir uno tras otro el Fedón y el Simposio. En la cultura ática todo se hallaba dispuesto para su realización. No sólo representaba, en el teatro, la tragedia frente a la comedia, sino que enseñaba también, por boca de Platón, que es preciso considerar a la vida humana, al mismo tiempo, como una tragedia y como una comedía.[4] (327) Esta plenitud humana es, precisamente, el signo de su perfección clásica.
El espíritu moderno sólo alcanzará a comprender el encanto único de la comedia aristofánica desde el momento en que se libre del prejuicio histórico según el cual no es más que un primer estadio genial, pero todavía tosco e informe, de la comedia burguesa. Es preciso considerarla más bien en sus orígenes religiosos, como la primera manifestación de la alegría vital contenida en el entusiasmo dionisiaco. Pero es necesario también retornar a sus fuentes espiri­tuales si queremos superar el racionalismo estético que no sabe ver las fuerzas creadoras de la naturaleza que participan en él. Es preciso que vayamos un poco más allá para alcanzar la pura elevación cultu­ral que ennoblece aquellas fuerzas dionisiacas originarias en la comedia de Aristófanes.
No hay ejemplo alguno tan expresivo del desarrollo de las formas más altas del espíritu a partir de las raíces naturales y terrenas que la historia de la comedia. Sus orígenes eran oscuros, a diferencia del desarrollo de los más antiguos coros y danzas ditirámbicas hasta la cumbre del arte de Sófocles, perfectamente conocido por los contem­poráneos. Las razones de ello no son puramente técnicas. Esta forma del arte estuvo desde un comienzo en el centro del interés público. Fue desde siempre el órgano de expresión de las ideas más altas. El komos y la borrachera de las fiestas dionisiacas rurales, con sus rudas canciones fálicas, no pertenecían a la esfera de la creación espiritual, a la poiésis propiamente dicha. Los más diversos elementos originarios de las más antiguas fiestas dionisiacas se funden en la comedia literaria, tal como la conocemos en Aristófanes. Al lado de la alegría festiva del komos, del cual tomó el nombre, se halla la parábasis, la procesión del coro que ante el público que originariamente lo ro­deaba, da libre curso a mofas mordaces y personales y aun, en su forma más antigua, señala con el dedo a alguno de los espectadores. Los vestidos fálicos de los actores y los disfraces del coro especial­mente mediante máscaras animales —ranas, avispas, pájaros—, nacen de una tradición muy antigua, puesto que ya se hallan presentes en viejos autores cómicos, en los cuales esta memoria se mantiene de una manera viva, mientras que su espíritu propio es débil todavía.
La fusión artística de tantos elementos diversos en la comedia ática, tan característica del espíritu de aquel pueblo y tan cercana, en este respecto, a la tragedia, compuesta también de danza, cantos cora­les y recitaciones orales, le da una enorme superioridad, en la riqueza y en el interés escénico, sobre cualquier manifestación análoga nacida en Grecia independientemente de ella, como la comedia de Epicarmo originaria de la Sicilia dórica y los mimos de Sofrón. El elemento dramático más apto para desarrollarse en la forma de la comedia era (328) el yambo jonio, también de origen dionisiaco y al cual ya dos siglos antes había dado Arquíloco forma poética. El trímetro de la comedia revela, sin embargo, en su libre estructura métrica, que no procede de este yambo literariamente elaborado, sino directamente del ritmo popular, y probablemente improvisado, que utilizó la sátira desde un comienzo. Sólo la segunda generación de poetas cómicos tomó de la sátira de Arquíloco no precisamente la severa estructura de sus ver­sos, sino el elevado arte del ataque personal dirigido incluso a las personas de más alto rango en la jerarquía del estado.
No adquirió verdadera importancia hasta el momento en que la comedia hizo carrera política y el estado consideró como un deber de honor de los ciudadanos ricos el sostenimiento de sus representa­ciones corales. Desde aquel momento, la representación cómica se convirtió en una institución del estado y le fue posible competir con la tragedia. Aunque el "coro" cómico distaba mucho de poderse com­parar con el alto rango de la tragedia, pudieron sus poetas inspirarse en el ejemplo de la más alta poesía dramática. La influencia se mues­tra no sólo en la adopción de algunas formas particulares, sino tam­bién en el esfuerzo de la comedia para llegar a la estructuración de una acción dramática cerrada, aunque la exuberante riqueza de sus intrigas y episodios aislados hiciera difícil someterla al rigor de la nueva forma. La introducción de un "héroe" se debe también al in­flujo de la tragedia, así como la adopción de algunas formas líricas. Finalmente, la comedia, en el momento culminante de su evolución adquirió, inspirándose en la tragedia, clara conciencia de su alta mi­sión educadora. La concepción entera de Aristófanes sobre la esencia de su arte se halla impregnada de esta convicción y permite colocar sus creaciones, por dignidad artística y espiritual, al lado de la tragedia de su tiempo.
Esto es lo que explica el rango único y preeminente que ha atribuido la tradición a Aristófanes entre los representantes de la co­media ática y el hecho de que sólo de él haya conservado obras ori­ginales en abundancia. Difícilmente puede ser obra de la pura casua­lidad el hecho de que sólo él haya sobrevivido de la tríada de poetas cómicos, Cratino, Eupolis y Aristófanes, establecida como clásica por los filólogos alejandrinos. Este canon, procedente sin duda del para­lelismo con la tríada de los poetas trágicos, era una simple sutileza de la historia literaria y no reflejaba el valor efectivo de aquellos poetas ni aun para los tiempos helenísticos. Esto se desprende, sin discusión, del descubrimiento de los papiros. Tuvo razón Platón al introducir en su Simposio a Aristófanes como representante de la co­media, sin más. Incluso en el tiempo en que poetas de importancia como el disoluto genio de Cratino y la rica inventiva dramática de Crates salieron a la escena, no fue la comedia muy allá del servicio de una alta misión cultural. No se proponía otra cosa que provocar la risa de sus oyentes. Cuando con la edad perdían la agudeza y el (329) ingenio que era la fuente elemental de su éxito, incluso los poetas predilectos eran silbados sin compasión. Tal es el destino de todos los payasos. Particularmente Wilamowitz ha protestado enérgicamente contra la concepción según la cual la comedia se propone el mejora­miento moral de los hombres. Nada aparece más alejado de ella que toda aspiración didáctica y nada nos dice que afecte a la moralidad. Pero esta objeción no es suficiente ni puede referirse para nada a la comedia en el periodo de su desarrollo conocido para nosotros.
Parece indudable que aun el viejo beodo Cratino, que Aristófa­nes en la parábasis de Los caballeros propone que sea retirado con urgencia de la escena y mantenido hasta su muerte en el Pritaneo en estado de honorable borrachera,[5] fundaba toda su fuerza y todo su prestigio en su sátira regocijada contra personajes políticos de notoria impopularidad. Éste es el auténtico yambo antiguo, nacido de la sátira política. Aun Eupolis y Aristófanes, los brillantes Dióscuros de la joven generación, que comenzaron como amigos escri­biendo sus piezas en colaboración y acabaron en violentos enemigos acusándose mutuamente de plagiarios, son, en sus invectivas persona­les contra Cleón e Hipérbolo, sucesores de Cratino. Sin embargo, Aristófanes tiene desde un comienzo plena conciencia de representar un nivel más alto del arte. Ya en la primera de sus piezas que se han conservado, Los acarnienses, la sátira política es elaborada mediante una fantasía genial, en la cual se reúnen la ruda farsa burlesca tradi­cional y el ingenioso simbolismo de una ambiciosa utopía política, enriqueciendo así la parodia cómica y literaria de Eurípides. Este enlace de la fantasía grotesca y el realismo vigoroso, elementos origi­narios de las orgías dionisiacas, dio nacimiento a aquella atmósfera de sensualidad y de irrealidad que era la presuposición necesaria para el nacimiento de una alta forma de poesía cómica. Ya en Los acar­nienses alude irónicamente a las toscas e ingenuas combinaciones me­diante las cuales las farsas megáricas suscitan la risa de la multitud y a las cuales recurren todavía los poetas cómicos de entonces. Ver­dad es que es preciso conceder algo a la masa, y Aristófanes sabía emplear a tiempo los requisitos indispensables de la antigua comedia: la consabida sátira sobre la calva de algunos espectadores, el ritmo ordinario de la danza del córdax, y las regocijadas escenas de los azotes, mediante las cuales el actor disimulaba la necedad de sus chis­tes. De este tipo eran —según el insolente e ingenuo juicio de Los caballeros[6]— las agudezas que empleaba Crates, acostumbrado al gusto primitivo y rudo de los antiguos atenienses. En Las nubes con­fiesa claramente hasta qué punto se siente superior a sus predecesores (y no solamente a ellos) y en qué medida confía en el poder de su arte y de su palabra.[7] Se siente orgulloso de introducir todos los años (330) una nueva "idea" poniendo al mismo tiempo la fuerza inventiva de la nueva poesía cómica, no sólo frente a la antigua, sino también frente a la tragedia, que trabaja constantemente sobre un material dado. La originalidad y la novedad pesarán cada vez más en las gi­gantescas competencias de los anuales agones dramáticos. Su atrac­tivo debió crecer considerablemente con la osadía inaudita de un ataque político de Aristófanes contra el omnipotente Cleón. Con se­mejante desafío, podía un poeta cómico conmover el interés general, del mismo modo que un joven político podía debutar brillantemente encargándose de la acusación en un gran proceso político de escán­dalo. Para ello sólo era necesario valor. Y Aristófanes presumía de haber "pateado el vientre" del gran Cleón por una sola vez[8] mejor que entretenerse año tras año, como sus colegas, en machacar al in­ofensivo demagogo Hipérbolo y a su madre.
Nada de eso tiene que ver con el mejoramiento de la moral hu­mana. La metamorfosis espiritual de la comedia procede de otra parte. Su origen se halla en el cambio gradual de la concepción de su vocación crítica.
Ya el yambo de Arquíloco, en parte tan personal, tomó muchas veces sobre sí, en medio de la libertad ilimitada de la ciudad jónica, la tarea de la crítica pública. Este concepto penetró en un sentido más propio y más alto en su sucesora, la comedia ática. También ésta nació de la burla más o menos inofensiva contra individuos particulares. Pero sólo alcanzó su verdadera naturaleza con la entra­da en la arena pública de la política. Tal como la conocemos en la plenitud de su florecimiento, es el producto más auténtico de la liber­tad de palabra democrática. Ya los historiadores de la literatura del helenismo reconocieron que el crecimiento y la caída de la comedia política coinciden con los del estado ático. No floreció ya más, por lo menos en la Antigüedad, desde que Grecia cayó, según la expresión de Platón, del exceso de libertad al exceso de la falta de libertad.[9] En la comedia halló el exceso de libertad, por decirlo así, su antídoto. Se superó a sí misma y extendió la libertad de palabra, la parrhesia aun a las cosas e instancias que incluso en las constituciones más libres son consideradas como tabú.
La tarea de la comedia se convirtió cada día más en el punto de convergencia de toda crítica pública. No se limitó a los "asuntos políticos" en el sentido actual y limitado de la palabra, sino que abrazó todo el dominio de lo público en el sentido griego originario, es decir, todos los problemas que en una u otra forma afectan a la comunidad. Censuraba, cuando lo consideraba justo, no sólo a los in­dividuos, no sólo esta o aquella actividad política, sino la orientación general del estado o el carácter del pueblo y sus debilidades. Contro­laba el espíritu del pueblo y tendía la mano a la educación, a la filosofía, a la poesía y a la música. Por primera vez eran consideradas (331) estas fuerzas, en su totalidad, como expresión de la formación del pueblo y de su salud interna. Todas ellas eran representadas en el teatro y puestas a la consideración de la comunidad ateniense. La idea de la responsabilidad, inseparable de la libertad, a que servía en la administración del estado la institución de la euthynia, es tras­portada a estas fuerzas sobrepersonales, que se hallan o debieran hallarse al servicio del bien común. Así, con íntima necesidad, preci­samente la democracia, que ha promovido la libertad, se halla pre­cisada a establecer los límites de la libertad espiritual.
Por otra parte, era esencial a aquel estado el hecho de que esta limitación no fuera cosa de las instituciones oficiales, sino de las in­terferencias de la opinión pública. La función censora pertenecía, en Atenas, a la comedia. Esto es lo que otorga al ingenio de Aristó­fanes la inaudita seriedad que se oculta tras sus alegres máscaras. Platón considera como elemento fundamental de lo cómico la censura maliciosa y regocijada de las debilidades inofensivas y de los errores de nuestros semejantes.[10] Esta definición se compadece acaso mejor con la comedia del tiempo de Platón que con la comedia aristofánica, donde, por ejemplo en Las ranas, la alegría se halla muy cerca de lo trágico. Más tarde hablaremos de esto. El hecho de que, a pesar de la agitación de aquellos tiempos de guerra, la educación ocupara en la comedia un lugar tan amplio y aun predominante, al lado de la política, demuestra la enorme importancia que alcanzó en aquellos momentos. Sólo a través de la comedia podemos llegar a conocer el violento apasionamiento a que dio lugar la lucha por la educación y las causas de donde procede. Y el hecho de que la comedia tratara de emplear su fuerza para convertirse en guía de aquel proceso, la convierte, a su vez, en una de las grandes fuerzas educadoras de su tiempo. Es preciso demostrar esto en las tres esferas fundamentales de la vida pública: la política, la educación y el arte. No es éste el lugar de realizar un análisis completo de las piezas de Aristófanes. Pero es preciso considerar cada una de aquellas esferas en relación con las obras más características en este respecto.
La sátira política, que todavía predomina en las primeras piezas de Aristófanes, no tiene, como vimos, en los primeros tiempos, fina­lidad alguna más alta. Con frecuencia era difícil distinguir su liber­tad de la insolencia. Incluso en la democracia ática entró repetida­mente en conflicto con el poder del estado. Repetidamente intentaron las autoridades amparar a personas de prestigio ante las injustas inju­rias de la comedia. Pero las prohibiciones no eran de larga duración. Eran impopulares y ni aun la moderna conciencia del estado jurídico fue bastante para reprimir esta supervivencia de los sentimientos so­ciales primitivos. Cuando la caricatura afectaba a los hombres de estado con una despreocupación artística análoga a la imagen de Sócrates (332) que nos ofrecen Las nubes, era humano que los afectados em­plearan la fuerza para defenderse, mientras que las personas particu­lares, como Sócrates, se hallaban desamparadas, según el testimonio de Platón, frente a las burlas populares de la comedia. Las burlas de Cratino no se detuvieron ni ante la persona del gran Pericles. En Las tracianas lo denomina con el honroso título de "Zeus el de la cabeza de cebolla". Aludía con ello a la singular forma de su cabeza, que ordinariamente disimulaba con el casco. Sin embargo, estas in­ofensivas burlas revelaban el íntimo respeto ante la persona escar­necida, el olímpico tonante y relampagueante que "revolvió toda la Hélade".
La ofensiva política de Aristófanes contra Cleón era de tipo muy distinto. Sus burlas no eran las de la franca sinceridad. No daba a su víctima ningún mote afectuoso. Su lucha era una lucha de princi­pios. Cratino sentía la superioridad de Pericles y es frente a él como un bufón bondadoso. El ingenio ático no confundía torpemente lo grande con lo pequeño ni aludía familiarmente a lo inaccesible. Con­servaba siempre un seguro sentido de la distancia. La crítica de Aris­tófanes a Cleón viene de lo alto. Era preciso descender a él, tras la caída que representó la súbita, prematura y desventurada muerte de Pericles, para sentirlo como un síntoma de la situación general del es­tado. Acostumbrado al caudillaje, distinguido y preeminente de aquél, se dirigía violentamente contra el ordinario curtidor cuyas maneras plebeyas se extendían a la totalidad del estado.
No era la falta de valor cívico lo que acallaba las voces de crítica en las asambleas populares. Triunfaba allí su indiscutible conoci­miento de los negocios y la fuerza emotiva de sus hábitos de orador. Sin embargo, mostraba debilidades vergonzosas no sólo para él, sino para Atenas y para la nación entera. Era una osadía inaudita para el joven poeta atacar, como lo hizo en su segunda pieza —no conser­vada—, Los babilonios, al favorito omnipotente del demos y presen­tar en la escena su brutal actitud relativa a la política de la confede­ración, en presencia de los representantes de los estados afectados. El mejor comentario a aquella política son los discursos que pone Tucídides en boca de Cleón en tiempo de la revuelta de Mitilene,[11] donde discute el método adecuado en la política de la confederación. Aris­tófanes representa a los miembros de la alianza como esclavos en la noria. Consecuencia de ello fue que Cleón levantara una acusación política contra él. El poeta da su réplica en Los caballeros. Se apoya en la oposición política de los pocos, pero muy influyentes caballeros feudales, que después de la guerra de invasión habían obtenido nuevamente importancia y que odiaban a Cleón. El coro de los caballeros representa la alianza de la distinción y el espíritu contra la progre­siva proletarización del estado.
(333) Es preciso darse cuenta de que este género de crítica es algo completamente nuevo en la historia de la comedia, completamente distinto de las bufonadas políticas de Cratino, del mismo modo que la "lucha por la cultura" emprendida por Aristófanes contra los so­fistas y Eurípides es distinta de las parodias de la Odisea del mismo autor. Su novedad procedía del cambio de la situación espiritual. En el mismo momento en que por la aparición de un poeta de la más alta genialidad el espíritu tomaba posesión de la comedia, el espíritu es expulsado del estado. El equilibrio que mantuvo Pericles entre la política y la nueva cultura espiritual, y que se encarnaba en su per­sona, es ahora destruido. Si este hecho era definitivo, la cultura se apartaba definitivamente del estado. Pero, entretanto, el espí­ritu se había convertido en una fuerza política. No se hallaba sólo mantenido por hombres de ciencia recluidos en su vida privada, como en la época alejandrina, sino que actuaba con vivacidad en una poesía cuya voz se hacía oír públicamente. De ahí que aceptara la lucha. No era para Aristófanes una lucha contra el estado, sino por el estado contra los que detentaban el poder. La creación de una comedia no constituía acto político organizado alguno, y el poeta no tenía muchos deseos de ayudar a nadie a encaramarse al poder. Pero podía con­tribuir a despejar la pesadez de la atmósfera y poner límites al poder omnipotente de la brutalidad exenta de espíritu. No se propone en Los caballeros actuar en pro o en contra de una opinión política determinada como en Los babilonios o en Los acarnienses. Se limita a fustigar al pueblo y a su caudillo y a ponerlos en la picota como indignos del estado ateniense y de su ilustre pasado.
Representa las relaciones del pueblo y la demagogia mediante una alegoría grotesca que en nada se parece a la vacía y pálida apariencia usual en el género, sino que trata de incorporar lo invisible en una forma sensible. Para representar las amplias y abstractas dimensiones del estado pone al espectador en presencia de los estrechos límites de una casa burguesa en la cual ocurren cosas intolerables. El propie­tario de la casa, el señor Demos, eternamente insatisfecho y duro de oído, mantenido por todos en la oscuridad, símbolo del sobera­no de múltiples cabezas que gobierna a la democracia ática, es con­ducido por su nuevo esclavo, un paflagonio, bárbaro y brutal, y ninguno de los dos esclavos que fueran sus predecesores en el poder tiene un momento de tranquilidad. Bajo la máscara del paflagonio se oculta el temido Cleón. Los dos desventurados esclavos, que se lamentan de su destino, deben ser los generales Nicias y Demóstenes. El héroe de la comedia no es, sin embargo, Cleón, sino su adversa­rio, el salchichero. Pertenece todavía a una capa más ínfima de la sociedad, y a pesar de su falta de cultura y de freno, su insolencia le permite situarse siempre en lo más alto. En su competencia para ver cuál de los dos es el más grande bienhechor de su señor, el pue­blo, Cleón es vencido por el salchichero, pues éste confecciona un (334) almohadón para sentarse en la asamblea popular, un par de botas y una cálida camisa para el viejo. Cleón se desploma trágicamente. El coro vitorea al vencedor y le pide que le dé gracias por el vigoroso auxilio que le ha prestado para ascender a un empleo más alto. La escena siguiente es de estilo solemne. El primer acto del vencedor consiste en decretar el rejuvenecimiento simbólico del anciano señor Demos. Éste es cocido en una gran olla para salchichas y tras este procedimiento mágico es presentado al regocijado público rejuvene­cido y coronado. Aparece Demos de nuevo como en los gloriosos tiempos de Milcíades y de la guerra por la libertad: es la encarnación de la antigua Atenas, coronada de violetas y rodeada de himnos, ataviada a la usanza de los primeros antepasados; y es proclamado rey de los helenos. Se halla también íntimamente renovado y vivifi­cado y confiesa arrepentido la vergüenza de sus antiguos pecados. Su seductor Cleón es condenado a vender, como comerciante callejero, las salchichas de perro mezcladas con estiércol de burro que su suce­sor actual ofrecía al público.
Con esto alcanza su culminación la apoteosis de la Atenas reno­vada y se cumple la obra de la justicia divina. Lo que para la polí­tica real era la cuadratura del círculo, castigar los vicios de Cleón con la mayor infamia, no era ningún problema para la fantasía del poeta. Pocos de los espectadores se formularían la pregunta de si el salchichero sería un sucesor más digno de Pericles que el curtidor. Aristófanes dejaba a los políticos determinar cuál era capaz de lograr el renacimiento del estado. Quería sólo poner ante el espejo a ambos: al pueblo y al caudillo. Apenas si tenía la esperanza de modificarlos. Cleón era una figura magnífica para encarnar el heroísmo cómico, este heroísmo de signo inverso, que reúne en sí todas las debilidades y las imperfecciones humanas. Es un ingenioso hallazgo la idea de oponerle como su "ideal" adecuado al vendedor de salchichas, sin que pueda lograr aproximarse a este héroe por mucho que se esfuerce. La desconsideración con que trata a la figura de Cleón contrasta con la indulgente y amable dulzura y aun el mimo que prodiga a la debilidad del señor Demos. Sería un grave error pensar que creía se­riamente en la posibilidad de volver a aquellos viejos tiempos cuya imagen describe con tan melancólico humor y tan puro amor pa­triótico. Las palabras de Goethe en Poesía y verdad describen per­fectamente los efectos de este género de añoranzas retrospectivas en la poesía. "Produce un placer universal recordar con ingenio la his­toria de una nación; nos complacemos en las virtudes de nuestros antepasados y sonreímos ante las faltas que creemos haber superado desde largo tiempo." Cuanto menos tratemos de interpretar la ma­gia de la fantasía poética en la cual se compenetra maravillosamente la realidad con la leyenda, desde el punto de vista de una pedantesca y vulgar enseñanza política, mayor será la profundidad con que pe­netrará en nuestros oídos la voz del poeta.
(335) ¿Cuál es la razón por la cual esta poesía consagrada por entero al instante fugitivo y que pone toda su fuerza en el instante, ha al­canzado la inmortalidad que le han reconocido, cada día con mayor energía, los siglos posteriores? En Alemania se despertó el interés por la comedia política de Aristófanes con el despertar de la vida política. Pero sólo en los últimos decenios han llegado a alcanzar los problemas políticos la agudeza que tuvieron en Atenas al finalizar el siglo V. Los hechos fundamentales son los mismos: se hallan en juego las fuerzas contrapuestas de la comunidad y el individuo, la masa y el intelecto, los pobres y los ricos, la libertad y la opresión, la tradición y la ilustración. Pero a ellos se añade algo nuevo. A pesar de su íntimo y apasionado interés por la política, la comedia de Aristófanes se sitúa en lo alto y con una libertad de espíritu que le permite considerar como efímeros los acaecimientos de la vida co­tidiana. Cuanto el poeta describe pertenece a un capítulo imperece­dero: lo humano, demasiado humano. Sin aquella íntima distancia no sería posible semejante descripción. Constantemente lo real se di­suelve en una alta realidad intemporal, fantástica o alegórica. Ello alcanza su mayor profundidad donde, como en Las aves, se liberta, con despreocupada jovialidad, de las preocupaciones apremiantes de la vida actual y construye, con alegre corazón, un estado ilusorio, una casa de cucos en las nubes, en la cual, desvanecido todo lastre te­rrestre, todo es alado y libre y sólo quedan las locuras y las debili­dades humanas en su plena libertad, para que no falte la belleza de la risa, eterna, sin la cual no podríamos vivir.
Al lado de la política hallamos en Aristófanes la crítica de la cultura, empezando por su primera pieza Los comilones. El tema de la comedia, la lucha entre la vieja y la nueva educación, apa­rece de nuevo en Las nubes y reaparece en otras muchas comedias. El punto de vista relativamente externo de la crítica son las maneras perversas e inusitadas de los representantes de la nueva educación. Ésas suscitaban la risa de los atenienses porque sus debilidades enri­quecían el inventario de las excentricidades humanas y contribuían a su regocijo. Eupolis, en Los aduladores, se burla también del pa­rasitismo de los sofistas que rodean las casas de los ricos. Su cone­xión con las clases poseedoras se halla también en el centro de Los asadores de Aristófanes, donde se burla del sofista Pródico. Este motivo de la comedia reaparece en el Protágoras de Platón. Pero en comedia alguna existe la profunda penetración en la esencia de la educación sofística que hallamos en él. En Los comilones pinta Aris­tófanes la acción deformadora de la enseñanza sofística sobre la ju­ventud y penetra con ello ya mucho más hondo. Un campesino ático ha educado a uno de sus hijos en su casa, a la manera antigua, y ha enviado al otro a la ciudad para gozar de las ventajas de la nueva educación. Éste vuelve tranformado, moralmente corrompido e in­útil para las faenas campesinas. Para esto le ha servido su educación (336) superior. El padre se halla consternado al ver que no puede ya can­tar en los festines las antiguas canciones de los poetas Alceo y Ana-creonte. En lugar de las antiguas palabras de Homero comprende sólo las glosas a las leyes de Solón, pues la educación política se halla ahora por encima de todo. El nombre del retórico Trasímaco aparece en un verso en que se trata de una disputa sobre el uso de las pala­bras. Pero, en conjunto, la pieza no parece haber traspasado los lími­tes de la burla inofensiva.
Sin embargo, pocos años más tarde, se revela en Las nubes cuan profunda era la aversión del poeta contra la nueva orientación del espíritu. Pronto aquel primer ensayo no le pareció ya suficiente. Ahora había descubierto el modelo que parecía estar predestinado a ser el héroe de una comedia sobre la moderna educación filosófica. Era Sócrates de Alopeké, el hijo de un picapedrero y de una coma­drona. Tenía la gran ventaja sobre los sofistas, que sólo raramente visitaban Atenas, de ser un original más eficaz en la escena, por ser conocido de toda la ciudad. El capricho de la naturaleza había cuidado incluso de su máscara cómica dándole aquel aspecto de sileno, con la nariz arremangada, los labios protuberantes y los ojos saltones. Sólo había que exagerar lo grotesco de su figura. Aristó­fanes amontonó sobre su víctima todas las características de la clase a que evidentemente pertenecía: sofistas, retóricos y filósofos de la naturaleza, o, como se decía entonces, meteorólogos. Aunque en rea­lidad se pasaba casi todo el día en el mercado, colocó misteriosamente a su fantástico Sócrates en una estrecha tienda de pensador, donde, suspendido en un columpio en lo alto del patio, "investigaba el sol" con el cuello torcido, mientras sus discípulos, sentados en el suelo, hundían en la arena sus pálidos semblantes para sondear el mundo subterráneo. Se suele considerar a Las nubes desde el punto de vista de la historia de la filosofía y, en el mejor de los casos, se le dis­culpa. Summum ius, summa iniuria. Es una iniquidad hacer com­parecer al burlesco Sócrates de la comedia ante el tribunal de la estricta justicia histórica. Ni aun Platón, que revela la fatal partici­pación de aquella caricatura en la muerte de su maestro, aplica seme­jante medida. Reúne en el Simposio la luminosa figura del sabio con la del poeta y no cree ultrajar los manes de Sócrates atribuyén­dole un papel de tanta importancia en aquel círculo. El Sócrates de la comedia no tiene nada de aquella energía moral que le atribuyeran Platón y otros socráticos. Si Aristófanes lo hubiera conocido en aquel aspecto, no lo hubiera utilizado para sus designios. Su héroe es un ilustrador alejado del pueblo y un hombre de ciencia ateo. En esta figura se personifica lo cómico típico del sabio vanidoso y pagado de sí mismo mediante algunos rasgos tomados de Sócrates.
Para aquel que tenga en la mente la imagen de Sócrates que nos ofrece Platón, esta caricatura carece de gracia. La verdadera gracia reside en el descubrimiento de ocultas semejanzas y aquí no vemos  (337) semejanza  alguna.    Sin   embargo,  Aristófanes   no  entraba  ni   en   la forma ni en el contenido de las conversaciones socráticas, y las ca­racterísticas diferenciales entre el espíritu socrático y el sofístico, se­ñaladas por  Platón,  se desvanecían  para el poeta cómico  ante sus fundamentales semejanzas: para ambos era preciso analizarlo todo y no había nada tan grande y santo que estuviera fuera de toda discusión y no necesitara  una fundamentación racional.   El  afán por los con­ceptos de Sócrates parecía superar incluso al de los sofistas.   No es posible exigir del poeta, para el cual  el racionalismo de moda,  en cualquier   forma  que  fuese,  le parecía  igualmente   demoledor,  finas matizaciones entre uno y otro.   Muchos se lamentaban de ciertos efec­tos perjudiciales derivados de la nueva educación.   Por primera vez aquí se ofrece de un modo total la imagen espiritual del gran peligro que es preciso conjurar.   Aristófanes ve con mirada clarividente  la disolución de toda la herencia espiritual  del pasado y no  es  capaz de mirarlo impasiblemente.  Verdad es que se hubiera visto en la ma­yor perplejidad si alguien le hubiera preguntado su "íntima convic­ción" relativa a los antiguos dioses.   Pero como poeta cómico encon­traba   risible  que los meteorólogos  calificaran  el   éter  de  divino  y trataba de representarlo de un modo vivaz en la plegaria de Sócrates al Torbellino que, como se decía, había formado la sustancia prime­ra, o a las Nubes, cuyas formas inmateriales suspendidas en el aire ofrecían  una semejanza tan evidente con las nebulosas doctrinas de los filósofos.   Después de dos siglos de las más atrevidas especulacio­nes de la filosofía natural, durante los cuales los sistemas se destruían entre sí, la atmósfera se hallaba demasiado llena de escepticismo ante los resultados del pensamiento humano para aceptar, sin más, la se­guridad con   que se presentaba  ante la  masa   inculta la   educación intelectual de  los  partidarios   de la ilustración.   El   único resultado indudable era el mal uso que  los discípulos  de la nueva sabiduría hacían de ella en la vida práctica y la falta de escrúpulos con que empleaban el arte de la argumentación verbal.   Así, Aristófanes tuvo la idea de traer a la escena, como personajes alegóricos, el logos justo e injusto que distinguían los sofistas en cada caso, para ofrecer ante los espectadores el cuadro  cómico de la moderna educación  con  el triunfo del discurso injusto sobre el justo.
Tras una escaramuza en la que ambos oradores se echan recí­procamente en cara las groserías habituales, exige el coro un torneo formal entre la antigua y la nueva educación. Es significativo el hecho de que no se enumeren los diferentes métodos, en virtud de los cuales cada una de ellas cree ser superior a la otra. Por el con­trario, la educación antigua representa intuitivamente al logos justo en la figura de un tipo humano. Una educación sólo puede recomen­darse por el tipo acabado que produce, jamás por consideraciones puramente teóricas. En el tiempo en que florecía el justo logos y se exigía una conducta virtuosa, jamás se oía a un niño resollar. Todos (338) andaban ordenadamente en la calle, camino de la escuela y no llevaban capa, aunque cayeran copos de nieve como granos de cebada perlada. Se les enseña con rigor a cantar antiguas canciones, con melodías de los antepasados. Si alguno hubiera cantado con adornos y fiorituras, al estilo de los músicos modernos, hubiera sido azotado. De este modo se educaba una generación como la de los vencedores de Maratón. Hoy se debilita a los niños, envolviéndolos en mantas y uno se ahoga de rabia al ver la manera torpe y desmañada con que los jóvenes tienen los escudos sobre el vientre en las danzas de armas de las Panateneas. El justo logos promete a los muchachos que se confían a él y a su educación, enseñarles a odiar el mercado y los baños, a avergonzarse de toda conducta deshonrosa, a indignarse cuan­do hacen burla de ellos, a levantarse ante los mayores y a cederles el lugar, a honrar a los dioses y a venerar la imagen de la Vergüenza, a no ir con danzarinas y a no contradecir a su padre. Deben ejer­citarse en el gimnasio, untando con aceite el vigoroso cuerpo, en lugar de discursear en el mercado o dejarse arrastrar ante los tribu­nales para discutir sobre bagatelas. Bajo los olivos de la Academia, coronados de carrizos, correrán en las carreras con camaradas bellos y decentes, respirando los aromas de las madreselvas y de los álamos y luego, en delicioso ocio, gozarán de la plenitud de la primavera, bajo el murmullo de los chopos y de los plátanos. El coro ensalza a los hombres dichosos que vivieron en los bellos tiempos antiguos, donde dominaba esta educación, y goza del dulce aroma de la sofrosyne que se desprende de las palabras del justo logos.
Contra él se levanta el logos injusto, pronto a estallar en cólera y ansioso de confundirlo todo con su dialéctica. Se vanagloria de su ominoso nombre que ha conquistado por ser el primero en haber hallado el arte de contradecir las leyes ante los tribunales. Es una aptitud que no se puede comprar con oro la de defender las peores causas y salir vencedor. Contradice a su adversario en la nueva forma de moda, de la pregunta y la respuesta. Y se sirve, a la manera de la novísima retórica, de los nobles ejemplos de la mitología, como de un medio ilusorio de prueba. Los oradores de la epopeya dieron un sentido ejemplar a las normas ideales y este uso fue seguido por la poesía más antigua. Los sofistas aprovechan esta tradición, co­leccionando ejemplos mitológicos, que, para su relativismo naturalista y disolvente, podían servir para todos los objetos. Así como antes la defensa ante los tribunales se dirigía a demostrar que el caso se hallaba de acuerdo con la ley, actualmente ataca las leyes y las cos­tumbres y trata de demostrar que son deficientes. Para combatir la afirmación de que los baños calientes debilitan el cuerpo, el logos injusto se refiere al héroe nacional Heracles que, para recrearse, hizo que Atenea hiciera brotar de la tierra fuentes calientes en las Termópilas. Elogia la costumbre de permanecer y discursear en el mercado, que había denostado el logos justo, e invoca para ello la (339) elocuencia de Néstor y de otros héroes homéricos. El logos justo adopta el mismo procedimiento cuando es cínicamente interrogado so­bre si la sofrosyne ha servido alguna vez de algo y pone el ejemplo de Peleo. Una vez que se halló en un grave peligro, los dioses, en premio a su virtud, le mandaron una espada de fuerza maravillosa para que pudiera defenderse. Este "gracioso presente" no hace im­presión alguna en el logos injusto. Para ilustrar cuan lejos puede ir con la ruindad, abandona por un instante la esfera mitológica y pone un ejemplo de la experiencia actual, la del demagogo Hipérbolo que adquirió "más que muchos talentos" sirviéndose de aquella cua­lidad. Responde el otro diciendo que los dioses otorgaron todavía a Peleo un premio mucho mayor, puesto que le dieron por esposa a Tetis. Replica el injusto que ésta le abandonó pronto porque no le parecía bastante agradable. Y volviéndose al joven, por cuya alma luchan la vieja y la nueva educación, le ruega que considere que si se decide por la sofrosyne renuncia a todos los goces de la vida. No sólo esto; si por las "necesidades de la naturaleza" cae alguna vez en falta, es incapaz de defenderse. "Si quieres seguir mi consejo, deja libre curso a la naturaleza, salta y ríe, no te detengas ante lo vergonzoso. Si eres acusado de adulterio, niega tu falta e invoca a Zeus, que no era tampoco bastante fuerte para resistir a Eros y a las mujeres. No es posible que tú, simple mortal, seas más fuerte que un dios." Es la misma demostración de la Helena de Eurípides o de la nodriza de Hipólito. La discusión culmina en el punto en que el elogio que hace el logos injusto de su moral laxa provoca la risa del público. Y entonces explica que la práctica seguida por la inmen­sa mayoría de un pueblo honorable es imposible que sea un vicio.
La refutación de los ideales de la educación antigua pone de re­lieve, con suficiente claridad, el tipo de hombre que resulta de la práctica de la nueva educación. No puede ser tenido por un testi­monio auténtico de los ideales educativos de los sofistas. Pero para muchos contemporáneos aparecía así o de un modo análogo. Y no faltaban ejemplares aptos para suscitar semejantes generalizaciones. ¿Cuál era la posición del poeta en la lucha entre la vieja y la nueva educación? Sería un error considerarlo como partidario unilateral de una de ambas tendencias. Él mismo fue usufructuario de la edu­cación moderna y no sería posible concebir la comedia en los buenos tiempos antiguos a que pertenecía su corazón y que, sin embargo, lo hubieran silbado. El encanto primaveral de la imagen que evoca con añoranza tiene el mismo tipo de melancolía cómica que la fan­tasmagoría del Demos rejuvenecido en su antiguo esplendor, que apa­rece al final de Los caballeros. La evocación de la antigua paideia no significa una invitación a volver al pasado. Aristófanes no es un reaccionario dogmático y rígido. Pero el sentimiento de hallarse arras­trado por la corriente del tiempo y de ver desaparecer todo lo valioso del pasado, antes de verlo reemplazado por algo nuevo, igualmente (340) valioso, se suscitaba vigorosamente en esta época de transición y llenaba de miedo a los espíritus videntes. No tenía nada que ver con el conocimiento moderno de los caminos históricos, ni mucho menos con la creencia general en la evolución y el "progreso". La experiencia de la realidad histórica sólo podía ser sentida como la de­molición del firme edificio de los valores tradicionales en que habían vivido tan seguros.
La imagen ideal de la antigua educación tiene la tarea de mostrar lo que el nuevo ideal no es.   En la exposición del último cambia el tono cómico inofensivo y bondadoso, que es característico de la ima­gen de la antigua  educación, y  se convierte en una sátira  mordaz: es todo lo contrario de lo justo y sano.   En esta crítica negativa se halla la seriedad de la pieza, que nadie puede discutir.   La falta de escrúpulos morales del nuevo poder intelectual, que no se somete a norma  alguna,  se  destaca  vigorosamente en  primer   término.   Para nosotros, resulta paradójico que este aspecto de la nueva educación sea escarnecido en una pieza cuyo héroe es Sócrates.   Incluso en la composición de la comedia, por lo menos tal como ha llegado a nos­otros, la escena de la disputa entre el logos justo y el injusto tiene poco que ver con Sócrates que, por otra parte, no se halla presente Pero el final de Los ranas demuestra que Sócrates es también, para el poeta, el prototipo de un nuevo espíritu que mataba el tiempo con abstrusas,  sofísticas y  minuciosas   sutilezas,  desdeñando   los valores insustituibles de la música y de la tragedia.   Con la segura intuición del hombre que debe a aquellos valores toda la sustancia de su vida y su más alta formación y que los ve en peligro, se vuelve vigorosa­mente contra una educación cuya mayor fuerza es el intelecto.  Y esta hostilidad no es algo meramente personal: tiene una significación his­tórica y sintomática.
Pero este espíritu había invadido ya incluso la poesía. Cuando Aristófanes defiende la tragedia contra Sócrates y la ilustración ra­cional, tiene a Eurípides, como enemigo, a su espalda. Con Eurípi­des se ha consumado la entrada de las nuevas corrientes espirituales en la alta poesía. Así la lucha en torno a la educación culminó en Aristófanes en la lucha en torno a la tragedia. Hallamos aquí la mis­ma obstinación de Aristófanes que en su lucha contra la educación moderna. La crítica de Eurípides se dirige contra toda su creación poética y se convierte finalmente casi en una persecución. Su actitud ante la política era mucho más circunstancial. Incluso la lucha con­tra Cleón o para la conclusión de la paz, que tenía para Aristófanes una importancia fundamental, duró pocos años. Cada día dirigía más su atención hacia el lado de la crítica de la cultura. En todo caso era el más candente de los problemas que se podían poner a la dis­cusión pública. Acaso se explique el silencio de la comedia política por el hecho de que al finalizar la guerra del Peloponeso la situación era desesperada. La libertad ilimitada en la discusión de las opiniones (341) políticas supone una superabundancia de fuerza, que el estado no poseía ya. El escepticismo político creciente hallaba su expansión en los círculos privados y en los clubes. No mucho antes del desastre de Atenas murieron, uno tras otro, Eurípides y Sófocles. La escena trágica quedó huérfana. Se ha llegado evidentemente a una encruci­jada histórica. Los tristes epígonos, el trágico Meleto, el ditirámbico Cinesias y el cómico Sanirio aparecen más tarde en la comedia de Aristófanes Gerytadés, como enviados al mundo subterráneo para to­mar allí consejo de los grandes poetas. Así se ironizaba la época a sí misma. Muy distinto y más trágico es el tono de Las ranas, escrita en el breve intervalo entre la muerte de ambos trágicos y la caída de Atenas. Cuanto mayor era la indigencia del estado, más insopor­table se hacía la opresión de los espíritus y con mayor anhelo se buscaba un consuelo y un apoyo espiritual. Por primera vez se veía claro lo que había tenido el pueblo ateniense con la tragedia. Sólo la comedia era capaz de expresar esto para todos. Y era apta para ello precisamente por la objetividad que le otorgaba la enorme dis­tancia a que se hallaba la musa cómica de su opuesta contradicto­ria, la tragedia. Y la comedia sólo tenía un poeta digno de tal nom­bre. Con los años alcanzó una altura desde la cual podía atreverse a tomar sobre sí la función aleccionadora de la tragedia en el estado y a levantar los corazones. Fue su momento histórico supremo.
En Las ranas conjura Aristófanes a las sombras de la tragedia muerta, con Sófocles y Eurípides. Nada como este recuerdo podía unir a los espíritus divididos por las feroces luchas de partido. Re­novar este recuerdo era incluso un acto propio de un hombre de estado. Dionisos en persona baja al mundo subterráneo para traer de nuevo a Eurípides. Incluso el mayor adversario del muerto debía reconocer que éste era el deseo más ardiente del público. Su dios Dionisos es la simbólica personificación del público del teatro con todas sus cómicas debilidades, grandes y pequeñas. Pero este anhelo general fue para Aristófanes la ocasión para su último y más com­prensivo ataque contra el arte de Eurípides. Abandona sus anterio­res burlas, en su mayoría ocasionales, y que hubieran sido inadecua­das para aquel momento, para penetrar en lo más profundo del pro­blema. Eurípides no es considerado en sí mismo, aunque un artista de tal magnitud hubiera podido aspirar a ello, ni mucho menos como medida de su tiempo, sino contrapuesto a Esquilo, como el más alto representante de la dignidad religiosa y moral de la tragedia. En la estructura de Las ranas, esta simple pero altamente importante con­traposición, toma la forma de un agón entre el arte poético antiguo y el moderno, de un modo análogo al que se desenvuelve en Las nubes entre la antigua y la nueva educación. Pero así como en Las nubes el agón no tiene una importancia decisiva para la marcha de la acción, en Las ranas constituye el edificio entero de la comedia. El descenso al mundo subterráneo era un tema predilecto de la comedia. Esta (342) disposición pone en contacto Las ranas con los Demoi de Eupolis, donde los viejos hombres de estado y estrategas de Atenas son lla­mados del Hades para ayudar al estado mal aconsejado. Mediante la unión de esta idea con la del agón de los poetas, llega Aristófanes a una sorprendente solución: Dionisos, que ha descendido al Hades para traer a Eurípides, tras el triunfo de Esquilo, trae al fin al viejo poeta en lugar de su adversario, para salvar a la patria.
No es nuestro propósito juzgar la pieza como obra de arte.   He­mos de considerarla tan sólo como el testimonio más importante del siglo ν sobre la posición de la poesía trágica en la vida de la co­munidad política.   La parte más importante del agón de Las ranas es para nosotros aquella en que Esquilo pregunta a Eurípides, que acaba de  ponderar   sus   propios  servicios:   "Respóndeme,   ¿qué  es  lo   que realmente debemos admirar en un poeta?" [12]   El resto, la crítica más bien estética de los detalles de la estructuración de los prólogos, de las canciones y de las demás partes de la tragedia, a pesar de su espíritu y de su agudeza y del color y la riqueza intuitiva que prestan a la totalidad del diálogo, no pueden ser considerados por sí mismos y aun pueden ser  dejados aparte.   Es de la mayor importancia, para el efecto cómico de la pieza, pues sirve de contrapeso a la disputa anterior sobre  el  sentido ético de toda verdadera  poesía,  donde la gravedad trágica que alcanza en ocasiones la discusión exige aquella compensación.   Estas revelaciones contemporáneas sobre la esencia y la función de la poesía tienen mayor importancia para nosotros en tanto que carecemos casi en absoluto de manifestaciones directas de las grandes personalidades del tiempo.   Incluso si pensamos que las concepciones sobre la esencia de la poesía que pone Aristófanes en boca de Esquilo y de Eurípides procedían de las teorías de los sofistas contemporáneos y que les deben esta o aquella fórmula concreta, con­serva  el  diálogo,  para  nosotros,  el  valor  inapreciable  de  ser   una corroboración auténtica de la impresión que produce en nosotros la tragedia.
Respóndeme, ¿qué es lo que realmente debemos admirar en un poeta? Eurípides coincide en la respuesta con Esquilo, aunque sus palabras admiten una interpretación peculiar: "Por su propia exce­lencia y por su aptitud de enseñar a los demás y porque hacemos mejores a los hombres en el estado." ¿Y si no has hecho esto, si has hecho malvados a los justos y nobles, de qué serás realmente digno? "De la muerte —interrumpe Dionisos—, no tienes necesidad de pre­guntarlo." Y entonces describe Aristófanes, parodiando cómicamente la emoción, cuan nobles y marciales eran los hombres antes de que Eu­rípides se hubiese hecho cargo de ellos. No tenían otro anhelo que vencer al enemigo. La sola función que han ejercitado, desde un comienzo, los poetas nobles, ha sido enseñar lo que podía salvar a los hombres. Orfeo nos ha revelado los misterios y nos ha enseñado a  (343) preservarnos del homicidio; Museo la curación de las enfermedades y la predicción del futuro; Hesíodo el cultivo del campo y los tiem­pos de las siembras y de las cosechas; y el divino Homero ha alcan­zado honor y gloria porque ha enseñado virtudes tales como el arte de la guerra, la bravura y los armamentos de los héroes. De acuerdo con este modelo ha moldeado Esquilo muchos verdaderos héroes, fi­guras como Teucro y Patroclo, de corazón de león, con el objeto de enardecer a los ciudadanos, cuando oigan sonar la trompeta:

No he hecho ramera alguna como Fedra y Estenobea,
 y nadie puede decir que haya creado jamás la figura
[de una mujer enamorada.

La maravillosa objetividad cómica de Aristófanes sabe restablecer el equilibrio amenazado, mediante estos aflojamientos del pathos. Eu­rípides invoca que los asuntos de sus dramas femeninos se hallan ya en el mito. Pero Esquilo exige que el poeta no exhiba en público ni enseñe lo malo encubierto.

Lo que el maestro es para los muchachos,
al mostrarles el recto camino,
 somos nosotros los poetas para los mayores.
Por eso debemos siempre decirles lo más noble.

Eurípides echa de menos esta nobleza en las altisonantes palabras de Esquilo, pues su lenguaje ha dejado de ser humano. Su adversario replica que aquel que tiene grandes pensamientos y emociones debe expresarlos en un lenguaje elevado y que el lenguaje elevado perte­necía a los semidioses del mismo modo que los vestidos solemnes. "Tú has destruido todo esto. Has disfrazado a los reyes de mendigos andrajosos y enseñando a los ricos atenienses a callejear, quejándose de que no tienen dinero para pertrechar los navíos de guerra tal como el estado exige de ellos. Los has enseñado a disputar y charlar, has despoblado los gimnasios..., has inducido a los marineros a sublevarse contra sus superiores." Estas palabras nos llevan a las miserias de la actualidad política, de las cuales, así como de otros muchos males, se hace responsable a Eurípides.
El extraordinario efecto cómico de este homenaje negativo sólo adquiere toda su fuerza si pensamos que estas palabras no se dirigen a un teatro lleno de filólogos clásicos, que todo lo toman al pie de la letra para indignarse con ello, sino al público ateniense cuyo dios era Eurípides. En un crescendo imperceptible pasamos de las críti­cas más finas a la caricatura deformada, y la caricatura se acrecienta en el espantajo cómico, hasta que el "Dios" se convierte finalmente en la encarnación de todos los males de aquellos desventurados tiempos, de aquellos tiempos calamitosos a los cuales se dirigen en la patrió­tica parábasis palabras reconfortantes y libertadoras. Tras el juego ingenioso podemos adivinar, en cada línea, la vigorosa inspiración (344) que las anima: la dolorosa inquietud por el destino de Atenas. A él se refiere siempre que habla de los verdaderos y falsos poetas. Y aunque Aristófanes sabe bien que Eurípides no es un espantajo, sino un artista inmortal al cual su propio arte debe infinitas cosas, y aun­que sus sentimientos se hallen, en verdad, mucho más cerca de él que de su ideal Esquilo, no puede desconocer que este nuevo arte no se halla en condiciones de dar a la ciudad lo que dio Esquilo a los ciudadanos de su tiempo, y que ninguna otra cosa podía salvar a su patria en la amarga necesidad del momento. De ahí que Dionisos se vea por fin obligado a escoger a Esquilo, y el rey del mundo sub­terráneo despide al poeta trágico, cuando sale para la luz del sol, con las siguientes palabras:

Adiós, Esquilo, sal ya de aquí
y salva a la ciudad con sanos consejos
y educa a los necios que son infinitos.[13]

Hacía mucho tiempo que la tragedia no era ya capaz de tomar la actitud y emplear el lenguaje que osa tomar aquí la comedia. Su ámbito vital es todavía vida pública y lo que se mueve en ella, mien­tras que la tragedia ha abandonado desde largo tiempo sus profundos problemas y se ha refugiado en la intimidad humana. Pero jamás el destino espiritual de la totalidad había conmovido tan profundamente al público, jamás se había sentido tan vigorosamente su trascenden­cia política como en el momento del dolor por la pérdida de la tra­gedia. Cuando la comedia, en aquellos instantes, mostró una vez más la íntima conexión de la polis con el destino espiritual y la responsabilidad del espíritu creador frente a la totalidad del pueblo, alcanzó el punto culminante de su misión educadora.



[1] 1  aristóteles, Poét., I, 1448 a 1 y IV, 1448 b 24.
[2] 2  aristóteles, Part, an., Γ 10, 673 a 8, 28.
[3] 3  platón, Simp. 223 D.
[4] 4 platón, Filebo, 50 B.
[5] 5 Caballeros, 535.
[6] 6 Caballeros, 539.
[7] 7 Nubes, 537.
[8] 8 Nubes, 549.
[9] 9 platón, Rep., 563 E.
[10] 10 platón, Filebo, 49 C.
[11] 11  TUCÍDIDES,   III,  37 ss.
[12] 12 Ranas, 1008.
[13] 13 Ranas, 1500.

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