miércoles, 27 de diciembre de 2017

Donald Kagan.- La guerra del Peloponeso Capítulo 1 La gran rivalidad (479-439)

EL CAMINO HACIA LA GUERRA


La gran Guerra del Peloponeso, emprendida, según se dijo entonces, para llevar la libertad a todos los griegos, no se inició con una declaración formal de guerra o con un asalto honorable y directo a los territorios de la Atenas imperial, sino con una incursión furtiva y engañosa perpetrada sobre un vecino menor en tiempos de paz por una gran ciudad-estado. No hubo brillantes desfiles capitaneados por la grandiosa falange espartana, con sus rojos mantos radiantes bajo el sol ateniense a la cabeza del potente ejército lacedemonio, sino un ataque sorpresa contra la pequeña ciudad de Platea llevado a cabo en la oscuridad de la noche por unos pocos cientos de tebanos, que recibieron la ayuda de traidores desde el interior de la ciudad. Su comienzo fue indicativo del tipo de ofensiva que se desarrollaría más adelante: el abandono fundamental del modo tradicional griego de hacer la guerra. Según las normas establecidas y bien entendidas que habían dominado el combate griego durante dos siglos y medio, éste se basaba en el ciudadano-soldado que servía como hoplita, un militar de infantería fuertemente armado dentro de una formación compacta de hombres llamada falange. La única forma honorable de lucha, así se creía, era el combate en campo abierto a plena luz del día, falange contra falange. Por naturaleza, el ejército más fuerte y valiente prevalecería, erigiría un trofeo a la victoria sobre el terreno ganado, tornaría posesión de la tierra disputada y volvería a casa, como también regresaría el enemigo derrotado a la suya. Así pues, la guerra típica se decidía con una sola batalla y en un solo día.
Los acontecimientos que desembocaron en las hostilidades tuvieron lugar en regiones remotas, alejadas de los centros de la civilización griega, y representaron, como un ateniense o un espartano hubieran podido decir, «un conflicto en un país lejano entre gentes de las que no sabemos nada [3]». Entre aquellos griegos que leyeran el relato de Tucídides, pocos sabrían dónde estaba la ciudad en la que se había iniciado el conflicto o quiénes eran sus habitantes; desde luego, nadie hubiera podido prever que las luchas internas en regiones tan distantes de la periferia del mundo heleno conducirían a la terrible y devastadora Guerra del Peloponeso.[4]



 Capítulo 1

 

 

La gran rivalidad (479-439)


El mundo griego se extendía desde las ciudades diseminadas por la costa meridional de la península Ibérica, en el confín occidental del Mediterráneo, hasta las orillas orientales del mar Negro, en el este. Una gran concentración de ciudades griegas dominaba el sur de la península Itálica y la mayor parte de las costas de Sicilia; sin embargo, el centro de este mundo lo constituía el mar Egeo. La mayoría de las ciudades griegas, incluidas las principales, se encontraban en la parte meridional de la península de los Balcanes, en el territorio que hoy forma la Grecia moderna, en las orillas orientales del Egeo, en Anatolia (la actual Turquía), en las islas egeas y en las costas septentrionales de este mar (Véase mapa[1a]).
En los inicios de la guerra, algunas de las ciudades de esta región permanecieron neutrales, pero muchas, las más importantes, estaban bajo la hegemonía de Esparta o de Atenas, dos Estados cuya forma de entender el mundo era tan distinta, que sólo podía suscitar el recelo mutuo. Su gran rivalidad acabaría dando forma al sistema de gobierno que los griegos llevarían más allá de sus fronteras.
ESPARTA Y SU ALIANZA

Esparta tenía la organización social más antigua, creada en el siglo VI. En Lacedemonia, su propio territorio, los espartanos descendientes de los guerreros dorios disponían de dos tipos de subordinados: los ilotas, situados en algún punto entre la servidumbre y la esclavitud, campesinos que araban la tierra y proporcionaban alimento a Esparta, y los periecos (habitantes de la periferia), que se dedicaban a la manufactura y al comercio para cubrir las necesidades de la ciudad-estado. Los espartanos que tenían la ciudadanía no necesitaban ganarse el sustento, y se dedicaban exclusivamente al entrenamiento militar. Esto les permitió desarrollar el mejor ejército del mundo heleno, una formación de ciudadanos-soldado con entrenamiento y habilidad profesionales sin parangón alguno.
Pero la estructura social espartana era un peligro en potencia. Los ilotas sobrepasaban a sus señores en proporción de siete a uno, y como escribió un ateniense que conocía a fondo Esparta: «bien a gusto se hubieran comido a los espartanos crudos» (Jenofonte, Helénicas, III, 3, 6). Para afrontar el peligro de revueltas ocasionales, los espartanos crearon una Constitución y un modo de vida como ningún otro: subordinaron al individuo y la familia a las necesidades del Estado. Sólo permitían vivir a las criaturas físicamente perfectas, y a los muchachos se les separaba del hogar a los siete años para que se entrenasen y se endurecieran en la academia militar hasta alcanzar los veinte años de edad. De los veinte a los treinta vivían en barracones y ayudaban a su vez a entrenar a jóvenes reclutas. Se les permitía contraer matrimonio, pero sólo podían visitar a sus esposas en contadas ocasiones. A los treinta años, el varón espartano adquiría la plena ciudadanía y se convertía en uno de los «iguales» (homoioi). Tomaba sus comidas en la mesa pública con otros catorce ciudadanos; alimentos frugales, a menudo una sopa negruzca que horrorizaba a los demás griegos. De cualquier modo, el servicio militar era obligatorio hasta los sesenta años. El objetivo de este sistema era proveer de soldados a la ciudad, hoplitas cuya fuerza física, entrenamiento y disciplina los convertiría en los mejores del mundo.
A pesar de su superioridad militar, por lo general los espartanos eran reacios a entrar en guerra, sobre todo por miedo a que los ilotas se aprovechasen de cualquier ausencia prolongada del ejército y se rebelaran. Tucídides señaló que, «entre los espartanos, casi todas las instituciones se han establecido con relación a su seguridad respecto a los ilotas» (IV, 80, 3), y Aristóteles dijo de estos últimos que «eran como el que aguarda sentado a que el desastre golpee a los de Esparta» (Política, 1269a).
Los espartanos desarrollaron en el siglo VI una red de alianzas perpetuas para salvaguardar su peculiar comunidad. En la actualidad, a la Alianza Espartana los historiadores la llaman la Liga del Peloponeso; pero en realidad, más bien se trataba de una organización abierta que lideraba Esparta sobre un grupo de aliados conectados a ella por separado mediante diversos tratados. Cuando era convocada, los aliados servían bajo mando espartano. Cada Estado juraba seguir el liderazgo de Esparta en política exterior a cambio de su protección y del reconocimiento de su integridad y autonomía.
Era el pragmatismo, no la simpatía mutua, lo que guiaba el principio interpretativo de la asociación. Los espartanos ayudaban a sus aliados cuando les era conveniente o inevitable, y obligaban a los demás a unírseles ante cualquier conflicto siempre que fuera necesario y posible. La alianza se reunía por entero sólo cuando los espartanos lo requerían, y tenemos noticia de muy pocos encuentros de este tipo. Las normas que imperaban casi siempre venían impuestas por circunstancias geográficas, políticas o militares, y revelan tres categorías informales de aliados. La primera de ellas consistía en aquellos Estados lo bastante pequeños y próximos a Esparta como para ser fácilmente controlados, tales como Fliunte y Órneas. Los Estados de la segunda categoría, que incluían Megara, Elide y Mantinea, eran más poderosos, se encontraban más lejos o lo uno y lo otro; no obstante, no estaban tan alejados ni eran tan poderosos como para evitar un correctivo espartano en caso de merecerlo. Tebas y Corinto eran los únicos Estados pertenecientes a la última categoría; distantes y poderosos por derecho propio, la dirección de su política exterior raramente se plegaba a los intereses espartanos (Véase mapa[2a]).
Argos, gran ciudad-estado al noreste de Esparta, no pertenecía a la Alianza y era por tradición un antiguo enemigo. Los espartanos habían temido siempre la unión de los argivos con sus otros enemigos y, en especial, que pudieran ofrecer su ayuda a las sublevaciones de los ilotas. Cualquier cosa que pusiera en peligro la integridad de la Liga del Peloponeso o la lealtad de sus miembros era considerada una amenaza potencialmente letal para los espartanos.
Los teóricos designaban el ordenamiento político de Esparta como «constitución mixta» por acoger una suma de elementos monárquicos, oligárquicos y democráticos. La diarquía estaba constituida por dos monarcas, cada uno perteneciente a una familia aristocrática distinta. La Gerusía, un consejo de veintiocho hombres de más de sesenta años elegidos de entre un pequeño número de familias privilegiadas, representaba el principio oligárquico; mientras que la Asamblea (Apella), constituida por todos los ciudadanos mayores de treinta, formaba el elemento democrático junto con los cinco éforos, magistrados elegidos anualmente por los ciudadanos.
Los dos reyes servían a la ciudad de por vida, comandaban los ejércitos de Esparta, cumplían funciones judiciales y religiosas relevantes, y gozaban de un gran prestigio e influencia. Como rara vez estaban de acuerdo, buscaban el apoyo de las distintas facciones para resolver los asuntos. La Gerusía formaba junto con los monarcas la corte suprema del territorio, la misma a la que los propios reyes eran sometidos a juicio. El prestigio que ostentaban por lazos familiares, por edad y experiencia, en una sociedad que veneraba tales cosas, y el honor que acompañaba su elección, les otorgaba una gran autoridad que iba más allá de su poder real.
También los éforos disfrutaban de un gran poder, en especial en lo referente a asuntos exteriores: recibían a los enviados extranjeros, negociaban los tratados, y eran ellos los que ordenaban las expediciones una vez declarada la guerra. Asimismo, convocaban y presidían la Asamblea, se sentaban con los miembros de la Gerusía y eran sus oficiales ejecutivos, a la vez que ostentaban el derecho de aportar cargos por traición contra los monarcas.
Las decisiones formales referentes a los tratados, la política exterior, la guerra y la paz pertenecían a la Asamblea, aunque sus poderes eran en realidad limitados. Sus encuentros sólo se celebraban cuando era convocada por los dirigentes, y poco era el debate que tenía lugar en ellos, pues normalmente sus oradores eran los reyes, algunos miembros de la Gerusía y los éforos. La votación se ejercitaba tradicionalmente por aclamación, lo equivalente a una votación en voz alta; la división y el recuento de votos raramente se utilizaban.
Durante tres siglos, no había habido ley, golpe de Estado o revolución que modificase la Constitución. Sin embargo, a pesar de tanta estabilidad constitucional, la política exterior espartana era a menudo inestable. Los conflictos entre los dos monarcas, entre éstos y los éforos, y también entre estos últimos, con el trastorno inevitable causado por la rotación anual de representantes de la eforía, llegaron a debilitar el control de Esparta sobre su Alianza. Los aliados podían entonces perseguir sus intereses políticos a expensas de las divisiones intestinas de los espartanos. La fuerza del ejército lacedemonio y su dominio de la Alianza otorgaban a los espartanos un gran poder; sin embargo, si lo utilizaban contra un enemigo potente fuera del Peloponeso, corrían el riesgo de una revuelta ilota o de la invasión de Argos. Y, si no lo ejercían tras ser convocados por sus aliados más importantes, se arriesgaban a que hubiera defecciones y a la disolución de la Alianza, sobre la que descansaba su seguridad. En la crisis que conduciría a la guerra, ambos factores tendrían un papel importante a la hora de modelar las decisiones espartanas.
ATENAS Y SU IMPERIO

El Imperio ateniense emergió debido a la nueva alianza (la Liga de Delos) formada tras la victoria griega en las Guerras Médicas. Primero como su instigadora y más tarde como dueña y señora, Atenas poseía una historia singular, que había ayudado a forjar su carácter mucho antes de llegar a ser una democracia y alcanzar la supremacía. Era la población principal de la región conocida como el Ática, una pequeña península triangular que se extendía hacia el sureste desde Grecia central. Como la mayor parte de su extensión (unos dos mil quinientos kilómetros cuadrados) era montañosa, escarpada e inapropiada para el cultivo, el Ática primitiva era relativamente pobre, incluso para los cánones griegos de la época. Sin embargo, su geografía acabó siendo una bendición cuando los invasores del norte descendieron y ocuparon las tierras más atractivas del Peloponeso, ya que ni se molestaron en conquistar las del Ática. A diferencia de los espartanos, los atenienses reivindicaban haber surgido de su propia tierra y haber habitado en el mismo suelo desde el nacimiento de la Luna. Por eso no tenían que enfrentarse a la carga de una clase sometida, descontenta y esclavizada.
En términos históricos, Atenas unificó bastante pronto toda la región, por lo que no tuvo que preocuparse de luchar y guerrear con el resto de poblaciones áticas. Éstas formaban parte de la ciudad-estado ateniense, y todos sus habitantes nacidos libres eran considerados ciudadanos de Atenas en igualdad de condiciones. La ausencia de grandes presiones, tanto internas como externas, puede ayudar a explicar la historia, relativamente apacible y sin sobresaltos, de la Atenas primitiva, así como su florecimiento en el siglo V como la primera democracia de la historia mundial.
El poder y la prosperidad de la democracia ateniense del siglo dependían en gran parte de su control sobre un gran imperio marítimo con centro en el mar Egeo, sobre sus islas y las ciudades que se extendían a lo largo de sus costas. Comenzó como una asociación entre «los atenienses y sus aliados», llamada en la actualidad por los historiadores la Liga de Delos, una alianza voluntaria entre los Estados griegos, en la que Atenas fue invitada a asumir el liderazgo como continuación de la guerra de liberación y venganza contra Persia. Gradualmente, la Alianza se convirtió en un imperio encabezado por el poder ateniense, cuya función principal revertía en provecho de Atenas (Véase mapa[3a]). Con el paso de los años, casi todos sus miembros fueron abandonando sus propias flotas, y a cambio se decidieron a realizar aportaciones al tesoro común en metálico. Los atenienses utilizaban estos fondos para incrementar su número de barcos y para la paga de los remeros, contratados durante ocho meses al año; así pues, la marina ateniense llegó a tener la mayor y mejor flota griega jamás conocida. En las vísperas de la Guerra del Peloponeso, de entre los ciento cincuenta miembros de la liga, sólo dos islas, Lesbos y Quíos, tenían flota propia y disfrutaban de una cierta autonomía. Aun así, tampoco era muy probable que desafiaran las órdenes de Atenas.
Los atenienses obtenían grandes sumas de sus propiedades imperiales y las utilizaban en su propio beneficio, en especial para el gran programa de edificación que embellecía y daba gloria a la ciudad y trabajo a sus habitantes, pero también para acumular una abultada reserva de fondos. La marina protegía las embarcaciones de los mercaderes atenienses en su próspero comercio a lo largo y ancho del Mediterráneo, e incluso más allá. También garantizaba el acceso de los atenienses a los campos de trigo de Ucrania y al pescado del mar Negro, con los que podían complementar su escaso suministro doméstico de alimentos y, con el uso del dinero imperial, incluso reponerlo en su totalidad en el caso de verse obligados a abandonar sus propios campos en el transcurso de una guerra. Tras completar las murallas que rodeaban la ciudad y conectarlas con el puerto fortificado del Pireo a través de los llamados Muros Largos, cosa que hicieron a mitad de siglo, los atenienses pasaron a ser virtualmente inexpugnables.
La Asamblea ateniense tomaba todas las decisiones referentes a política interna y asuntos exteriores, tanto en materia militar como civil. El Consejo de los Quinientos, elegidos por sorteo entre los ciudadanos atenienses, preparaba los proyectos de ley para que fueran sometidos a la consideración de la Asamblea. Aun así, el Consejo se encontraba totalmente subordinado a la institución mayor. La Asamblea, que tenía lugar no menos de unas cuarenta veces al año, se celebraba al aire libre en la colina de la Pnix, junto a la Acrópolis, desde la que se divisa el Ágora, zona del mercado y gran centro ciudadano. Todos los ciudadanos varones tenían derecho a tomar parte, votar, realizar sus propuestas y debatirlas. En los albores de la guerra, unos cuarenta mil atenienses podían ser elegidos, aunque la comparecencia rara vez excedía de los seis mil. Por lo tanto, las decisiones estratégicas eran debatidas ante miles de personas, de entre los que una gran mayoría debía aprobar los detalles de cada gestión. La Asamblea votaba cada expedición, el número y la naturaleza específica de las naves y los hombres, los fondos que se gastarían, los comandantes que dirigirían las tropas y las instrucciones precisas que les serían dadas a éstos.
Los cargos más importantes del Estado ateniense, entre los pocos a los que se accedía por elección y no por sorteo, eran los de los diez generales. Puesto que estaban al mando de las divisiones del ejército de Atenas y de su flota de barcos durante la batalla, tenían que ser militares; pero como sólo eran elegidos para el cargo durante un año, aun pudiendo ser reelegidos una y otra vez, también tenían que hacer gala de cierto carácter político. Estos oficiales podían instaurar la disciplina militar durante sus campañas, pero no dentro de los muros de la ciudad. Estaban obligados a presentar una defensa formal sobre cualquier queja relativa a su comportamiento en el cargo como mínimo diez veces al año, y al término de su mandato tenían que dar cuenta de su conducta militar y financiera. Si en alguna de estas ocasiones se les acusaba, podían ser sometidos a juicio, y las condenas solían ser especialmente duras en caso de ser hallados culpables.
La reunión de los diez generales no constituía un consejo u órgano de gobierno; la que cumplía este papel era la Asamblea. Algunas veces, sin embargo, un general de renombre podía recabar tanto apoyo político e influencia como para convertirse, si no por ley sí de facto, en caudillo de los atenienses. Ése fue el caso de Cimón durante los diecisiete años que van desde el año 479 al 462, período durante el cual fue elegido como general anualmente, encabezó todas las expediciones más importantes y persuadió a la Asamblea para que apoyase su política, tanto en casa como en el extranjero. Tras su partida, Pericles alcanzó un éxito similar incluso durante un período mayor de tiempo.
Tucídides lo presenta en su narración como «Pericles, hijo de Jantipo, por aquel tiempo el primero de los atenienses y el más capacitado para la palabra y la acción» (I, 139, 4). No obstante, sus lectores sabían mucho más del individuo más brillante y genial que jamás hubiera liderado la democracia de Atenas: aristócrata de la más alta alcurnia, hijo de un victorioso general y héroe de la guerra contra los persas. Uno de sus antepasados por línea materna fue sobrino de Clístenes, fundador de la democracia ateniense. Sin embargo, su familia era de tradición populista y Pericles sobresalió como una gran figura del partido democrático ya en los inicios de su carrera. A los treinta y cinco años, se convirtió en el jefe político de este grupo, un cargo informal pero poderoso que mantendría el resto de su vida.
A tal cometido Pericles aportó sus extraordinarias dotes de comunicación y pensamiento. Fue el orador más destacado de su tiempo, y con sus discursos persuadía a las mayorías para que apoyasen sus decisiones políticas; sus frases, recordadas durante décadas por los atenienses, quedarían para siempre en los anales de la Historia. Raramente ha habido un líder político con tanta preparación intelectual, tan importantes relaciones y con ideales tan elevados. Pericles, desde su juventud, se sintió identificado con la cultura que transformaba a Atenas, lo que le valió la admiración de muchos y las sospechas de tantos otros.
Se dice que Anaxágoras, su maestro, tuvo influencia sobre sus formas y estilo oratorio. Uno de los estudios sobre su figura lo representa como:
(…) de espíritu noble y modo de hablar elevado, libre de los trucos vulgares y las bellaquerías propias de los oradores de masas, con una compostura comedida que no movía a la risa, de porte digno y contenido en la disposición de sus ropas, las cuales no dejaba agitar por ninguna emoción mientras hablaba, con una voz siempre controlada, y otra serie de características que tanto llegaron a impresionar a las audiencias (Plutarco, Pericles, 5).
Tales cualidades le hicieron atractivo a ojos de las clases altas, mientras que su política democrática y sus habilidades retóricas le granjearon el apoyo de las masas. Su extraordinario carácter le ayudó a ganar elección tras elección durante tres décadas, y lo convirtió en el líder político más importante de Atenas en el momento justo en que iba a empezar la contienda.
Durante este período, parece ser que fue elegido general cada año. Sin embargo, es importante tener en cuenta que nunca ostentó más poderes formales que el resto de los generales, y que jamás intentó alterar la Constitución democrática. Aun así, también se le sometía al escrutinio establecido por la Constitución, y para emprender cualquier acción necesitaba de los votos de la Asamblea pública, la cual no estaba sujeta a ningún control previo. Pericles no siempre tuvo éxito en recabar apoyo para sus causas y, en alguna ocasión, sus enemigos convencieron a la Asamblea para que actuase en contra de sus deseos. A pesar de que puede describirse el gobierno de Atenas en vísperas de la guerra como una democracia gobernada por su ciudadano más prominente, nos equivocaríamos si llegáramos tan lejos como Tucídides al argumentar que la democracia ateniense en tiempos de Pericles, si bien así llamada, se estaba convirtiendo en el gobierno de su primer ciudadano, ya que Atenas siempre siguió siendo una democracia en todos sus aspectos. Sea como sea, durante la crisis que desembocó en la guerra, en la formulación de la estrategia y a lo largo de los primeros años de su curso, los atenienses siguieron invariablemente los consejos de su gran líder.
ATENAS CONTRA ESPARTA

Durante los primeros años de la Liga de Delos los atenienses continuaron su lucha contra los persas en aras de la libertad de todos los griegos, mientras que los espartanos no dejaban de enzarzarse en disputas por el Peloponeso. La rivalidad entre las dos ciudades surgió en las décadas posteriores a las Guerras Médicas, conforme la Liga aumentaba su prestigio, poder y riqueza, a la vez que gradualmente ponía de manifiesto sus ambiciones imperiales. Tras la contienda, una facción espartana hizo públicas sus sospechas y su animosidad hacia los atenienses al oponerse a la reconstrucción de las murallas de Atenas después de la retirada de los persas. Los atenienses rechazaron de plano su propuesta, y los espartanos acabaron por no interponer una queja formal, «aunque, sin dejarlo ver, el rencor hizo mella en ellos» (I, 92, 1). En 475, la propuesta de ir a la guerra contra la nueva Alianza ateniense para obtener el control de los mares fue rechazada en Esparta tras un encendido debate; no obstante, la facción antiateniense no sólo no desapareció, sino que llegaría a alcanzar el poder cuando los acontecimientos favorecieron su causa.
En el año 465, los atenienses pusieron cerco a la isla de Tasos, al norte del mar Egeo (Véase mapa[4a]), donde tropezaron con una resistencia encarnizada. Los espartanos habían prometido en secreto salir en defensa de los habitantes de Tasos por medio de la invasión del Ática y, como afirma Tucídides, «tenían intención de cumplir su palabra» (I, 102, 1-2). Sólo llegó a impedírselo un terrible terremoto en el Peloponeso, el cual trajo a continuación una gran revuelta de los ilotas. Los atenienses, que todavía eran socios de los espartanos en la gran alianza griega contra Persia jurada en el 481, salieron en su ayuda y enviaron un contingente bajo el mando de Cimón. Sin embargo, sin haber tenido la oportunidad de hacer nada, de entre el resto de aliados de Esparta, se pidió a los atenienses que volviesen a casa con el argumento de que su ayuda no era necesaria. Tucídides relata el verdadero motivo:
(…) los espartanos temían la valentía y el espíritu democrático de los atenienses, y estaban convencidos de que… si se quedaban [los atenienses], podían acabar apoyando la causa ilota (…). La primera vez que los espartanos y los atenienses entraron en conflicto abierto fue debido a esta expedición (I, 102, 3).
El incidente, que evidenció las sospechas y la hostilidad que sentían muchos espartanos hacia Atenas, causó primero una sublevación política en esta polis griega, y una revolución diplomática posterior en toda Grecia. La humillante expulsión de la escuadra ateniense arrastró la caída del régimen proespartano de Cimón. El grupo antiespartano, que se había opuesto al envío de la flota al Peloponeso, consiguió expulsar de Atenas a Cimón condenándolo al ostracismo, abandonó la antigua alianza con Esparta e instauró una nueva con el enemigo más conocido y enconado de Esparta, Argos.
Cuando los ilotas no pudieron aguantar más, los espartanos les permitieron abandonar el Peloponeso durante una tregua, con la condición de que no regresaran nunca. Los atenienses les facilitaron un asentamiento en un enclave estratégico en la orilla norte del golfo de Corinto, la ciudad de Naupacto, de la que Atenas se había apoderado hacía poco, «por el odio que siempre sintieron hacia los espartanos» (I, 103, 3).
Poco después, dos ciudades-estado aliadas de Esparta, Corinto y Megara, entraron en guerra por culpa de los límites de sus fronteras. En el año 459, Megara pronto se vio perdedora, y cuando los espartanos decidieron no involucrarse en el conflicto, los megarios propusieron separarse de la alianza espartana y unirse a Atenas a cambio de que ésta les ayudara contra Corinto. Así pues, la brecha abierta entre Atenas y Esparta dio pie a una gran inestabilidad en el seno del mundo griego. Durante el tiempo en que ambas fuerzas hegemónicas mantenían una buena relación, cada una fue libre de tratar con sus aliadas como deseara; las quejas de los miembros insatisfechos de las dos alianzas no tenían cabida entre ellas. En aquel momento, sin embargo, las ciudades-estado disidentes comenzaron a buscar el apoyo del rival de su líder.
Megara, en la frontera oeste del Ática, tenía un gran valor estratégico (Véase mapa[5a]). Su puerto occidental, Pegas, daba acceso al golfo de Corinto, al cual los atenienses sólo podían llegar tras una larga y peligrosa ruta alrededor del Peloponeso. Nisea, su puerto oriental, se encontraba en cambio a orillas del golfo Sarónico, desde donde el enemigo podía lanzar un ataque sobre el puerto de Atenas; y lo que es aún más importante, el control ateniense de los pasos montañosos de la Megáride, una situación sólo posible con la cooperación de una Megara amiga, pondría difícil, por no decir imposible, la invasión terrestre del Ática por parte del ejército peloponesio. Aun así, aunque la alianza con Megara prometía enormes ventajas para Atenas, también podía conducir a la confrontación con Corinto, probablemente apoyada por Esparta y por toda la Liga del Peloponeso. A pesar de ello, los atenienses aceptaron a Megara, «y esta acción fue en gran medida la que dio origen al gran odio de Corinto hacia los atenienses» (I, 103, 4).
Aunque durante años los espartanos no se inmiscuyeron oficialmente en el conflicto, este acontecimiento representó el inicio de lo que los historiadores llaman en la actualidad la «Primera Guerra del Peloponeso». Ésta tuvo una duración de más de quince años, con períodos de tregua e interrupciones. Los atenienses se vieron envueltos, en uno u otro momento, en un escenario militar que se extendía desde Egipto a Sicilia. El conflicto terminó con la defección de los megarios de la alianza ateniense y con su retorno a la Liga del Peloponeso, lo que allanó el camino para que el monarca espartano, Plistoanacte, condujera el ejército peloponesio al Ática. El enfrentamiento decisivo parecía cercano; pero, en el último momento, los espartanos volvieron a casa sin presentar batalla. Los escritores de la Antigüedad afirman que Pericles sobornó al rey y a su consejero para que abortaran la ofensiva, lo que tuvo como resultado que los espartanos se mostraran furiosos con sus comandantes y los castigaran duramente. Una explicación mucho más plausible es que Pericles les ofreciera una paz en términos aceptables, lo que pudo hacer innecesarias las hostilidades. De hecho, a los pocos meses, espartanos y atenienses ratificaron un tratado.
LA PAZ DE LOS TREINTA AÑOS

De acuerdo con las disposiciones del Tratado de los Treinta Años, en vigor desde el invierno del año 446-445, los atenienses accedieron a devolver las tierras del Peloponeso obtenidas durante la guerra, mientras que los espartanos prometieron lo que venía a ser el reconocimiento del Imperio ateniense. Tanto Atenas como Esparta llevaron a cabo los juramentos de ratificación en nombre de sus aliadas. Sin embargo, una cláusula clave dividió formalmente el mundo griego en dos al prohibir que los miembros de ambas alianzas cambiasen de bando, tal como Megara había hecho antes de que empezara la guerra. No obstante, los estados neutrales podían unirse a cualquiera de las partes, una condición en apariencia inocua y puramente pragmática, pero que causaría muchos problemas en los años venideros. Otra de las disposiciones requería que ambas partes sometieran sus quejas futuras a un arbitraje vinculante. Éste parece ser el primer intento histórico por mantener una paz duradera de este modo, lo que sugiere que ambos bandos se tomaron muy en serio la tarea de evitar un conflicto armado en el futuro.
No todos los tratados de paz son idénticos. Algunos ponen fin a hostilidades en las que una de las partes ha sido aniquilada o derrotada a conciencia, tal fue el final de la guerra entre Roma y Cartago (149-146 a. C.). Otros imponen condiciones durísimas a un enemigo vencido pero todavía en armas, como la paz que Prusia impuso a Francia en 1871 o, como es conocido por todos, la que los vencedores forzaron sobre Alemania en 1919 en Versalles. Este tipo de tratados a menudo siembran las semillas de guerras futuras, porque humillan y enfurecen a los perdedores sin acabar con su capacidad de venganza. Un tercer tipo de tratado termina con un conflicto, normalmente largo, en el que ambas partes se han dado cuenta de los costes y los peligros de un enfrentamiento prolongado y de las virtudes de la paz, sin que del campo de batalla haya salido un vencedor indiscutible. La Paz de Westfalia, en 1648, que dirimió la Guerra de los Treinta Años, así como el acuerdo con el que el Congreso de Viena concluyó las Guerras Napoleónicas, en 1815, son claros ejemplos de ello. Un tratado así no persigue la destrucción o el castigo, sino que busca una garantía de estabilidad en un intento de evitar un posible recrudecimiento del conflicto. Para tener éxito, este tipo de paz debe reflejar con precisión la verdadera situación política y militar, y está obligada a descansar sobre el deseo sincero de ambas partes de que funcione.
El Tratado de los Treinta Años de 445 entra en esta última categoría. Durante el transcurso de una dilatada guerra, los dos bandos habían sufrido serias pérdidas y ninguno parecía poder alcanzar una victoria decisiva; el poder marítimo había sido incapaz de preservar en tierra los triunfos obtenidos y el poder terrestre no había logrado prevalecer en el mar. La paz reflejaba un compromiso que contenía en sí elementos esenciales que debían garantizar el éxito, puesto que representaba con rigor el equilibrio de poderes de los dos contendientes y de sus aliados. Al reconocer la hegemonía de Esparta sobre la Grecia continental, junto con la de Atenas sobre el Egeo, admitía el dualismo en torno al cual se había dividido el mundo griego, lo que daba esperanzas de una paz duradera.
Sin embargo, como en cualquier tratado de paz, también éste contenía elementos de inestabilidad potenciales, y ciertas facciones minoritarias de ambas ciudades-estado quedaron insatisfechas con ella. Algunos atenienses se mostraban a favor de la expansión del imperio, mientras que también entre los espartanos, frustrados por su fracaso a la hora de lograr una victoria total, había algunos que se sentían ofendidos por compartir la hegemonía con Atenas; otros, entre los que se incluían varios aliados de Esparta, temían la ambición territorial de Atenas. Los atenienses eran conscientes de las sospechas que despertaban, y por su parte se mostraron preocupados de que Esparta y sus aliados sólo estuvieran esperando una oportunidad favorable para reanudar la guerra. Los corintios aún estaban furiosos por la intervención ateniense a favor de Megara; las hostilidades hacia Atenas en la propia Megara, gobernada por oligarcas que habían masacrado el destacamento ateniense que quería controlarla, habían aumentado amargamente, al igual que la de los atenienses hacia ellos. Beocia y su ciudad principal, Tebas, también se encontraban bajo el control de oligarcas, ofendidos a su vez por el emplazamiento de regímenes democráticos en su territorio durante la última guerra.
Cualquiera de estos factores o la suma de todos ellos podían poner en peligro la paz en un futuro, pero los hombres que la habían hecho posible, desgastados y cautelosos por la contienda, tenían intención de mantenerla. Para lograrlo, cada bando necesitaba disipar las dudas y cimentar la confianza; asegurarse de que, en tiempos de paz, eran los amigos los que se mantenían en el poder, y no sus oponentes belicosos, y controlar cualquier tendencia aliada de crear inestabilidad. Cuando se ratificó la paz, existían buenas razones para creer que todo esto era posible.
AMENAZAS PARA LA PAZ: LOS TURIOS

Como siempre, el carácter imprevisible de los acontecimientos puso pronto a prueba el Tratado del año 445 y a sus valedores. En el 444-443 tanto Atenas como Esparta recibieron la llamada de algunos de los prohombres de la colonia de Síbaris, establecida recientemente en el sur de Italia. Los sibaritas, diezmados por las disputas y las guerras civiles, solicitaron la ayuda de la Grecia continental para fundar una nueva colonia en las cercanías, en un lugar llamado Turios (Véase mapa[6a]). Esparta no estaba interesada, y los atenienses acordaron socorrerlos de un modo poco habitual. Enviaron mensajeros por toda Grecia para anunciar la búsqueda de pobladores para la nueva colonia; no obstante, ésta no iba a ser una colonia ateniense más, sino un asentamiento panhelénico. Ésta era una idea absolutamente novedosa y sin precedentes. ¿Cómo llegaron a concebirla Pericles y los atenienses?
Algunos historiadores son de la opinión de que los atenienses, expansionistas sin freno, contemplaban la fundación de Turios como un mero episodio en el crecimiento imperial ininterrumpido de Atenas, tanto en el este como en el oeste. Sin embargo, aparte del caso de Turios, los atenienses no buscaron obtener otras colonias ni aliados en los años que van desde el Tratado de los Treinta Años a la crisis que condujo a la Guerra del Peloponeso; así pues, la confirmación de esa teoría sólo puede basarse en la propia Turios. Los atenienses sólo eran una de las diez estirpes que poblaban la pequeña ciudad y, dado que los peloponesios eran el grupo más numeroso, Atenas no podía tener esperanzas de incrementar su influencia. Y lo que es más, la historia temprana de Turios demuestra que Atenas nunca mostró interés por controlarla. Poco después de su fundación, la ciudad de Turios se enzarzó en una contienda contra una de las pocas colonias espartanas, Taras o Tarento. Turios fue derrotada y los vencedores levantaron un trofeo a la victoria y una inscripción en Olimpia para que todos los griegos reunidos allí la contemplaran: «(…) los tarentinos hicieron ofrenda al Zeus Olímpico de una décima parte del botín que lograron de los turios». Si los atenienses hubieran querido que Turios fuera el centro de su imperio occidental, habrían llevado a cabo alguna acción para protegerla. Y sin embargo, no hicieron nada en absoluto, lo que permitió que la colonia espartana alardease de su triunfo en el lugar de encuentro más público de toda Grecia.
Diez años después, en mitad de la crisis que conduciría a la guerra, surgió una disputa por la posesión de Turios como colonia. El oráculo de Delfos puso fin a la cuestión, y declaró a Apolo su fundador, lo que vino a reafirmar su carácter panhelénico. Con ello se negaba una vez más su conexión con Atenas, que de nuevo renunció a emprender ninguna acción, aun cuando el Apolo Pítico había sido favorable a Esparta y la colonia podía ser útil a los espartanos en caso de guerra. Esta actitud deja claro que los atenienses veían en Turios una colonia panhelénica y, por consiguiente, así la trataron.
Sin duda, los atenienses hubieran podido simplemente haberse negado a tomar parte en la creación de Turios. Su negativa no habría llamado mucho la atención y, sin embargo, al plantear la idea de una colonia panhelénica y situarla fuera de su área de influencia, Pericles y los atenienses parecían estar enviando señales diplomáticas. Turios permanecería como prueba tangible de que Atenas, tras rechazar la oportunidad de crear su propia colonia, carecía de ambiciones imperiales en el oeste y perseguía una política de panhelenismo pacífico.
LA REBELIÓN DE SAMOS

En el verano del año 440 comenzó una guerra entre Samos y Mileto por el control de una población limítrofe, Priene (Véase mapa[7a]). La isla de Samos era territorio autónomo, miembro estatutario de la Liga de Delos y la aliada más poderosa de entre las tres con flota propia que no pagaban tributo. Mileto también había sido uno de los primeros miembros de la Liga, pero se había sublevado dos veces y había sido sometida, privada de sus naves y obligada a pagar tributo y a aceptar una constitución democrática. Por tanto, cuando los milesios solicitaron su socorro, los atenienses no pudieron mantenerse al margen y permitir que un poderoso miembro de la liga impusiera sus deseos sobre un aliado indefenso. Sin embargo, los samios rechazaron el arbitraje de los atenienses, quienes por su parte no pudieron ignorar este desafío a su liderazgo y autoridad. El propio Pericles se puso a la cabeza de una flota contra Samos, y con ella reemplazó la oligarquía en el poder por un gobierno democrático e impuso una gran indemnización. Tomó rehenes entre sus habitantes como garantía de un buen comportamiento, y dejó finalmente un destacamento ateniense para vigilar la isla.
Los líderes de Samos respondieron pasando del desafío a la revolución. Persuadieron a Pisutnes, un sátrapa persa del Asia Menor, para que les ayudara en su revuelta contra Atenas. Pisutnes les permitió que reclutaran un ejército de mercenarios en su territorio y rescató a los rehenes de las islas donde los atenienses los mantenían en cautiverio. Ahora los rebeldes eran libres para hacerse con el poder. Depusieron al gobierno democrático y enviaron al destacamento y demás oficiales atenienses como prisioneros al sátrapa de Persia.
Las noticias de la rebelión hicieron estallar un levantamiento en Bizancio, importante localidad situada en un punto capital de la ruta ateniense de grano desde el mar Negro. Mitilene, la ciudad principal de la isla de Lesbos y otra de las aliadas autónomas con flota propia, sólo esperaba la ayuda de Esparta para unirse a los insurgentes. Dos de los elementos que más tarde acarrearían la denota de los atenienses en la gran Guerra del Peloponeso entraron aquí en juego: las revueltas a lo largo del Imperio y el apoyo de Persia. No obstante, sin la participación de Esparta, las revueltas se verían acalladas y los persas serían expulsados. Por su parte, la decisión espartana de entrar o no en el conflicto dependía de Corinto, ya que, en caso de una guerra contra Atenas, sólo esta ciudad-estado podía aportar una flota.
La respuesta de Esparta pondría a prueba por primera vez el tratado de paz y la política de Atenas desde su firma. Si esa política, especialmente en lo referente a los territorios del oeste, le parecía agresiva y ambiciosa a Esparta y Corinto, ahora era el momento de atacar Atenas, cuando su potencial marítimo estaba ocupado fuera de la ciudad. Los espartanos convocaron un encuentro de la Liga del Peloponeso, prueba de que finalmente el asunto iba a ser tratado con seriedad. Los corintios dirían después que con su intervención habían intentado decantar la cuestión en favor de Atenas: «(…) tampoco nosotros votamos en contra de vuestros intereses cuando los restantes peloponesios dividían sus votos respecto a la necesidad de ayudar a los samios» (I, 40, 5). Se tomó la decisión de no atacar Atenas, y ésta pudo aplastar la rebelión samia y evitar un alzamiento general apoyado por los persas, el cual hubiera ido seguido de una guerra que hubiera podido acabar con el Imperio ateniense.
¿Por qué Corinto, cuyo odio por la ciudad de Atenas se remontaba a dos décadas atrás y que se erigiría en el mayor agitador belicista durante la crisis final, intervino en el año 440 para preservar la paz? La explicación más plausible es que los corintios entendieron la señal expresada por la actitud ateniense en Turios, cuando Atenas aceptó su condición de colonia panhelénica para no poner en peligro el Tratado de los Treinta Años.
El resultado de la crisis samia sirvió para reforzar las previsiones de la paz. Ambas partes habían dado muestras de control desde el acuerdo del año 445, y habían evitado perseguir ventajas que pusieran en peligro el tratado. La visión del futuro parecía prometedora, cuando un conflicto originado en Epidamno trajo consigo nuevos e inesperados problemas.


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