lunes, 25 de diciembre de 2017

Werner Jaeger Paideia : Los ideales de la cultura griega Libro primero: XI La política de cultura de los tiranos.

(212) el florecimiento de la poesía aristocrática empezaba ya a decaer en el siglo v. Sin embargo, entre el dominio de la nobleza y el estado popular, representan los tiranos un estadio de transición. Su impor­tancia para la historia de la educación no es menor que para la del desarrollo del estado. Nos hemos referido ya repetidas veces a ellos. Es preciso ahora estudiarlos detenidamente. Como lo vio con justeza Tucídides, los tiranos de Sicilia, para cuyos representantes Hierón y Terón escribió Píndaro sus grandes poemas, constituyen sólo un as­pecto de la tiranía. En este puesto adelantado del mundo griego, frente al poderío creciente de Cartago en el mar y en el comercio, el "dominio de uno solo" fue mucho más perdurable que en la Grecia propiamente dicha. En la Hélade este periodo de la evolución política halló su término con la caída de los pisistrátidas atenienses en 510. La tiranía de Sicilia dependía de condiciones completamente distin­tas de las necesidades interiores de orden político y social que se daban en la metrópoli y en las colonias orientales. No era en menor medida el exponente de la fuerza militar y la política exterior de las grandes y poderosas ciudades de Sicilia, Agrigento, Gela y Siracusa que la manifestación de la caída del antiguo dominio aristocrático y la elevación al poder de la masa. Aun más tarde, después de me­dio siglo de democracia, las necesidades interiores, fundadas en el interés nacional, dieron lugar a la tiranía de Dionisio. En ello se fun­da, a los ojos de Platón, la justificación histórica de su existencia.
Volvamos ahora al estado de Atenas y de las ricas ciudades del istmo al mediar el siglo VI, en el momento en que se inicia en la metrópoli el desarrollo de la tiranía. Atenas representa el último es­tadio de esta evolución. Solón lo prevé en los poemas de su vejez y tuvo que ver al fin lo que desde largo tiempo hubo previsto. Aunque hijo de la nobleza ática, rompió valientemente con las con­cepciones heredadas de su casta. Prefigura en sus poemas, bosqueja en sus leyes e incorpora a su acción un nuevo tipo de vida humana, cuya perfecta realización es independiente de los privilegios de la sangre y de la posesión de las riquezas. En su reclamación de justi­cia para el pueblo trabajador oprimido, nada más lejos de sus pre­visiones que la democracia que hubo de proclamarlo más tarde su fundador. Aspiraba tan sólo a la depuración moral y económica de los fundamentos del antiguo estado aristocrático, en cuya decadencia, ciertamente, nunca había pensado. Pero los nobles no habían apren­dido nada de la historia ni aprendieron ahora nada de Solón. Al retirarse éste, consumado su mandato, se encienden las luchas de par­tido con nueva violencia. (213)
La lista de los arcontes instruyó ya a Aristóteles que en estas décadas, de las cuales no sabemos nada, debieron de ocurrir graves dis­turbios en el orden del estado, que pasaron años enteros sin arconte alguno y que uno de ellos intentó conservar su cargo durante dos años. Los nobles de la costa, los propietarios rurales del interior y los de los distritos pobres y montañosos de Ática, la denominada Diacria, formaban tres departamentos. En la cúspide se hallaban las familias más poderosas. Cada una de ellas trataba de atraerse el apo­yo del pueblo. Evidentemente éste empezaba a ser ya un factor con el cual era preciso contar, por su gravísimo descontento, a pesar de que no estaba organizado y carecía de caudillos. Pisístrato, el cau­dillo del partido noble de los Diacrios, colocaba con gran tacto en una situación desfavorable a los miembros de otras estirpes que, como los Alcmeónidas, eran más ricas y poderosas. Para ello buscaba apoyo en el pueblo y le hacía concesiones. Después de varios intentos fra­casados para tomar el poder en sus manos y de haber sido varias veces desterrado, consiguió al fin, con ayuda de una guardia perso­nal, que no luchaba militarmente con lanzas, sino con porras, escalar el mando. El dominio así conseguido se robusteció tanto durante su largo reinado que a su muerte pudo dejarlo en herencia a sus hijos sin perturbación alguna.
La tiranía es de la mayor importancia, no sólo como fenómeno espiritual del tiempo, sino también como fuerza impulsora del pro­fundo proceso de educación que se produce con el hundimiento del dominio de los nobles y la aparición del poder político de la burgue­sía en el siglo VI. Hemos de detenernos en el examen de la tiranía ateniense, que es la. que conocemos con mayor precisión, considerán­dola como un ejemplo típico. Pero hemos de echar primero una mi­rada sobre el desarrollo anterior de este fenómeno social en los demás estados griegos.
De la mayoría de las ciudades griegas donde existió no conocemos mucho más que el nombre y algunos hechos del tirano. Sobre la manera como nació y las causas que lo provocaron sabemos poco y mucho menos todavía sobre la personalidad de los tiranos y el carác­ter de su dominio. Pero la sorprendente unanimidad con que se produjo este fenómeno en todas las ciudades griegas a partir del siglo VII, demuestra que las causas de su aparición eran las mismas en todas partes. En los casos del siglo VI, que conocemos mejor, el origen de la tiranía se halla profundamente vinculado a los grandes cambios económicos y sociales, cuyos efectos conocemos por lo que nos han trasmitido Solón y Teognis. El creciente desarrollo de la economía monetaria frente a la economía natural produjo una revo­lución en el valor de las propiedades de los nobles, que habían cons­tituido hasta entonces el fundamento del orden político. Los nobles, apegados a las antiguas formas de economía, se hallaban en un plano de inferioridad ante los propietarios de las nuevas fortunas adquirídas (214) con el comercio y la industria. Y aun entre las antiguas estirpes se establecía un abismo por el cambio de posición de algunas de las antiguas familias que se consagraron también al comercio. Algunas familias, como cuenta Teognis, se empobrecieron y no pudieron man­tener su antigua posición social. Otras, como los Alcmeónidas de Ática, reunieron tales fortunas que su poderío se hizo insoportable para sus compañeros de clase y éstos no pudieron resistir a la ten­tación de luchar para conseguir el poder político. Los pequeños cam­pesinos y arrendatarios, endeudados con los propietarios aristocrá­ticos, fueron conducidos por una legislación opresora, que otorgaba a los propietarios todos los derechos sobre los siervos, a la adopción de ideas radicales, y los nobles, descontentos, pudieron fácilmente alcanzar el poder que anhelaban ofreciéndose como caudillos a esta masa política desamparada. El refuerzo del partido de los nobles pro­pietarios con la clase de los nuevos ricos advenedizos, con la que en tiempo alguno han simpatizado, fue desde el punto de vista moral y político un beneficio dudoso, puesto que el abismo entre la masa desposeída y la antigua clase aristocrática, poseedora de la cultura, se agrandó todavía con ello y se hizo todavía más clara la oposición puramente material y brutal entre pobres y ricos, lo cual constituyó un motivo inagotable de agitación. Así, se hizo posible que el demos sacudiera el dominio opresor de los nobles. La mayoría se hallaba plenamente satisfecha una vez conseguida su ruina. El ideal positivo de la fuerza soberana del "pueblo libre" se hallaba todavía más le­jos de aquella masa acostumbrada a través de los siglos a la servidumbre y a la obediencia. Por entonces era mucho menos capaz de él que en tiempos de los grandes demagogos, sin cuya ayuda tampoco lo hubiera logrado después; y con razón Aristóteles, en la Constitución de Atenas, utiliza su acción como directriz para su inter­pretación de la historia de la democracia ateniense.
Encontramos la tiranía casi al mismo tiempo en la metrópoli, en Jonia y en las islas, donde naturalmente parece que debiera de ha­berse iniciado antes a causa de su desarrollo espiritual y político. Alrededor del año 600 o poco después, hallamos el poder político en manos de conocidos tiranos en Mileto, Éfeso y Samos. que man­tenían estrechas relaciones con sus congéneres de Hélade. A pesar de ser un fenómeno de pura política interior, o acaso por eso mismo, los tiranos se hallaban unidos unos a otros por una solidaridad inter­nacional fundada con frecuencia en enlaces matrimoniales. Con ello se anuncia la solidaridad tan habitual en el siglo V entre las demo­cracias y las oligarquías. Así. nace por primera vez —y ello es un hecho memorable— una política de alto vuelo que, por ejemplo, en Corinto, Atenas y Megara, fue llevada hasta las colonias. Es típico de estas colonias el hecho de que se hallaran en una conexión mucho más estrecha con sus metrópolis que las fundaciones primitivas de este tipo. Así. Sigeion servía directamente de punto de apoyo de Atenas (215) en el Helesponto; Corinto estableció un punto de apoyo en el Mar Jónico con la conquista de Corcira, y en los territorios tracios mediante la fundación de Potidea. En la metrópoli, Corinto y Sicyon se hallan en la cúspide de la evolución y les siguen Megara y Atenas. La tiranía de Atenas se mantenía con el auxilio de los tiranos de Naxos, y Pisístrato prestaba, en cambio, su apoyo a éstos. También en Eubea se instala pronto la tiranía. Algo más tarde se establece en Sicilia, donde había de alcanzar su mayor fuerza. El único tirano siciliano de importancia en el siglo VI es Falaris de Agrigento, a quien se debe el florecimiento de esta ciudad. En la metrópoli, la más alta manifestación de la tiranía, a pesar de todo lo bueno que pueda decirse de Pisístrato, se halla representada por Periandro de Corin­to. Su padre Cipselo, después de la caída del régimen aristocrático de los Baquiades, fundó una dinastía que se mantuvo por varias ge­neraciones. Su periodo de mayor esplendor fue el señorío de Perian­dro. Así como la importancia de Pisístrato se halla en el hecho de haber preparado la futura grandeza de Atenas, Periandro llevó a Corinto a una altura que declinó con su muerte para no alcanzarla ya jamás.
En las demás regiones de la metrópoli se mantenía el régimen aristocrático. Se apoyaba, ahora como siempre, en la propiedad te­rritorial, y en algunos lugares, como Egina, plaza puramente comer­cial, también en las grandes riquezas. En parte alguna se mantu­vieron los tiranos por más de dos o tres generaciones. La mayoría de las veces eran derribados de nuevo por la nobleza, ya experimen­tada en la política y segura de sus fines. Pero, sin embargo, el usufructo de la revolución la mayoría de las veces cae pronto bajo el dominio del pueblo, como en Atenas. La causa principal de la caída de los tiranos es, por lo regular, como lo observa Polibio en su teoría de las crisis y los cambios de los regímenes políticos, la incapacidad de los hijos y los nietos, que sólo heredan del padre la fuerza y no el vigor espiritual, y el mal uso del poder recibido del pueblo en un despotismo arbitrario. Los tiranos se convirtieron en el terror de la caída aristocracia y lo legaron a sus sucesores democráticos. Pero el odio a la tiranía es sólo una forma unilateral de la lucha por el poder y la reacción. Como dice ingeniosamente Burckhardt, en cada griego había un tirano, y ser tirano constituía para todos tal ensueño de felicidad que Arquíloco no encontró forma mejor para caracterizar a su contento carpintero que decir que no aspiraba a la tiranía. Para los griegos, el dominio de un hombre solo, de bondad realmente sobresaliente, se hallaba "de acuerdo con la naturaleza" (Aristóteles) y se sometía a él de mejor o peor grado.
La antigua tiranía es algo intermedio entre la realeza patriarcal de los tiempos primitivos y la demagogia del periodo democrático. Manteniendo las formas exteriores del estado aristocrático, trataba el tirano de reunir en lo posible todos los poderes en sus manos y (216) en las del círculo de sus partidarios. Para ello se apoya en una fuerza militar no muy grande, pero eficaz. Estados incapaces de constituir por sí mismos un orden eficaz y legal, de acuerdo con la voluntad de la comunidad o de una fuerte mayoría, sólo podían ser gobernados por una minoría armada. La impopularidad de esta cons­tricción que no pudo suavizarse ni aun con la costumbre, obligó a los tiranos a contrapesarla mediante el cuidadoso mantenimiento de las formas exteriores de elección para los cargos, el cultivo sistemático de la lealtad personal y la prosecución de una política económica fa­vorable al público. Pisístrato compareció algunas veces ante los tri­bunales de justicia cuando se hallaba implicado en algún proceso. para demostrar el dominio ilimitado del derecho y de la ley. Esto producía una gran impresión en el pueblo. Las antiguas familias aristocráticas eran sometidas por todos los medios. Los nobles que podían convertirse en rivales peligrosos eran desterrados o se les en­cargaban tareas honrosas en otros lugares del país. Así, Pisístrato sostuvo a Milcíades en su importante campaña para conquistar y colonizar el Quersoneso. Pero ni aun el pueblo quería que se con­centrara en la ciudad y pudiera convertirse en una fuerza organizada y peligrosa. Razones políticas y económicas los movieron de consuno a proteger a los distritos rurales, por lo cual éstos les profesaron vivo afecto. La tiranía fue denominada por muchos "el reino de Cronos". es decir, la edad de oro. y se contaba toda clase de simpáticas anécdotas sobre las visitas personales del señor a los campos y de sus conversaciones con el pueblo sencillo y trabajador cuyo corazón ganó con su afabilidad y con la disminución de las contribuciones. En esta política se hallaban íntimamente mezclados la prudencia, el tacto político y un instinto profundo y certero de las necesidades del campo. Supo evitar a las gentes los viajes a la ciudad para asis­tir a la corte de justicia, y para ello se trasladaba personalmente al campo en calidad de juez de paz y celebraba allí sus sesiones.
Desgraciadamente, sólo podemos trazar un cuadro tan completo de la política interior de los tiranos en lo que hace referencia a Pi­sístrato. y aun en este caso sólo porque Aristóteles, fundándose en las antiguas crónicas áticas, lo bosquejó de antemano. No es posible abra­zar en su conjunto el factor económico de este cuadro. Sin embargo, es realmente decisivo. Todo lo político se refiere sólo a las solucio­nes que aconsejan las necesidades del momento. Lo interesante del nuevo estado es su éxito. Sólo es posible atribuirlo al gobierno per­sonal y todopoderoso de un hombre realmente dotado que ponía su fuerza entera al servicio del bien del pueblo. Es posible dudar de si en todas partes fue así. Pero sólo podemos juzgar de una forma como la tiranía por sus mejores representantes. A juzgar por el éxito, fue un periodo de rápidos y felices progresos.
Desde el punto de vista espiritual es posible comparar la conducta de los tiranos en el curso del siglo VI con la de sus contrarios políticos, (217) los grandes legisladores y aisymnetas que se establecieron con extraordinario poder en otros lugares para fundar instituciones per­manentes o para restablecer un orden momentáneamente perturbado. Estos hombres actuaron principalmente mediante la creación de una norma ideal que encarnaba la ley. lo cual no excluía la participación política de los ciudadanos, mientras que el tirano impedía la inicia­tiva individual e interponía constantemente su acción personal. No era un educador de la burguesía en la universal areté política, pero. en otro sentido, se convertía en su modelo. El tirano es el prototipo del hombre de estado que apareció más tarde, aunque carecía de su responsabilidad. Dio el primer ejemplo de una acción previsora y de amplias miras, realizada mediante el cálculo de los fines y de los medios internos y externos y ordenada según un plan. Fue. en ver­dad, el verdadero político. El tirano es la manifestación específica del creciente desarrollo de la individualidad espiritual en la esfera del estado, del mismo modo que lo fueron, en otras esferas, el poeta y el filósofo. En el siglo IV, cuando surgió el interés general por indi­vidualidades importantes y nació, como un nuevo género literario, la biografía, el objeto preferido de sus descripciones fueron los poetas. los filósofos y los tiranos. Entre los denominados siete sabios, que alcanzaron su celebridad al comienzo del siglo VI, hallamos, al lado de legisladores, poetas y otros personajes de este género, tiranos como Periandro y Pitaco. Especialmente significativo es el hecho de que casi todos los poetas de aquel tiempo desarrollaron su existencia en la corte de los tiranos. La individualidad no es. pues, un fenómeno de masa, es decir, una nivelación general del espíritu, sino una ver­dadera e íntima independencia. Razón de más para que las cabezas independientes trataran de unirse entre sí.
La concentración de la cultura en aquellos centros trajo consigo una poderosa intensificación de la vida espiritual que no quedó limi­tada al estrecho círculo de los creadores, sino que se extendió por la totalidad del país. De este tipo fue la acción de las cortes de Polícrates de Samos, hijo de Pisístrato de Atenas, de Periandro de Corinto, de Hierón de Siracusa. para no citar más que los nom­bres más brillantes. En Atenas conocemos de un modo más preciso y riguroso el desarrollo y las condiciones de la tiranía y podemos apreciar mejor lo que significa la irradiación de la cultura de la corte en el arte, la poesía y la vida religiosa, para el desarrollo espiritual de Ática. En ella vivieron Anacreonte, Simónides, Pretinas, Lasos, Onomácrito. Allí se halla el origen de las representaciones escénicas, cómicas y trágicas, el más alto desarrollo de la vida mu­sical del siglo v, las grandes recitaciones de Homero, que ordenó Pisístrato para las fiestas nacionales que se celebraban con todo es­plendor en las Panateneas, las grandes fiestas dionisiacas y el cons­ciente cultivo del arte ateniense en la plástica, la arquitectura y la pintura. Por primera vez en aquel tiempo alcanzó Atenas el título (218) de ciudad de las musas que ha conservado perennemente. De la corte irradiaba un nuevo, gozoso y más alto espíritu de empresa y un sentido más fino del placer. En un diálogo falsamente atribuido a Platón se denomina a Hiparco, un hijo menor de Pisístrato, el pri­mer esteta, el "erótico y amante del arte". Fue un hecho trágico que el puñal del tiranicida alcanzara a este hombre políticamente inofensivo y lleno de alegría vital. Mientras vivió, fue generoso pro­tector de los poetas y no sólo de aquellos que, como Onomácrito, falseaban oráculos en interés de la dinastía y dieron pábulo a las necesidades de moda de la corte, mediante el cultivo de una nueva religiosidad oculta y mística, amañando cantos épicos enteros bajo el nombre de Orfeo. Los tiranos tuvieron que dejar caer públicamente al comprometido personaje, antes de que le volvieran a encontrar en el destierro.
El escándalo, empero, no disminuyó los servicios de la dinastía a la causa de la literatura. Desde entonces brota de los simposios áticos la corriente inagotable de toda clase de poesía y del culto a las musas. Los tiranos tenían a honor ser celebrados con sus torneos de carreras como vencedores en los juegos nacionales de los helenos. Prestaban su apoyo a toda clase de concursos agonales. Fueron una Poderosa palanca en la elevación de la cultura general de su tiempo, e ha afirmado que el gran desarrollo de los festivales religiosos y la solicitud por las artes, que es rasgo característico de los tiranos griegos, nacían sólo del designio de apartar a la masa inquieta de la política y de distraerla sin peligro. Aunque estos designios margi­nales se hallaran en juego, la consciente concentración en esta tarea demuestra que consideraban sus cuidados como una parte esencial de la vida en comunidad y de la actividad pública. El tirano se muestra así como un verdadero "político"; fomenta en los ciudada­nos el sentimiento de la grandeza y el valor de su patria. El interés público por estas cosas no era ciertamente algo nuevo. Pero aumentó súbitamente de un modo asombroso con el apoyo de los poderes y la posesión de medios. El interés del estado por la cultura fue signo inequívoco del amor de los tiranos hacia el pueblo. Siguió, después de su caída, en el estado democrático, que no hizo más que seguir el ejemplo de sus predecesores. Desde entonces no fue posible ya pen­sar en un organismo de estado plenamente desarrollado sin una ac­tividad sistematizada en este orden. Verdad es que las actividades culturales del estado consistieron predominantemente en la glorifica­ción de la religión mediante el arte y en la protección de los artistas por el soberano, y este magnífico empeño no puso jamás al estado en conflicto consigo mismo. Esto sólo hubiese sido posible en una poesía que hubiera intervenido en la vida pública y en el pensamiento más profundamente de lo que era permitido a los poetas líricos de la corte de los tiranos, o mediante la ciencia y la filosofía que no existían en aquel tiempo en Atenas. Jamás hemos oído de una vinculación (219) de los tiranos a las personalidades filosóficas. Consagraban, en cambio, sus mejores fuerzas a la propagación general y a la pública valoración del arte y a la formación musical y gimnástica del pueblo.
El mecenazgo de muchos tiranos del Renacimiento y de las cortes reales posteriores, con todos los servicios que prestaron a la vida espiritual de su tiempo, nos aparece como algo forzado, como si aquel género de cultura no tuviera raíces profundas ni en la aristo­cracia ni en el pueblo y fuera sólo capricho lujoso de una pequeña capa de la sociedad. Es preciso no olvidar que ya en Grecia ocurrió también algo parecido. Las cortes de los tiranos griegos, al finalizar el periodo arcaico, son algo parecido a las de los primeros Médicis. También ellos concibieron la cultura como algo separado del resto de la vida, como la crema de una alta existencia humana reservada a pocos, y la regalaban generosamente al pueblo que era enteramente ajeno a ella. La aristocracia jamás hizo semejante cosa. La cultura que poseían no se podía trasmitir de este modo. Ahí reside su im­portancia perenne, aun después de la pérdida de su poder político, para la educación y formación del pueblo. Sin embargo, pertenece a la esencia misma del espíritu la facilidad de separarse y crearse un mundo propio en el cual halle condiciones más favorables para su actividad que en medio de las rudas luchas de la vida cotidiana. Las personas de espíritu preeminente gustan de dirigirse a los pode­rosos de la tierra. O, como reza la anécdota atribuida a Simónides, el miembro más preeminente del círculo de Pisístrato: los sabios deben dirigirse a las puertas de los ricos. Con creciente refina­miento, las artes y las ciencias caen gradualmente en la tentación de circunscribirse a unos pocos conocedores e inteligentes. El hecho de sentirse privilegiados une al hombre de espíritu y a su protector aun a pesar de su mutuo menosprecio.

Así ocurrió en Grecia al finalizar el siglo VI. A consecuencia del desarrollo de la vida espiritual de los jonios, la poesía de los últimos tiempos arcaicos pierde toda vinculación con la vida social. Teognis y Píndaro, fieles a los ideales de la nobleza, constituyen una excep­ción. De ahí su modernidad y su mayor proximidad a Esquilo, poeta del estado ático en tiempo de las guerras pérsicas. Estos poetas re­presentan, aunque a partir de puntos de vista distintos, la superación del arte puramente virtuoso del tiempo de los tiranos y se hallan respecto a él en una posición análoga a la de Hesíodo y Tirteo ante la épica de los últimos rapsodas. Los artistas que se agrupan en torno a Polícrates de Samos, Periandro de Corinto y los hijos de Pisístrato de Atenas, los músicos y poetas del tipo de Anacreonte, Ibico, Simónides, Lasos, Pratinas y los grandes escultores del mismo periodo son, en el sentido más acendrado de la palabra, "artistas", hombres de una prodigiosa maestría, aptos para cualquier tarea y capaces de moverse con seguridad en una sociedad cualquiera, pero (220) sin raíces en parte alguna. Cuando la corte de Samos cerró sus puertas y Polícrates, el tirano, fue crucificado por los persas. Anacreonte trasladó sus tiendas a la corte de Hiparco en Atenas y le enviaron un navío de cincuenta remos para traerlo. Y cuando cayó el último vástago de los Pisistrátidas de Atenas y fue condenado al destierro. Simónides se trasladó a la corte de los Scopadas de Tesa­lia, hasta que allí también se derrumbó el techo de la sala y sucum­bió la dinastía entera. Es altamente simbólica la anécdota que nos cuenta que Simónides fue el único superviviente. Anciano de ochen­ta años, emigró todavía a la corte del tirano Hierón de Siracusa. La cultura de estos hombres era análoga a su existencia. Podía en­tretener y divertir a un pueblo inteligente y amante de la belleza como el ateniense, pero no era capaz de penetrar en lo más íntimo de su alma. Así como los atenienses de las últimas décadas anterio­res a Maratón se adornaban con perfumados vestidos jonios y pren­dían cigarras de oro en sus magníficas cabelleras, así adornaban la ciudad de Atenas las esculturas y las armoniosas poesías de los jonios y los peloponesios en la corte de los tiranos. Llenó el aire con todos los gérmenes artísticos y con la riqueza de pensamiento de todas las estirpes griegas y creó así la atmósfera en que pudieron desarrollarse los grandes poetas áticos para orientar el genio de su pueblo en la hora de su destino.

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